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lunes, 15 de julio de 2019

FERNANDO II, ARMADO CABALLERO DE MARÍA


134. FERNANDO II, ARMADO CABALLERO DE MARÍA (SIGLO XV. CASTEJÓN DE LAS ARMAS)

FERNANDO II, ARMADO CABALLERO DE MARÍA (SIGLO XV. CASTEJÓN DE LAS ARMAS)


La reconquista del reino de Granada se fraguó lentamente, a pesar de ser el último reducto musulmán que quedaba en la Península Ibérica. Poco a poco fueron cayendo las principales plazas que rodeaban a la capital hasta que, por fin, le tocó el turno a la ciudad de la Alhambra. En Aragón, la guerra granadina tuvo su reflejo, pues no en vano Fernando II el Católico fue partícipe directo en estos últimos instantes.
Cuenta la tradición que don Fernando se hallaba en Zaragoza acabando de realizar los preparativos que le llevarían a acometer el último asalto a la ciudad granadina, cuyas huertas y alrededores estaban ya en manos de los cristianos. Cuando tuvo todo organizado, partió con su séquito desde Zaragoza —donde había rendido una de sus escasas visitas a la ciudad— y, como era habitual, siguió la ruta natural del río Jalón para encaminarse hacia la Meseta. Estaban previstas las etapas a realizar por la comitiva, una de las cuales les llevó a levantar su campamento para pernoctar en Castejón, población cercana a Ateca, ya casi en los confines del reino de Aragón, aunque el rey pasó la noche en su castillo.

A la mañana siguiente, Fernando II asistió a la celebración de la Misa, y antes de abandonar tierras aragonesas, manifestó su deseo de ser armado ante la imagen de Nuestra Señora del Cerro, venerada en una pequeña ermita de esa localidad. El ceremonial fue muy sencillo por deseo expreso del monarca y en medio de un gran silencio se consagró ante sus capitanes y guerreros como caballero de María, a la que solicitó piadosamente su intercesión y ayuda para la guerra final que iba a emprender.

Nuestra Señora del Cerro, Castejón, Fernando II armado caballero


Pasó el tiempo, los Reyes Católicos reconquistaron Granada y Fernando II, victorioso, se vio precisado a volver a Aragón, haciéndolo una vez más por la ruta del Jalón. Al pasar de nuevo por Castejón —pueblo denominado desde entonces Castejón de las Armas por haberse armado caballero de María en él— se detuvo media jornada y ordenó —en recuerdo y agradecimiento de la ayuda divina recibida— no sólo construir una capilla dedicada a la Purísima Concepción, sino también la colocación de los escudos de Aragón y Castilla en el altar de la imagen de la virgen del Cerro, su valedora en la batalla. Hecho todo esto, prosiguió viaje a Zaragoza.

[Faci, Roque A., Aragón..., II, pág. 470.]


Castejón de las Armas es un municipio de España, en la provincia de Zaragoza, comunidad autónoma de Aragón. Tiene un área de 16,09 km² con una población de 87 habitantes (INE 2017) y una densidad de 5,41 hab/km². A nivel eclesiástico está dentro del Arciprestazgo del Alto Jalón.

El municipio está situado en la Comarca de Calatayud a 103 km de Zaragoza, a una altitud de 660 metros. Se encuentra asentado en las proximidades de las confluencias de los ríos Piedra y Jalón, lo que le confiere un bello paisaje formado por las vegas de ambos ríos. Parte de su término municipal está protegido dentro de la red Red Natura 2000 con la denominación de Riberas del Jalón (Bubierca-Ateca), que comprende una franja entre Bubierca y Ateca de la ribera del río Jalón.



Originariamente se denominaba Castejón de Ateca, en el siglo XVI paso a llamarse con su actual denominación.

Castejón de las Armas, le viene dado por la fábrica de armas blancas de muy buen temple, la fabricación de estas existía ya en 1495, todavía en el siglo XVI se fabricaban espadas famosas en la comarca; y dónde, cuenta la leyenda, que el Rey Fernando II el Católico, Rey de Aragón y de Castilla, en una de sus batallas, y a petición de su deseo, fue armado ante la imagen de Nuestra Señora del Cerro. Al terminar la conquista de Granada, volvió a este lugar, y en agradecimiento a las victorias conseguidas y a la ayuda divina recibida, orden construir la capilla dedicada a la Purísima Concepción y a colocar los escudos de Aragón y Castilla en el altar de la imagen de la Virgen del Cerro.

Los monumentos y sitios destacados en la población son varios como la Iglesia de El Salvador de 1280 de estilo gótico, destacando en su interior dos retablos barrocos en madera, y una talla también en madera que representa a la Virgen , de 123 centímetros de altura;
La Ermita de la Virgen del Cerro, que data del siglo XV aunque el edificio actual de estilo colonial fecha del siglo XVII; Restos de El castillo medieval del siglo XIV dónde cuentan que el Rey Fernando II paso una noche; El Río Piedra, famoso por sus truchas y la vegetación a lo largo de su cauce, atraviesa el pueblo dividiéndolo en dos; Las Fuentes de su localidad; La Chichulana lugar emblemático por sus vistas. Es el punto más alto del pueblo, desde dónde se divisa gran parte de la comarca, se puede llegar caminando desde el pueblo disfrutando de la naturaleza; Santorcal es una antigua casa de labranza a la que se llega después de recorrer la vega del Río Piedra, andando o en bicicleta, disfrutando de su bella vegetación; La fábrica de papel actividad económica destacable del pasado en la que se fabricaba con dos tinas y papel florete que se llevaba a Madrid, la fábrica funcionó hasta los años veinte del siglo pasado. Actualmente es una vivienda particular.

Las fiestas populares en honor a su patrón San Pascual Bailón el 17 de mayo , y la Fiesta Mayor a principios de agosto en Honor a la Virgen del Cerro.

jueves, 14 de marzo de 2019

Libro décimo sexto

Libro
décimo sexto.






Capítulo
primero. Como hechas las obsequias (exequias) de don Alonso, trató el Rey de
casar al Príncipe don Pedro, y como Manfredo Rey de Sicilia le
ofreció su hija con muy grande dote.

Lápida sepulcral, infante Don Alfonso, Alonso, Monasterio de Veruela, hijo primogénito de Jaime I de Aragón, el conquistador

(imagen en la wiki Lancastermerrin88






Muerto
don Alonso, y con su muerte apagada la envidia y cruel odio de los
que mal le querían, don Pedro y don Iayme sus hermanos mostraron
tener gran sentimiento de ella: y determinaron de convertir en
honras, y muy suntuosa sepultura las injurias y desdenes que le
hicieron en vida: para que la falta en que cayeron no hallándose
presentes en las tristes y mal logradas bodas de su hermano, la
supliesen celebrando sus obsequias con fingidas lamentaciones y
tristezas. De las cuales como de cruel peste quedaron tan infectados
(inficionados) y heridos: que con aquel mismo fuego de envidia y odio
con que antes persiguieron al hermano muerto, luego en el mismo punto
comenzaron ellos a arder entre si mismos. Esto se echó de ver en
ellos muy a la clara: pues acaeció, que con su desenfrenada codicia
de reinar, en tanta manera se encruelecieron el uno contra el otro,
que si la paternal autoridad y potestad Real juntas no se pusieran de
por medio, o quedara el padre en un día cruelmente privado de sus
hijos: o con las distensiones y desacatos de ellos, pechara bien el
odio que tuvo antes contra solo el muerto. De manera que hechas sus
honras y obsequias con grande pompa y majestad Real en la iglesia
mayor de la ciudad de Valencia, adonde poco después (como dijimos)
fueron trasladados sus huesos: habiendo ya cobrado el Rey la
universal potestad y regimiento de todos sus Reynos: partió luego
con los dos hijos para Barcelona, y en llegando atendió con mucha
diligencia en buscar mujer para el Príncipe don Pedro: sin dilatar
tanto su casamiento como el de don Alonso. Mas entre algunos que se
ofrecieron, y se llegó a tratar de ellos, fue el de doña Gostança
hija única del Rey Manfredo de Sicilia, hijo del Emperador Federico,
de quien hablamos arriba en el libro XI, porque este, aunque
bastardo, muerto el Emperador su padre intitulándose Príncipe de
Taranto (
Taráto),
como se hallase con grueso ejército en Italia, sojuzgó la Calabria
con la Puglia (
Pulla):
y teniendo fin de pasar adelante su empresa, le fue dado título de
Rey por Alejandro Papa IV, y con esto pasó el Pharo, y ocupó el
Reyno de Sicilia. De lo cual se sintieron mucho los pontífices
sucesores, y así fue de ellos muy perseguido, como adelante diremos.
Deseando pues Manfredo emparentar con el Rey de Aragón, para con
tan buen lado valerse, y hacer rostro a sus enemigos, luego que supo
la muerte del Príncipe don Alonso de Aragón, y que don Pedro su
hermano quedaba heredero universal de los Reynos de la Corona de
Aragón, envió sus embajadores de Sicilia a Barcelona, Giroldo
Posta, Mayor Egnaciense, y Iayme Mostacio, principales Barones de su
Reyno, y hombres prudentísimos, para contratar matrimonio de doña
Gostança su hija, única, y heredera de todos sus Reynos y señoríos,
la cual hubo de su mujer doña Beatriz hija del Conde Amadeo de
Saboya, con don Pedro Príncipe de Aragón y Cataluña: prometiendo
dar en dote con ella cincuenta mil onzas de oro moneda de Sicilia,
que importan poco menos de ciento y treinta mil ducados, con la
esperanza del Reyno. Además de las muchas y muy excelentes virtudes
Reales de doña Gostança, de que estaba muy enriquecida y dotada:
como lo afirmaban también algunos mercaderes de Barcelona que la
vieron en Sicilia, y tal era la pública voz y fama de ella. Oída la
embajada, al Rey y a todos los de su Corte plugo mucho el matrimonio,
con el ofrecimiento de tan grande dote, cual no se dio a Rey de
Aragón: y más por el parentesco por ser nieta de Emperador, junto
con la esperanza de heredar el Reyno de Sicilia. Porque por esta vía,
no solo ganaría el más rico granero de la Europa para mantener sus
Reynos: pero también porque con esto se le abría a él y a sus
sucesores una grande puerta para la entrada de Italia por Sicilia.
Por donde de común voto y parecer de todos los de su consejo,
concluyó con los Embajadores el matrimonio, y envió por la Esposa a
don Fernán Sánchez su hijo bastardo, (de quien adelante se hablará
largo) juntamente con Guillen Torrella barón principal de Aragón,
para que por mano de ellos se hiciesen las capitulaciones
matrimoniales en Sicilia, y trajesen a doña Gostança con el
acompañamiento y grandeza Real que convenía.






Capítulo
II. Como el Papa Urbano IV procuró estorbar este matrimonio dando
grandes causas para ello, y no embargante eso se efectuó.






Luego
que don Fernán Sánchez, y Guillen Torrella partieron de Barcelona
con largos poderes del Rey, y del Príncipe don Pedro para concluir
el matrimonio en Sicilia: fue avisado el Papa
Vrbano
IIII

como habían pasado por la playa Romana dos galeras del Rey de Aragón
muy puestas en orden, que iban la vuelta de Sicilia. Pensó luego el
Papa el negocio que llevaban, y lo sintió en el alma, por estar tan
indignado contra Manfredo por las causas arriba dichas, y haber
decernido contra él todas las censuras y excomuniones Ecclesiásticas
que se podían: y también invocado el favor y auxilio de todos los
Príncipes Cristianos, a fin de formar un gloriosísimo ejército
para perseguirlo, y echarlo de todas las tierras y estado de la
iglesia que tenía usurpados. Lo cual como supiese el Rey, y de ver
la voluntad del Papa tan contraria a este negocio, se hallase por
ello muy confuso y dudoso, doliéndose mucho perder un tan rico y
provechoso matrimonio para si y para el Príncipe: además del alto
parentesco de Manfredo: determinó de enviar sobre ello embajadores
al sumo Pontífice, entre otros, a fray Raymundo de Peñafort de la
orden de los Predicadores, persona de mucha santidad y letras (como
adelante mostraremos) para que con buenas razones y humildes ruegos
acabase con el Pontífice tuviese por bien de volver en su gracia y
gremio de la iglesia al Rey Manfredo: pues se le humillaba y
reconocía sus errores pasados, y tan de corazón y buen ánimo le
pedía perdón y misericordia. Aprovechó todo esto tan poco para
mitigar al Pontífice, antes se endureció en tanta manera, que con
mayor fervor procuró apartar al Rey de la amistad y parentesco de
Manfredo Príncipe que nombraba él, de Taranto, impío y crudelísimo
perseguidor de la iglesia, como lo fue el Emperador su padre:
diciendo que mirase que se hallarían otros Príncipes católicos
Cristianos, los cuales de muy buena gana darían sus hijas en virtud
y dote iguales a la de Manfredo por mujeres al Príncipe su hijo.
Pero ni los ruegos del Rey para con el Pontífice, ni sus
exhortaciones para con el Rey, aprovecharon nada: antes se creyó fue
orden y providencia del cielo que este matrimonio pasase adelante:
así por el acrecentamiento de Reynos y señoríos, que mediante él,
por tiempo se añadirían a la corona de Aragón: como por la buena
paz y tranquilidad perpetua que los Reynos de Nápoles y Sicilia
unidos a la misma corona habían de gozar, como de ella gozan hoy día
con la buena amistad y protección de España.










Capítulo
II.
/ Duplicidad de capítulo /
De lo que don Álvaro Cabrera hizo
contra el condado de Urgel, y tierra de Barbastro, y del remedio que
el Rey puso en ello, y de cierta protesta (
protestacion)
que el Príncipe don Pedro hizo.






Volviendo
el Rey de Barcelona para Zaragoza, pasando por la villa de Berbegal
(Beruegal) cerca de Cinca, entendió que don Álvaro Cabrera hijo de
Pontio, y nieto de don Guerao que fue Conde de Vrgel, con el favor y
ayuda de los amigos de su padre y abuelo, había tomado por fuerza de
armas las villas y castillos del estado de Ribagorza, que estaba por
el Rey, y hecho correrías fuera de los términos y límites de su
tierra y señorío: y sin eso mucho daño en las aldeas y campaña de
la ciudad de Barbastro, cuyo campo es fertilísimo que abunda de pan,
vino, aceite, azafrán, con gran cría de mulas y rocines, de
ganados, y todo género de caza. La cual en nuestros tiempos ha sido
hecha en cabeza del obispado. Convocados pues todos los pueblos
comarcanos, señaladamente los que habían sido maltratados de don
Álvaro, en la ciudad para quejarse de él, sabido por el Rey su
atrevimiento, dio luego orden a Martín Pérez Artaxona Iusticia de
Aragón persiguiese con mediano ejército a los desmandados que
llevaban la voz de Don Álvaro, y les hiciese todo el daño que
pudiese, y también a los pueblos del mismo: porque estaba
determinado de sacar del mundo a don Álvaro si no se retiraba, y
apartaba de hacer los daños que solía. En este medio el Príncipe
don Pedro abusando del mucho amor que el Rey su padre le tenía, con
el cual pudo echar de los Reynos a don Alonso su hermano ya muerto:
ardiendo pues con la codicia del reinar y queriéndolo todo para si,
procuraba casi por la misma vía echar a don Iayme su hermano de la
herencia que le había el Rey por su parte y legítima asignado, que
eran los Reynos que él había conquistado por su persona con lo
demás que se dice arriba. De lo cual se siguió mayor odio, y rencor
entre los dos hermanos. Puesto que don Pedro por entonces lo
disimulaba temiendo que si declaraba su mala voluntad y odio contra
su hermano, incurriría en el de su padre, y que sentido de esto
haría nuevo testamento, con alguna nueva donación en favor de su
hermano, que fuese en su perjuicio: y le forzase a jurarla y loarla
para obligarle a pasar por ella. Por excusar esto ajuntó
secretamente algunas personas principales de sus más intrínsecos
amigos y fieles, que fueron fray Ramón de Peñafort, el maestro
Berenguer de Torres Arcediano de Barcelona, don Ximeno de Foces,
Guillé Torrella, Esteuan y Ioan Gil Tarin ciudadanos antiguos de
Zaragoza: ante los cuales protestó, que si acaso él ratificaba con
su juramento algún testamento, o donación nuevamente hecha por su
padre, en favor de cualquier persona, o personas, lo haría forzado,
por evitar la indignación de su padre: porque si le resistía, no
hiciese con la cólera alguna novedad en daño suyo y detrimento de
los Reynos: acordándose de lo que don Alonso su hermano padeció en
vida por semejantes contrastes.











Capítulo III. De los bandos que se levantaron en Aragón por la
dicordia de los dos hermanos, y como fue llevada la Infanta doña
Isabel a casar con el Príncipe de Francia, y traída doña Constanza
a casar con don Pedro.






En
aquel mismo tiempo que andaban los dos hermanos en estas discordias,
nacidas de la desenfrenada codicia de Reinar, y por ocasión de
ellas, se levantaron, no solo entre los grandes y barones, pero entre
la gente vulgar y pueblos de Aragón crueles bandos y parcialidades:
unos apellidando don Pedro, otros don Iayme, otros al Rey, tan
desatinadamente y con tanta licencia y desvergüenza, tomando armas
unos contra otros, que comenzaron luego por las montañas de Aragón
hacia los Pirineos, a saltear por los caminos, y dentro en los
pueblos hacerse muy grandes insultos unos contra otros: y de tal
manera ocuparon los barrancos y malos pasos de los caminos, que ya no
se podía ir de un lugar a otro, sino muchos juntos armados y
acuadrillados. Por esta causa todas las ciudades y villas de las
montañas de Aragón hicieron entre si liga que llamaron Unión, de
la cual salieron ciertas leyes más duras, y de más cruel ejecución
que nunca hicieron los antiguos, pero conformes al tiempo y
disoluciones que corrían. Porque era necesario quemar y cortar lo
que con medicinas y leyes blandas no se podía curar: para que como
con fuego se atajase y reprimiese tan desapoderada libertad de robar,
y de saltear y matar. Con esta unión, y exasperación de penas y
castigos, se alivió en pocos días esta peste. Porque tomaron muy
grande número de aquellos salteadores y sediciosos, los cuales todos
por el beneficio de la común paz y seguridad de la Repub fueron con
varios y atrocísimos géneros de tormentos y muertes punidos y
justiciados: y quedó el Reyno quietado.
Por este tiempo la
Infanta doña Isabel hija segunda del Rey fue llevada a la Guiayna a
la ciudad de Claramunt en Aluernia, adonde celebró sus bodas
solemnísimamente con el Príncipe don Felipe de Francia, y se
cumplieron por ambas partes los capítulos y obligaciones ordenadas
por los dos Reyes sus padres en la villa de Carbolio, como dicho
habemos. No mucho después llegó de Sicilia doña Constanza hija del
Rey Manfredo (
Mófredo),
también a la Guiayna, y desembarcó junto a Mompeller, acompañada
de Bonifacio Anglano Conde de Montalbán (Mótaluá) tío de
Manfredo: con otros muchos señores de Sicilia, y del Reyno de
Nápoles, y don Fernán Sánchez, y el Barón Torrella que fueron por
ella: y fue por la ciudad y pueblo de Mompeller altísimamente
recibida. Y luego don Iayme su cuñado le aseguró el dote, en nombre
del Rey su padre, sobre el Condado de Rossellon y de Cerdaña,
Conflent y Vallespir, con los Condados de Besalù y Prulé, y más
las villas de Caldès y Lagostera. De las cuales tierras el Rey había
hecho donación antes a don Iayme: pero él fue contento, con
reservarle la posesión, tenerlas obligadas al dote. Concluídos y
jurados que fueron los capítulos matrimoniales, en llegando de
Barcelona el Príncipe don Pedro se celebraron las bodas de él y de
doña Constanza con tal fiesta y regocijo cual jamás se vio en
aquella ciudad: porque se hallaron en ella todos los Duques, Condes,
y señores de toda la Guiayna, con los que de Aragón y Cataluña
vinieron, que las solemnizaron con muchas justas y torneos, y otros
grandes regocijos.











Capítulo IV. De las nuevas divisiones que el Rey hizo de sus Reynos
y señoríos para heredar a don Iayme, y como quedaba siempre
descontento don Pedro.






Acabada
la fiesta, el Rey con toda la corte se partió para Barcelona: donde
por hacer fiesta a doña Constanza la ciudad le hizo un suntuoso
recibimiento con muchos juegos y danzas como lo suele y acostumbra
muy bien hacer esta ciudad en semejantes fiestas Reales, y con esto
ganar la voluntad y afición de las Reynas en sus primeras entradas.
Andando pues el Rey holgándose por Barcelona acabó allí de
entender la insaciable codicia que de reinar y alzarse con todo,
tenía el Príncipe don Pedro. Y pareciéndole que quitaría de raíz
la mala simiente de diferencias y discordias entre los dos hermanos
si de voluntad de ellos hiciese nueva división de los Reynos. Por
esto en presencia de los Obispos de Barcelona y de Vich, con otros de
Cataluña, y de algunos principales del Reyno de Aragón, con los
síndicos de las villas y Ciudades Reales, partió entre ellos los
estados de esta manera. Dio al Príncipe don Pedro el Reyno de
Aragón, y condado de Barcelona desde el río Cinca hasta el
promontorio que hacen los montes Pirineos en nuestro mar, al cual
vulgarmente llaman Cabdecreus, hasta los montes y collados de Perellò
y Panizàs. Diole asimismo el Reyno de Valencia, y a Biar y la Muela,
según la división y límites que señalaron con el Rey de Castilla.
Mas del río de Vldecona, o la Cenia, como van los mojones del Reyno
de Aragón hasta el río de Aluentosa. Al infante don Iayme hizo
donación del Reyno de Mallorca y Menorca con la parte que entonces
tenía en Ibiza y con lo que en ella más adquiriese: y la ciudad y
señoría de Mompeller, y el condado de Rossellon, Colliure y
Conflente: y el condado de Cerdaña, que es todo lo que se incluye
desde Pincen hasta la puente de la Corba, y todo el valle de Ribas,
con la
baylia
que se extiende de la parte de Bargadá hasta Rocasauza, y todo el
señorío de Vallespir hasta el collado Dares, como parte la sierra a
Cataluña hasta el coll de Panizàs, y de aquel monte hasta el
collado de Perellò, y Capdecreus. Con condición que en los condados
de Rossellon y Cerdaña, Colliure, Conflente, y Vallespir, corriese
siempre la moneda de Barcelona que decían de Ternò: y se juzgase
según el uso y costumbre de Cataluña. Sustituyó el un hermano al
otro en caso que no tuviese hijos varones. Declarando que si la
tierra de Rossellon, Colliure, Conflente, Cerdaña y Vallespir,
viniesen a personas extrañas, lo tuviesen en reconocimiento de feudo
por el Príncipe don Pedro y sus herederos sucesores en el Condado de
Barcelona. Y si don Pedro viniese contra esta ordinación, y moviese
guerra al Infante su hermano, perdiese el derecho del feudo concedido
al don Pedro en los pueblos de Rossellon, Conflent, Cerdaña,
Colliure, y Vallespir, en caso que por matrimonio, o por otra vía
fuesen devueltos en personas extrañas. De esta manera (como está
dicho, y referido en los Anales de Geronymo Surita) se hizo esta
postrera partición de los Reynos y señoríos de la corona de Aragón
entre los dos hermanos. Puesto que el Príncipe don Pedro siempre
mostró quedar agraviado, pretendiendo que la parte dada a su hermano
era excesiva: pues le desmembraba tan gran porción del patrimonio
Real. Fue de si tan elevado y magnánimo este gran Príncipe, que
tuvo por caso de menos valer no suceder a su padre en todo y por
todo. Finalmente quiso el Rey por esta partición de Reynos y
señoríos, que el hijo menor y sus herederos se contentasen del uso
y señorío de aquellas tierras que les cabía por la partición, con
tal que reconociesen superioridad al hermano mayor y a sus
descendientes.











Capítulo V. De las diferencias que se movieron sobre los
amojonamientos de Castilla con Aragón y Valencia: y de la pretensión
del Rey con el Senescal de Cataluña.






