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jueves, 14 de marzo de 2019

Libro sexto

LIBRO SEXTO


Capítulo primero. De la armada y gente que llevó el Rey a
la conquista de Mallorca, y del orden con que salió del puerto de
Salou.

Acabada ya de ajuntar (
iuntar)
la flota de toda suerte de navíos, después de muy bien proveída de
todas las municiones y vituallas convenientes, estando la mayor parte
de ella surgida en el puerto de Salou, y la demás en la playa de
Cambrils a dos leguas del puerto hacia el mediodía: mandó el Rey
reconocerla, y
aprestarla
de nuevo, haciendo juntamente muestra general de la gente y ejército
que le seguía. Hallábanse en la armada xxv naves gruesas, y xij
galeras reales. Los demás eran baxeles de toda suerte, con muchos
bergantines (
vergantines)
y fragatas, para atalayar, descubrir, y navegar a remo y a vela para
todo servicio de la armada: con otros navíos bajos de bordo que
llaman Taridas, para llevar caballos y otros animales, y lo demás
del bagaje (
vagage),
bastimentos y
xarcias
de la armada: que todos juntos hacían número de CL sin los demás
barcos y bateles para servicio de las naves y galeras, que no tenían
número. De la gente de guerra que iba en la armada, aunque ni en la
historia del Rey, ni de otros se refiere cuanta era, pero por lo que
se colige de los que aportaron en la Isla, se halla que el número de
la infantería sería hasta XV mil, y los de a caballo MD demás de
los aventureros que de Génova, de Marsella, y de toda la Provença
vinieron en una grande Carraca de Narbona, con otras gentes de los
contornos de la Guiayna. Los cuales juntos llegaban a XX mil
infantes, y más la caballería ya dicha. Fue nombrado por general de
la armada don Ramón de Plegamans, caballero principal de Barcelona,
hombre bien diestro en las armas, y sobre todo muy experto y cursado
en el arte de navegar. Los principales señores y barones que
siguieron al Rey, y que mucho le valieron en esta jornada (según
cuenta Desclot (
Asclot)
antiguo escritor de esta historia, y otros) fueron el Obispo de
Barcelona, Don Guillé Ramon de Moncada barón principalísimo de
Cataluña, con otros muchos de su linaje, gente muy esclarecida, como
adelante diremos. Don Nuño Sánchez Conde de Rosellón, de Conflent,
y Cerdaña, y con él muchos otros Barones del
Lampurdan,
gente de lustre y bien armada. Sobre todos quien más se señaló fue
el Vizconde de Bearne don Guillén de Moncada, con cccc hombres de
armas escogidísimos a su sueldo, con otros de su casa y linaje de
Moncada que le siguieron. Finalmente de Aragón fueron muchos
caballeros y Barones con otra gente vulgar. Porque entendiendo que
también eran acogidos con los Catalanes en el repartimiento de la
presa, y despojos de la conquista, siguieron al Rey de muy buena
gana: mayormente por ser jornada contra Moros. Puesta ya la armada en
orden, como llegó el día aplazado para la partida, oyeron todos muy
devotamente la misa y sacrificio santo en la iglesia mayor de
Tarragona, a donde hecha por cada uno su confesión sacramental, el
Rey, y los señores, con los Barones, y capitanes del ejército,
recibieron el santísimo sacramento del altar, por manos del Obispo
de Barcelona. Para todos los demás soldados se armó una capilla
junto al puerto, a donde oyeron misa, y proveídos confesores, se les
ministró el Sacramento de la penitencia, y el del altar recibieron
muy devotamente antes de embarcarse. Hecho esto, y dado refresco a
todo el ejército, mandó el Rey tocar a recoger y a embarcarse. Y
como la ropa y
bagaje
estaba ya embarcado fueron lo muy presto las personas, por lo mucho
que todos deseaban hallarse ya en esta jornada. Pues para que con
buen orden comenzase la navegación hecha señal por el general de la
mar, salió la armada del puerto (como refiere el Rey) desta manera.
La nave de Nicolás Bonet de Barcelona que era la más ligera de
todas, y más bien armada, en la cual venía el Vizconde de Bearne,
iba por capitán, llevándola a
vanguarda.
Otra que era de un caballero llamado Carroz (de quien se hablará
después) que también venía muy en orden, iba postrera en
retaguarda,
tomando las galeras reales en medio para que a toda necesidad
acudiesen a las naves que iban adelante y atrás. Comenzando el
tiempo blando con viento próspero, aunque no muy reforzado, fue
tanta la codicia de navegar, que sin más esperar, luego por la
mañana al amanecer se hicieron a la vela, puesto que lentamente, por
aguardar al Rey que se quedó en el puerto en una muy buena galera de
Mompeller, por aguardar mil soldados que de los pueblos mediterráneos
venían, para embarcarlos en ciertos
barcones
ligeros que había mandado quedar para de presto pasarlos a las
naves. Y luego siguieron al Rey todos los demás navíos que estaban
derramados por las playas a una mano y a otra del puerto, y navegando
a remo y a vela juntaron luego con las naves, adonde fueron metidos,
y comenzaron todos a navegar juntos.




Capítulo II.
De la gran tormenta que pasó la armada, y del provecho que suelen
sacar de ella los navegantes, y como llegaron a vista de la Isla de
Mallorca
.


Como navegasen ya todos con mucha alegría y con
mayor esperanza de acabar bien su viaje, tomasen la derrota de la
Isla de Mallorca, la cual a tercero día casi la descubrieron,
súbitamente se levantó un viento que llaman Lebeche, que de
ordinario suele soplar en aquel paso, y con la oposición de Griego
Levante, causó tan grande torbellino en la mar, que vino el ciel a
escurecerse
del todo, y a levantarse las olas tan altas combatiendo unas con
otras, que fue forzado dividirse la flota, y de tal manera comenzó a
esparcirse, que si no fuera por no desamparar al Rey; en un punto se
desapareciera toda. Pero a causa de seguir todos la capitana que no
quería torcer su viaje, vinieron a padecer las demás tan gran
trabajo de la tormenta, que demás de los encuentros que se daban
unas con otras, aun era mayor el trabajo que la gente padecía, con
los desmayos, y mal de mar que atormentaba a los navegantes nuevos.
Porque fatigados de aquel hediondo, y no acostumbrado aire de mar,
que
rosciado
por las olas, se les entraba por la boca y narices, les daban (como
siempre suele) tan grandes vómitos (
gomitos)
y vahídos (vagidos) que se caían medio muertos. Mas el temor de la
representada muerte era lo que más les confundía. Por donde
comenzaron muchos a desconfiar de la vida y pasaje, tomando por mal
agüero, de que estando todos tan conformes con Dios, y siguiendo una
empresa tan pía y Christiana, y para mayor engrandecimiento de la fé
Christiana, se les oponía una tan horrenda tempestad y fortuna tan
súbita. Por esto trataban muy de veras de quedarse en tierra, donde
quiera que la mar los echase: señaladamente pedían esto los
soldados mediterráneos, que jamás entraron en mar, ni sabían que
cosa era tormenta. Porque espantados del gran estruendo y
levantamiento de las olas, encontrándose con tan horrible furia unas
con otras, les parecían serpientes bravísimas que se querían
tragar las naves con ellos. Y así temiendo que esto vendría en
efecto, se encomendaban muy de corazón
y a voces, a Dios
omnipotente, y a nuestra Señora, haciendo mil votos y promesas, y
por lo mucho que la conciencia de sus culpas y mala vida pasada les
atormentaba, se confesaban unos con otros, y podía tanto el
temor de dar en el profundo, que lo que no confesaran en tierra con
todos los tormentos del mundo, allí voluntariamente y a voces lo
descubrían: sacrificando a Dios con tan contrito y humillado
espíritu, cuanto fuera de allí nunca hicieron en toda la vida tan
de veras. Para que se vea cuan sagrado y saludable fruto de verdadera
religión puede coger los Christianos de la tempestad y tormenta del
mar: y cuan hecha es toda ella, no menos para la salud del cuerpo que
para la del alma. Pues con el vómito a que provoca, no solo purga el
cuerpo de toda cólera y malos humores: pero aun con el grande
temor que causa su espantable trago, desarraiga del alma todo mal
afecto de pecar, y con las lágrimas y amargo arrepentimiento de
haber pecado, lava con la corriente de firmes y buenos propósitos
todo lo hasta allí maculado.
De manera que sana cada uno mucho
mejor sus enfermedades de cuerpo y alma en la mar que en la tierra. Y
así es contra toda razón pensar que la tormenta del mar sea triste,
e infelice
aguero
para los navegantes Christianos, en sus comenzados viajes y
empresas: antes se ha de tener por venturoso pronóstico, pues
habiendo pasado por ella, y purgado (como está dicho) sus males de
cuerpo y alma, quedan más aceptos a Dios, y para proseguir su
navegación y empresa, más sanos y bien dispuestos. Perseverando
pues la tempestad y contrariedad de vientos, el patrón y piloto de
la galera del Rey eran de parecer, que diesen lugar al tiempo, y
se volviesen a tierra. Por ser cierto que a la entrada del invierno
cualquier tormenta de mar dura mucho, y es muy peligrosa, aunque la
tranquilidad y bonanza en medio del, suele ser más firme y
constante. Mas el Rey en ninguna manera tenía por bien el volver a
desembarcar, considerando sabiamente, que los soldados vueltos a
tierra con él fastidio de la mar, y memoria de la borrasca y
tormenta pasada, luego se meterían por la tierra a dentro, y huyendo
se desaparecerían. Y así mandó que pasasen adelante, y confiasen
en nuestra Señora que era la guía de su viaje, que les daría muy
en breve la bonanza. Con esto, como quien arrima las espuelas al
caballo dio prisa a su galera. La cual apretó con los remos de
manera, que pudo alcanzar la nave capitana del Vizconde, y aun
pasarle delante: y él se quedó por guía y capitán de toda la
armada. Pero costole harto, y lo pechó bien su generoso
atrevimiento: porque creció tanto la tormenta, que se vio su galera
en aquel punto en el mayor y más riguroso peligro que otro bajel
del
armada
. Tanto que sobre este paso dice
la historia general de Mallorca, que el Rey hizo voto a nuestra
Señora, de dar para el edificio y fábrica de la iglesia mayor de la
ciudad, la decena parte, o diezmo de lo que se conquistaría en la
Isla, y lo cumplió. De donde se ha hecho con este don allí un
edificio y templo de los mayores del mundo. Quiso pues nuestra Señora
que a tercero día que comenzó la tormenta, ya tarde al ponerse el
Sol, aflojó, y se descubrió el cielo, y casi a un mismo punto
toda la Isla, que la tenía la armada junto a si, sin verla: porque
muy claramente se descubrieron los puertos de Pollença,
Sollar,
y
Almarauich
(como el Rey dice) los cuales distintamente fueron conocidos por los
marineros prácticos (
platicos).
Mas por ser tarde, y quedar algunas reliquias de la tormenta, y que
no era cordura entrar a escuras en tierra y puertos de enemigos, se
entretuvieron toda la noche costeando hasta la mañana, cuando el sol
salido se determinó la entrada de la Isla, y pues estamos a vista de
ella, bien será hacer una general descripción de su asiento y
postura.





Capítulo
III. Del asiento y postura de la Isla de Mallorca, y como tomó el
Rey puerto en Santa Ponza.

Está la Isla de Mallorca en forma
cuadrada a cuatro ángulos, aunque por los dos lados, con los
senos y entradas que la mar hace de ambas partes, viene a estrecharse
de manera que parece quedar en forma de una y
unque.
Y así responden los cuatro principales ángulos, o cabos de toda
ella, a las cuatro partes principales del cielo. El primero es el
puerto de la Palomera que mira al poniente, y tiene delante una
pequeña Isla que llaman la Dragonera, no porque engendre Dragones,
sino porque bien considerada su traza y asiento tiene figura de
Dragón. El otro ángulo, pasando hacia la mano derecha, que tira al
Septentrión, es el cabo de Formentor.
De aquí vuelve hacia el
Oriente al tercer ángulo que es el cabo de la Piedra. Puesto que
esta ladera no va seguida porque se va allí estrechando la Isla por
los dos senos de mar, que dijimos, donde estaban los puertos del
Alcudia, y Pollença, que ennoblecen mucho la Isla. El cuarto ángulo
es, volviendo de oriente a medio día
porfino
o
porsino,
el cabo que dicen de las salinas. Al cual se oponen dos Islas
pequeñas llamadas Cabrera, y la Conillera, por haber en esta gran
infinidad de conejos. Entre este cabo y el primero de la Palomera,
casi a medio camino, se rompe la tierra con un gran seno de mar que
se mete hacia lo
meditarraneo
dela Isla, y responde por derecho al otro seno del Alcudia, que
dijimos, y así queda ella estrechada por el medio. Es la mitad de la
Isla hacia el poniente y Septentrión, muy áspera y montañosa
(montuosa), pero muy fértil para ganados y olivos, que sin cultura
alguna nacen, y
fructifican
entre las peñas admirablemente, y que, como adelante se dirá, tiene
abundancia de pan y vino. La otra mitad es llana, y se extiende en
mucho espacio y anchura de campos, y está muy poblada de muchas y
grandes villas con sus aldeas y lugares, cuyos campos, que
naturalmente son fértiles, mejorados con la buena cultura y labranza
de la gente, han llegado a ser de los más fructuosos y abundantes
del mundo. Es finalmente toda la Isla llena de puertos y calas, para
todo refugio de navíos grandes y pequeños, a cuya causa está
torreada toda la costa de ella, como adelante mostraremos. Pues como
las naves con toda la armada luego por la mañana volviesen las proas
al puerto de Pollença, que mira al levante, con fin de tomarle:
súbitamente se levantó el viento
Prohençal
con furia, el cual de nuevo les impidió que no abordasen a la Isla:
alomenos como fuese contrario para tomar aquel puerto, fue necesario
pasar al de la Palomera. Este puerto, como dijimos, mira al poniente,
y está a XX millas de la ciudad. Pues como llegasen a ponerse en
frente de él, la galera del Rey primero que todas se entró por él
a velas tendidas, y tras ella toda la armada. De manera que el Rey
puso el pie en la Isla (porque realmente llegó con un batel a tocar
la tierra y volverse a su Galera) un Viernes que se contaba el primer
día de Setiembre. A donde por haber llegado toda la armada a
salvamento sin perderse un solo barquillo con tan gran tormenta, hizo
infinitas gracias a nuestro señor y a su gloriosa madre, y las
mismas solemnemente continuó por todo el ejército el Obispo de
Barcelona con su clemencia. El día siguiente, don Nuño, sin más
reposar, y don Ramón de Moncada, con sendas galeras, dieron la
vuelta hacia mediodía, costeando por la marina y descubriendo los
puertos, por ver en cual dellos desembarcaría la gente más al
seguro. Pero ninguno se halló más a propósito que el de Santa
Ponza, el cual por estar cercado de grandes montes y algo solitario,
no estaba tan defendido de la gente de tierra como los otros: con
esto determinaron de dar allí fondo: porque al de la palomera había
acudido ya mucha y muy armada morisma por tierra, y era bastante para
impedir la desembarcación. En este medio como fuese día de fiesta y
domingo, por mandado del Rey se estuvieron todos surgidos en el
puerto, a las raíces de un monte muy alto que se llama Pantaleu, que
está a peñatajada dentro del mar enfrente de la Dragonera. Y así
entendieron todos en descansar aquel día del gran trabajo y tormenta
pasada.










Capítulo IV.
De los avisos que dio el Rey un moro de la Isla que se echó a nado
por hablarle, y como desembarcó el ejército a pesar de los Moros, y
de la matanza que se hizo en ellos.

Estando el Rey en el
puerto fue avisado de todo lo que los Moros hacían en la ciudad, y
de los aparejos que para defender la Isla entendían hacer, y más
del número de la gente que había de guerra y otras cosas, por un
Moro nombrado Hali, que desde la Palomera se había echado en la
mar, y a nado había llegado junto a la galera real, pidiendo a
grandes voces le recogiesen para hablar con el Rey. Por cuyo mandado
fue luego traido en un esquife a su galera, y como hablase bien la
lengua catalana, entendiose del, como de la otra parte de los montes,
había gran tropel de Moros, que serían hasta X. mil para
impedir el desembarcar a los Christianos. Demás desto puestos los
ojos en la persona del Rey, le dijo. Dígote señor Rey que puedes
estar de buen ánimo:
porque sin duda la Isla ha de venir a tus
manos que así lo ha pronosticado mi madre que es la más sabia mujer
en el arte
mágica
de cuantas hay en la Isla. Y más digo que dentro della se hallan
XXXVII. mil Moros de pelea, y V. mil jinetes. Por eso te aviso
que tomes puerto cuanto más presto pudieres, y eches tu ejército en
tierra: porque la victoria toda consiste en la diligencia y presteza

de acometer esta gente, antes que venga el socorro de Túnez, que
lo esperan, y te la quiten de las manos. Holgose mucho el Rey con tan
buenos avisos del Moro, y haciéndole mercedes le mandó quedar en su
servicio. El Moro se quedó, y sirvió al Rey fidelísimamente de
espía y (traductor o intérprete
faraute
en toda la conquista. Luego aquella noche a la segunda vela el Rey se
allegó a tierra con las doce galeras y con las barcas y esquifes
comenzaron a desembarcar los soldados, y echar los caballos y bagaje
en tierra. Mas como fuesen descubiertos de los Moros que andaban por
los montes, en un punto bajaron (abaxaron) V. mil de ellos, y con
grande alarido, como acostumbran, arremetieron para los nuestros
alanceándoles, por estorbarles el desembarcar. Pero fue tanta la
diligencia de los nuestros en volver las proas de las galeras y naves
hacia los moros, y en tirar lanzas, azconas, azagayas, saetas, y
piedras con trabucos armados sobre las entenas, que los hicieron
retirar, y hubo lugar para desembarcar sin mucho daño. El primero de
todos que tomó tierra, fue
Bernaldo Ruy
de mago
Alférez valentísimo, porque
en saltar en tierra desplegó su bandera, y echó señal, le
siguieron todos, haciendo rostro al ímpetu de los Moros, hasta que
acabaron de desembarcar los caballos con todo el bagaje, y con las
máquinas y trabucos. Luego con los de a caballo que los echó
delante, pasó el mesmo con DC. infantes, y dieron con tanto ánimo
en los Moros, que los hicieron huir: y matando algunos de ellos,
volvió el Alférez al campo con toda
la gente, y para más
seguridad se recogieron ya tarde en las galeras, con alguna presa y
despojos que de los Moros hicieron. Al cual recibió el rey con mucha
alegría, y alabó con encarecimiento su gran valor y esfuerzo, por
haber dado tan próspero principio a la empresa, y con tan victoriosa
escaramuza, tomado el ánimo a los enemigos. A este Alférez (que
después se llamó Bernaldo Argentona, y señalan algunos que fue
Catalán) por sus valerosos hechos y buena dicha en la guerra,
acabada la conquista, el Rey le hizo donación de la villa y tierras
de Santa Ponza, para él y a los suyos. A la misma sazón don Nuño,
don Ramón de Moncada, el Vicario del Temple, y Gilabert Cruylles,
Barón de Cataluña con CL. caballeros saltaron en tierra en el
puerto de santa Ponça, y metiéndose por la Isla a dentro
encontraron con un escuadrón de hasta VI. mil Moros. Los cuales se
los estaban mirando de lejos, sin moverse ni llegar a estorbarles el
desembarcar, ni el ir para ellos: maravillándose don Ramón de la
torpeza dellos, porque siendo tantos dejaban de acometer a tan pocos.
Pues como llegado muy junto a ellos, y ni se moviesen de su puesto,
ni se pusiesen en orden de pelear, hecha señal a los suyos, y
diciendo a voces. Son pocos, y no vezados a pelear, arremetió para
ellos; con tan bravo ímpetu que no pudiéndole resistir los Moros
huyeron todos: pero siguiendo el alcance los Christianos, fue tan
grande la matanza que en ellos hicieron, que se halló (según el
Rey afirma en su historia) haber muerto de ellos hasta M.D. Volviendo
pues don Ramón con los demás, con tan felice victoria al puerto
hallaron al Rey que acababa de tomarlo con toda la armada en el de
santa Ponza, y saliendo en tierra, como entendió admirable
escaramuza y victoria que contra los Moros tuvieron, se espantó de
oírla. Y aunque alabó grandemente el valor y fuerza de todos ellos,
por tan bien acabada empresa en lo intrínseco de su pecho le dolió
mucho por no haberse hallado personalmente en ella, siendo de las
primeras que en la Isla se hicieron.


Capítulo V. Como el
Rey se metió por la Isla a dentro con veinte caballeros, y de los
Moros que mataron, y extraña batalla que tuvo con uno de ellos.



Viendo el Rey la gallardía que don Nuño y don
Ramón con los demás tenían, y el gusto con que contaban sus
proezas y victoria pasada, no pudo más detenerse, sino que luego al
día siguiente, entretanto que estos caballeros reposaban, y se
rehacían del trabajo pasado, quiso también él ir a probar su
ventura, y salir con algún memorable hecho. Para esto tomó consigo
XX caballeros Aragoneses, y muy de mañana, después de haber oído
misa y almorzado, dejando mandado que ninguna otra persona los
siguiese, mas de un platico de la Isla que los guiase, se metió por
ella a dentro. Y para más certificarse de la victoria pasada,
siguieron la misma senda por donde vinieron los vencedores. Pues como
no muy lejos descubriesen un gran golpe de gente que serían hasta
CCCC moros que estaban en el recuesto de un monte, el Rey se fue para
ellos. Los cuales entendiendo que eran descubiertos, temiéndose no
viniese más gente atrás, o se quedase puesta en celada, comenzaron
a apartarse a otro monte más alto. Visto por el Rey que se
retiraban, como si viera una buena caza de venados, puso piernas al
caballo diciendo a los suyos. Ea hermanos daos prisa no se nos vayan
aquellos venados que han de servir para pasto y mantenimiento de
nuestras honras, y arremetiendo y dando todos sobre los que huían a
furia, en el alcance mataron hasta LXXX de ellos, los demás se
escaparon. Mas porque del huir, y poca resistencia de los Moros
Mallorquines, no se puedan todos a una notar de cobardes, o inhábiles
para pelear: contaremos una señalada hazaña de un valentísimo Moro
Mallorquín (digna de poner en memoria) que en este mismo trance
aconteció al Rey, con harto evidente peligro de su persona. El cual
como luego después de haber muerto los LXXX Moros, y ahuyentados los
demás, se retirase ya de vuelta para el campo, y pasando los otros
caballeros adelante, se quedase con solos tres, para ir parlando por
el camino, al pasar de un barranco, le salió al delante un moro de a
pie armado de lanza y adarga, con un morrión Zaragozano. Al cual
mandando el Rey a voces que se rindiese, comenzó el Moro con bravo
semblante a blandear la lanza contra él, y los demás, que en el
mismo punto fueron sobre él. Pues como uno de ellos llamado Ioan de
Lobera Aragonés, llegase más cerca, revolvió el moro sobre él, y
con una punta de lanza le atravesó el caballo y con él cayó luego
el caballero en tierra. Mas levantándose con gran presteza Lobera
con la espada en la mano para defenderse del moro, que ya estaba
sobre él con su alfanje, acudieron los tres y maltrataron al moro.
Pero como ni al Rey, ni a los otros se quisiese rendir, cargaron de
tal manera sobre él que le hicieron pedazos, y cortada la cabeza, la
llevó Lobera en la punta de la lanza. Con esto se volvieron muy
contentos ya tarde para el ejército, y como fueron descubiertos
salieron todos con grandísima alegría y regocijo a recibir al Rey,
entendiendo sus dos grandes victorias hechas en tan pocas horas. Y
aunque quedaron extrañamente maravillados de la primera que hubo de
los moros siendo tantos, y los suyos tan pocos, pero tuvieron en
mucho más la brava resistencia que se halló en solo aquel Moro,
cuya cabeza y rostro feroz mostraba bien la gran valentía y fuerzas
de su persona. Y así confesando todos que con estas victorias había
igualado el Rey la del día antes de los caballeros, mucho más se
regocijaron. También concluyeron que no por el buen suceso de estas
dos victorias debían descuidarse en lo por venir, ni tener en poco
los Moros Mallorquines. Antes conjeturaron de la valentía y fuerzas
de aquel solo Moro, y del huir de los muchos juntos, que los
Mallorquines debían ser como los toros, los cuales tomados juntos
son mansos, mas cada uno por si muy bravo.





Capítulo VI.
Como por la demasiada prisa que el Rey se daba por llegar a la
ciudad, iba desbaratado el ejército, y padecía hambre, y fue
proveído por el general de la mar.

