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martes, 26 de octubre de 2021

X. UNA AGALLA DE CIPRÉS.

X.

UNA AGALLA DE CIPRÉS. 

X.  UNA AGALLA DE CIPRÉS.


Dale que dale! Malditas sean las campanas, y el primero que fundió bronce para construirlas. 

- Buen badajo hubiera hecho en la famosa de Huesca el bárbaro de cuya mollera salió tal engendro. 

- Dichosa Stambul! quién pudiera enviarte un cargamento de nuestros campanarios en cambio de una remesa de tus serrallos

- Con sus odaliscas y todo. 

- Esto se da por sobreentendido, Alfredo. Brava especulación fuera si nos llegasen vacíos. 

- Dale! Pues señor, esta noche no hay que esperar interrupción, ni treguas, ni intermitencia, ni pausa, ni... 

- Música más deliciosa! Ni el gong de los chinos. Apuesto mis orejas a que las de Midas serían incapaces de resistirla.

- Ello es que no existe mal alguno que no lleve entreverado algún bien de más o menos cuantía. En la actualidad pudiéramos exclamar: Bienaventurados los sordos

- (Porque ellos no oirán majaderías,) dijo para sus adentros uno que fuera del corro estaba oyendo la conversación. 

- Lo que es. Hoy por hoy tomaría con las dos manos una sordera, como si dijéramos, provisional o interina. 

- Y aunque fuese dando dinero encima, añadió Alfredo. 

- Por mi parte me contentaría de poder cerrar mis oídos con siete candados. 

- Pues hay más que atiborrarlos de algodón, o tapiarlos con cera como los compañeros de Ulises

- Si tanto pudo en ellos el riesgo de las sirenas, qué no haría la realidad de ese atroz campaneo

- Estoy por las sirenas: vengan estas, y abajo las campanas

Merced a estos y otros insípidos chistes, con visos y pretensiones de epigramáticos, mataban el tiempo tres o cuatro mozalbetes sentados alrededor de una mesita, cubierta de tazas vacías y frascos de diversos licores, mientras el melancólico tañido de todas las campanas, como un coro de estentóreas voces, hacía un simultáneo llamamiento a la piedad de los fieles excitándoles a rogar por las almas de sus antepasados. Sucedía esto la víspera del día de difuntos; razón por la cual tan escasamente concurrido se hallaba aquel café, que fuera de los jóvenes indicados no había en el salón más que un caballero algo maduro ocupando la mesa inmediata. Parroquiano indefectible, abonado a prueba de vientos y de lluvias, de truenos y de relámpagos, cotidiano como el pan, y callado como un turco, era tan puntual en sus horas de entrar y salir del café, que habiéndolo observado uno de los concurrentes dijo: Este hombre es un reloj. - De arena, añadió Alfredo, y desde entonces con este mote solían designarle. Porque si bien los rasgos de su noble al par que severa fisonomía eran suficiente aguijón de la curiosidad, poca cosa acerca de él se había averiguado. La inventiva de los ociosos acumulaba suposiciones que al fin y al cabo venían a tierra como faltas de solidez y fundamento. Lo único que se sabía era que todas las mañanas acudía a la misma iglesia, todas las tardes al mismo solitario paseo, y al cerrar de la noche se le veía un rato en el café, donde sentado en el mismo puesto, pedía la misma taza y copa, y entre sorbo y sorbo fumaba un rico habano, sin trabar relaciones con nadie ni mezclarse en conversación alguna. Inferíase de aquí que era un hombre excéntrico y huraño con sus puntas de insociable, exacto como un instrumento de matemáticas, y metódico como un tratado de filosofía. Por lo demás la gallardía de su persona, la viveza y expresión de su mirada, y los marcados lineamientos de sus facciones, singularmente provistas de una belleza varonil, daban claro a entender que en sus mocedades estuvo dotado de pasiones vivísimas, sostenidas por el vigor de su carácter, por los atractivos de su figura, y por la fogosidad y energía de su temperamento. 

Sentado con cierta negligencia en el ángulo más retirado del café, y medio envuelto en la azulada gasa que tejían las sucesivas espirales del humo de su cigarro, no perdía sílaba de la conversación que los jóvenes, sin recatarse de él, continuaban a sus anchuras. 

- Sabéis, exclamó uno, que si ahora tuviese a mano un clerizonte, con una sencilla pregunta iba a meterle en calzas prietas? De qué diablos puede aprovechar a los muertos el romper de este modo la cabeza a los vivos? 

- Y sabe V. ya, de qué puede aprovechar a los vivos cuanto les traiga a la memoria el recuerdo de los muertos

Esta brusca interpelación con que el desconocido, sin preámbulo alguno, se entrometía en el coloquio, cosa tan ajena de sus costumbres y de la cual ningún otro ejemplo se conocía, causó tal extrañeza en aquellos jóvenes, que se quedaron como cortados y mirándose unos a otros, sin saber con qué términos ni en qué tono responder a ella. 

- Caballero, balbuceó el interpelado al cabo de algunos momentos. 

- Supongo que no van a ofenderse Vds. de la libertad que me he tomado. 

- De ningún modo. Es V. muy dueño, replicó el primero ya más animado; pero no podrá menos de convenir con nosotros que es muy cargante, muy destemplada, muy fastidiosa la serenata que nos están dando. 

- A no ser que le parezca a V. música celestial por serlo de tejas arriba? añadió otro de los interlocutores. 

- Es música que si no halaga los oídos despierta los afectos. ¡Cuántas sonatas de célebres maestros aspiran en valde a lograr tal resultado! 

- Perdóneme V. la franqueza, saltó Alfredo, que era el que más presumía de chistoso. ¿Es V. por ventura fundidor o sacristán? 

- Ni lo uno ni lo otro, respondió el desconocido con una amable sonrisa que dio más alas a sus contendientes. 

- Pues no siéndolo es extraño que se haga V. el abogado de las campanas. 

- Y no sólo de las campanas sino de las funestas ideas que excita su clamoreo. ¿Le parece a V. que tan de sobra están en la vida los ratos alegres para que todavía hayan de buscarse medios artificiales de entristecernos? 

De los pueblos cultos deberían desterrarse, a mi entender, todas estas cosas que producen sensaciones repugnantes. ¡Qué afán de contrariar las leyes de la naturaleza, en una época en que la civilización, la ciencia, las artes y la industria se muestran tan solícitas para complacerla! 

- Ya sé que la ciencia echa mano a todos sus recursos para prolongar la vida, y la civilización trata de alejar cuanto sea posible el pensamiento de la muerte; pero es preciso confesar que la muerte se está burlando de la civilización y de la ciencia. 

- Pues entonces, dijo otro de los jóvenes; no hay más sino que cada quisque tenga al canto un monaguillo que le susurre al oído el Hermano morir tenemos de los trapenses. 

Cuando el señor llegue a ministro va a echarnos un proyecto de ley para que todo hijo de vecino cave su sepultura en el jardín, o construya un sarcófago en el desván de su casa. 

- Paréceme que el asunto no se presta tanto a las bromas. Las campanas con su lenguaje simbólico...

- Para lenguaje simbólico el de un reloj de arena. 

A esta inesperada ocurrencia de Alfredo respondió una estrepitosa carcajada de sus compañeros, quienes trataron luego de reprimirla para que no se trasluciera su maliciosa descortesía. 

- No comprendo esta hilaridad, porque de veras no atino con el chiste, continuó después de una breve pausa el desconocido. Decía que las campanas, el reloj de arena, ya que el señor lo ha indicado, y mil otras cosas, quizás pequeñas y de ningún momento, por los usos a que la tradición las ha consagrado, por las aplicaciones que de ellas ha hecho la sociedad, por lo que han intervenido en las alegorías de los poetas, por lo que representan, por lo que recuerdan, en fin por la sola ley de asociación de las ideas, están dotadas de un lenguaje simbólico en que muchas veces no paramos la atención por lo mismo que es vulgar y conocido. Y ya que tocamos esta materia, si Vds. me lo permiten... 

- Caballero, si V. se propone echarnos un sermón nada diré en cuanto al tiempo; pero en cuanto al lugar me permitirá V. la observación de que es muy poco a propósito. 

- No me creo autorizado para tanto, ni he de caer en la inconveniencia de trasformar en púlpito una mesa de café. Me limitaba a referir una historia

- Una historia! esto es otra cosa, exclamaron todos a la vez. 

- Sin duda será una historia propia de este día, lúgubre, romántica,  espasmódica, horripilante. (nota: varios textos de Tomás Aguiló son del romanticismo. Hay muchos autores españoles y extranjeros representantes de esta época literaria o este movimiento literario; citaré sólo dos: Gustavo Adolfo Bécquer, Edgar Allan Poe. Pueden comparar sus escritos, tanto prosa como poesía, con los textos de este libro.)

Edgar Allan Poe, corv, chapurriau


- Una historia de aparecidos, con sus llamas de fósforo y su ruido de cadenas

- Vamos a tener el Convidado de piedra con veinte y cuatro horas de anticipación.

- Nada de todo esto: es una historia más sencilla y más moderna. 

- Mejor que mejor, atención amigos. 

Y encendiendo todos un nuevo puro se pusieron a escuchar con religiosa atención. 

Yo... dijo el desconocido, y deteniéndose un breve rato como para coordinar sus ideas, volvió a decir: Yo tenía un amigo, un amigo intimo, de cuya veracidad estoy tan seguro que me atreviera a prestar un juramento sobre su palabra, con el mismo descanso con que lo prestaría apoyado en el testimonio de mis ojos. Ni su nombre, ni su patria hacen al caso: llamémosle Federico, que lo mismo da este nombre que otro cualquiera. Hallábase en la flor de su juventud, envidiado de muchos, y viendo a muy pocos sobre quienes pudiese recaer su envidia. Pródiga con él había andado la naturaleza, y su brillante posición en la sociedad no le dejaba razón alguna de quejarse. Mozo, rico, de gallarda apostura y no vulgar despejo, reunía todas las prendas que hacen agradable el comercio de los hombres y cautivan la atención del otro sexo. En el concepto del mundo rayaba en el apogeo de la felicidad humana. Dotado de un corazón inflamable con suma facilidad y no menor vehemencia, recorría los senderos floridos del amor, cogiendo cuantas rosas lisonjeaban su vanidad o estimulaban su codicia, sin que se lo estorbasen miramientos humanos ni respetos de más elevada jerarquía. Su fuerza de voluntad, impulsada por un temperamento de fuego, arrollaba cuantos obstáculos se le oponían, pasándoles por encima con el mismo desembarazo de un jinete, que huella los cadáveres de los enemigos que su lanza ha derribado. 

