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sábado, 15 de febrero de 2020

Contra la manipulación de la Historia de Aragón y Cataluña

Todos los amantes de la Historia, hemos oído hablar de José Luis Corral Lafuente, Este aragonés ilustre, nació en Daroca, Profesor de Historia y escritor. Licenciado en Filosofía y Letras, se doctoró en Historia por la Universidad de Zaragoza, en la que es profesor de historia medieval y director de Taller de Historia S.L. Como medievalista, ha centrado buena parte de su labor investigadora en la España musulmana y en la Historia de Aragón. Es también uno de los más prolíficos autores españoles de novela histórica.

Este es un resumen del propio J. L. Corral, de un texto que publico en 2010, y que conviene recuperar para clarificar ciertos mensajes que llegan desde el ultranacionalismo pancatalanista).

LA CORONA DE ARAGÓN. CONTRA LA MANIPULACIÓN DE LA HISTORIA DE ARAGÓN Y CATALUÑA.

José Luis Corral Lafuente.
LA CORONA DE ARAGÓN. CONTRA LA MANIPULACIÓN DE LA HISTORIA DE ARAGÓN Y CATALUÑA.

La Historia es una materia propicia para la manipulación. En este sentido, el caso de la historia de la Corona de Aragón es paradigmático. A mediados del siglo XIX un movimiento cultural, y político, nacido en Barcelona y denominado “la Renaixença” se empeñó en cambiar la historia a base de alterar definiciones y de imaginar símbolos y espacios que jamás existieron.
En su desvarío historiográfico, algunos eruditos de ese movimiento comenzaron a acuñar conceptos que nunca existieron como “la Corona catalana-aragonesa”, “los condes-reyes”, “los reyes-condes”, “los reyes de Cataluña”, la “Confederación catalana-aragonesa” y otras denominaciones falsas, de ese mismo estilo, que culminó con la peregrina ya histórica denominación, ya en el siglo XX, de “Els Països Catalans” para definir un inexistente territorio "histórico" común en el que se incluían los actuales Cataluña, Rosellón, Cerdaña, las comarcas orientales de Aragón, la Comunidad de Valencia y las Islas Baleares.
Proyectando ideas políticas nacionalistas del presente en el pasado, se alteró el ordinal dinástico de los reyes de Aragón, de modo que Alfonso II el Casto pasó a ser “Alfons I” y Pedro II el Católico, “Pere I de Catalunya”; y así siguen siendo denominados estos soberanos en los ficheros del Archivo de la Corona de Aragón y en las denominaciones de algunos políticos ultranacionalistas catalanes.
La llamada Corona de Aragón tuvo su origen en una unión dinástica basada en una alianza matrimonial, siguiendo el derecho medieval sucesorio navarro y aragonés y el derecho canónico. La Corona de Aragón no se llamó así desde el principio. En el siglo XII ni los reyes de Aragón ni los condes de Barcelona tenían como distinción de su rango una "corona". El primero de ellos en ser coronado fue Pedro II, y lo hizo en Roma en 1204 de manos (o mejor de pies, según una leyenda) del papa Inocencio III. Para ser rey legítimo de Aragón era necesario haber nacido de matrimonio canónico, jurar los fueros de Aragón, y luego los de los demás territorios de la Corona, y ser coronado en la catedral de La Seo de Zaragoza.
Desde 1068 los reyes de Aragón eran vasallos de la Santa Sede, y por tanto debían juramento de homenaje a los papas. Por ello, la monarquía aragonesa adoptó sus colores heráldicos, el rojo y el amarillo, copiando los de su señor feudal, el papado, pues esos eran los que usaban los pontífices en la Edad Media.
La Corona de Aragón se sostuvo en sus soberanos y en la continuidad de su linaje, y ello a pesar de que los tres primeros, Alfonso II, Pedro II y Jaime I accedieron al trono en minoría de Edad, con algunas dificultades.
Los Estados fundacionales de la llamada Corona de Aragón fueron el reino de Aragón (con la reina Petronila) y el condado de Barcelona (con el conde Ramón Berenguer IV, que también lo era además de Ausona, Cerdaña, Besalú y Gerona). Pero no de Urgel, por ejemplo. Desde 1137 se fueron sumando otros territorios; en algunos casos por incorporación pacífica, como el marquesado de Provenza o los condados de Pallars y Urgel; en otros por conquista a los musulmanes, como las tierras de Lérida, Fraga, Tortosa, Teruel, el reino de Mallorca, el de Valencia o el señorío de Albarracín; y en otros durante el proceso de expansión mediterránea, como los reinos de Sicilia, Cerdeña, Nápoles o los ducados de Atenas y Neopatria en Grecia.
Estos soberanos nunca se intitularon “reyes de la Corona de Aragón”, sino que lo hicieron con todos y cada uno de sus títulos privativos. Así, Petronila fue reina de Aragón, como heredera de Ramiro II, y condesa de Barcelona, por su matrimonio con Ramón Berenguer IV, que fue príncipe de Aragón y conde de Barcelona; Alfonso II fue rey de Aragón, conde de Barcelona y marqués de Provenza; Jaime I, rey de Aragón, rey de Valencia, rey de Mallorca, conde de Barcelona y señor de Montpellier; y Pedro IV rey de Aragón, rey de Valencia, rey de Mallorca, conde de Barcelona y duque de Atenas y Neopatria, e incluso rey de Jerusalén, entre otros títulos. Y cuando se abreviaban los títulos y sólo se colocaba uno, siempre prevalecía el más antiguo e importante en el orden protocolario: rey de Aragón.
Desde luego, los soberanos de la Corona nunca se intitularon como “reyes o condes de Cataluña”, pues aunque desde fines del siglo XII ya aparece el macrotopónimo "Cataluña", la idea de un territorio llamado Cataluña, de extensión similar a la actual Comunidad Autónoma española del mismo nombre, que englobara a la mayoría de los condados cristianos altomedievales del noreste hispano, y a las tierras de Lérida, Tarragona y Tortosa no se concretó hasta el reinado de Jaime I, ya en el siglo XIII, cuando comenzaron a definirse las fronteras políticas entre los reinos y Estados de Aragón, Cataluña y Valencia, que no quedaron perfiladas definitivamente hasta bien entrado el siglo XIV.
Dentro de la unidad dinástica de la Corona de Aragón, cada uno de los Estados que la integraron mantuvo sus instituciones políticas, su autonomía fiscal, su lengua, sus derechos, sus costumbres, sus normas cívicas, su moneda, su sistema de medidas y su cultura hasta los Decretos de Nueva Planta impuestos por la dinastía de Borbón a comienzos del siglo XVIII. La Corona de Aragón fue un ejemplo de convivencia y tolerancia que, en su propia historia, puede dejar no pocas enseñanzas a la España y a la Europa contemporáneas.
Lamentablemente, ultranacionalistas indocumentados o tergiversadores están empeñados en falsificar esta historia.


jueves, 14 de marzo de 2019

Libro primero

LIBRO
PRIMERO DE LA HISTORIA DEL REY DON JAIME DE ARAGÓN, PRIMERO DE ESTE
NOMBRE, LLAMADO EL CONQUISTADOR

LIBRO PRIMERO DE LA HISTORIA DEL REY DON JAIME DE ARAGÓN, PRIMERO DE ESTE NOMBRE, LLAMADO EL CONQUISTADOR.





Capítulo primero. De las
causas y razones que movieron al Autor para escribir esta historia.


La vida y hechos del Rey don Jaime de Aragón primero de este
nombre llamado el Conquistador,
con los extraños acaecimientos
de su tiempo, pretendo escribir en estos veinte libros, para que sus
heroicas virtudes, que (guiadas per la soberana mano) levantaron su
nombre hasta los cielos, e hicieron raya y ventaja a las de toda
España, salgan de nuevo a luz: y pueda con el favor divino nuestra
lengua y estilo gloriosamente divulgarlas por todas las partes a do
llegó su fama. En lo cual no pienso hacer pequeño servicio a los
nuestros, pues entiendo mostrar muy a la clara, que las principales
virtudes de guerra, que particularmente florecieron en los
Emperadores y famosísimos capitanes Alejandro magno, Pyrrho, y Iulio (Julio) César, de quien tanto se admiraron los antiguos, todas
ellas
juntas concurrieron en este Rey, y por su valor y manos fueron de
nuevo al mundo representadas: según que por el discurso de la
historia se verá, y las razones que aquí se siguen, nos inducen a
creerlo. Porque haberse hallado en treinta batallas campales, y
alcanzado victoria de ellas: haber domado a cuantos se le rebelaron,
y a ninguno que se le humilló, negado su perdón y gracia: y en
sesenta años que reinó, ninguno haber pasado sin guerra: finalmente
los Reynos que conquistó, no solo haberse conservado por él, pero
aun por sus descendientes hasta en nuestros tiempos poseído.
Todo
esto no excede, o por lo menos iguala, con las hazañas de cuantos
Reyes hubo, y con las de los ya nombrados, se escribieron?
Por
tanto me pareció no era justo que tales y tan señalados hechos, que
hasta aquí la historia escrita por el mismo Rey, y por los de su
tiempo tenían como encerrados debajo su corta lengua Lemosina,
dejasen de comunicarse a las gentes, y por ser las dos más
extendidas y comunicables lenguas la Latina y Castellana escribirlos
en ellas.

resposta, oc o no, Catalunya, 1461, los deputats del General, Principat de Catalunya


Y aunque la grandeza y majestad de la historia acobardaron
mi flaco ingenio, y casi me retiraba de la empresa, la hermosura de
su argumento me hizo aficionar tanto a ella, que mediante el amor
(del cual se dice que no hay cosa más ingeniosa) me atreví a
proseguirla: confiando que con la perseverancia, o vencería la
opinión de muchos, o si no diese perfección a la obra al menos
(alomenos) mostraría el grande ánimo que tuve para emprenderla.
Señaladamente por ser muy mayores y más graves razones las que me
mueven a pasar a delante, que a volver atrás lo comenzado.
Primeramente por la verdad, que hace perpetua cualquier historia y
ser esta escrita por el mismo Rey, y de su mano, con tanta curiosidad
y diligencia, que se entiende por relación de algunos de su tiempo,
que muchas veces, andando en la batalla, echaba la lanza a la
siniestra, y con la diestra tomaba la pluma para apuntar lo que
después en sus comentarios dilataba. Y aunque con duro y poco
elegante estilo (según el barbarismo de aquellos tiempos) pero con
tan cumplida verdad escrita, que de cuantas historias otros de él
escribieron se duda haya alguna más verdadera que la suya: y esto es
lo que a mí más me ha movido a emprenderla. Porque teniendo para
escribir, la verdad por guía, y el ánimo e inteligencia del mismo
Rey que la escribió por compañera, si la diligencia ayudare, confío
saldrá esta historia más clara que las otras, y que será de todos
muy bien recibida. Pues ansí como en las leyes escritas, cuya ánima
(según se dice muy bien) es la razón, y hallada esta se facilita la
declaración de ellas: de la misma manera en las historias militares,
si las secretas razones y causas que tuvo el capitán para dar luego,
o diferir la batalla, que son de grande peso y que solo él las
alcanza, el mismo las declara, es cierto que este tal, y quien le
siguiere, no solo ilustrará con más autoridad sus historias, pero
sin duda las dejará más fieles y verdaderas, que los demás, que
sin esta curiosidad, aunque con mejor estilo y elegancia las
escribieron. Demás de esto, no menos me anima, y lleva adelante mi
empresa la sencillez y llaneza de aquellos tiempos y la buena fe que
entre si trataban las gentes de guerra cuyo principal fin era
adquirir fama con honra: no con feas mañas, ni afrentosos ardides,
sino con verdadero esfuerzo de ánimo y abierta guerra. De aquí era
que pelear de cerca brazo a brazo, y encontrar escudo con escudo, se
tenía por mayor valentía que pelear de lejos, con menos honra y más
al seguro. Por donde era muy fácil a los escritores de los mismos
hechos, que se veen, colegir los ánimos e intenciones, que no se
parecen y con esto encomendar a la pluma la verdadera relación de
ellos. Vino deste tan continuo uso de pelear, y tener todo el ingenio
puesto en el ejercicio de las armas, que en aquella era las gentes
preciasen poco las letras, y mucho menos el artificioso y elocuente
modo de hablar: pues no solo carecían de la buena lengua Latina,
pero aun en la suya propia eran poco curiosos: y así la mezcla y
confusión de lenguas, que entonces había en los reynos de la
corona, hacía confuso y bárbaro el propio lenguaje de cada uno. De
donde al tratar
de las escaramuzas, para animar los soldados, usaban los Capitanes de
muy breves, aunque sentenciosas pláticas. Porque de estar tan
intentos en las cosas y mover las manos, hacían poco caso de las
palabras. Puesto que la brevedad de ellas con otra moderación de
cosas se recompensaba: pues no con tan excesivos y casi infinitos
gastos como en los tiempos de ahora, sino con harto moderados,
acababan muy grandes empresas de guerra, a manera de los
Lacedemonios, cuyo admirable valor y milicia tanto más crecía,
cuanto más en sus ejércitos y Reales se conservaba la templanza de
mantenimientos, con el sabio callar y brevedad de palabras, Y así
puede creerse, que de la mucha abundancia y demasiado hablar que
entre soldados se usa, y del mucho thesoro y vituallas que en el
campo sobran, nace no solo la flojedad de los soldados, pero se
acrecienta la avaricia de muchos Capitanes que miden la honra con el
tesoro, y no hay más fervor de guerra, de cuanto sobra el dinero.
Finalmente lo que más favorece para no dejar lo comentado, es la
verdadera religión y cristiandad de tan poderoso Rey como este, y su
total fin e intento que tuvo para destruir, y desarraigar de sus
reynos la perversa y detestable secta de los moros, por introducir el
santísimo nombre de Cristo, y su fe católica en ellos. Lo cual
mostró bien a la clara, así con la conquista de tres grandes
reynos, que sacó de poder de infieles, como con los dos mil templos
que mandó edificar en diversas partes, y dedicarlos a Christo y su
bendita madre: que solo esto obliga, a cualquier siervo de Dios, y a
mí su humilde sacerdote, a escribir su vida y hechos, como de un Rey
bueno y santo. Habiendo pues brevemente colegido el modo de tratar
las armas y uso de pelear de aquellos tiempos (lo que no sin causa se
ha dicho para mayor luz e inteligencia de lo que se sigue) vuelvo a
certificar al lector, como lo que aquí se contare, se ha sacado no
solo de la historia que el mismo Rey escribió de su mano, y de los
que en vida suya, como testigos de vista, escribieron de ella: pero
también nos hemos valido de la que los diligentes escritores de
nuestros tiempos han recopilado de los Archivos reales, que han
revuelto
en
los tres reynos de la corona
todo
para más declarar la verdad de esta historia, prefiriendo siempre la
mano del Rey a la de todos los demás:

por una principal razón
que a mi parecer es concluyente. Que si está por ley prohibido,
mentir delante del Príncipe, no se puede creer de un tan Cristiano y
católico como este, quisiese dejar los comentarios, que hizo para
fundamento de su eterno renombre y fama faltos de verdad, y para
siempre mentirosos. Mas porque vengamos al caso, antes que comencemos
a tratar de su admirable concepción y nacimiento: conviene
brevemente declarar lo que de sus ínclitos aguelos don Guillen de
Mompeller, y su mujer la Princesa Matilda hija del Emperador de
Constantinopla, y de sus célebres bodas se ofrece, con otros muy
grandes y extraños casos que a la sazón a los mismos acontecieron,
porque de este casamiento como de un honesto y gracioso repudio que
de Matilda hizo el Rey don Alonso de Aragón, comienza el Rey su
historia.




Capítulo
II, como el Rey don Alonso de Aragón habiendo enviado (imbiado) a
pedir por mujer la hija del Emperador de Constantinopla se casó con
la hija del Rey de Castilla.

Don Alonso el segundo
(comenzando de don Iñigo Arista) xii Rey de Aragón, y Príncipe de
Cataluña
(los cuales
dos
estados
comprenden gran parte de la
España citerior, luego que por muerte de su padre el Príncipe Don Ramón sucedió en ellos, queriéndole ilustrar con matrimonio y
parentesco de los más principales del mundo, envió sus embajadores
a Constantinopla al Emperador Manuel que entonces reinaba, haciéndole
saber como deseaba casar con su hija la Princesa Matilda fin más
dote que su valor y persona. Pareciendo al Emperador bien la demanda,
por tener ya mucho antes entendido lo que Don Alonso valía, y la
grandeza de sus reynos y señoríos, junto con las esclarecidas
hazañas de sus Reyes antepasados, aceptó la embajada, y prometió
dar su hija por
mujer
al Rey. Asentadas pues por ambas partes las promesas y capitulaciones
matrimoniales que se acostumbran, quedando a cargo del Emperador
poner la esposa dentro de la raya de España: los embajadores se
volvieron muy contentos, teniendo por muy concluido el matrimonio. En
este medio Don Alonso Rey de Castilla, llamado Emperador de España,
entendida la embajada que para casar con hija de Emperador había
hecho el Rey de Aragón a Constantinopla, no teniendo en menos su
Imperio que el de otros, le despachó sus embajadores, rogando le
tomase por mujer a su hija doña Sancha, pues en linaje, valor y
hermosura no había su par en el mundo. Y porque no desechase este
matrimonio por cualquier otro que se le ofreciese, le advirtió que
este mismo ya antes le había tratado el Príncipe don Ramón su
padre con el suyo, y por haber sucedido guerra entre ellos, había
sido antes diferido que deshecho: y así convenía que se efectuase
para más confirmar, y poner el sello en la concordia que poco antes
entre los dos se había hecho. Oída por el Rey de Aragón esta
embajada, olvidándose de lo que poco antes había tratado con el
Emperador Manuel, aceptó su ofrecimiento, y así fue luego traída
doña Sancha muy acompañada de Prelados y grandes de Castilla a la
ciudad de Zaragoza (çaragoça), cabeza del reyno de Aragón; adonde
fue muy suntuosamente recibida, y celebraron sus bodas con grandes
fiestas y regocijos lo cual se divulgó luego por todas partes, no
sin grande admiración de los que sabían de la primera embajada.




Capítulo
III. Que habiendo llegado la hija del Emperador a Mompeller, supo
como el Rey era casado con otra y lo que hizo el Señor de Mompeller
por casar con ella.

A esta sazón el Emperador Manuel, sin
tener alguna nueva de esta novedad y mudanzas del Rey de Aragón,
encomendó la Princesa su hija a dos principales Arzobispos de la
Grecia, con otros dos grandes del Imperio, para que acompañada con
mucha familia la llevasen a España a concluir el matrimonio con el
Rey: y puestos en camino, andadas ya diez provincias con muy grandes

trabajos y fatigas pasada toda la Francia hasta el Lenguadoque,
que dicen la Guiayna, llegaron a la insigne ciudad de Mompeller, que
llama Caesar Nitiobriga, y dista xxx millas de la raya de España, a
donde fue la Princesa con todos los suyos muy principalmente recibida
y hospedada por don Guillen Príncipe y señor de Mompeller y su
estado. El cual porque sospechó luego la causa de su venida, el día
siguiente significó a los Arzobispos y grandes Griegos como habían
llegado tarde, porque ya el Rey don Alonso de Aragón se había
casado públicamente y celebrado bodas con Doña Sancha hija del Rey
de Castilla, y que en la ciudad había muchos que se hallaron en
Zaragoza presentes a las bodas. Los Arzobispos y grandes que oyeron
tan triste nueva para su señora, quedaron extrañamente espantados,
y como atónitos de tan increíble novedad, y mucho más confusos de
verse tan apartados de sus tierras, y metidos en las extrañas, y con
esto muy faltos de consejo. Y así acudieron al mismo Príncipe, como
a fiel huesped, a quien después de haber contado las causas de su
trabajoso y largo camino; con tan triste suceso, que no sabían el
paradero de tanta calamidad y desventura, le rogaron que en tan
súbito y desastrado caso les aconsejase lo que convenía hacer: si
pasarían adelante a dar en rostro con la presencia de la primera
esposa,
a un tan inconstante y fementido Rey, o si seria mejor
dejarlo todo a Dios y volverse al Emperador: por cuanto estaban con
juramento solemne obligados que siempre que el matrimonio por algún
caso se estorbase, volverían su hija sana y salva a su presencia.
Como Don Guillen oyó esto, tomole muy grande la estima de la
desgracia de la Princesa, y comenzó a consolarlos y ofrecerles muy
de veras su persona y estado, más luego después en la misma plática
puso los ojos en la Princesa, imaginando entre sí, como de la mala
suerte de ella sacaría alguna buena para si, y respondió con grande
cautela, diciendo que se dolía mucho de la desgracia de su señora,
viéndola no solo desterrada tan lejos de su patria, pero muy
desamparada y burlada, maravillándose mucho de la inconstancia
humana, pues siendo la más principal virtud de los Reyes la
constancia, esta con la fe y palabra, se habían perdido en el Rey de
Aragón, cosa harto nueva. Y lo qué más sentía era quedar el
negocio tan enredado y confuso, que no se le descubriría ninguna
buena salida.
Mas porque hay muchas cosas que dado que de suyo
estén muy revueltas, las desenvuelve el consejo pidió se le diese
tiempo para pensar el remedio de ellas, consultándolo con los de su
consejo. Con esto se despidió de ellos, y convocó los más
principales hombres de la ciudad, y juntado el Senado, haciendo
entrar en él algunos principales mozos hijosdalgo (a los cuales
había secretamente descubierto su pecho y fin que llevaba, para que
lo esforzasen) puesto en medio de todos, refirió la plática que con
la Princesa su
huéspeda,
y los suyos había tenido representando la
agonía y trabajo en
que estaban puestos; por la triste nueva que les había dado del
anticipado matrimonio y burla que el Rey de Aragón les había hecho,
después de tan largo y trabajoso camino que debajo su real fé y
palabra habían emprendido: y que por hallarse en tierras extrañas y
tan apartadas de las suyas no pedían socorro de dinero, sino de solo
consejo para aliviarse, y dar un honesto desvío a tan miserables y
nunca vistos infortunios: que para esto les había ofrecido dar todo
favor y consejo. Así que a todos los que allá estaban congregados
rogaba mucho le diesen consejo tal en este caso, que a su huéspeda
fuese útil y provechoso, y para él honroso: porque no dejaría de
emplear la vida con todo su estado por sacar de trabajo a una tan
principal señora. Aunque si del mismo hecho naciese alguna buena
ocasión que le conviniese tomar, con el consejo y favor de ellos, no
la perdería ni faltaría a su propia honra en proseguirla.