Con estas dos tan
prósperas victorias, que alcanzaron el Rey, y don Nuño con los
demás en la Isla, cobró el Rey nuevos alientos, y con el ardor de
la mocedad, determinaba no andar por montes y valles, ni asentar el
real sobre fortaleza alguna de la Isla, sino dar con todo él sobre
la ciudad principal, porque como oyese que el Rey Retabohihe había
salido de ella, y que andaba por los montes hurtando el cuerpo a los
nuestros, y excusando la batalla, codiciaba mucho verse con él en
campaña para acometerle. Pues era cierto que vencido o desbaratado
Retabohihe, y con esto debilitadas las fuerzas de la ciudad, tenía
por muy fácil tomarla, y apoderarse de toda la Isla. Con esta
demasiada codicia del Rey y poca cuenta del gobierno, andaba el
ejército, todo sin ningún orden ni asiento: no parando horas en un
mismo puesto, ni lugar cierto, por seguir los movimientos del Rey,
que parecía iba siempre a caza de victorias, como de venados. Y tan
puesto en esto, que ningún cuidado tenía de proveer, ni bastecer el
campo de vituallas. Y así comenzaron a sentir hambre, y a
desfallecer en los soldados el ardor y deseo de pelear, con que se
entró en la Isla: hasta que siendo avisado dello el general de la
armada don Plegamans, al cual como se dio cargo de proveedor de la
tierra, luego proveyó el ejército
abastadamente
de las vituallas que sobraron en la mar: hasta tanto que los villanos
y labradores de la Isla, por redimir la tala y destrucción de sus
campos, acudieron al Real con mucho pan y carnes, y otras provisiones
en abundancia. En este medio salieron de las naves que estaban
surgidas en el puerto de Porraças al mediodía, hacia la ciudad CCC
caballeros y entendieron por los adalides y centinelas del campo,
como habían descubierto muchos, y muy formados escuadrones de Moros,
que sería al anochecer, y eran de gente de a caballo y de a pie,
bien puesta en orden, al paso por donde había de embocar el Rey la
gente para la ciudad. Al cual luego dio aviso desto don Ladrón
caballero Aragonés nobilísimo, capitán de caballos. El Rey que
entendió esto, llamó a don Nuño, y al Vizconde de Bearne, con los
otros Barones y capitanes del ejército, para decirles que se
pusiesen a punto para el día siguiente. Porque deste primer
encuentro y batalla campal, se había de seguir el remate de toda la
conquista. Y envió a decir a don Ladrón que se estuviese quedo en
su alojamiento por hacer rostro a los de la Isla, si de hacia la
Palomera y por aquellos extremos se congregase alguna gente a tomar
en descuido a los del campo: hasta que se le diese nuevo orden. Con
esto mandó el Rey asentar el Real y tiendas de propósito, más
adelante de la Porraça camino de Portopí junto a la mar, con mucha
gente de guarda, que estuviesen toda la noche en centinela. Hecho
esto se fue cada uno a su alojamiento a reposar: determinados de dar
luego por la mañana la batalla a los Moros: más por contentar al
Rey que extrañamente lo deseaba, que por sobrar razón para ello.






Capítulo
VII. De la discordia de don Nuño y del Vizconde, y del escuadrón de
los aguadores, y como peleando el Vizconde contra los Moros fue
muerto con don Ramón y otros de su linaje.

Venida la mañana
acudieron todos los capitanes y señores a la tienda del Rey, al cual
hallaron ya levantado de la cama y armado. Lo primero que hicieron
fue oír misa muy devotamente, y después de haber dado refresco y
sustento a sus personas, y a los soldados lo mismo, entraron en
consulta, si convenía ir a combatir la ciudad: porque con esto
parece que sacarían a los enemigos de los montes a la campaña rasa,
donde hallándose el ejército todo junto mucho mejor se defendería:
o sería mejor irlos a buscar y acometerlos. Mas aunque la opinión
del Rey señalaba se siguiese la vía de la ciudad, los más fueron
de contrario parecer. Porque sería doblar las fuerzas al enemigo, ir
a meterse entre él y la ciudad: pues en comenzar la escaramuza con
los de fuera, saldrían los de la ciudad a tomarlos en medio para
honrarse de ellos. Y así se determinó que fuese la mayor parte del
ejército a buscar los enemigos a unos pequeños montes por donde
andaban detrás del cabo de Portopi: y que el Rey con su cuerpo de
guarda, y más gente, marchase por junto a Portopi a ponerse en el
camino de la ciudad para impedir el paso a los Moros, porque no
pudiesen ser socorridos de ella. Andando los capitanes ocupados en
esta ordenanza, y partimiento, y el Rey con su gente ido a meterse en
su puesto, siguiose muy gran cuestión (
quistió)
y diferencia entre el Vizconde y don Ramón con don Nuño, sobre
quien llevaría la vanguardia, pidiendo cada uno ser de los primeros.
Pasó esto tan adelante, y la porfía fue tan reñida, que dio
ocasión a que los aguadores y leñadores del campo, con otros
esclavos de los señores y Barones, de presto hechos legión, sin
orden, ni caudillo, se juntasen para ir a dar sobre el real de los
enemigos. El Rey que los vio ir tan descarriados, y derechos a
perderse, puesto en una yegua, y acompañado de solo un caballero
Catalán llamado Rocafort, arremetió para ellos, y saliéndoles al
delante, los detuvo, mandándoles que volviesen atrás, que cuando
menester fuese él los emplearía, alabándoles su buen ánimo y gana
de pelear. Como el Vizconde, don Ramón, y conde de Ampurias vieron
esto, sin más esperar a don Nuño, se salieron con buena parte del
ejército, y los más escogidos de su casa y parentesco a pelear a
tropel. Porque vieron las tiendas y Real de los Moros asentado, sobre
una montañuela rasa, sin ninguna empalizada, ni en nada fortificado,
y que parecía muy poca gente en guarda del. Y así arremetieron con
poco orden, sin pensar que tenían los enemigos tan cerca, los cuales
salieron dessotra parte del monte donde estaban en celada, y con
grandes alaridos dieron sobre el Vizconde y los demás, y se trabó
una bien sangrienta escaramuza de ambas partes. Mas como el Conde de
Ampurias con los caballeros del Temple y cuerpo del ejército
arremetiesen al Real y tiendas de los moros, a efecto de dividir su
gran ejército que pasaban de XX mil, halláronlas ya bien
fortalecidas de gente, porque sobraba para ambas partes. En este
medio que se detenía de acometerles, pensando que con entretenerlos
en guarda del Real, serían menos los que andaban en la pelea del
Vizconde y don Ramón: fue así, que con haber cargado tantos Moros
sobre ella, los Cristianos se dieron tan buena maña, que tres veces
hicieron retraer y volver las espaldas a los Moros. Pero como fuesen
tantos y peleasen delante su Rey, y también que los cansados iban a
hacer muestra ante las tiendas, y de allí tomado su refresco, iban
otros tantos a la pelea, otras tantas veces se rehicieron, y
volvieron sobre los nuestros, que comenzaban ya a retirarse. Demás
que por ser tantos los Moros, y estar tan extendido su campo, los
nuestros se habían esparcido a fin de no dejarse cercar de todas
partes, y con esto no podían valerse los unos a los otros. Desto fue
avisado el Conde de Ampurias, pero no quiso moverse de aquel puesto,
de muy persuadido que hacía más bien a los que peleaban con
entretenerles tanta gente que no fuesen sobrellos, recibiendo en esto
muy grande engaño. Porque demás que sobraban Moros para pelear,
también acudían muchos de ellos de la ciudad que venían por sus
secretas vías, y sin que lo impidiesen el Rey, ni don Nuño, que
estaba al paso, se juntaban con su ejército, y crecía por horas.
Por donde el escuadrón de los Cristianos que peleaba en el lado
derecho, comenzó a aflojar. Lo cual entendido por el Vizconde y don
Ramón, acudieron luego a la parte flaca, y con el socorro volvieron
los nuestros a entretenerse. Mas como sobreviniese tanta morisma, que
eran seis Moros por cada Cristiano, y a los cansados de ellos
sucediesen siempre otros de refresco, y a los nuestros que de cada
hora perdían, ningún socorriese, comenzaron a turbarse, y a
dividirse unos de otros. Y así cargando tantos Moros sobre los que
más se señalaban de los Cristianos, que eran el Vizconde y don
Ramón y los del linaje, dieron con grandísimo ímpetu en ellos
cercándolos por todas partes. Los cuales después de haber vendido
bien caras sus vidas, al fin cayeron, y fueron por los Moros muy
cruelmente muertos, juntamente con los Vgones, Mataplanes, y
Dezfares, caballeros Catalanes los más valientes del ejército, con
ocho principales caballeros de los Moncadas. Los que quedaron vivos,
viendo muertos sus capitanes, se recogieron hacia donde estaba el de
Ampurias con su gente, sin que los Moros los siguiesen: porque
también quedaban muy destrozados y deshechos, con muchos muertos y
heridos. Con todo eso de presto saquearon el campo de los Cristianos
cogieron las banderas y estandartes, y se fueron con todo ello a su
Real y tiendas, sin que el de Ampurias se lo pudiese estorbar. Viose
por entonces cuanto más sano fuera haber seguido el parecer del Rey,
en tomar la vía de la ciudad, porque con esto fuera todo nuestro
ejército junto, y sin duda se defendiera mucho mejor que dividido.
Quedando pues los nuestros muy lastimados, con tan grande pérdida de
los principales capitanes, por el orgullo que de esto tomarían los
Moros, se fueron para el campo donde fue la batalla a revolver los
muertos, por hallar los cuerpos del Vizconde, de don Ramón y sus
parientes, para llevarlos a las tiendas del Real. Puesto que de común
concierto de todos fue mandado que ninguno llevase la nueva desto al
Rey por no alterarle, hasta que por si mismo la entendiese: porque
aprendiese, como de no llevar el tiento y asiento que se requiere en
las cosas de la guerra, se seguirían esta y mayores pérdidas.





Capítulo
VIII. Como el Rey quiso ir al lugar de la batalla, y lo que pasó con
don Guillén de Mediona, y como fue reprehendido de don Nuño, y del
otra escaramuza que sostuvo con los Moros.

Luego después que
fue la rota del Vizconde y los suyos, no teniendo el Rey nueva de
ella sino de la mucha morisma que cargaba sobre ellos, mandó a
don Nuño, a don Pedro Cornel, a don Ximen de Vrrea, y a don Oliuer de Thermes nobilísimo caballero Francés, que entonces andaba
desterrado de Francia, que con toda la caballería fuesen a
ayudar, y se mezclasen con los primeros escuadrones que peleaban con
los Moros: pues aunque de lejos, todavía parecía que los
Christianos llevaban lo peor. Eran estos escuadrones los que
escaparon de la batalla del Vizconde, los cuales se rehicieron, y
juntados con los del Conde de Ampurias, peleaban con los Moros algo
apartados del lugar donde fue la primera batalla. Aunque esta
escaramuza se acabó luego, por estar los unos y los otros de ambas
partes muy trabajados, y llenos de heridas. Y así los Moros se
recogieron a sus tiendas, y los del Conde hacia el Real para dar
cobro a los heridos. Ido pues don Nuño con los demás en socorro de
estos, saliose el Rey con su caballería de guarda hacia el lugar do
había sido la pérdida del Vizconde, y como se adelantase solo,
encontrose con don Guillen de Mediona caballero Catalán, que se
había salido de la segunda escaramuza, cortados los labios, y el
rostro todo corriendo sangre, de una pedrada de honda. Como luego le
conociese el Rey le ató por su mano la herida con un lienzo
(
lienço),
diciéndole que no era tan grande herida aquella que por eso hubiese
de enflaquecer su valor y generoso ánimo para dejar en tal tiempo
(tiépo) la batalla. En oyendo esto don Guillen como generoso,
sintiéndose mucho de las palabras del Rey, volvió las riendas al
caballo, y fuese a todo correr a
meter
en
la batalla y nunca más pareció.
Mas el Rey encendido con su ardiente cólera, no sabiendo cosa cierta
del triste suceso del Vizconde, que fue poco antes de mediodía,
subiose hacia lo alto del pequeño monte, y fueron con él, siguiendo
el estandarte de don Nuño, don Roldán, Laynez, y don Guillen hijo
bastardo del Rey de Navarra, con LX caballeros. Como llegase a lo
alto descubrieron una espaciosa llanura donde estaba el Real de los
Moros, y ellos muy esparcidos, parte dentro de las tiendas, parte
echados por el campo sin ningún recelo de enemigos, aunque en lo más
alto de la tienda Real vieron colgada una bandera de blanco y
colorado, de la cual los caballeros del Rey que sabían la rota del
Vizconde
, sospecharon lo que era. Pero el Rey en llegar a vista de
los enemigos, hallándolos tan descuidados quería acometerlos, y sin
duda lo hiciera, si don Nuño y los demás capitanes no le echaran
mano a las riendas del caballo y lo detuvieran: reprendiendo muy sin
respeto su demasiado ardor y ánimo, con tan ciega codicia de vencer,
diciendo que de esta manera echaba a perder a si, y a los suyos, y
los ponía en trance de muerte. En este punto llegó Gisberto
Barberán
capitán de las máquinas y artillería, con LXXX caballos
ligeros, a quien mandó luego don Nuño que con los caballos y la
infantería que allí se hallaría, por contentar al Rey, trabase
escaramuza con los Moros de las tiendas, los cuales ya antes de
llegar ellos se habían juntado y puesto en orden para pelear. Y así
con su acostumbrado alarido y grandes pedradas que tiraban con hondas
persiguieron a los nuestros de manera que no pudiendo resistir a tan
gran ímpetu y furor dellos, volvieron las espaldas, y los Moros los
siguieron hasta meterlos dentro del escuadrón del Rey. Los cuales
viéndose delante del, de corridos y avergonzados, volvieron a hacer
rostro a los enemigos, que también con buen orden se volvieron a sus
tiendas. Como a esta sazón llegase todo el cuerpo de guarda con cien
hombres de armas y los Almogávares (Almugauares), y más CL caballos
que envió don Ladrón, tomó ánimo el Rey, y con todo el campo
arremetió para el Real y tiendas de los Moros, y los echó de ellas,
cogiendo muy gran presa y despojo. Mas por ser ya tarde, y tener los
caballos muy cansados que apenas habían reposado en todo aquel día,
dejaron de seguir el alcance. Alojáronse allí aquella noche, y
cenaron de muy buena gana lo que para si tenían aparejado los Moros.
Fue esta una de las más extrañas y sangrientas jornadas del mundo:
porque de la mañana hasta mediodía se peleó y fue toda en pérdida
de los Cristianos: de medio día abajo todo fue escaramuzar y cobrar
la victoria de los Moros. Finalmente con la buena cena y aderezo de
alcatifas y colchones que los nuestros hallaron en las tiendas, se
rehicieron, y reposaron muy bien aquella noche ellos y sus caballos,
y entre tanto se dio cargo a cierta gente de a caballo y de a pie
hiciesen por el campo la reseña, para que reconociesen los que
faltaban y trajesen a las tiendas todos los heridos, para ser
curados.


Capítulo IX. Como el Obispo de Barcelona y
don Alemany reprendieron al Rey por su codicia de llegar a la ciudad,
y como sintió mucho la muerte del Vizconde y otros, y se recogió a
la tienda del capitán Thermes.

Llegada la mañana, o que el
Rey estuviese estuviese ignorante del suceso del Vizconde, o que lo
disimulase por no entristecer a los suyos, porfió mucho con los
capitanes marchasen contra la ciudad, que fue su primer intento, por
las mismas razones de que la hallaría falta de gente, y aunque el
Rey de la Isla revolviese sobre ellos, serían parte hallándose todo
el campo junto, para resistirle. Por esta causa creen algunos
escritores que el Rey no ignoraba la pérdida del Vizconde, sino que
la prisa tanta que se daba por cerrar con la ciudad era porque antes
que los enemigos se gloriasen de tales muertes y victoria, las
tuviese ya vengadas. Lo que no podía ser, por haberse ya retirado
los Moros con su Rey dentro de la ciudad y estar muy fortificada.
Pues como a toda furia se encaminase el Rey contra la ciudad, se le
puso (
púsosele)
delante don Ramón Alemany, Barón de Cataluña: el cual de muy
valeroso y celoso de la salud y honra del Rey, se atrevió a
detenerle, y reprenderle muy libremente, tratándole como hombre que
sabía muy poco de guerra, pues no se detenía en el lugar a donde
había vencido a sus enemigos, hasta saber la pérdida de los suyos
para rehacerse y fortificarse, antes de ir a acometerlos de nuevo.
Mas como ni por las palabras y resistencia de Alemany el Rey se
detuviese, saliole al encuentro el Obispo de Barcelona, y le riño
duramente. Porque habiendo perdido la flor de su ejército, y estando
en doblado peligro que antes, quería imprudentemente pasar adelante
para perderse a si y al ejército. Significándole muy a la clara
como los Moros habían roto (
rompido)
los primeros escuadrones, y pasado a cuchillo al Vizconde, y a don
Ramón con todos los suyos. Como el Rey oyó esto hizo muy gran
sentimiento de ello, y se paró hasta acabar de entender bien la
pérdida y lamentables muertes de sus tan queridos amigos; y como en
este medio acabase de llegar toda la gente con la compañía de
guarda, se volvió con todos a Portopi, cerca de donde poco antes
había echado los Moros. De allí le mostraron el lugar donde había
sido la batalla y pérdida del Vizconde, y como por haber estado
dividido el ejército de los Cristianos, y haber cargado todo el de
los Moros contra el Vizconde, sin ser socorrido, quiso de valeroso
morir allí con todos los suyos, antes que volver un paso atrás.
Oyendo esto, se enterneció tanto el Rey, que fue necesario
divertirlo con las vista de la ciudad del cabo de Portopi, de donde
se parecía muy patente y distinta. Cuya vista le fue muy apacible, y
ansí mandó asentar cerca de aquel puesto el Real y tiendas para
todo el ejército, sobre una llanura muy amena: adonde estuvieron los
Aragoneses y Catalanes (como el Rey dice) con mayor concordia y
hermandad que nunca. Pero el Rey padecía gran sentimiento, y mayor
tristeza de la que mostraba en público, por no desanimar los
soldados. Antes bien fingiendo alguna alegría y esperanza de buenos
sucesos, mandó dar muy bien de cenar a todo el ejército, y que
reposasen del trabajo pasado: y puesta la gente en centinela, se
recogió en la tienda de don Oliver de Thermes para descansar, y
aliviar algo de su trabajo pasado: adonde con cenar muy poco, pasó
con menos sueño toda la noche. Como fue de día se levantó, y fue
al mismo cabo de Portopi a mirar la ciudad muy de propósito: la cual
le pareció muy hermosa y de mejor asiento de cuantas había visto.
De allí volviendo a la misma tienda halló que don Oliverio le
esperaba con una muy espléndida, y bien aparejada comida: para la
cual valió de tan buena falta la hambre y trabajo de los días
pasados, que así por estar ella tan bien aparejada a la Francesa,
como por el asiento y tan buena vista del lugar do se comía, confesó
el Rey que en toda su vida había tenido comida de más gusto y solaz
que aquella. De donde avino que luego después se edificó en el
mismo puesto una casería, o villa, que dicen en Mallorca, muy
suntuosa, a la cual según dice la historia, mandó llamar el Rey la
villa de la buena comida.

Capítulo X. Como el Rey fue a ver
los cuerpos del Vizconde y los demás, y del gran llanto que movieron
los criados del, y del suntuoso enterramiento que el Rey y todo el
campo les hizo.

Como fue ya noche, llevando el Rey consigo a
don Nuño, y a los demás principales del ejército, se fue a la
tienda donde estaban recogidos los cuerpos del Vizconde, y don Ramón,
con otros ocho de su linaje, y entrados en ella hallaron muchas
hachas encendidas con los sacerdotes revestidos que rezaban Psalmos
entorno de los cuerpos: los cuales estaban cubiertos con paños de
brocado. Y como en llegando el Rey los descubriesen, y se viese que
de tan mal parados estaban desfigurados, y que apenas se conocían,
se levantó tan gran llanto y alaridos en la tienda por los parientes
y criados de los muertos, que fue forzado al Rey, y a todos, salirse
della. Porque
además
(
de mas)
que se lamentaban de su desventura, y como quedaban huérfanos,
miserables y desamparados, mezclaban con las lágrimas algunas
palabras, con que trataban al Rey de cruel, y otras cosas. De manera
que tuvo necesidad de tomarlos a parte, y consolarlos, diciendo, que
él era el desgraciado, y huérfano, y más malparado que todos, por
haber perdido los más fieles y más valerosos capitanes y amigos de
todo el ejército, en el mayor trance y necesidad de su empresa, que
otros tales no le quedaban: que conocía serles muy obligado en
muerte y en vida: y que por la misma razón no podía dejar de tener
mucha cuenta y memoria de los parientes y criados de los muertos, y
de emplear en los vivos lo que se debía a ellos. Como oyeron esto
los deudos y criados, todos se aplacaron y consolaron mucho con los
buenos ofrecimientos del Rey, y prometieron de no faltarle, hasta
perder las vidas, como los suyos en su servicio. El día siguiente
pareció a todos sepultar los muertos, que ya estaban embalsamados. Y
pues el Real estaba ya asentado, y repartido por sus calles y plazas,
llevarlos por todo él con la pompa y
cerimonia
real que se podía. Mas porque no fuesen vistos de la ciudad, por
cuanto la distancia (según el Rey dice) no era mucha, pusieron por
aquel enderecho y ladera. muchas telas y
alhombras
de las que tomaron en el real de los Moros poco antes, porque no
pudiesen entender ni discernir de la ciudad lo que se hacía en el
real de los Cristianos. Y así congregados por su orden, fueron a
sacar los cuerpos de la tienda para llevarlos con grande pompa y
lamentable música a la tienda que estaba hecha a modo de capilla,
para depositarlos en ella. Precediendo sus banderas y estandartes
arrastrando por el suelo. Iba la Cruz luego con harto número de
Sacerdotes
reuestidos,
y el Obispo de Barcelona haciendo su oficio Pontifical: seguían
luego los cuerpos cerrados en sus ataúdes con sus armas e insignias
por encima, llevados a hombros de criados y oficiales ancianos de los
muertos. Tras ellos iba el Rey muy enlutado, con los grandes y los
demás caballeros Barones y capitanes, sin quedar soldado que no
siguiese. Finalmente seguían toda la familia enlutada de
xerga
como luto real, hasta que llegaron a la capilla que dijimos
(
deximos),
donde hechos los sacrificios y ceremonia debida, fueron depositados
los cuerpos en lugar muy conveniente, hasta que fueron trasladados a
Cataluña en sus principales pueblos, donde para si, y a los suyos
tenían dedicadas sepulturas.





Capítulo XI.
Como mandó el Rey levantar el campo y marchar para la ciudad, y de
paso hizo alto en la Real, y de la indignación del Rey por la gran
crueldad que usaban los de la ciudad contra los cautivos
Cristianos.

Acabado el enterramiento y obsequias, se entendió
en abreviar la conquista, que ya se reducía toda contra la
ciudad, por los pocos presidios y fortalezas que al Rey de Mallorca
le quedaban en toda la Isla, pues casi ninguna estaba por él. Demás
que por haber experimentado las fuerzas y gran arte de pelear de los
Christianos, y que a una que les ganaba, perdía diez escaramuzas, no
determinaba de verse más en campaña con ellos. Y así se encerró
con todo su ejército en la ciudad, confiando en la fortaleza, y gran
bastimento y munición della, junto con la mucha gente de pelea que
tenía dentro muy determinada para defenderse, por tener por muy
cierta la venida y socorro del Rey de Túnez, que les fue muy
prometida, mas nunca llegada. Entendido esto por el Rey mandó alzar
el campo de Portopí, y marchar para la ciudad: tomando la vía a la
mano siniestra para unas caserías a media legua de la ciudad, donde
no mucho después de conquistada la Isla, don Nuño edificó un
sumptuosisimo
monesterio
y convento de
frayles
Bernardos llamado la Real, como adelante diremos. Allí hizo alto el
campo, por ser lugar muy alegre y bien provisto (
proueydo)
de aguas en lo llano, no lejos de un monte de donde nacía un (
nascia
vn)
grande arroyo que pasaba por medio
del campo y daba en la ciudad. Detúvose allí el Rey algunos días,
a efecto de considerar y preparar lo necesario para cercar la ciudad:
la cual por estar tan propincua, el maestre de campo, con los de la
artillería y máquinas iban y venían a ver los alojamientos, y
asiento que el campo habría de tener en el cerco a reconocer la
muralla, y lugares más flacos de ella, para acometer y encarar los
asaltos: lo que no podían hacer tan secretamente que no tuviesen
descubiertos, y con una banda de jinetes que súbitamente salía de
la ciudad los echaban de su entorno. Demás que para espantar a los
nuestros y que viesen las crueldades que los de dentro hacían contra
los Christianos (como lo cuenta Montaner) a vista de ella hicieron
uno de los más bárbaros y horrendos usos de matarlos, que jamás se
viesen el mundo. Porque en las máquinas que como hondas de
ballesteras armaban dentro, para tirar grandes piedras contra nuestro
campo, ponían los cautivos Christianos, que a Retabohihe su Rey
parecía: a los cuales vivos y atados como balas de artillería, los
asentaban en ellas de donde furiosamente arrojados, caían hacia
donde el maestre de campo y los demás iban rondando la tierra. Los
cuales recogieron aunque hechos pedazos, y los llevaron al Real, a
que los viesen todos. Fue esta crueldad tan abominada y maldecida por
todos y mucho más por el Rey, cuando se los pusieron delante, que
juró por su corona Real, no pararía noche y día, ni alzaría el
cerco de la ciudad, hasta que tomase al cruel Retabohihe por la
barba, y por tan tiránica y horrible inhumanidad le hiciese todo
ultraje y vituperio como a cruel y bárbaro infiel. Fue tanto el
terror que los cautivos Christianos que estaban en la ciudad
recibieron de esta crueldad hecha por Retabohihe contra ellos, que de
pensar cada uno había de pasar otro tanto por si, se concertaron, y
por lo más secreto que pudieron se salieron de la ciudad, y se
vinieron al campo del Rey, donde fueron recogidos y dieron muchos
avisos de la flaqueza de Retabohihe, y de la ciudad.