Por su desgracia, o mejor por su fortuna, Federico vino a enamorarse perdidamente de una mujer hermosísima que, si bien compartía su violenta pasión, resistía a sus multiplicadas instancias, agarrándose con la desesperación de un náufrago a las reliquias de su virtud tan duramente combatida. Era esta la esposa de un antiguo amigo de Federico, hombre de alguna más edad, que habiendo hecho un casamiento ventajoso residía la mayor parte del año en una solitaria quinta, distante ocho leguas de la capital de provincia donde tuvieron lugar los sucesos que voy refiriendo. El conde, que este título debía a su mujer, entregado al mejoramiento de unas tierras que acrecentaban su patrimonio, vivía con ella, ya que no embriagado con los transportes de una pasión ardiente, habituado al menos a la calma de una regular armonía, sin que el menor recelo de una infidelidad posible viniese a turbar la paz de sus hogares. Ajeno a toda sospecha de que le cercase el menor riesgo, ningún cuidado había puesto en rodearse de precauciones. Como el muchacho de la fábula dormía sobre la fresca yerba a la orilla del precipicio; pero quizás tampoco le hubiera valido el estar despierto si la Providencia no hubiese velado por él. Porque Federico tenía tanto de sagaz como de emprendedor, y si bien es verdad que metido en una intriga amorosa no le hubiera arredrado el escándalo, también lo es que tomaba con todo esmero sus medidas a fin de impedir que sobreviniesen lances desagradables, y se conducía de manera que siempre quedaban en salvo las apariencias. Nunca había hecho alarde de calavera, y para dar valor a sus triunfos no necesitaba el ruido del aplauso ajeno. Caminaba derecho a su objeto con un aire de estudiada indiferencia, prefiriendo los senderos más tortuosos si eran los más ocultos, y entonces, si puede pasar esta metáfora, diré que ni el indio más perspicaz hubiera distinguido las huellas da sus mocasines. Para quien no le conocía a fondo Federico era una persona tan leal como inofensiva. 

Y uno de los que no le conocían a fondo, de los que ignoraban la historia de sus aventuras, y la fogosidad de sus pasiones era el conde que tan alejado vivía del teatro de sus hazañas. A la solitaria quinta situada en la frondosa y apacible ladera de una montaña no llegaban los sordos rumores que esparcen las auras de las grandes poblaciones, y este silencio monacal no dejaba de ser bastante fastidioso para la condesa que, sobrado joven e inexperta, lamentaba como perdidos en la soledad los atractivos de su hermosura, y echaba (de) menos la vida de animación y de bullicio de la cual fueron mentido presagio sus riquezas y nacimiento. Así cuando Federico llegó por casualidad a la quinta, no sólo se alegró mucho el conde por estrechar de nuevo entre sus brazos a un antiguo amigo, empeñándose en que había de pasar con él unos días, sino que también se regocijó en extremo la condesa, viendo en ello un acontecimiento que iba a proporcionarle ratos de honesta distracción de que tan sedienta se hallaba. 

Lo primero que hizo Federico fue cuidar de que no se trasluciese en su rostro ni en sus palabras la fuerte impresión que causaba en su pecho la singular hermosura que tan sin pensarlo había descubierto. Porque si bien se le encendía el corazón nunca se le desvanecía la cabeza. El amor en él era una gran calentura, pero sin delirio. Así el conde confiado como un niño insistió en que prolongase su permanencia, y le cobraba por instantes mayor afecto, y le refería el estado de sus negocios, y le daba cuenta de sus proyectos agrícolas, y sobre todo le dejaba a sus anchuras con sobra de espacio para ver a la condesa, y admirar sus gracias, y entretenerla con pláticas sabrosas, en que al principio una discreta galantería estaba tan bien entretejida de picantes anécdotas y epigramáticos chistes, que en ellas no hubiera hecho hincapié el ánimo más suspicaz y receloso. Poco a poco en las frivolidades de una conversación amena se entremezclaron cuestiones metafísicas acerca del amor, reflexiones sobre la insustancialidad de los placeres bulliciosos, calculadas lisonjas, poéticos idilios a la soledad de los campos, lamentos sobre el vacío del corazón, de tal suerte que antes de que la condesa llegase a advertirlo ya tenía el pie enredado en el lazo que tan hábilmente se le había tendido. Y no es que este lazo se le hubiese preparado a sangre fría, por mero capricho, por puro pasatiempo: Federico se había herido profundamente con el arma misma que blandía. En sus ilusiones de amante fabricábase a tontas y a locas un porvenir extraño, renunciaba francamente a sus anteriores devaneos, reconocía en su nueva pasión algo de más duradero, y ya no concebía la vida sin el amor de la condesa. Si por un momento la presencia del conde venía a echarle en rostro los preliminares de su alevosía, excusábase con la fatalidad, este Dios de los ilícitos amores. No tardó en quitarse del todo el antifaz; pero la condesa, que ya se había confesado el extravío de sus ideas y afectos, ni se atrevía a retroceder ni quería adelantar en su camino. Quería creerse infeliz, no culpable. Perjura en el corazón temía que le saliese al rostro la vergüenza de su perjurio. Federico repetía sus instancias: la condesa lloraba, pero no cedía. Entonces el astuto amante, adiestrado en esta clase de aventuras, tomó pretexto de lo primero que le vino a mano, fingió un rompimiento, juró un eterno olvido, y se marchó de improviso a la ciudad, no ratificando en su interior el solemne Adiós que sus labios proferían.

Su estratagema dio por resultado lo que él se había propuesto. El simulacro de esa retirada a tiempo le llevó a punto de obtener la victoria que apetecía. Cansado de rogar en vano, se prometió a sí mismo que en breve sería él rogado: y así fue, bien que es preciso convenir en que la casualidad favoreció sus hábiles manejos. A los pocos días de traer en la ciudad una vida cruelmente desasosegada, pero fuertemente asida a sus esperanzas, recibió de la condesa una carta en que, a vueltas de repetidas protestas de permanecer fiel a sus deberes, se confesaba subyugada por la pasión, ponderaba los tormentos de la ausencia, y le conjuraba por todo lo más sagrado que fuese a verla, a hablarla un solo momento, que fuese aquella misma noche, puesto que el conde había salido de la quinta y no regresaría hasta la tarde del día siguiente. Con la satisfacción del cazador que ve puesta a tiro la pieza que con ardor perseguía, Federico leía una y otra vez aquellos torcidos renglones, regados de lágrimas y con trémula mano escritos, aquellas sencillas e incorrectas frases que ponían de relieve los arranques y vacilaciones, las esperanzas y desfallecimientos de una angustiosa lucha, y para sí decía: "Hemos vencido. Ella cree proponerme una capitulación honrosa, y en realidad de verdad se halla rendida a discreción." Por lo mismo sin pérdida de tiempo montó a caballo y se dirigió a la quinta, apretando el paso porque había del todo anochecido cuando la carta llegó a sus manos.

- Perdóneme V. que le interrumpa, dijo Alfredo. Ya que a V. se le ha antojado bautizar al héroe de esa hasta aquí verosímil historia, ¿por qué no le ha puesto el nombre de D. Juan que tan de molde le venía? 

- Pues llámele V. D. Juan si así le parece, que para el caso viene a ser lo mismo. 

- No viene, porque teniendo ya un D. Juan Tenorio más o menos adocenado, copia, imitación o parodia del que figura en la célebre leyenda, de presumir es que más pronto o más tarde tendremos una fantasma habladora, un espectro ambulante, un qué sé yo qué cortado al estilo de la estatua del comendador, dijo otro de los oyentes. 

- No fue la estatua del comendador lo que encontró en su camino, sino el cementerio de una aldea que estaba a sus inmediaciones, prosiguió el desconocido, añudando el hilo de su narración. Por demás fuera advertir que las ideas que entonces hervían en la mente de Federico se hallaban muy poco en armonía con las que de suyo inspiraba aquel sitio, y que en él no hubiera hecho el menor alto a no dar la casualidad de reparar en una de sus paredes interiores una gran mancha de luz, una especie de óvalo de fuego que en medio de una oscuridad completa vivamente destacaba. Picóle la curiosidad, y a pesar de la prisa que llevaba, apeóse para saber de dónde procedía aquella luz en hora tan desusada y que se resistía a toda conjetura. Pero ¿qué le iba ni venía en lo que entonces podía ocurrir en aquel cementerio? Señores, ello es verdad que no pocas veces caemos en semejantes inconsecuencias. Cedemos a pensamientos repentinos, quizás opuestos a las miras que llevamos: pensamientos intempestivos, ilógicos, que por la misma razón de serlo pudieran conceptuarse de pequeños milagros, si a este nombre no cuadrase tan mal el epíteto de pequeños. Los escritores ascéticos dicen inspiraciones divinas, llámenlo Vds. si quieren rarezas humanas, que cavando un poco tal vez coincidirían las diversas explicaciones de este fenómeno. Mas dejando intacta esta cuestión vamos a los hechos. Federico arrendó el caballo, montó una pistola, se introdujo en la mansión de los muertos y descubrió que la luz provenía de una linterna sorda abandonada en el suelo a cierta distancia del muro en que se divisaba una lápida sepulcral. Trataba de levantarla para registrar aquel sitio cuando tropezó con un bulto que sentado en una piedra, envuelto en un capote, y con la frente apoyada en la palma de la mano, estaba o durmiendo o sumergido en contemplación profunda. Al grito de ¿quién va? levantó el bulto su cabeza, y con una voz que revelaba el mayor sobresalto exclamó: 

- Federico! tú? tú aquí? 

- Conde! qué es esto? Te has vuelto loco? Qué diablos te estás haciendo? 

- Y quién te ha dicho que yo me hallaba aquí? 