Por
este tiempo se levantaron otras diferencias sobre los límites de
Castilla y Reynos de Aragón y Valencia, y hubo sobre ello
cuestiones, además de las correrías y daños que se hicieron en las
fronteras los vecinos unos contra otros. Por esto fue necesario
concordarse los Reyes, y mandar amojonar de nuevo sus tierras. Para
este efecto se nombraron tres jueces de cada parte que señalasen los
términos y mojones de cada Reyno. Fueron de Castilla, Pascual Obispo
de Jaén (Iahen), Gil Garcés Aza, y Gonçalvo Rodríguez Atiença.
De los nuestros fueron Andrés de Albalate Obispo de Valencia, Sancho
Calatayud, y Bernaldo Vidal Besalù, los cuales después de haber
hecho su división y amojonamientos: en cuanto a los daños hechos
por las diferencias de los pueblos determinaron, que hecha la
estimación, los Reyes pagasen su parte y porción a cada pueblo. Mas
porque esto era algo largo y difícil de cobrar, y que en la
averiguación de cuentas se había de perder mucho tiempo, y que para
con los Reyes no se admiten todas, determinaron los mismos pueblos, y
se concordaron entre si, de rehacerse los daños unos a otros, o
perdonárselos. Poco después de concluido esto acaeció que viniendo
el Rey a Lérida de paso para Barcelona halló por cierta diferencia
que hubo entre dos caballeros Catalanes llamados Poncio Peralta, y
Bernaldo Mauleon, se habían desafiado el uno al otro para salir en
campo, y los halló a punto de combatirse. Y aunque de derecho común
tocaba al Rey presidir en el campo, como aquel que lo daba y era
señor del: mas por fuero antiguo del Reyno, presidió don Pedro de
Moncada como gran Senescal de Cataluña. De esto mostró el Rey estar
sentido, pretendiendo que los derechos y privilegios de la dignidad
de Senescal ya no estaban en uso y costumbre, quiso el Rey que sobre
ello se nombrasen jueces para averiguarlo, a don Ximen Pérez de
Arenos, Thomas Sentcliment, Guillen Sazala, y Arnaldo Boscan, hombres
en guerra y letras bien ejercitados. Los cuales dieron por sentencia,
que al Senescal como a suprema dignidad del Reyno se debía semejante
cargo de presidir: y que su derecho ni por falta de uso ni por abuso
se podía perder. Antes declararon que si por algo lo había perdido,
se le restituyese. De este desafío, cual de los dos venció, ni por
qué causa, o querella se movió, ni qué suceso tuvo, no se entiende
de la historia del Rey, ni lo he hallado en otras. De allí pasó a
Barcelona, y deseando ya tener casado a don Iayme su hijo, escribió
a don Guillen de Rocafull gobernador de Mompeller fuese al condado de
Saboya y tratase con el Conde don Pedro casamiento de don Iayme con
doña Beatriz hija del Conde Amadeo su hermano. Pero como no se
concluyó este matrimonio, si fue por muerte de de doña Beatriz, o
por otras causas, la historia no habla más de ello.











Capítulo VI. De la embajada que el Sultán (Soldan) de Babilonia
envió al Rey, el cual le despachó otros embajadores, y de lo que
pasaron con él en Alejandría del Egipto.






No
porque la historia del Rey deja de hablar de esta y otras muchas
hazañas del mismo, será bien pasar por alto lo que un escritor
antiguo (de quien hace mención Surita en sus Annales) que recopiló
la vida y hechos del Rey, para encarecer lo mucho que fue tenido y
amado de los Reyes así fieles como paganos, cuenta por cosa
memorable lo que pasó entre él, y el Sultán de Babilonia, que por
este tiempo residía en Egipto en la ciudad de Alexandria: a donde
con el gran concurso que ordinariamente había de mercaderes
Catalanes, a causa de la especiería, que entonces venía toda por la
vía de oriente a la Europa, llegó la fama de las hazañas del Rey y
de su grande opinión de valiente y belicoso. Lo cual oído por el
Sultán vino a aficionársele en tanta manera, que por trabar amistad
con él, envió sus embajadores a visitarle a Barcelona: y llegados a
ella fueron por el Rey muy bien recibidos, al cual por su embajada
declararon la grande afición que el Sultán su señor le había
tomado, por la buena fama que de sus heroicos hechos ante él se
había divulgado, y de cuan aparejado estaba para hacer buena su
voluntad y afición, en cuanto valer de él se quisiese. Los oyó el
Rey con mucho amor, y mandó aposentar y regalar sus personas con
real cumplimiento, haciéndoles mostrar la ciudad con sus aparatos de
guerra por mar y por tierra. Y después de haberles hecho mercedes, y
proveído sus navíos de las cosas más preciadas de la tierra los
despidió, diciendo, que también enviaría muy presto sus
embajadores a visitar al Sultán en reconocimiento del favor que le
había hecho enviándole a visitar primero. Con esto se partieron los
embajadores, y luego formó otra embajada el Rey para el Sultán con
Ramón Ricardo, y Bernaldo Porter caballeros Catalanes hombres
prudentes, y de mucha experiencia, que ya antes habían hecho la
misma navegación, yendo con algunas galeras en corso. Estos
provistos de las cosas más delicadas de España para presentar al
Sultán, y puestos en dos naves veleras llegaron al puerto de la
ciudad de Alejandría donde a la sazón estaba el Sultán. Del cual,
sabiendo que eran los embajadores del Rey de Aragón, fueron
principalmente recibidos y aposentados en su palacio. Y como a la
entrada de ellos descubrió el Sultán el estandarte del Rey que
llevaba Bernaldo Porter, luego por más honrarlo mandó ponerlo junto
a su Real solio. Presentadas sus letras de creencia con los regalos
que le traían, explicó Porter su embajada, la cual en todo
correspondía a la del Sultán con el Rey (como dijimos) y la oyó
con grande contentamiento. Y luego (como lo afirma el mismo escritor)
rogó a Porter, que conforme a la ceremonia y costumbre de los Reyes
de España armase caballero a su hijo el Príncipe de Babilonia, que
lo estimaría en tanto como si su mismo Rey lo armase. Como oyó
esto, Porter, se le echó a los pies reputándose por indigno de tan
alto oficio y prerrogativa. Mas pues tan determinadamente se lo
mandaba, obedecería. Y hecho grande aparato en una iglesia pequeña
de los Cristianos que vivían en la ciudad, dos sacerdotes que traían
los embajadores muy diestros en la ceremonia eclesiástica, con los
demás de la tierra y gente Cristiana, celebraron su misa con mucha
solemnidad y bien concertada ceremonia, con grande admiración y
contentamiento del Sultán y principales de su corte que se hallaron
presentes a la fiesta. Dicha la misa fue puesta la espada desnuda por
el embajador sobre el altar, y puesto el Príncipe de rodillas ante
el mismo altar, tomó Porter la espada y vuelto al Príncipe se la
ciñó (ciñio) con muy agraciada ceremonia, y después se arrodilló
Porter ante él y le besó las manos con muy grande humildad y
acatamiento, desparando la música y estruendo de trompetas y
tabales, y otros instrumentos de añafiles y dulzainas (dulçaynas)
de que usaban los Moros. Acabado esto, y vueltos a palacio con mucha
fiesta y regocijo: quiso el Sultán ser enteramente informado de la
vida y hechos del Rey de Aragón. Y como Porter pudiese dar en ello
mejor razón que otro, por haber seguido al Rey en todas sus jornadas
de paz y guerra, con los buenos farautes e intérpretes que el Sultán
tenía, le hizo muy cumplida relación de todas las hazañas del Rey,
desde su nacimiento hasta el punto que le dejó en Barcelona. Lo cual
oído quedó el Sultán con todos los de su corte, extrañamente
maravillados, y de nuevo muy más aficionados al Rey. Hecha esta
relación los embajadores se despidieron del Sultán, el cual les
hizo particulares mercedes y dio joyas riquísimas, y para el Rey
mandó proveer las naves de mucha especiería con muchas aves y
extraños animales de las Indias orientales, y ofreciéndose muy
mucho de valer y servir al Rey con todo su poder en paz y en guerra
siempre que necesario fuese contra sus enemigos: los embajadores se
partieron de él con mucha gracia suya, y puestos en mar llegaron con
muy próspera navegación en Barcelona: donde hallaron al Rey, y le
contaron su felice viaje que de ida y de vuelta tuvieron, y de la
gracia y magnificencia con que fueron recibidos del Sultán, con las
demás cosas maravillosas que arriba dicho habemos, señaladamente de
la información tan cumplida que mandó se le hiciese de su
esclarecida vida y hechos, y de la atención y admiración grandísima
con que los oyó y
magnificò.
Finalmente las mercedes y favores que a la despedida les hizo: que
todas fueron particularidades para el Rey muy gustosas de oír. El
cual alabó mucho a los embajadores por su trabajo, diligencia e
industria con que se trataron y acabaron tan honoríficamente su
embajada, prometiendo tendría cuenta en recompensar tan insignes
servicios. Y también dando infinitas gracias a nuestro señor por
haberle dado un tan buen amigo en aquellas partes, de quien pudiese
valerse para la jornada de Jerusalén, si fuese servido de que en
algún tiempo la emprendiese.










Capítulo
VII. Del Maestre de Calatrava que vino al Rey por socorro contra los
infinitos Moros que pasaban de África a la Andalucía, y que convocó
cortes para que le ayudasen en esta jornada.






Pues
como al Rey no se le permitiese estar un punto ocioso en toda la
vida, sin algún ejercicio de guerra: acaeció que en acabar de oír
los embajadores que volvieron del Sultán, llegó a él don fray
Pedro Iuanés maestre de la orden y caballería de Calatrava, enviado
por el Rey de Castilla, y le dijo como habían pasado infinitos Moros
de África en la Andalucía, que ajuntados con los del Reyno de
Granada y de Murcia moverían mayor guerra que jamás se vio a toda
España: que le suplicaba en nombre del Rey y de la Reyna su hija se
apiadase de ellos, y de sus hijos nietos suyos, y que en tan
extremada necesidad no les faltase con su amparo y socorro. Oído
esto por el Rey no dejó de compadecerse mucho del Rey y Reyna de
Castilla, y porque se determinó de favorecerles, respondió al
maestre que pues él sabía la tierra por donde andaban los Moros, y
el número de ellos poco más o menos, y también era tan aventajado
y experto en la guerra le dijese su parecer cerca lo que debía hacer
y preparar para resistir a tanta morisma. A esto respondió el
Maestre, que le parecía debía su Real alteza ajuntar su ejército,
y por la vía de Valencia llegar a acometer a los del Reyno de
Murcia, los cuales con la venida de los de África se habían
rebelado contra el Rey don Alonso su señor, y dado al Rey de
Granada, que aprovecharía esto mucho para divertir tanta morisma.
Además de esto, convenía mandar poner en orden la armada por mar,
así para impedir el paso a los de África que cada día llovían
sobre el Andalucía: como para desanimar a los que habían pasado, y
para les tomar el paso a la vuelta, que sería asegurar esto la
victoria contra todos ellos. Diole también una carta de la Reyna su
hija, en que le rogaba lo mismo, porque la memoria de los disgustos
que su marido había dado siempre al Rey, no le causasen alguna
tibieza en el socorrerles. A todo respondió el Rey pareciéndole
bien lo que el maestre en lo del socorro había apuntado: Que en
ningún tiempo faltaría a los suyos, y mucho menos en ocasión de
tanta necesidad y trabajo: que juntaría mayor ejército que nunca
por mar y por tierra, y que por mejor socorrerles ofrecía de ir en
persona en esta jornada, que hiciesen lo que a ellos tocaba, que él
por su parte no faltaría a lo que debía.











Capítulo VIII. De qué manera entró el Rey de Castilla a señorear
el Reyno de Murcia y por qué causas se le rebeló.






Dice
la historia general de Castilla que cuando don Hernando el III Rey de
Castilla y León hubo ganado de los moros la ciudad de Córdoba, y
las villas del obispado de Iaen, después de la muerte de Abenjuceff
Rey de Granada, fue alzado por Rey en Arjona un Moro llamado Mahomet
Aben Alamir, al cual el Rey don Hernando ayudó a ganar el Reyno de
Granada y la ciudad de Almería. Entonces según la misma historia
afirma, no queriendo los Moros del Reyno de Murcia reconocer por Rey
a Mahomet, eligieron por señor de aquel Reyno a Boatriz. Pero
después, conociendo que no serían poderosos para defenderse del Rey
de Granada estando sujeto al Rey de Castilla, y favoreciéndole,
deliberaron de enviar sus embajadores al Infante don Alonso,
ofreciendo que le darían la ciudad de Murcia, y le entregarían
todos los castillos que hay en aquel Reyno desde Alicante hasta Lorca
y Chinchilla. Con esta ocasión el Infante don Alonso por mandato del
Rey su padre fue para el Reyno de Murcia, y le entregaron la ciudad,
y fueron puestas todas las fortalezas en poder de los Cristinanos, no
embargante que Murcia y todas las villas y lugares quedaron pobladas
de los Moros. Fue con tal pacto y condición, que el Rey de Castilla
y el Infante su hijo hubiesen (
vuiesen)
la mitad de las rentas, y la otra mitad Abé Alborque, que en aquella
sazón era Rey de Murcia, y que fuese su vasallo de don Alonso.
Sucedió que ya muerto el Rey don Hernando, estando el Rey don Alonso
en Castilla muy alejado de aquella frontera, los Moros del Reyno de
Murcia tuvieron trato con el Rey de Granada, que en un día se
alzarían todos contra el Rey don Alonso, porque el Rey de Granada
con todo su poder le hiciese la más cruel guerra que pudiese. Sabido
esto por el Rey de Granada, y que tenía ya de su parte al Reyno de
Murcia, como poco antes desaviniéndose con el Rey de Castilla,
tuviese hecho concierto con los moros de África, acabó con ellos
que pasasen gran número de gente a España, con esperanza que
tornarían a cobrar no solamente lo que habían perdido en la
Andalucía, pero el Reyno de Valencia. Y así para este efecto
pasaban cada día escondidamente gentes de Abeuça Rey de Marruecos.
También los Moros que estaban en Sevilla (dice la misma historia) y
en otras villas y lugares del Andalucía debajo del vasallaje del Rey
de Castilla, gente siempre infiel, y entonces sin miedo, por el
socorro de los de África, trataron para cierto día rebelarse todos,
y matar los Cristianos, y apoderarse de los lugares y castillos
fuertes que pudiesen, y aun tentaron de prender al Rey y a la Reyna
que entonces estaban en Sevilla. Pero aunque no les sucedió el
trato, no por eso dejaron los Moros del Reyno de Murcia de declarar
su rebelión, y cobraron la ciudad, y los más castillos que estaban
por el Rey de Castilla. Y el Rey de Granada con este suceso comenzó
la guerra contra el Rey de Castilla, por lugares de la Andalucía, y
estuvo en punto de perderse en breves días todo lo que el Rey don
Hernando en mucho tiempo había conquistado.











Capítulo IX. Como mandó el Rey convocar cortes en Barcelona para
que le ayudasen a la guerra contra los Moros de África y del
Andalucía.






Partido
el maestre de Calatrava con tan buen despacho, mandó luego el Rey
convocar cortes para Barcelona, y entretanto aprestar el armada por
mar, y hacer gente por tierra proveyéndose de todas partes de
vituallas y dinero para tan importante jornada. Llegados ya todos los
convocados del Reyno, y comenzadas las cortes, dioles el Rey muy
cumplida razón de las nuevas que tenía de Castilla, y de la extrema
necesidad en que estaba toda el Andalucía por la infinidad de Moros
de a caballo, y de a pie que por llamamiento del Rey de Granada
habían pasado a ella, porque juntados con los de Murcia y Granada
bastaban para emprender de nuevo toda España. Y que si no les salían
al encuentro por tierra, y también por mar les atajaban el paso, se
meterían tan adentro por toda ella, que llegarían a tomarlos dentro
de sus casas allí donde estaban. Que para prevenir tantos males
rogaba a todos le favoreciesen en esta empresa que tomaba sobre sus
hombros, por la general defensa de ellos y de toda España:
mayormente por atravesarse el peligro de la Reyna de Castilla doña
Violante su hija y de sus nietos, a los cuales no podía faltar hasta
emplear su propia vida por redimirla de todos ellos, pues ya el Rey
don Alonso de Castilla había comenzado la guerra contra el Rey de
Granada, por quien los Moros de África pasaban al Andalucía, y que
pues él daría sobre los de Murcia, tenía, con el favor de nuestro
señor, por acabada la empresa. Que pues los gastos para un a tan
importante guerra como esta habían de ser excesivos, y tan bien
empleados, le sirviesen con el Bouage: el cual para tan terribles e
inopinadas necesidades hasta aquí nunca se lo habían negado:
mayormente que determinaba él mismo en persona hallarse en esta
guerra, por el beneficio común y defensión de la religión
Cristiana, hasta morir por ella.






Capítulo
IX.
Que después de haber los Catalanes concedido el Bouage, disentió a
ello el Vizconde de Cardona, y de lo mucho que el Rey lo sintió, y
al fin consintió el Vizconde.






Acabado
por el Rey su razonamiento, como los de las cortes entendieron lo que
pasaba de la venida de los Moros, y le evidente necesidad y trabajo
en que estaba puesta toda España: y más que siendo tantos los
enemigos, venidos de allende, y juntados con los de Granada se
extenderían por todas partes, y que no perdonarían a Valencia ni a
Cataluña: considerando todo esto, y también que sería mucho mejor
hacer guerra a los enemigos de lejos, que no esperar a echarlos de
casa, condescendieron todos con el Rey en su justa demanda. Y no solo
le concedieron el Bouage: pero aun prometieron de ponerle la armada
en orden y de proveérsela de todo lo necesario: ofreciéndole sin
esto de valerle en esto y en todo lo demás que conviniese a su
servicio. Estando el Rey muy contento y satisfecho de la liberalidad
con que se le ofrecían a valerle en esta empresa, queriendo hacerles
gracias por todo, y cerrar el acto de la promesa para concluir las
cortes: don Ramon Folch Vizconde de Cardona que asistía en ellas se
opuso, diciendo que disentía en todo lo concedido al Rey, si primero
no desagraviaba a ciertos pueblos, mandando recompensarles los daños
y menoscabos así causados por él, como de vasallos contra vasallos,
que a la sazón se hallaban por rehacer. Y que hasta ser esto hecho y
cumplido no consentía en lo decretado por las cortes. El Rey que oyó
esto, viendo que en el tiempo que más trabajados y perdidos andaban
los Reynos, se anteponían los daños particulares al universal
provecho de todos, se sintió tanto de ello, que como de cosa muy
desmesurada y contra toda razón, perdió la paciencia: y sin más
aguardar la ceremonia acostumbrada, se levantó del solio Real,
determinado de despedir del todo las cortes, e irse de la ciudad
dejándolo todo confuso: y que cada uno se defendiese como pudiese.
Mas como todos conociesen la misma razón que el Rey, se le echaron a
pies suplicándole se detuviese, que se remediaría todo,y vueltos al
Vizconde acabaron con él que desistiese de su oposición y
dessentimiento.
Por donde el Rey se aquietó, y la concesión del tributo se ratificó
de nuevo por el Vizconde con los demás votos de los estamentos y
brazos del Reyno: y se concluyeron las cortes con mucho
contentamiento y satisfacción del Rey y de todos, y les hizo muchas
gracias por ello.


Capítulo
X. Como el Rey nombró por general del armada a su hijo don Pedro
Fernández, y que Laudano judío anticipó todo el tributo del
Bouage, y de las cortes que se convocaron en Zaragoza.






Concedido
el Bouage al Rey, y puesta la armada en orden, nombró por general de
ella a don Pedro Fernández su hijo, mozo gallardo y belicoso que lo
hubo en una dueña llamada doña Berenguera hija de don Alonso señor
de Molina, de la cual se hablará en el libro siguiente. Fue este don
Pedro a quien el Rey dio la villa y señoría de Híjar (Yxar) en
Aragón, de la cual tomaron apellido él y sus sucesores hasta en
nuestros tiempos, como adelante diremos. Pues como la venida de los
Moros fuese cierta, y que repartidos por los Reynos de Granada y
Murcia, se aparejaban para mover cruel guerra contra Cristianos,
comenzando ya a tomar algunas villas y castillos en el Reyno de
Córdoba: se halló el Rey algo atajado por no haber aun cobrado, ni
era posible, el servicio del Bouage, sobrando la necesidad de poner
en orden la armada con los demás aparatos de guerra. Para lo cual se
ofreció pronto pagador, y que anticiparía todo el Bouage, un judío
llamado Laudano de los más ricos de España, que entonces era
Thesorero del Rey, y ofreció de prestarle todo el dinero que
necesario fuese, así para sacar la armada con las municiones y
bastimentos necesarios, como para pagar el ejército, y poner de
presto la guarnición de gente en los lugares fuertes del Reyno de
Valencia fronteros a al de Murcia, y que se contentó con sola la
consignación que el Rey le hizo del bouage, con las demás rentas
Reales de Cataluña de aquel año para pagarse de lo anticipado.
Hecho esto el Rey se vino para Zaragoza, donde mandó hacer gente con
diligencia para esta guerra, y nombró algunos principales Aragoneses
por capitanes, a fin que acudiesen luego con la gente hecha a
juntarse con la de Cataluña en Valencia: todo para favorecer al Rey
de Castilla su yerno. Pues como para los mismos gastos hubiese de
imponerse tallon a los Aragoneses, llegado a Zaragoza mandó convocar
cortes generales para todo el Reyno en ella. A donde se juntaron
todos los señores de título, y Barones del Reyno, con los síndicos
de las ciudades y villas Reales, juntamente con los magistrados y
oficiales Reales de la misma ciudad. Se congregaron en el monasterio
y casa insigne de frailes Dominicos. Allí pues sentado el Rey en
lugar alto y patente para todos les declaró su propósito con las
palabras siguientes.






Capítulo
XI. Del largo razonamiento que el Rey hizo a los Aragoneses pidiendo
le favoreciesen para los gastos de la guerra, como lo habían hecho
los Catalanes.






Yo
creo, que no ignoráis todos cuantos aquí os halláis congregados,
como desde mi tierna edad he empleado toda la vida en perpetua guerra
con las armas en las manos, y que me ha cabido en suerte que ningún
tiempo se me haya pasado en ocio, ni regalo: sino que por el bien
común, y la salud y ampliación de mis reynos, he puesto siempre mi
persona a todo riesgo y peligro. Pues como sabéis los primeros y
postreros años de mi mocedad no solo los empleé en defenderme de
las persecuciones de los míos, y en apaciguar y quitar todas las
distensiones de mis Reynos: pero también ocupé la edad siguiente en
las conquistas de Mallorca y Valencia. Y que así en esto, como en
las cosas del gobierno, ni en paz ni en guerra, he faltado jamás a
lo que debo a la Real y debida virtud de mis antepasados: antes creo
haber no poco acrecentado el nombre y estado de ellos. Pues a los dos
Reynos que en muchos siglos ganaron y me dejaron por herencia, yo he
añadido otros dos, Mallorca y Valencia, que por mi mano y las
vuestras he conquistado. De manera que para la conservación y
fortificación de ellos, no queda sino juntar el tercero que es el de
Murcia. Porque sin este, ni el de Valencia se puede bien defender, ni
sin los dos mantener el de Mallorca. El cual perdido, no solo
Cataluña perdería el Imperio y poder absoluto que tiene sobre la
mar para toda comodidad de su navegación y mercadurías: pero
también Aragón volvería a estar sujeto a las correrías y
cabalgadas que sobre si tenía antes de los Moros de Valencia. Lo
cual bien considerado por los Catalanes vuestros hermanos y
compañeros en las conquistas, como hombres de buen discurso y
prudentes, se han mucho acomodado, y preciado en favorecer nuestra
empresa: teniendo respeto a que de tan continuo uso de pasar los
Moros de África en el Andalucía, y juntarse con los de Granada y
Murcia, se puede recrecer, así para los Reynos comarcanos de
Valencia y Aragón, como para toda España, una común y general
destrucción como la antigua pasada. Y así pareciéndoles que les
está mejor la guerra de lejos que esperarla en sus casas, no solo se
han ofrecido a servirnos con sus personas y vidas en esta jornada:
pero como sabéis nos han concedido con mucha liberalidad el servicio
del Bouage. Y cierto que no hallamos por qué este Reyno, que no
menos está sujeto a los trabajos de esta guerra contra Moros que
Cataluña, no nos deba ayudar con semejante servicio para esta
empresa: pues no se ha de emplear en otros usos que contra Moros, y
en librar a mi hija y nietos de tan manifiesto peligro y destrucción
(destruycion) de sus Reynos, como se les apareja. Y es justo, que
pues se trata de guerra y armas que han de valer para la común
defensa de todos, que donde se alargan tanto en valernos los
Catalanes con el servicio ya dicho, que los Aragoneses, debajo cuyo
nombre y apellido se han conquistado estos Reynos, y sois siempre los
protectores de ellos, os alarguéis y mucho más en favorecernos.