Capítulo
XII. Del capitán Infantillo, como quitó el agua a los Cristianos, y
fue sobre él don Nuño, y le venció, y cortó la cabeza, la cual se
echó en la ciudad, y como los Moros de la Isla se rindieron al
Rey.

A esta razón que el Rey con todo el campo se estaba en
la Real, un Moro principal de la Isla, de los más ricos y valerosos
de ella, llamado Infantillo, había ayuntado cierta gente de los
rústicos y aldeanos de la Isla, y hecho un ejército de hasta V. mil
infantes y C. caballos. Los cuales de miedo de los nuestros habían
estado muchos días escondidos por las cuevas, o como allí dicen,
garrigas, que están en unos montes muy altos a vista de la ciudad, y
campo de los Christianos. De manera que se congregaron media legua
más arriba de la Real, donde nace una fuente cuya agua pasaba por
medio del ejército, a fin de tener sus inteligencias con los de la
ciudad para cuando saliesen a escaramuzar, dar ellos de través
contra los Christianos. Acaeció pues que Infantillo por hacer tiro,
y quitar el agua al
exercito,
mandó cerrar el ojo a la fuente, y la que no pudo estacar, echóla
por otra canal: de suerte que quitó del todo el agua al ejército.
De lo cual admirados los del campo, y turbados por tan súbita
sequedad de tan grande arroyo, sospechando la causa, porque en lo
alto, a la parte donde nacía la fuente se descubría gente nueva,
mandó el Rey a don Nuño se pusiese en orden con gente, para ir a
descubrir este daño, y remediarlo. Partió luego el día siguiente
don Nuño antes de amanecer, por no ser descubierto con CCC. de a
caballo, y subió por la canal arriba hasta llegar donde estaba
Infantillo con su gente, y hallándolos muy descuidados y durmiendo
sin tener puesta centinela: de improviso dio sobre ellos, de manera
que mató quinientos, y los demás huyeron. Pero tomó preso al
capitán Infantillo, al cual por estar herido de muerte, y que no
podía llegar vivo ante el Rey, le mandó cortar la cabeza y llevarla
consigo, dando a saco las cabañuelas de los Moros, que no fue de
poco provecho para los soldados. Mandó luego abrir el ojo de la
fuente, y restituir toda el agua a su canal y corriente antigua.
Maravillosa hazaña, dentro de un día vencer y saquear el Real de
los enemigos, restituir el agua a su ejército, volver sin ninguna
pérdida de los suyos, y traer en triunfo la cabeza del general
contrario a su campo. Quedó el Rey contentísimo de tan pronta y
gloriosa victoria, y alabó muy mucho la valor y diligencia de don
Nuño, por haber llegado tan presto el agua de la fuente, como la
nueva de la victoria, de lo cual se holgó extrañamente todo el
campo. Como se descubrió la cabeza de Infantillo, mandó luego el
Rey por pagar a los de la ciudad con la misma moneda, que de presto
fuese antes del día gente y artilleros a armar un trabuco junto a la
ciudad, en el cual fuese puesto, no el cuerpo vivo, sino la cabeza
muerta de Infantillo, envuelta en muchos paños, porque no se hiciese
pedazos del golpe, y se desfigurase. Armada la máquina, se asestó
hacia la plaza mayor de la ciudad. Pues como los de dentro sintiesen
desparar
trabuco, y volviendo los ojos por aquella parte, viese venir por el
aire un tan grande bulto, acudieron al lugar donde cayó, y
desenvueltos los paños, como vieron ser cabeza de hombre cortada, no
faltó quien la conoció muy bien, y afirmó ser del capitán
Infantillo, en quien tenían puesta mucha parte de su esperanza de
remedio. Espantados de tan portentoso tiro, hicieron gran llanto
sobre ella, y luego comenzaron a desconfiar de su reparo y defensa.
Como entendieron esto los Moros de toda la Isla, cuyo último refugio
era Infantillo, y que tampoco llegaba el socorro de Túnez, viendo a
su Rey encerrado, y de cada hora con menos fuerzas, tuvieron su
acuerdo, y parecioles que debía darse a partido al Rey Christiano,
antes de ser la ciudad tomada, por fuerza, porque después a ninguno
serían acogidos, y el ejército se desmandaría en dar a saco toda
la Isla. Y así enviaron sus embajadores al Rey diciendo, que estaban
prestos y aparejados para entregarse a su Real fé y merced,
confiando los recibiría con benignidad y misericordia. Porque podían
jurar que ellos nunca consintieron, ni vinieron bien con la voluntad
de Retabohihe su Rey: ni consentido que
ningunos de los suyos
tomasen armas contra los Christianos: antes habían
recebido
en sus villas, y Aldeas por huéspedes y amigos a todos los
proveedores del campo, proveyéndolos con toda liberalidad y amor de
vituallas y lo demás para el ejército. Esto lo decían los de la
Isla con mucha verdad, porque estaban mal con Retabohihe por sus
tiranías y excesivos tributos, que les imponía, y
había entre
ellos un hombre principal y muy rico llamado Benahabed, el cual desde
el punto que el Rey y ejército desembarcaron en la Isla, abrió sus
graneros y
troxes,
y libremente permitió a los
proveedores tomasen cuanto menester
fuese para el campo. Lo que cierto ayudó mucho al Rey para sustentar
la guerra. Pues como los otros ricos hombres siguiesen el parecer y
ejemplo de este, todas las otras villas y lugares de la Isla dentro
de quince días se entregaron al Rey. El cual los recibió muy bien,
prometiéndoles todo buen tratamiento. De manera que no faltando ya
ninguno por rendirse, quedó el Rey absoluto señor de toda la Isla,
excepto la ciudad: a donde como se entendió lo que pasaba, fueron
doblados los llantos y comenzaron a tenerse por del todo perdidos.



Capítulo XIII. De los gobernadores que el Rey puso en la
Isla, y se hace nueva descripción de los pueblos y fertilidad de
ella.

Venida ya toda la Isla, fuera la ciudad, a manos y
poder del Rey, entendió en poner dos presidentes o gobernadores en
ella, a don Berenguer Durfort caballero muy noble de Barcelona, y a
don Iayme Sancho de Mompeller criado suyo
antigo,
a los cuales repartió el regimiento: y quiso que el uno tratase las
cosas de justicia, el otro en proveer y bastecer el campo de
vituallas, para que con más libertad pudiese el ejército atender al
cerco de la ciudad. Tomó a su cargo don Iayme la provisión del
campo, como aquel que en cuantas guerras tuvo el Rey le había
servido del mismo oficio. Y aunque era innumerable el ejército, a
causa de la mucha gente que de cada día pasaba de los reinos a la
Isla, a la fama desta guerra: con todo eso pudo bastantemente cumplir
con su cargo, por hallar la Isla tan fértil y proveída de todo lo
necesario para el sustento de la vida humana. Y pues hemos dicho más
arriba de su asiento y postura, digamos de su varia y abundosa
fertilidad. Porque no hay otra en todo el mar
meditarraneo,
que en tan poco espacio de tierra sea más poblada, no teniendo de
diámetro más de cien mil pasos, y de
circuytu
CCCCLXXX mil. Y que demás de las tres ciudades, con muchas villas y
castillos, muchos puertos, calas, y desembarcaderos que mantiene, es
muy abundosa de todo género de mieses, y más de sal,
azeyte,
vino, queso, ganado mayor y menor, y toda suerte de
bolateria,
de
cysnes,
y otras aves
aquatiles,
sin la infinidad de conejos que en la Isleta vecina tiene: y así no
solo se sobra de todo lo dicho, para si, pero aun provee dello a las
tierras ultra marinas. Pues según dice Plinio, los vinos Baleares
fueron muy excelentes y loados por los Romanos. De aceite y queso hay
tanto, que se hace muy grande mercaduría dello por los otros reynos:
de puercos mansos es tanta la abundancia, que salados y con sus
menudos trasportados, sobran en otras partes. No hay porqué dejar de
sacar a la luz, su odorífera y suavísima flor de los arrayanes que
los produce la Isla de si mesma por los bosques y riscos en mucha
copia: cuyo liquor que de su flor se destila es más suave y
odorífero que el mesmo incienso (enciéso) Sabeo. A cuya causa, y
por su particular influencia celeste de la Isla, como adelante
diremos, quisieron los antiguos dedicarla a Venus, como otra segunda
Chypre. Finalmente se halla que por entonces estaba poblada de XV
villas grandes con muchas otras aldeas y lugares, sin las tres
ciudades, Mallorca, Ponça, y Pollença, (esta se halla agora muy
deshecha) que fueron colonias de Romanos, y retienen sus nombres
antiguos. Todos los demás pueblos tienen nombres bárbaros,
impuestos, o por los moros, o por los corsarios: excepto los que de
la conquista acá han impuesto los Cristianos, y tienen nombres de
santos. Acabada pues la conquista de la Isla, vengamos a contar la
presa de la ciudad en el siguiente libro, a donde se dirá algo de
los ingenios y costumbres antiguos y modernos de los Mallorquines,
cosas bien dignas de notar.





Fin del libro sexto.


martes, 24 de diciembre de 2019

CXIX, perg 342, julio 1160


CXIX
Perg. Nª 342. Julio 1160.
Nota: millessimo CCC septimo: 1307. era MCLXXXXVlII: 1198. millessimo CLX : 1160.

Noverint universi quod anno Domini millessimo CCC septimo die jovis scilicet II nonas julii coram reverendo patre et domino domno Eximino miseratione divina cesaraugustano episcopo et venerabili dompno Guillelmo de Cavaldos çalmedina civitatis ejusdem comparuit discretus vir dompnus Bernardus de Aversone scriptor excellentissimi domini regis Aragonis et tenens sigilla ipsius domini regis et nomine ejusdem domini regis peciit quod cum idem dominus rex indigeat seu necessarium habeat transumptum autenticum instrumenti seu privilegii infrascripti mandari per predictos dominum episcopum et çalmedinam fieri transumptum autenticum de eodem. Et exhibuit coram eisdem et per me notarium presentibus testibus subscriptis legi fecit ipsum privilegium non viciatum non cancellatum nec in aliqua sui parte abolitum cujus tenor inferius continetur. Predicti autem domnus cesaraugustanus episcopus et çalmedina civitatis ejusdem viso ipso privilegio et perlecto mandaverunt michi infrascripto notario quod de ipso privilegio facerem transumptum autenticum et publicum: ipsi enim eidem transumpto auctoritatem suam et decretum impenderunt ac etiam prestiterunt. In quorum testimonium jusserunt hujusmodi transumptum sigillorum ipsorum munimine roborari. Tenor vero dicti privilegii sive instrumenti quod quidem erat per alphabetum divisum hic est (El documento que sigue está encabezado con un monograma):
- In nomine domini nostri Jhesu-Christi: Ego Raimundus comes barchinonensis et princeps aragonensis facio hanc cartam donationis et confirmationis tibi Petro cesaraugustano episcopo et omnibus successoribus tuis cesaraugustanis episcopis in perpetuum. Placuit michi libenti animo et spontanea voluntate dono et concedo tibi castrum de Deus-lo-vol quod tempore sarracenorum vocabatur Mezimeeger cum omnibus suis terminis et pertinenciis et adempramentis scilicet sotis et pratis et pascuis et acequiis et aquis ex omnibus partibus et montaneis et planis et cultis et heremis cum ingressibus et egressibus et quiquid pertinet vel pertinere debet ad eundem castrum regali jure sicut melius dici vel intelligi potest: tali pacto ut tu et successores tui post te cesaraugustani episcopi habeatis et possideatis et teneatis et expletetis supradictam donacionem omni tempore ad vestrum profectum et fidelitatem meam successorumque meorum qui regnum aragonensem sunt habituri: et ut tu et successores tui cesaraugustani episcopi post te donetis michi et successoribus meis irati sive paccati potestatem de predicto castro quantas vices per nos vel per nuncium nostrum a vobis requisierimus secundum morem et consuetudinem barchinonensis patrie. Hoc vero donativum sicut superius scriptum est dono et concedo tibi jamdicto Petro cesaraugustano episcopo et omnibus tuis successoribus cesaraugustanis episcopis ut habeatis et teneatis et possideatis et explectetis salvum et liberum et quietum et ingenuum salva mea fidelitate et de omni mea posteritate per cuncta secula seculorum amen. - Sig+num Raimundi comes. Sig+num Regine aragonensis et comitisse barchinonensis que hanc donationem concedo laudo et confirmo. - Facta carta in era MCLXXXXVlII anno ab incarnatione Domini millessimo CLX in mense julii in civitate que vocatur Barchinona: dominante me Raimundo comite in Barchinona in Aragone in Cesaraugusta in Superarbe in Ripacurcia Tortosa atque Illerda: episcopo Dodone in Oscha: episcopo Martino in Tirassona: episcopo predicto Petro in Cesaraugusta: episcopo Guillelmo Petri in Illerda: Petro de Castelazolo in Calataiub: Sancio Neconis in Darocha: comite palearensis in Ricla: Xemeno de Orreja in Epila: Petro Ortiz in Aranda: Blascho de Oscha in Borga: Fortunio Acenariz in Tarazona et in Uno-castello (en dos líneas): Palacino in Cesaraugusta et in Alagon et in Petrola: Galindo Xamenez in Belgit: Garcia Almurabit in Exeia: Deoadjuda in Sos: Petro Lobez in Lusia: Lo Ferrench in Aguero: Petro Lobez fratre ejus in Luna: Arpa in Loarre: Arnaldo de Alascun in Beloia: Marcho filius Ferriz in Oscha et in Rosca: Galindo Xemenonis in Alcala: Fortunio Dato in Barbastro: fratribus milicie templi in Montsone. - Sig+num Guillelmi barchinonensis episcopi +. Sig+num Raimundi de Podio-alto. Sig+num Gueraldi de Jorba. Sig+num Guillelmi de Castro-vetulo. Sig+num Arberti de Castro-vetulo. Sig+num Raimundi de Munellis. Sig+num Berengarii de Munellis. Scripta libens ista Petrus confirmo sacrista.
- Ego Guillelmus Petri jussu domini mei comitis hauc cartam scripsi et propria manu mea hoc signum + feci (Alphabeto divisa).
- Acta sunt hec Cesaraugusta in palacio domni cesaraugustani episcopi die et anno in prima linea contentis. Nos Eximinus episcopus supradictus huic transumpto auctoritatem nostram impendimus et decretum. Ego Guillelmus de Cavaldos çalmedina Cesarauguste huic transumpto auctoritatem meam impercior et decretum in quorum testimonium hoc transumptum mandavi sigilli curie çalmedinatus appensione muniri per notarium infrascriptum testibus ad predicta adhibitis specialiter et rogatis Egidio Martin de Camacurta Petro de Ayles rectore ecclesie de Riello et Johanne de Mercuello filio Garsie de Mercuello quondam vicinis Cesarauguste. - Sig+num mei Guillelmi de Porta notarii publici Cesarauguste et auctoritate illustrissimi principis domini regis Aragonis per totam terram et dominationem suam qui hoc translatum ab originali privilegio bene et fideliter de verbo ad verbum sumptum propria manu scripsi et sigillo curie çalmedinatus Cesarauguste mandato çalmedine prehabiti sigillavi.
(Penden de este documento dos sellos de bula con cintas de seda encarnada.)

Nota: Montsone: Monzón (hay mucha variedad en estos textos).
Petrola: Pedrola.
Roscha: ?
Beloia: ?
Aguero: Agüero ?
Riello: ?

martes, 26 de octubre de 2021

IX. LA PLUMA ACUSADORA.

IX.

LA PLUMA ACUSADORA.

I.

Con mal pié entró en el mundo el año de gracia mil trescientos ochenta y cinco. Su primer día se presentó a guisa de mensajero de fatales nuevas, sorprendiendo a la Europa meridional con un fenómeno extraordinario, que sobraba en aquellos tiempos para suponer al año nuevo preñado de lamentables catástrofes y pavorosos acaecimientos. En medio del día el sol fue perdiendo gradualmente sus resplandores como una hoguera que ha devorado su combustible, un manto de sombra envolvió la tierra como si a deshora hubiese anochecido, y tal llegó a ser la obscuridad, que al decir de los escritores contemporáneos, apenas podían verse unos a otros los que en las calles y plazas de tan extraño caso discurrían. Eclipse tan completo no lo había presenciado nunca la generación aquella, y no hay que maravillarse de su consternación y asombro cuando semejantes anomalías de la naturaleza cogían desprevenidas a las gentes, y estaba en el común sentir atribuirles perniciosas influencias o mirarlas como amagos de la cólera divina. 

Y en verdad que para traerlas desasosegadas y recelosas de futuras calamidades no eran necesarios prodigios y señales en el cielo; bastaba echar una ojeada a la tierra, principalmente en Italia, que es donde ocurrieron los hechos que a breve sumario reducimos. Aparte de las facciones güelfa y gibelina, arraigadas en toda la península itálica y manantial perenne de agitaciones y revueltas, fácil era de ver que mal podía subsistir la concordia entre tantos principados, repúblicas y señoríos enclavados en un mismo territorio. Sangrientas colisiones tenía que producir por fuerza esa extremada repartición de la autoridad suprema. En unas ciudades se apelaba a las armas bajo el pretexto de recobrar su libertad, en otras con el de sostener su independencia, y en no pocas para adquirir una preponderancia exclusiva. 

Los Genoveses competidores de los Venecianos, los Pisanos desavenidos con los Florentinos, inquietos y codiciosos de ensanchar sus dominios los Carrara de Parma, los Scala de Verona, los Gonzaga de Mantua, los Este de Ferrara, de todas partes era temible que cualquier leve rencilla diese origen a serios y desastrosos conflictos. Alléguense a esto las pretensiones de la casa de Anjou al trono de Nápoles, las bandas de forajidos ingleses, bretones y tudescos (alemanes) que vivían sobre el país de botín o de rapiña, la asoladora peste que retoñaba anualmente a guisa de planta venenosa, y sobre todo el aciago cisma que rasgando la túnica inconsútil de Jesucristo ofrecía pretextos a tantos escándalos y violencias, y bien se verá que suficiente motivo había para que de cualquier lúgubre pronóstico se esperase el cumplimiento. 

La señoría de Milán, que substraída a la dominación imperial se había convertido en uno de los estados más poderosos y que más sombra hacían a sus convecinos desde que en ella levantaron su altiva cabeza los Visconti, disfrutaba entonces de paz, pero de una paz cuyos frutos eran tan amargos como los más amargos de la guerra. Sobre ella pesaba un yugo de hierro que lastimaba todas las cervices condenadas a soportarlo. En las empedernidas entrañas del fiero Bernabó no se abrigaba un solo sentimiento de humanidad para con sus míseros vasallos. Los tenía en mucho menos que a sus perros de caza, cuya numerosa jauría podía servirle de ejército, exigiéndoles la sangre de sus venas, el sudor de sus frentes y el dolor de sus hijas para lisonjear su vanidad o su libertinaje. Merced a los triunfos de sus armas y a las maquinaciones de su política había llevado al colmo su personal engrandecimiento y conseguido largo plazo a su tiranía. Insaciable en su ambición como en sus brutales instintos era de presumir que seguía urdiendo a la sombra negras y más odiosas tramas, cuando ya el peso de los años y el sepulcro recién abierto para su orgullosa consorte debían hacerle pensar en la proximidad de su hora postrimera. 

La de vísperas sería cuando entraba por la puerta Vercelina un lego minorita con su alforja al hombro, su ferrado báculo en la mano, muy tirada por delante la capilla, y tan inclinada al suelo su cabeza, que a ser menos vivo su paso pareciera andar buscando alguna moneda que se le hubiese caído. Por el lodo que salpicaba la fimbria del sayal franciscano podía inferirse que venía de muy lejos; pero ni en su respiración ni en su marcha se hubiera notado el más leve indicio de fatiga. Sucedía esto en los últimos días de invierno, y sea que a tal hora fuese escaso el número de transeúntes o que el bueno del fraile hábilmente los sortease a fin de no encararse con ellos, el resultado fue que sin ser conocido, ni tal vez observado, pudo llegar hasta el umbral de una casa, no de tan modesta apariencia como las tiendas y talleres de los artesanos, ni de tan grandioso aspecto como las mansiones de los nobles milaneses.

Hallábase entonces su dueño platicando familiarmente con una joven, que hubiera tomado por hija suya el que solo se fundara en la diferencia de las edades; pero el fruncimiento de cejas que revelaba la impaciencia del uno, y el ligero ceño que en la otra se descubría al través de su actitud respetuosa, indicaban la presencia de un matrimonio en cuya atmósfera conyugal se iban condensando pequeñas y vagas nubecillas. Envolvía aquel su elevada estatura en un holgado ropón forrado de pieles, y aunque llevaba cubierta la cabeza dejábase entrever su prematura calvicie, la que contrastando con su poblada y ya canosa barba daba a su angulosa fisonomía un carácter menos simpático que imponente. Sin duda lo sentía así la joven que a su lado permanecía, en cuyo semblante un aire de tristeza, como de quien llora pérdidas, precozmente sus ilusiones juveniles, empañaba algún tanto los atractivos de su belleza. 

La estancia en que proseguían su animado coloquio tenía poco de alegre y menos de suntuosa. Recibía luz por una gran ventana que caía a un patio o corral cercado de elevadas tapias y cubierto de piedras, ortigas y maleza, sin rastros de cultivo ni siquiera de mediano aseo. Alta, espaciosa y desnuda de tapicerías y adornos, la blancura de sus paredes hacía resaltar el ennegrecido maderaje de su techumbre. Una de aquellas se veía cubierta hasta la mitad de su altura por un grande armario de oloroso cedro, cuyos estantes se encorvaban bajo el peso de gruesos infolios con sus cubiertas de madera forradas de cuero y claveteadas de bronce, de numerosos pergaminos arrollados y liados con unos cordones de que pendían sellos de plomo o de cera, de otros preparados para escribir, de legajos manuscritos, y de varios pliegos de un papel estoposo y amarillento. De la misma especie eran los objetos acumulados sobre un vasto bufete de encina, como para designar la profesión de su dueño, sin que bastase para desmentir tan vehementes indicios el ver en otro lienzo de pared colgada de sendos clavos una porción de armas ofensivas, un yelmo, un escudo y todas las piezas de una sólida y completa armadura. En aquellos tiempos no podía prescindir de semejante arreos ni el hombre de condición más pacífica y sosegada. 

Sentado en un vasto sillón, cuyo gótico respaldo ornaban diversas labores y entalladuras, revolviendo los libros que encima de la mesa estaban y trasladándolos de un punto a otro, no tanto con el objeto de arreglarlos como para excusarse de fijar toda su atención en las quejas de su consorte, que ligeramente inclinada apoyaba en uno del sillón su blanco y torneado brazo, le decía aquel:

- En verdad que no atino la razón de la mudanza que en ti observo. De algún tiempo acá tu genial dulzura se ha convertido en sequedad y desabrimiento. Cada día te vas pareciendo menos a ti misma.

- Es decir, señor, que me estáis observando? Pues no creía mereceros tan amoroso cuidado. Sabéis hacer las cosas con tal sigilo...! 

- No me dirás, mujer, dónde chupaste esa gota de hiel que ha podido agriar así tu condición tan mansa y apacible! Antes eras un modelo de esposas por lo complaciente y sumisa. Motivos tenía para congratularme de mi elección.

- Y os felicitabais sin duda allá en lo más recóndito de vuestro pecho. Maridos tan respetables como vos andan con mucho tiento para que su dicha doméstica no se les trasluzca ni siquiera en el semblante. 

- Pues qué? era cosa de irla pregonando por calles y plazas? El bien se disfruta en silencio.

- Y en silencio también lloran otros su desventura.

- Desdichas imaginarias requieren lágrimas ocultas.

- Y tal os parece la mía? Será que haya soñado yo aquel hundimiento espantoso que a más de ochenta nobles personas costó la vida?

- Y a qué vienen ahora esos recuerdos? No bastan diez o doce años para traer el consuelo cuando no sean suficientes para producir el olvido? Apostaría a que ni el mismo Conde de Virtudes se acuerda ya de su primogénito, del niño Carlos, cuyo fastuoso entierro ocasionó el deplorable suceso que tantas víctimas hizo. Fatalidad fue grande, no lo niego, la de hundirse el puente del castillo precisamente cuando lo atravesaba numeroso gentío. Los que acompañaban el cadáver del niño a la sepultura lejos estarían de pensar que estuviese dispuesta la suya en las aguas del foso. Perecieron tus padres, tus deudos más cercanos; pero quedaste por eso desamparada en la tierra?

- Oh, no. Jamás he olvidado que la pobre huérfana encontró en vos un segundo padre. La amistad que al mío profesabais os indujo a reemplazarle en cuanto era posible, y mis ojos de niña, que no estaban acostumbrados a derramar lágrimas, pronto las enjugaron al blando calor de vuestro paternal afecto. Bien sabéis que no tropezasteis con una hija indócil ni desagradecida; pero ignoráis que el corazón crece con los años, y que no basta al de una legítima esposa lo que sobraba tal vez para satisfacer el de una hija adoptiva. 

-´Es pues una acusación la que me diriges? En mala causa te has empeñado que ni razones hallarás ni testigos que puedan apoyar tu querella.

- Y si apelase al testimonio de vuestra conciencia?