Capítulo IIII (IV)
Respondieron al señor de Mompeller los de su
consejo.

Oída por el Senado de Mompeller la proposición
hecha por el Príncipe don Guillé, con alguna inteligencia que con
las postreras palabras dio de su intención y ánimo, pareció a
todos, antes que ninguno declarase su parecer y voto en público,
platicar unos con otros sobre cosa tan nueva y ardua: pero temiéndose
Don Guillen que los Senadores viejos votarían muy al contrario de su
opinión y fin, mandó que votasen primero los mozos: cuyo parecer
fue en suma, que el consejo de Don Guillen pedía para su huéspeda,
lo tomase para si, porque parecía orden del cielo, que esta real
doncella, siendo enviada de su padre de tan apartadas tierras para
casar con el Rey de Aragón, fuese desechada de él, y que en esta
coyuntura Don Guillé se la hallase en casa. Y por tanto que sin más
consulta casase con ella: pues le era tan inferior en linaje y sangre
Don Guillen, que no descendiese de los Reyes de Francia sus
progenitores, y que con ser mozo de gentil edad y grandes fuerzas,
junto con su bella disposición de cuerpo, majestad de persona, y
hermosura de rostro, no representase un gran Príncipe y señor, y
con sus heroicas virtudes, no igualase con Príncipes y Reyes: ni
tampoco por desigualdad de señoríos y estado: pues estos no se ha
de medir, ni tener en más, por la grandeza y anchura de tierras, que
por su buen sitio fértil, alegre y deleitoso, cual es el de la
ciudad de Mompeller con todo su distrito: cuya benignidad de cielo, y
fertilidad de suelo, con la vecindad y trato del mar, iguala con las
más principales tierras del mundo. Demás que si esta señora se vee
cuan sola está, cuan desamparada, y sin ninguna dote y desechada,
hallará que en este matrimonio se le habrá trocado su mala suerte
en buena, y por tanto no se le debería dar lugar para hacer lo que
quisiese; sino claramente significarle como en solo aceptar este
matrimonio consiste toda su libertad, y reposo. Y en fin, con ruegos,
o con honestas amenazas, se procurase su consentimiento. Acabado de
decir este parecer por uno de los mozos más nobles que allí se
hallaba, fue por todos los de su edad y estado dado por bueno,
ofreciéndole todos juntamente a poner sus vidas y personas por la
ejecución de él. Con esto mandó Don Guillé que dijesen los demás.
Luego se levantó en pie uno del consejo, hombre anciano y de gran
prudencia, el cual no tanto por refutar, como por confirmar los
buenos motivos y razones del mozo, enderezado su plática a Don
Guillen, dijo de esta manera. Esclarecido Príncipe nunca yo pensara
que la acelerada deliberación de los mozos hubiera tan fácilmente
convenido con el maduro y bien pensado consejo de los viejos: porque
no solo no entiendo apartarme de su parecer y voto, pero ni por
ninguna vía contradecirlo, pues veo que una tan grande hazaña como
esta, que por consejo de los de vuestra edad emprendéis, aunque de
suyo sea atrevida y dudosa, por otra parte es tan señalada y
memorable, que por muchas causas os incita a emprenderla, y por muy
pocas, o ninguna debéis dejar de perseguirla. Porque si hay una sola
eficaz razón que os deba apartar de ella, por lo que sois por
derecho divino y humano obligado a amparar, y enviar el huésped que
habéis recogido en vuestra casa, de la suerte, y con la misma
salvedad que le recogisteis, ni es lícito a persona alguna
quebrantar la fe del hospedaje: con todo eso la ocasión de violarla,
por causa de reinar, es tanta, que no hay otra mayor: por ser casi
iguales con el reinar, los sucesos que de esta empresa se esperan.
Porque si deseáis señor llegar de
mediano Príncipe a supremo,
e igualaros con Reyes y Emperadores, ninguna tan buena ocasión como
esta se os puede ofrecer porque si casáis con esta hija del
Emperador, haced cuenta que tomáis como por esposa la esperanza del
Imperio, pues faltado Alexio sucesor de él, y único hermano de
esta, como es fácil, por el derecho de ella, venir a vos el Imperio:
así viniendo él, por su parentesco mereceréis ser tenido por uno
de los Príncipes del mundo, y por los hijos que tendréis
de
ella, emparentar con Reyes y Emperadores. Y si por ventura os
receláis de la injuria que en esto pensáis hacer al Emperador su
padre quiero que tengáis buen ánimo, y no penséis en tal:
pues
si la comparáis con la notable afrenta que ha recibido del Rey Don
Alonso, creedme que la vuestra será ninguna. Porque entre el
repudiado y aceptado matrimonio hay tanta diferencia, que cualquier
que toma por esposa la mujer repudiada por otro, no mira tanto por la
fama de la esposa,
cuanto por la honra de los padres de ella:
y
por esta causa los pone en muy grande obligación de reconocer tan
buena obra. Y ansí vos señor, no solo no ofenderéis mas aun
obligaréis muy mucho al Emperador con este casamiento. Por donde
valeroso Príncipe, esforzaos a proseguir lo comenzado: porque si la
fortuna ciega, e imprudente suele favorecer a los atrevidos
acometedores, teniendo vos de vuestra parte el maduro parecer y voto
de todos los de este ayuntamiento y Senado, como si fuese del cielo,
será bien que dejéis de acabar tan señalada empresa? Como el viejo
se encendiese en su decir, y con ardor más que de mozo, quisiese
pasar adelante su plática, fue luego con general conformidad del
senado atajado, ofreciendo todos a una una voz a Don Guillé de
servirle con cuanto valían y podían para proseguir tan señalada
hazaña.










Capítulo
V. Que resolviendo el Consejo casase el Señor de Mompeller con la
Princesa, se trató con ella y los suyos, y siendo contentos se
celebraron las bodas y parió una hija.

No se abrió la
puerta del consejo hasta que se determinó que la voluntad del
Príncipe, y deliberación del Senado, se pusiesen en ejecución; y
cerrada y puesta en armas la ciudad, dos principales del consejo
diesen por respuesta a la Princesa lo que se había determinado. Los
cuales se fueron para ella y los suyos, y después de haberles
relatado la consulta, concluyeron su embajada con decir, estaban el
Príncipe Don Guillen y el Senado tan firmes en su deliberación, que
ya no había lugar para escapar de sus manos, ni salir de la ciudad,
sino tomando por único remedio el casamiento; para que todos
quedasen en libertad. Como oyeron esto la familia y criados de la
Princesa, dieron grandes voces con extraños alaridos por ello,
diciendo, que cómo se podía sufrir entre Cristianos cosa tan fea,
tan bárbara, y tan inicua? Habiéndose hospedado su señora debajo
la buena
fee
y palabra del Príncipe de la tierra, tratar contra ella uno de los
más feos y atrevidos casos que se podía intentar entre Alarabes?
Empero como aprovechasen poco sus voces, ni tuviesen forma para
librarse de las manos del Príncipe y gente armada, que ya los tenían
rodeados; y ni les diesen lugar, ni tiempo para consultar con el
Emperador; tuvieron entre si consejo, y determinaron de dos males
escoger el menor y salvar la honra de su señora por vía de honesto,
aunque desigual, casamiento, por no dar lugar a que con violencia y
fuerza se le siguiese alguna desgracia, y así habido el
consentimiento de ella, acordaron de tratar con Don Guillen, al cual
por tan atrevido acometimiento, ya le tenían en mucho más y por
hombre de hecho, y pues se había de venir a negocio de matrimonio,
pidieron que prometiese por si, juntamente con el Senado y pueblo de
Mompeller, y se hiciese decreto por todos, que cualquier hijo, o hija
que naciese de este matrimonio sucediese por heredero de la ciudad de
Mompeller con todo su distrito. Aceptado el concierto por Don
Guillen, y loado por los demás, fue luego trocada la tristeza y
lágrimas en muy grande regocijo y alegría, y con la gracia del
Spiritu sancto se celebraron las bodas llenas de toda honra y
concordia, y se hicieron muchas justas y torneos por la caballería
de Mompeller y de otros pueblos y ciudades comarcanas, que
concurrieron a ver la hija del Emperador, y gozar de tan insignes
fiestas y regocijos, con mucho contentamiento de los grandes y gente
Griega, pues por lo que veían (vian), ya no pensaban haber mal
negociado. Los cuales despidiéndose con muchas lágrimas de su
señora la Princesa, se pusieron en camino para Constantinopla;
adonde llegados ante el Emperador, le contaron muy por entero los
grandes trabajos, peligros, e infortunios que con la Princesa habían
hallado, junto con el suceso de todo. De lo cual el Emperador quedó
muy alegre y satisfecho, por la buena relación que del valor y
persona de don Guillé y de su estado le dieron, y más por quedar
contenta la Princesa. Por todo alabó mucho a Dios, y a los Prelados,
y grandes agradeció mucho su trabajo y prudencia, de la cual entre
tantas variedades y mudanzas de fortuna, tan cuerdamente se valieron.
Tuvo al cabo del año cartas de la Princesa como había parido una
hija, la cual por capitulación hecha y firmada por el Senado y
pueblo de Mompeller, había de suceder en el estado.





Capítulo VI. De la poca fé que el señor de Mompeller tuvo con la
Princesa su mujer, y como viviendo ella se casó con otra.


Después
de pasado el regocijo de las bodas, y de haber parido la Princesa una
hija que llamaron doña María, la cual con mucha gracia de todos los
vasallos fue aceptada por sucesora, y
señora del estado: diremos
lo que hizo don Guillen contra la Princesa su mujer, y lo mucho que a
sí mismo faltó; porque se vea la inconstancia y poca fe humana
adonde llega, junto con el abominable vicio de la ingratitud, que usó
contra su propria carne y heredera. Y asimismo el desordenado
apetito, y disoluta vida que de allí adelante tuvo Don Guillen:
siguiendo la natural condición de los hombres carnales: los cuales
cuanto más apetecen la cosa, y con más codicia la desean, tanto más
después de alcanzada la desprecian, y por la hartura que de ella
tienen, buscan la variedad dejándose llevar tras ella. Ansí acaeció
a don Guillen, a quien, siendo de mediano estado, no le bastó haber
casado con hija de Emperador, que venía a casar con Rey, y tener
hijos de ella: sino que vencido de su apetito, no solo se apartó de
su mujer, pero en vida de ella se casó con otra que llamaban Ynes de
España, de quien tuvo tales hijos, que acometió el mayor de alzarse
con el estado, y excluir de la
herencia a doña María su hermana,
siendo verdadera señora de ella:y sobre esto formó gran pleito
delante del sumo Pontífice contra la misma, la cual compareció
luego por su procurador y (como después diremos) fue en persona a
Roma a defender su causa, hasta haber tenido sentencia del mismo
Pontífice por la cual fue dado el estado a ella, y al Príncipe don
Iayme su hijo: como más adelante contará su historia, la cual pues
nos llama para hablar de él, digamos con brevedad por agora las
cosas que en este medio pasaron en Aragón, y Cataluña, pues son a
propósito de la misma historia.





Capítulo
VII. De la muerte del Rey don Alonso, y de los hijos que tuvo, y cómo
dejó a don Pedro los Reynos de Aragón, y Cataluña, el cual salió
en favor del Rey de Castilla contra los Moros, y cobró a Cuenca.


Pasados muchos años después que el Rey Don Alonso de Aragón
con mucha concordia hizo vida con doña Sancha su mujer, y tuvo de
ella al Príncipe don Pedro con otros hijos (como aquí diremos)
acaeció que visitando sus Reynos, hallándose en Perpiñan pueblo
muy principal del Condado de Rosellón, adoleció de una grave
enfermedad, de la cual murió, y fue llevado su cuerpo con pompa real
al monasterio de nuestra señora de Poblet, de la orden de los
Bernardos, que está cerca de la ciudad de Lérida, a medio camino de
la de Tarragona, y es hoy una de las más ricas y
principales
casas de la Europa: la cual había fundado el Príncipe don Ramón
padre de don Alonso, y magníficamente dotado de muchos campos, y
lugares, de joyas y riquezas grandes, por hacer
en él sepultura
para si y para todos los Reyes de Aragón sus descendientes, como a
la verdad se sepultaron en él, hasta que pasaron a reinar a
Castilla. Celebráronle sus exequias con grande pompa, y
lamentaciones en la ciudad de Zaragoza: como lo mereció por su gran
valor y heroicas virtudes, tanto que por su continencia de vida le
llamaron el casto. Dejó tres hijos de doña Sancha, don Pedro, don
Alonso, y don Fernando, con cuatro hijas. Don Pedro que fue el mayor,
sucedió en el Reyno de Aragón, y Principado de Cataluña, con los
Condados de Rosellón, y
Pallâs,
los cuales no de principio, sino con el tiempo, por testamento se
juntaron con la casa real. Don Alonso sucedió por testamento en el
Condado de la
Proença
de la Aquitania, que llaman Guiayna. Don Fernando, el más pequeño
fue por su padre dedicado a religión en el monasterio de Poblet. De
las hijas la mayor que fue doña Constanza casó con Emerico Rey de
Hungría (Vngria), el cual muerto, volvió a casar con Federico
Emperador y Rey de Sicilia. Doña Leonor, y doña Sancha casaron con
los Condes de Tolosa padre e hijo. La última llamada doña Dulce,
entró en Religión en el monasterio de monjas de Xixena, de la orden
de sant Iuan del Hospital de Hierusalem, edificado y dotado por los
mismos Reyes don Alonso y doña Sancha, junto a la insigne villa de
Sariñena del Obispado de Huesca. No se puede dejar de hacer especial
mención de las mujeres en las historias, porque mejor se entiendan
las afinidades, y parentescos que por ellas vienen a las casas
Reales. Sucediendo pues Don Pedro el II en los Reynos de Aragón y
Cataluña, con los demás estados (salvo el condado de Rosellón, que
con ciertos pactos quedó en don Sancho hijo del Príncipe don Ramón,
y hermano del Rey don Alonso) siendo jurado por Rey con grande
aplauso de todos sus vasallos: y jurados por él todos los fueros y
privilegios concedidos por sus antepasados a los dos Reynos: tuvo
nueva como los Moros de Granada, y Andalucía, habían entrado por la
Carpetania adelante, que agora es el Reyno de Toledo, y tomado y
saqueado de presto algunos pueblos del Rey de Castilla, que
confinaban con el Reyno de Aragón. Por donde antes que pasasen más
adelante, juntó su ejército con el de Castilla, y dando sobre los
Moros, hicieron tan grande estrago en ellos, que no solo les quitaron
la presa que habían hecho, pero los echaron de la tierra, y cobraron
de ellos a Valeria, antigua ciudad de los Carpetanos, que agora
llaman Cuenca. De donde se volvió el Rey Don Pedro con grande
triunfo de esta victoria para Zaragoza.




Capítulo
VIII. De las causas porque se fue a la Provenza donde él y el Conde
su primo se casaron hubieron sendos hijos.

Residiendo el Rey
en Zaragoza, juntamente con la Reyna doña Sancha su madre, a quien,
o por su viudedad (biudez), o por haberlo dejado así en testamento
Don Alonso su marido, le quedaba cierta manera de mando y presidencia
en los Reynos, acaeció que con esto la Reyna iba

a la
mano al Rey en las cosas del
gobierno.
Lo cual fue ocasión para haber alguna rencilla entre ellos. Pues
como ayudasen a encender el fuego los criados por sus particulares
intereses, vino a tanto el negocio, que si no se interpusieran los
señores y principales del Reyno a concertarlos, hubiera el Rey
acometido de echar a su madre fuera de él (
fuera
del)
. Mas por quitarse de tan mala
ocasión y enojos, se partió para la Provenza, a ver al Conde Don
Alonso su hermano, al cual halló puesto en bandos contra el Conde
Folcalquier sobre ciertas diferencias antiguas que había entre
ellos, y los concertó, restituyéndolos en toda buena amistad y
alianza. Hecho esto, el Rey y el Conde como mozos de poca edad, y que
conformaban mucho en las intenciones y costumbres de vida, por ser
muy dados a mujeres, escogieron sendas doncellas de las que hay en la
Provenza hermosísimas, señaladamente en la ciudad de Marsella,
mujeres de mediana condición, y de tal manera se enamoraron, que se
casaron clandestinamente con ellas, y luego les nacieron sendos
hijos, el primero fue del Rey, al cual puso nombre Ramón Berenguer,
como el Príncipe su abuelo, y este con su madre murieron luego. De
cuyas muertes al Rey no pesó mucho, por lo que entendió había
hecho en Aragón muy gran sentimiento los pueblos por este
casamiento, y nacimiento de Príncipe: y mucho más los grandes del
Reyno: pero sobre todos lo sintió más la Reyna su madre, la cual
por esto propuso en su ánimo de en volviendo el Rey conformarse con
él, para mejor poder entender en casarle de su mano. Finalmente Don
Alonso el Conde puso al suyo el mismo nombre de Ramón
Berenguer.
Este sucedió después a su padre en el Condado aunque
fue desgraciado como se dirá adelante.









Capítulo IX. Como el Rey pasó a Roma y se coronó por mano del
Pontífice, y del Tributo que impuso sobre sus Reynos en favor de la
sede Apostólica.



Viéndose
el Rey libre del inconsiderado matrimonio, con la muerte de la mujer
e hijo, como fuese valeroso, y muy codicioso de honra, y también muy
rico, por la mucha suma de dinero que a la sazón le habían traido
de sus Reynos: determinó de ir a Roma a coronarse Rey, por mano del
summo Pontífice. Lo cual con muy grande aparato y suntuosidad puso
luego en ejecución, llevando consigo algunos principales de sus
Reynos, los cuales llamados vinieron a acompañarle muy en orden,
como se requería para tal jornada. Partido del puerto de Marsella
con diez galeras que hizo venir de Barcelona, arribó a Genoua, y de
ahí continuando su viaje por la costa de Italia, llegó al puerto de
Ostia,
doce
millas de la ciudad de Roma, y subiendo con las galeras por el río
Tiber arriba, fue honrosamente
recebido
de algunos Señores de Italia que residían en Roma. Llegó allí el
Senador con el pueblo Romano, y le entraron por
la
puente
, que agora llaman de Sixto, en
la ciudad, y fue llevado como en
triumpho
a sant Ioan de Letran, a besar el pie al Papa Innocencio tercero, del
cual fue muy amorosamente recibido, y opulentísimamente aposentado.
El día siguiente, como ya el Rey hubiese suplicado al Pontífice y
Collegio de los Cardenales por su real coronación, el Papa vino a la
iglesia de sant Pancracio fuera de los muros de Roma, adonde, según
el antiguo uso y
cerimonia,
recibió de nuevo al Rey con mucha pompa y
solennidad,
acompañado como antes del Senador y pueblo Romano. Fue en este
templo por Pedro Obispo y Cardenal de
Portu,
(de cuyo
districto
se dice es la iglesia de sant Pancracio) ungido con el olio santo, y
la corona real impuesta en su cabeza por manos del Pontífice, con
las insignias reales. Luego con juramento solemne se obligó, y
prestó la obediencia por si y sus reynos al Pontífice, y a la
Sancta Sede Apostólica. De allí vuelto al Vaticano donde está el
sumptuosisimo
y devotísimo Templo de sant Pedro, dejó las insignias reales, y
tomando la espada de la mano del Pontífice, fue armado caballero
(cauallero). Esta fue la causa porque el Rey Don Pedro hizo al reyno
de Aragón tributario a la sede Apostólica, y prometió por si y sus
descendientes los Reyes, dar cada año en nombre de tributo
doscientos y cincuenta
mahozemutos
de oro: teniendo en mucho más la merced que el summo Pontífice le
había hecho, en darle la corona real de su mano, con el título de
católico. Esta moneda fue batida en España por Iuceff Mahozemuto
gran Almanzor, que quiere dezir Emperador de los moros de España, y
valía cada
mahozemuto
seis sueldos, como tres reales. Entonces concedió el mismo Pontífice
a los Reyes de Aragón privilegio, para que de ahí (
de
a y
) adelante pudiesen tomar la corona
real por mano de los Arzobispos de Tarragona, en la ciudad de
Zaragoza: con pacto y condición, que siempre se diese a la sede
Apostólica el tributo por el Rey Don Pedro prometido. De esto se
sintieron mucho, y se quejaron al Rey los grandes y ricos hombres del
reyno, y también las ciudades y villas reales, porque de libres y
exemptos
los había hecho
pecheros,
según hace de todo esto larga relación el cronista (coronista)
Gerónimo Zurita (çurita) en sus annales Españoles e Índices
latinos.