- Nadie, si ha sido una casualidad. Yo iba... iba al pueblo que está a la falda opuesta de esa colina, y he visto una claridad que me ha llamado la atención. Sobre que es mucha ocurrencia venir a dormirse aquí, a esas horas, con un airecillo que dejaría patitieso a un oso blanco. 

- Yo... yo he venido... balbuceaba el conde. 

- Ya se ve que has venido; pero, a qué? a qué? Mas no, vámonos de aquí, me lo contarás todo. 

- Ah! no me arranques de este sitio. Si tú supieras... no, no conviene que lo sepas. Vete, déjame. 

- Pues mira, conde, o te vienes conmigo, o me planto aquí hasta el día del juicio. 

- El día del juicio! repitió el conde con una inflexión de voz que se parecía a la del que recibe una herida. 

- Dejémonos de pataratas y gazmoñerías. A fé que nada tiene de delicioso el aprendizaje de santo, si tal es lo que estás haciendo. Es hora de dormir en blando lecho. 

- Y crees tú que cada día, que las noches todas pueda reposar tranquilo un asesino? 

- Y dónde está? Quién es este asesino? 

- Quién? Yo. 

- Tú? Válgame la corte celestial! Por dónde andarán esos molinos de viento que se te antojan gigantes? Qué lástima de meollo si se te quedan vacías las seseras!  

- No te burles. Mis víctimas están aquí. Tal vez nos oyen, porque ellas existen todavía. Ah! si la muerte acabase con todo! si fuera del polvo no quedase nada! Mas, ello no es así. Crees tú, Federico, que unos huesos carcomidos podrían 

despertar en mi corazón tan atroces remordimientos? Tendrían ese poder oculto, ese inaudito magnetismo que a intervalos me arrastra, me obliga a venir aquí a pasar la noche en medio de una espantosa lobreguez y de un silencio más espantoso todavía?

- Pero para qué? preguntó asombrado Federico. 

- Para rogar por las almas de aquellos cuya vida en flor he segado, para implorar su perdón, pará atestiguarles mi arrepentimiento.  

- Conde, conde, qué ideas son las tuyas! Es esto superstición o simpleza? 

Mira que todavía te encuentras en tu cabal juicio; mas si no lo remedias se te va la cabeza a toda brida. No te pudras por lo que se está pudriendo. El muerto a la cava y el vivo a la hogaza. Qué diablos! eres joven, eres rico, goza de la vida...

- Y después? 

- Se te ha encasquetado el después. Después será... qué sé yo qué será? Dejémoslo para cuando llegue el caso; pero ahora explícame el motivo de esta excentricidad tan inesperada. Dime qué misterio encierra tu vida. 

Te lo diré todo. Tú eres un amigo de confianza, siéntate a mi lado y escucha.

Entonces aquel desgraciado, con frases si desnudas de corrección y aliño no de sensibilidad y energía, relató brevemente a Federico una historia de amores cuyo trágico desenlace había dado origen a esta especie de trastorno mental 

que de vez en cuando padecía. Traía clavado en su conciencia un aguijón que al removerse le desgarraba el pecho con sus atroces punzaduras, y parecíale encontrar, y encontraba en efecto, pasajero alivio derramando junto a las cenizas de sus víctimas las dolorosas lágrimas de su arrepentimiento.

Esta era la terrible expiación que más adelante se impuso para calmar los accesos de su desesperación sombría. Llevado del ardor de la juventud se había enamorado ciegamente de una señorita de aquellas cercanías, tan rica de candor y de belleza como pobre en bienes de fortuna. Al verse correspondido le prometió sinceramente el casarse con ella, abandonándose a los arrebatos del sentimiento sin reparar en la gravedad de su compromiso. Creían ambos de buena fé en la eternidad de las ilusiones, cerraron los ojos a los tristes ejemplos de la inestabilidad humana, y para saborear con mayor delicia los encantos de su pasión la rodearon con las sombras del misterio. Todas estas circunstancias bastan, señores, para que no extrañéis el que la infeliz doncella atestiguase con una lamentable debilidad su amor y su inexperiencia. La pasión del conde, que todavía no lo era, siguió por algún tiempo su curso ascendente, pero pronto empezó a declinar como el sol después del medio día; porque esto ya se sabe, tras del hervor por alcanzar, viene la tibieza por haber alcanzado. La mujer amada en tanto que resiste es una reina, luego que se rinde abdica, y transformándose en sierva se expone como tal a ser despedida. Esto es lo que aconteció con la pobre muchacha. Su amante descubrió un partido sobremanera ventajoso, y resolvió aprovecharse de las circunstancias que le favorecían. El cálculo reemplazaba a la amortiguada ilusión. Al volver la vista hacia atrás ya no veía más que un capricho juvenil plenamente satisfecho; y halagada su vanidad con la esperanza de un título, tentada su codicia con la perspectiva de la opulencia, y sobre todo deslumbrado por la admirable hermosura de la condesa, que al provocador aliciente de la novedad reunía la perfección más exquisita, ni siquiera titubeó en saltar la valla que se había fabricado con sus juramentos. Estorbábanle sus relaciones amorosas, y se decidió a romperlas completamente. La incauta joven antes que la sospecha tuvo la noticia de su desventura; su amante fue a verla por última vez, y se despidió de ella para marcharse a la ciudad sin ocultarle sus ulteriores designios. Todo estaba consumado. Un rayo que hubiese caído a sus pies no le hubiera producido un sacudimiento moral más espantoso. 

Pasaron algunas semanas, y el futuro conde navegaba viento en popa siguiendo el rumbo que le trazaban sus deseos, cuando se le presentó un apuesto mancebo que esforzándose en disimular su turbación y pesadumbre le dijo: 

- Me conoce V? 

- No tengo el honor. 

- Vengo a decirle que mi hermana se halla gravemente enferma.

- Como no soy médico... 

- Pero por desdicha en la mano de V. está su salud. 

- Verdaderamente es desdicha, porque me es imposible de todo punto obrar tales milagros. 

- Imposible! exclamó el joven con un acento lleno de terror y angustia. 

- No hay que desesperarse por esto, amigo mío, ella curará sin mis auxilios. 

- Y quién sino vos puede volverle su honra? Su honra que es su vida, lo entendéis, caballero? 

El pobre hermano instó, suplicó, reiteró sus argumentos, apuró todos los recursos de su elocuencia, se echó de rodillas, derramó lágrimas; pero todo en valde. Nada pudo ablandar al pérfido amante, que habiendo logrado sofocar un primer movimiento de compasión, y aún si se quiere un recuerdo de tierno cariño, parecía revestido de una coraza impenetrable a todos los tiros. Entonces en el pecho del joven la indignación se sobrepuso al dolor, y estalló en expresiones que lastimaron el orgullo de su antagonista, quien aprovechando la ocasión de dar otro sesgo a la enojosa plática, con aire ceñudo le contestó: 

- Caballero! cuando a mí no me hacen mella los ruegos, creéis que podrán intimidarme las amenazas? Si acudís al amparo de las leyes, dónde están las pruebas? Si preferís otro terreno...

- Dónde están mis armas? vais a decir. Vos conocéis su manejo, y yo no conozco más que el de los libros. Vos sois un excelente tirador, y yo un mero licenciado en jurisprudencia. Pero, porque os ha dotado Dios de fuerza en la muñeca, creéis que ha de seros lícito atropellar a débiles mujeres, a hombres pacíficos e inofensivos? No es verdad que sería un hecho heroico, después de haber ultrajado a mi infeliz hermana, dejarme a mí, su único apoyo, tendido en el campo, o lisiado siquiera para que toda la vida os agradeciese el favor de no haberme asesinado? Ah! bien lo conozco. Seguro de una fácil victoria os gustaría armar un escándalo, para que todo el mundo rastrease el motivo y llegase a ser público lo que sólo ahora vos y yo conocemos. No, no ha de ser así.

Y volviendo de repente la espalda cogió el sombrero y se marchó.

Respiró el conde, y al ver que pasaban días sin que le importunase de nuevo el mancebo, llegó a persuadirse que su hermana se había resignado a su triste suerte, y con esta convicción postiza trató de justificar su dureza y olvido. 

En cuanto a los gritos de su conciencia no tenía tiempo de oírlos embelesado con los suaves acentos de su futura. Pero al cabo de un mes hallándose en un café se le acercó el joven a guisa de aterrador espectro, y sentándose a su lado con sosegado rostro, con ademán indiferente, y con una inflexión de voz que no revelaba la menor emoción le dijo al oído: 

- Mi hermana se encuentra ya moribunda. 

- No será tanto. Sería mucha ocurrencia la de morirse por una cosa de que se tropieza con un ejemplar a cada paso. No le prometí un dote bastante crecido?  

- Oro? 

- Pues qué más quiere? 

- Vuestra mano. 

- Esto nunca. 

- Es vuestra última resolución? 

- La última. 

- Está bien. 

Comprendió el conde que aquella calma aparente era más horrible que la tempestad más deshecha, y para salir del aprieto llamó a un compañero y le dijo: vamos a echar un tresillo? 

- Con mucho gusto, respondió el otro, que era un capitán de artillería. 

- Entonces Vds. me harán el obsequio de permitirme que les sirva de tercero, saltó el letrado. 

- V. no podría menos de honrarnos con ello, repuso el capitán. 

El conde se estremeció conociendo que la buena educación no le permitía negarse a su demanda. 

Solos en un gabinete del café entablaron la partida. El joven jugaba como si a duras penas conociese las leyes del tresillo, cometiendo torpezas inexplicables que después trataba de justificar con argucias incomprensibles, y quejándose a menudo con groseras imprecaciones de la mala suerte que le perseguía. 

El capitán no veía en aquello más que ignorancia del juego, falta de mundo y sobra de apego al dinero; pero el conde, sobre quien recaían las ganancias, creía dar más en el blanco atribuyéndolo al despecho, que naturalmente debía haberle acalorado la sangre y perturbado la cabeza. Hubiera preferido perder para dispensarse de continuar la partida; pero hizo la casualidad que una vez arrastrase de espada, y el joven sirviendo con la mala, que sola se había dejado, se levantó enfurecido y despidiendo chispas de sus ojos exclamó: 

- Me está V. mirando las cartas, y, voto al diablo que no es esta la vez primera. 

- Quién? Yo? respondió el conde desconcertado con aquel apóstrofe tan imprevisto como absurdo. 