- Sería como si llamases para testigo ocular a un ciego de nacimiento. Mi conciencia nada tiene de qué argüirme. Conozco todas las obligaciones que nacen del vínculo conyugal, y quisiera ver que alguno de esos que presumen de versados en amos Derechos, alguno de esos que tan a su sabor los explican y comentan. Baldo, por ejemplo. Mas qué digo, Baldo? Ni el mismo Bartolo si viviera, ni este Corifeo de los Intérpretes cuya voz no he tenido la fortuna de oír y cuyos libros son mis únicas delicias.

- Lo veis? Qué vale vuestra esposa al lado de vuestros libros? Y dichosa aún si ocupara el segundo puesto!

- Tadea!

Con tal rudo acento fue proferido este grito, y de tan severa mirada fue acompañado, que la joven irguió su cuerpo y retrocedió un paso como deslumbrada por el relámpago y asustada con el fragor del trueno. Desapareció por un momento el encendido carmín de sus mejillas y al tiempo de asomar una lágrima en sus ojos exclamó: - Oh! no me miréis así. Vuestros ojos me obligan a bajar los míos, y bien pudiera arrostrar sus miradas protegida con el escudo de mi inocencia. ¿Qué exijo yo de vos más que ser vivamente amada? No es este el más santo, el más legitimo derecho de una esposa? 

- Nadie te lo disputa. 

- Recuerdo el día en que tomándome una mano la besasteis por vez primera, y sin más preliminares me propusisteis que trocara mi condición de pupila por un título más dulce y halagüeño. Vuestras palabras me cogieron de sorpresa, y mi lengua no acertaba a pronunciar las mías. Fue mi turbación un presagio siniestro? No lo sé; sólo sé que yo más candorosa que reflexiva no vi en aquella insinuación una súplica sino un mandato, y lo obedecí, porque era buena hija, porque os amaba como a padre, porque esperaba amaros como a tierno esposo. Oh! mis hermosas esperanzas! adonde habéis ido? 

- Adonde suelen ir todas sus hermanas, todas esas hijas de una imaginación exaltada que no lleva por lastre la experiencia de la vida. Te atrevieras a decir que abusé de tu situación o de mi autoridad para poner asechanzas a tu libre albedrío?

- Me habíais esclavizado ya con vuestros beneficios, y no me quedaba más libertad que la de los ingratos. 

- Y te arrepientes de no haberla aprovechado. 

- Prefiero el ser desdichada ahora al haber sido entonces desagradecida. Tenía para con vos una deuda inmensa, y pongo al ciclo por testigo de que sentí una verdadera complacencia al ver que se me ofrecían la ocasión y los medios de satisfacerla. Pero si la voy satisfaciendo a costa de mi felicidad no soy tan insensible que pueda hacerlo sin consagrar una lágrima a mi triste destino. 

- Triste en efecto porque compartes el mío. 

- No deis una torcida interpretación a mis palabras. La pobre huérfana se creyó bastante dichosa al recibir vuestra mano porque esperaba que con ella poseería vuestro corazón; pero vos me alargasteis la una y os quedasteis con el otro, o si me lo disteis, me entregasteis un corazón tan frío como el de un cadáver. Esta frialdad es mi desesperación. Oh! yo no puedo vivir así. Si no habéis de amarme aborrecedme. Resistiré tal vez a vuestro desamor, a vuestro odio; pero a vuestra glacial indiferencia..! 

- Qué locas aprensiones son las tuyas! Por ventura no existe el amor sino donde se manifiesta con extravagancias y transportes juveniles? Pobres mujeres que tomáis el ardor de la fiebre por el calor de la vida! Renegáis del árbol a cuya sombra os acogisteis porque en otoño no está cargado de pintadas flores. Como si el abril fuera eterno! Cuando te comprometiste a devolverme en mi ancianidad los cuidados que te había prestado en tu adolescencia, bien lo sabías, empezaban a blanquear mis cabellos.

E d‘ intorno al mio cor pensier gelati 

Fatto avean quasi adamantino smalto, 

como dijo mi excelente amigo Messer Francisco Petrarca. No parece sino que estás empapada en la lectura de sus versos y que has tomado por lo serio las exageraciones de los poetas. Tadea, no pretendas ser una Laura: conténtate con un suave y tranquilo afecto, conténtate con ser la mujer hacendosa que cuida de su casa y de su marido. 

- Sí, de su marido que no tiene para ella ni una sonrisa fugitiva ni una mirada cariñosa, que le escasea sus palabras y le oculta sus pensamientos, que la confina al desierto de su retrete para quedarse él a solas con sus pergaminos y mamotretos. Si tanto preferís esta compañía, por qué me elegisteis a mí para compañera? 

- Tienes celos de mis libros? A fé que son rivales inofensivos. 

- Rivales que impiden la comunicación de vuestra alma con la mía, que se interponen entre dos corazones que debieran latir perfectamente unidos. Si no fuese por ellos, con quién mejor que conmigo pasaríais vuestras horas de soledad y de reposo? Y en la dulce expansión de íntimos coloquios no hallaríais un alivio depositando en mi pecho vuestros pesares? 

- Los tengo yo por ventura? 

- Los lleváis escritos en la frente, si bien con caracteres tan obscuros que me es imposible descifrarlos. Hablad de una vez. La espina que os atraviesa el corazón, es acaso el tardío arrepentimiento de haberme prometido un amor que no podíais darme? 

- Si así fuera te daría lugar ni espacio a que me hostigaras con semejantes reconvenciones? 

- Pues no siendo esta, qué otra pesadumbre debéis ocultar a vuestra esposa? Si sois vos mi natural consejero, no debo ser yo vuestra natural confidente? 

No me habéis experimentado bastante para confiarme vuestros secretos? 

- e d‘ altr‘ ómeri somma che da tuoi, decía Messer Francisco. No seas por demás curiosa: déjate llevar de la corriente de la vida, y déjame a mí penetrar en sus obscuridades y misterios. No recuerdas el pavoroso eclipse con que ha principiado el año? Siendo como es presagio infalible de alguna próxima calamidad, te ha de causar extrañeza que me entregue a prolongadas lecturas y sombrías meditaciones para adivinarla? No sabes que la ciencia posee la llave de tan profundos arcanos? 

- Y para alcanzarla desdeñáis la llave de mi corazón. 

- Y tú no comprendes la fuerza invencible, el atractivo misterioso de un don que nos eleva a la jerarquía de profetas, que nos anticipa las emociones, y que de conjetura en conjetura nos lleva hasta el punto de poder señalar, casi con el dedo, las cabezas que el cielo amenaza? 

- De seguro no son la vuestra ni la mía. Son poco elevadas para blanco de sus iras. 

- Tienes razón. Descuellan tan poco sobre las demás que se las puede confundir con las del vulgo. Y no, no era este el galardón que debía esperar de mis estudios y desvelos. No soy yo quien ha sepultado en la tierra su talento; pero, al gananciarlo, qué me ha producido? Razón tenía mi amigo cuando exclamaba: póvera e nuda vai, filosofía

- No os abriga ese ropón lo bastante para defenderos del frío? Qué os falta para vivir tranquilo y dichoso? 

- Sí, paz! tranquilidad! Qué fácilmente habláis de estas cosas! Vosotras las mujeres no tenéis más que un camino en la llanura, una senda más o menos sembrada de flores... o de abrojos; pero nosotros debemos abrir la nuestra en un pedregoso repecho, debemos trepar hasta la cumbre. Sólo allí se respira. ¿No han llegado a tu noticia las aclamaciones que tributa a Baldo su fanático auditorio? Si supieras el daño que causan a mis oídos! Pues qué, no soy yo digno de su reputación? Mis glosas y comentarios no valen bien los suyos? Pero él vive y enseña en Perusa, y aquí en Milán, quienes son los que medran? Quiénes los que levantan con orgullo su cabeza? Los que cuidan las trabillas de Bernabó, miserables guardianes de perros que se han hecho más temibles que los mismos Podestá de los pueblos. Y de qué sirve aquí el letrado inteligente, el fiel intérprete de la ley, el defensor del huérfano y del oprimido cuando las iniquidades y violencias se perpetran bajo la salvaguardia de los poderosos? Oh! no son estos los tiempos de Mateo el Grande, en que sólo en esta ciudad se contaban cien insignes jurisconsultos, rodeados del brillo que por su saber les correspondía. 

- Tenéis ambición? 

- Es la virtud de los hombres de corazón y de talento. Los honores, las dignidades, el poder, no son el justo estipendio de la probidad y de la ciencia? Yo los deseo... porque los merezco. 

Y yo no deseaba más que amor porque merezco ser amada, estaba a punto de replicar la joven cuando advirtió en el dintel de la puerta la figura del franciscano, desembarazado ya de su báculo y alforjas, y la presencia de aquel 

desconocido la obligó a salirse de la estancia, abriendo una puertecilla secreta que conducía a su alcoba por un obscuro pasadizo. 


II. 

Después de cerrar tras sí la puerta, adelantóse el fraile pausadamente, y llevándose la mano a la capilla, al tiempo que inclinaba la cabeza sin descubrirla, dijo: 

- Bendito sea nuestro padre el santo de Asís, que me ha proporcionado la dicha de saludar a Messer Reginaldo, al gran jurisconsulto que dejará entre los milaneses un nombre tan esclarecido por su vasta sabiduría, como lo dejó el famoso Guillermo Pusterla por su rectitud y prudencia. 

- Adulador estáis buen religioso. Sin duda venís a mí menos por limosna que por consejo; y en apurado trance debe de hallarse vuestro convento cuando preparáis las cuestiones con exordio tan lisonjero. 

- Gracias a Dios han cesado las disensiones y rencillas que turbaban la quietud de nuestros claustros. Vengo de Pavía, y no he hecho más que repetir una de las frases que oí al Príncipe Juan Galeazo. 

- Tratáis familiarmente al Conde de Virtudes? 

- No pocas veces me ha cabido la honra de sentarme a su mesa. 

- Que, según mis noticias, se parece muy poco a la del rico Epulón

- Es que el Príncipe se acomoda al género de vida de sus comensales, que los más días son pobres religiosos. 

- Y apostaría a que ellos no se lo agradecen. Para no salirse de su pan nuestro de cada día tanto les valiera convidar al Príncipe a tomar un puesto en su refectorio. 

- Y esto sucede a menudo. 

- Entonces debéis de agasajarle... 

- Como si fuera uno de nuestros hermanos que tuviese hecho voto de pobreza. 

- Opíparo banquete! Para quien apenas ha cumplido los treinta años, y siente arder en sus venas la sangre de los Visconti, no es poco mostrarse tan aficionado a vulgares guisos y mal condimentadas legumbres. Se conoce que ha nacido con el paladar plebeyo, o que tiene mucho miedo 

al terzo cerchio della piova 

Eterna, maladetta, fredda e greve

y que no quiere condenarse per la dannosa colpa della gola

- La templanza es una de las virtudes cardinales. 

- También lo es la fortaleza. 

- Y pensáis que Juan Galeazo se halla destituido de prendas militares? 

- Pienso que este es el juicio que de él ha formado su tío Bernabó. 

- De manera que le tomáis también por un príncipe débil y apocado, continuó el fraile. 

- Rodeado como está siempre de clérigos y religiosos más bien que de capitanes y gente de guerra, acostumbrado a visitar más las iglesias que los campamentos, dejándose ver con más frecuencia arrodillado ante los altares que montado en un corcel de batalla, natural es suponer que mejor que una corona le sentaría una cogulla. 

- Y mucho más natural para el que desease echar mano a esa corona, y dejar a su legítimo dueño encerrado en un monasterio. 

- O quizás en una jaula de madera como aconteció al pobre marqués de Monferrato. 

- Las vicisitudes de este mundo nos exponen a tan dolorosas situaciones. Por eso el Conde de Virtudes... 

- No tiene bastante con las de Conde y aspira a las de santo, dijo interrumpiéndole el jurisconsulto. 

- Es un dechado de todas. Para mí tengo que fue inspiración de lo alto el condecorarle con ese título cuando casó por primera vez con una hija del Rey de Francia. 

- Alto honor que a muy alto precio pagaron los milaneses. Pero si de virtudes quiere ser modelo, valdría más que resplandeciese con las propias de un rey que con las de humilde cenobita. A medias habrá leído el evangelio si cree que puede contentarse con la sencillez de la paloma. 

- Para no olvidarse de que es necesaria la prudencia de la serpiente basta ser Visconti, repuso el fraile. 

- En efecto, la serpiente es el blasón de su escudo, su símbolo nobiliario, y cuenta que algunas veces ha llegado hasta morder al águila imperial. 

- Bernabó ha sido un formidable guerrero, no hay que negarlo; pero algo le habrán quebrantado ya sus muchos años y su extremada afición a los deleites de la carne. Juan Galeazo, ya lo veis, tiene fijos sus pensamientos en el cielo. 

- Bueno es pensar en el cielo, pero no sería malo que pensase un poco más en la tierra. 

- Para qué? 

- Para no dejar abandonada a su ciudad de Milán. 

- La gobierna su tío y suegro, cuya soberana autoridad es de todos respetuosamente acatada. 

- Pero el dominio supremo corresponde por mitad al yerno y sobrino, como heredero legitimo de su padre Galeazo. 

- Soy lego para entrometerme en esas cuestiones de derecho. El tío manda aquí como señor único y absoluto. 

- Harto lo sabemos! exclamó el letrado. 

- Pues teniendo un príncipe tan excelente... 

- Cuidado, fraile con ese tonillo, que si Messer Bernabó llegara a comprender la ironía... 

- Pues qué? no le honráis con el dictado de excelentísimo? Qué pudiera sucederme? 

- Que mandase taladraros los labios con un hierro candente, sin que os valiera el sayal, como tampoco pudo valer a otro infeliz para que le respetasen las orejas. 

- Tan cruel e inhumano os atrevéis a suponerle? 

- Hermano, mi cabeza está muy bien sobre mis hombros. Venís a tentarme! 

- Soy por ventura Satanás disfrazado? Rociadme con agua bendita a ver si tengo miedo al hisopo. Lo que digo es que si Messer Bernabó fuera capaz de arrojarse a tan sacrílegos excesos... 

- Muy metidito debéis de estar en vuestra celda. Qué bien os vendría aquello de: tu solus peregrinus es in Jerusalem! 

- Vos le detuvierais en su mal camino. 

- Yo? Ni las fuerzas de Uberto de la Cruz, que cogía por las riendas a un caballo desbocado y le obligaba a pararse de repente. 

- Vuestra elocuencia es más poderosa. Qué de veces me lo ha dicho el Conde de Virtudes! Cuántas me ha manifestado su vivísimo deseo de teneros a su lado! 

- Por qué, pues, no me llama? 

- Y si fuese yo el mensajero? 

- Ah! quiere que traslade mi residencia a Pavía? Quiere ponerme al frente de la universidad que fundó su padre? Yo era uno de sus amigos. 

- Lo sabe el Conde, y sabe también que estos amigos son los más dispuestos y leales.

- Por fin se presta el cielo a mis designios. Podré desde la cátedra enseñar al mundo el fruto de mis largas vigilias. Podré eclipsar a Baldo con mis lecciones. 

- Dejad a Baldo que adiestre una turba de rapaces para esos combates mujeriles donde se aguza la lengua y queda envainado el acero. Vos no habéis de tener más que un discípulo, y este será Juan Galeazo. 

- Y qué me ordena? 

- Que leáis esta carta, y escribáis al pie una contestación decisiva. 

Mientras que esto decía el fraile sacó de la manga un pergamino cuyas dobleces defendía un sello, y entregándolo al jurisconsulto se puso a mirarle fijamente, como para que no se le escapase ninguna de las alteraciones que iba a producir en su fisonomía. Muy lisonjeras debían de ser las primeras frases puesto que se traslucía la interior satisfacción del que las estaba leyendo; pero, según parece, tragado el cebo le picó el anzuelo, puesto que a las últimas líneas se le anubló el rostro y con mal seguro acento exclamó: 

- Es una conspiración! 

- No digo que no lo sea, repuso el otro con tanta frialdad y sosiego, como si pretendiera, dar mayor relieve a la turbación y azoramiento de su interlocutor. Tened a bien continuar la lectura.

- Estáis en el secreto de esta misiva? preguntó el letrado después de pasear por ella sus ojos.

- Soy uno de los conspiradores.

- Y pretendéis que me asocie a vuestros designios?

- Respeto vuestra libertad; sólo que me tomaré la de recordaros aquel sagrado texto: qui non est mecum contra me est.

- Me amenazáis a mí que pudiera perderos?

- Hiciérais mal cuando sólo trato de ganaros.

- No habéis previsto los obstáculos inmensos...

- Que excitan el deseo de allanarlos.

- Horrible destino os aguarda si sois vencidos. Lo habéis considerado?

- Magnífica recompensa os espera si triunfamos. Lo habéis leído?

- Pero el gobierno de Bernabó...

- Le llamáis gobierno o tiranía?

- Hace poco que dudabais de ella, dijo el letrado.

- Os permito que dudéis de tales dudas.

- Su trono ha echado profundas raíces.

- Profundas son también las de una vieja encina, y la derriba el soplo de los vientos.

- Treinta años van a cumplirse desde que tiene a los milaneses sometidos a su coyunda.

- Más impacientes se hallarán de sacudirla.

- Sin embargo las prescripciones legales...

- Se trata, como decíais, de una conspiración, no de un pleito.

- Dejadme examinar antes la justicia de vuestra empresa. 

- Trabajo enteramente inútil cuando estamos resueltos a llevarla a cabo.

- Y de qué puedo serviros yo que no manejo el acero?

- Manejáis la lengua, tenéis el prestigio del talento, y podéis atraernos multitud de partidarios.

- Y si la razón no está de vuestra parte? 

- Encontraréis argumentos especiosos que nos valdrán tanto como aquella. 

- Y he de cohonestar que un sobrino se levante contra su tío? 

- Os parece mejor que un tío conspire contra su sobrino? 

- Un mancebo en la flor de su edad contra un anciano que ya tiene un pie en el sepulcro? 

- Y sin embargo confía en que otros más jóvenes han de precederle en esa lúgubre estancia. No ha llegado a vuestros oídos un rumor sordo, parecido al de una serpiente que se desliza entre la yerba? Un rumor que hace correr el frío por las venas y erizar los cabellos de espanto? No habéis oído hablar en voz baja, muy baja, de cierto padre desnaturalizado que con infernales sugestiones trataba de inducir a una hija suya a que, valiéndose del puñal o del veneno, diese alevosa muerte a su propio marido?

- Por venganza? 

- No; por codicia. Para apoderarse de los bienes y Estados de su legítimo yerno, y repartirlos entre un enjambre famélico de bastardos. 

- Esto rayaría en lo sublime de la perversidad humana. 

- Afortunadamente la princesa Catalina no ha consentido en ser digna hija de Bernabó, y ha preferido ser digna esposa de Juan Galeazo. Pero existiendo la mano creéis que ha de faltar el instrumento?

- Quizás no existan semejantes propósitos más que en alguna imaginación hostigada por los recelos. El temor hace ver extrañas visiones. 

- Me tomáis a mí por un fabricante de imposturas? 

- No he dicho que ese temor carezca de todo fundamento. Es posible que sea verdad lo que habéis referido; pero también es posible que sean calumniosas imputaciones, rumores esparcidos adrede para facilitar el camino, y preparar 

la justificación de posteriores acontecimientos.  

- El éxito es quien los justifica, y nosotros lo esperamos dichoso. 

- Cortemos esta conversación que es sumamente peligrosa, dijo el letrado que se hallaba pisando espinas, aguijoneado de una parte por la ambición, y de otra refrenado por el miedo. Tomaré mis precauciones, y dentro de pocas semanas 

estaré en Pavía. 

- Molestia que podéis ahorraros, replicó el fraile con esa estudiada calma que no le había abandonado ni un momento. Lo que diríais de palabra al Conde de Virtudes decídselo por escrito. 

- Por escrito! Sería el colmo de la imprudencia. 

- Eso según el punto de vista desde donde se mira. Desde el nuestro es una garantía que la prudencia exige. 

- Y no veis que yo no escribiría dos letras aun cuando me entregase al Conde en cuerpo y alma. 

- Y aún no le bastaría así. Es preciso que os entreguéis atado de pies y manos. 

- Y partidarios busca el Conde empezando por mostrarse con ellos tan suspicaz y receloso? 

- Será que en vuestra edad madura no conozcáis todavía a los hombres? 

De qué os sirve revolver páginas manuscritas si no habéis aprendido a leer en ese libro misterioso que se llama corazón humano? Tantos alardes de sagacidad para penetrar en la mente de antiguos legisladores y jurisconsultos, de quienes no existe ya ni siquiera el polvo de sus huesos, y tanta dificultad en comprender las exigencias de la situación en que vuestra buena o mala fortuna os ha colocado! Habéis andado mucho para retroceder, y sin embargo os dejo expedito el camino; mas no contéis con ser nuestro compañero el día de la victoria no habiendo querido serlo en el día del peligro. 

- Escribir! Es así como se lleva adelante una conspiración? 

Exponerme a que Bernabó se asegure de mi participación en esa trama, leyendo mi nombre, viendo mi letra! 

- Y la verá sin duda, si hacéis traición a Juan Galeazo. Estáis todavía en la creencia de que al Conde de Virtudes no le falta más que la cogulla para ser un monje? 

- Ah! no. Ya veo que tiene más de raposa que de paloma. 

- Y la raposa triunfará del jabalí. El Conde no conspira a la buena de Dios, no urde una tela tan peligrosa sin tener bien atados todos los hilos, no se arriesga a tontas y a locas exponiéndose a que un momento de vacilación, de flojedad o de arrepentimiento, derrumbe la máquina de sus proyectos con tanta sagacidad y perseverancia construida. En nuestro campo no habrá ningún Judas, os lo aseguro, porque si lo hubiere él mismo se habrá fabricado el cordel que ha de estrangularle. Y bien librado saldrá si la horca es todo su castigo.

- Pero me creéis a mí tan ligero, tan imbécil, tan ciegamente confiado que, aun cuando escribiese, pusiera documentos de tal importancia en manos de un desconocido? Quién sois vos?

En vez de la sencilla y categórica respuesta que tal pregunta exigía, dirigióse el fraile al lienzo de pared en que se veían colgadas algunas armas y las diversas piezas de una competa armadura. No comprendiendo la razón de este brusco movimiento, levantóse también Messer Reginaldo, y alargando precipitadamente el brazo desenvainó una daga con la cual se puso en actitud de defensa. Sonriéndose quizás interiormente el bueno del fraile avanzó sin despegar sus labios, despojóse de sus hábitos religiosos, y después de endosarse una cota de malta y ceñirse una larga espada, se encasquetó el yelmo con la facilidad y soltura de quien estaba acostumbrado a llevarlo. Alzando luego la visera, y tomando una postura que tenía algo de teatral y afectada, se plantó delante del atónito jurisconsulto que mirándole ahincadamente buscaba en su memoria los recuerdos de aquella fisonomía. 

- Giacomo! Del Verme! exclamó al cabo de un rato, y cayéndosele el arma de la mano rodeó con sus brazos el cuello del ex-fraile, de improviso transformado en uno de los más bravos capitanes de aquella época. Cuánto tiempo hace que no te había visto! Dime...

- Escribir es lo que ahora importa.

- Contigo hasta las puertas del infierno. 

- Y más allá si es preciso. 

Visos de semejanza con los que engañaron al cuervo de la fábula, tenían los elogios hábilmente esparcidos en la carta de propio puño con que el Conde de Virtudes lisonjeaba la vanidad al paso que estimulaba la ambición del jurisconsulto. Para quien tan satisfecho estaba de sus talentos, y tan quejoso de la obscuridad que los envolvía, tentación y no floja habían de ser el humo del incienso y la perspectiva de una brillante recompensa. Sin descorrer del todo el artificioso velo que desde largo tiempo encubría los secretos de su corazón, explicábase de tal manera el Conde que no se necesitaban ojos de lince para columbrarlos. Con frases ambiguas, con reticencias calculadas daba pie a las más atrevidas interpretaciones. Manifestábase condolido de las insoportables vejaciones que sufrían sus queridos milaneses, y esperaba de ellos que corresponderían a su entrañable afecto. En sus manos estaba que para ellos luciesen mejores días, puesto que él no vacilaba en sacrificarles el sosiego de una vida entregada al ejercicio de las prácticas religiosas. Escrúpulos de conciencia, que no sed de temporales grandezas, le hostigaban con el recuerdo del abandono en que yacían sus legítimos derechos: ¿le era lícito continuar así, cubriendo su desidia con el manto del respeto que debía a su poderoso suegro? Decorábase este con el título de Vicario imperial, por haberle hecho merced el César Carlos IV al ceñirse la corona de hierro; pero el mismo título había conferido a su padre Galeazo. Tocaba a su tío el dominio de la parte oriental de Milán; pero poco a poco lo había extendido hasta arrebatarle la parte que mira al occidente. ¿Seríale más meritorio sufrir con resignación este despojo, o bien estaba obligado en conciencia a reclamar lo que según derecho le correspondía? Estas dudas las sometía al claro discernimiento del legista, y estrechábale a que le declarase explícitamente, si en el caso de inevitables conflictos tendría en él un auxiliar activo además de un consejero ilustrado. 

Sobre este punto parecía aborrecer de muerte los efugios, vaguedades y circunloquios de que era su carta no despreciable modelo. 