Capítulo
X. Como volvió el Rey de Roma a Zaragoza, y de los modos que la
Reyna su madre tuvo para casarle con la señora de Mompeller, y como
fue allá.

Acabadas ya las fiestas de su coronación, el Rey
se despidió del Pontífice y Cardenales, y con mucha gracia del
pueblo Romano, con quien el día de su coronación se mostró muy
liberal y magnífico se volvió con la misma armada por mar, y
desembarcó en el puerto de Colliure en Cataluña. De allí se fue a
Zaragoza, donde con grande triunfo fue recibido. Luego los
principales de su consejo propusieron, que para beneficio y quietud
de sus reynos convenía mucho casarse, y dejar sucesor y heredero: y
para esto considerase la gran dignidad de su persona real, y que no
se
sufría
tomar mujer sino de
ygual
sangre y digna de tal marido. De lo cual la Reyna Doña Sancha, que
ya se había confederado con el Rey, tenía muy grande cuidado, y
había pensado en la que le convenía escoger por nuera, pues aunque
se ofrecían algunos buenos matrimonios con hijas de Reyes, y con
sucesión de reynos, como el de Chipre, y otros: a ella no le parecía
bien ninguna, teniendo puestos los ojos y el alma en Doña María
Princesa de Mompeller. La cual poco antes, muerto Don Guillen su
padre había quedado legítima heredera, y absoluta señora de la
ciudad y estado, a esta deseaba la Reyna por nuera, y mujer del Rey
su hijo, no tanto por su valor y estado, ni por ser de sangre
imperial, cuanto por algún escrúpulo de conciencia que la
atormentaba, acordándose del agravio pasado, hecho por Don Alonso su
marido contra Matilda hija del Emperador de la Grecia, madre de Doña
María: y de los desacatos y mal tratamiento que su marido Don
Guillen usó con ella, que todo lo refería la Reyna a su propria
culpa, y pensaba repararlo con este casamiento de los hijos de ambas:
puesto que en publicarse este matrimonio, no faltó quien
secretamente dijo a la Reyna mirase muy bien lo que hacía: porque
había muy grande sospecha de Dona María, era secretamente casada
con otro marido, y que tenía dos hijas de ella. La Reyna como fuese
magnánima, y muy porfiada en llevar adelante lo que pretendía, no
solo no dio fé a lo dicho, pero mandó a los que se lo habían
revelado, lo tuviesen muy secreto, y comenzó a dar más
priesa
a lo comenzado, temiéndose, que andando este rumor por la Corte, los
grandes, y los del consejo real, no
diuertiesen
al Rey de este casamiento. Por eso procuró con
mucha
arte
y maña de atraerlos a todos a su
parecer, mandando sembrar por el pueblo muchas razones, con las
comodidades provechosas en favor del matrimonio que convenía mucho
al Rey aceptarlo, aunque poco después de concluido, la Reyna padeció
mucho, y pagó la pena de su apresurado deseo: o por el
descontentamiento que del matrimonio el Rey tuvo, o por causas
antiguas, con las cuales se renovaron los enojos y rencillas pasadas
contra la Reyna: en tanta manera, que hasta que murió le duraron.
Así que viniendo bien el Rey en el concierto, los grandes, y
aficionados a la Reyna, por contentarla, loaban el matrimonio con
cuantas razones podían, diciendo que sucediendo el Rey en el
Principado de Mompeller, con ser tierra fuerte y gente belicosa, no
solo aprovecharía mucho para la confederación del condado de
Rosellón su vecino, pero también a los pueblos comarcanos de la
Provenza, y que convenía mucho más por el grande lustre del
imperial parentesco, que con este matrimonio ganaba la casa real de
Aragón, por ser Matilda hija del Emperador de la Grecia, y madre de
doña María: la cual como hija de Emperador, se podía llamar
Augusta (que es título de las Emperatrices) siendo Reyna de Aragón,
para mayor honra y decoro de sus hijos y descendientes. Estas y otras
razones sembradas por el pueblo movieron tanto los ánimos de todos
(por ventura por lo que Dios obraba en este matrimonio) que después
de haberlo consultado con doña María de Mompeller, y en venir bien
ello, el Rey partió muy acompañado de prelados y principales del
reyno para Mompeller, y siendo con grande triumpho recibido de los
Regidores y pueblo, celebró sus bodas con doña María con muy
grande solemnidad y fiestas, para que de aquí saquemos, que no fue
por artificio, ni saber humano, sino por especial obra de la divina
mano, que lo rige y dispone todo suavemente, que con un mismo acto,
no solo la injuria hecha al Emperador, pero la afrenta de su hija,
por la inconstancia del Rey don Alonso, quedasen recompensadas: y con
solo el matrimonio de los hijos de ambas partes, enteramente
restituida la honra a cada cual de ellas. Mas porque el fruto
verdadero de las bodas, y matrimonio, es la generación y
descendencia, digamos de la nunca pensada, y milagrosa concepción de
nuestro gran Rey don Iayme.




Capítulo XI.
De la notable invención y arte que la Reyna doña María usó
viéndose tan despreciada del Rey, para concebir de él.

Conforman
todos los historiadores antiguos y modernos en contar la extraña
concepción y nacimiento del infante don Iayme: puesto que en el modo
y discurso de cada cosa, y como
ello paso, discrepan en algo,
pues los unos lo pasan breve y sucintamente, por más honestidad,
como la propria historia del Rey: otros cuentan muchas y diversas
cosas sobre ello, porque son amigos de pasar por todo, y es cierto
que convienen todos con el Rey, y como está dicho, en solo el modo
difieren. Por tanto tomando de cada uno lo más probable y menos
discrepante, nos resolvemos en lo siguiente. No mucho después que el
Rey celebró sus bodas con doña María su mujer, y se partió con
algún descontento de ella. o porque ya tuviese alguna noticia de su
primer casamiento, o porque de ser el Rey de su costumbre aficionado
y perdido por mujeres la
menospreciase, o en fin porque fuese
Dios servido, que por los mesmos trabajos que pasó la madre pasase
la hija, padeció con él grandes fatigas, y vivió siempre con
sobresaltos y angustias, pues aun con ser ella hermosa y honestísima
no solo la despreciaba, pero así desenfrenadamente se enamoraba de
otras, y le volvía el rostro, que por no hacer vida con ella se iba
de pueblo en pueblo, y cuando le acontecía estar con ella, nunca de
sus doncellas y damas partía los ojos hasta que con grandísima
afición los puso en una hermosísima y honestísima viuda, a quien,
muerto su marido en Mompeller los parientes, que eran gente muy
noble, la encomendaron a la Reyna, para que debajo su amparo y
recogimiento conservase su buena fama y persona. Sintiendo esto la
Reyna y considerando lo que de aquí se podía seguir, para quedar
ella perpetuamente sin hijos, y en desgracia de su marido, y que de
la misma manera que a su madre se le daría repudio y aun peor,
determinó de mirar por si, y salir de Mompeller a una aldea cerca,
que se decía Mirauall, lugar ameno y deleitoso, a la ribera de la
Garona, y llevó consigo a la viuda para mejor guardarla del Rey, y
pasar su ausencia en aquella soledad con paciencia. Pero como temiese
que aquella ausencia, no fuese lazo y ocasión del repudio, determinó
de ganarle por la mano, y en aquellos mismos enredos se le aparejaban
tomar al Rey, mayormente por tan buen medio como halló para ello, en
un criado del Rey muy su privado, y tercero en los amores de la
viuda, que la solicitaba muy disimuladamente.
Pues como la Reina
un día hallase a este criado en un rincón de la sala hablando muy
en puridad con la viuda, llegada a ellos, con voz baja, aunque muy
airada, le dijo. Tengo tan grande ira contra ti, traidor malvado, que
si la maldad que agora tratas de hacer contra la honra de palacio, no
fuese mayor contra mí que contra el Rey mi marido, días ha que ante
sus ojos, por muy privado suyo que seas, te hubiera mandado hacer mil
pedazos, porque pasases por el merecido castigo de tu desordenado
atrevimiento; con todo esto, pues tú eres mandado, y osas an
aventurar la vida por servir a tu Rey mi señor, aunque en ello me
haces notable injuria, digo que por no darle disgusto yo me olvidaré
de ella, y seguiré en todo su voluntad y apetito, y que pues te veo
tan puesto en los amores de esta viuda, (pues así lo quiere mi
fortuna ) no le contradiré: antes tomaré los hijos que hubiere de
ella, por míos propios, como de criada mía, y de mi marido, y me
los prohijare: solo que se tenga cuenta con la honra de esta viuda
por ser mujer principal y bien nacida, a la cual ni ha de ver el Rey,
ni ser visto de ella, y me prometas de tener muy secreto lo dicho y
hecho, y que por
ninguna vía se entienda haber yo consentido en
ello. Como oyó esto el criado del Rey, cuyo camarero era, holgose en
extremo, por ver a la Reyna tan súbitamente de muy airada vuelta en
su favor, y también encaminados los amores del Rey. Con esto se
partió a la hora para Latès pueblo pequeño, donde el Rey estaba a
dos leguas de Miravall, y le contó por orden todo lo que con la

Reyna había pasado: lo cual al Rey plugo mucho: y más de que el
concierto fuese para luego.





De manera
que el Rey, o solicitado por el camarero, o rogado por un principal
barón de Mompeller, a quien la historia Real nombra Guillé Alcala,
fue a prima noche a Mirauall a verse con la Reyna, llevando consigo
al mismo Alcalá, y llegando, fue con grandísima alegría recibido
de la Reyna; a quien también se mostró él con rostro muy afable y
alegre, y se puso a cenar y a conversar muy regocijadamente con ella:
no consintiendo la Reyna que
otri
que sus damas les sirviesen a la mesa, la cual levantada, comenzó el
Rey a mirar una a una, como solía, a todas las damas, y como no
viese su amada viuda entre ellas, creyendo estaría retirada para
mejor prepararse y hacer bueno el concierto, fingió sueño, e hizo
señal al camarero que le guiase a la cama, y puesto en ella, aguardó
muy atento, hasta que vencido del sueño se
adurmió,
y a la hora la Reyna su verdadera y casta mujer fingiendo ser la
viuda, entró en la cama con su propio marido, y por la mañana antes
que el Rey se levantase mandó abrir las ventanas y llamar a Guillen
Alcala, que aguardaba ya en la antecámara, entrase dentro, para que
pudiese en algún tiempo testificar como había visto en una cama
juntos al Rey y a la Reyna. De donde se levantó el Rey con alguna
cólera, y luego se fue para Lates, y con todo lo hecho, siempre
estuvo muy esquivo y diferente de la voluntad y bien querer de la
Reyna, tanto que poco después hizo público divorcio con ella como
adelante diremos.




Capítulo
XII. De la batalla de Úbeda (Vbeda) donde Vencieron los Reyes de
Castilla, Navarra y Aragón a doscientos mil Moros.

A esta
sazón que el Rey salía de Miravall, fue llamado para acabar el más
alto y más esclarecido hecho de armas que nunca se le ofreció, para
ganar con él mayor fama y gloria, que todos sus antepasados. Porque
partiéndose para Cataluña en llegando a Barcelona recibió cartas
de los Reyes de Castilla y de Navarra, avisándole como había pasado
de África a la Andalucía innumerable ejército de Moros, los cuales
juntados con los de Granada, Portugal, y Valencia llegaban a
doscientos mil, con ánimo, según publicaban, de conquistar de nuevo
toda la España. Por lo cual le rogaban que por el bien común suyo y
de toda la Cristiandad, no dejase de venir luego con el mayor
ejército que pudiese a Toledo, donde los hallaría ya puestos en
orden con todas sus gentes para la general defensa de España.
Entendido esto por el Rey, luego mandó publicar guerra contra moros
por todos sus reinos y señoríos, mayormente por Cataluña, donde se
le ofrecieron todos con gente y armas, y más con el tributo del
bouage que
era como después declararemos. Un tanto por cada cabeza de ganado.
De manera que siendo pregonado sueldo contra moros, sacó de los
reynos


de
Aragón, Cataluña, Mompeller, y la Provenza un ejército
poderosísimo de hasta veinte mil infantes, con tres mil y quinientos
caballos entre hombres de armas y caballos ligeros, los cuales
llegados a Toledo, y juntados con los ejércitos de Castilla y
Navarra, fue fama que llegaron a cien mil infantes y diez mil
caballos. Con esta gente y tan formado ejército fueron a buscar al
de los moros en la Andalucía hacia el barranco Mariano: a las navas
de Tolosa, que dicen, donde los Moros habían asentado su real: y sin
más aguardar, les dieron la batalla, la cual duró muchas horas, y
fue dudosa por ambas partes hasta que con las fuerzas e industria del
ejército Aragonés que servía
de retaguardia (según el
Arzobispo Don Rodrigo lo cuenta en su Historia) la victoria vino a
declararse por los Cristianos, y fue en ella herido el Rey don Pedro,
aunque no de muerte. En esta batalla, conforman todos los que
escribieron de ella haber sido muertos cien mil moros y
que los
demás con el Miramamolin huyeron desamparando el real, el cual fue
dado a saco por los Cristianos, y tomadas las riquísima tiendas del
Miramamolin, con infinitos despojos. Esto fue todo por la liberalidad
y magnificencia del Rey de Castilla don Alonso el
viii,
repartido
entre los ejé
rcitos de Aragón y
Navarra que con grande gloria y triunfo de esta victoria se volvieron
a sus reynos: y por los milagros en ella vistos, se instituyó por
toda España la fiesta y solemnidad del triunfo de
la Cruz.




Capítulo
XIII. Del nacimiento del Príncipe don Iayme, y de los extraños
misterios que en su bautismo acaecieron.

En este medio la
Reyna doña María, a quien dejamos en Miravall, deseando que llegase
a bien la real esperanza que del Rey su marido se hallaba en su
vientre depositada, se encomendaba muy de corazón a Dios nuestro
Señor, y a su bendita madre, con sus santos Apóstoles, acrecentando
su devoción con muy grandes obras de caridad y religión, siendo muy
larga y liberal para los pobres, y muy magnífica con las iglesias y
monasterios de religiosos, para que por todos se encomendasen sus
cosas a Dios: tomando con grande paciencia la extrañeza y crueldad
del Rey, y consolándose con el fruto de bendición que esperaba, en
quien tenía puesto todo su descanso hasta que llegó el tiempo del
parto, para lo cual se preparó muy de propósito, como menester era,
para hacer fé y testimonio del buen suceso. Por esto partió de
Miravall y entró en Mompeller, y se aposentó en el palacio de los
Tornamiras,
por ser casa grande, y de muy ricos aposentos: a donde mandó juntar
todos los principales ciudadanos con sus mujeres, para asistir y
hallarse presentes a su parto: del cual con el favor divino nació un
infante muy formado y bellísimo, el primer día de
Hebrero
en la noche, año del virginal parto (como dice la historia Real) M.
cc viii, que era día celebrado con ayuno y vigilia de la fiesta y
purificación de la virgen y madre de Dios nuestra Señora.

Cuando
comúnmente por todas las iglesias de la Cristiandad, con mucha
solemnidad se bendicen las velas de cera para ilustrar los
sacrificios divinos. Esa misma noche del nacimiento, el recién
nacido niño fue por mandato (mandado) de su devota madre llevado a
la iglesia mayor de la ciudad, acompañado de todo el pueblo que no
cabía de regocijo, para solo hacer infinitas gracias a nuestro
Señor, y a su gloriosa madre por tan próspero parto, y acaeció
entrar el Infante por la iglesia, pasada la media noche, al punto que
los Canónigos celebraban los maitines, y entonaban en voz alta el
cántico
Te Deum laudamus,
a donde hechas gracias, y pasando a otro templo que llaman de sant
Firmin, en el cual así mismo celebraba los maitines, se siguió (lo
que también se tuvo a milagro) que llegó a entrar, al tiempo que en
alta voz comenzaban el cántico Benedictus Dominus
Deus Israel.
Mas determinando la Reyna que el mismo día de la Purificación fuese
el niño bautizado, y pensando sobre cual de los doce Apóstoles le
daría su nombre, mandó traer doce velas de cera blanca de igual
peso, y una misma hechura, las cuales ofreció a los doce Apóstoles,
en cada una escribiendo el nombre de uno, y encendidas todas juntas,
con propósito de que si alguna durase más que las otras, fuese el
nombre del Apóstol, a quien la vela estaba dedicada, impuesto al
niño, y allí acabadas de consumir las otras, la del Apóstol sant
Iayme, o Santiago (que todo es uno), quedó encendida, y luego fueron
al templo, y bautizado el niño le fue como del cielo impuesto el
nombre de Iayme, para que a imitación del glorioso Apóstol patrón
de España, que echó de ella la gentilidad con la introducción de
la ley Evangélica: así don Iayme echase la secta Mahometica de los
reynos por él conquistados, y los sujetase al Evangelio y nombre de
Cristo. Todas estas cosas maravillosas que acaecieron en el
nacimiento del Príncipe don Iayme, como señales de un gran Rey
causaron en doña María su madre grandísima admiración para que a
imitación de la soberana María Reyna de los Ángeles las observase,
como misterios, y en su alma confiriese lo que de tan altos
principios se podía esperar. Porque no era muy diferente de la
tiranía de Herodes en la persecución del niño Iesus, y de su madre
bendita, lo que a don Iayme acaeció, cuando siendo muy tierno,
estando en la cuna (como el mismo lo escribe) le cayó una gran
piedra sobre ella (no se sabe si acaso o echada por alguno que
pensara muerto él, reinar) y aunque con grande estruendo rompió la
cuna quedó el niño sano, y sin lesión alguna. también por lo que
fue después perseguida la madre de sus hermanos, puesto
pleyto
contra ella, por quitarle el estado, y que por esto, como se dirá,
fue forzada huir a Roma, y sufrir tan gran dolor como padeció
dejando a su queridísimo (carísimo) hijuelo tierno, de cuatro años,
tan apartado de sí, y que después viniese a poder de sus enemigos,
aquellos que le mataron al padre: de los cuales tanto más se había
de recelar no matasen al hijo, por que faltase quien vengase al mismo
padre.



Capítulo
XIIII (XIV). Como el Rey puso divorcio con la Reyna, y del pleito de
sus hermanos contra ella, y como fue a Roma y hubo sentencia en favor
contra todos.