Capítulo
XII. De lo que un fraile dijo en acabando el Rey su plática, y como
los ricos hombres sintieron mal de la demanda, y se apartaron del Rey
pidiéndole cierta recompensa de daños.






En
acabando de hablar el Rey, súbitamente apareció enfrente de él en
otro púlpito, un religioso de la orden de los Menores, el cual
movido de si mismo sin haber dado parte a nadie de su propósito,
comenzó a exhortar con grande fervor a todos para seguir con sus
personas y haciendas al Rey en esta guerra. Y después con muchas
razones y ejemplos abonó la demanda del Rey: añadió que un
religioso de su orden había tenido revelación del cielo, y que un
Ángel le había dicho, que el Rey de Aragón había de restaurar a
toda España, y librarla de la persecución y peligro en que los
infieles la habían puesto. Como esto oyeron los ricos hombres se
maravillaron mucho de esta novedad del fraile, y como de fingido
sueño burlaron de ella, y tanto más se endurecieron cerca la
demanda del Rey, abominando el nombre de Bouage, lo que nunca en
Aragón se había nombrado, y por eso estaban muy sentidos todos los
de las cortes, quisiese introducir nuevas maneras de vejar al pueblo,
y desaforar los ricos hombres y caballeros, con alegar lo que le era
concedido en Cataluña, que era tres doblada tierra, y que todo
cargaría sobre el pueblo. Sabiendo el Rey esto, mandó llamar ocho
más principales de ellos, los que mostraban estar más sentidos y
escandalizados de la demanda: siendo el caudillo, y el que más se
señalaba entre todos, su propio hijo Fernán Sánchez, que
extrañamente se preciaba de contradecirle. Fue este el que ya antes
en vida de don Alonso su hermano, se había mostrado por él muy
parcial contra el Rey su padre: y así abrazó esta nueva ocasión
para hacer lo mismo, con apellido que defendía y peleaba por la
libertad de su patria, y con esto desenfrenadamente se desbocaba
contra el Rey. De manera que para impedir el Bouage, con el cual
(como él decía) su padre quería de los Aragoneses hacer bueyes
para mejor cargarlos, se hizo caudillo del contrabando del Rey:
juntándose con él don Ximen de Vrrea, y don Bernaldo Guillen
Dentensa con los otros llamados. Los cuales fueron ante el Rey, y le
oyeron, pero nunca pudieron ser convencidos de él, por muchas y muy
santas razones que les propuso. Pues ni por la necesidad urgente de
la guerra, ni por el ejemplo de los Catalanes, ni por la fé y
palabra que les daba sobre su corona Real que restituiría en todo y
por todo la rata parte en que los ricos hombres y barones
contribuirían en el servicio: y más, que haría fuero y ley
expresa, que en ningún tiempo pudiese ser demandado, ni impuesto
semejante tributo en Aragón: todo esto no bastó para atraerles a la
voluntad del Rey: antes se endurecieron de manera que tomaron esto
por ocasión para hacer nuevas demandas y formar quejas contra él.
Por donde no solo le negaron lo que pedía: pero aun algunas cosas
que el Rey debajo de buen gobierno había mandado hacer en beneficio
del Reyno, querían que las revocase, diciendo que habían resultado
en daño y perjuicio de los ricos hombres, y sobre ello pusieron sus
demandas. Para esto enviaron a Calatayud, donde el Rey se había
pasado de Zaragoza, a don Bernaldo Guillé Dentensa y a don Artal de
Luna, y a don Ferriz de Liçana, (los tres más familiares y privados
que el Rey solía tener) los cuales con seguro que les fue dado, en
presencia de todo el pueblo dieron por escrito los agravios que
pretendían haber recibido y recibían de cada día de su Alteza.
Estos fueron muchos, y los principales tocaban en general a la
libertad del Reyno, y en particular a los intereses y provecho de los
ricos hombres y caballeros. Y porque a lo general y particular de sus
demandas dio el Rey su respuesta y descargo: allanándose en algunos
cabos, y en otros cargándoles a ellos mucho la mano, y que ni por
eso hubo en ellos enmienda, quedándose las cosas como antes (según
Surita en sus Annales copiosamente lo refiere) no
haura
por qué detenernos aquí, ni hacer mención en particular de todo
esto. Mas de que siendo los que se tenían por muy agraviados, con
los arriba nombrados, don Guillen de Pueyo nieto del que murió en el
cerco de Albarracín en servicio del Rey, y don Atho de Foces hijo de
don Ximeno, y don Blasco de Alagón nieto de don Blasco el de
Morella, ninguno pretendía más serlo, ni quien más ásperamente se
querellase del Rey, que don Fernán Sánchez su hijo: haciéndose
(como dicho habemos) caudillo de los querellantes. Esto le llegó al
Rey tanto al alma, y formó en si tan cruel odio contra Fernán
Sánchez, cuanto después se vio por la ejecución del. Pues como por
mucho que el Rey mostrase voluntad de querer a buenas y con quietud
satisfacer a todas estas demandas, era tanta la turbación y cólera
con que trataban estos negocios los querellantes, pretendiendo salir
con todo, sin querer escuchar los medios que el Rey daba para llegar
a concierto, que no se pudo tomar resolución alguna con ellos por
entonces.






Capítulo
XIII. Que los Barones y ricos hombres hicieron liga entre si, y se
apartaron del Rey, el cual fue con gente sobre las tierras de ellos,
y como comprometieron sus diferencias en los Obispos.





Pues como los
señores y Barones perseverasen en su pertinacia y reyerta de no
querer escuchar las demandas del Rey sin que primero satisficiese a
las de ellos, y de ver esta distensión entre las cabezas anduviese
varia y libre la gente popular para seguir a quien quisiese, llegaron
las cosas del Reyno a tanta turbación, que luego se descubrieron
muchos que tomaron por propia la querella y tesón de los señores y
Barones contra el Rey, y muchos por lo contrario la del Rey contra
los Barones. Puesto que por el apellido de libertad prevalecía esta
parte contra la Real, y esta sola voz de libertad se sentía en boca
del pueblo. Con esto se animaron tanto los señores a defender (como
ellos decían) los fueros y libertades del Reyno, siendo siempre el
principal de ellos Ferrán Sánchez, que sin más aguardar ni
escuchar los nuevos partidos que el Rey les movía, comenzó él con
su suegro Urrea, y los demás del bando a salirse de Zaragoza para
juntarse en Alagón: donde se confederaron e hicieron liga entre si.
Y así acabaron de turbarse las cosas del todo. Con esto se
concluyeron las cortes muy fuera del orden acostumbrado, y como los
Barones y pueblo se pusieron en armas, también el Rey se salió de
Calatayud y partió para Barbastro con sus criados y gente de
guardia, y algunos de a caballo que salieron tras él, y otros que
por el camino se le iban allegando. Como llegase a Barbastro, luego
con seguro, fueron ante él los mismos, temiéndose de lo que después
avino, pero no se concluyó con su venida ningún asiento, y quedaron
las cosas en mayor rompimiento. De allí pasó el Rey a Monzón,
donde formó de presto un buen escuadrón de gente de a caballo con
los de la tierra y otra gente de a pie que le acudieron de Cataluña.
Porque no faltaron algunos señores y barones de Aragón que le
siguieron, con los concejos de Tamarit y Almenara. De suerte que
salió con toda esta gente en campaña, y dio sobre algunas villas y
castillos de los ricos hombres que se le rebelaron: entre otras tomó
las tierras de don Pero Maça, y de don Fernán Sánchez su hijo,
publicando guerra a fuego y a sangre contra todas las tierras de
rebeldes. Como oyeron esto los señores y barones, dejaron las armas
y enviaron nueva embajada al Rey, suplicándole fuese servido que
estas diferencias no se llevasen por fuerza de armas, sino que se
averiguasen por vía de justicia: que pondrían aquel hecho en juicio
de prelados (
perlados).
Esto hicieron porque conocían la condición del Rey a quien ninguna
cosa era tanta parte para hacer dejar las armas de las manos como el
requirirle lo remitiese todo a justicia. Y así se comprometió por
ambas partes en poder y juicio de los Obispos de Zaragoza y Huesca, y
se obligaron de estar a lo que se determinase por ellos, así en lo
de las diferencias ya dichas, como sobre la pena en que habían
incurrido por haberse unido y tratado contra la autoridad del Rey: y
que también juzgasen si se les habían de restituir los lugares que
tenían en honor. A todo esto vino el Rey bien y se obligó de estar
a la determinación de los mismos jueces. Y con esto de parte de los
ricos hombres se dio tregua al Rey hasta que volviese de la guerra de
los Moros del Reyno de Murcia y quince días más, y se ofrecieron a
servirle en ella.








Capítulo XIV. De las
cortes que el Rey tuvo en Exea de los caballeros y de los estatutos
que mandó publicar en ellas, y como se pregonó la guerra contra
Murcia, y la gente que llevó de Zaragoza.






Teniendo el Rey nuevas
cada día de los capitanes que estaban en guarnición en la frontera
del Reyno de Murcia, como la guerra de los Moros que pasaron de
África iba lenta, sin pasar hacia lo de Murcia, a causa de no haber
entre ellos caudillo, ni general de la guerra: y también por no
haber sido bien recibidos del Rey de Granada, por ser gente inútil y
canalla y que solo se entretenían, sin señalar jornada alguna:
determinó entre tanto asentar la concordia tratada de palabra con
los nobles y ricos hombres: y para que constase por acto público,
mandó convocar a cortes para Ejea de los Caballeros, dicha así, por
los muchos caballeros que en tiempos pasados cansados de llevar las
armas a cuestas, y de seguir la guerra, se habían retirado a vivir
allí, por ver aquella villa, por su comodidad y fertilidad de campo,
de las principales del Reyno. A donde ajuntados los convocados, mandó
el Rey escribir y sacar en limpio las leyes y fueros que en las
precedentes cortes se habían establecido, y quiso que se publicasen
y firmasen de nuevo. Las cuales en suma fueron, que ni el Rey, ni sus
sucesores diesen caballerías de honor, ni oficios de la guerra sino
a parientes de los ricos hombres, naturales del Reyno, y en ninguna
manera a extranjeros. Que ningún señor Barón, ni noble pagase
bouage, que en Aragón corresponde a herbaje. Que las diferencias que
se ofreciesen entre el Rey y los nobles, se juzgasen y averiguasen
por el justicia de Aragón, aconsejándose con los señores y nobles
que no fuesen interesados en las tales diferencias, y que también
juzgase sobre las que se le ofreciesen entre los mismos señores y
nobles. Que el Rey no diese oficios de honores, ni de la guerra a sus
hijos de legítimo matrimonio procreados, si no fuese de generales o
supremos capitanes del ejército. Estos son los fueros y capítulos
que se publicaron en estas cortes. Lo cual hecho, recibió el Rey en
aquel mismo punto cartas del Rey de Castilla su yerno, en que le
decía cómo había movido guerra de nuevo contra el Rey de Granada
por haber dado favor y ayuda a los de Murcia, para que se le
rebelasen, y echasen a sus gobernadores de ella. Por eso le suplicaba
se diese toda la prisa posible en venir a tiempo para dar contra
ellos y para recuperarle aquel Reyno, el cual solía antes (como
dicho habemos) por no sujetarse a la señoría y mando del Rey de
Granada, estar debajo el amparo de los Reyes de Castilla: y pagarles
su tributo y parias, y poner los gobernadores para el regimiento de
la tierra. Entendido esto por el Rey, concluyó las cortes, y a la
hora mandó publicar la guerra de propósito contra el Reyno de
Murcia: pues para ella le había concedido ya el sumo Pontífice
Clemente IV la bula de la santa Cruzada con muchas indulgencias para
los que siguiesen esta guerra contra Moros. Y así fue grande el
concurso de soldados que de toda España acudieron a ella. Fueron los
predicadores de esta indulgencia apostólica el Arzobispo de
Tarragona, y el Obispo de Valencia, que como espirituales caudillos
de esta guerra contra infieles se hallaron en ella. De manera que
vuelto el Rey a Zaragoza, mandó hacer hasta dos mil caballos, y
fueron los principales capitanes nombrados para esta guerra sus dos
hijos, el Príncipe don Pedro, y el Infante don Iayme, el Vizconde de
Cardona, y don Ramón de Moncada. Los demás señores de Aragón de
encolerizados contra el Rey por lo pasado, y por el estrago hecho en
sus tierras, se fueron a ellas y no siguieron la persona del Rey por
entonces, sino don Blasco de Alagón que nunca le faltó, como el
mismo Rey lo escribe. Puesto que fueron después poco a poco en su
seguimiento casi todos teniendo por muy afrentoso faltar a su Rey en
tal jornada.













Capítulo XV.
Como pasando (
passando)
el Rey por Teruel pidió a la ciudad le ayudase con algunas vituallas
para esta guerra, y del grande y suntuoso presente que le dieron
puesto en Valencia.







Partiendo el
Rey de Zaragoza para Valencia con la gente de a caballo hecha, y la
que iba haciendo de camino: llegó a vista de Teruel, y como
creciendo cada día de gente, le faltasen las vituallas entró en la
ciudad, donde fue suntuosamente recibido, y luego mandó convocar los
principales de ella. A los cuales manifestó la causa de su venida, y
empresa, y como había sido forzado de emprender esta guerra contra
los Moros de Murcia, no solo por cobrar aquel Reyno para don Alonso
su yerno al cual se había rebelado: pero también por impedir que
los de Granada con cuyo favor y ayuda se habían rebelado los de
Murcia, no se juntasen con ellos, y diesen sobre el Reyno de
Valencia: y de ahí pasasen a Aragón y Cataluña sus vecinos. Y como
por esto le apretase el tiempo, y más el cuidado de sustentar el
ejército, les rogaba mucho le acudiesen con lo que se hallasen a
mano para
occurrir
a tanta necesidad: que se les recompensaría luego con las rentas
reales que para ello les consignaría. Oída la demanda por los del
regimiento, hecho su acatamiento, se retiraron a una parte de la
sala, y consultando con los principales hidalgos de la tierra, fue
resuelto entre ellos, que al Rey se le hiciese tan grande servicio
como la ciudad y comunidad pudiesen, y mayor que a ningún otro de
sus antepasados jamás se hubiese hecho por ella: determinados en
esto, uno de los más principales hidalgos de la ciudad llamado (como
dice la historia Real) Gil Sánchez Muñoz hijo de aquel Pasqual, de
quien se habló arriba en el libro tercero, respondió por todos.
Serenísimo Rey y señor nuestro, como la obligación que al servicio
de vuestra Alteza tenemos, sea mayor que a ningún otro de sus Reyes
antepasados (antipassados), por los muchos favores y mercedes que a
los de esta ciudad y comunidad ha siempre hecho en servirse y valerse
de nuestras personas y armas en cuantas jornadas y empresas de guerra
hasta aquí se han ofrecido contra moros: y que de hoy más las
esperamos mayores, para lo demás que se ofreciere: somos contentos
de emplear también agora nuestras haciendas en su Real servicio, y
ayudar a vuestra Alteza en proveer su ejército para esta empresa de
Murcia, con lo siguiente. Que daremos luego de presente puesto en
Valencia con nuestras recuas y a costa nuestra. Cuatro mil cahíces
de pan: los tres mil en harina, y los mil en grano: con otros dos mil
cahíces de cebada. Más veinte mil carneros, y dos mil vacas: y si
menester fuere serviremos con más. También por agora albergaremos a
vuestra Alteza y a todo su ejército lo mejor que podremos.
Maravillado el Rey de tan magnífico y rico presente con tanta
liberalidad ofrecido por los de Teruel: acordándose de la recién
injuria y cortedad de los de Zaragoza, volviose a los suyos y
sonriendo les dijo:
Por ventura diera más Zaragoza por fuerza,
que Teruel ha dado de grado?
Haciendo pues el Rey muchas gracias
a la ciudad, y estimando su servicio y socorro tan principal, en
tiempo de tanta necesidad, en lo que era razón, ofreció de hacerles
por ello muy larga recompensa: y a petición de ellos les dejó dos
alguaciles (
alguaziles)
para que en nombre suyo fuesen por las aldeas, y lugares de la
comunidad a recoger el presente. Dicen algunos escritores (aunque la
historia del Rey lo calla) que mandó el Rey consignarles la
recompensa sobre las rentas Reales de la ciudad. Pues como partido el
Rey de allí llegase a Valencia, y luego acudiesen los de Teruel con
su presente, recibiolos con grande contentamiento: quedando toda la
Corte, y más los Síndicos de las ciudades y villas Reales de los
tres Reynos que la seguían muy maravillados de ver tan magnífico
presente. Mandó pues el Rey (como algunos dicen) proveer de mucho
arroz, azúcar, y pasas (
passas),
a los de Teruel, porque no se volviesen con las manos vacías.








Fin del libro décimo
sexto.


















domingo, 17 de octubre de 2021

CAPMANY.

CAPMANY.


Como
esta memoria fue la primera obra con que apareció Guillermo Forteza
en el mundo literario, no es por demás la inserción del acta de la
sesión pública que celebró la Academia de Buenas Letras de
Barcelona
, en 2 de Noviembre de 1856, para la adjudicación del
premio ofrecido por la docta corporación al mejor trabajo sobre el
ilustre filólogo; y el oficio con que participó su triunfo al autor
premiado. Dicen así estos documentos:


«Sesión
pública del 2 de Noviembre de 1856. - Abierta la sesión a las 12
1/2 de la tarde bajo la presidencia del Exmo. Señor Gobernador de
la Provincia
, y con asistencia del Exmo. Sr. Regente de la
Audiencia territorial, del M. I. Sr. Alcalde Constitucional y una
Comisión del Exmo. Ayuntamiento, del M. I. Sr. Rector de la
Universidad, de varias Comisiones de las Corporaciones literarias y
científicas de esta capital, y del mayor número de SS. Académicos,
el Vice-presidente de la Academia expresó que el objeto de la sesión
era el de dar cuenta de los trabajos de aquella desde el 2 de julio
de 1842 y del resultado del curso abierto con el programa de 22 de
diciembre de 1853 у la entrega del premio adjudicado al autor
de la Memoria que lleva por epígrafe: Tan bello es morir por la
patria, como útil vivir por ella
, considerada como digna del
ofrecido para el mejor juicio crítico de las obras de D. Antonio de
Capmany y de Montpalau.


Acto
continuo el infrascrito Secretario pasó a leer la reseña de los
trabajos de la Corporación; abriéndose, después de terminada la
lectura, el pliego que contenía el nombre del autor de la Memoria
premiada, que resultó ser D. Guillermo Forteza, y quemándose los
pliegos que contenían los nombres de los Autores de las otras no
premiadas. En seguida el Secretario 2.° de la Academia D. Pedro
Codina, leyó algunos fragmentos del trabajo que ha sido objeto del
premio, y la sesión se cerró con algunas breves palabras que el
Exmo. Sr. Presidente dirigió a la Corporación, dándole gracias por
la presidencia de este acto que le había conferido.
El
Secretario I.° - Manuel Durán (Duran) y Bas.»


«
Academia de Buenas Letras de Barcelona. - Habiéndose procedido en el
acto de la sesión pública celebrada por esta Academia en el día de
hoy a abrir el pliego que contenía el nombre del autor de la Memoria
en que se hace el juicio crítico de las obras de D. Antonio de
Capmany y de Montpalau y estaba encabezada con este lema:
Bello
es morir por la patria, pero es más provechoso vivir por ella
(arriba: Tan bello es morir por la patria, como útil
vivir por ella
), en razón a haber sido declarada en sesión
de 17 de Junio último acreedora al premio ofrecido en el programa de
22 de Diciembre de 1853, ha resultado contener el nombre de V.


Lo
que, con remisión del título que le acredita como Socio honorario
de la Academia, tengo el honor de participar a V. para su
conocimiento y satisfacción.


Dios
guarde a V. m. a. - Barcelona 2 de Noviembre de 1856. - M.
Duran y Bas, Secretario I.° - Sr. D. Guillermo Forteza
(22-12-1853, 2-11-1856. Casi 3 años de diferencia)



___



CAPMANY.


                Tan
bello es morir por la patria, como útil vivir por ella.


Entre
la muchedumbre de varones esclarecidos que en todos tiempos se han
consagrado al cultivo de las artes y ciencias, obsérvanse dos clases
muy distintamente caracterizadas. Ingenios hay cuyo único móvil es
la gloria. Girasoles de este astro vivificador, se agostan enfermizos
cuando su resplandor no los inunda; pues su fuerza, más que en ellos
mismos, reside en el aplauso ajeno. Si están encariñados por sus
trabajos intelectuales, tan sólo es porque les sirven de hincapié
para llegar al objeto de sus constantes aspiraciones. ¡Lastimoso
extravío, que pone muchas veces a merced de la multitud antojadiza
el porvenir de un talento elevado!


Hay
otra rara y nobilísima clase de ingenios que sacrifican a la
popularización de ideas provechosas y fecundas su vida entera y
hasta su genial inclinación a la gloria. Aman el sacerdocio de la
verdad o de la belleza artística, no cual honroso paliativo para
disimular una frenética sed de elogios, sino por lo que vale en sí,
por ser, después de la virtud, la misión más digna del hombre, la
que hace brillar con más tersura el sello divino impreso en su alma.
El galardón más soberano que apetecen es aquella tan escondida y
regalada fruición, manantial de fuerza y dulzura que brota entre las
asperezas del trabajo y del deber, goce supremo que experimentamos
cuando contribuimos con todo el lleno de nuestras facultades a
realizar las altas miras de la Providencia sobre la humanidad.
¿Qué
les importa que ciña laurel sus sienes o adorne su tumba? La
desdeñosa indiferencia de sus contemporáneos no los retrae de sus
estudios favoritos; el incienso popular no los desvanece ni engríe.
Viven sin conocer apenas las embriagadoras emociones de la vanidad
satisfecha, ni el tormentoso anhelo de la vanidad menospreciada que
se desangra para conquistar la atención y los encomios. Mueren
tranquilos por haber cooperado con todas sus fuerzas al
perfeccionamiento moral de la sociedad. A esta última clase
pertenecía D. Antonio de Capmany (1) y de Montpalau.


Oriundo
de una familia cuya casa solariega radicaba en Gerona, nació en la
capital de Cataluña en 24 de noviembre de 1742. Después de haber
seguido los estudios de humanidades y lógica en el colegio episcopal
de la misma ciudad, el recio temple de su alma le movió a seguir
temprano la carrera militar. Llegó al grado de subteniente de tropas
ligeras de Cataluña, hallándose en la guerra de Portugal de 1762.
Solicitó y obtuvo su retiro en 1770, contrayendo después matrimonio
en la villa de Utrera, y entregándose a sus anchuras al cultivo de
las letras con aquella portentosa tenacidad y nunca desfalleciente
ardor que hicieron de su vida una preciosa cadena de tareas
literarias. La fama de su talento y erudición indujo a las academias
de Barcelona (II) y Sevilla a nombrarle su socio, y a la Real de la
Historia su secretario perpetuo en 1790. Si bien algunos aseguran que
Campany viajó por Francia, Italia, Alemania e Inglaterra; el
respetable D. Manuel Milá opina (*) que dicha suposición es
inverosímil, “pues ningún recuerdo personal, relativo a estos
países, se halla en sus diferentes obras, lo que, atendido su
carácter y su manera de escribir, no es compatible con la realidad
de dichos viajes. “
(*) Capmany, art. I.° publicado en el
Diario de Avisos de Barcelona del 20 de junio de 1854.