De buenas a primeras comprendió Messer Reginaldo que la ostentosa piedad, y la fama del mujeril apocamiento de Juan Galeazo, no eran más que una hábil estratagema para ocultar pérfidas maquinaciones y adormecer la suspicacia de su tío. Poco tardó en comprender que a fuerza de trabajos subterráneos se hallaba sordamente minada la prepotencia del terrible anciano, y que nada tendría de asombroso que el día menos pensado amaneciera derrocada. Se le brindaba a tomar parte en el riesgo de esta empresa, y se le seducía con halagüeñas esperanzas de recoger frutos más óptimos que los que habían sido el blanco de sus miras ambiciosas. Hasta entonces sus deseos se habían limitado a brillar en las universidades de Italia, a compartir la celebridad de Bartolomé de Vulpis de Padua, a sobreponerse a la reputación de Baldo de Perusa, y ahora se le dejaba entrever la posibilidad de ocupar uno de los más elevados puestos en la dirección y gobierno de un Estado poderoso. Pero, y si se rompía un solo hilo de la trama urdida? Si se escapaba un átomo sólo de aquella confección venenosa? Él no era hombre de tanta serenidad y arrojo que no sintiese flaquear sus piernas al contemplarse a la orilla del precipicio. Para transigir con su conciencia hallábase pasablemente dispuesto; pero con Bernabó, cómo se transigía? No bastaba llegar a serle sospechoso para que le mandase quemar como a hereje? La sola vista del sayal franciscano bastaba para traerle a la memoria el trágico fin de dos infelices minoritas que osaron invocar los fueros de la humanidad y de la justicia. Bien podía Bernabó competir con Dante Alighieri, siendo como era capaz de hacer ejecutar en cuerpos vivientes los suplicios que imaginara el gran poeta en la región de los finados. No era pues lealtad sino miedo, un miedo sobradamente justificado, lo que había hecho vacilar a Messer Reginaldo. Teníalo de enfrascarse en situaciones no menos peligrosas que las estupendas y fantásticas aventuras con que entonces empezaban a solazar el ánimo de sus lectores los primeros libros de caballerías. 

Harto dura en efecto era la condición de suscribir un documento que tan abiertamente le comprometía. Poner en él una letra sola equivalía a firmar su nombre en una lista de conjurados. Mas cuando vio que el brazo, sino el alma, de la conspiración era su antiguo conocido Giacomo del Verme, cesaron como por encanto sus temores y perplejidades. Tenía fé en la estrella de su amigo, y dióle en el corazón que de seguro llegaría a buen puerto la nave que tan diestro piloto dirigía. Podían más en su espíritu los presentimientos que las reflexiones, y para robustecer su confianza cabalmente pasó como un relámpago por su memoria el recuerdo del eclipse cuya significación misteriosa no había aún desentrañado. Y cual otra podía ser más que el Mane, Thecel, Phares escrito por la mano de Dios en los muros del empíreo, contra el impío Balthasar que se burlara tantas veces de la justicia del cielo y de los anatemas de la Iglesia? Con tal seguridad contaba ya con el triunfo como si estuviese oyendo el repique de las campanas, y el estrépito de los atabales y clarines. Llena su memoria de citas del laureado poeta, y confundiendo, como harto a menudo sucede, los intereses de la patria con sus personales intereses, volvió a la mesa recitando a media voz 

Dunque ora e‘l tempo da ritrarre il collo 

Dal giogo antico, e da squarciare il velo 

Ch‘e stato avvolto intorno agli occhi nostri. 

Sentado ya tomó la pluma, y con toda la sagacidad y pulso que tal negocio requería, en el pergamino mismo del Conde le escribió una larga contestación en que, a vueltas de lisonjeras frases y hábiles rodeos, le expresaba su gratitud, y le ofrecía sus servicios para coadyuvar a los santos fines de tan cristiana empresa. Del Verme entretanto vuelto a su disfraz y sentado en un taburete no le perdía un punto de vista, aunque echada la capilla hasta los ojos parecía ocuparse en la lectura de un libro que sacó de la manga. Cualquier extraño hubiera dicho que le absorbía alguna meditación piadosa. Y no pecaba de nimiamente precavido con aquel disimulo, puesto que después de un largo espacio de no interrumpido silencio, abrióse de improviso la puerta principal y entró casi saltando de gozo la esposa del letrado, seguida de un joven cuyos años no excederían de mucho a los veinte, y cuyos arreos militares daban no poco realce a su natural gallardía. 

- No creía que fuesen tan eficaces mis pobres oraciones, exclamaba aquella dirigiéndose a su marido; pero reparando en el fraile moderó su acento, y continuó: No sabía que estuvieseis acompañado; aunque a decir verdad tampoco me pesa de tener testigos de las albricias que vengo a pediros. 

Ni el menor movimiento de atención o de sorpresa distrajo al legista de la tarea que estaba a punto de concluir, hasta que escrita la última letra levantó la cabeza, y dijo:  

- Qué es esto? 

- Una nueva tan agradable como inesperada, respondió su esposa. El Vicario Imperial no ha querido que la república siguiese privada por más tiempo del caudal de vuestros conocimientos. Estáis elegido Podestá de los mercaderes, y mañana mismo pasareis a la casa de la Pretoria a recibir la vara de esa magistratura.

- Y a prestar el juramento de fidelidad y homenaje, añadió el gallardo mensajero. 

Quedóse el letrado profundamente pensativo. Hallábase de golpe en una de las encrucijadas de la vida teniendo que escoger entre dos opuestos caminos, que prometían ambos conducirle a florido vergel, y podían ambos a dos llevarle a fatal despeñadero. Se le ofrecía una realidad que podía ser efímera, se le tentaba con una esperanza que podía ser engañosa. Verdad es que había ya sucumbido a la tentación; mas todavía se hallaba a tiempo de arrepentirse. En aquel momento estaba en su mano la suerte del Milanesado: de una palabra, de un gesto, de un acto de su voluntad dependía el consolidar por largo tiempo el trono de Bernabó, y granjearse las más vivas demostraciones de su gratitud, si es que en tal pecho cupiese el agradecimiento.

Y esto era lo que temía el fingido religioso, cuya situación no era por cierto más apetecible que la del jurisconsulto. Pendientes de un hilo quebradizo se hallaba entonces su vida, y algo más que su vida, el éxito de una arriesgada empresa, que era la piedra angular del edificio de inmarcesibles glorias que en su mente había levantado. Por la voz había conocido al mensajero, de cuya decisión y bravura no le era posible abrigar la más leve duda. Era Ugolino Porro, íntimo amigo de los hijos de Bernabó, y cercano deudo de la hermosa Dominica, o Domnina, que en ilegítimos lazos traía aprisionado el corazón del lúbrico anciano. Mancebo de recios puños tenía además de su parte la ventaja del campo y de las armas. Tampoco era para menospreciada la atlética estatura del letrado, y mucho menos la presencia de aquella mujer que podía a gritos reclamar socorro en el caso de una lucha desesperada. Todo lo calculó en un momento Del Verme, y sin embargo, ni sus ojos pestañearon, ni sus mejillas palidecieron, ni una gota de su sangre corrió con más precipitación por sus venas: continuó al parecer absorbido (absorto) en su lectura como si le fuera del todo indiferente la resolución que iba a tomar el jurisconsulto. No hizo más que pasar el libro a su mano izquierda, y con toda disimulación y cautela introducir su derecha por una abertura de la túnica, con el objeto sin duda de coger alguna cosa que no estaría muy en consonancia con el hábito religioso. Conociendo empero que la prudencia debía sobreponerse al denuedo, y cuanto urgía salir de aquella posición tan crítica como embarazosa, se levantó y con afectado encogimiento:

- Messer Reginaldo, le dijo, es hora de retirarme al convento. Si me hicieseis la merced de entregarme vuestra contestación a la consulta que el padre guardián os ha dirigido... 

Compararse pudiera la súbita conmoción que experimentaron los nervios del jurista al oír la voz del seudo religioso, con la de asustadiza doncella a quien sorprendía el tiro de una bombarda, máquina entonces de invención reciente. 

Recobrada empero la seriedad y reposo de su grave aspecto cogió el pergamino, y después de ponerlo bajo la salvaguardia de un sello, dijo al que estaba en ademán de recibirlo: 

- Si no mienten mis conjeturas sois tan juicioso moralista como teólogo consumado, y tendría en mucha estima que me ilustrarais con vuestros consejos. Vuestro prelado me consulta en materias de derecho, y bien puedo consultaros a vos en materias de conciencia.

- Padecéis dé escrúpulos? 

- No es enfermedad a que me sienta muy propenso, sin embargo persígueme ahora una duda que me trae algún tanto inquieto y perturbado. ¿Cuáles son mis merecimientos para que el magnifico Vicario Imperial me confiera tan elevado puesto? Cuáles mis luces para desempeñar con acierto tan espinoso cargo? Sentarse en un tribunal no es lo mismo que sentarse en una cátedra. La ciencia abstracta que se aprende en los libros es incompleta sin la experiencia que da 

el trato y comercio de los hombres. Y yo, vos lo sabéis, vivo tan metido en mi soledad, tan apartado del bullicio del mundo! Qué os parece? Puedo en conciencia valerme de la confianza que en mí se deposita? Puedo aceptar la honra que se me ofrece?

Este arranque de falsa humildad le atrajo una mirada burlona y despreciativa de parte del mensajero, y otra de vago recelo y profunda extrañeza de parte de su esposa.

- No solamente podéis sino que debéis aceptarla. No llevéis sobrado lejos la modestia, que podría haceros sospechoso de ingratitud y falta de respeto. Quién os ha hecho juez de vuestra propia idoneidad? Habéis leído vuestro horóscopo para saber que no estáis destinado a ser con el tiempo la antorcha, el oráculo, el vicegerente de la autoridad suprema? Tengo como un presentimiento de que en breve seréis, después del muy magnífico y excelente príncipe el Vicario Imperial, la persona más respetable de ese vasto señorío. 

Estad de buen ánimo, subid al puesto que se os ha señalado; pero cuidad de que en su altura no se os vaya la cabeza. Recordad que existe un poder invisible apercibido a levantar a los humildes y derrocar a los soberbios. Vuestra especial magistratura va a poneros en relación inmediata con una infinidad de gentes: vais a ser el dispensador de la justicia, el árbitro que dirima las contiendas que se susciten entre mercaderes y artesanos, vais a conquistar un poderoso influjo entre los que tejiendo el lino o la seda, labrando la piedra o el acero, cincelando el oro o la plata acumulan para el Estado gloria, prosperidad y opulencia. Despertad en sus corazones generosos sentimientos, para que no antepongan los bienes que disfrutan a su propia salvación. En fin servid bien a la patria, que Messer Bernabó no os hará esperar mucho la recompensa, y no olvidéis nunca las obligaciones que en este día habéis contraído. 

- Decid al Vicario Imperial que disponga de mí como de su vasallo más respetuoso, y que pasaré a manifestarle mi gratitud y mi obediencia, dijo el letrado dirigiéndose al mensajero, quien tomó la puerta después de haber saludado cortésmente, y lo propio hizo Del Verme recogido que hubo el precioso pergamino.  

El asentimiento del jurista a los ambiciosos proyectos de Juan Galeazo se hallaba ya recargado con las tintas más negras de traición y alevosía. Solo ya con su consorte exclamó esta:

- Sois un enigma para mí, y a fé que el fraile no es menos misterios. No comprendo cómo encajan tan bien sus aficiones de soldado con sus estudios de teología. 

- De soldado? Por qué lo dices? prorrumpió el legista, disimulando cuanto pudo su turbación y azoramiento. 

- Pues quién sino él se ha entretenido en descolgar esas armas que ni siquiera ha sabido volver a su puesto? 

- Le conoces por ventura?

- No sé que nunca le hubiese visto, y para mí tenía más traza de lego que de predicador tan elocuente. 

- El caso que me ha propuesto es algo intrincado y necesita largas meditaciones. - Tráeme el segundo volumen de Bartolo y déjame un rato a solas.

- Siempre lo mismo! murmuró la esposa ofendida de aquella sequedad y desabrimiento, y fuera ya de la estancia añadió: Plegue al cielo que después de haberla anhelado en valde no llegue a serme odiosa vuestra compañía!


III.


Y por qué esta exclamación de la hermosa joven, cual si después de echar una mirada de tristeza a su pasado levantase una temblorosa mirada a su porvenir? Qué presagios de borrasca descubría en su horizonte? Qué nubecilla, parecida a la del profeta, ocultaba en su pequeñez amagos de tempestuoso aguacero? Para quien ni tenía, ni codiciaba más vida que la del corazón, ¿cuál era el motivo de temer que se agitara de improviso la soñolienta atmósfera que lo circuía? Qué influjo habían de ejercer en ella ni los futuros honores, ni las prolijas ocupaciones de su marido? Sería este más inaccesible en el tribunal de lo que en su gabinete de estudio lo había sido? Arrugaría más su entrecejo la ambición satisfecha que la ambición comprimida? De dónde, pues, procedían los recelos de Tadea, para manifestarse temerosa de que sus domésticos pesares adquiriesen mayores y más graves proporciones?

Durante el corto espacio de tiempo en que el gallardo mensajero de Bernabó estuvo aguardando la contestación del jurisperito, por tres distintas veces se había sorprendido a sí misma clavando en el mancebo una mirada sobradamente complacida. Efecto de la casualidad pudo ser la primera, y achacarse la segunda a curiosidad quizás excesiva; mas para disculpar la tercera necesitaba ya Tadea engañarse a sí misma. Como púdica y fiel consorte inclinó los ojos al suelo, y advirtió que estaba resistiendo al impulso de levantarlos de nuevo. No le asustó como debiera su peligro, pero comprendió que era una amenaza dirigida a su pecho la varonil belleza de Ugolino.

No se había engañado: a solas en su retrete (lugar retirado; retrete en épocas posteriores significa WC, baño) se veía de continuo perseguida por esta imagen, que apartada de los ojos se dejaba ver con el pensamiento, y en vez de resistirse al importuno asedio tratábala con cierto agasajo, cual si fuese una amiga que viniera a visitarla. Parecíale entonces su soledad menos tediosa, sus horas menos lentas, menos digno de lástima su abandono. Sin propósito deliberado entreteníase en viajar por el país de las ilusiones, y esforzábase en atenuar su culpa, las veces que volviendo en sí la reconocía. Confiada en que su virtud podía hacer frente a las más rudas tentaciones, sentía a veces una especie de gusto en presenciar la naciente lucha de su corazón y de su conciencia. Peligroso era tal espectáculo; pero se creía resguardada por un muro de bronce, y ni por asomos dudaba de alcanzar cuando quisiese una victoria definitiva. Así iba germinando la fatal semilla, caída en un terreno preparado por falta de cultivo: y así también iba tomando creces en el pecho de Tadea un sentimiento de repulsión a su marido. Empezaba a calificar de pueril exigencia el vehemente afán con que había codiciado su afecto, empezaba a desazonarse por haber cedido a los arranques del agradecimiento, empezaba a tenerse por muy desgraciada exagerando las quiméricas proporciones de una felicidad imposible.

Desgraciadamente a Messer Reginaldo le traían de sobra ocupado sus funciones de juez, y sus manejos de conspirador, para acudir al socorro de la inexperta joven, que paso a paso avanzaba por una senda cuyo funesto declive no advertía. Más adusto, más ensimismado que nunca, no había cambiado de carácter cambiando su género de vida. No pasaba ya largas horas en su gabinete, a solas con sus libros, sino con personas desconocidas que cerraban cuidadosamente la puerta, salía de noche sin saberse a donde iba, recibía cartas que leídas arrojaba al fuego, y escribía otras que se llevaban mensajeros de extraña catadura. A la natural perspicacia de Tadea no podía sustraerse una actividad tan desusada, y que hacía más sospechosa el aumento de reserva, y las preguntas que la curiosidad puso en su boca sólo obtuvieron respuestas enigmáticas cuando no desabridas. Este despego exacerbaba su pasión al mismo tiempo que la ponía recelosa, y vislumbrando la existencia de un grave arcano sin poder adivinar su naturaleza, de conjetura en conjetura se le fijó en el pensamiento que la visita de aquel misterioso fraile entraba por algo en la mudanza de su marido. En esto llegaron los postreros días de abril, corazón de la primavera, que transforma en vasto jardín los campos cisalpinos, y como si el cielo se hubiese arrepentido de engalanarlos con tanto lujo de flores y hermosura, una tempestad asoladora descargó su furia sobre Milán y sus cercanías. Por entre sus elevadas torres, y lamiendo sus techados, se retorcía el rayo, a guisa de culebra por entre los tallos de la yerba, y un trueno incesante rugió desde el principio hasta el fin de la tormenta. Sosegados ya los vientos, disipadas las nubes y resplandeciente otra vez el sol, discurría Messer Reginaldo acerca de tan violenta perturbación atmosférica atribuyendo sus estragos a la conjunción de tres planetas, fenómeno que se verificaba en aquellos días, y que según él no podía menos de ejercer un pernicioso influjo en las regiones sublunares. Para inquirir su profético significado acudía a las reglas y combinaciones de la astrología judiciaria cuando un mensaje inesperado le obligó a dirigirse al palacio del Vicario Imperial.

Hallóle, si no profundamente conmovido, con cierto aire al menos de inquietud y zozobra que bastó al jurisconsulto para dominar la que en su pecho había producido aquel desusado llamamiento. El tigre no enseñaba ni sus garras ni sus dientes, y se le acercó dando a la cautela cuanto cercenaba al miedo. En su ancha y rugosa frente, vivaces ojos, nariz aguileña, delgados labios, bipartida y canosa barba, en su largo y enjuto rostro, encuadrado en un capuchón aforrado de martas cebellinas, dejábase traslucir como una ligerísima sombra que templaba la dureza de su fisonomía. No era solamente el peso de trece lustros el que entonces parecía haber quebrantado la ferocidad y arrogancia del que en ningún tiempo había encontrado, ni en la tierra ni el cielo, quien impusiera un freno a sus indómitas pasiones. Aquel era todavía Bernabó; mas no ya del todo parecido al que un día llamó al arzobispo Roberto, y a presencia de sus áulicos y guerreros le trató como si fuese el más abyecto de sus vasallos. “Arrodíllate ahí, bribón, le dijo: No sabes, menguado, que yo soy el Papa, y el Emperador, y el señor absoluto en todas mis tierras? No sabes que ni el Emperador, ni Dios mismo, puede hacer en mis tierras sino lo que a mí se me antoja, o lo que yo permito que haga?” Menos soberbio ahora, y poseído de un terror supersticioso se encaró con el letrado y le dijo: 

- No tratéis de engañarme que podría saliros muy cara la treta. Todavía tengo el poder en mis manos: todavía se halla en pie la casa de los Visconti. Quiénes son, decídmelo, quiénes son los que aspiran a derrocarla? 

- Y por dónde queréis que me hayan llegado noticias de pretensión tan descabellada?

- Pues qué? la ciencia es un nombre vano? Revolvéis libros, estudiáis las virtudes de las plantas, examináis el curso de los astros, y os quedáis tan a obscuras como el vulgo de las gentes! De qué sirve enteraros de lo que sucedió ayer si ni siquiera podéis adivinar lo que ocurrirá mañana?

- La ciencia hace brotar la luz en medio de las tinieblas; pero necesita premisas para deducir consecuencias. Presentadme datos en que fundar siquiera mis conjeturas.

- Tengo enemigos. 

- Sois el príncipe más poderoso de Italia, y quisiérais no ser temido ni ser envidiado?

- Intentan alzar la cabeza.

- Mal avenidos están con ella. Antes de levantarla al nivel de la vuestra tropezarán con algo que la derribe de sus hombros.   

- Maquinan a la sombra.

- Juego de niños en que se entretienen tal vez el despecho y la impotencia. Dejad estos cuidados al verdugo.

- Y si me armasen un lazo?

- Serían cogidos en él. Juzgáis mal a vuestros enemigos; tienen menos corazón, y mas prudencia.

- Oh mi trono de Milán! Lo defenderé hasta con mis dientes.

- Y sobra con ellos. Vuestro nombre es un muro de bronce que lo rodea. Vuestro antecesor y tío empuñó el acero con su diestra diciendo que con él defendería la cruz arzobispal que tenía asida con su mano izquierda. Vos, señor, no necesitáis tanto. Una mirada vuestra basta para ahuyentar a vuestros enemigos, para infundirles el temor che‘l sangue vago per le vene agghiaccia, como dice el Petrarca.

- Si yo supiera quienes son! exclamó el Vicario Imperial apretando los puños.

- Serán por ventura los genoveses? No los temáis! hasta que traigan en hombros sus naves para escalar con ellas los muros de Milán. Los venecianos? Sería de ver un combate entre esas anguilas salidas de sus pantanos y la serpiente de los Visconti. Teméis al Pontífice romano? Harto tiene en qué pensar con las pretensiones del antipapa de Aviñón y las proposiciones de Messer Bartolino de Plasencia. Acaso pueden inspiraros algún recelo esos pequeños príncipes cuya jurisdicción se extiende a unas cuantas aranzadas de tierra? Los más son vuestros amigos y confederados, y les tenéis ligados

con los vínculos de la sangre. Si no fueseis el más poderoso por la extensión de vuestros dominios lo seríais por la multitud de vuestras alianzas.

- Y Juan Galeazo?

- Ah! sí. Este pretende arrebataros...

- Lo sabéis?

- Perdonad. No es el trono de Milán a lo que aspira. Como buen arquero asesta sus tiros a un blanco más elevado. Lo que pretende arrebataros es la silla que os corresponde en el cielo.

La terrible mirada de Bernabó nada hizo perder de su aplomo al taimado jurisconsulto.

- Ya sabéis, prosiguió este, que ese Wiclef, ese novador inglés, ha salido ahora con la patraña de que cada hombre tiene dos almas: pues a mí se me figura que el Conde de Virtudes ha dado en la manía de que él tiene tres almas, y se empeña en salvar las tres a toda costa. 

Sonrióse Bernabó de la ocurrencia, y esto era lo que su interlocutor deseaba. 

- Pero, es posible que la sangre de los Visconti haya degenerado tanto en sus venas? Si yo tuviera sus treinta años! 

- No rezaríais, ni ayunaríais tanto como él. No os encerraríais en vuestro palacio como un galápago en su concha, pasando el tiempo en oír misas y repartir limosnas, en escuchar lamentaciones de frailes y trazar fábricas de nuevos monasterios. 

- También he construido yo templos para Dios, y hospicios para los pobres. 

- Monumentos insignes en que leerán la gloria de vuestro nombre las generaciones venideras. 

- Si antes no los incendia el rayo. Ignoráis todavía el funesto agüero? En medio de la tempestad ardieron las más ricas techumbres de mi palacio. 

- Y esto os aflige? Las reconstruiréis doblando su esplendor y magnificencia. 

- No es eso todo. Los escudos de mármol en que estaban esculpidos mis blasones se han desprendido de los muros y han venido al suelo, y ¿quién sabe si para ser reemplazados por la odiosa torre de la facción vencida? La serpiente de los Visconti está hecha pedazos.

- De veras? exclamó el legista, haciendo un supremo esfuerzo para reprimir y ocultar su alegría. Aquella noticia valía para él mucho más que la de haber triunfado completamente las armas de Juan Galeazo. Pero acudiendo a los recursos de su fecunda imaginación, y tomando un semblante reflexivo añadió: Y de esto qué inferís?

- Que una catástrofe invisible se cierne sobre mi cabeza. Si yo viera de qué lado asoma esa nube preñada de tempestades? Por los huesos de San Ambrosio! que a pesar del cielo o del infierno todavía me siento con bastantes bríos para conjurarla.

- Estáis en un error, y permitidme que os lo diga. Lo que os tiene en zozobra es simplemente un aviso del cielo. Sentiréis que os hable con toda franqueza? 

- He puesto mi confianza en vos, y seríais el más perverso de los hombres si os prevalecierais de ella para engañarme. El más perverso... y el más arrojado. 

- Sois el príncipe más afortunado de Italia. Quién como vos ha podido permanecer sentado en un trono por espacio de treinta años? Habéis tenido a raya el poder de los Pontífices y el de los Césares: habéis exterminado a vuestros enemigos rebeldes y burlado a vuestros adversarios astutos: de experto capitán os acreditan inmarcesibles laureles, de príncipe magnífico perdurables monumentos: vuestra inflexible justicia la atestiguan dolorosos ejemplares, vuestra sagacidad política numerosas alianzas; pero sois padre demasiado cariñoso para comprender la abnegación que la cualidad de monarca os imponía. No habéis fijado una profunda mirada en el porvenir. Si no hubieseis tenido más que un hijo! 

- Oh! mi Ambrosio! mi malogrado Ambrosio! 

- Este u otro. Ignoráis la grande idea que acariciaba aquel varón esclarecido, Messer Francisco Petrarca? Sueño dorado de mi imaginación! Volver la Italia a su poder antiguo. Y cómo? Transformando en un solo y grueso tronco la porción de varas más o menos delgadas, que pueden compararse a las que rodeaban la segur de los lictores romanos. Si viviese aún el glorioso anciano que me honraba con su amistad, paréceme que os hubiera dicho: Di mia speranza ho in te la maggior parte. Y vos? Vos entregáis Cremona y Lodi a Ludovico, Brescia a Mastino, Parma a Carlos, Bérgamo a Rodolfo. Son vuestros hijos, sí; pero en vez de esforzaros por reunir lo que está separado, separáis lo que estaba ya unido (como otros reyes antes, ejemplo, Jaime a de Aragón). No comprendéis todavía el aviso del cielo? Vos sois quien hace pedazos la serpiente de los Visconti.

-Yo? Tal vez... pero ¿por qué me ha dicho Medicina que me guardase de las nonas de mayo?

- Esto ha dicho? Simplicidad como ella! Ah! ah! ah!