- V. ¿Cómo no ganar viendo las cartas del contrario? Se figura V. que me caliento los cascos revolviendo expedientes para que me pillen así el dinero? 

Yo no me valgo de fullerías; pero trato así a los que de ellas se valen. 

Y diciendo y haciendo cogió una baraja y la tiró al rostro de su enemigo. 

- Infame! gritó el conde fuera de sí. 

- V. me llama infame? V.? sería V. capaz de repetir esta palabra clavando sus ojos en los míos? 

El conde inclinó su vista al suelo mientras su adversario, pasando con una rápida e incomprensible transición del furor a la calma, dijo:

- El mal está hecho; pero, oiga V., yo no soy de los que se vuelven atrás. Esta noche mis testigos irán a recibir las órdenes de V. 

- Se entenderán con este caballero y un amigo suyo, dijo el conde con temblorosa voz señalando al capitán, y volviéndose más pálido que la cera. 

- Qué prisa lleva V.! dijo el capitán. 

- Le parece a V. que no hacen daño las cartas? replicó el joven. Y si son de amores! añadió después riéndose de una manera extravagante. 

- Pues si esto no tiene otro remedio, continuó el capitán, sepamos qué armas prefieren Vds. 

- El sable... el florete... dijo el conde con el tono de un sentenciado a quien diesen a escoger el género de muerte. 

- Qué sables ni qué floretes? Sería yo capaz de cogerlos por la punta. Oh! no. 

El juicio de Dios. La pistola, dijo el joven reproduciendo su siniestra carcajada. 

- Sea pues, dijo el conde con voz apenas perceptible. 

Encaminándose la mañana siguiente a un lugar solitario díjole al conde uno de sus testigos: He sabido que este joven hace quince días que desde el amanecer hasta que falta la luz, se está ensayando en el tiro de pistola, y de cada diez 

veces que dispara acierta nueve en el blanco. Es menester ir con cuidado y no pararse en chiquitas. 

Llegado al sitio mientras los padrinos arreglaban los preliminares, acercóse el joven a su adversario y le dijo: 

- Voy a pediros perdón de rodillas, voy a desdecirme públicamente de mi suposición calumniosa, voy a ser tenido por ruin y cobarde, voy a daros mi honra por la de mi hermana, si me prometéis casaros con ella. 

- Es imposible. 

- Pues entonces matar o morir. 

Aproximándose entonces a los padrinos, dijo el capitán: 

- Vamos a ver quién debe tirar primero. 

- Decídalo la suerte, se apresuró a decir el mancebo. 

- Decídalo la suerte, repitió el conde como un autómata. 

El de artillería sacó un duro del bolsillo, y el joven exclamó: Cruz. 

Y tirada al aire la moneda, el capitán miró al suelo y contestó: Cara. 

El joven se llevó la mano a la cabeza, se arrancó un mechón de cabellos, y se plantó como un poste en el punto señalado. El conde empuñó el arma fatal: temblábale el pulso, pero la inminencia del peligro prodújole una reacción bastante poderosa para afianzar el brazo, y disparó a la seña convenida. Su adversario cayó redondo como que la bala le había atravesado el corazón. 

- Fatalidad! murmuró el vencedor arrojando la pistola cual si el fogonazo le quemara la mano. 

- Ha sido una desdicha, pero os habéis batido en regla, dijo uno de los padrinos del letrado. Pobre amigo mío! Aquí no hay más sino cerrar el pico, echar tierra al asunto y meter ese cadáver en el coche para llevarlo a su pueblo, donde mi amigo, que ha muerto como Vds. saben de una apoplegía fulminante, me indicó deseaba ser enterrado. 

Así se hizo. El sangriento drama fue relegado al olvido antes de pertenecer al dominio público, y a los pocos días la abandonada joven yacía al lado de su hermano, y su pérfido amante entre los esplendores de la pompa y las emociones del placer recibía al pie de los altares la mano de la condesa. 

- Diávolo! exclamó Alfredo. Por dónde se nos ha descolgado el D. Juan Tenorio! Quién había de figurarse que tal sería este conde Dirlos, este marido agricultor con todos los síntomas de predestinado! 

- Pues ya que tan liso y llano se confesó con Federico, añadió uno de sus compañeros, es claro que este no dejaría de imponerle la penitencia que de antemano le tenía preparada. 

- Bien merecida tenía la condecoración siquiera por sus hazañas anteriores. Por mi fé que peor librados salieron de sus manos el jurista y su pobre hermana. 

Esta circunstanciada al par que trágica narración, prosiguió el desconocido, a tales horas y en tal sitio hecha, no pudo menos de impresionar vivamente a Federico. La decoración de la escena tenía por fuerza que aumentar el terror del drama. Referida por mí está muy lejos de producir una mínima parte del efecto que debió de causar el oírla de los labios mismos del protagonista. 

Bien comprendió Federico que si algún desconcierto había en el cerebro del conde, que si una extravagancia era lo que estaba haciendo, no dejaba de tener motivo con que disculparla. Comprendió que si las leyes del mundo podían absolverle, podía haber también un tribunal superior menos condescendiente que no confirmase el fallo absolutorio. Comprendió que estaría muy fuera de su lugar un tono de ligereza y de ironía, y por lo mismo con las mejores razones que supo trató de consolarle, y sobre todo de arrancarle de aquel sitio. Ofrecióse a torcer su camino, según decía, y acompañarle hasta la quinta; pero el conde repuso que no quería ir allá hasta sentirse con el espíritu más tranquilo, y que necesitando tiempo para lograrlo pasaría el resto de la noche y todo el día siguiente en la posada de un pueblo cercano, puesto que ya conocía la duración ordinaria de aquellos accesos de fiebre moral que a intervalos le atacaba. 

- Mejor que mejor, dijo para sí Federico, que no había renunciado a sus proyectos. 

Entonces el conde alzando la linterna buscó y cogió una agalla de ciprés que entregó a Federico diciéndole: 

- Toma esto. Los años que te llevo dan cierto derecho a mi amistad para tener algo de paternal con respecto a ti. Te he confiado mi historia; que a lo menos te sirva de lección y escarmiento. Si alguna vez por desdicha te ves acosado de un mal pensamiento, si te empuja alguna pasión desreglada, consulta esta pequeña nuez. Tráigate ella a la memoria no mis crímenes sino mis remordimientos. Llévala siempre contigo: escucha su lenguaje simbólico, que sin duda será la voz de tu ángel bueno. 

Federico no vio en aquello más que una puerilidad supersticiosa, y echándosela maquinalmente en el bolsillo se dirigieron ambos a una encrucijada donde cada uno tomó por diferente camino. 

Impaciente por recobrar el tiempo perdido Federico hincaba la espuela en su cabalgadura; pero su acelerado movimiento no bastaba ya para sacudir las ideas y sentimientos de diverso origen que en su mente se empujaban y revolvían. Pugnaba por fijarse en el objeto de su pasión; pero la seductora imagen de la condesa no ocupaba ya sola su pensamiento. Retratábanse en su fantasía las escenas que había oído y las que acababa de presenciar, y por más que tachase estas de exageración no podía dejar de creer en la existencia de los remordimientos. Y ¿qué significaría el remordimiento en un sistema en que se prescindiese enteramente de las verdades de un orden sobrenatural y religioso? Federico no era un incrédulo: su escepticismo no pasaba de práctico. 

En la disipación de su vida, o a causa de ella, sus creencias estaban profundamente dormidas, pero no muertas. Lo que había visto fue una especie de sacudida que las despertó. Así es que empezaron a asediarle serias consideraciones que por su misma novedad se le presentaban con mayor energía. Y para desembarazarse de ellas saboreaba de antemano los placeres que le prometían sus esperanzas. En tal sazón hubiera querido ser ateo; hubiera querido poder negar a Dios, negar la virtud, negar el alma: hubiera querido ser todo carne y hueso, pero conocía que no lo era. Trabada y encarnizada esta lucha en su interior, llegó a lo alto de una colina, y parándose un momento descubrió a lo lejos una débil luz que brillaba al través de los cristales de la cámara de la condesa. Me espera! me espera! exclamó entusiasmado. Este es mi Rubicón: Jacta est alea. Y como si creyese que arrojaría de una vez todos los pensamientos que le incomodaban arrojando la nuez que en el bolsillo tenía, sacóla con ánimo de hacerlo; al estrecharla temblóle la mano, y las palabras del conde resonaron en su memoria. 

No, dijo: no quiero desoír la voz de mi ángel bueno. Y torciendo las riendas volvióse de espaldas a la quinta, ahogó un suspiro, guardóse la nuez y clavando las espuelas en los ijares del caballo desandó su camino más que nunca cabizbajo y pensativo. 

Un acto de valor no siempre es suficiente para alcanzar una victoria completa. Federico traía dentro de sí a su enemigo, y no había bastante con un solo golpe para vencerle, para destruirle y anonadarle; a mas de que, herirle era desgarrarse con sus propias uñas el corazón. Su lucha era de todos los momentos. Si mil veces se felicitaba, también mil veces se arrepentía de haber cedido a la voz de la maldita agalla, como él decía, revolviéndose contra ella, como el perro contra la piedra que se le ha tirado; pero las escenas cifradas en ella no se despintaban de su memoria, y a favor del tiempo y de la ausencia es preciso confesar que su funesta pasión iba de vencida. Aconteció en esto que por cumplir con los deberes de su jerarquía se vio obligado a concurrir a un sarao, sin que le ocurriese la menor sospecha de que allí encontraría a la condesa. Verla, volverse de cien colores, sentir un estremecimiento nervioso en todo su cuerpo, conocer que se le abrasaban juntos el corazón y el rostro, y perder el dominio que sobre sí mismo ejercía fue todo obra de un momento. Cómo resistir a ese ataque inesperado? La hermosura de la condesa siempre deslumbradora, lo estaba entonces cien y cien veces más por la riqueza y el gusto de sus joyas y atavíos. Federico salió del salón, volvió a entrar, quiso salir de nuevo, se metió entre el concurso, entabló coloquios con sus amigos; pero sus ojos permanecían fijos en el bellísimo rostro de la condesa. La fascinación era completa. Entonces las argucias de la pasión le demostraron como acto indispensable de buena educación el acercarse a saludarla, y lo hizo, y ella le contestaba con monosílabos sin poder disimular la indignación que en su pecho hervía. Comprendió Federico que el afecto de la condesa no se había desvanecido, y esperó de nuevo su codiciado triunfo. Le pidió la primer contradanza, y ella con visibles muestras de disgusto, aunque con voz temblorosa, le dijo que estaba comprometida. Mas al pronunciar Federico las primeras palabras para despedirse, ella le dijo: Ah! no, no es esta, me equivocaba, admito el obsequio. Federico se hallaba en la gloria: creía haber pasado esta vez el Rubicón. Terminada la contradanza oyó a la condesa que en voz baja le decía: “sois un mal caballero, sé que mi carta llegó a vuestras manos, necesito explicaciones." Iba a contestar pidiendo una cita; pero cabalmente su mano rozó con el bolsillo del chaleco donde traía la agalla de ciprés, y acordándose instantáneamente de su historia dijo: "Condesa, no debemos vernos más en la tierra." Y en efecto así sucedió, saliendo Federico inmediatamente del salón del baile, a los pocos minutos de la casa, y a las pocas horas de la ciudad en que esto aconteciera. 