En
1808 se fugó de Madrid abandonando todos sus intereses, y hasta su
mujer y nuera, para no contemporizar con el gobierno usurpador.
Asistió a las célebres Cortes de Cádiz en calidad de diputado
por Cataluña
, y a pesar de dirigir en pocas ocasiones la palabra
al congreso nacional, brilló en estas por su ardiente amor patrio y
la vigorosa ingenuidad de sus opiniones (*).
(*) Si bien firmó
la célebre carta política del año 12, no debió intervenir muy
directamente en su redacción, si es cierto lo que cuentan que
preguntado acerca del mérito de aquella, contestó: «sólo un
requisito le falta, estar escrita en castellano




Atacado
de la peste murió en Cádiz en noviembre de 1813 (III).
Sus
cenizas han reposado en aquella ciudad hasta que recientemente han
sido trasladadas a Barcelona.
___


No
era el ilustre barcelonés una de aquellas inteligencias sublimes y privilegiadas que, ora personifiquen las tendencias y
aspiraciones del siglo en que resplandecen, ora con indomable
voluntad se opongan a su inmenso empuje y preponderancia, son siempre
las columnas de fuego que guían a la humanidad por los desiertos del
mundo moral. Modesto soldado del pensamiento, pertenecía sí a esa
numerosa falange de ingenios ágiles y activos que, siempre
prontos a preparar el terreno para la aclimatación de las ideas,
siempre a la vanguardia de la ilustración, constituyen la verdadera
fuerza intelectual de las naciones.


Una
sed insaciable de investigaciones eruditas, el deseo de popularizar
nuestra literatura, y aquel su paciente amor al idioma castellano,
fueron los móviles secundarios que impulsaron a Capmany a enriquecer
las letras españolas con tantas producciones, a cual más
importante. Su móvil principal, la savia de su existencia como
hombre y como escritor, fue la más grande y heroica de las pasiones:
el patriotismo.


Sus
producciones, dirigidas unas veces a desenterrar el glorioso pasado
de nuestra nación, otras a labrarla un porvenir literario, algunas a
defender su independencia política y social, todas tienden a
coadyuvar a su perfeccionamiento y regeneración. Por esto las
producciones de Capmany, hasta las menos perfectas, tienen
incontestables títulos a la simpatía y gratitud de los españoles.


Antes
de recorrerlas indicaré las cualidades exclusivamente literarias que
caracterizan a nuestro escritor.


La
que más descuella es cierta energía que alguna vez raya en
aspereza. La expresión nervuda de sus conceptos participa en gran
manera de la franqueza brusca que constituye la base del castizo
carácter catalán (IV).
(muy aragonés, por cierto)


Tan
briosa robustez se armoniza muchas veces con aquella gallarda soltura
que tan bien sienta a la frase castellana. Entonces la de
Capmany puede servir de modelo.


Distínguese
también nuestro autor por la transparencia de los conceptos
límpidamente reflejados en su estilo. La falta de tan preciosa
cualidad arguye por lo común una concepción incompleta. En efecto:
a muchos se les antoja lumbre clara y distinta cierta luz crepuscular
que asoma en el espíritu y anuncia el nacimiento de una idea. Por
esto la huella nebulosa que imprimen en su estilo corresponde a la
oscuridad de su mente.


El
lenguaje de Capmany se recomienda por la pureza y la propiedad, dotes
ambas esenciales a todo buen hablista. Encuéntrase desnudo de
provincialismos, de calificativos inútiles; y los epítetos suelen
ser excogitados con sumo acierto. Su clausulado puede servir, en
general, de turquesa para modelar el que hoy día cuadra a los
escritores castellanos. Tan distante de aquella vana pompa y
numerosidad (indicio no pocas veces de una concepción macilenta y de
un juicio flojo e inseguro) como de una exagerada sequedad, Capmany
concilia la holgura de nuestro idioma con lo pronunciado y
vigoroso del pensamiento.


Procuraremos
examinar las obras del esclarecido barcelonés
con una detención proporcionada a su importancia y mérito,
deslindando para proceder con más orden, los caracteres literarios
que descuellan entre la multiplicidad de asuntos que ejercitaron su
flexible ingenio, agrupando bajo estas diferentes secciones sus
escritos principales. Consideraremos pues a Capmany, bajo los
distintos aspectos de filólogo, crítico, humanista, historiador y
satírico.




CAPMANY
FILÓLOGO.


Dotado
el insigne catalán (catalán; en el original no ponen
tilde en an, on, pero sí en exámen
) de un espíritu
pacientemente observador y en extremo analítico, las investigaciones
filológicas llamaron muy pronto su atención. Las suyas
versan generalmente sobre el examen comparativo de las
lenguas castellana y francesa, cuyos más recónditos secretos
poseía (y por supuesto, de la lengua occitana, de la cual el catalán es uno más de sus dialectos). Pocos han sabido como él
caracterizar con tamaña lucidez la índole respectiva de
ambos idiomas, ni amenizar con tan felices rasgos de ingenio y
tanta familiaridad de estilo la natural aridez de tales trabajos.
Esta rara y envidiable manera de tratar los asuntos científicos, tan
distante del tecnicismo presuntuoso, con que muchos rodean de
espinas las nociones más triviales, es uno de los caracteres
distintivos de nuestro sabio.


Al
recorrer sus escritos filológicos procuraré al mismo tiempo indicar
la filiación de los mismos.


El
primero de ellos en el orden cronológico es la obra intitulada:
Discursos analíticos sobre la formación y perfección de las
lenguas y sobre la castellana en particular. - Madrid, 1776. Está
dividida en cuatro partes. La primera trata del origen de las
lenguas; la segunda del de la española; en la tercera manifiesta el
autor la imperfección de nuestro idioma; y en la cuarta sus
buenas cualidades gramaticales y su preferencia en este punto a otros
idiomas vulgares y, particularmente, al francés.


Concentremos
nuestra atención en el párrafo tercero de este importante trabajo;
pues en él resalta una idea capital muy en contradicción con otras
vertidas por Capmany en obras posteriores. En efecto: encarece aquí
el vuelo sublime que tomó el idioma desde que estrechó
sus lazos de familiaridad con el francés, al paso que en
otros escritos satiriza virulentamente el excesivo roce de ambas
lengua
s. Encomia el nuevo lustre que ha recibido el castellano
con el caudal de voces científicas, compuestas y naturales que ha
adoptado de día en día; mientras en otras producciones se declara
purista intolerante y hasta exagerado. En fin; asegura que el estilo
se ha reformado prodigiosamente desde que los traductores han
tenido la noble libertad de valerse de ciertos rasgos brillantes y
expresivos de otra lengua para hermosear la nuestra;
siendo así que en escritos más modernos ahínca en abogar por la
forma de los prosadores antiguos.
Fácil explicación tiene esta
disonancia de ideas. Procuraré darla en algunas sencillas
observaciones.


La
generalidad de los prosistas nacionales anteriores a la memorable
restauración literaria inaugurada en tiempo de Carlos III, adolece
de dos vicios intelectuales contrapuestos que se han sucedido en la
historia de las letras españolas con notabilísimo menoscabo de la
precisión el uno, y de la claridad el otro.
La mayoría de los
escritores en prosa que florecieron antes del reinado de Felipe IV,
cuidaron menos de inocular en la lengua española los elementos
lógicos de precisión y exactitud, que de comunicarle nervio,
gracia, esplendidez y armonía.


De
aquí, cierta frecuente indecisión en los conceptos, que flotan en
el fondo de un estilo enturbiado, cual los objetos que, reflejándose
dentro de las olas inquietas, se truncan y embrollan. De aquí, el
empeño de parafrasear hasta lo infinito la idea más trivial. De
aquí, finalmente, su verbosidad enojosa.


Bajo
el reinado de Felipe IV privó entre los prosistas otro vicio opuesto
al indicado. El afán de amplificar y desleír los pensamientos
trocose en una jactanciosa manía de concentrarlos y exprimir
su quinta esencia. Empeñáronse aquellos escritores en
martirizarlos ahogándolos dentro de una frase breve y sentenciosa;
y, queriendo expresar en estilo sustancial y conciso pensamientos a
menudo insustanciales y faltos de precisión, se esforzaron por
aclimatar en nuestro idioma la construcción latina.
Semejante sistema, autorizado ya, entre otros, por Fray Luis de León
en sus Nombres de Cristo, sólo es perdonable en escritores tan
profundos y nutridos como el inmortal ingenio citado; pero no podía
menos de ser altamente ridículo, cuando contrastaba con la pobreza
intelectual de muchos que lo empleaban.
(Ver los cent noms de
Deu, de Ramón Lull)


Posteriormente
los ingenios enfermizos del tiempo de Carlos II, a fuerza de
monstruosidades inconcebibles, lograron oscurecer las brillantes
tradiciones del idioma nacional, convirtiéndolo en una
jerigonza (gerigonza en el original) bárbara, que se conservó
como lenguaje oficial de los sabios de la época hasta
promediar el siglo pasado.


Los
esclarecidos restauradores de las letras españolas conceptuaron
juiciosamente que para levantar la prosa castellana de la
abyección en que yacía, era necesario introducir en ella orden,
rigurosa precisión, exactitud y claridad.
Para ello procuraron
armonizar en lo posible la castiza frase de nuestros prosistas
clásicos, tan esbelta, rozagante y agraciada, con la severidad
lógica, con el método y precisión de otra lengua culta que
brilla por tan excelentes cualidades. En efecto: el idioma
francés
, cultivado por tantos ingenios extraordinarios y
profundos pensadores, constante objeto de los trabajos filológicos
de sabios preceptistas, si no el más rico de los idiomas
vulgares
, se adapta a todas las exigencias del pensamiento, al
paso que se muestra más rebelde que el español a los
monstruosos caprichos de ingenios extraviados.


Capmany,
profundo conocedor de las necesidades literarias de su siglo,
aplaudió como beneficiosa y fecunda la discreta familiaridad del
francés con el castellano. Identificado con los esfuerzos de
ilustres contemporáneos suyos para regenerar las letras patrias,
acogió con entusiasmo, si bien con escasa previsión, el estilo
natural, fluido y metódico, lleno de solidez, nobleza, y de una
simple majestad, de algunos escritores de su tiempo.


Séame
lícito dislocar en cierto modo el discurso para dar razón de una
obra importante cuyo objeto fue coadyuvar al logro del proyecto
arriba indicado. Intitúlase: Arte de traducir el idioma francés al
castellano, con el vocabulario lógico y figurado de la frase
comparada de ambas lenguas. - Madrid, 1776. Reimpreso en Barcelona,
año de 1825, en la imprenta de J. Mayol.


En
el prólogo discurre el autor con notable tino sobre los achaques
comunes a los traductores y la dificultad de traducir
con acierto, y explica tres caracteres que combinados forman el
general de un idioma.


El
Arte de traducir se halla dividido en cuatro párrafos. Es el
primero un Compendio de las partes de la oración francesa. El
segundo contiene un Vocabulario lógico y figurado de los idiotismos
de la lengua francesa. El tercero comprende un Diccionario de nombres
gentiles, y el cuarto, otro de nombres personales.


Desnuda
de altas pretensiones teóricas, esta obra tiene una imponderable
utilidad


práctica,
como también el mérito de haber sido la primera en su clase. Inútil
y hasta injusto fuera, pues, empeñarse en escrupulizar acerca de su
importancia filosófica, pues Capmany al componerla no se propuso dar
un curso completo de español y francés comparados,
sino subvenir a las necesidades más perentorias de los traductores.
Al intento excogitó los principios más esenciales del francés,
para dar una idea bastante clara de su sintaxis, extendiéndose más
en la parte práctica que tiene por objeto el carácter moral
de aquella lengua.


Dos
causas primordiales pueden haber dado nacimiento al Arte de traducir
el francés al castellano
: o el deseo de levantar al último de
la postración en que yacía, inoculándole los elementos lógicos
del primero; o el de capitular con este, y, en la imposibilidad de
poner coto a su fuerza expansiva, evitar al menos que con su excesivo
roce bastardease la lengua española. A esta opinión parece
acercarse la del Sr. Milá. «Tampoco se ha de creer, dice, que viese
(Capmany) con ojos indiferentes la avenida de galicismos que
ya entonces la amenazaban (a la lengua española) pues el mismo año
(1776 en que dio a luz sus Discursos analíticos) publicó su Arte de
traducir el idioma francés.» (*)
(*) Capmany, art. 2.°, Diario
de Avisos del 29 de junio de 1854.




A
pesar del profundo respeto que me inspira el eminente crítico
citado, es, en nuestro humilde sentir, más natural atribuir a la
primera causa la publicación de esta obra. Pues no sólo parece
increíble que en un mismo año variasen tan radicalmente las
opiniones de su autor, sino que en parte alguna de aquella hiciese
mérito de tan importante cambio. Mucho me afirman en esta idea la
franqueza característica de nuestro escritor, su espantadizo amor al
idioma patrio, y, finalmente, la energía que le distinguió
al combatir en varias ocasiones la irrupción de galicismos que
sucedió a los delirios culteranos. El trabajo filológico
donde empieza Capmany a mostrarse hostil al francés, a encarnizarse
contra sus cualidades gramaticales y a deplorar la dañina plaga de
traductores jornaleros, es en las Observaciones críticas
sobre la excelencia de la lengua castellana. En este escrito,
joya de inestimable precio, y que da especial valor a una obra que
pronto examinaremos, comienza Capmany trazando una sucinta pero
completa historia del romance de Castilla, parangonándole
con los idiomas francés, inglés e italiano. Partiendo
después de una sabia clasificación, desentraña el mecanismo de la
lengua española, y da cuenta de las vicisitudes que ha
sufrido hasta llegar a su perfección.


Obsérvese
ahora cuánto dista el lenguaje que emplea Capmany en esta
notabilísima producción, del que usa en sus Discursos analíticos.
En sus observaciones dice:


«¿No
es la lengua francesa la más rigurosa en sus reglas, la más
uniforme en su sintaxis, y la más embarazada en su frase? Para
traducir la energía, rapidez y libertad de las lenguas antiguas, es
muy pesado y pobre instrumento un idioma tan difícil de manejar, tan
ingrato, tan trivial, y tan sujeto a las anfibologías, cuya
universalidad moderna podrá deberla a causas políticas, mas no a
los encantos de su melodía, a la gracia de sus sales, ni al primor y
variedad de sus dicciones.


Esta
lengua universal, porque se ha hecho el idioma vulgar de las artes y
ciencias, ¿dónde tiene la valentía de las imágenes, dónde la
gala de las expresiones, dónde la pompa de las cadencias? A pesar de
su corrección, pureza, claridad, y orden (que mejor se diría
esclavitud gramatical), nada tiene del carácter épico, nada del
número oratorio, por causa de sus vocales mudas, de sus sílabas
mudas y sordas, de sus términos mudos, sordos y mancos alguna vez,
de sus terminaciones agrias, de sus monosílabos duros, y de su
arrasada y atada construcción, que no admite las transposiciones del
español, del italiano y del inglés. Véase qué redondas y sonoras
palabras son estas: aïeux abuelos, poulx pulso, oeuf huevo, eaux
aguas, airs aires, flots olas ú ondas, lacs lagos, nud
desnudo, riscs riesgos, cours cortes, muet mudo, soins cuidados,
poids peso, milieu medio, y así de otras innumerables. (ahora vas
y las comparas con el occitano, o su dialecto catalán
)


Además
de la aspereza material de las palabras, está desnuda de las
imitativas, que hacen tan exacta y viva la representación de los
accidentes exteriores, y movimientos de las cosas animadas e
inanimadas. Está pobre de voces compuestas, y por consiguiente
carece de toda la energía y fuerza que comunican a la expresión las
ideas complexas. Carece de aumentativos y diminutivos, que bajo de un
aspecto inverso modifican con tanta variedad y fina gradación una
misma idea general. Padece también la escasez de verbos
frecuentativos e incoativos, cuyas finezas enriquecen y agilitan
tanto una lengua para señalar y exprimir las ideas parciales y
secundarias. Estas sí que son nuances (por hablar en francés
filosófico) de que carece esta lengua de los filósofos, y abunda
con maravillosas diferencias y delicadezas la española. Por
último ¿qué diremos de la colocación tímida e infantil de las
palabras (llámenlo los franceses orden natural), que andan como
arreatadas unas tras otras? Y para que no se descaminen o desaten,
han tenido la precaución sus gramáticos y padres de la lengua de
afianzarlas con frecuentes ligaduras de pronombres, artículos, y
partículas, que a toda oreja delicada han de ofender y aun lastimar
forzosamente; si ya no fuese la de aquel alemán que hallaba en
nuestra lengua muy fuerte la pronunciación de Maldonado, y de
Rodríguez, y dulcísima la de Musschenbroeck, y de Schurtzfleisch.


La
riqueza de voces de la lengua francesa, no es tanto caudal propio
suyo, que debe estar cifrado el ingenio de una nación en el modo de
ver y sentir las cosas, cuanto un tesoro adventicio y casual del
cultivo de las artes y ciencias naturales. Esta será la razón
porque el vulgo en Francia no se explica con tanta afluencia de
palabras, variedad de dichos y viveza de imágenes como el vulgo de
España; ni sus poetas (porque en poesía no se admite el vocabulario
de los talleres y de los laboratorios) son comparables con los
nuestros en la abundancia, energía y delicadeza de expresiones
afectuosas y sublimes pinturas que varían al infinito.»


Algunas
páginas después dice: «La multitud de libros franceses que de
treinta años acá han inundado todas nuestras provincias y ciudades,
al paso que nos han ido comunicando las luces de las naciones cultas
de Europa, y los adelantamientos que han recibido las artes, las
buenas letras, y las ciencias naturales, abstractas y filosóficas de
un siglo a esta parte; nos han también deslumbrado con su novedad y
método, y más aún con la brillantez y limpieza del estilo, que es
todo del gusto de los autores, y no del genio y primor del idioma.


Esta,
digámosla fascinación, ha cundido con tanto poder, que ha logrado
resfriar el amor a nuestra propia lengua, cuya pureza y hermosura
hemos manchado con voces bárbaras y espurias, hasta desfigurar las
formas de su construcción con locuciones exóticas, oscuras, e
insignificativas, disonantes y opuestas a la índole del castellano
castizo. La comezón general por traducir sin elección, en algunos;
y en los más la comezón por comer, que no sufre espera, junta con
la impericia de casi todos los traductores que hasta hoy han querido
hacerse instrumentos para comunicar al público la instrucción
extranjera; son la principal causa de la lastimosa degeneración que
en estos últimos años iba experimentando nuestra lengua.»


Los
trabajos lingüísticos que acabo de recorrer fueron tan sólo
preludios de una obra que debía poner el sello al renombre de
filólogo tan temprana y justamente conquistado por Capmany.


En
el prólogo del Arte de traducir el francés al castellano había
reconocido ya nuestro autor la necesidad en España de un buen
diccionario que facilitase la inteligencia de ambos idiomas. Más
tarde, aquel alma encendida en amor patrio, ruborizóse por su nación
de que la arrogante y desdeñosa literatura francesa, no satisfecha
con avasallar el gusto de nuestro país, se atreviese a tocar al
sagrado de su lengua. Entonces, con la abnegación heroica que le
caracterizaba, dedicó nuestro autor seis años de tenaces
investigaciones a la formación de un Nuevo diccionario
francés-español, que publicó en Madrid en la imprenta de Sancha,
año de 1805.


Los
vocabularios de Cormon y de Gattel, entonces los más vulgarizados en
España, se hallaban plagados de inexactísimas definiciones, de
palabras inútiles y de voces y construcciones afrancesadas. Capmany
los examinó vocablo por vocablo, desbrozolos de todo lo
impertinente, los enriqueció con un caudal copioso de modismos
nacionales y expresiones del lenguaje familiar, dando, con exquisita
y paciente minuciosidad, una forma lógica, breve, correcta y castiza
a las definiciones y correspondencias castellanas.


Lo
que llama particularmente la atención en esta obra inestimable es
sin duda el prólogo. En él reproduce Capmany sus epigramas contra
la riqueza adventicia y casual del idioma francés, los relumbrones
metafísicos, tan comunes entre los crítico-humanistas de aquella
nación a mediados del siglo XVIII y a comienzos del presente;
y, en fin, recalca sobre otros temas desarrollados con singular
acrimonia en sus Observaciones críticas sobre la excelencia de la
lengua castellana.


Es
también muy de notar en este bellísimo prólogo, la manera digna,
ingenua y natural con que Capmany juzga su obra: tan distante de la
vanidad descocada como de la hipócritamente modesta. Por fin, la
profundidad de observación analítica se hermana en aquel trabajo
con una agilidad, nervio y desembarazo de estilo, que le comunican
singular hermosura.


El
último escrito filológico de nuestro autor fue un excelente
artículo sobre la propiedad de la dicción, que se halla en las
ediciones inglesa y gerundense de su Filosofía de la elocuencia.
Después de hablar de los sinónimos y de las palabras facultativas y
anticuadas, vuelve a su antiguo tema sobre la irrupción de
galicismos, combatiéndola con cierto esfuerzo fatigado y más
tristeza que energía. «Si los hombres cuerdos y juiciosos, dice,
que conocen el valor y lustre del idioma no se esmeran, como lo
muestran ya algunos, en reparar este daño, vendrá una época en que
no alcanzará el remedio.»



El
mérito e importancia de los escritos mencionados colocan
indudablemente a Capmany en un lugar muy distinguido entre los
filólogos españoles.





CAPMANY
CRÍTICO.


Su
mérito como tal estriba en el Teatro histórico crítico de la
elocuencia española, impreso por Sancha en Madrid, 1786 y 1794; y
por Juan Gaspar en Barcelona, año de 1848 (V).


Esta
obra debe su importancia no sólo a su indisputable bondad
intrínseca, sino a la gloria de haber despertado la afición a la
literatura y lengua nacionales, relegada la una, en su mayor parte,
al olvido, por un espíritu servil de imitación extranjera, y
lastimosamente bastardeada la otra por su íntima familiaridad con el
idioma del reino vecino.


En
las últimas décadas del siglo pasado empezó a inundarse la nación
española de traducciones desmañadas, que tendían a desnaturalizar
la índole de su lengua. En el vulgo de los escritores dominaba el
mismo empeño en afrancesar sus ideas, que todo el país mostraba en
afrancesar sus costumbres, sus instituciones, su vida política y
social. Cierto que no debía España cerrar sus puertas al torbellino
de ideas que desde Francia arremolinaba el mundo. Cuando un país,
empero, utiliza el tesoro moral de otras naciones, debe imprimir en
él un sello de propia originalidad. De lo contrario, las literaturas
se precipitan paulatinamente en una postración lastimosa, cuyas
señales infalibles son: carencia de fisonomía en los pensamientos,
y monstruoso barroquismo en la forma. Tampoco pueden anatematizarse
sin restricción todas las modificaciones que ha sufrido el habla
castellana rozándose con la francesa. El más quisquilloso purista
debe confesar que ha ganado aquella en concisión y método lo que ha
perdido en armonía y gala. Pero la muchedumbre de traductores
jornaleros, no tanto procuró apropiarse dicciones más en
consonancia con las modernas exigencias de la lógica que los
recursos habituales de nuestro idioma, como contribuyó a injertar en
la sintaxis castellana otra completamente distinta.


Aquellos
ilustres literatos españoles que por fortuna escaparon al contagio
general, no podían mirar impasibles los estragos que causaba.
Mancomunaron sus esfuerzos, y mientras unos restauraban la poesía,
otros restituían a la prosa castellana su carácter indígena, su
dignidad y esplendor.


El
modo más acertado, si bien arduo y costoso, de abrir el apetito a
los españoles para que saboreasen la elocuencia y castiza dicción
de nuestros clásicos, era excogitar con discernimiento minucioso y
acrisolado las bellezas de que abundan, facilitando su estudio por
medio de una crítica desapasionada.


Inútil
me parece, de todo punto, encarecer el inmenso trabajo que tal
empresa requería. Pero a Capmany no le arredraban las dificultades.
Examinó página por página las obras de nuestros prosistas;
engolfose en áridas lecturas a caza de un rasgo feliz, de un pasaje
de buen estilo, perdidos con frecuencia entre la maleza intrincada de
reflexiones falsas o triviales, de impertinentes citas y de metáforas
uniformes. «Los centenares de volúmenes de nuestros prosistas, dice
el ilustrado Piferrer, que por sus asuntos distintos y por sus
estilos tan varios abrumarían o espantarían al hombre más
estudioso, no pudieron retraerle de que de aquella confusión, y casi
siempre de aquel fárrago, anduviese sacando con diligencia y
sufrimiento iguales lo poco bueno que de cuando en cuando salía a
recompensar sus fatigas.» ¡Abnegación maravillosa ! ¡Admirable
consorcio el del espíritu de Capmany, rebosante de agilidad y
energía, con su resignada paciencia! Y si al asperísimo trabajo de
entresacar algunas partículas de oro de tanto oropel, se añade el
otro, mucho más difícil, de estudiar profundamente aquel largo
catálogo de autores para formular con aplomo y solidez la
apreciación de sus cualidades y defectos, y el de acumular noticias
abundantes acerca de ellos y las ediciones de sus obras, acrece la
admiración de su laboriosidad.