- Y os atrevéis a reíros?

- Pues no he de reírme? No es donosa ocurrencia la del buen astrólogo? Habrá leído en algún cartapacio de historia que Espurina dijo a César que se guardase de los idus de marzo, y cata ahí que sin encomendarse a Dios ni al diablo os ha encajado que os guardaseis de las nonas de mayo.

- Y el arúspice tenía razón.

- Y cómo no había de tenerla si estaría en el secreto, o cuando menos tendría barruntos de la conjuración de los senadores? Pero vuestro Medicina ¿en qué se funda para asustaros con su risible parodia?

- Es que precisamente en estos días ha de acercarse mi sobrino a los muros de Milán.

- Y vos le saldréis al encuentro, y le daréis un estrecho abrazo como a querido pariente, y él os besará la mano como a señor... y suegro.

- Pero vendrá rodeado de sus tropas.

- Ya sabéis que es algo medroso y que no sale nunca sin una pequeña escolta, como si temiera a cada paso tropezar con una cuadrilla de malandrines. Su ejército traerá cilicios en vez de lorigas, y cogullas por capacetes. No temáis, no, que venga con gente di ferro e di valor armata como dice Messer Francisco. (Petrarca)

- Pues yo, sí. Saldré con mis bravos guerreros, le envolveré en un círculo de hierro, le abrazaré... para ahogarle entre mis brazos.

- Le tenéis miedo?

- A él? no. A mi estrella que se oscurece, al siniestro vaticinio.

- Reflexionad. Si la caída de la serpiente fuese augurio de la vuestra, ¿cómo pudiera ser Juan Galeazo el dichoso mortal predestinado a suplantaros? No es también Visconti? No trae la misma simbólica figura en su escudo? O bien aquel casual destrozo nada significa, o bien nada tenéis que temer por ese lado. 

- Razonáis como un filósofo y no sé qué replicaros; pero... ni aún así me fío de su flojedad, ni de su santimonia. 

- No deis un escándalo: no dejéis traslucir las flaquezas de vuestro corazón. Dirán que habéis envejecido. No está el mal en aspirar a ciertos fines, sino en la torpeza de los medios escogidos. La prudencia es una virtud muy excelente, y más para los príncipes. Vuestro sobrino viene a vos, salidle al encuentro, presentaos inerme, mostraos risueño, confiado, afectuoso. Le dejáis proseguir su piadosa romería, y... entretanto...

- Entretanto? 

- Como entonces Pavía estará desguarnecida... y vuestro yerno es también vuestro aliado... podéis enviar algunos de vuestros soldados a defenderla de asechanzas imprevistas. 

- Ah! Seguiré vuestros consejos. 

- Seguidlos, y mandad levantar una horca. 

- Para Juan Galeazo? 

- Para Medicina, que os aturde con sus necias profecías. 

- Para vos, si no son tan necios como estáis suponiendo. 

Restregábase las manos de contento al verse Messer Reginaldo en su gabinete, y tan satisfecho estaba de sí mismo que más no lo estuviera arrollando en pública controversia al famoso Baldo, su constante pesadilla. Contemplaba los horrores del peligro de que se había salvado, y creía en los milagros de su talento y destreza. Y en verdad que no era pequeño triunfo el de haber vendado los ojos, y empujado suavemente a Bernabó hasta la orilla del precipicio; pero tampoco podía gozar de él a todo su sabor, sin experimentar de vez en cuando la especie de cansancio moral que traen en pos de sí los violentos recursos de una desesperada energía. Asaltaban su memoria recuerdos de no lejanos tiempos, y por muy corto que fuese el que faltaba para dar término a su ansiedad y zozobra, compraba entonces muy caras las futuras expansiones de su ambición satisfecha. “Si naufragase el buque tan cerca del puerto! se decía. Si existiese entre nosotros un Julián Pusterla que por miedo o felonía vendiera a sus cómplices con imprudentes revelaciones! Ser abrasado a fuego lento, atenaceado, descuartizado vivo, todo sería poco para aplacar la rabia del tigre sobre cuyos lomos ha pasado impunemente la mano. Dormido he jugado con él; pero, y si despierta?” Parecíale entonces ver la sombra de Beltramolo Amici, condenado a ejercer el oficio de verdugo y entregado después al terrible ejecutor de la justicia humana, y sentía que se le erizaban los cabellos al pensar en su muerte de réprobo, y en su cadáver abandonado en la horca para pasto de las aves de rapiña. En medio de esas tétricas reflexiones confortábale el recuerdo de Giacomo Bussolario, que de simple fraile había ascendido hasta los primeros puestos de la república por su elocuencia de predicador, y se mecía en la esperanza de que a él no le tocaría menos por su elocuencia de jurisconsulto. 

Instigada por una mujeril curiosidad de cada día más punzante, se decidió Tadea a rastrear la causa misteriosa de la conducta de su marido, y mientras que este conferenciaba en secreto con uno de los principales conspiradores, fue a situarse detrás de la puertecilla que abría camino a su alcoba. Había entrado en el pasadizo de puntillas, retenía su aliento como el nadador que sumerge su cabeza entre las aguas, y escuchaba con tal afán como si toda su alma estuviese concentrada en sus oídos. Pero en voz tan queda sostenían aquellos su diálogo que apenas pudo recoger más que algunas frases truncadas y palabras sueltas. Estas sin embargo le bastaron para colegir que la mañana del día siguiente estallaría un alboroto en las afueras de la puerta Vercelina, que no habría efusión de sangre, y que se había resuelto asesinar a Ugolino Porro, habiendo ya quienes estaban pagados para meterse entre el gentío, cogerle de improviso y clavarle un puñal por las espaldas. Este plan nada tenía de extraño, como quiera que para allanar obstáculos nunca ha sido sobrado meticulosa la conciencia de los conspiradores. El valor personal, el arrojo caballeresco y la adhesión de Ugolino a Bernabó eran dotes de todo el mundo conocidas: y aunque no bastaban para impedir el triunfo, podían provocar una resistencia que lo hiciera sangriento. Ni más cruel sorpresa, ni más dolorosa herida hubiera

recibido Tadea oyendo ser ella misma la víctima destinada al bárbaro sacrificio. Forzada a reprimirse y ahogar los gritos que pugnaban por salir de sus entrañas, rugía con el gemido de su corazón, y en él se revolvían las más negras pasiones como viboreznos en su nido. Tentaciones le dieron de presentarse a Bernabó y referirle cuanto había descubierto; mas, ¿qué era lo que efectivamente sabía? Con qué pruebas había de confirmar sus incompletas revelaciones? No podía hacer más que acusar al hombre, a quien aborrecía ya de muerte; pero que al fin de todo le estaba unido con un vínculo sagrado. Quería y no podía olvidar que él era quien la había acogido en su niñez, le daba pan y abrigo, la honraba con su nombre, y nunca le había inferido ninguno de aquellos agravios que humillan la dignidad de la esposa, y la hieren en lo más vivo de su afecto. Sangre, torturas, suplicios, horrores inmensos brotarían de una sola palabra suya... y por otra parte ¿sabía ella si precipitaría la catástrofe en vez de precaverla?

De qué podían servirle entonces el llanto y la desesperación? Resuelta a poner en obra la idea que le había ocurrido, salió de su escondite, y cubierto el rostro con un velo se echó a recorrer las calles y plazas de Milán en busca de Ugolino.

Descubrióle al fin en un corro de amigos, y retirándose a la parte opuesta le hizo seña de que se acercara. Como era de presumir el mancebo acudió al reclamo lisonjeándose de aumentar el número de sus amorosos trofeos.

- Es a mí a quien llamáis, hermosa dama? le dijo saludándola con cierta mezcla de familiaridad y de respeto.

Tadea inclinó ligeramente la cabeza. 

- He dicho hermosa, y estoy seguro de que no me engaño, porque la gentileza del talle no puede ser ya de mejor agüero para la hermosura del rostro.

El cansancio material, la agitación de su pecho, la vehemencia de sus afectos tenían a la desdichada joven como fuera de sí misma. Comprendía todo lo delicado y peligroso de aquella situación, y experimentaba en ella una complacencia que condenaba y no reprimía. A la vista del objeto amado sentía avivarse la llama de una pasión en mal hora nacida, y temerosa de sus bríos, no acertaba a despegar los labios. En valde buscaba en su memoria las frases preparadas durante su largo camino: sucedíale entonces lo que en otra ocasión aconteciera al famoso Petrarca, en quién tal sorpresa produjo la imponente majestad del Senado veneciano que olvidó completamente la oración que traía estudiada.

- Además, esta mano de nieve... añadió el mancebo cogiéndola de improviso y besándola con marcial galantería.

El corazón de Tadea redobló el compás de sus violentos latidos, y retirando suavemente la mano:

- ¡No... balbuceó. No soy yo.. es una amiga mía.

El temblor de su voz desmentía sus palabras, y la dulzura de su acento obraba en el espíritu del joven como una suave y arrebatadora melodía.

- Basta que sea amiga vuestra para encontrarme dispuesto a servirla. Qué me quiere?

- Desea... desearía hablaros largamente.

- Soy todo oídos.

- Ahora no. No es posible... su marido...

- Tenemos marido en campaña? Tanto mejor.

- Si mañana...

- A qué hora?

- No puedo señalar la hora. Ya veis... su marido...

- Mañana he de acompañar al Vicario Imperial cuando salga a recibir a su sobrino.

- Este es precisamente el tiempo en que ella podrá disponer de sí misma.

- Pues no importa, me dispensaré fácilmente de aquel servicio. Soy soldado, y no palaciego.

- Y preferiréis a un bullicioso espectáculo una tierna plática a solas con quien...

- Me ama?

- Vos sois quien lo ha dicho. Pero... reparad que... yo … Oh Dios mío! 

Mi corazón quiere lanzarse fuera del pecho.

- No temáis, ángel bello, porque vos sois, no el paraninfo de mis dichas, sino la felicidad misma que se entra por mis puertas sin haberla yo merecido. 

Si supierais cuán suaves son las delicias de que se siente inundado mi corazón!

- Callad, oh! callad. Decidme. Ah! yo no puedo pediros todavía amor bastante; pero ¿tendréis a lo menos la paciencia de aguardarme desde las primeras horas de mañana hasta que haya promediado la tarde?

- La tendré.

- Lo juráis?

- Sobre esta mano, dijo, besándosela otra vez con más entusiasmo que la primera. Y dónde he de aguardaros?

- En la iglesia de S. Juan, junto al sepulcro de la princesa Beatriz.

- Cuánto tardará en amanecer el día de mañana! Pero qué? Os vais sin haber iluminado mis ojos con el sol de vuestro divino rostro? No he de permitirlo.

- Oh! no. Dejadme partir. Habéis triunfado de mi corazón, dejad algunas horas más a la timidez y al recato. No habéis probado nunca los encantos de una pasión misteriosa? Dejadme partir, y... no me sigáis. Es la única condición que os impongo, el único sacrificio que os demando.

- Sabéis que es muy duro?

- Será más agradecido. Hasta mañana.

Quedóse el joven tejiendo una fantástica tela de conjeturas, de amorosos proyectos y de risueñas ilusiones, mientras que Tadea dirigiéndose con rápido pie al conyugal domicilio se decía: Si el cielo me hubiese permitido amarle? Pero, a lo menos le habré salvado.


IV.


Dos días, o mejor, dos noches faltaban solamente para las nonas de mayo, y nada tiene de extraño que el jurista, imbuido en las ideas de aquellos tiempos, interpretase en favor de su causa las vagas predicciones del astrólogo Medicina. El pavoroso eclipse, la conjunción de los tres planetas, los estragos de la tempestad, el destrozo de la marmórea serpiente no debían explicarse en su concepto sino como una serie prodigiosa de amenazas de las cuales se acercaba el inevitable cumplimiento. Bajo tales auspicios iba a realizarse el plan premeditado en las tinieblas que la traición aparecía como protegida por el cielo, y la ambición desenfrenada como mero instrumento de la justicia divina. «Volveré a Milán, había dicho Mateo el Grande en su destierro, cuando los pecados de Guido de la Torre sean mayores que los míos;» y tantos y tales eran los de Bernabó que harto hubieran rebosado por grande que fuese la medida.

Pero si en vez de conformarnos con el sencillo relato de antiguas crónicas inventásemos a nuestro sabor los acontecimientos, falta y no leve sería presentar al Vicario Imperial con frente serena y pecho libre de supersticiosos temores. Ni entonces ni ahora suelen eximirse de ellos los que más blasonan

de impávidos y descreídos. Tenía además sobrados ejemplos a la vista para ignorar que los más estrechos vínculos de parentesco no eran obstáculo suficiente para que sordas maquinaciones preparasen el camino a tragedias horrorosas. Para aplacar su rabiosa sed la ambición no temía enjugarse la boca con la sangre del fratricidio; y si lo dudara Bernabó preguntárselo podía a su conciencia. Así pues tiene más de verdadera que de verosímil la ciega imprevisión, la estúpida confianza, la seguridad incomprensible con que el viejo lobo fue por sus pasos contados a meter el pie en el lazo que le habían tendido.

Al norte de Milán, y en los últimos confines de su territorio colindante con el país helvético, existía en el pueblo de Varese un santuario dedicado a Nuestra Señora del Monte, y la devoción que se profesaba a su milagrosa imagen,  salvando los estrechos límites de aquella comarca, se había extendido a remotos puntos y le atraía de todas partes numerosos peregrinos. Bajo la salvaguardia de un mentido ascetismo había principiado Juan Galeazo la obra de su ambición, y con apariencias del mismo género trató de coronar el edificio. Tan pronto como pudo contar con suficientes auxiliares para no arriesgar demasiado el éxito de sus pretensiones, hizo correr la voz de que se había obligado con solemne voto a emprender una peregrinación y visitar a Nuestra Señora del Monte. Con ese pretexto escribió a su tío, anunciándole que se disponía al cumplimiento de su promesa, y pidiéndole al mismo tiempo una entrevista en las afueras de Milán, sin otro objeto que el de atestiguarle su cariño, y estrechar más y más con las efusiones de un íntimo coloquio los lazos de su doble parentesco. Deseaba ardientemente aprovechar una ocasión que tan a mano le venía, y excusábase de entrar en la ciudad por no cuadrar a su religioso intento el bullicio de los regocijos populares ni el regalo de espléndidos festines. 

Puestos ambos de acuerdo, hechos los preparativos ostensibles y dadas sus instrucciones secretas, salió Juan Galeazo de Pavía rodeado de frailes y de peregrinos, y seguido de numeroso acompañamiento, el cual, excepto algunos centenares de lanzas, consistía en una abigarrada muchedumbre que disimulaba con su aparente desorden lo que podía tener de belicoso en su aspecto. A retaguardia marchaban algunas compañías, y otras se extendían por los flancos a la deshilada, prontas para acudir al menor llamamiento. El grueso de este ejército, disfrazado de pacífica y piadosa caravana, pernoctó en Binasco, y la mañana siguiente, que era la del 6 de mayo, dio vista a los muros de Milán. En él se habían incorporado Ludovico y Rodolfo, que por orden de su padre Bernabó se adelantaron a dar la bienvenida a su primo, y con tan vivas demostraciones de afecto fueron acogidos, y de tales agasajos se vieron rodeados, que ni el más leve indicio tuvieron para caer en la sospecha de que estuviesen, como realmente estaban, vigilados y prisioneros. 

Al frente de una comitiva más ordenada y fastuosa, entre los Decuriones de la ciudad y los dignatarios de su corte, salía entretanto por la puerta Vercelina el engañado Bernabó, cabalgando en una mula ricamente enjaezada, con unas pocas guardias por escolta, y seguido de una infinidad de milaneses que esperaban solazarse como espectadores de la anunciada entrevista. Y ciertamente para un pueblo sometido al más despótico yugo no podía carecer de atractivos aquella grandiosa escena, que en medio de una vasta y floreciente campiña, bajo el límpido cielo de Italia, e iluminada por un sol de primavera, iba a interrumpir por breves horas el régimen casi claustral de su monótona existencia. Mas, como gracias a Messer Reginaldo no eran pocos los que tenían previsto el desenlace del drama, bien se deja presumir que al mezclarse estos con la gente menuda irían preparados a todo evento. Cerca del sitio donde existía el hospital de S. Ambrosio encontráronse tío y sobrino, y sin apearse cambiaron un abrazo con todas las apariencias de sincero. Besáronse también en la boca según costumbre de la época, y así para ser completa la traición no le faltó ni el beso de Judas. Como el toque de un clarín que da la señal del combate, resonó de improviso, un grito en alemán proferido por Juan Galeazo, y en un abrir y cerrar de ojos sus lanzas de antemano prevenidas circuyeron a Bernabó, y precipitándose sobre él Giacomo del Verme le arrancó el cetro, Otón Mandello le cogió las riendas de la mula, y Guillermo Bevilacqua le cortó el tahalí de que pendía su acero. Sorprendido, atónito, aterrado: así vendes a tu familia? así tratas al padre de tu esposa? exclamaba el triste anciano; pero sofocó luego su angustioso gemido un sordo murmullo que instantáneamente se convirtió en estrepitoso clamoreo. Oyéronse millares de voces que gritaban: “Viva el Conde de Virtudes,” viéronse relucir millares de aceros desenvainados, y mientras corrían en todas direcciones los niños y mujeres a quienes asustaba aquel tumulto, corrían también y se desbandaban los guerreros y parciales de Bernabó, intimidados por la sorpresa y convencidos de que sería de todo punto ineficaz la tentativa de una desesperada resistencia. 

Ansioso de que llegara este crítico momento el Podestá de los mercaderes, vestido con el traje propio de su magistratura, permanecía asomado a una de las ventanas de su casa, bajo de la cual transitaba gran copia de gentes, y otra no menor se mantenía estacionada como si aguardase el regreso de la comitiva. Largo le parecía el tiempo como si lo midiera por el crecido número de sus latidos, que rápidos eran y violentos a despecho de la tranquilidad que ostentaba su fisonomía. De pronto oyó la seña convenida, y desplegando inmediatamente la bandera de Milán, la bandera blanca con la cruz roja y la imagen de S. Ambrosio sobrepuesta, prorrumpió en tal grito que hizo converger en un solo punto las miradas del esparramado gentío. “Milaneses! exclamó, bendecid a Dios y a vuestro patrono el santo arzobispo, ya está reducido a polvo el yugo de hierro que pesaba sobre nuestras cervices: el brazo del Excelso ha obrado grandes maravillas. Milaneses! rebosen de júbilo vuestros corazones, porque el Señor ha suscitado un nuevo Moisés que ha venido a humillar la soberbia de Faraón, y a redimiros de su esclavitud y tiranía. 

El invicto, el santo, el magnánimo Conde de Virtudes os devuelve la libertad de que estabais inicuamente despojados." Cien y cien gritos de ¡Viva el Conde! interrumpieron al jurisconsulto, como si fuesen otros tantos ecos de las aclamaciones que seguían resonando en las afueras de la ciudad, y en breve se comunicó de un punto al otro el entusiasmo de las masas populares que explayaban sus comprimidos sentimientos en vítores e imprecaciones. 

A semejanza de un mar alborotado ensordecía los aires con su formidable clamoreo. En vano trataba de dominarlo el jurista volviendo a tomar el hilo de su calurosa arenga; su vehemente declamación no hacía más que añadir pábulo al incendio, y cada vez que aludía a los actos más execrables de la dominación caída, cada vez que precedido de los epítetos más injuriosos recordaba el nombre de Bernabó, o mentaba sus crueldades y su avaricia, forzábanle al silencio desaforadas voces de “Abajo el tirano! fuera gabelas! mueran los impuestos!" Y cierto que a sus oídos no dejaba de ser armoniosa tan discordante gritería. 

En esto apareció en la extremidad de la calle un bizarro jinete que, seguido de algunas lanzas, venía a galope del campamento, y abriéndose paso por entre la apiñada muchedumbre descabalgó a la puerta, subió arriba, y estrechando la mano del jurisperito se la sacudía fuertemente como para expresar así la satisfacción de que se hallaba poseído. 

- Nuestro es el triunfo, exclamó, y triunfo tanto más lisonjero cuanto que ni una gota de sangre nos ha costado. El tirano está en nuestro poder, y en breve lo estará también el castillo. Este será la antecámara de su sepulcro. 

- Y sus tropas, sus partidarios, sus favoritos? 

- Le han abandonado en la desgracia. Ni uno siquiera se ha atrevido a levantar el dedo para defenderle. Contad las lanzas de que disponéis y no los corazones que hayáis sabido atraeros! Algunos huyen despavoridos como ciervos que oyen la bocina de los cazadores... 

- Y los otros? 

- Se apresuran a besar la mano al Conde, y a dirigirle protestas de adhesión y lealtad a todo trance. 

- Victoria tan fácil e incruenta como que tenga un poco de insulsa, observó el letrado. Pero, y el pueblo? 

- Veleidoso como siempre y amigo de cambios y novedades: bien que esta vez tenía razón de serlo; mas vos aconsejaréis al Príncipe para que le gobierne de modo que pierda su afición, y que esta sea la postrera de sus mudanzas. 

- Cuánto agradezco el haberme invitado a tomar una parte activa en esta empresa! También puedo yo decir a ese pueblo que soy uno de sus libertadores. 

Ni el pavonado arnés, ni el reluciente casco sombreado de soberbia garzota, ni la misma expresión de júbilo que iluminaba las facciones del guerrero impidieron que Tadea las reconociese al momento. Una sola mirada le bastó para despertar el recuerdo de aquella fisonomía. “Héte aquí al misterioso fraile, se dijo a sí misma. Tengo ya la clave del enigma. Este ha sido sin duda el ángel malo, el tentador de mi esposo, que le ha inducido a tomar parte en odiosas maquinaciones, y a comprar las sonrisas de la fortuna a precio de engaños y villanías." Pero poco se detuvo en estas ideas porque otras eran las que traían ocupado su espíritu, y teniendo como tenía el corazón aprisionado no sobraba 

espacio ni libertad a su pensamiento. Habíanle sorprendido los sucesos de aquella mañana, y hubiéralos presenciado con desdeñosa indiferencia a no estar enlazada con ellos la suerte del gallardo mancebo, cuya precaria situación le interesaba más vivamente que la desastrosa caída de Bernabó y el improvisado triunfo de Juan Galeazo. Al oír los rugidos de ira y de venganza que se mezclaban a las festivas aclamaciones de la vocinglera muchedumbre, comprendió que no había hecho lo suficiente en alejar a Ugolino del sitio donde hubiera sido víctima de infame alevosía. Dábase ya por alcanzado el principal objeto de la conspiración; pero todavía eran para temidas las consecuencias que podían nacer del promovido alboroto. En aquellos momentos de pública efervescencia ni era fácil, ni se creyó político tener del todo a raya las pasiones populares, y nada tenía de imposible que se desmandasen con tanta mayor furia cuanto más duro había sido el freno que hasta entonces las comprimiera. 

A título de inevitable desahogo iban a tolerarse expansiones nada inocentes: las primeras ráfagas de libertad que respiran los pueblos casi siempre tienen más de huracán que de plácida brisa. Desbordábase ya la muchedumbre por calles y plazas en tumultuoso desorden, y con gritos y vociferaciones se dirigía al palacio de Bernabó, y a los de sus hijos para entrarlos a saco. ¿Quién podía asegurar que después de estos no se vería asaltado el domicilio de sus parciales y favoritos? A las escenas de pillaje sucederían probablemente escenas de sangre, y Ugolino privaba demasiado con Bernabó para salir indemne de las manos de un pueblo que se embriagaría con el olor y la vista de la sangre derramada. Era pues indispensable hacerle abandonar la ciudad en aquel mismo instante, y Tadea, valiéndose de la libertad que disfrutaba, salió a hurtadillas de su casa, y se dirigió al templo de San Juan con este designio rápidamente concebido. 

Y qué estaba haciendo allí el apuesto mancebo? De seguro no rezaba. Entreteníase en inventar unos campos elíseos por donde su imaginación corría desbocada: continuaba haciendo lo que desde la tarde anterior había hecho; esforzábase en adivinar lo que pronto esperaba saber. Preguntábase a sí mismo: cómo? dónde? por qué medios habría inspirado aquella pasión misteriosa? Quién podía ser la dama que subyugada imploraba su afecto? 

Sería o no hermosa? Sería o no constante? Qué debía hacer él para allanar los obstáculos que entre los dos se interponían? A dónde le conduciría este compromiso tan fácilmente aceptado? Por su parte se hallaba resuelto a no volver pie atrás hasta dar cima y remate a su novelesca aventura. El atractivo del deleite le hacía tomar a pechos la prosecución de aquella empresa, y el puntillo de la vanidad le inducía a mirarla como caso de honra, y a desafiar toda suerte de peligros. Así pasó las primeras horas de la mañana; pero sucedíanse otras horas, lentas, prolijas, interminables, y ya la impaciencia echaba un jarro de agua fría a sus ardientes ilusiones. Sentíase como fatigado de sus mismos pensamientos, y no encontraba distracción alguna en medio de la soledad y del silencio que tan diferentes ideas debieran sugerirle. Desierto estaba ya de fieles el templo, y todavía no llegaba allí el rumor de los graves sucesos que ocurrían. 

Prolongábase el plazo de espera y a la par con el aumentábanse en el pecho del joven la irritación y el desasosiego. Casi ya descorazonado maldecía interiormente los motivos de aquella tardanza, y empezaban a despuntar las dudas y vacilaciones, cuando oyó rumor de pasos y vio que se le acercaba una mujer de edad más que madura. 