Desde que el Rey se partió de Mirauall, nunca
después hallamos que volviese a verse con la Reyna, ni bastó su
felicísimo parto, ni su gran paciencia, para ablandar tan duro
pecho, y que dejase de perseguirla tan a la descubierta, que vino a
hacer divorcio con ella. Y no paró hasta que la causa del divorcio
se remitió a Roma al mismo Pontífice Innocencio III, dando por
suficientes causas que doña María antes que casase con él había
consumado matrimonio con el Conde de Comenge en Guiayna, y tenido dos
hijas de él y que siendo este mismo
vivo,
sin haber sido apartada de él por autoridad de la iglesia ni dado
por
nullo
el matrimonio había contraído el postrero. Mas añadió por causa
de nulidad de su parte que antes de haber consumado el matrimonio con
doña María había carnalmente conocido una prima hermana de ella.
Lo cual entendido por el summo Pontífice cometió luego el
conocimiento de la causa a los principales Prelados de la Guiayna
reservando a si la decisión y sentencia que se había de dar sobre
ella. Pero prevaleciendo el poder y favor del Rey, y conociendo doña
María que su causa iba mal, determinó de recurrir (recorrer) al
mismo Pontífice, y declararle las causas que en descargo suyo y
firmeza del matrimonio tenía, las cuales en suma fueron. Como
forzada ella y amedrentada por las amenazas de muerte que don Guillen
su padre le hizo, hubo secretamente de contraer matrimonio con el
Conde de Comenge, con el cual tenía parentesco y que no se hubo
jamás gracia ni dispensación del Papa para poder legítimamente
casar con él. Y también que era muy notorio como el mismo Conde, al
tiempo que se casaron, estaba ya públicamente casado con dos
mujeres, ambas viudas (biuas), la una llamada Guillerma Barcen: la
otra hija del Conde de Bigorra, y que de las dos tuvo hijos. Toda
esta verdad del hecho bastantemente probada, se envió a Roma muy
autenticada y sellada, a darse en proprias manos de su Santidad. Pero
pareciendo a doña María, que tenía otras más justas causas para
impedir el divorcio,
las cuales no se podían descubrir sino a
sola la persona del Pontífice y también porque el favor del Rey
prevalecería en Roma, ausente ella, determinó de ir allá en
persona, para más bien de su carísimo hijo, el cual dejó
encomendado al gobernador de Mompeller para que hiciese de él a
voluntad del Rey: y ella bien acompañada llegó a Roma, a donde fue
muy honradamente recibida y tratada como Reyna, del Pontífice y
Cardenales y de todo el Senado y pueblo Romano. Y luego después de
oída su información particular, con las demás ya dadas, y muy bien
examinada la causa en contradictorio jvicio con los procuradores del
Rey: de consejo y voto del sacro Collegio de los Cardenales, y
auditores de rota, y habida consulta con los mayores letrados de
Italia, diose por sentencia. Que don Pedro Rey de Aragón estaba
legítimamente casado con doña María hija de don Guillen señor de
Mompeller, por haber sido pública y solemnemente in facie Ecclesiae
contraído el matrimonio: que no se podía deshacer por la objeción
por él hecha de parentesco que había trabado antes del matrimonio
con la parienta de Doña María. Lo cual era de ninguna fuerza y
valor, porque esto nunca se probó: y menos lo que se oponía del
primer matrimonio de doña María con el Conde de Comenge el cual fue
nulo, no solo por el parentesco que doña María tenía con el Conde,
pero mucho más, porque siendo este casado ya antes públicamente con
la hija del Conde de Bigorra, y habido hijos de ella, encubriéndolo
clandestinamente hizo el segundo con doña María que no lo sabía. Y
más porque con violencia de su padre fue forzada a consentir en
ello. Por donde no había lugar de divorcio por ser el matrimonio
legítimamente contraído. Esta fue la sentencia que contra el Rey en
favor de doña María se publicó en Roma, en el mes de Hebrero del
año, M. ccxiij, y quedó registrada en el libro de los decretales
Pontificales como la historia del Rey lo afirma. La cual sentencia
fue luego remitida por el Pontífice al Rey Don Pedro, juntamente con
un
rescripto,
por el cual su Santidad le amonestaba y rogaba aceptase y tuviese por
buena la sentencia en favor del matrimonio, pues se había
pronunciado después de haber sido muy mirada y examinada por el
sacro Collegio de los Cardenales y comunicada con los más célebres
Doctores de toda Italia, y que era como de la mano de Dios, por
quietar su conciencia y atajar tantas revoluciones y alborotos
de
sus reynos que fácilmente podrían seguirse de la división y
divorcio, mayormente por la honra de doña María, mujer (como lo
mostraba) prudentísima y Cristianísima: y también de su hijo don

Iayme común prenda de los dos. De cuya sucesión no podía
esperarse sino gran beneficio y pacificación para todos sus reynos.
Mas dudando el Pontífice que el Rey pasase por lo juzgado, cometió
la ejecución de la sentencia a los Obispo de Auiñon y Carcassona,
para que con censuras eclesiásticas compeliesen al Rey, no
admitiéndole apelación alguna, a obedecer la sentencia. Con todo
esto el Rey endurecido en su obstinación y pertinacia, no quiso
obedecer. Por esta causa la
Reyna, a efecto de librarse de la ira
del Rey, y por ver más al seguro el éxito (suceso) de sus negocios,
determinó quedarse en Roma, hasta que con la muerte del uno, o del
otro, le diese fin a tantos males. también por ver concluida la otra
causa y pleito que como dijimos, estaba contestado ante el mismo
Pontífice, entre su hermano y ella. En la cual también se dio
sentencia, y declaró el Papa, que Guillen
pretenso
hijo de don Guillen señor de Mompeller, como bastardo, nacido y
procreado en vida de la primera y legítima mujer de don Guillen
fuese inhabilitado para la sucesión y herencia del estado; y que
Doña María su hermana como única hija de don Guillé de legítimo
matrimonio nacida, era la verdadera y universal heredera, que sucedía
en los estados de su padre:
y por la misma causa declaraba como
la sucesión de Mompeller pertenecía al Príncipe don Iayme su hijo.
Con esta sentencia se dio final al pleito, y doña María quedó
pacifica señora de todo su estado.





Capítulo XV. Que el Príncipe don Iayme fue encomendado por el Rey
su padre al Conde Simón de Monfort, y como fue condenada la herejía
que se levantó en la ciudad de Albi.

Al tiempo que esto
pasaba en Roma, movido el rey por la furia y mala intención de
algunos, y por
la sentencia contra él dada, tenía tanta ira
contra la Reyna, que por su respecto mostraba del todo aborrecer a su
propio hijo don Iayme, ni curaba de hacerlo criar como quien era, ni
aun permitía se lo trajesen (truxesen) delante, puesto que debajo de
aquella tierna edad el niño, así con la presencia y dignidad de
rostro, como con la bella estatura y proporción de cuerpo, daba de
si grandes señales de su valor y magnanimidad real: de manera que
siendo de todos muy amado y respetado, a solo el Rey desplacía.
Hallábase a esta sazón en la corte del Rey un caballero principal
llamado Simón de Monfort Conde de Carcassona y Besiers, pueblos
principales de la Guiayna, vecinos a Mompeller, hombre hecho para paz
y guerra, y en armas muy señalado, y que estaba tan obligado al Rey,
que por su intercesión el mismo Pontífice Innocencio III le había
dado en feudo el Condado con otros pueblos. Este teniendo grande
lástima del niño don Iayme, y de la poca cuenta que de él se tenía
para criarlo como a hijo y sucesor en los reynos, rogó al Rey se lo
diese, que lo criaría en su casa, y tendría (ternia) especial
cuidado de enseñarle la disciplina y costumbres reales, y mirar por
él como quien era. No le pesó al Rey de la demanda del Conde,
porque pensaba era su fin prohijárselo para casarle con su hija
única, y hacerle sucesor en sus estados, por esto tuvo por bien que
se lo llevase. Horrible y miserable cosa, que se encomendase y diese
a criar el hijo, a quien antes de cumplir el año había de ser
homicida del padre que se lo encomendó. Era pues este Conde muy
valeroso caballero y capitán famosísimo de aquel tiempo, cuando el
mismo Pontífice mandó juntar grande ejército en Guiayna, y le hizo
general de él, contra los Condes de Tolosa, de Foix y de Comenge,
por ser autores y defensores de la herejía de los Albigenses que
poco antes se habían levantado en la ciudad de Albi en Guiayna,
renovando la aborrecible secta de los Manicheos, Arrianos, y
Vualdenses.
Uno de los que más impugnaron y persiguieron estos
errores con su continua predicación, y públicas disputas, fue santo
Domingo Español, que entonces era Canónigo reglar del orden de S.
Agustín, y fue después por él fundada la religiosísima orden de
Predicadores (como en el libro siguiente diremos) hasta que por el
dicho Pontífice se tuvo el celebérrimo Concilio Lateranense en
Roma, en el cual concurrieron los dos Patriarcas de Ierusalen y
Constantinopla, lxx. Arzobispos, cccc. Obispos, xj. Generales de
órdenes, y ccc Abades, y Priores de monasterios principales, además
de los Embajadores de todos los Reyes y Príncipes Cristianos: por el
cual fue condenada y confundida esta herejía, y los defensores de
ella condenados a privación de sus estados y señoríos,
aplicándolos al fisco de la iglesia, y cámara Apostólica. Para la
ejecución de esto el Conde Monfort por general del ejército, y
antes de todo esto comenzó ya a perseguir a los Condes. Por esta
causa el Rey, siendo cuñado suyo el conde de Tolosa, tuvo gran odio
al Conde Monfort, y entendió en perseguirle.






Capítulo XVI. Como el Rey movió guerra al Conde Monfort, el cual se
le humilló, y no queriendo aplacarle, le dio batalla campal, y mató
su real persona.

Crecía de cada día el rencor y enemistad
que el Rey tenía contra el Conde Monfort, con la nueva
ocasión
que para ello dieron los pueblos de Carcassona y Besiers, por
industria, como se sospechó, del mismo Conde en menosprecio y
notable afrenta del Rey, al cual los pueblos enviaron con engaño sus
embajadores, quejándose del Conde, que los maltrataba y regía
tiránicamente, que le suplicaban los tomase debajo su amparo y
defensa, porque a la hora se le entregarían todos con sus
fortalezas. Lo que siempre se creyó fue hecho con maña y arte del
Conde, para descubrir el ánimo del Rey si escucharía el
ofrecimiento hecho por sus pueblos, para con esta ocasión apartarse
de su amistad. Pues como el Rey viniese con poca gente a los pueblos
del Conde para tomar posesión de ellas y hacer luego venir gente de
guarnición para defenderlos como se lo habían pedido, salían sin
orden al camino, diciendo a voces que ellos emplearían sus vidas y
personas por su alteza, y que esto bastaba para tenerse por obligado
a defenderlos. Con estas palabras fingidas, juntamente con muchas
danzas de mujeres hermosas, que al Rey tanto agradaban, le
entretenían, sin dársele ni permitir pusiese guarnición de gente
en sus tierras. Entendida por el Rey la burla manifiesta, y que era
por invención del Conde ordenada, determinó hacerle abierta guerra
hasta coger su persona.
A lo cual se adelantó el Conde, y (como
dice la historia real) vino a una villa llamada Muret en el campo de
Carcassona, muy cerca de donde el Rey estaba con su ejército que de
presto había mandado hacer, y venir con algunos principales de
Cataluña. Trajo (truxo) el Conde para su defensa mil caballos
ligeros los más escogidos de la tierra, y se puso en orden, así
para acometer, como para defenderse del Rey: el cual como lo supo
movió su ejército, y se fue allegando para cercar la villa y
cogerle dentro. El Conde, que entendió esto viendo su peligro tan
manifiesto por la mucha gente que de cada hora aumentaba el ejército
del Rey, enviole a pedir treguas, y tentó con honestos partidos de
entregársele, queriendo antes hacer experiencia de la clemencia del
Rey, que por armas probar su fortuna. Como el Rey no quisiese
escuchar concierto alguno, antes con la sobrada cólera e ira hiciese
marchar el ejército contra la villa, sin aguardar la demás gente de
Cataluña que para otro día se esperaba, determinó luego en
llegando dar el asalto. Como el Conde vio la dureza del Rey, medio
desesperado, animó de nuevo a los suyos, protestando ante todos,
como se había rendido al Rey, ofreciéndole cuantos medios y modos
de paz había podido, por no venir con él a las manos: pero que pues
no había sido escuchado, ni podido sacar al Rey de su obstinación
sería muy gran mengua suya y de tan valerosa y lucida caballería
como allí se hallaba, rehusar la batalla.
Por tanto les rogaba,
que pues con haberse humillado al Rey, había mejorado su querella,
se esforzasen, y le ayudasen a salir con ella.

Y así
encomendándose todos muy de veras a nuestro Señor, y recibiendo su
santísimo cuerpo en el sacramento, como lo acostumbraban siempre
hacer al entrar en las batallas, salió al amanecer con sus mil
caballos de la villa, y fuese para el ejército del Rey, que ya se
había extendido en dos alas para cercar la villa, dejando aquella
parte, donde el Rey estaba, muy abierta, y mal guarnecida de gente.
Conociendo pues el Conde el pendón del Rey, que suele siempre guiar
la persona real, hizo un cuerpo de todo su escuadrón, mandando a
todos que a ningún enemigo, aunque se rindiese, otorgasen la vida, y
que no perdonasen a grandes ni a pequeños, ni a la misma persona del
Rey. Hecha la señal, arremetió con grande ímpetu con todo el
escuadrón contra el estandarte real, y fue tanto su ardor y
presteza, que antes que los del Rey, que andaban por el campo
esparcidos se pudiesen juntar para defenderle, los del Conde dieron
en el cuerpo de guardia, y los mataron a todos con el mismo Rey. Pues
como se publicase luego por el ejército la muerte del Rey, a la hora
desampararon el campo todos. Lo cual hecho, mandó el Conde recoger
su gente, y sin consentir se saquease el Real, ni entrar en las
tiendas, se volvió con toda la caballería a sus tierras: aliviando
su dolor y tristeza que de la muerte del Rey sentía, con la alegría
y gloria de la victoria.





Fin del libro
primero.



Continuar con el segundo libro

martes, 26 de octubre de 2021

XV. EL CAMINO DEL CIELO.

XV. 

EL CAMINO DEL CIELO. 

I.

Cañaverales se llama un pueblecito que, arrinconado en una de las provincias castellanas, parece trasunto real de las fantásticas descripciones en que suelen colocarse las delicias de una vida inocente, frugal y tranquila en medio de los risueños encantos de la naturaleza. Sus agrestes y pintorescos alrededores pertenecen al idilio: sus toscos y sencillos monumentos apenas interesan a la arqueología. Diríase que en sus campiñas y florestas se respira el ambiente de la antigua Arcadia, perfumado con los suaves aromas del cristianismo. 

A la raya de sus fronteras ha detenido su impetuosa marcha la civilización moderna, como temerosa de perturbar su apacible calma, y de ahuyentar su primitiva sencillez y poesía. Nunca se han despertado los ecos de sus montañas al estruendo del parche belicoso, nunca se ha leído su nombre en los fastos de las conmociones políticas ni en los relatos de las crónicas judiciales, y lo que es más, ni memoria se tiene de que en su distrito haya ocurrido alguna de aquellas grandes catástrofes, que siembran la consternación entre los presentes y trasmiten su funesto recuerdo a las generaciones venideras. Su archivo, reducido a un solo volumen, encierra únicamente las partidas de bautismos y defunciones que han dado un día de júbilo o de tristeza a sus hogares, y el recuento de los matrimonios bendecidos en su pequeña iglesia bizantina. De Cañaverales se acordaría sin duda el que dijo: felices los pueblos que carecen de historia. 

Al viajero que en este se detenga nada le es más fácil que adivinar la etimología de su nombre. Sus humildes viviendas, esparcidas a manera de rebaño que sestea, vénse como engastadas entre verdes y frondosos cañaverales, y de muchas pudiera decirse que se miran en el espejo de un cristalino arroyo, cuyas aguas corriendo a lo largo del extenso valle se deslizan por entre numerosos grupos de juncos y de cañas, que con agradable susurro en sus márgenes se balancean. Al soplo de las brisas doblan ellas sus penachos como los del yelmo de un guerrero, y flotan sus largas hojas como verdes cintas de una sortija arrebatada por certera lanza. En sus enmarañadas selvas crece una multitud de lentiscos y de alheñas, y esta abundancia de mimbres y cañas ocasiona la principal industria, y forma el ramo principal del comercio de sus moradores. 

Entre los que vivían allí del oficio de cestero había uno de ignorada procedencia, aunque hacía más de doce años que en él estaba avecindado. Su cualidad de forastero pareció bien pronto completamente olvidada, y nunca le fue el menor estorbo para granjearse nuevas simpatías y conservar el aprecio de sus nuevos paisanos. Era un hombre ya maduro que pasaba de los cincuenta, y cuyo bondadoso carácter se revelaba en su plácida fisonomía. Las personas más notables, las más acomodadas del pueblo no se desdeñaban de tenerle por amigo, y en más de un caso se apresuraban a pedirle consejo. Descubríase a la legua que su inteligencia había sido cultivada por una instrucción superior a la que su oficio requería, y que su conocimiento del mundo, más bien que de la penetración natural, era hijo de la propia experiencia. Alléguese a esto cierta finura en su lenguaje y en sus modales, y no se extrañará la sospecha de que en otro tiempo hubiese gozado de mejor fortuna; pero como nunca exhalaban sus labios una queja, ni se le oía hablar una palabra de su pasado, y por otra parte se le veía tan laborioso, tan habituado a las costumbres lugareñas, tan contento, o a lo menos tan resignado a su suerte, desvanecíanse luego por quiméricas y creíanse fundadas en el aire tales sospechas. Con él vivía solamente una linda jovencita en quien cifraba la felicidad de su existencia. Sería exageración el decir que fuese un prototipo de hermosura: con todo su rubia cabellera, sus vivaces ojos, su sonrosada tez, su flexible talle, su delicioso timbre, y un no sé qué de gracioso a la par que de puro y casto en todos sus movimientos y ademanes, hacían que pudiera considerarse como la perla de aquella comarca y aun de sus lejanos alrededores. 

Cierta noche trabajaba el cestero en su tienda, rodeado de objetos ya concluidos y de copiosos materiales de su manufactura. Veíanse al alcance de sus manos hacecillos de pelados mimbres, y una porción de lustrosos y delicados listones de caña que iba entretejiendo con notable soltura y ligereza. Mientras sus dedos se movían como por sí mismos, sus labios se entreabrían con melancólica sonrisa, y sus ojos estaban como clavados en la hermosa joven, que de pechos en una ventana parecía embebida en sabrosa plática con otra persona situada en la parte exterior de la reja. Sonó el toque de ánimas y la joven cerró luego la ventana, ligera como una cabritilla fue a sentarse al lado del anciano y tomó su labor con el semblante inundado de la más pura satisfacción y alegría. 

- Marcelina! exclamó aquel, el júbilo que se te derrama en el corazón te sale al rostro. Tu ventura es mi única ambición, y sin embargo son otras tantas congojas para mi pecho las dulces ilusiones que te sonríen. 

- Ilusiones decís? Teméis acaso que he de verme engañada en mis esperanzas? 

- Mucho te lisonjea la de llegar al día en que te verás obligada a separarte de mi lado. 

- Yo separarme de vuestro lado? Yo abandonaros y dejaros solo? Nunca. Pues qué, padre mío, no querréis vos vivir con nosotros, o mejor dicho, de querréis que nosotros vivamos con vos? 

- De aquí a tres o cuatro años... entonces... quién sabe? 

Amanecerá Dios y medraremos. 

- Es que... yo... por mi parte... pero él?... Me quiere tanto... y ya se ve. Según dice... quisiera casarse pronto. Contestó la doncella ruborizada y debilitando en cada una de sus entrecortadas frases las inflexiones de su melódico acento. 

- Pronto! exclamó el cestero con cierta precipitación que no pudo contener. Pronto es otra cosa. Hay tantos inconvenientes! En primer lugar eres sobrado pobre para tan buen partido. Y además que... Vamos, estas ideas me causan una desazón que no puedes comprender. No quiero entristecerme ni entristecerte. Concluyamos el día de hoy con la santa conformidad y alegría con que lo hemos empezado. 

Y se persignó. Principiaron el rosario; fiero es preciso confesar que Marcelina estaba algo distraída, y que no lo rezaba entonces con el recogimiento acostumbrado. Esforzábase en vano para apartar de su imaginación el pensamiento que la había acometido. ¿Cuántos y cuáles serían los inconvenientes resumidos en aquel además que tan misterioso e incomprensible? Concluidas sus devociones dijo el anciano: ahora el padre nuestro de costumbre, y empezó la joven la oración dominical. Con entonación un tantico más elevada y con más visibles muestras de fervor, respondió el cestero El pan nuestro de cada día y llegado que hubo a las palabras perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores se detuvo un momento y exclamó: Marcelina! La distraída muchacha reconoció súbitamente su descuido, y levantándose presurosa acercó a los labios del anciano su fresca mejilla, y con igual demostración le recompensó luego el tierno ósculo en ella estampado. 

Recogióse después de la cena en su cuartito, donde no pudo conciliar un sueño tan dulcemente tranquilo como solía, porque llevaba aquel además que atravesado en el corazón. 

II. 

A los pocos días, una tarde en que casualmente se hallaba Marcelina fuera de casa, entró en ella el cura-párroco de Cañaverales. 

- Maese Julián, dijo al cestero, hoy vengo de oficio y tenemos que hablar de un asunto serio. 

- Son tan honrosas para mí las visitas de V. que cualquiera sea el motivo no puedo menos de agradecerlas. Contestó el cestero, disimulando la turbación y sobresalto ocasionados por la rápida sospecha que le infundía la sola presencia del cura, y en que le confirmaron la solemnidad y el tono de sus primeras frases. 

Sentáronse ambos, abrió el cura su caja de rapé, y después de tomar un polvo, que en ciertos casos equivale al traguito de aguardiente que paladea el soldado antes de entrar en acción de guerra, continuó: 

- Amigo mío, mi retórica no es gran cosa que digamos. Que no me vengan con recursos oratorios para preparar el ánimo de los oyentes. Yo no entiendo de esas filigranas; pero por fortuna mi auditorio es tan sencillo como mis discursos. Subo al púlpito, y a mis feligreses no les digo más que: el evangelio de hoy nos refiere... y entro de lleno en la cuestión. Ergo páriter. Maese Julián, nuestras cabezas ya blanquean, y es necesario pensar en el porvenir de aquellos que la Divina Providencia ha puesto bajo nuestra tutela. Mi sobrino está perdidamente enamorado de tu hija, vengo a pedirle su mano, y te aseguro que estoy contentísimo de su elección porque ha sido en extremo acertada. Quid tibi videtur? 