Estas
consideraciones me inducen a examinar el Teatro histórico-crítico
con alguna detención.


Encabeza
el autor su obra con un discurso preliminar, muy notable por el tino
y madurez de las observaciones de que se halla tachonado y por por su
estilo donde campean gracia, soltura y vigor.


La
opinión de los extranjeros acerca de nuestra literatura nos ha sido
casi siempre desfavorable.


Entusiasta
Capmany como el que más de las letras españolas, no podía mirar
sin indignación tan injusto como sistemático menosprecio. Sin
embargo, su buen sentido no le permitía apadrinar en manera alguna
el culto tradicional que algunos, más celosos que avisados,
tributaban a los escritores nacionales. En el mencionado discurso
condena esta preocupación, hija de la ignorancia.


Expone
luego las causas que en su concepto producen el común desvío que se
observa hacia la mayor parte de prosistas castellanos. Tales son: su
verbosidad, su desatinada ortografía, y aquel lujo de indigesta
erudición que, según felizmente dice, «ahogan su estilo y bellos
pensamientos, como en los años de muchas aguas ahoga después la
yerba al trigo.)


Sin
desestimar la exactitud de tales observaciones, creo que la escasa
popularidad de muchos prosistas españoles debe atribuirse a tres
causas radicales. En primer lugar pocos de ellos han impreso en sus
obras aquel sello clásico, mezcla preciosa de verdad en el fondo y
de exquisita naturalidad en la forma, que las hace contemporáneas de
todos los siglos, y que sobrevive a todas las vicisitudes literarias.
Contribuye en gran manera a esta falta, la poca felicidad de muchos
en la elección de materias. Por otra parte, en la mayoría de
nuestros escritores en prosa abundan las bellezas de estilo al par
que escasean la variedad y originalidad en los pensamientos, que a
menudo pertenecen, menos a su caudal propio, que a un cierto modo de
discurrir, oficial, por decirlo así, de su tiempo.


Pasa
en seguida Capmany a recorrer las fases y varia fortuna de la
elocuencia de España, Italia, Francia, Inglaterra y Portugal. Con
suma concisión y viveza, con estilo que se engrandece al compás del
asunto, con excelente criterio, y, en algunos pasajes, con un calor
muy cercano de la elocuencia, examina los oradores de aquellas
naciones. Una erudición cuerda, una concisión tanto más difícil
cuanto que reduce en un sucinto cuadro vastas proporciones; y, por
fin, su lealtad en indicar las fuentes donde había bebido al juzgar
la oratoria extranjera, son las principales dotes que dominan en este
discurso preliminar, digno del examen más detenido y concienzudo.


Viene
después un curiosísimo capítulo, que inspiraron a Capmany sus
frecuentes correrías por la Mancha, las Andalucías, Murcia y
Estremadura (Extremadura; el nombre viene del verbo estremar :
pastar el ganado
). Es un arranque de españolismo que raya en
candidez, como dice atinadamente el Sr. Milá. Chispean en él
innumerables rasgos de festivo y garboso decir. Pudiera, es verdad,
tildarse de acre y descomedida alguna expresión alusiva a los
pueblos extranjeros, si no fuese parte a disculpársela su ardiente
amor patrio, fuego que no pocas veces empaña la razón. Siguen las
observaciones críticas arriba mencionadas.


Ilustrado
suficientemente el juicio del lector con el examen analítico de la
organización del castellano, entra Capmany de lleno en la
apreciación de nuestros prosistas, desde los preludios de aquel en
el siglo XIII, hasta su decaimiento en el XVII.


Los
escritores críticos pueden agruparse bajo una clasificación
fundamental. Los hay que desmenuzan pacientemente una obra; y,
enamorados con exceso de sus pormenores, ho aciertan a justipreciar
en globo su espíritu y tendencias generales. Este proceder analítico
adolece de mezquino y estrecho en su esencia, y de minucioso en su
aplicación. Otros, al contrario, desdeñando las apreciaciones
detalladas por rastreras y pueriles, examinan sintéticamente las
dotes de un autor, y con miras más altas, con más vasto plan,
buscan el enlace histórico y filosófico de las obras con el
espíritu general de su época, y sus relaciones con la belleza
literaria.


Excelente
escuela crítica, si no pecase a menudo de vaga y paradojal
(paradójica), si fuese menos ocasionada a convertir sus
juicios en abstracciones, si su objeto principal no le sirviese con
frecuencia de pretexto para formular teorías más deslumbradoras que
certeras y aplicables.


Ni
la educación literaria de nuestro autor ni la índole de su obra le
permitían emplear este último proceder crítico en toda su
elevación filosófica.


Sin
embargo, no se puede dudar que ha generalizado las calidades de
estilo de nuestros clásicos con inimitable seguridad, pulso práctico
y suma franqueza. En esto sobresale Capmany, pudiéndosele colocar,
bajo este concepto, en primera línea, no sólo entre los escritores
nacionales, sino también entre los extranjeros. Su escalpelo crítico
descarna briosamente la expresión, y penetra hasta sus nervios más
ocultos y microscópicos. Si bien es verdad, empero, que Capmany no
se propuso en su Teatro más que apreciar las bellezas de forma de
nuestros prosistas, como el medio más perentorio de popularizar su
estudio, no pocas veces involucra en esta crítica de estilo la de
los pensamientos.


Las
apreciaciones más notables que contiene el Teatro son las de
Granada, León, Mariana y Cervantes.


Véase
con qué imagen tan admirablemente exacta pinta Capmany el clausulado
espacioso y lleno de atajos del primero. «Sufren (los lectores),
dice, un género de molestia en la detenida lectura de estas
cláusulas graves y sosegadas y llenas de grandes palabras, que les
desconsuela y adormece; a la manera de lo que acontece a los
viajantes por la Mancha llana, que padecen la pena de ver desde que
salen de la posada, el campanario del lugar a donde han de ir a hacer
noche.» A pesar de este defecto, bastante común en nuestros
prosistas antiguos, Granada fue el verdadero creador, y es el
principal dechado de la grandilocuencia mística española. Capmany,
que profesaba una especie de culto a aquel escritor, se enfervoriza
al mencionar sus bellas cualidades; y con pinceladas elocuentes le
ensalza de esta manera: «(Granada) es en la clase de los místicos
lo que el célebre Bossuet entre los oradores: un sólo primor de
estos grandes escritores borra veinte defectos. Jamás autor alguno
ascético ha hablado de Dios con tanta dignidad y alteza como
Granada, quien parece descubre a sus lectores las entrañas de la
Divinidad, y la secreta profundidad de sus designios, y el insondable
piélago de sus perfecciones. El Altísimo anda en sus discursos como
anda en el universo, dando a todas sus partes vida y movimiento.
Cuando se coloca entre Dios y el hombre, esto es, cuando pinta
nuestra fragilidad y miseria en contraposición de su omnipotencia y
misericordia; cuando encarece su infinito amor, y nuestra ingratitud
y rebeldía; es grande, es sublime, es incompatible.»


En
el juicio crítico de León es precioso el paralelo que establece
Capmany entre él y Granada, «por la que puedo juzgar en general de
la prosa del maestro León, hallo que sus pensamientos son menos
vagos y comunes que los del maestro Granada, y ciertamente más
poéticos. Sus símiles también son más propios y expresivos, las
comparaciones más nobles y adecuadas, y los contrastes estriban más
en las ideas que en las palabras. En la elocuencia tiene más nervio
y originalidad que Granada; pero tiene menos redondez, grandiosidad y
dulzura. Sus pinceladas tienen más colorido, y sombras más fuertes;
bien que no tanta corrección y asiento. En la grandeza y alteza de
las ideas son iguales; pero León respira más fuego, y menos
artificio retórico.


Sublime
es también éste como Granada, pero más en las imágenes que en los
sentimientos. Y como Granada exhortaba, persuadía y reprendía en
sus escritos, por esto va derecho al corazón del lector: y esta es
la causa de tener más unción; sobre todo en lo patético, que no
pertenecía al género de escribir, ni a los asuntos de León. Este
podía no sentir tanto como Granada; pero pintaba con más vigor lo
que sentía; y así hablaba más a los sentidos, porque se servía
más de su imaginación, rica y fecunda. Por último, he advertido
que la pluma de Granada era más suelta, más ejercitada, y su estilo
más fácil y suave; pues el esmero particular que confiesa el mismo
León que puso en la medida, peso y examen de cada palabra, se había
de sentir después. Sin embargo, a pesar de este cuidado, únicamente
consiguió dar cierto número y colorido a las frases; porque sólo
Granada fue criador de la armonía y elegancia castellana.»


Obsérvese
de paso cuánto dista el concienzudo paralelo transcrito de la manera
como solían comparar a los autores los críticos franceses
contemporáneos de Capmany. Sus parangones, relumbrantes mosaicos de
antítesis simétricamente incrustadas, más son deleite para el
ingenio que provecho para el juicio. En nuestro escritor nada de
comparaciones vagas, nada de abrillantamiento. Su crítica es sobria
de colores retóricos, clara, sesuda y vigorosa. La apreciación de
Mariana es la más briosamente escrita de la obra que me ocupa. Con
una sola pincelada caracteriza Capmany el estilo de nuestro
historiador. «No por esto carece su estilo, dice, de cierta valentía
y vigor; bien que las más veces se confunde con un género de dureza
y aspereza a que han querido algunos dar nombre de precisión. Yo
mejor Ilamaríalo robustez de carácter; como la de aquellos cuerpos
membrudos, señalados más por los músculos y nervios que por la
gentileza y gallardía.»


En
el juicio crítico de Cervantes hay cierto tono irreverente, poco
laudable en un buen español que habla de la mayor gloria de su país.
Sin llevar el amor patrio a un extremo de ridículo fanatismo, creo
que hay en cada nación un arca santa de gloriosos recuerdos, que no
es lícito tocar sin respeto.


Tampoco
es para aplaudida la nimiedad con que Capmany enumera los defectos de
estilo de Cervantes. «¿Quién, dice Piferrer... repara en los
despojos que arrastra la corriente de un río caudaloso, cuando el
majestuoso movimiento con que serpentea, el suave sonido y la tersura
de sus ondas, el verdor y la frondosidad de que viste las márgenes
cerca y lejos, la vida que desde su nacimiento hasta su fin derrama
por todas partes, hinchen el alma de bienestar dulcísimo, la
arroban, o la sobrecogen con cierto temeroso respeto sublimándola a
otra alteza de ideas y de sentimientos?»


A
propósito del malogrado autor de los Clásicos españoles, no creo
inoportuno advertir que esta inestimable obrita se puede considerar a
la vez como consecuencia y complemento del Teatro. El detenido
estudio que Piferrer hizo de esta obra, le inspiró la suya, que si
no aventaja a la primera en perspicacia observadora, la sobrepuja en
sentimiento estético, y en regularidad y belleza de forma. Por otra
parte, llena con noticias copiosas de nuestros escritores del siglo
XV un vacío notable que ha observado en la de Capmany el Sr. Milá.
Entrambas producciones, forman una historia crítica completa de los
prosistas castellanos.


CAPMANY
HISTORIADOR.
--------


La
manera más útil de escribir la historia consiste en basarla sobre
documentos irrefragables, y ponerlos íntegros a la vista del lector
para que pueda apreciar con exactitud el espíritu general y local de
los distintos tiempos. Verdad es que este método necesita un grande
esfuerzo de arte para no rayar en desabrida narración. Pero tampoco
es ocasionado a extraviar el juicio con paradojas, donde a menudo,
brilla el ingenio a expensas de la verdad histórica, ni a convertir
los hechos en esclavos de los sistemas.
La historia documentada
requiere además una infatigable diligencia, un espíritu
instintivamente metódico, y, casi diré, una vocación para esta
clase de estudios.


Desconocida
era en España esta manera tan provechosa como difícil de escribir
la historia, antes que Capmany diese de ella un grandioso ejemplo con
sus Memorias
históricas sobre la marina, comercio y artes de la
antigua ciudad de Barcelona, impresas en Madrid por D. Antonio de
Sancha, año de 1779 y 1792.


No
contento con haber mostrado las riquezas inagotables de nuestro
idioma, y, despertado la afición al estudio de sus esclarecidos
cultivadores, quiso Capmany patentizar las antiguas glorias de su
país para estímulo nacional y desengaño de la extranjera
arrogancia.


El
objeto de las Memorias fue dar a conocer el gran pueblo barcelonés
de la edad media, cuya robusta organización, cuya independencia
democrática
, cuyo carácter de recio temple y genio laborioso y
emprendedor, le hicieron capaz de rivalizar en opulencia y poderío
con las repúblicas más pujantes del Mediterráneo. Capmany,
armonizando la severidad del relato estrictamente histórico con un
estilo grave, regular y sostenido, describe el principio y progresos
de la marina mercante de Barcelona, las crudas y sangrientas batallas
que sus ejércitos navales sostuvieron con las flotas genovesas, y
cuanto atañe a su preponderancia marítima en aquellos tiempos.
Investiga después el origen y progresivo desarrollo del comercio
antiguo de la ciudad condal, sus relaciones mercantiles con las islas
y costas del Archipiélago, con las tierras de Romanía, reinos de
Sicilia, ciudades y puertos de Italia, provincias de Languedoc y
Provenza; amontonando, por fin, cuantas noticias pueden dar una idea
clara de su importancia comercial. Resucita después aquella inmensa
población manufacturera de la antigua ciudad, reorganiza los cuerpos
gremiales donde tan vivo se mantenía el espíritu de corporación,
utilísimo para la dignidad del trabajo manual en unos tiempos en que
era este tan generalmente menospreciado (VI), y hace, en fin, una
circunstanciada reseña de los diferentes oficios que constituían
uno de los caracteres más especiales de aquel gran pueblo rebosante
de vitalidad y energía.


Ni
mis escasas fuerzas, ni la premura del tiempo me permiten apreciar
por completo el valor de una obra tan voluminosa, tan especial, y
fruto de tan prolijas y concienzudas investigaciones. Basta, empero,
el sentido común para ver que el mayor mérito de las Memorias
estriba en su originalidad; pues felizmente dijo don Nicolás de
Azara, escribiendo al autor desde Roma «que había tenido que
crearse, por decirlo así, la materia.» En efecto, preciso fue
caminar sin guía por un laberinto de hechos incoherentes,
clasificarlos después, generalizarlos, y construir, finalmente, con
tan distintos materiales un edificio grandioso, donde la regularidad
y el método resplandecen (VII).


Para
dar mayor autoridad y asiento a la narración histórica, recopiló
el autor en número de más de trescientos sus testimonios
justificativos. «La presente colección, dice Capmany, es tan rara
por la novedad de las piezas originales o inéditas que encierra,
como preciosa por la naturaleza de las materias y asuntos que en ella
se tratan. Así, se puede afirmar que hasta ahora ninguna nación ha
dado a la prensa una recopilación de documentos de igual antigüedad,
y variedad de objetos relativos a la marina, comercio y artes.»


En
el tomo tercero de la obra hay algunas consideraciones sobre la
arquitectura gótica, palpitantes de aquel sentimiento íntimo de la
belleza que, según otro escritor barcelonés muy profundo e
intuitivamente estético, hizo a Capmany «superior a su tiempo y
adivinador de lo futuro:»


Finalmente,
si bajo el aspecto histórico pueden considerarse las Memorias como
el fruto más natural y sazonado y el más glorioso blasón de las
letras catalanas, son bajo el aspecto del lenguaje y del estilo una
obra clásica de la moderna literatura española.


Débense
a Capmany otras producciones históricas además de la mencionada.
Tales son: I.a el Compendio histórico de los soberanos de
Europa (1786). - 2.a La vida del falso profeta Mahoma
(1792). -3.a 4. El Compendio histórico de la real
Academia de la Historia de Madrid, que precede al tomo primero de las
Memorias de esta ilustre corporación (1796). - 4.a Las
Cuestiones críticas sobre varios puntos de historia económica,
política y militar, donde amplía algunas especies que se hallan en
los capítulos IV, V, VI y VII de las Memorias (tomo III): y añade
otras no menos importantes. En todos estos trabajos campea la
amenidad en medio de las más áridas materias, en todos abunda la
vasta erudición de Capmany, el método y las dotes de su dicción
siempre correcta, castiza y elegante.






CAPMANY
HUMANISTA.






El
análisis más acabado y bello de elocución prosaica que posee
nuestra nación, es, a no dudarlo, la obra de Capmany intitulada
Filosofía de la elocuencia. Sin embargo, el estudio prematuro de
ella podría traer consigo un inconveniente capital; pues las
producciones didácticas de esta naturaleza que se ciñen al estilo,
sólo aprovechan a los escritores que poseen aquel grado precioso de
sazón, solidez y buen gusto necesarios para no sacrificar el alma de
una producción literaria a su envoltura.


Indudablemente
el hábito de acariciar con exceso la forma en los escritos, no sólo
conduce a una especie de materialismo literario, sino que funde en
una turquesa general y uniforme los rasgos característicos y
especiales de cada escritor. Lo que constituye la verdadera belleza
literaria es la solidaridad del pensamiento y de su expresión.
Cuando aquel es brioso y espontáneo, nace siempre vestido de todas
armas, como diz que nació Minerva del cerebro de Júpiter.
Indudablemente los principios tradicionales y eternos del buen gusto,
las reglas esenciales de toda elocución, tienen una influencia
vivificadora hasta en la misma concepción literaria, y con mayor
razón en las formas que esta reviste. Mas para que esta influencia
sea acertada debe coincidir con la incubación intelectual, no
divorciarse de ella.


Capmany,
como la generalidad de humanistas contemporáneos suyos, adolece en
teoría de sobrado amante de la forma. Este defecto es, en mi humilde
concepto, el más radical de su Filosofía de la elocuencia que con
más propiedad pudiera llamarse Filosofía de la elocución.
Exclusivamente dedicada a desentrañar la estructura material de la
dicción y del estilo, y a descubrir las riquezas, a menudo baladíes,
de la exornación oratoria, no revela un verdadero sistema
filosófico; y las consideraciones estéticas que acá y acullá
derrama en ella su autor, se encuentran desencadenadas, no sujetas a
una teoría general. Por otra parte, y a pesar de la intención
laudable de Capmany para dotar a su patria de un tratado original de
retórica, su modo de ver en el arte no se eleva en general sobre el
común de su época. La tendencia más innovadora de su Filosofía
consiste en haber desembarazado la parte didáctica de reglas
inútiles que abruman con su peso la memoria, sin esclarecer el gusto
ni la razón (VIII).


Lo
que resalta principalmente en ella es la misma intención que dictó
a Capmany su Teatro histórico-crítico; esto es, el deseo de poner
un dique a los galicismos, que desfiguraban la dicción castellana.
De ahí que su pluma no acierte a despedirse de los escritores
nuestros, cuyos pasajes de buena prosa traslada y encarece con
amoroso afán y siempre igual complacencia:


La
Filosofía de la elocuencia bajo el aspecto de la forma literaria es
indisputablemente una de las obras más bellas y artísticas de su
autor.


Fue
impresa en Madrid por Sancha. - (1777), reimpresa con notabilísimas
modificaciones en Londres. -(1812), y finalmente en Gerona, según
esta última edición, por Antonio Oliva, impresor de Su Majestad. -
(1836).


En
la reimpresión, Capmany perfeccionó su obra, invirtiendo el orden
de algunas materias, añadiendo otras, ampliando las más, y
esclareciéndolas todas con abundancia de ejemplos de autores, en su
mayor parte nacionales. Las ideas descarnadas de la primera edición
se hallan en la segunda vestidas, y las frases acicaladas con
particular esmero; por esto la edición matritense debe considerarse
como el esqueleto de la inglesa. Sin embargo no se puede calificar a
la última de nueva en todo, menos en el título y en la forma (*):
pues, con muy raras excepciones, entraña todas las ideas matrices de
la primera, y, sobre todo, es idéntico en ambas el modo general de
ver el arte. Más todavía: las variaciones notables de la edición
posterior me parece que consisten cabalmente en perfección de forma,
prescindiendo de algunas pocas materias añadidas, entre las cuales
ocupa un lugar distinguidísimo el inspirado capítulo final que
redondea y completa la obra. Por estas razones me he ocupado de ella
tal como la dejó su autor en la edición de Londres.






(*)
Filosofía de la elocuencia: prólogo de la segunda edición.



CAPMANY
SATÍRICO.






Una
de las cualidades más instintivas de nuestro autor fue su propensión
a la sátira. La de Capmany no chispea medio velada por un estilo
artificioso; es fogosa y francamente agresiva, es todo fuerza. Rompe
a menudo las trabas de la etiqueta científica; y cuando puede a sus
anchuras desenfrenarse, y si le sirve de botafuego el patriotismo,
adquiere una violencia asombrosa.


Aparte
de los rasgos epigramáticos sembrados en varias producciones suyas,
dos de ellas revelan en Capmany una verdadera disposición para el
género satírico.


Intitúlase
la primera Comentario con glosas satíricas y jocoserias sobre la
nueva traducción castellana de las Aventuras de Telémaco, publicada
en la Gaceta de Madrid de 15 de mayo de 1798. - Imprenta de Sancha.


El
despecho de ver tan maniatada a la lengua española por la descreída
turba de traductores, debía ser muy profundo en quien, como Capmany,
la idolatraba. Nada, pues, de extraño tiene que un escrito destinado
a vengar en uno los ultrajes hechos al castellano por todos aquellos,
adolezca alguna vez de sobrado, virulento y descomedido. Tampoco
fuera justo tildarle de chocarrero en algún pasaje. El Comentario es
un desahogo en estilo familiar, no una producción con pretensiones
literarias. Admírese más bien el brío y soltura con que está
escrito, y la exactitud de las observaciones filológicas que le
prestan un interés general.


Vino
una época en que el patriotismo de Capmany rayó en verdadero
frenesí.


Fascinado
un momento el león de las Españas por la fulminante mirada del gran
dominador del siglo, dobló humilde su brava cerviz ante las gradas
del trono imperial. Pero al ver correspondida con ultrajes su
respetuosa mansedumbre, pudo más su altiva condición que el asombro
involuntario que Bonaparte le inspiraba. Entonces, sus rugidos
despertaron de su estúpido letargo a la patria del Cid, y tuvo
principio la más heroica revolución que han visto las edades
modernas.


Capmany
se encontraba ya en aquella edad en que las pasiones, sangre del
alma, se congelan, las fibras del corazón se aflojan, y toda la vida
se concentra en un solo y obstinado deseo, el de prolongarla. Nuestro
insigne patricio sintió, al contrario, enardecerse más y más en su
noble pecho el fuego sacrosanto, que era el alma de su alma. Y bien
puede decirse que en Capmany brotó una segunda juventud en medio de
su vejez achacosa, y que renació vivaz de entre sus mismas cenizas.


Su
mano trémula no podía empuñar el acero; pero quedábale su
valiente y guerrera pluma. Ofrecióla con leal franqueza al
generalísimo Godoy en 8 de noviembre de 1806. Repitió sus ofertas
en 12 del mismo mes y año en un escrito vigoroso, en el que
aconsejaba al Príncipe de la Paz que enardeciese a todo trance el
espíritu nacional, preparando a la influencia moral extranjera un
camino cabrero de preocupaciones; y al efecto, le encarece el fomento
de las corridas de toros (*).






(*)
Da noticia en este memorial de un escrito suyo en defensa de los
toros contra los españoles de nuevo cuño, que no me ha sido posible
encontrar. Fuera curioso contraponerle al célebre folleto Pan y
toros, atribuido a Jovellanos.






Desea
también que para mantener vivo el entusiasmo patriótico, se
encargue a los poetas la composición de letrillas, jácaras y
romances, que recuerden las gloriosas hazañas de nuestros
antepasados.