Callaba el desconocido, y al cabo de un rato uno de los jóvenes saltó diciendo: 

- Paréceme que V. será partidario de la filosofía que admite grandes efectos como resultado de pequeñas causas? 

- No he parado mientes en la filosofía de esta historia. Si algo probase sería una vulgaridad, la del simbolismo que cabe en cosas tan pequeñas e insignificantes como esta. Y sacándola del bolsillo, echó sobre la mesa una seca y resquebrajada nuez, que cogieron y miraron aquellos jóvenes con respeto como si fuese una reliquia santa. 

- Ya lo veis, señores, continuó el desconocido, esto, prescindiendo ahora de más elevadas consideraciones, preservó a mi amigo de crueles remordimientos, o de una desgracia peor todavía, que es la de no sentirlos habiendo dado motivo para ello. 

- Y cuál es la gracia de V.? preguntó Alfredo. (Cómo se llama?)

- Blas de Valdivieso para servir a Vd.? (hay interrogante)

- Blas! nombre poco poético. Ahora comprendo... 

- Bah! ignora V. el proverbio francés: Le nom ne fait rien a la chose? repuso el desconocido a quien ya podemos llamar D. Blas, o si se quiere Federico. 

Y recogida la nuez saludó cortésmente, salió del café, y puesto el pensamiento en aquella pequeña bolita, de la que el Señor se había valido para romper su cadena de liviandades, y preservarle de nuevas y graves culpas, exclamó en su interior: Bendita sea! quia eripuit animam meam de morte, oculos meos a lacrymis, pedes meos a lapsu. 

(el autor escribe este latinajo con tildes: quia erípuit ánimam meam de morte, óculos meos à lácrymis, pedes meos à lapsu)

domingo, 17 de octubre de 2021

ALGUNAS OBSERVACIONES ACERCA DEL ESTADO ACTUAL DE LAS LETRAS EN ESPAÑA.

ALGUNAS
OBSERVACIONES


ACERCA
DEL


ESTADO
ACTUAL DE LAS LETRAS


EN
ESPAÑA.


I.


Cuando
una literatura, lejos de buscar en el fondo de sus entrañas la savia
que


debe
favorecer su genuino desarrollo, mendiga los desperdicios de ajenas
civilizaciones sin acordarse siquiera de conservar incólume aquel
sello característico que constituye su personalidad; entonces
inaugura definitivamente el período de su decadencia. Las entidades
morales, al igual de los individuos, nunca desatienden el respeto de
si mismas sin abdicar el sagrado derecho que tenían a la
consideración general. Por esto, siempre que las literaturas,
perdida la luminosa huella de sus tradiciones, amortajan con el
sudario del olvido los más preciados timbres de su historia, en
lugar de acrecer piadosamente el tesoro de inmortales bellezas que
heredaron de sus padres y cultivadores, descienden del puesto que
ocupaban en la jerarquía intelectual de las naciones, y se cubren de
baldón eterno.


Distamos
mucho de pretender que ningún país establezca para las ideas un
sistema aduanero que enfrene su fuerza expansiva: nuestro instinto,
junto con nuestras más arraigadas convicciones, nos hacen rechazar
semejante quimera. Queremos, sí, que las literaturas no cifren
únicamente su ambición en vestirse de luz reflejada, pudiendo
brillar con luz propia: queremos que no olviden sus títulos
nobiliarios, ni descuiden el abono de sus pingües abolengos, que no
bastardeen su carácter indígena con serviles imitaciones: queremos,
sobre todo, que al absorber los elementos morales de otros países,
les impongan las condiciones especiales de la suya.


El
buen sentido y la experiencia acreditan que las literaturas no tienen
más que dos caminos para seguir desarrollándose de una manera
lógica, espontánea y fecunda: o apelar a los variados y naturales
recursos que sus respectivas índoles les sugieren, o cuando
necesitan acrecentar sus propios caudales con oro ajeno, fundirlo,
acrisolarlo con exquisito discernimiento, y marcarlo, por fin, con el
indeleble cuño de su originalidad histórica.


Los
anales literarios de las naciones cultas nos ofrecen ejemplos de
ambos métodos fundamentales de viabilidad.


La
influencia de los enciclopedistas franceses, que despóticamente
avasallaba en el pasado siglo el mundo entero, había encontrado en
los estados alemanes un vehículo poderoso y un acérrimo protector
en Federico II de Prusia, que hacía pública gala de su
antigermanismo. Conocida es de todos la intimidad, no siempre
sincera, de este gran monarca con el asombroso escritor, a quien se
ha llamado en nuestros días el rey Voltaire. Oficioso sería
encarecer lo pernicioso que semejante padrinazgo fue para la
independencia moral y literaria que caracteriza el espíritu alemán.
Más tarde algunos ingenios de este país, condolidos del abatimiento
intelectual a que le había conducido tan fatal esclavitud, y
sintiéndose animados por el fuego del patriotismo, dieron el grito
de Surge, Lázare, que hizo levantarse del sepulcro de su abyección
a la musa germana vestida de fortaleza y llena de fé en sus altos y
gloriosos destinos. Desde entonces, la literatura alemana resplandece
con fulgores inmortales: ¿De qué milagroso talismán echaron mano
Klopstock, Schiller, Goethe, Bürger, y otros escritores dignos de
inmarcesible lauro para obrar tan inaudita resurrección? Rompieron
simplemente las cadenas que oprimían al genio nacional, enardecieron
sus nobles aspiraciones hacia lo ideal y desconocido, y
desentumecieron la rica sangre que por sus venas circulaba. Para ello
evocaron con el mágico conjuro de su potente inspiración las
tradiciones y la historia de su patria, e hicieron brotar de su seno
manantiales de pura, espontánea y sabrosa poesía.


La
segunda manera de regeneración literaria que hemos indicado, da
también resultados felicísimos.


Recordemos
de qué modo supo Grecia nacionalizar las riquezas intelectuales que
acaudaló, gracias a sus numerosas conquistas; y el admirable acierto
con que el genio, eminentemente asimilador de la cesárea Roma, hizo
suyas las letras griegas al constituirse en legataria universal de la
patria de Homero. El mismo fenómeno observamos en las épocas
modernas. La España de Carlos V, de Felipe II y de Felipe III, no
contenta con la exuberante savia que su literatura atesoraba, quiso
aprovechar también los raudales de luz que el numen de Italia
derramaba por todas partes, y logró imprimir en sus adquisiciones el
sello de su nativa originalidad. En Francia el elemento español y el
italiano, junto con una imitación discreta y sabia de los antiguos,
cuajaron de regaladísimo fruto el árbol de la literatura más
peregrinamente elaborada que en los modernos tiempos se conoce.


Por
último, ya que hablamos de restauraciones literarias, no es lícito
pasar por alto la última de las que en España se han verificado.


El
genio, que por su excelsa condición es amigo de volar a sus anchuras
por las regiones luminosas de lo infinito, tiempo hacía que odiaba
secretamente la dinastía tradicional de un arte, cuya sobrada
estrechez de miras, cuyo rutinario materialismo, cuya codificación
plagada de disposiciones convencionales, le inspiraban vehementes
deseos de sacudir sus cadenas. Sacudiólas, en efecto, y el estallido
resonó por el mundo entero. Esta revolución trascendental tuvo no
pocos puntos de contacto en el fondo con el protestantismo, y se
inició también en la patria de Lutero y de Melanchton. Rápidamente
generalizada, a la voz de los poetas y pensadores alemanes, en breve
respondieron, ora simultánea, ora sucesivamente, la baronesa de
Staël, orgullo de su sexo, Chateaubriand, Lamartine, Víctor Hugo,
Vigny, Dumas, Delavigne, Senancour en Francia; Walter Scott,
Wordsworth, Byron, Moore, Coleridge en Inglaterra; Manzoni, Hugo Fóscolo, Silvio Pellico, Monti, en Italia.


La
literatura ibérica, al trasfigurarse como todas, comprendió
admirablemente su misión. Muchos ingenios de valía, lustre de la
nación hispana, mútuamente enlazados por el doble y común
parentesco del patriotismo y del amor a la gloria, se asociaron con
férvido entusiasmo al movimiento general. Unos enaltecieron la
oratoria parlamentaria a un grado tal vez excesivo de pomposa
exornación, otros dramatizaron con colorido local más o menos
discutible, pero siempre con pasión y energía, el espíritu poético
de la edad media y los personajes salientes de nuestra épica
historia; algunos cultivaron el romance histórico, y la generalidad,
mojando sus plumas en sangre del corazón, supieron engalanar con la
púrpura rozagante de nuestra rima el lirismo de aquella época que
encarna en el foco mismo de la vida moral, que ora escéptico y
rebosando satánica rebeldía, ora creyente y resignado, es
eminentemente sincero, porque pinta al vivo esa hambre de
inmortalidad que vela siempre devoradora en lo íntimo del alma, como
testimonio irrefragable de su divina esencia. Por otra parte, la
sociedad española que atravesaba entonces un período de transición,
que, indecisa entre sus costumbres tradicionales y el torrente de
nuevas ideas y aspiraciones, forcejaba para penetrar en su seno por
mil escondidos y angostos cauces, apenas acertaba a columbrar el
blanco de sus esfuerzos, encontró primorosos pinceles que la
retratasen. Sus caracteres flotantes, sus flaquezas, todas sus
miserias y extravíos ya fueron objeto de una comedia saturada de
discreto chiste y no escasa de vis cómica, ya de una sátira, ora
llena de travieso desenfado, benévolamente sagaz y ora sarcástica,
profunda y sangrienta. La posteridad recordará con gratitud y
respeto la brillante pléyada de escritores que en estos
distintos ramos dieron muestras de su alto talento y 
bellísimas
dotes. Su mérito no sólo estriba en la bondad intrínseca de sus
producciones, sino en el sello nacional que las avalora.