Y frotábase las manos satisfecho de su diplomática arenga. 

- No tan acertada como a V. le parece, señor cura. Yo no soy más que un pobre artesano, y Marcelina no lleva más dote... 

- Que su laboriosidad y sus virtudes, sin contar con Ia hermosura que es un sumando respetable en las cuentas de mi sobrino. 

- Sería para mí una fortuna tan grande que no sé si me es lícito abrirle las puertas de mi casa. 

- Sin embargo has permitido que los muchachos se vean, se hablen, se embriaguen de una pasión que si no les lleva a una felicidad legítima ha de traerles días de llanto y de amargura. 

- Razón tiene V. padre mío. Reconozco mi culpable flaqueza; pero si conociese V. cuanto desgarraba mi corazón la sola idea de tener que lastimar el de mi adorada Marcelina! Bien comprendía la necesidad de tomar una resolución 

definitiva; pero de día en día la iba aplazando, y de día en día se me hacía más dificultoso el tomarla. Mi debilidad echaba raíces como su amor. Por otra parte me excusaba creyendo, o queriendo creer, que aquello no sería más que un pasatiempo juvenil, que atendida mi continua vigilancia y la cristiana educación de entrambos, nunca traspasaría ni siquiera los últimos confines de la inocencia. 

- Una cuenta hace el bayo y otra el que lo ensilla. A Marcelina no ha de serle muy agradable esto de estarse así, como si dijéramos como el alma de Garibay. A lo que se ve no la educas para monja, y conforme dice San Pablo: melius est núbere quam... etcétera. 

- Por ahora tiene en mí padre, esposo, hermano, cuanto puede apetecer. 

- Es que las niñas de diez y ocho abriles apetecen también un marido real y verdadero. En resumidas cuentas; ¿me niegas la mano de tu hija? 

- Y si no fuese hija mía? preguntó el cestero esforzándose en dominar un estremecimiento nervioso que le recorrió todo el cuerpo. 

- Vaya, Julián, qué dices? 

- Y si yo no me llamase Julián? 

El cura le miró cosa de medio minuto con azorados ojos: era aquella una peripecia tan inesperada que no hay golpe de teatro que la iguale; pero reponiéndose luego de su sorpresa le dijo: 

- Aquí se encierra algún misterio que no comprendo, y no sé si tengo derecho a pedirte que lo aclares. Dime al menos: ¿crees tú que la felicidad de esta muchacha, sea hija de quien fuere, es incompatible con la de mi sobrino? 

- No, mil veces no. Mas yo pregunto a mi vez: ¿será suficiente para un sobrino de V. la felicidad de Marcelina? 

- Julián! que este es el nombre que siempre te he dado, soy un anciano que ya tengo un pie en el sepulcro, soy un sacerdote acostumbrado a oír la espontánea revelación de las fragilidades humanas, soy tu párroco, soy tu amigo cordial y antiguo, quieres depositar en mi pecho tus secretos? 

- Sí, padre mío. 

Y pasándose la mano por el rostro el cestero empezó la relación siguiente: 

"Me llamo Domingo Arratia y he nacido en las provincias vascongadas, mis opiniones políticas, el ejemplo de mis amigos, las tradiciones de mi familia me impelieron a tomar parte en la guerra civil que al cabo devoró mi patrimonio y mi familia. Ahora me encuentro solo en el mundo y sin más bienes de fortuna que mis brazos: no era este sin duda el porvenir que yo me prometía. Es verdad que no me distinguí por hechos de armas: encargado de ciertas comisiones no menos importantes que delicadas, las desempeñé con toda la decisión de un partidario acérrimo, y con toda la lealtad de un hombre honrado, y esto me valió ascensos en el ejército de D. Carlos. Me hallaba de comandante graduado cuando sucumbió su bandera, me retiré a Francia, perdí mis ilusiones, y me adherí al convenio de Vergara. Incorporado en el ejército de la Reina di por terminada mi borrascosa vida, y esperé que en adelante surcaría un mar más tranquilo y bonancible. Mi corazón no tenía todos mis años y me alucinaron juveniles devaneos. Locamente enamorado me casé con una joven muy hermosa, sobrado joven y sobrado hermosa para mí. La idolatraba y era de ella idolatrado. Nuestra luna de miel no se limitó a treinta días: duró treinta meses, y estaba bien persuadido de que su ocaso podía solamente verificarse en un sepulcro. Cuando Adán se vio por primera vez en medio del paraíso de seguro no pensaría en la posibilidad de ser arrojado de su delicioso recinto. Adán y yo no contábamos con la serpiente. 

De guarnición en Valencia trabé conocimiento con un joven marino, hombre de negocios y de mundo, con todos los talentos de la buena sociedad, y toda la brillante corteza de una educación esmerada. Al decir de las gentes era de una reputación sin tacha, incapaz de incurrir en otras faltas fuera de las que el mundo absuelve benigno cuando cínico no las aplaude. Encantábame con la relación de sus viajes a diversos y remotos países, y al parecer también gustaba mucho de mi trato y conversación. No sé si fue estrella mía o artificio suyo lo que hizo de Marcelino, que tal era su nombre, mi principal, mi único amigo. Abrile las puertas de mi casa sin el menor recelo de que su briosa juventud, su arrogante figura y su seductor lenguaje podían obscurecer más la vulgar medianía de mis prendas personales. Tratábale mi mujer con la confianza de esposa de un amigo, y él la trataba con todo el respeto y cortesanía de un caballero. Así me lo decían mis ojos; pero yo ignoraba que los llevase vendados. 

Nunca he gustado de estar mano sobre mano, y esta inclinación mía influyó quizás en mi desdicha, y me ha servido también para proporcionarme estos últimos años de resignada y plácida existencia. Marcelino conocía mi laborioso carácter, y viendo una vez el de mi letra me dijo. 

- Tengo una porción de borradores y papeles sueltos relativos a mi comercio, en los que hay datos que no quisiera confiar a un escribiente: si no te sabía mal ponérmelos en limpio... 

Me apresuré a servirle, y pareció quedar tan satisfecho que con la mayor naturalidad del mundo me dijo: Ofrecerte una retribución cualquiera sería inferirte un agravio; sin embargo has de permitirme que te manifieste mi agradecimiento con una bagatela, con una de estas zarandajas femeniles que deslumbran los ojos y no lastiman el bolsillo. He visto en una quincallería uno de estos engañabobos, una chuchería tan bonita que ha de traer hechizada a tu mujer y ha de proporcionarle más de cuatro envidiosas. Deseo que vayamos a comprarla y que tú mismo se la regales. 

No me atreví a desairarle, y fuimos a la tienda donde le vi soltar cosa de cien reales por un alfiler de pecho que figuraba un ramito de flores, graciosa combinación de oro y pedrería. 

- Válgame Dios! exclamé maravillado, quién dijera que esto no fuesen diamantes? 

- Y hubieras sido capaz de pagarlos por tales, saltó Marcelino riéndose a carcajada tendida. 

- No tengo más que mi paga de capitán monda y lironda, y esta dista mucho del resultado de tus especulaciones mercantiles. 

- Pues mira a lo que llegan las artes en el día. Qué diferencia del similor antiguo al plaqué moderno! Y qué diremos del strass? No te parece que el strass es una magnífica invención? Desengañémonos, la química es el gran taumaturgo del siglo. 

Lleno de buena fé creí en los milagros de la química, y si quiere V. padre mío, puede compararme a aquel buen fraile que creyó más fácil que un burro volara que no el que un religioso mintiera. 

Reuníame a veces con algunos otros oficiales del convento. Nuestras opiniones no habían podido cambiar en un momento, así es que hablábamos de nuestras campañas, fomentábamos el triunfo de nuestros adversarios, censurábamos sus ideas, echábamos a volar hipótesis más o menos admisibles, en fin componíamos una tertulia de desafectos, pero no un conciliábulo de conspiradores. De vez en cuando Marcelino era de los nuestros. Cierta noche me citó para una de estas reuniones, y si bien él no compareció lo achacamos al cúmulo de sus negocios. Cuando más metidos nos hallábamos en nuestra imprudente que no subversiva conversación, he aquí que se nos apareció como por ensalmo un ayudante del Capitán general, y con toda urbanidad y mesura nos dijo: señores, S. E. ruega a Vds. que tengan la bondad de retirarse a sus casas. Comprendimos la indirecta, y nos dispersamos sin decir esta boca es mía. Traía conmigo la llave, y como el asistente y la doncella debían estar ya recogidos, y mi mujer me había recomendado que no la despertase por hallarse algo indispuesta, me eché en un catre donde me dormí tranquilo. 

No era muy de mañana cuando entré en la alcoba de mi mujer, y me sorprendió ver la cama tan compuesta y aseada como si nunca la hubiesen ocupado, y sobre el tocador la sortija nupcial que ella solía llevar siempre en el dedo. 

Este era un hecho muy significativo aunque para mí todavía ininteligible: un jeroglífico que no por oscuro dejaba de encerrar mi sentencia de muerte. Abrí el escriño de sus joyas y faltaba el alfiler malhadado: llamé la doncella y tampoco parecía. Atónito, confuso, alelado, semejante al que seguro de haberse acostado en su lecho despertara en un país enteramente desconocido, corrí en busca de Marcelino, único amigo a quien hubiera osado confiar aquel terrible secreto, y se me dijo que a las diez de la noche había partido en posta hacia Barcelona, según se presumía, puesto que un bergantín suyo debía hacerse a la vela para América. Un rayo de luz pasó entonces por mis ojos; pero fue también rayo de fuego que redujo a ceniza mi corazón. 

Jamás se había visto una transición tan brusca de la tranquilidad más apacible a la desesperación más completa. Me sobrecogía la tempestad con todos sus horrores sin haber columbrado antes la más ligera nubecilla. Ardía en deseos de vengarme, y me hubiera vengado aun teniendo mi cabeza puesta sobre el tajo. Bandido, parricida, incendiario, verdugo... todo lo hubiera sido a trueque de paladear un sorbo de este goce horrible. Los pérfidos habían urdido bien su trama para ganar horas y borrar sus huellas con las aguas del Atlántico (Altántico en el original); pero la Providencia como digo ahora, y no la casualidad como decía entonces, supo desbaratar con un leve contratiempo sus ingeniosas combinaciones. Ni lo secreto de su fuga, ni la rapidez de su marcha impidieron que yo les fuera a los alcances empujado por el látigo de las furias. 

Partí de Valencia, llegué a Barcelona, y sin detenerme siquiera a sacudir la espesa capa de polvo que me cubría, dirigí mis pasos al muelle, y a las pocas preguntas supe que por falta de viento no había salido aquella noche el buque de Marcelino. En el exceso de mi feroz alegría parecióme que Dios encomendaba la severidad de su justicia a los furores de mi venganza, y quizás me atreví a darle las gracias convirtiendo la oración en sacrílego ultraje. Fácil me fue saber también donde se alojaba el objeto de mis pesquisas, y volé allá y me precipité como un loco en el salón de una posada. Un ah! congojoso, un grito ahogado de la infiel, vino a resonar en mis oídos al mismo tiempo que se me daban por los ojos las puertas de la habitación contigua. Por otra salió Marcelino algo pálido y murmurando ¡fatalidad! Ciego de ira me abalancé para estrangularle; pero con fuerza hercúlea sujetó mis brazos mientras me decía: 

- Caballero, en estos lances ya se sabe el camino que ha de tomar el agraviado. 

- Crees, infame, que vengo a batirme? Lo que quiero es asesinarte aunque sea por la espalda. 

- Solamente los cobardes son los que insultan y asesinan. 

Espero que no se hará V. acreedor a tan duro calificativo.

Y como entrase casualmente un militar se dirigió a él diciéndole: 

- Entre el señor y yo media una cuestión que debe ventilarse en el campo. 

Es asunto en que no cabe transacción alguna, y por lo mismo serían superfluas cualesquiera explicaciones. Tiene V. amplios poderes para arreglarse con él, estoy a sus órdenes, y cuanto más pronto mejor. 

Y saludando cortésmente me volvió la espalda. 

No es para los oídos de un sacerdote el relato de los incidentes de un desafío, bastará pues decir que al presentarme en el criminal palenque, merced a las violentas pasiones que agitaban mi pecho, tenía el pulso trémulo, el semblante demudado, turbios los ojos y el cerebro devorado por la calentura. La sangre que latía en mis sienes me hería como un balazo en cada una de sus pulsaciones. Dos veces disparé mi pistola sin acertar a mi adversario, quien disparó también por dos veces la suya tirando al aire de un modo visible. 

No consintieron los padrinos la tercera prueba que yo anhelaba, y sólo cediendo a mis instancias nos permitieron proseguir con arma blanca. La de mi antagonista era para mí un muro impenetrable. Desesperanzado de matar resolví morir, y poniéndome en descubierto me arrojé sobre la punta enemiga; pero Marcelino que estaba muy sobre sí la desvió con una rapidez y destreza admirables dejándome al mismo tiempo desarmado. Su triunfo era completo: mi confusión la más dolorosa y humillante. Fuéronse todos con él, tributando sin duda elogios a su conducta. Se había mostrado hábil, sereno, impávido, generoso hasta el punto de no atentar, y perdonarme tres veces la vida. Qué más se le podía exigir para ser un héroe? Sin duda que a sus ojos era un caballero sin miedo y sin tacha, un nuevo Bayardo: y yo en tanto me quedaba solo; solo no, acompañado de un horrible cortejo de furias infernales, mi impotencia, mi rabia, mi afrenta, mi desesperación. La justicia del mundo estaba satisfecha: la sabiduría de sus máximas brillaba con todo el resplandor de la iniquidad y del absurdo. 

Las violentas emociones de aquel lance, cuyo éxito me parecía entonces el más desgraciado posible, exacerbaron mi calentura. Pasé no sé cuantos días postrado en cama sin tener conciencia de mí mismo, y al recobrar el conocimiento quedé sumergido en una profunda melancolía. Sobre todos mis pesares descollaba el de que la enfermedad no me hubiese llevado al sepulcro, y mi progresivo restablecimiento se me figuraba la mayor de mis desventuras.

Si es que Dios existe, decía en mi interior, se está burlando de mí, cual pudiera hacerlo el más miserable de los hombres: me escarnece en mi infortunio prolongándome una vida que aborrezco. Ahora, padre mío, le bendigo por no haber escuchado mis temerarios votos, y haberme dado lugar a arrepentirme de mis atroces blasfemias. Entonces empezó a germinar en mi mente la idea de hacer por mí mismo lo que no había podido alcanzar del hierro enemigo ni de los ardores de la fiebre. Si un acto de mi voluntad hubiese bastado para crearme la enfermedad más aguda, repugnante y dolorosa no hubiera yo vacilado un instante: si hubiese podido destruir todo mi organismo sin dejar restos de mi material existencia lo hubiera hecho a toda costa. Pero, tener que dejar tras de mí un testimonio que haría sobrevivir mi deshonra, tener que dejar un cadáver expuesto a las investigaciones judiciales, a las hablillas del vulgo, a la chismografía de los periodistas era lo mismo que dar viento a las cien trompetas de la fama para que por todas partes pregonasen mi ignominia. Esta idea me arredraba. Yo deseaba más que la muerte: hubiera querido mi completo aniquilamiento. 

Tan pronto como pude salí de Barcelona rumiando la idea del suicidio. No sabía a punto fijo adonde me dirigía, y caminaba a la ventura. Hice noche en no sé qué población, y después de tomar un bocado me encerré en un cuartucho de una mala posada. No hay para qué decir que me era imposible conciliar el sueño. En esto oí que hablaban en la pieza inmediata tres o cuatro viajeros que estaban cenando, y el tabique era tan delgado que la conversación parecía 

tenerse dentro de mi pequeño dormitorio. Me incorporé y escuché porque la horrible plática me interesaba demasiado. 

- A ese Domingo Arratia le he conocido en Valencia, dijo uno de voz áspera y chillona. 

- Pues hace pocos días que en Barcelona ha tenido un lance de honor. 

- Lance él? estoy per decir que no lo creo. 

- Cómo que no? Pues allí no se hablaba de otra cosa. Y a fé que la historia tiene sal y pimienta. 

- Pues sería un desafío de pega, una farsa como tantas otras. A mí con esas? Batirse de veras un cobarde que en su vida había oído silbar una bala! Parece que en el campo de D. Carlos también se alcanzaban charreteras sin perfumarlas con humo de pólvora. 

- Que es un cobarde bien lo declaraba su semblante, tan demudado que era una vergüenza. Merecía más un salivazo en la cara que no un balazo en la frente. 

- Pues yo sé de buena tinta, saltó un tercero, que los dos estaban en perfecta inteligencia. Aquello era valor entendido, un medio para cubrir el expediente. 

Y sinó díganme Vds. ¿se disparan cuatro pistoletazos a doce pasos de distancia sin resultar ni siquiera una mala contusión? 

- Apostaría a que por algo entraba su mujer, dijo el de la voz chillona. 

- Así se dice. 

- Oiga! Pues en Valencia hacía los ojos gordos, y vivía en santa paz con su mujer y su cirineo. 

- El último que lo sabe... 

- Pues no había de saberlo? Hay ciegos como hay sordos, que lo son porque les conviene el serlo. No veía a su mujer hecha una princesa Micomicona? Acaso una paguita de capitán, con sus mermas y sus taras, da de sí para comprar los diamantes que ella lucía en las reuniones? Yo sé que Arratia vino de Francia más pobre que una rata, yo sé que no era jugador, yo sé que el diamantista recibió trescientos y pico de duros sólo por un alfiler de pecho, pues de dónde salían estas misas? A la cuenta él se hacía las del D. Gerónimo de Quevedo, y decía para su capote: Más lo es el que paga que el que cobra. 

Por este estilo seguía la conversación. Imagínese V. si es posible los trasudores, las congojas, el despecho, la horrorosa agonía que me causaban aquellos dardos envenenados que uno a uno se clavaban en mi corazón. Oh! si hubiese podido beber la sangre de aquellos desconocidos detractores! pero, y de qué me hubiera servido? Cómo sofocar ya la publicidad de mi oprobio? cómo detener el curso a la maledicencia alevosa y a la calumnia triunfante? No había más remedio. Mi resolución definitiva estaba tomada. Entre tanto oí que uno preguntaba: 

- Y bien, quiénes son los otros? 

- El teniente coronel López Gaínza, el comandante Uriátegui, ese Arratia, un tal Letamendi, Fermín Arévalo y dos o tres más, todos del Convenio. 

Eran los de mi última reunión. 

- Esto, prosiguió otro de los interlocutores, tendrá sin duda relación con lo que traía El mensajero del sábado. Decía que en Valencia se había descubierto una conspiración carlista, dos cajas de fusiles, no sé cuantos sacos de pólvora, un legajo inmenso de proclamas, y que los cabecillas se habían reunido ya para darse el santo y seña. 

- Pues yo vengo de Valencia, dijo el de la voz chillona, y maldito si he oído hablar palabra de tal conspiración. 

- Lo que es cierto que el ministro de la Guerra ha destituido a esos oficiales. Ahí está la Gaceta que no miente. A Letamendi se le concede el retiro, a los demás la licencia absoluta. 

A buena hora me quita el Gobierno la subsistencia! dije para mí. Qué me importa no tener qué comer cuando he resuelto ya no vivir? Pasé el resto de la noche meditando en mi espantosa situación. Aislado en el mundo, arrojado de mi destino, burlado en mis afectos, vendido por mi amigo, deshonrado por mi esposa, luego vencido, calumniado, envilecido... qué medios de rehabilitación tenía el mundo para mí? qué otros consejos podía darme su filosofía sino los que yo estaba determinado a seguir? Recordé haber visto en mis correrías por los montes de Cataluña un paraje a propósito para mis designios; era un elevado precipicio que daba en un barranco cubierto de broza y matorrales. El punto era desierto e intransitable. Podía despeñarme, y de seguro pasarían semanas sin que se descubriese mi cadáver. Antes de amanecer salí a pie y rebujado en un mal traje para poner en obra mi sangrienta resolución." 

III. 

- Pobre amigo mío! exclamó el cura, mucho ha padecido tu corazón. 

- Mucho; pero confío en que Dios que es misericordioso, habrá tenido en cuenta mis padecimientos para perdonarme las culpas que a vueltas de ellos cometía. 

- Hay lágrimas que no son más que piedras falsas, las de contrición son verdaderas perlas de un valor infinito. Debías acudir a Dios que es el Consolador por excelencia, y exclamar de lo más íntimo de tus entrañas: Tu es refugium meum a tribulatione quae circumdedit me

- Yo, padre mío, no era entonces un incrédulo decidido; pero tampoco puedo decir que fuese un creyente verdadero. Me tenía por cristiano porque estaba bautizado, me tenía por católico porque vivía en España: por lo demás ¿sabré decir yo lo que era? Iba a la misa de tropa como los demás oficiales, y pare V. de contar. Dios y el alma eran cosas en que ni siquiera pensaba: y a las ideas y prácticas religiosas las miraba con el desdén estúpido con que las miran las gentes del siglo. 