La
indiferencia o el desprecio de Godoy por tan sinceras y patrióticas
demostraciones hicieron estallar la mal reprimida indignación del
fervoroso patricio. Entonces publicó su folleto, Centinela contra
franceses (* 1808.); tempestad de sarcasmos, de chocarrerías, de
sangrientas pullas, de gritos de alerta y de himnos guerreros,
interrumpida de cuando en cuando por animadísimas pinturas,
reflexiones llenas de buen sentido y rasgos de verdadera elocuencia.
Es imposible leer esta producción, retrato genuino del alma de
Capmany en aquellos azarosos días de lucha, sin experimentar la
misma embriagadora impresión que causa alguna de estas marchas
guerreras que el espíritu de las batallas ha inspirado a la
naciones. Es imposible leerla sin que la imaginación enardecida se
trasporte a aquella época, en que España toda palpitaba de santo
denuedo, como un solo corazón (*).


(*)
Entre los pasajes bellos del Centinela, destaca el siguiente en que
Capmany pinta uno de los rasgos más característicos del pueblo
francés: su culto ciego a la gloria militar.
«Si le sacan
llorando, dice, de la casa paterna, vuelve a ella cantando o echando
bravatas:... la guerra parece que es su elemento y prescinde del fin
por que pelea: ya muere por coronar reyes, ya por destronarlos, hoy
por la libertad, mañana por el despotismo. Va a la guerra como el
caballo; el clarín le alienta, y corre con el jinete cristiano, cae
éste, móntalo el moro y parte con el nuevo dueño contra el
cristiano.»






Además
de las obras mencionadas publicó Capmany un interesante trabajo
sobre los cuerpos gremiales, y dos traducciones.


Intitúlase
el primero: Discurso económico-político en defensa del trabajo de
los menestrales, y de la influencia de sus gremios en las costumbres
populares, conservación de las artes y honor de los artesanos. -
Madrid. - Imprenta de D. Antonio de Sancha. - 1778. -(IX).


Es
una de las producciones más filosóficas de nuestro autor, si bien,
literariamente hablando, es algo floja y desaliñada. Los capítulos
más notables del Discurso son los intitulados: - Apología del
trabajo de los artesanos, y - Honor del trabajo mecánico.


En
1785 publicó Capmany en Madrid los Antiguos tratados de paces y
alianzas entre algunos reyes de Aragón y diferentes príncipes
infieles del Africa y del Asia.


Amat
no hace mención de otra obra cuyo título es el siguiente:


Ordenanzas
de las armadas navales de la corona de Aragón aprobadas por el rey

D. Pedro IV, año 1354. Van acompañadas de varios edictos y
reglamentos promulgados por el mismo rey sobre el apresto y
alistamiento de armamentos reales y de particulares, sobre las
facultades del almirante, y otros puntos relativos a la navegación
mercantil en tiempo de guerra: copiadas por D. Antonio de Capmany por
orden de S. M. del archivo del maestre racional de Cataluña, y del
real y general de la corona de Aragón, y vertidas literal y
fielmente por el mismo, del idioma latino y lemosino al
castellano, con inserción de los respectivos textos
originales. - Madrid. - En la imprenta Real. - 1787.


Es
notable el prólogo, como todos los de Capmany, interesantísimo y
desnudo de frivolidades y elogios personales, tan comunes a esta
clase de escritos. En él Capmany hace la apología de las leyes
traducidas, disculpando la severidad que en ellas domina, y
estableciendo que «entonces la suerte y gloria de la corona dependía
de la marina.» Filosofa después sobre la naturaleza y causas del
valor guerrero, con su solidez acostumbrada, y concluye con estas
notables palabras llenas de franqueza y desenfado.
- «He hablado
del imperio de la disciplina militar, porque he tenido muchas veces
que obedecer y algunas que mandar en la carrera de las armas: he
tratado del espíritu de la ordenanza marcial, porque he tocado en
paz y en guerra sus efectos: en fin he definido el valor y he
filosofado sobre sus causas porque conozco el miedo; y jactarme de no
conocerlo sería confesar que no soy ni hombre ni bestia; por esto el
gran Duque de Alba, cuando al volver de su conquista de Portugal le
mostraron el epitafio fanfarrón de un portugués, que decía: «Aquí
yace quien nunca tuvo miedo;» respondió aguda y discretamente:
«este no habría despavilado ninguna vela con los dedos.» A la
verdad nadie puede responder de su valor, si no se pone en las
ocasiones de probarlo» (X).



Capmany
tiene una fisonomía moral vigorosa y completa. Al contrario de otros
ingenios que tienen, cual los actores, dos existencias diferentes, la
una ficticia y la otra real; que separan su vida como hombres de su
vida como escritores; la pasión dominante del ilustre catalán se
halló casi siempre de acuerdo con su inteligencia. El cariño al
trabajo, y el patriotismo, elementos tan puros como poderosos de
actividad, se confundieron en su alma a manera de dos llamas en una
sola; y formaron un principio vital único, lleno de fecundidad y
energía. De aquí este lazo íntimo y común de unidad que eslabona
sus varias producciones. Por otra parte, se puede afirmar
fundadamente que las facultades mentales de Capmany llegaron a su
grado definitivo de alcance y desarrollo. Y existe algo tan venerable
como la virtud, en el hombre que ha llenado cumplidamente su destino
intelectual. ¿Quién no ha meditado, con deseos de perfeccionar su
espíritu o con honda amargura por haberlo descuidado, la parábola
de Jesucristo que santifica esta parte preciosa de nuestra misión
acá en la tierra? Sin duda que el noble placer de haberla cumplido
iluminó con un rayo de serenidad apacible la turbulenta y achacosa
vejez de Capmany; sin duda que el más provechoso obsequio que
podrían tributar a su querida y respetada memoria los ingenios
catalanes, fuera el de continuar las tareas literarias del que tanto
anhelaba el engrandecimiento de su nación. Y permítase al más
humilde y oscuro admirador de los talentos esclarecidos que encierra
Cataluña, el deplorar su inacción, hija, a no dudarlo, de una
exagerada modestia. ¿Por qué la patria de Capmany, de Balmes y de
Piferrer no ha de ser la primera en reanimar la literatura patria,
ella que atesora tan ricos elementos de vitalidad intelectual?
___


ADVERTENCIA.


Debidos
no pocos lunares de la precedente Memoria a ser de índole diversa
las producciones en ella examinadas, costoso trabajo para un juicio
inexperto a fuer de bisoño; algunos encuentran disculpa en la
escasez de datos críticos y biográficos de que pude disponer. Para
llenar en lo posible los notorios vacíos del escrito mencionado, la
Academia de Buenas Letras, con una benevolencia que vivamente
agradezco, me ha permitido la formación de un Apéndice. He recogido
en él varios documentos que me ha proporcionado mi estimable amigo
D. Mariano Aguiló, (mallorquín) bibliotecario segundo
de esta Universidad y Provincia, y archivero de la Academia. El
primero de ellos, aparte de las interesantes noticias genealógicas y
nobiliarias que contiene, revela en Capmany un esmero por mantener
ileso su apellido, que tildarse pudiera de nimio y sobrado a ser
menos sólida y bien sentada su reputación y menos digno de lauro
eterno su nombre.
El segundo es un testimonio irrecusable de su
acrisolado cariño al trabajo; pues de él se desprende que ya en
1802 sufría una dolorosa fluxión en los ojos que no le retraía de
consagrarse a sus tareas literarias con aquella paciencia suya, que
en alguna de sus obras, acertadamente califica de alemana. El tercero
es un folleto inestimable que todos los admiradores del esclarecido
Capmany leerán con gusto. Escasísimas son las notas que de propia
cosecha he añadido con el objeto de amplificar algunos puntos,
tratados en la Memoria con sobrada ligereza. - G. F.


APÉNDICE.


I.


Excmo.
Sr.: - D. Antonio de Capmany, con la más respetuosa veneración a V.
E. expone; que necesitando sacar del Real y General Archivo de la
Corona de Aragón
copia de un privilegio militar concedido por el
Sr. Rey D. Carlos segundo en treinta de noviembre de 1671 en favor
del Dr. en ambos derechos Gerónimo Capmany, Ciudadano Honrado de
Gerona; y respecto de hallarse registrado en el Real Archivo el
referido Privilegio con la equivocación de la primera sílaba del
apellido, convirtiendo en Camp lo que debiera ser Cap,
desea que se corrija este yerro casual de ortografía mediante la
superior autoridad de V. E. Para dar a V. E. el necesario
conocimiento a fin de proveer con la más formal instrucción lo
conducente, exhibe el exponente algunos documentos de la mayor
autenticidad, en falta del Privilegio original que se perdió, que
probarán convincentemente el yerro involuntario que se cometió al
extender su apellido, y cuál debe ser su legítima, original y
característica ortografía. En dicho Real Privilegio es llamado el
nuevo agraciado (mi segundo abuelo), Dr. en ambos derechos y
Ciudadano Honrado de Gerona, y pariente consanguíneo de la antigua y
noble casa de Montpalau. Además en las armas parlantes que se le
conceden en dicho Real Privilegio, se figura una cabeza de un
mancebo en campo de gules que es la propia significación de
Capmany, esto es, cabeza grande, lo que de ningún modo
puede convenir al equivocado apellido Campmany, que suena
campo grande. En el documento que presenta el exponente de n.°
I.°, y es la certificación del Barón de Serrahí, de hallarse
registrado en los Libros del Brazo el susodicho Privilegio, se lee el
apellido Capmany y no Campmany, y que lo hizo registrar
D. Narciso Sampsó, apoderado de dicho nuevo agraciado Dr. Gerónimo,
lo que comprueba una gran conformidad con leerse nombrado el mismo D.
Narciso como primo hermano del sobredicho Dr. entre los albaceas que
elige este en su testamento del año 1672 que se presenta n.° 3.°
Otro documento que acompaña n.° 2.° es el testamento de María
Camps, mujer del mismo D. Gerónimo el nuevo agraciado, su fecha
también en 1672 y en él se lee constantemente el apellido Capmany y
se nombra Dr. en ambos derechos y caballero, pues lo era desde el año
anterior. Otro documento que se presenta número 3.° es el
testamento de dicho nuevo agraciado, su fecha 1672, y en él se
nombra doctor Gerónimo Capmany, y se lee que era caballero,
descendiente de los Montpalaus, y de Ciudadanos Honrados de Gerona,
que son cabalmente las tres circunstancias que caracterizan al nuevo
agraciado en el tenor del Real Privilegio. El documento que se
presenta n.° 4.° son los capítulos matrimoniales de los padres de
dicho nuevo agraciado, su fecha en 1628: y allí se lee que el padre
era Pablo Capmany, Ciudadano Honrado de Gerona, y la madre era D.a
Esperanza de Montpalau. A mayor abundamiento presenta el exponente la
fé de su bautismo y la de su padre, donde sigue clara la filiación
con el apellido de Capmany unido al de Montpalau y la calificación
en todos de caballero. Si en vista de las pruebas que ofrecen todos
estos documentos justificativos, juzgare V. E. por escritura legítima
el apellido de Capmany y por yerro de pluma del copiante el de
Campmany, que de ningún modo tiene identidad con su familia;


Suplica
a V. E. se sirva ordenar al Archivero Real interino, que hallando
conformes las circunstancias que expone el suplicante con las que
exprese el tenor de aquel Real Privilegio, anote en el Registro y
lugar correspondiente del margen o de otra forma autorizada la debida
corrección que corresponda al equivocado apellido Campmany,
para salvar todo yerro en lo sucesivo con esta providencia en
beneficio del exponente y de sus sucesores que quieran hacer uso de
aquel instrumento regio: Gracia que espera de la notoria
justificación de V. E. Barcelona I.° de setiembre de 1785. -
Antonio de Capmany.


II.


Muy
Sr. mío: Agradeciendo en el alto grado que debo la singular honra
que se ha servido dispensarme esa Real Academia de Buenas Letras
nombrándome por uno de sus individuos, más por un efecto de su
benignidad hacia un patriota zeloso que por algún mérito
verdaderamente literario que se reconozca en mí, digno de tan
distinguida demostración, contesto a la muy apreciable carta de V.
S. en la que me participa esta plausible noticia, suplicándole haga
presente a ese ilustre Cuerpo los vivos deseos que me animan de darle
las más solemnes pruebas de mi júbilo y reconocimiento por medio de
la oración gratulatoria que acabaré de trabajar luego que quede
libre de cierta fluxión de ojos que me ha mortificado muchos días y
me ha obligado a dilatar hasta hoy la debida contestación.


Con
este motivo me ofrezco a la disposición de V. S. siempre agradecido
a las finas y 
honoríficas
expresiones que merezco a su bondad, mientras ruego a Dios le guarde
V. S. los muchos años de vida que le deseo. - B. L. M. de V.
S. su más atento y afecto servidor, Antonio de Capmany: - Sr.
marqués de Llió.


III.





Para
esta breve reseña biográfica me serví del Diccionario de autores
catalanes publicado en 1836 por el diligentísimo Amat, que copió al
pie de la letra la mayor parte de datos relativos a Capmany, del
Diccionario Histórico o Biografía Universal compendiada, por F. Mh.
Q. y S. - Barcelona 1830. -Librería del editor Francisco Oliva. -
Tomo tercero. Mas, apenas presentada la precedente Memoria, vino a
mis manos un folleto precioso por las abundantes noticias que
contiene; cuyo título es el siguiente: Fallecimiento de D. Antonio
de Capmany y Montpalau,--publicado en Londres el año 1814. - Dalo a
luz en esta corte un amigo suyo. - B. L. - Con licencia, en Madrid -
en la imprenta de D. Francisco de la Parte. - 1815. - La importancia
biográfica de este documento, el catálogo detallado que contiene, y
lo esmerado de su redacción, me mueven a trasladarlo íntegro:


«La
misma combinación de circunstancias desgraciadas que privó a España
de los talentos y virtudes del amable Vega, cuya muerte anuncié en
mi número anterior, la despojó días después de uno de los mejores
ornamentos de su literatura en D. Antonio de Capmany. La enfermedad
epidémica acometió a ambos casi al mismo tiempo: el primero fue
víctima de ella durante el ataque de la fiebre aguda: Capmany pudo
vencerla; pero oprimido del peso de sus años, faltáronle las
fuerzas necesarias para la convalecencia, y falleció al cabo de un
padecer lento y penoso. (I.°)


«Los
títulos de D. Antonio de Capmany a la admiración y agradecimiento
de su patria como ciudadano y como literato a pocos cederán, si es
que hay quien pueda alegarlos mayores en nuestra era. Una
circunstancia hay en ellos que seguramente debe encarecerlos para
España en estos tiempos, y es que el carácter y literatura de
Capmany le pertenecen exclusivamente: que cuanto fue y cuanto supo
era legítimamente español, y que en el contagio casi universal de
francesismo literario con que está plagada la península española,
tan lejos estuvo de contraerlo, que como si la naturaleza le hubiera
dotado de un contraveneno, cuanto aprendió en los escritores
franceses, otro tanto se españolizó entre sus manos. Si las
antipatías nacionales pueden alguna vez convertirse en virtudes
públicas (de lo cual España presenta un ejemplo cual pocos se
encontrarán en la historia), Capmany nació con este estímulo de
patriotismo en un grado supremo.
Su provincia y sus abuelos se
habían sacrificado en odio de los franceses, y Capmany reconcentró
en su corazón todo el fuego de antifrancesismo que había devorado a
su familia y sus paisanos. Cuando la España no sospechaba la
horrible traición de sus vecinos que la ha inundado en sangre, el
odio de Capmany a los franceses dando pábulo a su vehemente y
fecunda imaginación, era materia de solaz y entretenimiento entre
todos los que tuvieron el placer de su trato. Al punto que los
acontecimientos de España convirtieron en el más exaltado
patriotismo lo que hasta allí había sido mirado como un divertido
capricho, Capmany apareció entre los más atrevidos defensores de la
causa de España, sellando su odio a la usurpación de Buonaparte
en el periódico titulado: Centinela contra franceses, (*) que fue su
última obra literaria, y el papel más característico y nacional de
cuantos se han publicado de esta clase durante la revolución
española.


Pero
antes de hablar de los escritos de este ilustre literato, insertaré
una noticia de su vida y familia, que él mismo publicó (2.°) en
Cádiz cuando temió que todos sus papeles habían perecido en
Madrid. Sólo omitiré algunos pormenores que por domésticos no
pueden tener interés para el público.


El
carácter literario (3.°) de D. Antonio de Capmany tiene una
circunstancia no común en España, y es el haberse dedicado al
estudio sin ser lo que allá se llama hombre de carrera. Destinado a
las armas desde sus primeros años, sin más educación que el escaso
saber que se adquiere por lo común en las escuelas de gramática
latina
en España, sólo su estraordinaria disposición y
sus talentos pudieron llevarlo al estudio a que después debió su
vida.


(*)
Es un librito en 12.°: el autor se equivocó. Véanse los números
11 y 12 del catálogo de las obras que publicó el Sr. Capmany,
impreso de su orden en Cádiz en el año de 1812.


La
afición a la entonces ignorada historia de su patria lo puso en la
carrera en que tanto se ha distinguido. Parece que al mismo tiempo se
aficionó al estudio de la elocuencia, y que como requisito
indispensable se empleó por bastante tiempo en el estudio de los
mejores escritores de la lengua española. Algún lugar hubo de dar
desde muy temprano en su plan de propia educación a la economía
política, porque siendo muy joven publicó con nombre fingido un
tratado sobre aprendizajes, gremios, etc.; materia que volvió a
tratar más profundamente en su obra maestra: Historia de las artes,
comercio y marina de Barcelona.


Para
escribir este apreciable libro tuvo a su disposición los archivos de
aquella famosa ciudad: tesoro inmenso, cuyas riquezas no podían
sacarse a luz a no ser por un hombre de la comprehensión y
laboriosidad de Capmany. Esta obra da mucha luz para la historia
general del comercio del mediterráneo en los siglos medios, y mucho
más para la particular del estado de España en aquella época.
Capmany fue el primero que hizo ver el poco fundamento de la opinión
generalmente recibida sobre la opulencia de Castilla en fábricas y
comercio por los siglos XV y XVI.


Como
continuación de la antecedente publicó después otras dos: Leyes
marítimas de Barcelona en los siglos medios; y una colección de
tratados entre los antiguos reyes de Aragón y los estados de
Berbería.


Aunque
contra el orden cronológico, haré aquí mención de otra obra que
publicó en 1805, que por ser sobre puntos históricos tiene conexión
con las anteriores. Su título es Qüestiones críticas. En
ellas incluye una multitud de noticias que había recogido en el
discurso de sus estudios para la formación de sus obras anteriores,
y trata a fondo cuestiones importantes y curiosas que sólo se
hallaban indicadas en sus otros escritos.


Sus
obras filológicas fueron escritas en épocas muy distantes. Una de
las primeras que publicó siendo aun joven, fue la Filosofía de la
Elocuencia. En sus últimos años la refundió enteramente, y en el
pasado de 1812 se imprimió en esta capital por orden de su autor, y
según sus manuscritos originales.


El
Teatro de la Eloqüencia Española es una colección de
extractos de los mejores escritores castellanos, dispuestos en orden
cronológico, y acompañados de una noticia de sus autores, y algunas
observaciones críticas sobre su estilo.


En
Madrid publicó un Diccionario Francés-Español, que es
infinitamente superior a cuantos existen de esta clase.


Muchas
otras inéditas (4.°) deben quedar en poder de sus herederos, si es
que escaparon sus papeles de manos de los franceses. Yo he visto
algunos manuscritos que compuso para la comisión de Cortes, que como
todas sus obras, abundan en saber, y dan, cuando menos, llamaradas
del gran talento de su autor.


El
formar un juicio crítico de todas y cada una de las obras de D.
Antonio Capmany sería un empeño superior a mis fuerzas, y ajeno de
un breve artículo necrológico. Baste decir que en todas sus
producciones se encuentra un fondo inagotable de erudición y una
eloqüencia peculiar y
característica (5.°) del autor. El vigor y animación que le
distinguieron hasta su edad más avanzada dan vida a cuanto salió de
su pluma. Capmany, como todos los hombres de carácter vehemente y
talentos extraordinarios, llevaba ciertos gustos y opiniones al
exceso. Tal era a mi parecer su idolatría (que tal puede llamarse)
de la lengua española, su admiración de la elocuencia de los
escritores castellanos del siglo XVI, y su empeño en conservar la
lengua en el mismo estado que tenía en aquel tiempo. Pero si esto
(como creo) debe ponerse en la clase de preocupaciones, no puede
negarse que es una preocupación laudable en su principio, y en
perfecta armonía con el carácter castizo de Capmany.»


_____


DOCUMENTOS.



I.°


AQUÍ YACE


EL
FILÓLOGO


DON
ANTONIO CAPMANY Y MONTPALAU


DIPUTADO
POR CATALUÑA
EN LAS CORTES GENERALES Y EXTRAORDINARIAS.


SUS
OBRAS LITERARIAS Y SUS ESFUERZOS


POR
LA INDEPENDENCIA Y GLORIA


DE
LA NACIÓN


PERPETUARÁN
SU MEMORIA.


MURIÓ
EL 14 DE NOVIEMBRE DE 1813,


A
LOS 71 AÑOS DE SU EDAD.


R.
I. P. A.




2.°


RELACIÓN
SUCINTA


del
nacimiento, patria, ascendencia, estudios, servicios, méritos,
trabajos y actual estado de don Antonio de Capmany, para noticia, en
lo venidero, de sus hijos y sucesores hoy prófugos, destituidos de
todos los documentos y manuscritos originales, que tuvo que abandonar
en Madrid en 4 de Diciembre de 1808, con motivo de su repentina
emigración de aquella corte, donde tenía su domicilio.


Don
Antonio de Capmany nació en Barcelona en 24 de noviembre del año
1742, y fue bautizado el día siguiente en la catedral de dicha
ciudad. Fueron sus padres Don Gerónimo de Capmany, caballero
domiciliado en Barcelona, y doña Gertrudis Suris, ambos naturales de
la villa de San Feliu de Guixols en la costa de Cataluña.


Su
padre, aunque nacido en dicha villa, y bautizado en aquella
parroquial iglesia en 1708, descendía de la ciudad de Gerona, en la
cual tenía la casa solar su antiquísima familia de Ciudadanos, en
cuya honorífica clase estaba inscrita desde el año 1495, según
consta en las matrículas del archivo municipal.


Su
abuelo, llamado también Gerónimo, nació en Gerona en 1660: fue
Lugar-Teniente de Bayle general de Cataluña por real cédula de
Carlos II en 1694; y hallándose de primer Jurado de aquella ciudad
en 1710, y comandante de la milicia urbana en el sitio que sufrió de
los franceses mandados por el duque de Noailles, se resistió a la
capitulación; y por tanto tuvo que emigrar a Génova, quedando sus
casas y haciendas confiscadas, y reducida su familia a la indigencia,
como las de otros partidarios de la causa del Archiduque. Murió en
1744.


Su
segundo abuelo, llamado también Gerónimo, que asimismo nació en
Gerona en 1630, fue capitán del tercio de Nobles que levantó dicha
ciudad en 1655 contra la invasión de los franceses y se halló en la
defensa de Palamós de 1660 la de Rosas, sirviendo a sus expensas;
por cuyos méritos fue creado y armado caballero con Real Privilegio
de Carlos II en 1671 para él y sus hijos y descendientes varones, y
consta en los registros del real y general archivo de la Corona de
Aragón. Murió en 1684.


Su
tercer abuelo fue Pablo Capmany y de Montpalau, por ser hijo de D.
Miguel Capmany y de D.a Esperanza de Montpalau, presunta
heredera de la noble familia de este nombre, señores de la casa y
castillo de Montpalau en el lugar de Argelaguer, corregimiento de
Gerona. Nació en 1592 y murió en 1640.


Esta
familia de Capmany poseía antes de las guerras de sucesión varias
casas en Gerona, y haciendas en el Ampurdan, sin contar otras en la
villa de San Feliu de Guixols, como también el dominio de la Notaría
de esta villa, y cinco feligresías del valle de Aro, el Guardianage
del puerto, llamado hoy Capitanía, y el patronato de muchos
beneficios fundados en la catedral de Gerona y parroquia de Palamós.
La tumba propia de la familia está en la colegiata de San Félix de
Gerona en la capilla de Santa Ana.