- Sois vos, le dijo la persona a quién me envían? 

- Como no hay otra en toda la iglesia... 

- Vuestra hermana me ha dicho... 

- Mi hermana? Conque tengo... Estáis segura, buena mujer? 

- No es una señora joven y muy hermosa? 

- Ah! exclamó el mancebo, cuya imaginación hirieron vivamente aquellos dos adjetivos. 

- Y eso que parecía estar muy afligida. 

- De veras?

- Estábame yo a la puerta de mi casa hilando un poco, que no los años excusan a los pobres de trabajar lo que puedan, porque el pan de cada día... 

- Y bien, qué ha sucedido? 

- Héla visto que venía mirando alrededor como si buscase alguien a quien hablar, y acercándose a mí me ha puesto esos dos ambrosines de oro en la mano... 

- Rica también? pensó Ugolino. Será de elevada jerarquía. 

- Y me ha dicho: entrad en la iglesia de San Juan y veréis a un caballero que es mi hermano, decidle que por todo lo que hay de más sagrado en el cielo se venga inmediatamente, que no pierda un minuto, que le estaré aguardando fuera de la puerta Romana camino de Lodi

- Pues no deja de ser original esta cita a campo raso, siguió pensado Ugolino; pero no importa. Adelante. 

Adelante, repitió en alta voz, y echó a andar con tanta prisa que la vieja ni siquiera trató de seguirle. Preocupado como iba no puso la menor atención en los extraños rumores que se percibían ya por aquellos barrios, ni en los corrillos de vecinos, ni en los que pasaban por su lado teniendo más que de transeúntes el aire de fugitivos. 

Colocándose Tadea en un paraje donde no pudiera ser notada, y cubriéndose además el rostro con un pañuelo, así para ocultar sus facciones como para recoger las gruesas lágrimas que en él caían, no pudo o no quiso resistir al deseo de verle por última vez siquiera fuese de lejos. Apenas le descubrieron sus ojos vaciló su cuerpo conmovido por violenta sacudida, y tuvo que apoyarse en la pared para no dar en el suelo. Mordía el blanco lienzo como si estuviera sufriendo una operación dolorosa. “Con qué ardor, se decía, acude a mi llamamiento! Y yo le estoy engañando! Cómo me hubiera amado! Cómo hubiera correspondido a mi vehemente afecto! Y se va, se va para siempre, y se lleva mi corazón como si lo arrancara de mi pecho! Adiós mi felicidad. Malhaya el día en que... Dios mío! no me toméis en cuenta el extravío de mis ideas. Es sobrado terrible esta lucha para mis débiles fuerzas. Dadme, dadme fortaleza para consumar mi sacrificio.”

Llegado al punto que se le había designado paróse Ugolino y empezó a registrar cuanto espacio con la vista abarcaba. Nada descubría: adelantábase algunos centenares de pasos que luego desandaba, volvíase a todos los vientos y no sabía donde arrimarse a tomar lengua para salir de su apuro, cuando se le aproximó un hombre de plebeya traza que llevaba del diestro un caballo de no más noble figura. 

- Buscáis, le dijo, a vuestra hermana? 

- Dale con mi hermana. Precisamente. 

- Pues a escape y no paréis hasta Lodi. 

- Me gusta la ocurrencia! Y ella? dónde está? 

- Os ha tomado la delantera. 

- Pero... y ese caballo? 

- Es vuestro, que buenos florines me han dado por él. 

- Mejores suelo montarlos, dijo al poner el pie en el estribo, y continuó para sí. Por el alma de mi abuela que es deliciosa la aventura. Empiezo a ver claro. 

El otro cónyuge habrá olido el pastel, y ella pone pies en polvorosa. Mejor que mejor. Vaya con sus timideces! Ello tendrá todas las apariencias de un rapto; pero, por vida del demonio! que si hay alguno soy yo el robado. 

V.

Cuentas galanas suelen ser las que echan los caudillos de una conspiración mientras madura el plan de que pende el logro de sus esperanzas. Y cierto que si con ellas no se entretuviesen, harto dura sería la vida de los que arrostran la contingencia de ser descubiertos por sus enemigos o vendidos por sus mismos partidarios. Velan de noche y sueñan de día: toman por seguro lo que no pasa de probable: créense dueños de la palanca de Arquímedes no poseyendo más que una barra cualquiera, y si alguna vez son bastante poderosos, como Eolo, para desencadenar a los vientos no lo son luego para reducirlos enfrenados a su desierta y antigua caverna. 

No así le aconteció a Juan Galeazo: el éxito de su empresa dejóse atrás los cálculos más fundados de la previsión y los vaticinios más lisonjeros de la esperanza. Puede decirse que fue el hijo mimado de la fortuna: todo cedía a las exigencias de su voluntad, todo se acomodaba a la medida de su gusto, como si él fuese el árbitro de los corazones o impusiera su ley a la corriente de los sucesos. A la prisión de Bernabó siguió inmediatamente la del castillo que iba a servirle de cárcel interina. Esa vasta y magnífica fortaleza, defensa y padrastro de la ciudad, cuya construcción había empezado Galeazo II, sometiéndose a la voz de su hijo no hacía más que volver a la obediencia del legítimo dueño, por estar situada en la parte occidental que a su jurisdicción correspondía. En ella entró por la puerta que miraba al campo, y saliendo por la opuesta penetró en la ciudad, montado en brioso corcel, en medio de lucida cabalgata, y precedido y flanqueado y seguido de entusiasta muchedumbre, que tanto más dulcemente halagaba su pecho cuanto más rudamente atronaba sus oídos. Al grato arrullo de los vivas que le adulaban, al fragoroso rugido de los mueras que a sus contrarios se dirigían, disfrutaba Juan Galeazo las delicias de una ovación completa. El pueblo le declaró único y absoluto señor de Milán, y el concejo de los Decuriones, los magnates, los altos funcionarios confirmaron con su voto las aclamaciones del pueblo. La mañana siguiente se le entregaron las llaves del castillo de S. Nazario, fabricado por Bernabó, y las del fuerte que defendía la puerta Romana, donde el viejo encerraba el fruto de su rapacidad y el inmenso botín arrebatado a sus míseros vasallos. Y por cierto que al Conde de Virtudes no dejaría de darle el corazón un salto de alegría al verse repentino dueño de un tesoro que igual no lo poseían los reyes más opulentos. Preciosas alhajas, ricos muebles, seis carros de plata labrada, y además un millón y setecientos mil florines en oro acuñado. Las guerras que más adelante sostuvo para engrandecer sus estados hacen ver que algo faltaba todavía a su ambición; pero motivo había entonces de estar satisfecha del todo su codicia. 

Siguiendo el ejemplo de Milán se apresuraron a rendirle homenaje las demás ciudades y poblaciones que por derecho hereditario pertenecían a Bernabó, y los fuertes en que ondeaba aún su ya vencida bandera apenas se atrevieron a leves asomos de resistencia. Servía al vencedor de poderosa hueste la simple noticia de su triunfo repentino, y medrosa la serpiente del viejo Visconti huía de otra serpiente, salida de su mismo nidal, pero más astuta si menos ponzoñosa. No fue menester que Giacomo del Verme desenvainara su acero para dar cima a la empresa; mas para darle un colorido menos repugnante fue preciso acudir a la pluma de Messer Reginaldo. Repartíanse entre los dos la intimidad y privanza de Juan Galeazo: aquel era su brazo derecho, este su ninfa Egeria. Interesaba a todos consolidar su obra, cimiento de ulteriores designios, y se trató de impedir que fuese mirada como un éxito dichoso del fraude y de la violencia. No quería el intruso aparecer como tal a los ojos de los demás príncipes de Italia, a quienes el acrecentamiento de su poder hacía ya demasiada sombra, y el jurisperito se encargó de redactar un Manifiesto, en que le vino como rodada la ocasión de pavonearse luciendo la copia de su erudición y la sutileza de su ingenio. No cuadraban allí las citas del Petrarca; pero sí los textos bíblicos y las glosas del derecho, civil y canónico. Obscureciendo unos hechos y tergiversando otros, sacando recursos así de la invención como del silencio, procuró revestir la usurpación de un aparente barniz de justicia. Presentóla como indispensable a la seguridad y reposo de los Estados circunvecinos, para los cuales eran una perpetua amenaza la política insidiosa y la ambición insaciable de Bernabó, sobre cuya cabeza el cielo mismo con evidentes señales había fulminado sus anatemas. Rasgos horribles y sombras negrísimas no le faltaron para trazar el bosquejo de sus desafueros e impiedades; pero sobre todo en lo que más insistió fue en aseverar que la agresión procedía de su parte, y que el Conde de Virtudes, modelo de todas y blanco de pérfidas asechanzas, se había visto obligado a rechazar la fuerza con la fuerza y valerse del sagrado derecho de legítima defensa. Tal vez consiguió con esto deslumbrar a los contemporáneos, mas no engañar a la posteridad arrojando ese mentís a la historia. 

Habiéndose ejercitado tanto en el arte de disimular bien debía conocer Juan Galeazo el arte de reinar; pero asimismo prestaba dócil oído a los consejos de Messer Reginaldo, y esta deferencia halagaba más al jurista que si estuvieran pendientes de su voz algunos millares de alumnos. Su asiento se elevaba más que la cátedra de Baldo, como quiera que si este explicaba el derecho en Perusa, él prescribía su observancia a todo el Milanesado. Su ambición estaba ya satisfecha: el brillo de los honores era a la vez recompensa de sus servicios y lauro de sus talentos, y la complacencia que por ello experimentaba reblandecía, por decirlo así, la sequedad de su corazón y desarrugaba el ceño de su calva frente. Habían cesado para él las agitaciones del peligro y las angustias de la incertidumbre: mostrábase más expansivo, o siquiera menos taciturno, con su esposa; pero sin advertir que esta no le importunaba ya exigiéndole un cariño más afectuoso. 

Sería que ella hubiese al fin comprendido que las plácidas sonrisas, las vehementes emociones, las tiernas solicitudes eran impropias del carácter y de los años de su consorte? Sería que fatigada de cernerse en el espacio plegase las alas su inquieta fantasía? Otras eran las causas de su resignación o de su indiferencia. El ardor de su corazón había encontrado por su desdicha otro respiradero. Seguía amando a Ugolino, y la imagen que ocupaba de lleno su memoria tenía postrado su albedrío. En vano se sonrojaba de su flaqueza y luchaba para ocultársela a sí misma: sus pensamientos le hacían traición, y ya que no empleaba toda su energía en ahuyentarlos, empleábala al menos en que su semblante no dejara traslucirlos. A la revelación de su secreto hubiera preferido la muerte. Del tiempo y de la ausencia esperaba que apagarían del todo las ascuas que en su pecho ardían, y entretanto creía atenuar su culpa haciendo por cubrirlas de ceniza. Así el fuego de la pasión ilegítima se conservaba a manera de rescoldo, tan dispuesto a consumirse lentamente como a levantar nuevas llamaradas al soplo de una ráfaga de viento. 

Aguijando su caballo dirigíase el impertérrito mancebo a Lodi, y cuanto más avanzaba en el camino tanto más crecía la extrañeza de no tropezar con vestigio alguno de la misteriosa dama que suponía fugitiva. Nada le daba margen a presumirse objeto de pesada burla o de maliciosa asechanza, y en el laberinto de sus diversas conjeturas prevaleció la de que habría tomado algún rodeo a fin de sustraerse más fácilmente a las pesquisas. Por más que alargase el plazo a su febril impaciencia no podía menos de aplaudir esta precaución, y entusiasmábase con la idea de ser el ídolo de una mujer de tanta sagacidad y energía. Las dificultades y riesgos de aquella aventura la embellecían a los ojos de su imaginación, y sin pararse a discurrir cuáles serían sus consecuencias dábase el parabién de su arrojo en haberla acometido. El hervor juvenil de la sangre hacía el oficio de un amor ciego y desatentado. Mas antes de llegar al término de su improvisado viaje, advirtió la necesidad de que recobrara fuerzas el caballo, y como ya estuviese a punto de cerrar la noche determinó pasarla en una hostería.

Rindióle la fatiga y durmió más largo tiempo del que se había propuesto. Mostrábase ya coronado de refulgente aureola el disco solar, y al asomarse a una ventana vio Ugolino parados a la puerta dos hombres con trazas de campesinos seguido cada uno de un par de hermosos perros de caza. 

- De dónde, bueno Panigarola? dijo a uno el posadero. 

- De Milán, respondieron los dos a un tiempo. 

- Y se os habrá mandado cuidar y mantener esos perros a vuestras expensas? Cuidado que en la próxima revista no los presentéis ni más gordos ni más flacos, porque el diablo me lleve si sé de dónde habríais de sacar el dinero para pagar la multa. 

- Ya no hay multas, repuso Panigarola. 

- Toma! Pues si no son del magnífico Vicario Imperial, quién es el amo de estos hermosos animales? 

- Yo, contestaron a la vez los dos pasajeros dándose con la palma de la mano golpecitos en el pecho. 

- Vuestros? Creía que entrabais aquí a echar un trago, pero veo que no lo necesitáis para roncar como unos bienaventurados. Si os vendiesen a vosotros, a vuestras mujeres y a vuestros hijos no se allegaría lo suficiente para comprarlos. Además... 

- Pues el precio no ha sido gran cosa. Son de balde. Los hemos cazado a ellos como ellos cazan los venados. 

- Pues dígote, Luquino, que si deseas morir en alto puesto buena maña te das para alcanzarlo, replicó el posadero. Tu pescuezo me huele a cáñamo, y por lo mismo hazte allá con tus perros que en estas cosas ni entro ni salgo. 

- Comprendo tu poca afición a cazar perros, otra cosa sería si fuesen gatos, porque guisándolos de cierta manera... 

- Quieres, Luquino, un vasito del añejo? 

- Un vasito? Un frasco entero y que no sea bautizado. Y cuenta que hoy bebemos y no pagamos. 

- Pues de qué santo es la fiesta? 

- De San Juan Galeazo. El es el único señor de Milán, él es nuestro soberano.

- Y Messer Bernabó? 

- Le han arrastrado, le han desollado vivo, le han descuartizado, qué sé yo? 

A la hora esta debe de saber por experiencia propia de qué manera tuestan los demonios el alma de un condenado. 

- Si no es esto. Si todavía no está más que preso en el castillo, añadió reconviniéndole Panigarola. 

- Tanto monta. El caso es que ya no veremos tantos cuerpos de cristiano colgados como racimos, que los milaneses no tendrán que dar manutención y alojamiento a galgos y sabuesos como si fueran otros tantos soldados, y que hasta los destripaterrones podremos regalarnos con una pierna de jabalí el día que nos suene el bolsillo. 

- Y los bandos que pena de la vida lo prohibían? preguntó como atontado el posadero. 

- Ya no hay bandos, ni horcas, ni verdugos, ni perros, ni guardianes, ni cosa que lo valga. El pueblo respira, y el Conde de Virtudes manda. 

- Pero señor! qué ha sucedido? 

- Y quién es capaz de adivinarlo? Decíase que el Conde de Virtudes iba a tocar de paso en Milán yendo a no se qué romería, y todo el mundo estaba de jolgorio. Repicaban las campanas, sonaban cajas y clarines, y luego, sin decir: éntrome acá que llueve, sus tropas se han colado en la ciudad como si cayeran de las nubes. Se ha dado una tremenda batalla, y... 

- Nada de batallas, hombre, yo presenciaba la entrevista, repuso Panigarola. 

- Entonces cómo se explica..? Lo cierto es que el suegro cayó en el garlito, y que los suyos decían, pies para que os quiero? El pueblo estaba alborotado, y gritaba por las calles vivas y mueras que parecía un día de juicio. Los que tenían perros a su cargo deshacíanse de tales huéspedes a trancazos y desahogaban su tirria en los pobres animalitos, como si tuvieran ellos la culpa de ser insolventes, o fuera suyo el edicto que obligaba al público a mantenerlos. Varapalo por aquí, latigazo por allá, les molían las costillas de lo lindo, y así es que por compasión nos hemos apoderado de esos dos pares, como de bienes mostrencos, que al fin y al cabo de algo podrán servirnos. 

En esto se les reunió otro viandante, que montado en una mula venía de la banda opuesta, y mientras se apeaba díjole el posadero: 

- Vas a Milán? Sabes lo que hay allí de nuevo? 

- Para noticias frescas bastan las de Lodi. 

- Qué ocurre? exclamaron los otros tres, como un coro de voces unísonas pero desafinadas.

- Que la autoridad de Messer Bernabó anda por el suelo, que el pueblo se ha sublevado, que los satélites del tirano han huido; y ricos y pobres, y grandes y pequeños, todos gritan: Viva Juan Galeazo. 

No hay para qué decir que el errante caballero no había perdido ni una sílaba de esta conversación al parecer tan inconexa con el motivo que allí le había conducido. Ella le daba la clave del enigma. No podía ya dudar de la repentina catástrofe en que iba envuelta su fortuna. No podía ya dudar que se habían burlado de él como de un niño a quien engañan con vanas promesas. Bien claramente lo veía. El gobierno de que era firme sostén había caído al impulso de tenebrosos manejos, y él era juguete de los mismos conspiradores. Entonces le parecía extravagante su conducta, y se avergonzaba de su credulidad, y maldecía a la astuta sirena que así había logrado seducirle. Y cuán vivos eran sus deseos de conocerla! Antes hubiera dado la mitad de su sangre para acariciarla, y ahora la daría para clavar en ella su acero. Tan lejos estaba de pensar que hubiese quién arriesgara su reputación y su tranquilidad para salvarle de inminente peligro! Lo que coligió de su extraña aventura fue que sus taimados enemigos se habrían valido de aquel y de semejantes ardides para alejar de Bernabó a sus campeones más valientes y decididos. A esto sólo atribuía el éxito de su temeraria empresa, y mordíase los puños de rabia al verse víctima de su felonía. Pero comprendió que entonces se hallaba pendiente de un cabello su vida, y que más bien que el acero debía ayudarle el disimulo, y tan luego como pudo tomó un bocado, montó a caballo y salió fuera del territorio milanés por sendas y travesías.

No hay que seguirle en su largo itinerario, ni que referir las vicisitudes de su trabajosa odisea. Joven, activo, determinado, quería dar pruebas de una lealtad más heroica que prudente, y confundía tal vez la sed de la venganza con las aspiraciones de la justicia. Pero su virtud era la fortaleza. Juzgaba mal la situación del nuevo gobierno: creíala puramente obra de una conspiración y de una sorpresa, y deducía que con idénticos medios lograría derribarla. No advertía que era el mismo Bernabó quien sembrara a manos llenas los vientos cuya tempestad había hundido su trono. Había dominado por el terror, y semejante imperio no se restablece. Juan Galeazo no era ya el príncipe apocado, indeciso y devoto: había enviado los frailes a sus conventos y reducido a corto guarismo el de sus ayunos y oraciones. El palacio de Milán le había hecho olvidar al santuario de Varese. Por más que astuto y altanero y de una ambición desapoderada, sabía atraerse a los magnates y congraciarse con los pueblos. Suprimió gabelas, minoró los impuestos, estableció franquicias, respetó los privilegios de las ciudades, y de tal suerte disminuyó sus tributos, que era como vulgar proverbio el decir que las había sacado del infierno para entrarlas en el paraíso. Tenía además el prestigio de la novedad, y aún no se habían cansado los versátiles, ni se daban por deshauciados los descontentos.

Muchos años había sabido pasar el Conde de Virtudes diciéndose como la zorra: están verdes; pero Ugolino, más impetuoso que reflexivo, sólo atendía a la voz de sus afectos, y dejábase llevar de su carácter arrojado y caballeresco. 

En la balanza de su juicio la pasión había arrojado un peso formidable, la paciencia le parecía virtud de cenobitas, y el peligro entrañaba para él más que repulsiones atractivos. 

El legítimo tálamo y los escandalosos amores de Bernabó le habían hecho cabeza de una familia harto crecida: su prole podía competir por lo numerosa con la de un Soldan (Sultán) de Oriente. De sus hijas, unas ceñían coronas ducales en Italia y en Alemania, otras compartían el lecho nupcial con hijos de reyes. Su querida Verde estaba casada con Juan Hawkwood, inglés de nacimiento, e Isabel con el conde Lucio Lando, ambos a dos caudillos independientes de algunos millares de hombres, geste allegadiza y hez de las naciones, a quienes mejor que la de soldados sentaba la denominación de forajidos. A los jefes de estas compañías, terror del suelo que invadían, les designa la historia con el nombre de condottieri, y bien que fuera su oficio vivir de la guerra y poner a sueldo su espada, casi siempre que vendían duradera fidelidad engañaban a sus compradores. 

Con los auxilios que naturalmente debía esperar de tales alianzas contaba Ugolino: ellas habían acreditado de sagaz y profunda la política de Bernabó, quien para efectuarlas, para presentar a sus hijas con una pompa de reinas, para dotarlas con asombradora largueza, había devorado la sustancia de los pueblos y saqueado horriblemente a sus pobres milaneses. Así creía haber extendido su poderosa influencia, y tener afianzada la estabilidad de su engrandecimiento, mas el triste desamparo que subsiguió a su instantánea caída casi da a sospechar que el que gobierna los cielos sabe algo más que los mejores diplomáticos del mundo. Contaba además Ugolino con los hijos de Bernabó que habían podido escaparse, mozos turbulentos y arriscados, y a 

quienes no faltaría un buen séquito de compañeros de armas y de libertinaje. Contaba con los restos de la facción de los Turrianos, suponiéndolos dispuestos a tomar parte en cualquier empresa que tendiera a debilitar a sus adversarios, con los que medraban a la sombra del régimen caído, con los descontentos del nuevo, con los que respiran a gusto en medio de los trastornos y revueltas, y con los que careciendo de voluntad propia son como buques sin timón que obedecen a todo viento que empuja la vela. Contaba principalmente con una súbita irrupción de las formidables lanzas de Hawkwood que no sólo era yerno de Bernabó sino también de su favorita, la hermosa Domnina.

Revolviendo en su fantasía estos elementos, capaces de levantar una tempestad deshecha a tener la suerte de concitarlos, corriendo de un punto a otro, y recibiendo más promesas que seguridades, trazó Ugolino su plan, resuelto a herir por los mismos filos, a vengar la sorpresa con otra sorpresa, y restablecer a Bernabó en su perdido trono. Creyó que era lo primero sacarle de las uñas de su enemigo, y para esto se valió de un recurso que no deja de ser  ingenioso tal como lo refiere S. Antonino de Florencia. 

Trasladado al castillo de Trezzo, que él mismo había edificado a la orilla derecha del Adda, pasaba el viejo Bernabó sus tristes días, guardado por un triple recinto de muros y una triple guarnición de carceleros y soldados. Ni motivo ni espacio le faltaban para meditar sobre la inestabilidad de las grandezas humanas, al verse abandonado de todos menos de su amiga Domnina Porro, que le acompañaba en aquella soledad con una abnegación digna de un afecto más puro. Con ella logró entablar secretas inteligencias el joven Porro, y entre los dos urdieron la trama en que fundaban el éxito de su arriesgada empresa. 

Unos quince días faltaban para las fiestas de Navidad, y Bernabó envió a decir a su yerno que deseaba disponerse a celebrarlas como cristiano acercándose al tribunal de la Penitencia, y al mismo tiempo le designaba para ministro del sacramento a un oscuro minorita, que por casualidad se le asemejaba en estatura y fisonomía. No fue el sobrino bastante avisado para hacer hincapié en esta circunstancia, y accedió a una demanda a que racionalmente no podía negarse. Recibida la orden el anciano fraile dirigióse desde su convento de Milán al castillo de Trezzo, y allí se retiró con el preso fuera de la vista de los que le custodiaban. Entró Domnina,  y valiéndose de lágrimas y de promesas, parte con la persuasión, parte con la fuerza, consiguieron despojar de sus hábitos al religioso. Vistióselos Bernabó, y calzadas las sandalias, muy tirada por delante la capilla y puestas las manos dentro de las mangas, con paso grave y saludando humildemente con la cabeza, atravesó la primera puerta. Con igual fortuna eludió el peligro de la segunda. Respiraba su oprimido pecho, declinaba ya la luz del crepúsculo vespertino, y a pocos pasos de allí se le guardaba oculto un caballo que en velocidad se dejaba atrás al viento. 

Libertad, vida, corona, las estaba casi tocando ya con la mano: todo dependía de atravesar felizmente la tercera puerta; mas en ella fue conocido. Echáronsele encima sus guardianes, y le volvieron a su cárcel con el abatimiento en el corazón, al ver así desvanecida la fantástica espiral que levantara el humo de sus postrimeras esperanzas.

No fue más dichoso Ugolino. Al mismo tiempo que esto sucedía, puesto a la cabeza de un centenar de valientes atacaba una fortaleza aislada distante algunas leguas de Milán, en donde esperaba recibir a Bernabó, y dar el grito que había de sublevar las poblaciones convecinas. Estaba en la creencia de que Hawkwood y Lucio Lando se le acercaban a marchas forzadas. Mas todo fue engaño: la resistencia del fuerte fue mucho más obstinada y vigorosa de lo que él había supuesto, sus soldados retrocedieron y se dispersaron, y él, después de haberse batido como un león, y de haber buscado con desesperada avidez la muerte, herido y desangrado, cayó en poder de sus enemigos. 