Al
olvido de condición tan vital e imprescindible debe achacar
principalmente nuestra literatura el deplorable abatimiento en que se
halla sumida, y que tanto aflige a sus desinteresados amadores.


Otras
causas han concurrido a este vergonzoso estado de abyección.


Años
hace que en España el encarnizado guerrear de esos partidos
políticos que tienen a gala no variar nunca de jefes, de enseñas,
ni de credos, y ensordecer sistemáticamente a las rudas lecciones
del tiempo; sobre desangrar el país, convertirle en palenque de
egoístas y desalmadas ambiciones y entorpecer su marcha por la senda
del progreso; monopolizan el núcleo de sus inteligencias y sirven de
pasto casi exclusivo a la curiosidad pública. Ese estado de crónico
desasosiego y de mal contenta expectación produce el desvío con que
mira la nación sus medros intelectuales. He aquí por qué las
ciencias, exceptuando la economía política, cuyo porvenir es
visiblemente lisonjero, yacen en ella en vergonzosa postración, y
las letras agonizan. Ciñéndonos a la literatura, objeto especial de
estas sencillas observaciones, inútil es acariciar el buen deseo con
risueñas esperanzas, mientras nuestra política no lave la lepra de
personalismo que la corroe en la piscina del amor patrio; mientras se
reduzca al sucesivo entronizamiento de banderías más o menos aptas
para sostenerse en el poder, pero igualmente ineptas para labrar la
ventura del país. Sólo así volverá este los ojos hacia sus
verdaderos intereses: sólo así podrán desenvolverse los gérmenes
de vitalidad intelectual que entraña.


Si
por un cambio providencial de circunstancias, tenemos la fortuna de
que alboree tan hermoso día, la enfermiza indolencia que actualmente
malogra en flor los ingenios más bien dotados de España,
desaparecerá como por ensalmo. Nuestro pueblo sin ventura, que ahora
carece hasta de las rudimentarias nociones de arte, y, por lo mismo,
apenas siente ninguna clase de necesidades estéticas, comprenderá
entonces hasta qué punto influyen los goces mentales y las
misteriosas fruiciones del sentimiento acrisolado en la felicidad
relativa que puede el hombre alcanzar en la tierra.


A
medida que su educación artística se formalice, rechazará
instintivamente la cáfila de monederos falsos de talento literario
que le deshonran, separará el pingüe y fecundo grano de la cizaña,
y ceñirá con la corona de su respetuoso cariño aquellas frentes
que son sagrarios de la inspiración divina. Entonces los espíritus
superiores de nuestra nación no tendrán que aceptar la vida como un
martirio sin palma, o una lucha sin victoria, sino que aguijoneados
por la seguridad del triunfo, saborearán instintivamente la
existencia inmortal que les espera, e inflamados con este deseo de
gloria que arranca del principio de sociabilidad, ley fundamental de
la naturaleza humana, y que instintivamente, villanamente escarnecen
todos los que no pueden aspirar a ella; consagrados al cumplimiento
de su misión soberana, pelearán con incontrastable brío las
batallas del pensamiento, y serán, lo que tienen derecho a ser, gala
y luz de la humanidad.


Descendamos
al terreno de la realidad, del cual no es lícito apartarnos por más
árido y desagradable que sea.


Nuestros
gobiernos, algunos por un lujo de ignorancia agresiva que exaspera,
han hostilizado a inteligencias de primer orden cuya superioridad les
humillaba; otros les han brindado por única recompensa con toda
suerte de libreas políticas, encadenándolos a sus varias miras de
ambición personal, y no pocos les han dejado patullar en el charco
de la miseria, no queriendo sin duda privarles del placer poético
que debieron sentir Cervantes y Camoens muriéndose de hambre con la
frente coronada de laurel. No ha faltado gobierno, sin embargo, que
ansioso de premiar condignamente las letras, han sonreído
benévolamente a los que conceptuaba acreedores a recompensas
oficiales. Así, por ejemplo, ha tenido el fabuloso tacto de nombrar
cónsul a un eminente letrillero, diplomático a un dramaturgo o a un
poeta sentimental, y recaudador de contribuciones a cualquier
filósofo disponible. Creeríamos ofender la ilustración de nuestros
lectores ponderándoles las inmensas ventajas de este sistema
protector.


A
simple vista parece que apadrinar así a los literatos, equivale a
matar cortésmente las letras. En efecto; los trabajos especulativos,
y especialmente el sacerdocio de las musas, no son los más a
propósito para formar modelos de empleados, sobre todo en esa
complicada e indigesta rutina a que nosotros llamamos administración,
para que se asemeje, siquiera en el nombre, a la de otros países más
exigentes. No ignoramos el parentesco de consanguinidad que eslabona
las diversas facultades del alma, por más que muchas veces su intima
trabazón escape al juicio vulgar. Pero, aun rindiendo merecido
homenaje a este principio filosófico, no está todavía
completamente probado que baste ser un literato distinguido para
sobresalir en la práctica administrativa, ni hasta para sujetarse
humildemente a ella: y no se olvide que en esta materia la sobra de
comprensión teórica suele ser embarazosa y perjudicial cuando se
aplica en el terreno práctico. Es posible que un literato verdadero
o un poeta pur sang, encontrándose en el caso referido, tomase una
de las dos determinaciones siguientes: renunciar a lo que ha sido el
alimento habitual de su espíritu para cumplir con firme constancia
con las obligaciones de su correspondiente oficina, o dar al traste
con ellas y domiciliarse otra vez en el Parnaso. En el primer
supuesto la protección del gobierno sería mortal para la
literatura; en el segundo sería perfectamente ilusoria. Los
literatos que acierten a conciliar ambas cosas, o carecen de vocación
literaria propiamente dicha, o entran en la categoría de
excepciones, y por lo tanto bajo ningún concepto destruyen la regla
general.


Sin
embargo, estas argucias aparentemente valederas se derrumban por su
propio peso a la simple enunciación de un axioma importantísimo: a
saber, que el criterio gubernamental es esencialmente distinto del
común, y tiene sus arcanos impenetrables a los torpes ojos de la
lógica usual. Dudar de tamaña verdad podría conducirnos al extremo
de negar que la Providencia dirige la razón de los gobernantes, a
menos que intente perderlos; y los gobiernos españoles han sido
siempre demasiado buenos y sabios para que pueda realizarse en ellos
aquella terrible amenaza de quos vult perdere, dementat.


Demos
un sesgo más formal a la cuestión.


No
es lícito al Estado contrariar los sentimientos nacionales cuando
son hidalgos y castizos, so pena de tropezar en el escollo de la
impopularidad. Por conveniencia, pues, ya que no por deber, tiene el
de premiar a todos aquellos escritores que el voto popular señala
como insignes. Con dificultad acontece que la nación en masa conceda
los honores del triunfo literario a personas que no los merezcan,
atendiendo a que nunca debe confundirse el brillo fugaz de las
reputaciones falsas o dudosas, con esa celebridad de ley que sólo se
consigue a fuerza de genio, de tiempo y de infatigables vigilias.
Además, cuando la nación emite un fallo de esta naturaleza suele
encontrarse de acuerdo con la opinión general de sus críticos más
imparciales e ilustrados. De consiguiente las eminencias a que
aludimos tienen el derecho de ser recompensadas por la utilidad,
gloria y prestigio que han proporcionado con sus tareas al país, y
el Estado, si no lo hiciese, faltaría a su misión de justicia
suprema. Para que tales recompensas no degeneren en onerosas, no han
de lastimar en manera alguna la dignidad e independencia de los
agraciados ni oponerse a sus hábitos intelectuales: y si han de
redundar igualmente en pro de la patria misma que ilustran, es de
todo punto indispensable que les coloque en una situación que pueda
alentarles a continuar sus beneméritos trabajos.


Dejando
aparte esos testimonios directos у extraordinarios de simpatía
nacional, el Estado debe no sólo procurar que los talentos de los
gobernados puedan desarrollarse con el mayor desahogo posible, sino
poner en juego los numerosos y eficaces recursos que están a su
alcance para estimularles a su progresivo perfeccionamiento.
Descuidar un deber tan imperioso es hacerse indigno de las
encumbradas funciones que desempeña y declararse en abierta lucha
con los principios más elementales de la civilización.


¿De
qué manera han cumplido nuestros inolvidables gobiernos, a quienes
sin duda la asombrada posteridad erigirá altares de puro agradecida,
las sagradas obligaciones que llevamos apuntadas?


Respecto
al capítulo de recompensas que hemos indicado, o no han pensado
siquiera en semejantes naderías, o han atado con hipócritas alardes
de protección los ingenios distinguidos al carro de su ambición
desaforada.


Pocos
años ha, un venerable anciano, cantor clásico de la libertad,
poeta, crítico, historiador y publicista, subió en brazos de sus
amigos las gradas del trono, y aclamado por una multitud inmensa,
tuvo la honra de que su soberana misma orlase sus sienes, llenas de
limpias y gloriosas canas, con el áurea corona del triunfo.