Dicho
D. Antonio estudió la gramática, las humanidades y la lógica en el
colegio Episcopal de Barcelona. Entró de cadete en los dragones de
Mérida, y de allí pasó a subteniente del segundo regimiento de
tropas ligeras de Cataluña, y con él se halló en la guerra de
Portugal en 1762. Después de nueve años de servicio se retiró en
1770, hallándose en la villa de Utrera, reino de Sevilla, en
cuya capital había el año anterior casado con D.a
Gertrudis de la Polaina y Marqus, natural de dicha villa. Allí
tuvo una comisión Real para traer a las nuevas poblaciones de
Sierra-Morena una colonia de familias catalanas, así de
artífices como de hortelanos; la que desempeñó bajo la dirección
del superintendente
D. Pablo Olavide, (da nombre a la
universidad de Sevilla
) a cuyo lado vivió un año entero en la
Carolina, hasta que por la desgracia que padeció aquel magistrado,
se retiró a Madrid a procurarse otra fortuna. Allí fue admitido en
la Real Academia de la Historia en 1776, y en 1790 fue elegido su
Secretario perpetuo. En los 35 años de su residencia en la corte
hasta el día en que tuvo que emigrar a la Andalucía con motivo de
la invasión de los franceses en ella, además de las muchas
producciones de su pluma que dio a luz pública sucesivamente, tuvo
varias comisiones y encargos del Gobierno, así literarios como
políticos. Fue nombrado secretario con voto de una junta de
arbitrios que de orden de
S. M. presidía el marqués de las
Hormazas, del consejo de Estado, compuesto de los fiscales de
Castilla y Hacienda, del Director general de rentas, y de dos
comerciantes.


También
fue nombrado secretario con voto de otra Junta que de orden Real
presidió D. Bernardo de Iriarte, del consejo y Cámara de
Indias, compuesta de un Ministro de cada uno de los consejos para el
examen del nuevo plan de fomento de la isla de Ibiza, que presentó
al Rey, D. Miguel Cayetano Soler.


Fue
también nombrado Colector y Editor de los tratados de paz de los
reinados de Felipe V, Fernando VI, Carlos III y IV, que publicó en
1800 en tres tomos en folio, con la traducción castellana, para cuya
comisión se le franquearon los archivos del antiguo Consejo de
Estado, y de la primera secretaría del Despacho. Por este trabajo, y
por los demás que se ofreciesen en este Ministerio, se le señalaron
sobre la renta de correos 12000 rs. anuales.


En
1785 tuvo la comisión por S. M. para el reconocimiento de los Reales
Archivos de Barcelona y formación de una historia diplomática.


En
1802 tuvo otra Real comisión para el reconocimiento y arreglo de los
Archivos del Real Patrimonio en Cataluña, que estaban abandonados.
Los arregló y planteó en oficina formal, con reglamento para su
custodia, despacho y uso público, gozando título de Director de
ellos con una asignación anual de 6000 reales.


Últimamente
fue nombrado por la Superintendencia de imprentas del Reino, con Real
aprobación, Censor de los periódicos que se publicaban en la corte,
con la asignación de 4440 rs. anuales.


En
este estado de paz y tranquilidad, gozando del aprecio del Gobierno y
de la estimación de las gentes, disfrutaba de 48000 reales entre
sueldos y pensiones, ganados por sus servicios en los encargos que
desempeñó; y eran 24000 sobre la renta de correos, los 12000 por el
mérito de sus obras publicadas bajo los auspicios del Gobierno; y
los otros 12000 por los tratados de paz: 4400 por secretario jubilado
de la Real Academia de la Historia: 6000 por Director de los Archivos
del Real Patrimonio: 5000 pagados por el Consulado de Barcelona por
las obras que publicó del antiguo Comercio y Marina de aquella
ciudad: 4400 por censor de periódicos; y 4200 por Diputado del
Ayuntamiento de Barcelona.


Todas
estas rentas, sueldos y asignaciones, las perdió gustoso, huyendo a
pie, a los 68 años de su edad, de Madrid, y de la vista y dominación
francesa, con sola la ropa que traía encima en aquel momento,
abandonando su casa, sus libros, sus manuscritos y trabajos medio
concluidos, sus haberes, sus conveniencias, y hasta su mujer y nuera,
enfermas, que no pudieron seguirle. Llegó a Sevilla el día I.° de
enero de 1809 casi desnudo: se presentó al Gobierno Supremo
manifestando su indigencia; y hecho cargo este de los méritos,
servicios y patriotismo del prófugo, le señaló 18000 reales
anuales sobre la renta de correos, a cuenta de los 24000 que gozaba
en Madrid sobre la misma. Allí se le encargó la redacción de la
Gaceta del Gobierno, que estaba interrumpida desde que entraron los
franceses en Madrid.


Fue
nombrado en Sevilla vocal de la Junta consultiva de Cortes. Tuvo la
comisión de examinar los discursos presentados a la Junta Suprema de
Cortes y formar un análisis de su contenido, y dar un informe
general sobre esta materia, y un compendio histórico de la
celebración de estos congresos en la corona de Castilla y en las de
Navarra y Aragón, y así lo ejecutó con gran diligencia y trabajo.


Actualmente
se halla refugiado en Cádiz desde que huyendo de la invasión de los
franceses en Sevilla, vino a buscar un asilo en esta ciudad bajo la
sombra del nuevo Gobierno. Este le encargó la segunda restauración
de la Gaceta, interrumpida con este nuevo acontecimiento, y se
continua bajo el título de Gaceta de la Regencia de España e
Indias.


Cádiz
10 de junio de 1810.



3.°


CATÁLOGO


de
las obras que ha publicado D. Antonio de Capmany, individuo de varias
Academias de bellas letras, y secretario jubilado de la Real de la
Historia, hoy Diputado en Cortes por 
Cataluña.


I.


Discurso
económico-político sobre la influencia de los gremios de artesanos
para la conservación de las artes, honor de los oficios, y de las
costumbres populares bajo el nombre supuesto de D. Ramón Palacio,
porque en aquella época no podía su verdadero autor descubrirse
defendiendo la industria de Barcelona, su patria, que tenía
descontenta al Gobierno después del motín de 1774. En la imprenta
de Sancha: un volumen en 4.°, en 1777.


2.
Filosofía de la eloqüencia. Un volumen en 8.° en la imprenta de
Sancha, año de 1776.


3.
Memorias históricas sobre la antigua marina, comercio y artes de la
ciudad de Barcelona. Cuatro volúmenes en 4.° con viñetas
alegóricas, en la imprenta de Sancha, año de 1783.


Esta
obra abraza la historia naval y mercantil de toda la Europa en los
cinco siglos de la baja edad: asunto que en ninguna nación se ha
tratado hasta ahora.


4.
Costumbres marítimas de Levante, o leyes conocidas vulgarmente bajo
del título de Libro del Consulado de Mar desde el siglo XII,
traducido al castellano, con el texto original lemosin
restituido a su primitiva y pura escritura; ilustrado con un discurso
preliminar y notas histórico-críticas, y acompañado de una
colección de antiguas leyes y estatutos náuticos mercantiles y
consulares de las dos coronas de Aragón y de Castilla en los siglos
XIII, XIV y XV. Son dos volúmenes en 4.°, en la imprenta de Sancha,
año de 1783.


5.
Teatro histórico-crítico de la elocuencia española, con las vidas
de los autores más célebres en la locución castellana, y un
análisis de sus escritos, de donde se han extractado los trozos más
excelentes y selectos.


Comprende
la historia crítica de la lengua española y sus escritores clásicos
desde el siglo XII hasta el XVII inclusive. Son cinco volúmenes en
8.°, en la imprenta de Sancha, año de 1787.


6.
Ordenanzas navales de las armadas de la Corona de Aragón,
promulgadas por el Rey Don Pedro IV en Barcelona en 1354 para el
servicio de la marina militar. Es un volumen en 4.°, en la imprenta
Real, año de 1787. Llevan la traducción castellana, y el texto
lemosin
copiado del antiguo códice original, ilustrado
con varios apéndices de noticias raras sobre los bajeles de aquella
edad.


7.
Antiguos tratados de paces y alianzas entre los reyes de Aragón y
príncipes infieles del África y Asia en los siglos XIII, XIV y XV:
traducidos al castellano de los códices originales lemosinos,
y adornados con varias notas históricas, geográficas y políticas.
Un volumen en 4.° En la imprenta Real, año de 1786.


8.
Nuevo diccionario francés y español. Un volumen en 4.°, en la
imprenta de Sancha, año de 1805.


9.
Cuestiones críticas sobre varios puntos de historia económica,
política y militar. Un volumen en 8.° Madrid en la imprenta Real,
1807. Primera cuestión, de la antigua industria, agricultura y
población de España. Segunda, de la invención y uso de la brújula.
Tercera, del descubrimiento y origen del mal venéreo y su
propagación en Europa desde fines del siglo XV. Cuarta, de la
invención de la pólvora y su primer uso en la guerra. Quinta, de
las trirremes de los antiguos. Sexta, de la clase y magnitud de los
bajeles de la edad media.


10.
Compendio histórico de la Real Academia de la Historia de Madrid:
precede al tomo primero de las Memorias de este cuerpo, impresas en
la oficina de Sancha, en cuatro tomos en 4.° mayor.


11.
Centinela contra franceses: un librito en 12.°, impreso y publicado
en Madrid por octubre de 1808. Cuando Napoleón ocupó a Madrid se la
hizo leer traducida al francés. Fue luego reimpresa en varias
ciudades de España, y ha corrido traducida en alemán, inglés y
portugués.


12.
Centinela de la patria: sin nombre de autor: impresa y publicada en
Cádiz periódicamente en números sueltos hasta el 5.° en 1810 en
la imprenta Real.


13.
Carta primera y segunda de un patriota disimulado en Sevilla, a un
antiguo amigo suyo domiciliado en Cádiz: en la imprenta Real en
1811.


14.
Manifiesto en respuesta al folleto intitulado: Contestación de D.
Manuel José Quintana a varios rumores y críticas etc.


15.
Cartas de Gonzalo de Ayora, que tratan de la guerra del Rosellón en
1503: publicadas la primera vez en Madrid en 1794, en la imprenta de
Sancha. Esta edición fue costeada por la Real Academia de la
Historia, en cuya biblioteca se guardaba el manuscrito original, y
promovida y propuesta por D. Antonio de Capmany, entonces su
secretario, quien cuidó de la corrección: trabajó la vida del
autor y otras noticias preliminares, y el vocabulario militar para la
inteligencia de la obra. Ni la Academia ni el secretario manifestaron
su nombre, contentándose con las iniciales de D. G V., esto es, D.
Gregorio Vázquez, escribiente del mismo Real Cuerpo.


16.
El diccionario geográfico de Echard: corregido, aumentado, o por
mejor decir, refundido: publicado en Madrid en 1783, a costa de la
Real Compañía de libreros, tres tomos en 4.°


17.
Compendio histórico de los soberanos de Europa: publicado en el
mismo año a costa de la expresada Compañía: dos tomos en 4.°


18.
Comentario joco-serio de la nueva traducción castellana de las
aventuras de Telémaco, que publicó D. José Covarrubias en Madrid
en 1797. El autor omitió su nombre con las iniciales A. C. por
decoro del mismo traductor. Es un cuaderno en 4.° de..... páginas,
en la imprenta de Sancha.


19.
En la obra intitulada: Epítome de las vidas de varones ilustres de
España, que por orden del gobierno se publicó con retratos en
Madrid en la imprenta Real y por cuadernos en folio máximo, tuvo el
dicho Capmany por encargo superior que continuar esta empresa, que
había quedado suspensa con la caída del conde de Florida-blanca,
primer secretario de Estado.


Los
epítomes cuya formación se debe a su pluma son los de los varones
siguientes: en el cuaderno 5.° los de Martín de Azpilcueta,
D. Luis de Góngora, D. Bernardino de Revolledo, Pedro Chacón.
- En el 6.° de D. Diego Saavedra Faxardo (Fajardo). - En el
7.° de Fray Luis de León. - En el 8.° del Maestro Juan de Ávila.
- En el 9.° de Antonio Pérez, D. Antonio Covarrubias y D. José Pellicer. - En el 10.° de Hernando de Alarcón, del Arzobispo D.Rodrigo, de Fr. Juan de Torquemada.
(No debe confundirse con el conocido inquisidor Tomás)


20.
Gritos de Madrid cautivo a los pueblos de España: un cuaderno en
8.°, impreso y publicado en Sevilla en la imprenta de Hidalgo, año
de 1803, después de haber emigrado de Madrid el autor.


Las
seis vidas del cuaderno 7.° del Epítome de las vidas de varones
ilustres de España, esto es, de Fray Luis de León, de D. Luis
Requesens, de Francisco Vallés, del Patriarca Ribera, de Bartolomé
Leonardo Argensola y de D. Juan de Palafox, extendidas por
D.
Manuel José Quintana, salieron corregidas, retocadas y aumentadas
por dicho Capmany por encargo y súplica de Don Juan Facundo
Caballero, entonces subdelegado de la Real imprenta, y fiscal de la
Renta de Correos.


22.
Es autor también de varias proclamas del Supremo gobierno, que sin
nombre de autor se publicaron el año pasado de 1810 en la imprenta
Real, como son: Días de Fernando VII. - Otra: A los pueblos de la
Mancha y Alcarria. - Otra: A los españoles vasallos de Fernando VII
en las Indias.


23.
En 1773. Contestación al papel: Los eruditos a la violeta (*).


(*)
En este catálogo, se hace caso omiso de los Discursos analíticos
etc. - Madrid 1776, de La vida del falso profeta Mahoma: 1792, y del
Arte de traducir etc. - 1776. - G. F.


Obras
manuscritas, hasta ahora inéditas por carecer de auxilios y de
proporciones para su impresión desde que emigró de Madrid en 4 de
diciembre de 1808.


1.
Filosofía de la elocuencia, aumentada, corregida, ilustrada, y en
una palabra, refundida enteramente: ocupará triple volumen del de la
primera edición de 1778. (Se imprimió en Londres en 1812, y se
vende en Cádiz y en Madrid.)


2.
Clave general de ortografía castellana: será un tomo en 8.°


3.
Plan de un diccionario de voces geográficas de España, dividido en
topográficas, corográficas, civiles, políticas, físicas, rurales,
hidráulicas, con una metódica nomenclatura.


4.
Diccionario fraseológico de la lengua francesa y española
comparadas. Será un tomo grueso en 4.°




4.°
Continúan
las obras inéditas que se hallaron a su muerte, y se entregaron a
sus herederos en Madrid.





5.
Colección de cartas escritas a varias personas. Empiezan desde el
año 1772, y son 48.


6.
Varios paquetes de octavas y cuartillas de papel que contienen cada
uno o más refranes ordenados por el abecedario, y son dos mil
trescientos veinte y dos.


7.
Ensayo de un diccionario portátil castellano y francés. Borrador.


8.
Artículos nuevos para un nuevo apéndice. Son de ganadería de lana.


9.
Apuntaciones para el diccionario filosófico de la lengua castellana.


10.
Plan alfabético de un diccionario de sinónimos castellanos. Son
1645.


11.
Diccionario de los nombres o voces con que se conocen las partes de
que se compone un barco, desde la A hasta la G.


12.
Pruebas de la filiación latina de la lengua castellana. Apuntes.


13.
Frases metafóricas y proverbiales de estilo común y familiar. Son
3644.
14. Reforma del diccionario galo-castellano, o Gramática
patriótica. Apuntes.


15.
Arte de la elocución castellana, y el estilo en general. Apuntes.


16.
Ensayos poéticos a que quiso dedicarse.
17. Colección de
seguidillas y tiranas.
18. Libertades del estilo poético.
Apuntes.


19.
Adiciones al Teatro histórico crítico de la elocuencia española
(*).


(*)
Esto prueba que Capmany conocía lo incompleto de su Teatro: defecto
que le han achacado el Sr. Galiano y el Sr. Milá - G. F.


20.
Cuestión. Observaciones sobre la arquitectura gótica (*).
* Es
muy probable que estas observaciones las incluyese Capmany en el tomo
3.° de sus Memorias históricas. - G. F.


21.
Extracto analítico de las leyes Rhodias.


22.
Noticias de los tribunales supremos, dignidades superiores, y otros
empleos de la corona dentro y fuera del continente. Divídese este
número en otros once.
Entre una infinidad de papeles que se
encontraron con referencia a la Academia de la Historia, de que fue
secretario, están los siguientes:


23.
Prólogo del tomo primero de Memorias, por Cornide: reformado por
Capmany.


24.
Expediente sobre la formación del diccionario histórico geográfico
de España.


25.
Censura del manuscrito titulado: Don César Sátiro.


26.
Discurso de gracias y entrada en la Real Academia en el año 1775.


27.
Varias censuras puestas de orden del Consejo a otras que remitía a
la Academia desde agosto de 1790 hasta enero de 1801.


28.
Introducción a la historia de Clemente Libertino.


29.
Estado de la literatura en España a mediados del siglo XVI.


30.
Catálogo de los autores de las ciencias diplomática y numismática.


31.
Idea de la cultura española: catálogo de los autores clásicos,
griegos y romanos, traducidos en lengua castellana desde el siglo XIV
al XVII.


Como
secretario de la Comisión superior de Cortes, nombrado por la Junta
Central, escribió los papeles siguientes:


32.
Informe político-histórico presentado a la Comisión superior de
Cortes.


33.
Espíritu de las opiniones varias de los autores de memorias sobre
Cortes, con notas de D. Antonio Capmany, presentado a la misma
Comisión.


34.
Práctica y estilo de celebrar cortes en el reino de Aragón etc.,
presentado a la misma.

35.
Su voto como vocal de la misma Junta superior de Cortes sobre la
admisión de la nobleza y clero en las Cortes (*).




(*)
Por este catálogo se ve que las obras inéditas de nuestro autor no
van en zaga a las publicadas, en importancia; llevándose la
preferencia los trabajos filológicos, como más análogos a su
talento analítico y minucioso. - G. F.




5.°


AL
REY NUESTRO SR. DON FERNANDO VII


EN
SUS DÍAS.


LA
NACIÓN.


Día
30 de mayo, ¡día memorable en el calendario de la iglesia y de la
patria! ¡día de luto у de júbilo por lo que padeces y por lo que
mereces, ínclito y desgraciado FERNANDO!
¡O nombre glorioso,
nombre grande, nombre de inmortal y feliz memoria para España! Son
atributos de este real nombre los excelsos títulos de Magno, de
Santo, y de Católico, que el valor y la virtud granjeó a tres
insignes príncipes tus progenitores, que con la espada y la justicia
restauraron, ampliaron y ensalzaron esta vasta monarquía, a cuyo
trono te destinó el cielo, y te llamó y aclamó nuestra universal
voluntad.


En
este día, en que los soldados del alevoso y cruel tirano de la
Europa que manchan nuestro sagrado territorio, mirarán con desprecio
tu corona, y harán público escarnio de tu púrpura y majestad: en
este mismo te saludan y te aclaman veinte y cuatro millones de
españoles en uno y otro hemisferio: hoy renuevan su amor y su
juramento de defender tus derechos, tu nombre augusto, y la libertad
y gloria de la patria. Tú nos mandas, FERNANDO, desde ese retiro de
tu cautiverio, sin usar de tu poder, de tu voz ni de tu pluma. Tú
callas, y te oímos lo que nos quieres decir. Tú eres ahora
invisible, y te vemos con los ojos de la compasión y del amor. Tú
reinas, y no imperas: tú estás cautivo, y nosotros somos siervos
tuyos. Eres rey de España y de las Indias, y lo serás mientras
vivas. Te han querido arrebatar la corona de tus padres, y te han
dado otra más gloriosa, la del martirio que padeces de no poder ver
de cerca los sacrificios de tus hijos.


Pero
consuélate, Príncipe amado, con saber que padecemos por ti, así
los que peleamos, como los que no podemos pelear en tu desagravio.
Consuélate y gloríate de que ningún soberano en el
continente tiene nación que le ame y le defienda sino tú: todos han
sido desamados o despreciados, porque ninguno ha sabido sostener su
propio honor, ni ha querido que sus súbditos sostuviesen el suyo.
Todos se han hecho esclavos del Gran Tirano sin esperar que los
cautive: ¡desdicha y miseria inaudita! Sólo tú reinas en los
corazones: nosotros pelearemos, y tú triunfarás. Llora, Fernando,
tu desventura, y no llores nuestros males, que el amor los hace
suaves, la justicia de la causa gloriosos, y nuestra fidelidad
honrosos.


Tu
memoria vivirá de generación en generación mientras haya hombres
que se llamen españoles. Patria y vasallos tienes en las cuatro
partes del mundo; en ellas reinarás, en ellas será adorado tu
nombre, y será ensalzado el de España entera. No desconfíes,
señor, de nuestro valor y constancia, cada día más firme cuanto
más sean los peligros y las adversidades. En estas se labran y se
prueban los hombres que trabajan por la común libertad: la fortaleza
es la virtud de los que sufren y vencen los trabajos. Perecerán los
animales, se asolarán nuestras casas, se yermarán los pueblos, se
secarán los campos, no nacerá yerba en ellos, y renacerá de las
cenizas de cada mártir de la patria un español armado de furor que
respirará venganza y sangre contra el impío y alevoso tirano.
Desnudo entonces, y a solas con la naturaleza, abrazará y besará a
la tierra que le dio el ser de español, y con animoso ruego le dirá:
dame aquel vigor y virtud que no niegas a los animales y a las
plantas, para que no me falte jamás el aliento y brío de hijo de
tan noble suelo.


Carecemos
del dulce consuelo de tu presencia, mas no de tu representación. Tu
soberana autoridad está depositada, con fé y unión indisoluble, en
el Consejo de Regencia, que representa tu Real Persona, y bajo de tu
sagrado nombre hoy rige felizmente el Estado, le repara, le sostiene
y le vuelve con nuevos esfuerzos y esperanzas el vigor perdido. Para
solemnizar este día establece hoy su silla y residencia en esta
invicta, poderosa y leal ciudad de Cádiz, delante del enemigo
insolente, para que el ruido de las salvas de artillería de la plaza
y de las escuadras, y al ver desplegadas al viento las insignias y
banderas de Fernando VII y de Jorge III, caros hermanos y aliados
eternos, abra sus sangrientos ojos, y se los tape de confusión y de
despecho.


Recibe,
Rey amado, el obsequio y veneración que te tributarán en este día
las dos naciones libres de la tierra, la española y la inglesa, que
desde hoy formarán una sola para defender su independencia, su
dignidad y su honor contra el enemigo de entrambas, monstruo y
deshonra de la humana naturaleza. - Por Don Antonio de Capmany.


Cádiz
30 de mayo de 1810. (*)


(*)
Si es mal prisma el presente para juzgar el pasado, no podemos
censurar sin injusticia el tierno entusiasmo que excitaba Fernando
VII durante la revolución nacional por antonomasia. He aquí por qué
me parece muy dulce y patética la idea de dar la nación los días a
su cautivo monarca. La producción transcrita, aparte de alguna
antítesis rebuscada y de alguna reminiscencia retórica, está llena
de ternura casi paternal. Duele recordar lo desgraciado que ha sido
el pueblo español en sus idolatrías. - G. F.



IV.


Un
crítico autorizado, si bien algo pesimista, Don Antonio Alcalá Galiano, dice, hablando de Capmany, en su Historia de la literatura española, francesa, inglesa e italiana en el siglo XVIII: «Capmany
dio en presumir de purista, y aun se arrepintió de haberlo sido poco
en sus primeras obras, dedicándose en sus últimos días con
particular empeño a combatir la corrupción introducida en el idioma
castellano. Para esta empresa tenía no pocos conocimientos; pero
carecía de disposición natural para poner en práctica lo que
recomendaba. Siendo catalán, y habiendo aprendido a hablar y aun a
pensar en su dialecto lemosino, manejaba en cierto modo como
extranjero el lenguaje castellano, de lo cual se seguía ser
escabroso en su estilo y nada fácil en su dicción. Este juicio se
presta a algunas observaciones que no creo inoportunas.