- Acaso no creías en la vida futura? 

- Sé yo ahora, ni sabía entonces en qué creía? Qué ráfaga de luz podía haber en mi mente ofuscada por las tinieblas de tan negras pasiones? 

- Mas, siempre queda la razón natural, la moralidad de las acciones humanas. 

- La razón? la razón es un abogado sutil que tiene de repuesto argumentos de toda clase para defender y ganar todo género de causas. Pues es poco elástica la razón! Quiera V. vivamente, que ella ya cuidará de justificar lo que V. quiera. 

Y en cuanto a la moralidad, faltaba yo a la moral de las tertulias y salones? Ignora V. que el mundo no sólo admite sino que prescribe la venganza? No sabe V. que el mundo exigía de mí que me pusiese en el riesgo de asesinar o de ser asesinado? Tenía derecho a censurar mi proyecto, él que no me daba otro camino para salir de una situación tan extremada como la mía? Por ventura hoy en día no se reputa al suicidio en ciertos casos como un acto de heroísmo? 

No hay cien filósofos y novelistas que lo han canonizado? 

- En efecto: la virtud y el crimen, el bien y el mal en un sistema materialista son palabras huecas que sólo pueden engañar a los menos avisados. La moral puramente filosófica es un absurdo: y aun admitiéndose la espiritualidad e inmortalidad del alma, si no se admite también la alternativa de un premio o de un castigo sempiternos, el absurdo queda en pie. 

- Ahora lo veo que entonces no lo veía, porque no me había tomado el trabajo de reflexionar acerca de estos grandes problemas. 

En esto interrumpió el episódico diálogo la llegada de Marcelina, linda y risueña como la fresca aurora de un hermoso día. Un vivo carmín encendió sus mejillas al ver en su casa al anciano párroco, y mientras le besaba la mano le interrogaba con sus miradas, ansiosa de conocer el éxito de su demanda; pero había tanta gravedad en los semblantes de los dos interlocutores que la tímida niña se quedó como asustada, y no pudo menos de pronosticarse un mal resultado. En extremo contrariada se fue a sentarse al otro lado del cestero quien le dijo: 

A punto llegas, hija mía, vas a saber cosas que te interesan y que me era forzoso revelarte algún día: sucesos en los cuales has tenido parte; pero de los cuales hace muchos años que no te acuerdas. Es un sacrificio del que no he de pedirte agradecimiento, porque ya ha sonado la hora de hacerlo, y es un deber de conciencia que nuestra respectiva situación exige. 

Después de estas solemnes palabras anudó el hilo de su narración prosiguiendo de esta manera. 

“Hacía más de tres horas que caminaba como uno de aquellos sentenciados jactanciosos que marchan al patíbulo con planta firme y acompasada. Había dejado la carretera, y seguía por caminos transversales, y evitando el tránsito por las poblaciones me dirigía al fatal precipicio como al único puerto de salvación. Descendía la rápida pendiente de una ladera, en un paraje solitario, cuando al volver un recodo me encuentro de improviso con un triste y repugnante espectáculo. Una mujer, pobremente vestida, yacía en medio 

del camino con el cráneo enteramente destrozado. Así va a estar dentro de pocas horas el mío, fue el primer pensamiento que me acudió mientras que por un movimiento maquinal cerraba los ojos y echaba hacia atrás la cabeza. 

Junto a la mujer había un lío de ropa, y un poco más allá, sentado en una piedra a la vera del camino, un hombre del campo que tenía en brazos y procuraba acallar a una hermosa niña de tres a cuatro años que deshecha en llanto repetía a gritos: Madre! madrecita mía! La curiosidad mezclada de lástima me indujo a hacer un alto y aprovechar aquella ocasión para descansar un rato. 

- Qué ha sido esto? pregunté al campesino. 

- No sabría decírselo, señor. Pasaba por aquí con otro compañero, y hemos visto a esta niña llorando a lágrima viva y agarrada a esta mujer ya difunta. Él se ha marchado luego al lugar más inmediato, que está a más de media hora, para dar parte a la justicia, y yo me he quedado guardando el cadáver y la niña. 

Era menester un corazón de tigre para dejarla abandonada. 

- Y no sospechas la causa? 

- Por estos carriles frescos y estas hojas esparcidas por el suelo, supongo que bajaba una carreta cargada de leña: el caballo se habrá espantado al volver el recodo, y echando por tierra a esa mujer la rueda le habrá pasado por encima 

de la cabeza. Esta joven habrá muerto sin tener tiempo de decir, Jesús! 

- Pero, y el bárbaro del carretero? 

- Habrá procurado ponerse en salvo. 

- Por qué no había de estar destinada para mí tal desgracia y perdonar a esta infeliz! exclamé interiormente. 

- Ay señor, exclamó el campesino, cómo se nos echa encima la muerte cuando menos pensamos en ella, y pobres de nosotros si nos coge en mal estado! 

Alcé los ojos y le miré fijamente como si fuesen aquellas palabras una reconvención que me dirigía. Me acerqué luego a la niña y haciéndole algunas caricias le dije: 

- Calla, pobrecita mía, calla. Cómo te llamas? 

- Madre, quiero a mi madre! repetía la infeliz criatura. 

- Marcelina. 

Este nombre me produjo un súbito estremecimiento. Me recordaba con demasiada viveza al autor de mis infortunios y retrocedí por instinto; pero dominando aquella impresión pueril y supersticiosa me acerqué de nuevo y continué preguntando a la niña. 

- Y tu madre cómo se llamaba? 

- Pepa. 

- Qué más? 

- No sé. 

- Y tu padre, ¿cómo se llama? dónde está? 

- En el cielo.

- Pobre huerfanita! con que tu padre también ha muerto? 

- No señor. 

- Pues quién es tu padre? 

- El buen Jesús. 

No sé explicar la impresión que me causó esta respuesta tan sencilla e ingenua. Entraba de nuevo en un mundo, en un hermoso país que también había recorrido yo en mi niñez, y aun en los primeros años de mi adolescencia. Trocábase en interés mi curiosidad, y seguí mis preguntas: 

- Sabrías decirme de qué pueblo eres? 

- No sé. 

- No tienes abuelos, ni tías, ni alguna hermanita? 

- No señor. 

- Y a tu padre le has visto alguna vez? 

- Sí señor. 

- Y en dónde? 

- En la iglesia. 

- Sí? y cómo le has visto? cómo estaba? 

- Así. Y la candorosa niña extendió sus bracitos en forma de cruz." 

Al llegar aquí asomaron dos lágrimas bajo los párpados del cestero. El enternecimiento estaba pintado también en el grave semblante del párroco, y Marcelina había prorrumpido en llanto, teniendo como un vago recuerdo, entreviendo como unos rasgos confusos de aquella patética escena, y no dudando ya de ser ella la niña de que se hablaba. 

Enjugóse los ojos el narrador y prosiguió su historia. 

"El interés que se había despertado en mi pecho empezaba a tomar un tinte más subido, y como la niña seguía en su destemplado lloro, procuraba yo también acallarla acariciándola con amorosos besos y pasando suavemente la mano por sus blondos rizos. El dolor ajeno comenzaba a hacerse lugar en mi pecho, y el mío propio sin yo conocerlo perdía algo de su intensidad y vehemencia. Aquellas lágrimas infantiles tenían como una fuerza magnética que hacía subir lentamente las mías de lo profundo de mis entrañas. Oh! decía entre mí, si al menos la suerte me hubiese reservado este consuelo! Si tuviese una niña como esta que llenase mi soledad, que compartiese mis gustos y mis pesares, que satisficiese esta necesidad de amar que tanto inquieta a mi burlado y vendido corazón! Si mi vida deshonrada y escarnecida pudiera ser siquiera de algún provecho a un pedazo de mis entrañas! si un vínculo de tierno afecto pudiese unirme a un solo viviente! Pero nada, nada! Despojado de todo, hasta del vulgar y común alivio que le queda al más miserable de los hombres. La tumba es mi único refugio, y hasta de tumba carecerán mis huesos. 

Sin embargo mi curiosidad se había clavado en el anzuelo de aquella inesperada catástrofe, y pregunté al campesino: 

- Y tú no sabes quién es esta mujer? cuál es su pueblo, su estado, su familia? 

- No señor. Recuerdo haberla visto por estas cercanías, a veces mendigando de pueblo en pueblo, a veces trabajando en el campo para ganarse el sustento. 

Por lo demás no sé nada, absolutamente nada. 

- Pues veamos si en ese lío encontramos algo que nos dé luz, el pasaporte por ejemplo. 

Y lo desaté: Allí no había más que un poco de ropa, y unas cuantas monedas de plata atadas en la punta de un pañuelo que envolvía un libro y unos papeles ligados con un bramante. Este miserable ajuar me revelaba la pobreza de su dueño, y sin embargo el libro parecía que estaba allí para trastornar mis conjeturas. Una mujer de la ínfima clase no era regular que supiese leer. Naturalmente lo primero que hice fue mirar qué documentos eran aquellos papeles. Santos cielos, cuál fue mi sorpresa! Eran cartas de las cuales faltaba el nema, no contenían más nombre que el de Pepita, ni más firma que una M; pero el carácter de la letra me explicaba más de lo que yo quería saber: era idéntico al de los borradores que yo había transcrito. Desde luego entreví un horrible misterio: la cólera me imprimía un movimiento convulsivo, y el papel temblaba en mis manos como una hoja de álamo azotada por la tempestad. Las dos o tres primeras cartas sobre las cuales pasé mi vista se reducían a vulgares requiebros, a expresiones de cajón, a protestas exageradas de eterna constancia, como las usa el taimado seductor que no ha logrado todavía el objeto de sus deseos. La que leí después era mucho más templada, pero también mucho más diabólica y artificiosa. Era tal su contenido que me ha quedado grabado en la memoria: tenía cerca de cuatro años y medio de fecha, y poco más o menos decía así: 

Mi inolvidable Pepita: ocupaciones imprescindibles me separan de tus brazos, pero tu imagen no se aparta de mi pensamiento. He recibido tu favorecida y por ella la importante noticia que me comunicas. Tal vez no sean más que aprensiones tuyas: el miedo abulta los fantasmas. En todo caso consulta al médico para que vea de arreglarlo de manera que no quedes perjudicada en tu buena opinión. No escatimes el dinero, que ya conoces la persona de toda mi confianza a quien puedes pedirlo. Sobre todo cuidado con que tus padres nada huelan, que serían capaces de echarte de un puntapié a la calle. 

Ten buen ánimo que después de la tempestad viene la bonanza, y dentro de algunos meses estaré de vuelta de Charleston; entre tanto no me olvides, a no ser que se te ofrecieran ventajas tan positivas que fuese para mí un deber imperioso el sacrificio de perderte. Tu felicidad primero que la mía. Tuyo de corazón, M. 

La indignación de mi pecho reventó como la llamarada de un volcán. Corrí a la niña y apretándola entre mis brazos exclamé en alta voz: Bien dijiste que no tenías más padre que el buen Jesús. Oh! Dos víctimas en un solo día! esto es demasiado. Y este hombre gozaba de una reputación sin tacha! Y este hombre disfruta de su criminal felicidad! Y este hombre ignora tal vez lo que son remordimientos! Es esta la justicia de Dios? 

- La justicia de Dios no se ejecuta siempre, ni se termina en la tierra, contestó sencillamente el campesino. 

- Con qué crees tú que en otra parte... 

- Pues no he de creerlo? Bien estaríamos los pobres y desamparados si no tuviésemos esperanzas de otra suerte más dichosa. Bueno andaría el mundo si los malos y poderosos no hubiesen de temer más que al rigor de las leyes, interpretadas y cumplidas por los hombres. 

- Y si uno sumergido en la miseria, perseguido, calumniado, abrumado de desgracias, se pegase... por ejemplo un tiro ¿crees tú que Dios no le perdonaría? 

- Dificilillo sería que tuviese tiempo de arrepentirse, y como Dios solamente perdona a los arrepentidos... 

Los sencillos al par que elocuentes razonamientos de este hombre que ningunas pretensiones de filósofo tenía, las candorosas expresiones de la niña, el aspecto de aquel cadáver lívido y repugnante, todo influía poderosamente en mi espíritu. Eran cosas naturales por cuyo medio la gracia del Altísimo lloviznaba, por decirlo así, sobre mi alma. En esta se verificaba una radical trasformación a cuyo gradual desenvolvimiento yo no atendía. Mi cuestión de vida o muerte empezaba a presentárseme con nuevas fases: empezaba a verla 

bajo un aspecto en que hasta entonces no la había considerado. La filosofía del mundo no me parecía ya tan concluyente. Las creencias de mi niñez retoñaban con instantáneo vigor y lozanía.

- Esta mujer, me decía a mí mismo, ha resuelto ya el gran problema (poblema en el original). Ha sido culpable delante de Dios, ¿estaría arrepentida de sus deslices? Cuál debe de ser ahora su suerte? cuál hubiera sido la mía? Y qué tienen que ver sus deslices con mis criminales intentos? 

Cual si oyese entonces una voz interior que me dijese como a San Agustín: toma y lee, cogí el libro. Era un Camino del cielo, pequeño volumen, harto conocido, en que no descuellan la novedad de las ideas, ni la profundidad de los conocimientos, ni la eminencia de los talentos literarios de su autor; pero en que las verdades religiosas están expuestas con precisión y claridad, con sencillez y energía. Abrilo a la ventura, y de sus hojas mugrientas parecían saltar las fatídicas palabras con que se designan las postrimerías del hombre. Centelleaban a mis ojos y parecíame que el cadáver me las pronunciaba al oído. Seguí leyendo un buen rato, y a medida que leía mi transformación se completaba. La lluvia divina iba arreciando. 

Observé que ciertas hojas estaban muy manoseadas, y deduje que la infeliz mujer se ocuparía bastante en su lectura lo que era un indicio de su arrepentimiento. Además reparé que dentro del libro estaban cuidadosamente guardadas las cédulas de comunión de los últimos años. Ah! dije para mí, cuánto más te valen ahora estos billetes que los de banco que tu opulento seductor tal vea te ofrecía! Pero observé más y fue que estas cédulas estaban precisamente en la página donde empieza la meditación sobre la primera palabra que pronunció Jesucristo en la cruz. Esta circunstancia fue para mí tan significativa que mis deducciones no se limitaban al valor de simples conjeturas. 

Ah! exclamé, esta mujer que ha sido burlada en su afecto, abandonada en su maternidad, olvidada en su deshonra, esta mujer que se ha visto reducida a mendigar un miserable sustento, esta mujer que oía y pronunciaba a todas horas un nombre que le recordaba al causador de su infortunio, esta mujer ha podido perdonarle. Cadáver que me has librado de serlo, yo no desperdiciaré el ejemplo que me propones: mi corazón de hombre no ha de ser menos fuerte que el de mujer que en tu seno latía. Yo también quiero perdonar para que Dios me perdone. 

Regresó por fin el que había acudido a participar la funesta ocurrencia a la autoridad inmediata, y con él vinieron el alcalde pedáneo y el escribano de un lugarejo, y algunos hombres con una escalera para llevarse el cadáver. Redobló la niña sus gritos y lamentos, y el tétrico aparato conmovió profundamente mis entrañas. Todos los circunstantes se mostraban silenciosos y recogidos, trasluciéndose en la gravedad de sus rostros la seriedad de sus pensamientos: de seguro todos ellos contemplaban aquel desfigurado cadáver y pensaban en la muerte bajo el punto de vista cristiano. Apenas empezó a examinarlo el alcalde cuando reconociendo su vestido exclamó: Quién había de decírselo! esta misma mañana me ha pedido limosna. 

- Y no conoce V. a esta joven, le pregunté, no sabe V. quién sea? 

- Ni sé quién es ni de dónde procede. Para mí tengo que no es natural de esta comarca. 

Terminado un breve interrogatorio en que el campesino y yo declaramos lo poco que sabíamos, o por mejor decir, conjeturábamos acerca de aquella desastrada muerte, dije al alcalde: Tome V. esas monedas que iban envueltas en un pañuelo suyo, y estas mías también para limosna de algunas misas en sufragio de su alma. 

- Y de la niña qué hacemos? dijo este volviéndose al escribano. Será preciso enviarla a algún lejano hospicio. 

- Esta niña corre por mi cuenta, dije yo. Desde ahora es mi hija adoptiva. 

- Y el nombre de V.? me preguntó el escribano. 

- Me quedé un momento parado y luego le di por respuesta: Ponga V. Julián Ramírez, artesano. 

El ex- comandante Arratia no había muerto suicidado; había sí desaparecido por completo de la escena del mundo.” 

El cestero pronunció sus últimas palabras entre los brazos de Marcelina, que se había levantado precipitadamente al oír las concisas frases con que en tan solemne momento había sido adoptada. Su filial cariño, su afectuoso carácter, su expansivo agradecimiento se revelaban en aquella explosión de ternura. Sosegada su repentina emoción continuó aquel: 

“La fúnebre comitiva se hallaba ya a punto de partir cuando el alcalde descubriéndose la cabeza empezó a rezar un Padre nuestro. Respondimos todos, y al pronunciar las palabras perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, por un movimiento espontáneo, por un acto instintivo, por un impulso irresistible cogí la niña y estampé un ardiente beso en sus húmedas mejillas. Desde entonces he reproducido todos los días esta misma acción, que a pesar de ser algo pueril y extraña, vierte sobre mi corazón como una especie de bálsamo, que no sólo cicatriza sus heridas sino que lo hinche (de henchir) y perfuma con un aroma delicioso. Al recibir en cambio el beso de Marcelina paréceme que siento el ósculo de una hija que adoro, juntamente con el de mi ángel custodio que me bendice. Este es el único momento en que me acuerdo de mis ofensores, pero es para perdonarles. 

No saben ellos los días de felicidad que me han proporcionado. 

He dicho que para esta había influido mi natural aversión a la ociosidad. En los hermosos días que subsiguieron a mi enlace me complacía en pasar largas horas al lado de la que había unido su suerte a la mía, y mientras ella elaboraba unos primorosos ramos de flores artificiales me empeñé en tejer unos canastillos donde colocarlos. He aquí las primeras nociones que adquirí de mi industria: quien hace un cesto hará ciento, dije para mí, y recorridos varios pueblos, me fijé en este donde juzgué que me sería lucrativo ejercerla. Aquí trabajo casi alegre y del todo tranquilo, y vivo de mis cestillas como el santo obispo cuyo nombre he usurpado." 

- Julián, que así proseguiré llamándote, le dijo el cura, de esta historia que acabas de referirme hay ciertos capítulos que pueden permanecer sepultados en perpetuo olvido; de otros es justo y necesario que se entere mi sobrino. 

En cuanto a mí has redoblado el afecto que te profeso, en cuanto a él estoy persuadido de que este inesperado descubrimiento ni ha de retraerle de sus laudables propósitos ni ha de frustrarle sus halagüeñas esperanzas; por lo mismo espero que volveré mañana a reiterar mi demanda. 

- Sin embargo, señor cura, V. comprende que a los ojos de aquellos a quienes he revelado mis secretos ya no soy el legítimo dueño de la mano de Marcelina. Ella es libre. 

- No, padre mío, no, repuso vivamente la doncella. Me adoptasteis por hija, y yo por padre os reclamo. Lo habéis sido cuando por tal os tenía, y lo sois ahora porque por tal os quiero. Si vuestra voluntad está reñida con el colmo de mis 

deseos, basta que digáis una palabra para que renuncie a todas mis esperanzas. Poseéis todo mi corazón y todo mi albedrío: primero mi filial obediencia que mi propia felicidad. 

El párroco admirado y el cestero enternecido exclamaron a un tiempo: 

Bendita seas, hija mía. 


IV. 

Hermosa fue la mañana del día siguiente: el sol, que esparcía sus resplandores al través de una atmósfera despejada, parecía iluminar también el corazón de Marcelina. Como las sombras de la noche se había desvanecido la sombra de tristeza ocasionada por tan extrañas revelaciones. Al escuchar el relato del trágico fin de aquella mujer desconocida, que era nada menos que su propia madre, con harto trabajo sofocaba Marcelina sus emociones dolorosas, y encerrada luego en su cuartito consagró a la memoria de la que le había llevado en su seno el tributo de lágrimas que hubiera querido derramar sobre su ignorada sepultura. Pero habiéndola conocido apenas, no conservando ni el más leve recuerdo de su fisonomía, siendo de tan remota fecha el suceso, mal podía esperarse que la espina se le clavase en el pecho y se le enconase la herida. Su mismo llanto le sirvió de bálsamo eficaz, y aun pudiera decirse que la aflicción venía precedida por el consuelo. Si desde su infancia carecía de materno regazo, no por esto durante su niñez le habían faltado caricias maternales. De padre y de madre le servía a la par el hombre que reunía el más diligente cuidado a la ternura más exquisita. Y viviendo este, y teniéndole a su lado, ¿cómo había de considerarse huérfana la que no experimentaba ninguna de las consecuencias de semejante desdicha? Qué le importaba que solamente fuese padre adoptivo, estando resuelta a mirarle siempre como a padre verdadero? Si no era el que le dio la naturaleza era el que le había deparado la Providencia divina, el que cumplía los oficios de tal con inviolable esmero, el que había aceptado este nombre para salvarla de una orfandad real y positiva. 