¿Qué
resorte pudo mover para laurear a Quintana, a esa nación que ha
dejado pordiosear al Manco de Lepanto, que ha visto tranquilamente
morir entre infames hierros a Cristóbal Colón, y en la más triste
orfandad al autor sin ventura de la Verdad sospechosa; a esa nación,
en cuyos calabozos ha escrito Cervantes el Quijote, y padecieron mil
infortunios Alonso Cano, Fray Luis de León, Santa Teresa, Martínez
de la Rosa, Argüelles y el mismo Quintana; a esa nación que no
tiene bronce en sus talleres ni mármol en sus canteras para levantar
estatuas a sus grandes hombres? Lo diremos por más que el carmín de
la vergüenza encienda nuestras mejillas. Quien coronó al cantor de
la imprenta, no fue la admiración de su patria; fue la egoísta
gratitud de una fracción política, y el motivo real de esta
inaudita coronación fue premiar al autor del Panteón del Escorial,
porque nunca habla de Dios en sus imperecederas poesías, y porque
todas sus composiciones revelan un odio profundo a la monarquía. No:
Quintana no bajó al sepulcro con el inefable consuelo de que su
querida España le había adjudicado el laurel del triunfo poético y
de las virtudes cívicas, sino con el convencimiento de que su
ateísmo literario y sus doctrinas heterodoxas convenían a los
intereses particulares del partido que tan ostentosamente las honraba
y enaltecía.


Por
lo tocante a ese género de protección indirecta pero normal,
constante, asidua, que coadyuva y enfervoriza los talentos: he aquí
lo que han hecho los innumerables gobiernos constitucionales que nos
han regido hasta ahora:


1.°
Plagiar torpemente un plan de estudios francés.


2.°
Reformarlo, es decir, hacerlo más y más absurdo, antifilosófico,
irregular y desatinado a favor de múltiples y casi anuales reformas,
causando así perjuicios incalculables a los alumnos y a sus
familias, e imposibilitando la estabilidad en materia que tanto la
requiere.


3.°
Monopolizar la elección de esos catecismos de la enseñanza oficial,
vulgarmente llamados obras de texto, desatendiendo casi siempre su
valor científicos aunque teniendo a la vista el favoritismo
gubernamental de que sus respectivos autores, o sea compaginadores,
disfrutaban; ejerciendo por lo mismo una coacción sobre los
profesores, muy perniciosa si se sujetaban a ella; absolutamente
inútil si la evadían, como ha sucedido o podido suceder.


4.°
Tergiversar las ternas con que los tribunales de oposiciones formulan
sus fallos, que debieron haber tenido desde su presentación al
ministerio autoridad de cosa juzgada, por razones que sería oficioso
revelar: irritante abuso del cual tenemos numerosas pruebas, que
manifestaremos si a darlas se nos provoca.


5.°
Hacer obligatorias hasta para los empleados más ínfimos y mal
retribuidos de la administración la compra de algunas obras escritas
por devotos y paniaguados de varios gobiernos.


6.°
Crear una ley de teatros bajo la influencia de mezquinas
consideraciones personales.


7.°
Publicar una ley de imprenta ultra draconiana, que en pleno
parlamento ha sido tachada de mala por el ministro del ramo, que
implícitamente la declaraba buena por el mero hecho de no abolirla.


8.°
Tener sumida en el más deplorable abandono, hasta una fecha muy
reciente, la instrucción primaria, que comúnmente decide del sesgo
que toma el espíritu humano en su peregrinación por el mundo.


¡Oh
musas! aprestad guirnaldas de recién cogidas flores para ceñir las
frentes de los gobiernos hispanos que así han sabido enalteceros.


¡Oh
Fernando el Deseado: tú que por un rasgo de peregrina sagacidad
cerraste las universidades y abriste cátedras de esa ciencia
trascendental que llamamos tauromaquia, regocíjate desde tu venerado
mausoleo!


Agréguese
a las concausas capitales que acabamos de borrajear los
móviles de producción literaria que impulsan a nuestros escritores,
y se podrá rastrear aproximadamente el por qué de la decadencia que
deploramos.


Quejábase
con desolada amargura el grande humorista Fígaro de que en España
faltaba eco a la palabra del escritor. Efectivamente. El pueblo
español es tan poco aficionado a cultivar el campo feracísimo de su
entendimiento y de su imaginación, como a multiplicar con los
numerosos medios de que dispone la industria agrícola, los
inestimables terrenos que la naturaleza le ha regalado. Esta pereza
intelectual, no sólo inutiliza tan buenas prendas, sino que le
inspira el más severo desdén hacia las manifestaciones laboriosas
del espíritu. Como no siente la necesidad de abonar su inteligencia,
no puede apreciar el mérito de los que la abonan. He aquí por qué
en España el inmenso sacrificio, el afán infatigable de aquellos
que se empeñan en ilustrarla y enriquecerla con sus obras
literarias, es apenas comprendido y mucho menos estimado en lo que
vale. ¿Cómo podrá satisfacer, pues, el obrero de la idea, el
literato, el filósofo, el poeta, el sabio, el artista, el innegable
derecho que tiene de que sus tareas sean conocidas, justipreciadas y
pagadas con honorarios de gloria por sus apáticos conciudadanos?

¿Trabajará para ganar dinero? Un sólo autor extranjero de
nombradía vende mejor una obra que veinte autores españoles
célebres la colección completa de las suyas. Y no se culpe a los
editores, puesto que el comercio de libros está aquí atravesando
una perenne crisis industrial, es decir, que la oferta de estas
mercancías es infinitamente superior a la demanda. Los únicos
libros que suelen tener salida en el mercado son los que satisfacen
algún capricho pasajero del reducido público leyente o las
traducciones de las peores novelas francesas.
Por otra parte,
querer que fuera de España sean populares los escritos que dentro de
ella apenas son conocidos es una imbécil quimera. ¿Qué estimulo,
pues, puede moverles a escribir? Pura y simplemente el de satisfacer
sus primeras necesidades. Por esto en lugar de dar a luz obras
sazonadas por el tiempo y la meditación, y concienzudamente pulidas
por el severo cincel del arte, escriben al desgaire y con el descuido
chapucero de los menestrales mal pagados. Exigir lo contrario sería
justo si se encontrase la solución de ese problema de vivir sin
comer, que plantean mentalmente todos los desvalidos, y se concediese
después el privilegio exclusivo de una bella invención a los
míseros seres de que hablamos.


Demos
el último toque a ese cuadro tan exacto como sombrío, recordando
que la literatura central que ha fundido en su crisol el oro y la
escoria de las provinciales, las mira con el más ofensivo desdén, y
estas, completamente aisladas unas de otras, viven sin relaciones
literarias de ninguna clase. ¿Quién ha leído en la orgullosa corte
los preciosos libros de D. Manuel Milá, ilustre profesor de la
universidad de Barcelona, acerca de la poesía popular, materia de
elevado interés que tan a fondo posee? En cambio el patriarca de la
crítica europea, Fernando Wolff, ha hecho sobre ella un estudio de
la mayor importancia, tributando extraordinarios elogios a su modesto
y esclarecido autor. ¿Son muchos aquí los que sospechan que haya
existido el malogrado Piferrer, gran pensador, incomparable hablista,
aventajado poeta, honor de Cataluña? Por lo demás, ¿qué sabe
Barcelona de los literatos gallegos y sevillanos ni estos de los
barceloneses? ¿Qué hilos eléctricos enlazan las inteligencias de
las provincias entre sí?


¡O
terque, quaterque beata! ¡Oh mil y mil veces dichosa patria mía! Tú
comprendes la existencia sin los goces intelectuales, y la
conceptuarías inaceptable sin los capeos del Tato! Sigue feliz y
risueña entre los harapos de tu ignorancia. Hierve en los
redondeles, bulle en las romerías, deja a un lado la azada, tira la
pluma, y créeme, haz un auto de fé con la mole indigesta de tus libros. Has nacido para dormir cuando las demás naciones velan, para
holgar cuando trabajan, para echarte en medio del camino cuando
corren. ¡Bendita seas!




II.


Indicadas
en el anterior las causas principales que, en nuestro humilde sentir,
han ocasionado el actual decaimiento de nuestra literatura, cúmplenos
dar en el presente una sucinta reseña del estado en que sus
distintos géneros se hallan.


Por
lo tocante al teatro, aun sin hacer gala de un ceñudo pesimismo, que
no siempre arguye vasta erudición ni alteza de criterio, puede
afirmarse que se encuentra en el mayor desbarajuste.


Una
juventud audaz, falta por lo general de los más rudimentarios
principios de arte, invade en tumultuoso tropel la patria escena. Sus
esclarecidos restauradores, unos regaladamente toman el sol de su
gloria con la bienandanza de quien cree cumplida su misión acá en
la tierra; otros, imitando a los ruiseñores que no trinan nunca al
lado de charquetales llenos de ranas vocingleras, se encastillan en
un silencio desdeñoso y significativo; y no pocos capitulan
vergonzosamente con las circunstancias, y rindiendo homenaje a la
universal corrupción del buen gusto, la acrecientan y sancionan con
su ejemplo. Una dolorosa fatalidad hace que el teatro sea la única
palestra en donde los desventurados alumnos de las musas castellanas
consiguen despertar la atención del público, obtener algunas
probabilidades de lucro, y sobre todo no morirse de hambre, o vivir
de hambre, que es peor.


Por
esa tristísima circunstancia la crítica no puede ensañarse con esa
chusma de jornaleros del arte, que desconociendo las condiciones
esenciales del que se atreven a cultivar, ni tan sólo aciertan a
disimular su carencia radical de dotes dramáticas, bajo las
artificiosas combinaciones del movimiento escénico. Y como el peor
de los géneros literarios es el que Boileau llamaba le genre
ennuyeux, y que, aplicándolo a nuestro caso, bien pudiéramos llamar
el género sandio, es decir, el que ni aun logra satisfacer las
exigencias de la curiosidad; la gente a que aludimos, no merece
siquiera esa especie de floja y contentadiza gratitud que sentimos
por quien nos proporciona algún esparcimiento, sea el que fuere.