Menos satisfacción produjo a Juan Galeazo el aborto de esas tentativas que recelos le infundió la osadía de haberlas imaginado. Pensó atinadamente que prolongándose el cautiverio de Bernabó podía aparecer como una expiación de sus iniquidades, y podía empezar a convertirse en lástima el odio que se le había tenido. A todo trance quiso verse libre de cuidados, y olvidó que era su yerno y su sobrino para acordarse de que era hijo de Galeazo II que no había pecado de blando ni escrupuloso. Así se dio maña para propinarle un veneno en un plato de legumbres a que era en extremo aficionado. Veneno tan activo que a poco de haberlo probado Bernabó, entró allí Messer Reginaldo, enviado por el Príncipe, y le vio sentado a la misma mesa, el rostro desencajado, los ojos vueltos en blanco, la boca echando espuma, y clamando con una ansiedad horrible: Miserere mei.....Agua! que me abraso las entrañas!.. Agua! cor contritum et humiliatum Deus non despicies.

Para que su muerte fuese bien conocida y divulgada, hizo Juan Galeazo trasportar su cadáver desde el castillo de Trezzo a Milán, donde se le hicieron suntuosas exequias como si hubiera fallecido conservando el dominio de sus Estados. El cadáver empero no empuñaba cetro, ni al darle sepultura en la iglesia de S. Juan se decoró su monumento con florido y mentiroso epitafio. Verdad es que en la inscripción funeraria del sepulcro de la princesa Beatriz, a cuyo lado debía reposar, siéndole más fiel después de la muerte de lo que en vida lo había sido, se leía:

Bárnabas armipotens Vicecomes gloria Regum.

Gloria Regum! se decía de él, y no hay que extrañarlo puesto que de ella se decía Laurea virtutum. Ni para los muertos faltan nunca aduladores a precio convenido! Ella había sido su ángel de tinieblas, ella le había inducido a crímenes, violencias y extorsiones, y sin embargo allí estaba el mármol perpetuando la adulación con todas las flores de la retórica y las elegancias del verso latino. Allí estaba la poesía desmintiendo cínicamente a la historia, y profiriendo elogios dignos de una Blanca de Francia o de una Berenguela de Castilla.

VI.   


Recio golpe magulló el corazón de Tadea al verse sorprendida con la nueva de la frustrada intentona. Sobrehumanos esfuerzos había hecho para ahogar los transportes de su dolor cuando se le venía al pensamiento que el joven Ugolino, lejos y completamente olvidado de ella, se entregaba sin duda al hechizo de amorosos devaneos. Y esta idea de su presunta infidelidad no le bastaba aún para arrancar de cuajo la ponzoñosa yerba que en su pecho había brotado. 

Mayor empero fue su pesadumbre al saber que el temerario mancebo se había entrado resueltamente en una senda tan erizada de abrojos, y que al primer paso los dejaba teñidos con su sangre. Entonces echaba menos la humillación del olvido y la punzante congoja de los celos. Porque ya no le cabía duda, le veía perdido, y perdido sin remedio alguno. Había podido salvarlo de los riesgos de un puñal alevoso; mas, de dónde sacar fuerzas para libertarle de un cadalso seguro? Terrible era su situación: estrechada por un dolor acerbo, y sin que se le ofreciera el más leve resquicio para buscar una sombra de consuelo. En qué pecho amigo pudiera desahogar el suyo sin hacerlo depositario de su culpable flaqueza? Buscaría alivio postrándose a los pies de un Crucifijo cuando sentía algo de criminal en su amargura, y sus gemidos no eran los de un alma arrepentida? Y cómo llorar copiosamente en la soledad sin que el rastro de sus lágrimas vendiera su secreto? 

La necesidad misma de conservar ocultos sus sentimientos hizo que aumentaran de quilates su sagacidad de mujer y su varonil energía. Afectando la mayor indiferencia adquiría a título de curiosa las noticias que le eran de sumo interés a título de amante, y así consiguió, como quien dice, no perder de vista a su desgraciado Ugolino. 

Restablecido este de sus heridas y llevado al primer interrogatorio se presentó a sus jueces con tan serena frente y mirada tan altiva que bien claro se vio que nada alcanzarían de él ni los amaños de la astucia ni los rigores de la fuerza. 

El sombrío aspecto de cuanto le rodeaba era un conjunto de accesorios que encajaban mal en un cuadro donde la principal figura no ofrecía la menor apariencia de reo. No tocaba a Ugolino romper el silencio, y sin embargo irguiendo la cabeza y encarándose con los jueces: 

- Figuraos, les dijo, que soy mudo de nacimiento, porque lo que es mi lengua no ha de venderme como me ha vendido mi fortuna. He jugado mi cabeza, y la he perdido. Sé que pertenece ya al verdugo, y la miro como una cosa que me tiene prestada por algunos días. 

- Joven incauto y sin experiencia del mundo, le dijo uno de los jueces con melifluo acento, bien veo que te han engañado otros más ladinos y perversos. La vindicta pública reclama a los que te han seducido.

- Venís a preguntarme por mis cómplices, y ¿creeisme tan ruin y bajo que si tuviera cien mil denunciaría siquiera a uno? El cómplice de mi mano derecha ha sido mi izquierda. Sabéis ya todo cuanto podéis saber de este negocio. 

- Pero mira que el tormento... 

- Quebrantará mis huesos como el mazo los tallos del cáñamo seco. Y bien; si le resisto, que si resistiré, os quedaréis confusos y corridos, y si en él sucumbo devolveré más pronto mi cabeza a quien me la ha ganado. Quizás buscaba un trono y he dado con un cadalso: los dos tienen algo de parecido en la altura. 

Informado Juan Galeazo de la resolución y entereza del joven no quiso que se le sujetara a la cuestión de tormento por no hacer uso de una crueldad, muy común en los trámites judiciarios de aquella época, pero de la cual no iba a sacar entonces provecho alguno. Excitaría la compasión popular sobre el gallardo mancebo, y bastábale su muerte para escarmiento de revoltosos. 

Por otra parte no deseaba mucho profundizar las investigaciones de aquel suceso, temeroso de tropezar con algún descubrimiento que le produjera serios embarazos. Hallábase bien convencido de la firmeza de los cimientos en que estribaba su poder, y veía a sus enemigos bastante humillados para que osaran perturbar otra vez su tranquilo sueño con locas tentativas. Tal vez no hubiera estado muy lejos de su ánimo dispensar su clemencia al acusado; pero no había quien la implorase, y dejó la decisión de su futura suerte al arbitrio de Messer Reginaldo.

Una tarde en que la atmósfera lluviosa, y la macilenta luz que por ella atravesaba sus tenues hilos, tenían algo de propicio para dar un giro melancólico a los pensamientos, hallábase el jurista leyendo en un rollo de pergamino donde en sus juveniles años había transcrito Los Triumfos del Petrarca. Releía el de la Muerte, y al llegar a cierto pasaje depuso el pergamino sobre la mesa diciéndose a sí mismo. “Tiene razón el poeta. Digno de lástima es quien pone su esperanza en las cosas mortales; pero ¿quién no la pone? 

Y en efecto, los que más blasonamos de nuestra razón, los que tan alto hablamos de esa llama divina, somos los primeros en cerrar los ojos a sus resplandores. Predicamos a los demás que los bienes del mundo seducen y dejamos seducirnos a sabiendas, y cuando nos vemos con las manos vacías queremos llamarnos a engaño. Pues qué? No lo había dicho el mismo poeta en otro lugar?

Dubbia speme davanti e breve gioja

Penitenza e dolor dopo le spalle

Qué grandiosa imagen la de presentar un campo inmenso cubierto de difuntos! y luego este vehemente apóstrofe.

O ciechi, il tanto affaticar che giova? 

Tutti tornate alla gran madre antica, 

E ‘l nome vostro appena si ritrova.

Gran madre antica. Profunda e ingeniosa paráfrasis para decir la tierra. Y qué diré de esa triste verdad que desvanece las quiméricas esperanzas de un renombre duradero? Ah! Juan Galeazo tendrá su historiador, Del Verme quien celebre sus bélicas hazañas, y yo?... Tal vez no haya ni un simple cronista que de mi nombre se acuerde!" 

Aquí le cortó el hilo de sus reflexiones (reflecciones) el rechinido de la puerta principal, por donde entraba su esposa con ligero pie y sereno rostro.  

- Venía a preguntaros, le dijo esta, si no hay inconveniente en decírmelo, en qué estado se halla la causa del joven que hizo la calaverada de atacar el fuerte? 

- Está escrita su sentencia, y sólo falta para que se ejecute ponerle al pie mi firma. 

- Y es? preguntó Tadea con mortal ansiedad, y sin que sus recios latidos movieran una sola fibra de su semblante. 

- La que merecen los autores de asonadas y motines. 

- Qué queréis decir? 

- Que para los delitos de traición y rebeldía la pena es harto conocida. 

- Oh! no. Vos no juzgáis tan duramente un arrebato juvenil, un momento de alucinación, un rapto de embriaguez... o de locura. 

- De blandas calificaciones te vales. Pues te parece culpa venial el conato de encender la guerra civil, y renovar tal vez nuestras antiguas discordias? el atacar un castillo a mano armada? el ser quizás el jefe de una conspiración que no se ha descubierto, pero que de seguro ha existido? 

- Si de conspiraciones habláis, recordad... 

- Que triunfó la nuestra? Y bien: a sernos contrario el viento de la fortuna me hubieran condenado a muerte como yo condeno a Ugolino. 

- La muerte! No, no es posible. Bástele el desengaño recibido. Quizás soñaba en honores y riquezas, bástele el ver disipadas las ilusiones de su loca fantasía. ¿Serán blando castigo la humillación de la derrota, los sufrimientos de las 

heridas, las amarguras del destierro, las...? 

- Pero, qué extraña compasión te inspira ese joven? De dónde tanto interés? 

- Le conozco por ventura? Le he visto una vez aquí, en esa misma estancia, el día en que vuestro amigo Del Verme vino a visitaros disfrazado de minorita. 

- Pues entonces... 

- Me estará vedado condolerme de su infortunio? No le he tratado, no me conoce, no es mi deudo; pero es mi prójimo. Y este solo título, ¿no me da derecho para implorar por él vuestra clemencia, para convertirme en abogado suyo imparcial y desinteresado? 

- Y en qué razones legales apoyarías tu defensa? 

- En todas, en todas las que hubierais alegado vos, si hubiese por desdicha fracasado vuestra empresa. 

- Las circunstancias no son las mismas. 

- Tenéis dos pesos y dos medidas? Despojáis a las acciones humanas de sus cualidades intrínsecas para apreciarlas únicamente según sus resultados exteriores? El bien y el mal serán accidentes arbitrarios de unos hechos iguales en su esencia? Depende el valor moral de los caprichos de la suerte? Entregaréis a la fortuna ciega la balanza de la justicia? 

- Mujer, no te remontes a esas filosofías. 

- Tenéis razón. Soy mujer y no debo apelar sino a vuestros sentimientos. Pero vos sois hombre y no podéis tener las entrañas de piedra: sois cristiano y debe de causaros horror el derramamiento de sangre humana. Mirad que ese joven se halla en lo más florido de sus años, mirad que tiene una madre, una hermana, una esposa tal vez. Cuánta amargura podéis ahorrar a sus pechos! Cuántas lágrimas a sus ojos! Yo en su nombre os hablo, en su nombre me arrojaré a vuestras plantas. 

- Yo no soy más que un simple mandatario del Príncipe. 

- Perdonad, y el Príncipe ratificará vuestro perdón. 

- No puedo, no debo. 

- Decid no quiero. Si me amáis, si me habéis amado alguna vez, no hubierais sufrido horriblemente, no se os hubiera destrozado el corazón, al ver que implorando misericordia para vos, me rechazase el juez tan ásperamente como vos me rechazáis ahora? 

- Tadea, no hay aspereza en mí; pero soy impasible como la ley. La ley no tiene entrañas, la ley no tiene oídos, la ley no tiene lágrimas, y la ley le condena. 

- No sé si hay leyes que le condenen; pero sé que hay una ley que os prohíbe a vos el condenarle. 

- Y dónde está esa ley que se ha sustraído a mis investigaciones? repuso el letrado con un ligero acento de ironía. 

- Aquí está, miradla, leed. Díjole Tadea poniéndole delante un pequeño libro que traía consigo, y señalándole con el dedo extendido la página abierta. 

- Qué es esto? 

- Los santos evangelios. 

- Ah! el capítulo de la mujer adúltera, dijo el letrado fijando en el libro su vista. 

Su última palabra penetró como la acerada punta de un dardo en el corazón de Tadea, a quien humillaba el ver que no podía hacer alarde de una inocencia completa. Ella se erigía en juez, y sentíase acusada por el eco de su conciencia que le repetía la palabra de su marido; pero consiguió dominar su emoción, y evitar que la vergüenza enrojeciera sus pálidas mejillas. 

- Le arrojareis, vos, la piedra, vos, reo del mismo delito? 

- Si fui delincuente, ahora soy juez. La culpa mía no borra la ajena. Sobre los santos evangelios he jurado administrar justicia. 

- Sobre los santos evangelios jurasteis fidelidad y homenaje a Bernabó. 

- Tadea! me llamas perjuro? 

- Habláis de justicia, yo pido misericordia. 

- No es posible, no debo acceder a tus ruegos, que más bien que de la compasión excitada provienen ya de tu amor propio ofendido. El brazo de Ugolino es demasiado débil para subvertir un Estado pero basta para turbar el público sosiego. Hombre muerto no hace la guerra. 

- Todos moriremos, repuso a media voz Tadea. Pero viendo que el letrado cogía un pergamino con su izquierda, y con la derecha sacaba ya del tintero la pluma exclamó con un terrible grito: Deteneos, deteneos. 

- Qué más tienes que añadir? replicó el jurisperito volviendo con disgusto la cabeza. 

- Esta pluma... esta pluma... no es la misma con que escribisteis a Juan Galeazo el día que vino Del Verme? 

- Y bien? 

- Y con esta pluma firmaríais una sentencia de muerte, vos conspirador dichoso, contra un conspirador desdichado? Ella será un testigo contra vos en el tribunal divino. 

- Aprensiones tuyas, dijo el letrado, y firmó. 

- Ah! Qué habéis hecho? Y podréis ver esta pluma sin que el remordimiento despedace vuestro corazón? 

- Pues así no la veré más, respondió el jurista. Y levantándose arrojó la pluma en el corralón lleno de escombros y malezas a que caía la ventana de su gabinete de estudio. 

Volvióse Tadea a su retrete, no ya disgustada como mujer que ve desatendidos sus ruegos, sino como vuelve a su cubil la tigre (tigresa) irritada a quien aguijonean sus feroces instintos. 

No más lágrimas se deslizaron de sus ojos; pero gota a gota caían en incesante lluvia sobre su corazón. Poco después salió de su casa y recorrió algunas calles de Milán. 

El día siguiente al entrar Messer Reginaldo en su gabinete se encontró con la pluma puesta en el tintero. Algo más que extrañeza le causó su simple vista, y cogiéndola con una especie de arrebato, la hizo añicos y los arrojó por la ventana. Llamó a todos sus sirvientes y les preguntó: quién había subido la pluma? y todos le contestaron, que ni eran ellos ni habían visto a nadie que bajase al corral. La misma pregunta iba a dirigir a su esposa; pero le detuvo un sentimiento vago y confuso, que no hubiera podido definir si era rubor o miedo. Más tarde vinieron a decirle que Ugolino había sido decapitado aquella noche en su calabozo. Esta noticia no debía sorprenderle, y sin embargo le hirió como 

sí fuera inesperada. El horror de la sangre vertida le produjo una sensación desagradable como si tuviese las manos teñidas con ella. El valor, la juventud, la gallardía de Ugolino despertaron en su pecho como un sentimiento de lástima, y por su fantasía vagaban como unas sombras de duda acerca de si él habría pasado la raya de justiciero. Todo aquel día estuvo displicente y mal humorado. 

Grande fue su sorpresa cuando la mañana siguiente vio otra vez la pluma en el tintero. Retrocedió algunos pasos antes de llegar a la mesa, y cruzándose de brazos pensó, y se aseguró de haberla hecho trizas el día anterior. Asaltóle el recuerdo de la serpiente destrozada por el rayo, y pensó que aquella misteriosa pluma podía ser también un aviso del cielo. Ugolino había comparecido ya delante del tribunal del Juez supremo, y ¿sería que él estuviese ya citado para comparecer también dentro de breve plazo? Parecióle entonces que la sangre del infeliz mancebo tenía una voz semejante a la de Abel, y aunque le constaba que era culpado, mirábase a sí mismo y tampoco se veía inocente. Él había tomado parte en insidiosas tramas contra la autoridad legalmente constituida, él había violado la santidad del juramento, él cuando menos había dado su tácita aprobación al envenenamiento de Bernabó, cuyas mercedes había pagado con traiciones y felonías. Aleve! ingrato! ambicioso! le gritaba su conciencia, y a tales voces no sabía cómo desmentirlas. Temblaban sus piernas, y acercándose a la mesa cogió la pluma como si fuese un objeto nauseabundo, y mirándola apenas, volvió a destrozarla y a echar sus restos por la ventana. No tuvo ánimo de permanecer más tiempo en aquella estancia, y cerrando la puerta secreta y la principal se guardó las llaves en el bolsillo. 

Pero vanas fueron sus precauciones. El siguiente día y el otro y el otro y el otro le sucedió lo mismo. Cada mañana le aparecía, descollando sobre los objetos que cubrían su mesa, aquella pluma con su mismo color y sus mismas formas, y cada mañana la cogía como si fuese un hierro candente, y sin atreverse casi a poner en ella los ojos, la rompía y trinchaba y reducía a menudísimas partes, ya entre los deliquios de un glacial espanto, ya con los furores de una cólera desesperada. Era aquello el mudo testimonio de su conciencia que de tan extraña manera se había transfigurado. En aquellos pocos días el aspecto de Messer Reginaldo llegó a parecerse al de un cadáver: decía sentirse indispuesto y realmente estaba enfermo: tenía accesos de calentura, y de tal suerte se le había fijado la pluma en la imaginación que a menudo le parecía estarla viendo con sus ojos. 

Profundo era su abatimiento, y sin embargo al declinar la tarde, después de una larga y penosa lucha consigo mismo, se resolvió a dar una prueba de energía. Dijo a su esposa que un asunto de grave importancia le obligaba a pasar la noche escribiendo, y encerrado en su gabinete despejó la mesa no dejando en ella más que un candelero. Abrigado el cuerpo, sentado en su sillón, erguida la cabeza y abiertos de par en par los ojos, se prometía pasar toda la noche en vela para ver de qué manera le acometía aquella visión espantosa. Así en medio de un triste silencio estuvo algunas horas a solas; pero a solas con su imaginación que hacía el oficio de verdugo. Llamaron después a la puerta principal, y entró su esposa con una bandeja en las manos. 

- Paréceme que os convendría tomar algún alimento. 

- Tienes razón, Tadea: los que vivimos en medio del torbellino de los negocios públicos no podemos prescindir de los cuidados de una leal y afectuosa consorte. Qué me traes? 

- Vedlo aquí, respondió Tadea, alargándole un plato de legumbres sabrosamente condimentadas. 

- Frisoles! Apártate. Quieres envenenarme? Quita eso de ahí. Prefiero morir de hambre. (frijoles; fesols; phaseolus, judías blancas; con ellas envenenaron a Bernabó)

- Pero, señor, qué decís? Yo envenenaros! Y esta imputación ha podido mereceros vuestra esposa? 

- Aparta, aparta ese plato. 

- Pero, no os gustaban tanto? Si dudáis de mí los voy a comer a vuestra vista, y tragó rápidamente un par de cucharadas. 

- Oh! no, no. Tú no sabes... No ves cómo se erizan mis cabellos de espanto? Aparta eso. No quiero más que un bocado de pan y una copa de vino. 

Y después de esta sencilla refacción volvióse a quedar solo el jurisconsulto. Sentíase al principio con más ánimo; pero luego le entró una pesadez que se le hizo irresistible. Empezó a cabecear, luchó con el sueño, y por fin se durmió completamente. Aquel sueño empero estuvo muy lejos de ser tranquilo. 

Encontrábase en un paraje desconocido, en una vasta llanura cubierta de lisas y anchas breñas, como losas sepulcrales de un cementerio de gigantes. Por entre sus junturas asomaban escasos y raquíticos arbustos, que tendían sus ramas desnudas como los brazos de una tropa de mendigos extenuados por el hambre. Ni una mancha verde se descubría en toda aquella comarca, ni un pedazo de azul esmalte aparecía en la bóveda del cielo. Era este de una blancura cenicienta, y de él se desprendía una luz enfermiza. Aves de negro plumaje empezaron a cruzarlo con pausado vuelo, salían bandadas de levante y de poniente, salían otras del norte y del mediodía. Volaban con lentitud, sin orden ni concierto, pero sin embarazarse mutuamente. El hemisferio parecía jaspeado de blanco y negro: y como de garzas y palomos en quienes clavan las uñas sus mortales enemigos, empezaron a caer plumas que se balanceaban en el aire a guisa de copos de nieve. Pero las que caían sobre el jurista como que tuviesen aceradas puntas, y se le hincaban en las carnes como si fuesen arrojadas por el arco de vigoroso ballestero. Breñales y arbustos desaparecieron sumergidos por la extraña lluvia, y el triste, horriblemente asaeteado, quería andar y no podía, intentaba huir y se veía atollado en aquel mar de plumas. De repente cambió la escena: vióse en un camino llano y solitario con los pies desnudos, la toga destrozada y llevando un saco al hombro. Teníale agobiado y jadeante el peso de aquella carga para él desconocida, entró en una venta y pusiéronle un plato de frisoles sobre una mesita. Atragantóse con el primer bocado, parecióle que se ahogaba, volvió la vista y tropezó con la del ventero que le miraba de hito en hito y se reía a carcajadas. Y el ventero, con su rústico traje y su tosca fisonomía, era el mismo Bernabó. Entonces fue a recoger su saco, y de él salió rodando la cabeza de Ugolino con los ojos abiertos y chorreando sangre por el cuello segado. Para darle sepultura fatigábase el jurista abriendo un hoyo en el corral de su casa, y a su lado vio el cadáver de Bernabó, que con las manos cruzadas y sin despegar sus labios repetía el versículo cor contritum et humiliatum, y él quiso acompañarle en sus preces, y se puso de rodillas, y luego se sintió rodeado por unos brazos de hierro. El robusto atleta que así le estrujaba y quebrantaba sus huesos era el tronco sin cabeza de Ugolino. Aterrado el jurisperito forcejeaba en vano para desasirse, quería gritar, y su antagonista le metía en la garganta una pluma que él también tenía agarrada a fin de impedirlo. 

Con las agitaciones convulsivas de esta desesperada lucha, la víctima infeliz, más bien que del sueño de los remordimientos de su conciencia, dio con la frente sobre la mesa y sus manos cogieron maquinalmente un objeto. Despertó, y vio que tenía en sus manos la pluma, la fatal pluma que tan encarnizadamente le perseguía. No hay ponderaciones con que dar una idea de su terror y amilanamiento; y sin embargo, a despecho del temblor de todos sus miembros, se entretuvo en quemar la pluma a la llama del candelero. Su pestífero olor le pareció más insoportable que el de cualquiera otra substancia de la tierra, le pareció un hedor propio del infierno. Abrió la ventana, y la frescura del aire y la suave claridad de la luna como que proporcionasen un poco de alivio a su pecho. Fija su vista en la altura: “No está allí mi asiento, se decía. Tengo mi sentencia escrita. Mi ingratitud! mi perfidia! mi perjurio! y yo, yo le condené a 

muerte! Soy un asesino. Qué hago aquí? Lo star mi sitrugge, e ‘l fugir non m´aíta. Pero, por qué no? Quién ha dudado jamás de la piedad del cielo? 

Son como las del hombre las entrañas de la Misericordia divina?" 

Entró después en la alcoba de Tadea y viéndola al parecer profundamente dormida cruzó los brazos y exclamó: Sólo tranquila duerme la inocencia. 

Oh loca ambición mía, a qué horrible castigo me has conducido! 

Y al amanecer, apenas ella se hubo levantado, le dijo: Esposa mía, debo participarte una resolución muy grave. He sido un gran pecador, pero me siento arrepentido. Dios me llama a sí. Los sagrados vínculos que a ti me unen me privan de mi libertad; pero si la tuviese hoy mismo cubriría mi cuerpo con el sayal de los franciscanos

- Y qué razón...? 

- Oh! por piedad no me hagas dolorosas preguntas.

- Señor, si Dios os llama he de oponerme yo a su llamamiento? Hágase vuestra voluntad. 

- No te dejaré desamparada. Todos mis bienes son tuyos. 

- Soy la pobre huérfana a quien vos acogisteis. 

- Oh Tadea! mi buena Tadea, qué feliz hubiera sido viviendo sólo para ti! 

Sus ojos reventaron en lágrimas, el dolor añudó su garganta, y sin poder pronunciar más palabras depositó un ósculo tiernísimo en la frente de su esposa. Nunca, le había parecido tan dulcemente atractiva su hermosura. 

Tadea se sintió casi conmovida; pero estaba despojada ya del candor de la inocencia, y sus labios permanecieron mudos y su pecho duro e impasible. 

Aquel mismo día Messer Reginaldo entró en un convento, y Tadea sin ser vista de nadie arrojó en un pozo, atado con unas llaves, un mazo de plumas de escribir diciendo: Crueles han sido mis angustias; pero las suyas tampoco han sido ligeras. Me he vengado; pero, ay! mi corazón está muerto, para siempre muerto! 

Vector viejo herramienta pluma de escribir - Ilustración de stock