Marcelina le quería entrañablemente, y a fin de evitar que se entregase a las melancólicas ideas que pudiera suscitarle su rápida excursión a lo pasado, mostrábase con él más expansiva, más solícita, más afectuosa que nunca. 

Entreteníale con familiares coloquios, con infantiles preguntas, con chanzas inocentes, como si dispusiera aquel día de un fondo inagotable de curiosidad y de gracejo. Y para esto no tenía que hacerse la menor violencia, porque con las sonrisas de sus labios estaban de acuerdo los latidos de su corazón. Creía firmemente que pronto se vería colmada la medida de su gozo, se trocarían en seguridades sus amorosas inquietudes, y recibirían el sello de solemne aprobación sus castos afectos. Fiada en la promesa del buen sacerdote no dudaba que de un momento a otro le vería aparecer, y no ya solo sino acompañado. Ya no tendría que esperar detrás de la reja al que pronto encontraría libre y expedito el umbral de la casa. Esta primera visita, que exigen los deberes sociales, iba a ser la ceremonia preliminar de la que se cumpliría al pie de los altares. 

Pero ya el crepúsculo de la tarde tocaba a su término, y ni el párroco ni su sobrino comparecían, ni mandaban un recado, ni daban la menor señal de vida. Hacíase de noche en el hemisferio, y más de noche en el corazón de Marcelina. 

Su viva imaginación empezó por asirse a vanas escusas y pretextos; más pronto le faltó materia de qué fabricarlos, y el nivel de su expansivo júbilo fue bajando y bajando hasta que la dejó del todo callada y pensativa. En el límpido azul de su cielo no se acumulaban todavía densas nubes; sólo se extendía una ligera neblina bastante para empañar su brillo. 

No era menester una sagacidad muy exquisita para adivinar la razón de cambio tan visible, y, aunque de suyo no lo fuese, los instintos de su paternal afecto hacían del cestero un observador perspicaz e inteligente. Estaba acostumbrado a leer como en un libro abierto los pensamientos que se sucedían bajo de aquella frente, pura y tersa como una superficie de alabastro por hábil artífice pulimentada. Al ver abatida y mustia la flor que poco antes le traía embelesado con su frescura y lozanía, sintióse profundamente conmovido. Así como era comunicativo el contento, los pesares de su hija adoptiva tenían para él la cualidad de contagiosos. Acometido de tristes ideas, el silencio de la noche y el silencio de su hogar daban pábulo a siniestras cavilaciones. Sus recelos iban más allá que el mal humor de Marcelina. Esta conservaba aún intacta su fé en la abnegación, en la constancia, en el amor del que había aspirado a su mano: el cestero reconocía sus excelentes cualidades; pero no podía mirarle con los ojos de una doncella tiernamente enamorada. Esta creía que los obstáculos sólo sirven para allanados (ahora decimos: allanarlos); mas él sabía que a menudo sirven para que en ellos se tropiece. Si el párroco faltaba a su compromiso, y a su diaria costumbre el sobrino, qué más vehementes indicios de una mudanza que tantas lágrimas iba a costar a los ojos de Marcelina? Y él, que las hubiera derramado de sangre para libertarla del menor disgusto, no tener medio alguno de conjurar ese formidable peligro! Su Marcelina, su bella Marcelina, el encanto de sus ojos, el ídolo de su corazón, pasar por las humillaciones de un desaire, sufrir los rigores de un desvío! Hete aquí, se decía, el fruto amargo de mis revelaciones: de este paso que la delicadeza me prohibía eludir y las circunstancias no me dejaban ya el arbitrio de aplazar. Y yo que creía haberme quitado un peso de encima y respirar con más desahogo! Ah! también encuentran asilo en ese rincón de la tierra las opiniones del mundo. Cosa de tan poca monta ha de ser la nobleza del alma? Las virtudes cristianas, el amor al trabajo, la discreción, la belleza son los timbres de Marcelina, ¿y tan hermosos timbres han de ser menospreciados por atravesarlos una barra de bastardía? 

Fácil es de imaginar lo que sucedería durante el curso del día inmediato, cuyas lentas horas pasadas con febril impaciencia terminaban con igual desengaño. Los dos actores de este drama sin peripecias callaban y sufrían, o hablaban de cualquier cosa menos de aquella en que tenían clavado el pensamiento. El uno esperaba todavía un feliz desenlace, el otro miraba estas esperanzas como postreros latidos de un corazón moribundo. 

Al cerrar la noche del tercer día el cestero no abrigaba ya la menor duda respecto a la verdad de sus presentimientos. Sentado entre mimbres y cañas se dedicaba a sus ordinarias tareas a fin de disimular algún tanto la postración de su espíritu; pero Marcelina persistía en su obstinada lucha, prefiriendo las agitaciones del combate a la paz de los sepulcros. Se le resistía el desprenderse de sus últimas esperanzas, por más que tuviesen toda la traza de quiméricas ilusiones. Era como el náufrago que no quiere convencerse de la ineficacia de sus esfuerzos, ni de la inutilidad del madero a que se mantiene aferrado. 

La inquietud de su alma se traducía en el desasosiego de su cuerpo. Iba y venía, sentábase y levantábase otra vez, tomaba su labor y la dejaba, abría la reja, asomaba su cabeza, y escuchaba: escuchaba como si percibiera lejano rumor de pasos, y no los oía, o si por ventura los oía no eran aquellos que podrían haber calmado su excitación nerviosa. 

Cual un magnífico florón de plata resplandecía la luna en lo alto del turquesado hemisferio, y en sus bordes oscilaban las estrellas como lentejuelas sembradas en la cenefa de rico manto. La tenue claridad se extendía sobre aquel espacioso valle a manera de gasa trasparente, envolviendo en pintoresco desorden así los blancos muros de rústicas viviendas como las negras masas de árboles copudos. Mezclábase el aroma de las plantas silvestres con el de las flores cultivadas, y al chirrido de los insectos ocultos en la yerba el blando murmullo de los arroyos que en mansa corriente se deslizaban. Los pájaros en sus nidos, las ranas en sus estanques turbaban a intervalos el silencio de la noche, y con más frecuencia lo turbaba el susurro de las verdes cañas doblegándose al impulso de las brisas. Con cuánto deleite solía escuchar Marcelina estos rumores cuando servían de armónico acompañamiento a las suaves melodías de su nocturno coloquio! Y ahora le parecían tétricos y enojosos. Nada le decía al corazón el espectáculo que parecía contemplar absorta: la soledad había perdido para ella sus encantos: habíase transformado en árido yermo el vergel florido. 

Cediendo a los impulsos de súbito despecho cerró el postigo de la reja, volvióse a su asiento, y rompiendo en lágrimas exclamó: 

- No es verdad, padre mío, que parecía imposible que esto sucediera? 

- Hija querida, el dolor y la muerte son como enemigos astutos que se ponen en acecho y sorprenden a los descuidados. Nadie se ve libre de caer en sus emboscadas; pero si la última está segura de su triunfo, del otro podemos rechazar las embestidas. 

- Y de dónde ha de sacar valor mi pecho desfallecido? 

- De una santa resignación a los inescrutables juicios del cielo, y además ¿ninguno existe ya en la tierra que si no puede consolarte, no pueda al menos llorar contigo? 

- Ah padre! vos me dais todo vuestro amor, y yo he permitido que os robasen una parte del mío. No soy digna de llamarme hija vuestra. 

- Marcelina! 

- Si no os fuese deudora de tantos beneficios me atrevería a suplicaros... 

- Y qué puedes pedirme que gustoso no te conceda? 

- Que salgamos de Cañaverales, que nos vayamos cuanto antes a vivir en otro pueblo. 

- Dios eterno! abandonar este asilo? 

- Y dónde no seremos felices viviendo el uno para el otro? 

Mi corazón se halla gravemente enfermo: su único remedio consiste en la mudanza de aires. 

- Sin embargo yo sé de un médico...  

- Por piedad no me lo nombréis. 

- Tanto le aborreces? 

- Porque le amo, porque si mi pasión le acusa, mi razón tiene que absolverle. 

- De qué pues te lamentas? 

- No de su ingratitud sino de mi desdicha. No es él sino yo quien ha cambiado. Acaso merece una triste huérfana la suerte preparada a una hija vuestra? 

- Y por ventura has dejado ya de serlo? 

- A vuestros ojos no, ni tampoco a los míos. Pero ¿cómo podría permanecer oculta la verdad debiendo hacerla constar en públicos documentos? Para encubrir mejor el secreto de mi cuna, reprime sin duda las ansias más vivas de su pecho. Y no debo agradecerle este sacrificio? 

- Que es el de tu felicidad. 

- Cuando la pierdo es cuando mayor y más envidiable se presenta a mi vista. Qué risueño porvenir me forjaban mis pensamientos! Y es preciso olvidarlo todo, es preciso destruir esta imagen hermosa que llevo grabada en mi corazón, y cómo conseguirlo expuesta cada día a que se introduzca de nuevo por mis ojos? Cómo han de calmarse mis dolores expuesta cada día a que se refresquen mis llagas? Ojalá pudiera despertarse en mi pecho un sentimiento repulsivo! ojalá 

pudiese encontrar justa la acusación de ingrato y veleidoso; ojalá pudiese aborrecerle como mujer, y perdonarle como cristiana! Pero amarle aún, y verle, y verle quizás al lado de otra que ocupará el puesto que yo apetecía, que ceñirá la corona que yo ambicionaba...! Ah! es preciso alejarnos de estos sitios, es preciso hacerlo a toda costa. 

- Tranquilízate, hija mía. Cañaverales no es más que mi patria adoptiva. Libremente la escogí, tristemente la dejaré; pero mi patria, mi querida patria será cualquier punto donde vea renacer en tu semblante los colores de la alegría. 

Hermoso es este país, gratas me son sus costumbres, lisonjeros sus recuerdos, simpáticos sus moradores; pero mi predilección a ese pueblo muy lejos está de sobreponerse a mi paternal cariño. Heme aquí dispuesto a coger de nuevo el báculo de peregrino; mas nunca convienen las resoluciones precipitadas, y la vehemencia del dolor es mala consejera. Cuando nos agobian las tribulaciones su mismo peso nos dobla cabeza y nos hace mirar la tierra, y no es de aquí de 

donde ha de venirnos el consuelo. Para buscarlo es menester levantar los ojos. Sabes lo que he pensado? Trae el librito que fue de tu madre, el camino del cielo: me leerás un ratito, y quizá nos proporcione alguna inspiración saludable, o cuando menos lograrás distraerte un poco y torcer el rumbo a tus tristes pensamientos. 

Hízolo en efecto la joven, y abriendo después el libro a la ventura empezó la meditación sobre la agonía de Jesucristo en el huerto. Aquellas sencillas frases penetraban en su espíritu como un celeste rocío; mas no estorbaban que sus afectos meramente humanos se abriesen paso al través de sus emociones religiosas. Su imaginación volaba de Getsemaní a Cañaverales, encontraba puntos de semejanza, y trazaba rápidamente un paralelo de situaciones, que sólo pudiera disculparse por la febril oscilación producida en tan críticos momentos. También ella estaba sufriendo una cruel agonía, también la cercaban el tedio de la soledad y las tinieblas de la noche, también se le representaba el porvenir con los colores más tétricos y sombríos. También ella gemía abandonada, y cedía al desmayo, y se hallaba a punto de prorrumpir en aquella sublime exclamación: Triste está mi alma hasta la muerte. Pero de esta misma comparación, aunque poco respetuosa, venía sacando por grados el refrigerio de sus pasiones y el lenitivo de sus pesares. Proseguía en su lectura, y parándose de repente depuso el libro en su falda, volvió los ojos al cestero, y con el acento de la conformidad cristiana repitió las ideas que acababa de leer diciendo: Padre mío, también es amargo mi cáliz; pero no se haga mi voluntad sino la vuestra. 

El buen anciano tiernamente conmovido iba a responder; pero sintió que las lágrimas se le venían a los ojos, que se le anudaba la garganta, y sólo pudo decir con apagado acento: continúa, hija mía. 

Y ella continuó, y al llegar al pasaje del ángel aparecido a Jesucristo, se abrió de improviso la puerta, y por ella penetraron el cura y su sobrino. 

Marcelina se quedó parada y enmudecida: el más vivo carmín teñía sus mejillas, agitaba su pecho un estremecimiento de sorpresa y de alegría, y mientras que el cestero saludaba al párroco y le arrimaba un asiento, se aproximó el otro a la joven y en voz muy queda le dijo: Qué largos me han parecido esos tres días! 

Fijo en él sus vivaces ojos Marcelina con una mirada que pudiera traducirse diciendo: Pues si a ti te han parecido largos, qué es lo que a mí me habrá sucedido? 

Pero este conato de conversación, para la cual había tela cortada y no poca, se quedó en suspenso a la voz del párroco que decía: 

- Maese Julián, todo está arreglado. Te di palabra de volver para el asunto consabido, y ahí me tienes con este buen mozo, que esas últimas noches se hallaba en ascuas por haberle mandado yo que no saliera de casa. Te dije que sería el día siguiente; pero no hay que tomar las cosas tan al pie de la letra. Reflexionándolo mejor quise prepararos una agradable sorpresa. Escribí al Provisor eclesiástico, que es amigo mío, y tengo ya en mi poder los papeles que hacían al caso. Están llenados todos los requisitos y las amonestaciones dispensadas. Con que, ya no queda más sino lavar y aplanchar el roquete para el día que mejor os viniere a cuento. 

- Mi buen tío me ha dicho, añadió el sobrino dirigiéndose al cestero, que por extraños sucesos, cuya historia no me ha referido, no sois más que el tutor de una huérfana, que es la joven a quien he consagrado mi corazón, y de cuyos labios pende la fortuna de mi vida. Conozco demasiado vuestra honradez y vuestra probidad para que me inquiete el más mínimo deseo de adivinar cuál haya sido el motivo de unas apariencias que seguirán siendo las mismas para todo el pueblo. En cuanto a mí, ni vos ni Marcelina habéis cambiado. Ahora y siempre os reconoceré como a mi suegro verdadero. 

Cual más cual menos los cuatro allí reunidos tomaron parte en esta conversación, que muy pronto, cual era de esperar, quedó partida en dos diálogos simultáneos y distintos, uno en voz alta, otro apenas perceptible, el primero de cosas triviales e indiferentes, el segundo lleno de interés, de animación y de atractivo. 

Transcurrido un par de meses, en la parroquial iglesia de Cañaverales el reverendo cura unía en legítimo consorcio a su sobrino con la interesante joven de cuyas virtudes y hermosura se había prendado. Lágrimas de contento surcaban el rostro del venerable anciano, y no eran menos gratas las vivas emociones que experimentaba el buen cestero cuando vino de improviso a turbarlas el malhadado, pero inevitable recuerdo del momento en que fue principal actor de semejante ceremonia. Mas clavando sus ojos en el semblante de Marcelina era tan puro e inefable el gozo que traslucía al través de su virginal modestia, que esta sola mirada bastó para disipar la nube sombría devolviendo la calma a su corazón y la serenidad a su frente. Su sol se había traspuesto en la tormenta, su felicidad había concluido de una manera sobrado amarga; pero la paternidad, el amor en cualquiera de sus puras acepciones hace propia la felicidad ajena. Veía brillar a Marcelina cual lucero de la tarde en su vespertino horizonte, y era tan sosegado y apacible el porvenir que en su humilde condición descubría, sentíase tan rejuvenecido y animado para el trabajo, que al dormirse Julián Ramírez entre mimbres y cañas no hubiera querido despertarse nuevo Arratia con el sueldo y entorchados de general. 

Por lo demás poco resta que decir de estas bodas, y es que en el ajuar de la novia lo que principalmente admiraban sus amigas era un lindo canastillo en que Maese Julián había apurado toda la habilidad de sus manos, todos los primores del arte, todos los recursos de su inventiva. Era su obra maestra: en él se veía sobre unos pañuelos curiosamente plegados y más blancos que la nieve, un libro cuyas hojas mugrientas, rotas o manchadas formaban el más extraño contraste con su rica y flamante encuadernación de terciopelo carmesí con adornos y corchetes de plata. Al deponerlo allí el cestero había dicho a los novios: 

Hijos míos, he aquí un libro que encierra grandes e instructivos recuerdos: os lo entrego como una de aquellas preciosas alhajas que se trasmiten de generación en generación. 

A él debo mi paz y mi ventura; la paz y la ventura que el mundo no podía darme. Guardadlo, pero también leedlo: y nunca os apartéis del camino que trazan sus piadosas máximas y saludables consejos. 

V.

Desde que las oraciones y simbólicos ritos de la Iglesia santificaron al pie de los altares el recíproco afecto de Marcelina y su novio, transcurrido había más de un año todo compuesto de apacibles y risueños días. El amor los iluminaba, como un sol parado en lo alto de su esfera, y ni la más leve nubecilla flotaba en la deliciosa atmósfera que envolvía el corazón de ambos consortes, quienes, echada ya el áncora en abrigado puerto, no se inquietaban por emprender nuevos rumbos ni abrir nuevos horizontes a quiméricos deseos. La realidad no desmentía esta vez los pronósticos de la esperanza, y satisfechos con el género de felicidad que les deparaba el cielo, mostrábansele agradecidos sin quejarse de su moderación ni cansarse de su monotonía. Con una vida trazada a compás gozábanse en las reiteradas emociones de su plácida existencia, sin pedirles nunca ni un gusto más variado ni un sabor más exquisito. Desnudos de ambición y de envidia tenían por lo mejor lo que estaba al alcance de su mano, y así el buen humor, la paz y el contentamiento moraban en sus hogares, no como huéspedes de un día sino a guisa de dueños que se han establecido autorizados por legítimo posesorio. La expansión de su recíproca ternura, la sencillez de sus costumbres patriarcales, las comodidades que les permitía su mediana fortuna hacían de su doméstico recinto un Edén envidiable por más que vulgar y plebeyo. Digno de Cañaverales era este matrimonio. La sanidad del cuerpo y del alma venía a ser el puro manantial de que brotaba su dicha: porque si bien puede decirse que en el mundo la dicha es una excepción, no es que sean excepcionales los medios de conseguirla. 

De la serenidad y dulcedumbre de esta atmósfera moral, confortadora y saludable como la que materialmente les circuía, participaba el buen cestero en cuyos labios, por decirlo así, se reflejaban una por una las sonrisas de sus queridos hijos. Dábales este nombre, y fuera ser por demás quisquillosos disputándole este derecho. Qué suma de tiernos cuidados y amorosos desvelos no había expendido para obtenerlo! Sin embargo alguna que otra vez le acometían ciertas ideas que procuraba ahuyentar como a satánicas tentaciones, y de las cuales no triunfaba siempre con la prontitud que hubiera querido. Quedábale un poco magullado el corazón, y su principal empeño consistía entonces en no dejar traslucir en el rostro sus accesos de pasajera melancolía. 

El amor filial que desde el principio le manifestó la hija de su adopción había sido el alma de su nueva existencia, el bálsamo inesperado que de una manera casi milagrosa curó sus profundas heridas, dejándoselas al fin tan perfectamente cerradas que hasta las cicatrices parecían haber desaparecido. Las tiernas efusiones de este amor acendrado y expansivo fueron para él la losa de blanco mármol que cubría el sepulcro de su pasado, al mismo tiempo que el marmóreo zócalo sobre el cual iba labrando su porvenir. Acostumbrado a no mirarlas solamente como a natural recompensa de sus paternales sentimientos, les daba el valor de una compensación providencial a que le hacía acreedor la 

grandeza misma de sus pasadas amarguras. Con este amor había construido su dicha, de él había formado su gloria, en él había concentrado sus postrimeras delicias, y este amor de que largos años había disfrutado por entero, sin restricción ni cortapisa alguna, hallábase ya dividido por las imperiosas leyes del deber y de la naturaleza. Tenía a su lado quien de él participaba con no menos razón y más incontrastable derecho, quien lo fomentaba con más tiernos agasajos, quien de él recibía más calurosas demostraciones. Estimulado por esa levadura de egoísmo, que se mezcla siempre aun en los afectos más generosos, sentía una especie de celos, como si no fuera suficiente el corazón de Marcelina para amar a los dos con extremado ahínco. La juventud, las prendas personales, y hasta el cariño mismo que profesaba a su yerno daban pábulo a sus cavilosas inquietudes. Y en efecto, cuanto más él le quería tanto más digno de ser querido le proclamaba. Por otra parte, ¿cómo conservar el antiguo prestigio a la seriedad de sus afectos puesta en competencia con la solicitud y ternura de un esposo apasionado? 