Nos
duele mucho consignarlo, pero lo cierto es que en el trascurso de un
año sólo se ha representado en los teatros españoles una obra
original de verdadero mérito. La campana de la Almudaina, a vuelta
de su falsedad histórica, y de algunos defectos secundarios, revela
en su joven y aplaudido autor prendas dramáticas de subido quilate.
Los pecados veniales y La culebra en el pecho, contienen algunas
bellezas dignas de atención, y auguran un lisonjero porvenir a sus
estimables autores, pero no tienen en conjunto gran valor. El mal
apóstol y el buen ladrón, drama simbólico, calcado especialmente
sobre El condenado por desconfiado de Tirso de Molina, es una prueba
más de la habilidad con que Hartzenbusch elabora sus producciones, y
está sembrado de rasgos magistrales. Aparte de estas obras, ¡cuántos
engendros raquíticos, cuántas majaderías se han presentado en la
escena española! Recuérdense esos dos estudios históricos del gran
vencedor de Francisco I, intitulados Carlos I y El monarca cenobita:
recuérdense El padre de los pobres, y ¿Quién es él? y se verá si
llevamos la razón al afirmar que nuestro teatro está en decadencia.


Para
colmo de vilipendio, eso que llaman zarzuela, aborto enfermizo del
impotente mal gusto, logogrifo musical y dramático, cobra de día en
día mayor valimiento y fortuna. Algunos especuladores, que tienen su
conciencia artística dentro de su portamonedas y envuelta en
billetes de banco, han tomado por su cuenta ese abigarrado
baturrillo, que ha pasado a ser un ramo de industria para los
que lo manipulan, como particularmente para los que explotan sus
materiales y pingües resultados. Los primeros no necesitan más que
derramar un aluvión de estrofas tan huecas y grotescamente
endomingadas como sea posible sobre cualquier calaverada, más o
menos verídica, del asendereado Felipe IV, o el primer argumento
insustancial que se tenga a tiro de pluma; y abandonar su esperpento
a la inspiración de un contrapuntista adocenado, que zurza algunas
melodías populares bárbaramente retorcidas y adulteradas, con
retazos de la ópera francesa e italiana. No ignoramos que hay media
docena escasa de zarzuelas, cuyos libretos y cuya música merecen el
aplauso de los inteligentes: nunca barajaremos las composiciones de
Ventura de la Vega, García Gutiérrez, Narciso Serra y Ayala, con
las mamarrachadas de Olona, ni las charadas poéticas que emborrona
en caló acatalanado el tan deploramente
(deplorablemente) fecundo Camprodon y Compañía. Tampoco
confundiremos nunca la suave, delicada y primorosa música del Dominó
azul, de Marina y del Grumete, con la chapucera, trivial y
desvencijada de Gaztambide, de Cepeda y de otros Rossinis ejusdem
furfuris. Pero sería cerrar los ojos a la luz del día negar que
generalmente se puede repetir de ellas, que lo bueno que tienen no es
nuevo, y lo nuevo no es bueno. Urge sobremanera atajar la
preponderancia cada vez mayor de los zarzuelistas, si no hemos de ver
algún día completamente extinguidas entre nosotros las más
sencillas nociones del arte musical, y pervertidas lastimosamente las
teatrales.


A
estos motivos del notorio abatimiento en que se halla nuestro teatro,
a pesar de los esfuerzos que hacen para retardar su ruina algunos
pocos ingenios, dignos del aprecio público, debe agregarse otra
estrechamente ligada a las que acabamos de apuntar, esto es, la
ignorancia crasísima, mezclada con las colosales pretensiones, con
el insoportable endiosamiento de la mayoría de actores españoles.
Da lástima considerar que a tales intérpretes deben fiar los
desdichados autores dramáticos aquellas producciones, de cuyo éxito
depende su gloria, y casi siempre su subsistencia. Jóvenes imberbes,
que apenas saben dar expresión a lo que recitan, pasan desde los
teatros caseros a figurar en los de primer orden sin que nada les
arredre. Henchidos de petulancia, todo su afán consiste en
emanciparse de la tutela de los pocos actores que podrían
comunicarles, ya que no facultades, alguna instrucción, en llegar a
la anhelada meta, al sueño de oro, al bello ideal de sus fervientes
aspiraciones, a ser directores de escena.


Y
no es, ciertamente, lo más deplorable, que estos infelices
ambicionen tan alto y espinoso puesto, sino que vean sin dificultad
realizada su noble ambición. En efecto: los empresarios de teatros,
que son comúnmente algunos logreros, faltos de caudales y ricos de
esa gran virtud del siglo, que en el Diccionario de la lengua tiene
un nombre no muy lisonjero, conocedores del detestable gusto del
público, que es ya crónico en provincias, y codiciosos sin freno,
no buscan en los directores y primeros actores que contratan más que
baratura, no mérito ni experiencia. Por esto desdeñan muchas veces
a los poquísimos actores buenos, que para honor del arte conservamos
todavía, y andan a caza de los chambones y atrevidos, cuyos
servicios pueden alquilar a ínfimo precio, con notable aumento del
líquido que ha de figurar en sus finiquitos mercantiles. A tan
escandalosa rapacidad se debe a menudo el que los segundos, con una
pequeña dosis de ese savoir faire, que es el talento de las
nulidades, encuentren con frecuencia acomodo, al paso que los
primeros tengan que entregarse a los ocios de las vacaciones o a un
verano extra-sazón.


¿Y
qué conducta sigue en situación tan aflictiva la crítica teatral?
Lo diremos sin rebozo, ya que nunca nos ha intimidado el decir la
verdad. Exceptuando un escasísimo número de folletinistas, que
tienen una vaga idea de la responsabilidad de su cargo, y la voluntad
decidida de ser imparciales, los críticos de teatros no escuchan más
que sus simpatías o antipatías y el fetichismo obligado a
reputaciones consagradas. Así se explica que en las revistas de esta
clase aparezcan siempre ciertos nombres con su estado mayor de
calificativos encomiásticos, y cruel o desdeñosamente adjetivados
otros, que no supieron granjearse las benevolencias del turibulario.


Si
atendidas las circunstancias altamente desfavorables con que los
revisteros teatrales escriben, son, a no dudarlo, acreedores a
indulgencia respecto al aplomo y madurez de sus fallos y
reconocimientos de crítica dramática que exigen estudios de por
vida y práctica larga; es faltar al público, y, sobre todo,
faltarse a sí propios el ajustar sus juicios a sugestiones puramente
personales. Sabemos por nosotros mismos hasta qué punto es doloroso
sacrificar en aras de la buena fé y de la lealtad las predilecciones
del corazón, o tener que elogiar al que miramos con más o menos
fundada malevolencia; pero la crítica no tiene entrañas, ni
parientes ni amigos, ni ídolos ni afecciones; es nada menos que la
magistratura literaria, y un juez deja de serlo cuando atiende a otra
cosa que a la justicia, que es su única y soberana norma, la causa
primera de su misión.


Respecto
a la novela, no pecaremos de prolijos.


La
de costumbres nacionales sólo tiene, en nuestro humilde sentir, un
legítimo representante en España, Fernán Caballero. Sin contar los
críticos más autorizados de nuestra nación, Wolf, Mazade, Latour
han ponderado con amore y han aquilatado perfectamente las
envidiables dotes de narrador que adornan al ilustre autor de
Clemencia. Su postrer libro, sencillo relato hecho por el soldado
Juan José, de las gloriosas penalidades de nuestro ejército en
Marruecos, está escrito con una tierna ingenuidad que llega al alma.
La de Fernán Caballero que, algún tiempo hace, cubre el más acerbo
dolor con su gasa fúnebre; refrescado por las auras regeneradoras
venidas de África, ha podido encontrar su perdida fuerza en el
entusiasmo universal. ¡Bendita sea la pluma que así sabe
interpretar todos los sentimientos buenos, nobles y sublimes de su
patria!


De
novelas históricas originales (así las bautizan sus infinitos
cultivadores en España) hay en ella materiales para alimentar de
combustible todos los hornos de cal de la monarquía. Por si llega a
verificarse algún día tan donoso escrutinio, recomendamos a sus
futuros ejecutores las de Ibo Alfaro, Ortega y Frías, Orellana,
Tarragó, A. Altadill, Manuel Angelón y demás Walter Scotts de
pacotilla: total = 0. No hablamos de Fernández y González, en quien
admiramos un empuje lírico nada común, fantasía espléndida y rara
fecundidad, porque apenas conocemos nada suyo en este género.


Poco
diremos también de composiciones poéticas.


Aparte
del Romancero de la guerra de Africa, en el cual hay doce bellísimos
romances, y del libro de Recuerdos nuevamente publicado por el
simpático Trueba, que sentimos no haber leído todavía, han llamado
la atención pública de una manera, por cierto bien poco agradable,
los dos poemas últimamente premiados por la Academia de la lengua
con escándalo y ludibrio de la nación entera. No hablaré de unos
ni de otra. Dejemos en paz a los muertos con los difuntos.


A
todo esto, la crítica refugiada en los vergonzantes entresuelos de
los periódicos políticos, o convertida en sosa e insustancial
gacetilla, mal encubre su desnudez de ideas, de convicciones y de
conocimientos con los andrajosos guiñapos de cuatro adjetivos
campanudos, eternamente pegados a varios sustantivos de cajón, y mil
vagas generalidades. Por otra parte: ¿qué podría decir ahora la
crítica sana, severa y leal? Su voz sería vox clamantis in deserto,
y una fiscalización estéril, dolorosa, pesada y sempiterna. Además,
¡cuán poco número de obras contemporáneas españolas son dignas
de que la crítica les conceda los honores de su judicatura! ¡Cuán
pocas entran en la esfera literaria!


Añádase
que la prensa política diaria, con muy contadas excepciones, ha
arrojado ignominiosamente a la literatura de sus columnas, que vivía
en ella casi de limosna, y se vendrá en conocimiento del desairado
papel que esta señora juega en la patria insigne de Pepe Hillo, de
Costillares y del Chiclanero.
Respecto al movimiento literario de
la Península, en los demás puntos, o es en alto grado pernicioso,
como sucede hoy por hoy en Barcelona, o insignificante como en
Valencia, o completamente nulo como en Sevilla, Málaga, Zaragoza,
Valladolid, Palma de Mallorca y en las ciudades de la Mancha y de
Galicia.


Consecuencia
final de nuestras pobres observaciones es, que España, por más que
reconozcamos sus considerables progresos materiales y sociales, ha
retrocedido literariamente. Y si no, preguntamos refiriéndonos a
nuestra restauración del 40, cuando desaparezcan los veteranos de la
citada era,
¿quiénes son los destinados a sustituirles? No
contestamos a esta interrogación para no descender al terreno de las
personalidades. El tiempo contestará por nosotros.