Prescindiendo
de algunos desmañados defensores de la antigua dicción castellana,
cuya exaltada parcialidad, lejos de favorecer a la causa que
sostenían la echaba a perder; débese a los que se dio en llamar
puristas, la conservación de nuestro idioma. ¿A qué extremo de
vilipendio no hubiera llegado la lengua española, sin el loable
esfuerzo de los pocos escritores castizos del siglo pasado y
comienzos del presente? Lejos, pues, de merecer calificaciones
desdeñosas los que se empeñaron en sostener los fueros de la pureza
indígena del habla castellana, dignos son, al contrario, de
recordación agradecida y fervoroso aplauso. Nuestro Capmany, si
alguna vez se dejó llevar de carrera por su buen celo, si por aquel
acendrado españolismo suyo anduvo en varias ocasiones sobrado,
conoció los verdaderos intereses de la causa que tan vigorosamente
defendía. En las Observaciones críticas sobre la excelencia de la
lengua castellana que preceden a su Teatro histórico-crítico dice
categóricamente: «Adonde este (nuestro idioma) no alcance,
adóptense voces nuevas, enhorabuena.» Lo que hacía salir de quicios a Capmany no era la introducción de aquellos vocablos
(generalmente técnicos o facultativos) de que nuestra lengua carece,
sino el que se mendigase de los idiomas extranjeros lo que el nuestro
posee en abundancia. Cierto que fuera empeño asaz ridículo preferir
prolijas e inexactas redundancias, a la adopción urgente de voces
expresivas de adelantos científicos, industriales y comerciales que
nuestra civilización naciente no ha inventado todavía; pero no es
menos cierto que indigna e indignará siempre a todo buen español el
ver como se menosprecia estúpidamente ese tesoro riquísimo, inmenso
e inagotable que se llama: romance castellano.


En
cuanto al estilo de Capmany, si bien no se recomienda por la
regularidad artificiosa, es fruto espontáneo y robusto de su
pensamiento, y esto hace su más completo elogio. Si a su dicción le
falta armonía, le sobra nervio; y bueno es advertir que la primera
cualidad, lo es secundaria del estilo; y la segunda deriva
inmediatamente de la fuerza del pensar o del sentir. Un escritor
fríamente armonioso halaga el oído con sus frases rotundas, pero
también suele conciliar muy regaladamente el sueño. El Sr. Galiano,
con su acostumbrada y magistral imperturbabilidad, asegura que la
dicción de Capmany era nada fácil. Lo que faltaba afortunadamente a
nuestro autor era aquella facilidad agradable, que no pocas veces
raya en hueca verbosidad. Por lo que atañe a si pudo influir en la
dicción de Capmany el país en donde nació, sírvale esta
circunstancia de mérito, no de excusa: pues tiene muy subido el
primero, y de la segunda no necesita. Creo del caso recordar, con el
debido respeto, al Sr. Alcalá Galiano, que si bien Capmany aprendió
a hablar y aun a pensar en su dialecto lemosino (vulgarmente
llamado
lengua lemosina), su permanencia en la
corte por espacio de 35 años, sus largos viajes por el interior de
España, su constante y tenaz estudio de los clásicos y su eminente
sagacidad filológica, bastan y sobran para vencer una «falta de
disposición natural» que pongo muy en duda, con perdón sea dicho
del Sr. Alcalá Galiano. De lo contrario sería preciso confesar que
el «arte de escribir bien el castellano» es un don infuso, o una
gracia gratis data. - G. F.


V.


He
tenido ocasión de ver el Prospecto del Teatro histórico crítico de
la elocuencia castellana; notable por la manera solemne y casi
oficial con que empieza. Dice así:


D.
Antonio de Capmany, individuo del número de la Real Academia de la
Historia y Honorario de la de Buenas Letras de Sevilla y Barcelona,
deseoso de dar a los extranjeros y a sus patricios una general y
perfecta idea de la abundancia, hermosura, majestad y armonía de la
lengua castellana, presentándoles excelentes modelos de la mejor
elocución prosaica en todos los géneros de estilo, ofrece al
público, bajo el título de Teatro histórico-critico de la
elocuencia castellana, una copiosa colección de pedazos escogidos de
las obras, discursos, o tratados más acreditados de los escritores
españoles que florecieron con mayor celebridad en el transcurso de
cuatro siglos desde el XIII hasta concluido el XVII. El plan de la
presente obra que hasta hoy parece no ha sido ni deseada, ni
prometida, ni cumplida por ningún amante de la literatura española,
comprende tres épocas principales, que son las tres edades del
romance castellano por orden de reinados. Todas las muestras que se
presentan anteriores a los Reyes Católicos, más pertenecen a la
historia crítica del idioma castellano, que a la enseñanza del
perfecto lenguaje para nuestra imitación. Desde aquel glorioso
reinado hasta principios de este siglo, se manifiestan los progresos,
la perfección y la decadencia del estilo, de la lengua y del gusto
entre nosotros con muestras entresacadas de cuarenta y cinco Autores,
los más señalados que reconoce la nación; cuya lectura y estudio,
facilitados por medio de una discreta e imparcial elección de los
más dignos trozos de sus escritos, podrá contribuir a la
restauración de la verdadera locución castellana, tan desfigurada
en estos últimos tiempos con pésimas traducciones; al crédito de
los mismos escritores antiguos, hoy tan poco conocidos y leídos no
sólo de los extraños, mas aun de los mismos nacionales; y a la
propagación de nuestro idioma en los países extranjeros, puesto que
primero los Ingleses y últimamente los Franceses en el nuevo
establecimiento de su Museo público en París, el año pasado de
1784, han manifestado particular afición al estudio de esta
nobilísima lengua que en el siglo XV fue codiciada como adorno de
moda entre sus cultos cortesanos. Esta colección se dividirá en
cinco tomos en 8.° de grueso volumen; los cuatro últimos contendrán
los autores desde el reinado de Carlos I hasta el de Carlos II; y en
el primero se colocarán las muestras de los mejores escritos de los
siglos precedentes, hasta subir a la primitiva infancia del romance
castellano, que empezó a mostrar alguna armonía, gracia y gravedad
cuando las demás lenguas vulgares de la Europa aún no habían
salido de su grosera rusticidad. Precederá a toda la obra un
Discurso preliminar, en que se persuade la necesidad de buenos
modelos del estilo prosaico para adquirir y conservar el perfecto
lenguaje castellano; y la preferencia de la prosa sobre la poesía
para llegar a este fin. Se señalan las causas porque nuestros
insignes escritores antiguos no son conocidos ni leídos; el juicio
que se debe hacer del mérito de ellos en las diferentes épocas; los
defectos y el gusto que han reinado en nuestra prosa en cada siglo.
Trátase después del modo de aprovecharnos de los mejores escritos
de nuestros autores; desde qué época estos deben proponerse por
modelos de buen lenguaje, y cuáles son los más sobresalientes; de
las causas de los pocos progresos que ha hecho la elocuencia civil
entre nosotros; del atraso que casi siempre hemos padecido en la
elocuencia del púlpito, y de sus causas; del renacimiento, progreso
y declinación de este género de literatura en las demás naciones
modernas, en comparación con la española. Por último concluye un
análisis crítico e histórico de la formación, perfección y
decadencia de la lengua española, comparando su riqueza, hermosura,
dulzura e índole excelente, para todos los estilos y materias, con
las calidades que acompañan a los demás idiomas vivos de Europa. Al
fin de cada edad del romance se pondrá un vocabulario de las voces
desconocidas, anticuadas o desusadas que se leen en las varias
muestras de los Autores antiguos para instrucción de los lectores. A
los tratados o discursos escogidos de cada autor, precederá una
noticia de su vida y escritos, con el juicio de su mérito en orden a
la elocución y al estilo.


El
autor dará esta obra al público por suscripción en los términos
siguientes: Los cinco tomos en 8.° de marca mayor, de letra e
impresión escogida de la Imprenta Real, se entregarán a la rústica
a los sujetos que anticipen setenta reales vellón, a razón de
catorce por cada tomo, en la librería de D. Valentín Francés en
esta corte calle de las Carretas, y en la de Francisco Rivas en
Barcelona plaza de San Jaime: de quienes recibirán el
correspondiente resguardo impreso para recoger la obra al tiempo de
sus entregas, que se verificarán en lo que queda del presente año
hasta julio del siguiente: previniéndose que los que no hayan
subscrito en el término de tres meses desde I.° de julio próximo
dentro de España, y de cinco en los países extranjeros, pagarán
por la obra, al fin de su total impresión, noventa reales vellón,
que será su precio venal a la rústica.
El Exmo. Sr. Conde de
Floridablanca, enterado del mérito de esta obra, y bien persuadido
de su importancia y utilidad, ha querido dar un nuevo ejemplo de su
amor a las letras y gloria de su nación, tomando el primer lugar en
el catálogo de los subscriptores, que se imprimirá en el tomo
primero.


VI.


En
el tomo primero, parte tercera de las Memorias, reproduce Capmany los
argumentos en pro de las corporaciones gremiales que contiene su
Discurso económico-político publicado en 1778, bajo el pseudónimo
de D. Ramón Miguel Palacio.


El
trabajo mecánico que la batalladora Esparta relegó a la raza
embrutecida de los ilotas, y que Roma juzgó siempre incompatible con
sus preciados derechos de ciudadanía, vegetó en la más humillante
oscuridad, objeto de odiosas vejaciones; hasta que la riqueza
mobiliaria de la clase media empezó a competir con la riqueza
territorial de la aristocracia. Los reyes vieron entonces con placer
el naciente poderío de la clase manufacturera, que debía servir de
contrapeso a la nobleza mal domeñada, insaciable monopolizadora de
franquicias y ocasionada siempre a turbulentas usurpaciones. San
Luis, sabiendo que vis unita fortior, y tomando ejemplo de las
ciudades populares de Italia, hizo redactar a Esteban Boyleau los
Establecimientos de París, que comunicaron vida legal a las
comunicaciones obreras. Popularizóse entonces la organización
jerárquica de los trabajadores bajo el régimen de los cuerpos
gremiales. Pero como sea fatalidad inevitable de las instituciones
humanas descastarse lastimosamente cuando se personifican, poco a
poco el monopolio y la tiranía se entronizaron en los talleres, y se
cometieron abusos escandalosos. El ilustre Blanqui cita dos hechos
que parecen increíbles. En Ruan, el que no hubiese sido aprendiz por
espacio de un quiennio y oficial por espacio de otro, debía cursar
otra vez el aprendizaje para entrar en los gremios de París y de
Burdeos, «exigencia tan absurda,- dice el mencionado escritor, -
como la que obligase a un oficial a convertirse en soldado para
cambiar de regimiento.» En Inglaterra la ley castigaba con pena
capital al artesano que abandonaba su país, aunque hubiese en él
falta de trabajo.


Estos
abusos movieron a algunos Gobiernos a abolir un sistema industrial
tan decantado en su nacimiento y cuyo arraigado planteamiento tantos
beneficios produjo. La Toscana vio abolidos los gremios por dos
edictos de 1.° y 3 de febrero de 1770, confirmados nuevamente con
otro de 25 de noviembre de 1775. Mr. Turgot destruyó de un golpe el
sistema gremial por las letras patentes de 12 de febrero de 1776. La
caída del ilustre ministro lo restableció de nuevo, pero la
revolución y el Imperio lo borraron completamente. En España
quedaron definitivamente abolidas las corporaciones gremiales con el
decreto de Cortes de 8 de junio de 1813 que establece:


Art.
1. Todos los españoles y extranjeros avecindados, o que se avecinden
en los pueblos de la monarquía, podrán libremente establecer las
fábricas o artefactos de cualquiera clase que les acomode, sin
necesidad de permiso ni licencia, con tal que se sujeten a las reglas
de policía adoptadas o que se adopten para la salubridad. Art. 2.°
También podrán ejercer libremente cualquiera industria u oficio
útil, sin necesidad de examen, título o incorporación a los
gremios respectivos, cuyas ordenanzas se derogan en esta parte.”


Las
ventajas incontrovertibles que produce el sistema gremial, son las
siguientes:


I.a
Comunicar dignidad y nobleza al trabajo.
2.a
Nacionalizarlo.
3.a Fomentar las buenas costumbres de
los artesanos.
4.a Suplir y simplificar la acción
gubernativa.


5.
a Impedir la adulteración y falsificación de las
manufacturas.


Capmany,
al reproducir y parafrasear estas ventajas que el vulgo de los
economistas, que pudiéramos llamar conservadores, reconoce y
pondera, ha refutado muy de ligero las objeciones poderosas que otros
economistas ilustres han hecho a la organización gremial. Tales son:


1.a
El feudalismo de taller.
2. a El monopolio.
3.
a El enervamiento de las capacidades precoces.


He
aquí el motivo por qué el sistema de defensa seguido por Capmany
carece de relevante importancia científica. Hubiérala tenido
incuestionable si, no ceñido a una peroración animada en favor de
los gremios, hubiese reconocido inconvenientes innegables
anatematizados por la conciencia pública y por el buen sentido. Una
defensa, por razonada que sea, pierde mucha parte de su valía si
cierra los ojos a hechos consumados. Para solventar
satisfactoriamente el importantísimo problema de los gremios, es
ante todo necesario, en mi humilde concepto, examinar con
detenimiento concienzudo las bases fundamentales de aquella
organización, y deslindar los vicios esencialmente orgánicos de los
abusos puramente locales. Por fin: la verdadera incógnita de esta
ecuación es el medio de armonizar el sistema de los gremios con el
espíritu de cuerda libertad industrial, quitando al antiguo régimen
lo que tenía de opresor y tiránico, y moderando la fuerza expansiva
del moderno. Por otra parte, si bien han caducado las ventajas
sociales del sistema gremial, que fueron el objeto originario de su
institución, preciso es no ser ingratos con los beneficios inmensos
que reportó, ni desconocer la necesidad palpitante de regularizar y
encarrilar por buen camino las aspiraciones y necesidades de
sociabilidad de la clase trabajadora. - G. F.



VII.


El
Excmo. Sr. D. José Caveda en su Discurso sobre el desarrollo de los
estudios históricos en España desde el reinado de Felipe V hasta el
de Fernando VII, leído en sesión pública en la Real Academia de la
Historia el 18 de Abril de 1854 emite el siguiente juicio sobre las
Memorias históricas:


«No
son ya objeto de las investigaciones del autor, ni las guerras y
conquistas, ni la serie de los reyes ni aquellos acontecimientos
brillantes que deslumbran y fascinan sin ejercer influencia alguna en
el destino de las naciones. La vida entera de un pueblo; el
desarrollo de su riqueza y su cultura, de su industria y su comercio;
el espíritu que le alienta, y vigoriza, y le hace laborioso y
emprendedor; las causas y los resultados de sus empresas 
marítimas
y de las negociaciones que le ponen en contacto con los países más
cultos y apartados de la tierra, presentan a Capmany un cuadro más
filosófico, más consolador, más fecundo también en provechosas
enseñanzas. Comprende que es necesario indagar los elementos de la
civilización y la estructura de la sociedad que sabe desarrollarla;
que mayor bien procurará el escritor con el examen de la prosperidad
emanada de las luces y el trabajo, que con la pomposa narración de
muchos hechos brillantes y ruidosos, pero estériles en resultados
útiles, y primero a propósito para halagar la fantasía, que para
esclarecer el entendimiento. Esta convicción le obliga a separarse
de la senda trillada por sus antecesores; a buscar en los antiguos
pergaminos de nuestros archivos, los datos que ellos despreciaron por
humildes y vulgares; a reconocer en su conjunto y en mil
circunstancias en que no reparó el anticuario, la fisonomía de la
ciudad de la edad media que se propone reanimar, devolviéndole la
vida, los talleres y las fábricas, las flotas y las negociaciones
que realzaron su nombre y su fortuna.”


VIII.


«Como
los tratados que se han publicado hasta ahora, - dice Sempere, -
abundan más de preceptos que de buenos ejemplos analizados, los
cuales hacen sentir más bien la fuerza de la elocuencia que las
reglas estériles y secas con que regularmente se suele cargar la
memoria sin ejercitar el juicio, el Sr. Capmany se propuso dar una
retórica filosófica en la cual se trata más por principios que por
definiciones ni reglas, el arte de persuadir y de ejercitar los
afectos.»


IX.


Publicó
Capmany esta obra bajo nombre supuesto, no juzgando conveniente
descubrir el suyo verdadero hasta que lo reveló en sus Memorias
históricas, tomo primero, parte tercera, como es de ver en la nota
siguiente:


«Como
aquí se repiten, dice, muchos pensamientos frecuentísimos en un
escrito publicado en 1778 en la imprenta de Sancha con el título de
Discurso económico-político etc..., por D. Ramón Miguel Palacio;
el autor de estas Memorias, temiendo la nota de plagiario grosero,
advierte que debiendo tocar la misma materia en este lugar, no podía
dejar de adoptar mucha parte de las ideas de aquel escrito, en cuya
publicación tuvo entonces por conveniente ocultar su nombre.”


X.


En
la obra titulada: Espíritu de los mejores diarios literarios que se
publican en Europa, número 97 y 98, se copió el juicio de los
diaristas de Roma acerca de las Ordenanzas de las armadas navales de
la Corona de Aragón y de los Antiguos Tratados de paz y alianza.
Dice así:


«Todo
lo que recuerda la antigua gloria de las naciones y los medios de que
se valieron para adquirirla, merece sin duda alguna la atención del
público ilustrado. Este siempre corresponde con elogios y estimación
al celo de los autores que, sacando del olvido los ramos más
importantes de la legislación civil y militar, nos presentan en
compendio las causas del engrandecimiento y decadencia de los
pueblos. Tal es la obra que anunciamos, la que, aunque al parecer
sólo mira a la España, sin embargo, no por eso deja de ser digna de
la atención de los sabios, de los filósofos y de los militares de
Europa. Los primeros hallarán en ella muchas noticias sobre el modo
de armar y de tripular los navíos, entre el ataque y la defensa, en
los tiempos antiguos; sobre el estado de las artes relativas a la
marina, y sobre otros objetos que tienen conexión esencial con la
historia, o que pueden interesar a toda clase de lectores. Los
filósofos podrán discurrir tanto sobre las opiniones que reinaron
en aquella sazón, como sobre las ideas que se tenían del valor, del
pundonor y del heroísmo militar; de cuyas reflexiones podrán sacar
consecuencias no poco útiles para el conocimiento del hombre. Los
militares, y en particular los empleados o que tienen algún destino
en la marina podrán ilustrarse comparando el antiguo sistema de la
legislación de marina con el actual, hoy en que la mayor parte de
las potencias europeas se esfuerzan más en perfeccionar, y otras en
crear su marina.


La
nación española debe estar sumamente agradecida a D. Antonio de
Capmany por haber publicado un monumento tan precioso de la
industria, de la sagacidad y del valor de sus mayores, monumento que
haría honor al siglo más ilustrado, y que asombra al considerar que
estas Ordenanzas se publicaron en el año de 1354. Jamás hemos sido
del parecer de muchos de nuestros escritores que, poco versados en la
historia literaria de España, dieron una idea no muy ventajosa de
sus luces; y por lo mismo tenemos especial gusto en referir en
nuestros papeles con la mayor imparcialidad cuanto podemos adquirir
sobre la literatura española.


En
caso de que tuviéramos una idea poco favorable de las luces de los
españoles (no nos avergonzaríamos de decirlo), bastaría esta obra
para que mudáramos de opinión; y a la verdad, ¿no nos manifiesta
con evidencia que la España fue la que formó una colección tan
preciosa, tan justa y análoga a las circunstancias del tiempo, que
entre las naciones más famosas no hay una sola que pueda gloriarse
de haber dado otra mejor?
Si por los efectos hemos de juzgar de
las causas, es preciso confesar que fue muy grande el mérito de
dicha colección, pues produjo en las tropas aragonesas aquella
exacta disciplina, aquel valor intrépido y guerrero que hizo tan
respetable su pabellón en todo el mediterráneo, con el que
derrotaron varias veces las armadas de los genoveses y venecianos,
sujetaron a las Baleares, conquistaron la Córcega y la Cerdeña, se
apoderaron de la Sicilia, hicieron amistad con los sultanes del
Egipto; y, finalmente, contuvieron a esas potencias berberiscas que
hoy son el azote de los cristianos.


No
es fácil extractar esta colección porque se reduce a 34 ordenanzas
o capítulos, que 
tienen
por objeto las obligaciones del general y de los subalternos, la
disciplina, la subordinación y la conducta de los soldados, tanto en
la navegación como en los combates. También se hallan en ellas las
leyes penales relativas a los que en las expediciones faltasen a su
deber, y es tal su severidad que parece se hicieron para una clase de
hombres diferentes de la nuestra. El general Bernardo Cabrera, que
por orden de Pedro IV formó este código, sin duda alguna estuvo
íntimamente convencido de la opinión de uno de los más célebres
filósofos de este tiempo sobre la fuerza de la educación, es decir,
sobre que «se hallan en nosotros ciertos rencores que para hacer
prodigios sólo necesitan que los mueva un sabio legislador.» Y en
efecto: ¿Qué dirían nuestros generales si se les prescribiera este
precepto: pero si el enemigo llegase a apoderarse de su galera,
deberá retirarse al lugar en que se halla la bandera, para
defenderla o morir cerca de ella? Luego para el general no había
medio entre desconfiar de la victoria y morir, y. si el comandante de
una expedición había de cumplir con tan estrechas obligaciones
¿merecerán más indulgencia los subalternos? Los capitanes que
cometían algún delito, eran, como los soldados, arrastrados con
ignominia, sin que pudiesen los cobardes alegar por excusa la
superioridad del enemigo, ni los contratiempos del mar. En el
capítulo XXIV se manda expresamente que dos galeras se batan con
tres del enemigo; tres contra cuatro y contra siete, imponiendo pena
de muerte al capitán que contraviniese a esta disposición. Los que
quieran formarse una idea exacta de la obra, podrán leerla sin
omitir la introducción juiciosa del Editor: en ella hallarán con
qué espíritu filosófico, con qué nervio expone dichas Ordenanzas,
y muy bellas reflexiones sobre la disciplina militar y sobre otros
puntos relativos a las Ordenanzas que publica. El Sr. Capmany acaba
la obra comparando las ordenanzas navales de la Gran Bretaña, que
van insertas, traducidas del inglés al español, con las de los
aragoneses, como en otro tiempo comparó Robertson en su Historia de
Carlos V las dos constituciones políticas de uno y otro pueblo. Si
fuera permitido formar juicios de comparación entre ciertos objetos,
diríamos que en ambas reina un mismo espíritu; que las segundas se
parecen a las primeras por el pequeño número de preceptos, por su
laconismo, por la conformidad de las penas impuestas a los capitanes
acusados de cobardía, y, finalmente, por su energía y precisión,
cualidades esenciales para la excelencia de las leyes. En cuanto a
las Ordenanzas de Aragón añadiremos que infundían valor con más
sencillez y menos estorbos; que presentaban al pundonor como el móvil
del valor, y que mandaban que no se saliese de los combates sino con
la victoria; dejando a la industria y valor de cada uno los medios de
triunfar del enemigo.


El
infatigable Capmany ha publicado varias obras que han merecido el
aprecio de sus paisanos. Sería de desear que algunos de los
españoles ilustrados establecidos en Italia las tradujeran; tanto
por la utilidad que resultaría a nuestra literatura, como para
engrandecer la esfera de nuestros conocimientos. Acabamos de recibir
otra obra muy apreciable de dicho autor que contiene los tratados
antiguos de paz y de alianza entre varios reyes de Aragón y muchos
príncipes de Asia y África, desde el siglo XIII hasta el XV. En
ellos se ve el poder de aquellos monarcas españoles, cuya amistad y
protección buscaban a porfía los príncipes berberiscos, para lo
cual pasaban a Barcelona con este motivo. No podemos menos de elogiar
la sabia conducta de Carlos III, que actualmente reina, entre cuyas
acciones memorables admirará la posteridad la paz concluida con los
musulmanes. La humanidad, la filosofía, la religión y la política,
aguardaban desde mucho tiempo un hecho tan glorioso, el que siempre
será una prueba de la mayor ilustración del gabinete de Madrid, al
mismo tiempo que asegura, o, a lo menos, prepara un nuevo sistema de
paz entre los dos hemisferios. ¡Ojalá sirva este ejemplo de modelo
a los demás de Europa! ¡Ojalá pueda algún día nuestra Italia,
hasta cuyas costas llegan los beneficios de Carlos III, deber a un
rey tan grande la perfecta seguridad de su comercio y de su
navegación!»
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