¿Cómo desentenderse del visible contraste que ofrecían sus cabellos ya canosos con los bríos y juveniles atractivos de su afortunado concurrente?

No era que recelase la indiferencia, ni la frialdad, ni siquiera algo de tibieza en el amor de Marcelina; lo que temía era perder la supremacía después de haber perdido el privilegio exclusivo. 

Muerto para sus antiguos conocidos, deshonrado por su pérfida compañera, desterrado de su nativo suelo, sin deudos, sin familia y hasta sin nombre propio, maese Julián soportó con varonil entereza la abrumadora carga de sus infortunios; pero a todo esto se allegaba ahora el haber quitado su más intrínseca fuerza al vínculo que en su completo aislamiento le sostenía. Revelado el secreto de su nacimiento sabía ya Marcelina que no era más que una pobre huérfana, que debía a un arranque de caridad entusiasmada lo que hasta entonces creyó deber a las exigencias mismas de la naturaleza. Roto en su concepto el lazo de sangre, no le quedaban más que los lazos de la gratitud y de la costumbre. ¿Y podía hacerse este cambio sin que le resultase una pérdida sensible? Podía exigir ya como dispensador de protección y amparo lo que había recibido como dador del ser y de la vida? ¿Podía la hija de su adopción ser idéntica a la que se había creído hija de sus entrañas? Su respectiva situación era muy diferente en la realidad de las ideas, por más que permaneciese exactamente la misma en la realidad de los hechos. Y ¿no era tanto más de recelar la influencia del fatal secreto, cuando su descubrimiento coincidía cabalmente con la consagración de nuevos y más afectuosos deberes? Al lado del esposo auténtico, qué representaba, qué era el padre putativo? Reconocida la ilegitimidad de su título jerárquico, parecíale al buen cestero que la abundante cosecha de amor que hasta entonces había recogido con visos de justicia, no debía esperarla sino como por vía de agradecimiento. En su imaginación se transformaba casi en don gratuito lo que había sido una deuda sagrada: menoscabo ideal que ningún signo exterior traducía, y que era sin embargo la piedra angular de sus metafísicas y alambicadas reflexiones. 

Pero afortunadamente en medio de estas filigranas de sentimentalismo no se le había ocurrido nunca la posibilidad de vulgares o extraordinarios sucesos que arrancasen de su lado a Marcelina. Parecíale estar gozando de su consoladora presencia por un derecho de prescripción indestructible. En sus previsiones del porvenir, en la serie de conjeturas que elaboraba su fantasía, no se le presentaba más que un solo evento, no temía más que a la muerte, a esta gran trastornadora de los planes de felicidad más ingeniosamente combinados. Y aun así, según el curso natural de las cosas, él debía partir el primero, él debía ser el llorado. Entre los dos podía interponerse el filo de la terrible guadaña, mas no una faja de terreno cualquiera. Si discurriendo acerca de lo inestables y caedizas que son las dichas humanas hubiese entrevisto la contingencia de una separación, si le hubiera salteado un vago y efímero presentimiento, esto sólo le hubiera traído en continua zozobra: porque en verdad, el día en que hubiese llegado a verificarse, únicamente podría ser comparado en desolación y amargura al día en que encontró a la pobre huérfana destituida de todo amparo. 

Instalado con sus queridos hijos en una cómoda y espaciosa casa, situada en uno de los más risueños puntos de la población, el buen cestero no llevaba ya con toda propiedad este nombre, pues que las instancias de su yerno, a quien seguiremos llamando así, le habían hecho dejar la práctica de su mecánico oficio. Sólo para evitar la ociosidad o en obsequio de sus amigos, se entretenía a ratos volviendo a sus antiguas ocupaciones, y sus primorosos canastillos eran regalos en que el mérito del trabajo no desdecía del buen afecto que los había inspirado. En la época en que anudamos el hilo de nuestra narración le traía más que nunca atareado el próximo fin y remate de una obra que iba a ser el non plus ultra de su habilidad y de su inventiva. Era una cuna de blancos y delgados mimbres, con tal variedad y destreza entretejidos, que pudiera servir para el nacimiento de un primogénito de ilustre alcurnia. Pero en concepto de maese Julián, quién podía merecerla mejor que la tierna criatura que estaba a punto de aparecer en el umbral de la vida? Marcelina se hallaba en los postrimeros días de su embarazo. Los primeros vagidos del niño, las primeras caricias de la madre iban a convertir en transportes de júbilo la sosegada corriente de su franca alegría. 

Este era, como es natural que fuese, el tema ordinario de sus conversaciones; pero una tarde vino a darles diferente giro un suceso vulgar que en un pueblo como el de Cañaverales tenía ciertos visos de fenomenal y prodigioso. 

Retenido en su habitación a causa de una ligera oftalmía, que le obligaba a llevar una visera de tafetán verde sobre los ojos y a no permitir que entrase mucha luz por las rendijas de las ventanas, escuchaba maese Julián el argentino timbre de la voz de Marcelina, con la misma estática atención de un aficionado que escucha los melodiosos gorjeos de su canario favorito. Contábale ella que sobre las diez de la mañana había parado en frente de la iglesia un coche de camino, que de él había bajado un caballero de bizarro porte y elevada estatura, que traía este un sombrero de jipijapa y un frac azul con botones dorados, que había repartido entre los chiquillos un puñado de monedas, y eso que no serían todas de cobre, pues que el hijo de la tía Antonia le había enseñado un real de plata reluciente y nuevecito. Sabíase que después de tomar un bocado en la hostería preguntó por el alcalde, y se le vio con este y el secretario dirigirse a la casa de Ayuntamiento. Al parecer, cosa que extrañaba muchísimo la boticaria cuyo marido era uno de los más celosos concejales, no se había citado a cabildo; pero sí a cuatro o cinco de las personas más ricas del pueblo, que habían acudido allí y confabulado todos juntos por espacio de más de tres cuartos de hora. Sin duda esta conferencia, cuyo objeto y resultados eran todavía un secreto, versaría sobre algún asunto de grave importancia, puesto que nada había podido rastrearse por más que sonsacasen al tío Momia, que así llamaban al alguacil por su incorrupta severidad y apergaminada fisonomía. Por demás era preguntar: cuál sería este misterioso asunto? 

¿Quién sería aquel misterioso personaje? 

En Cañaverales todo el mundo estaba en expectativa, y cada uno echaba a volar conjeturas como quien tira piedras al aire para dar con alguna en el hito. 

Maese Julián, a quien poco interesaba lo que fuera de sus hogares acontecía, sin tomarse la molestia de discurrir por su propia cuenta, seguía escuchando con infantil complacencia la deliciosa charla de su hija adoptiva, cuando vio que entraba acompañado de su yerno un caballero que a no dudarlo era el mismo de quien estaban hablando. La súbita aparición de un ser del otro mundo no le hubiera producido un sobresalto más violento y congojoso. A no tener la conciencia tan limpia como la tenía repitiéramos aquí la manoseada comparación del espectro de Banquo. Vendrá por mí? vendrá por Marcelina? Este problema se le presentó desde luego con toda su precisión y perturbadora trascendencia, y como el último extremo era el que más le amedrentaba era también el que por más probable tenía. Pendiente de un hilo estaba sobre su cabeza la espada de Damocles

- He sabido su indisposición, de la que me alegraré mucho quede V. pronto restablecido, dijo después de saludar con toda cortesía el recién llegado forastero, y me he tomado la libertad de venir aquí para tratar de un asunto que a todos interesa. 

Maese Julián no se atrevía a pronunciar una palabra. 

Felizmente un poco de carraspera modificaba el sonido de su voz, y mientras se esforzaba en reponerse de su agitación y sorpresa, respondió al forastero con un movimiento de cabeza, y con la mano le indicó que tomara asiento. 

A pesar de la curiosidad femenina comprendió la discreta joven que estaba allí de sobra, y levantándose dijo: Con permiso de este caballero voy a dar una vueltecita por el jardín ahora que está el sol tan hermoso. 

- Vete en paz, hija mía. 

- Es hija de V.? Preciosa muchacha! Exclamó el caballero, que había permanecido fiel a su costumbre de echar una ojeada a todas las hijas de Eva que a tiro se le ponían. Bien se puede cumplimentar a V. por ser padre de esta joven, que será de fijo un tesoro de bondad como lo es de hermosura. 

- Este cumplimiento... Será verdadera ignorancia? Será calculada estratagema? Será punzante ironía? preguntábase a sí mismo el ex-cestero. 

- También puedo yo marcharme, dijo el esposo de Marcelina, y volviéndose al forastero añadió: He dicho a V. mi última resolución. Haré en todo y para todo lo que el suegro me aconseje. Tengo en él una confianza ilimitada porque él comprende las cosas mejor que nosotros pobres labriegos. Si me dice: anda, iré; si me dice: estate acá, me quedaré, y estoy bien persuadido de que los demás harán todos lo mismo. 

- Qué será esto, Dios mío! qué será esto? decíase el acongojado cestero, que se figuraba ver una batería de cuarenta cañones asestada contra el modesto edificio de su tranquila felicidad. 

- Nos han dejado solos y no había para qué. Vamos pues a la cuestión sin preliminares ni rodeos. Hablaré a V. francamente y espero que V. usará de igual franqueza conmigo. 

Temblábanle a maese Julián las carnes, y sólo su varonil esfuerzo podía contener los apresurados latidos de su pecho. 

- Ante todo una sencilla pregunta, continuó su interlocutor. Tiene V. contraídos empeños con la oposición? 

- No comprendo... Si V. no se explica... balbuceó el cestero que se hallaba a cien leguas de la cuestión misteriosa que tanta alarma había metido en el pacífico vecindario de Cañaverales. 

- V. sabe, es imposible que V. no sepa que en este distrito se ha de proceder a nuevas elecciones. Admitida la renuncia del diputado que lo representaba, la oposición aspira con decidido empeño a llenar esta vacante. Ha reclutado fuerzas entre los descontentos de todos los partidos, ha formado una coalición monstruosa, y es indecible la actividad que reina en los colegios electorales. 

Las cartas de recomendación, los agentes, los amaños, las intrigas se cruzan en todas direcciones. El gobierno no puede dormirse en las pajas. Dentro del círculo de sus atribuciones debe poner, y pondrá, todos los medios legales para no ser sorprendido. Este es un caso de legítima defensa. La oposición envalentonada por la apatía de los hombres de sanas intenciones, trata nada menos que de echar mano de D. Abundio Parladér, de este hombre funesto que, es preciso confesarlo, serviría por sí solo de considerable refuerzo a la minoría. 

A mí no me ciegan las pasiones políticas: reconozco que Parladér es uno de los oradores que están en primera línea, pero convenga V. conmigo en que el verdadero criterio de la elocuencia es la bondad de las doctrinas, y en que la mayor parte de veces son preferibles a esas eminencias parlamentarías hombres de cualidades no tan relevantes, pero que quizás les sobrepujan en desinterés y patriotismo. 

- Me parece que no anda V. muy descaminado, dijo el ex-cestero, comprendiendo que la pausa de su interlocutor era lo mismo que exigirle una contestación cualquiera. 

- Ahora bien, prosiguió el otro. El gobierno no puede seguir mirando con la indiferencia con que hasta el presente lo ha visto, la inercia y dejadez de un pueblo tan honrado y laborioso como el de Cañaverales. En situaciones tan críticas como las que atravesamos, todos debemos concurrir a la salvación de la patria común. Descontando a uno que según mis noticias está paralítico, y a otro que pasa de octogenario, Cañaverales contiene en su recinto diez electores disponibles que pueden reforzar con diez votos la candidatura del ministerio. Este es el objeto de la misión que desempeño.   

- Pero, qué tengo yo que ver con esto? Yo no soy más que un artesano... retirado del oficio si tanto se quiere, no tengo rentas, no tengo voto... 

- Tiene V. diez. No lo ha oído V. mismo de boca de su yerno? Reconozco en la modestia de V. las bellísimas cualidades de que me han hablado el alcalde, el secretario y algunos de los mayores contribuyentes. Por su rectitud de corazón y de inteligencia goza V. de un influjo tan poderoso como justamente merecido, y el ministerio tendrá una especial satisfacción en que los sentimientos de V. no le sean hostiles. 

- Si hablará tanto el mismo Parladér! dijo para sí maese Julián, que veía disiparse poco a poco la nube de sus sombríos recelos.

- A mí no me parece mal, continuó el forastero, la irresolución de estos honrados electores. Proceden de buena fé. Como poco versados en estas materias no se atreven a decidirse por sí solos; pero están unánimes en hacer lo que V. les aconseje, en dar su voto a quien V. les designe. 

- En este caso no votarán. 

- A Parladér? 

- Ni a nadie. 

- Cómo? exclamó el caballero levantándose de golpe cual si fuera movido por un resorte; mas templando la voz y sentándose de nuevo continuó. Y V. que conoce el valor de este precioso derecho...? 

- Si es un derecho se puede renunciar a su ejercicio. 

- Es que también es un deber. 

- Si fuese un deber... si lo fuese...

- Qué? 

- Pediríamos que se nos suprimiese el derecho. Perdonaríamos el bollo por el coscorrón.  

Vacilando entre la irritación y el asombro miróle el forastero de hito en hito, y con énfasis desdeñoso le dijo: Es usted absolutista? 

- He aquí una pregunta en mi pobre concepto muy extraña al objeto de su misión. Soy un súbdito leal y sumiso al gobierno de la Reina, cuyos actos respeto sin juzgarlos, y cuyas órdenes cumplo sin discutirlas. 

- Pero señor, tiene V. corazón para desperdiciar esta favorable coyuntura de proporcionar a su pueblo los bienes materiales de que carece? 

- No siendo a costa de algún bien moral... 

- V. debe de saberlo. La carretera está intransitable. Algo más, es sumamente peligrosa. No sólo he llegado aquí con los huesos molidos sino que hemos estado a pique de volcar diez veces. 

- En efecto no es camino para coches. 

- Pues bien, vótese la candidatura del gobierno y la carretera se construirá. 

- Date et dabitur vobis. No es eso? Yo no he estudiado en Salamanca ni mucho menos; pero se me figura que cuando los gobiernos conocen las necesidades de los pueblos no deben esperar a venderles el remedio a guisa de boticarios: 

fuera de que si se hubiese de dar cumplimiento a todas las promesas de los candidatos ministeriales algo desahogado tendría que estar el Tesoro. 

- Aquí no se trata del Gobierno, aquí se trata de mí. Yo soy quien responde de mi palabra. He dicho que con V. sería franco, voy pues a ser más explícito. Merced a mi actividad incansable y al buen éxito de importantes especulaciones me encuentro dueño de un caudalejo bastante lucido. En mis mocedades disfruté largamente de los placeres de la vida, he corrido muchas tierras, he visto mucho mundo; pero he conservado una reputación sin mancilla, y nada me queda que desear más que una posición ventajosa que corone mis afanes. La ambición es la más noble de las pasiones si no la más bella de las virtudes. Tengo el apoyo del ministerio y espero sentarme en los escaños del Congreso. Para ello no he de regatear el dinero. Quieren Vds. una sólida y hermosa carretera? Prefieren un puente en el barranco llamado de la encina quemada? Se hará la carretera: se hará el puente. Porque... aquí, inter nos, yo necesito salir con mis pretensiones. Estoy a punto de dar la mano a una señorita tan notable por su belleza como por su ilustre nacimiento. 

- De veras? exclamó el cestero cuyos tristes recuerdos excitaba aquella inesperada confidencia. 

- Pues qué tiene eso de extraño? repuso el otro, dejando entrever en su tono un ligero matiz de resentimiento. 

- La fortuna le sonríe a V.; pero no puedo tener el gusto de coadyuvar a la realización de sus proyectos. 

- Y no me diría V. en qué funda este sistema de absoluto retraimiento? Porque eso tiene visos de... 

- Perdone V. mi sistema, si es que lo sea, se limita a Cañaverales. Por un beneficio especial de la Divina Providencia, otros dirían por un efecto de su situación topográfica, este pueblo no conoce las rencillas y enemistades, hijas de las discordias pasadas y de la permanente diversidad de opiniones. Aquí no hay bandos opuestos, ni adversarios políticos. Aquí somos incoloros. Tan difícil le sería a V. encontrar blancos o negros, como lo hubiera sido al mismo Justiniano encontrar verdes o azules. Si hoy votasen todos a Pedro, mañana unos votarían a Juan y otros a Diego, y adiós la perfecta armonía con que hasta ahora hemos vivido. Hay teorías que enseñan la conveniencia de los partidos; 

pera tan rudo como soy tengo para mí que donde no existen es muy inconveniente el crearlos. Por lo mismo bien ve V. que si para algo ha de servir mi influencia no será ciertamente para abrir una puerta, que cuando se quisiera no sería fácil tapiarla. 

- No me faltan argumentos para atacar esta tesis, pero veo que sería... 

- Tiempo perdido. 

- Así pues, siento mucho haber molestado a V., y en cuanto se le ofrezca ahí tiene V. mi nombre. Dijo el forastero, pronto a despedirse mientras sacaba de un precioso tarjetero una elegante cartulina. 

- No puedo corresponder del mismo modo; pero en Cañaverales cualquiera le dará razón de maese Julián el cestero. 

Vaya un filósofo rancio! decía entre dientes el que se marchaba. Y testarudo como él solo! Estos Catones de aldea que no han leído más que el Catón cristiano, viven persuadidos de que podrían tenérselas tiesas a los mismos siete sabios de Grecia. Venirme a mí con esos repulgos de empanada! A bien que si no tengo los diez votos tampoco los tendrá Parladér, y pata es la traviesa. 

De todos modos me sobran probabilidades para el triunfo. 

Y entretanto el que se quedaba prorrumpía en una exclamación de júbilo: No me ha conocido! Gracias, Dios mío. Y me ha dejado ese trozo de cartón como si de él necesitara para conocerle! No, no quiero recuerdos suyos. Sobrados tuve. - 

Y haciendo añicos la cartulina arrojaba sus menudísimos fragmentos por la ventana.- Y este hombre aspira a ser diputado? Dónde, dónde está eso que llaman el gusano de la conciencia? Vedle aquí, con su reputación sin mancilla. 

Y en efecto, unas relaciones adúlteras, un duelo a muerte, ¿qué son para el mundo? Él no habrá sido tránsfuga de su partido, ni defraudador de los caudales públicos, ni conspirador... descubierto, ni procesado criminalmente, y helo aquí con su vida pública intachable. Bella estatua de oro con los pies de barro... y cenagoso. Pero a mí qué me importa todo esto? Que sea diputado, que sea ministro con tal que no me robe a Marcelina. 

Y con la satisfacción de una medrosa joven que ve alejarse una tempestad de verano, oía decrecer el ruido de su coche partiendo a todo escape de Cañaverales. 


VI. 

El anterior soliloquio de maese Julián no tiene la amplitud y extensión que fuera menester para dar una cabal idea de todas las que en su cerebro se agitaban, de todos los afectos que en su pecho contendían. Por más que en su larga conversación con el candidato ministerial no se hubiese deslizado ni la menor alusión a remotos sucesos que parecían del todo olvidados, la sola presencia de aquel caballero bastó para que reverdecieran las dolorosas emociones que aquellos mismos sucesos habían producido. Así retoña a veces el árido tallo de un zarzal que se creía muerto, y se cubre y eriza de punzantes espinas merced a una lluvia inesperada. La imagen de lo pasado se levantaba en su imaginación con vigorosa tiranía, y para luchar con ella, para vencerla y sojuzgarla maese Julián pedía al cielo fortaleza, mientras recurría al trabajo material como a medio eficaz que le habían enseñado la razón y la experiencia. Sus cinco sentidos, por decirlo así, traía ocupados en dar la última mano al complicado arabesco que adornaba los bordes de la preciosa cuna, cuando con alterado rostro y presurosa planta penetró en la estancia el esposo de Marcelina. 

- Padre, ha sucedido una desgracia. El coche de aquel caballero ha volcado cerca de la encina quemada. Dicen que una rueda le ha cogido el muslo. 

- Justicia Divina! exclamó el cestero sorprendido y aterrado. 

- Le traen al pueblo, no sé si vivo o muerto. El tío Momia iba corriendo al Alcalde para ver a qué casa debían conducirle. 

- Aquí, aquí. A esta casa, exclamó el cestero con una voz de mando muy ajena de sus costumbres. Corre, vuela, que le traigan aquí. 

Y después de haber salido su yerno continuaba en voz alta, impelido por la viva excitación de sus generosos sentimientos: Me toca a mí. Fue mi enemigo, mi ofensor, mi verdugo, yo soy pues quien debe hospedarle. Yo! yo el único de este pueblo que tendría el derecho de aborrecerle. Los cristianos no tienen nunca este derecho. Oh! Jesús mío y Señor mío! Me habéis dado el precepto y el ejemplo, y si mi corazón se resiste le aplastaré como a un reptil inmundo. 

Marcelina. Marcelina. 

- Qué hay? padre. 

- Que dispongan una cama. La mía. Dormiré en el pajar si es necesario. Sacaras toallas y vendaje. Al caballero de esta tarde le ha sucedido una desgracia. Ponle sábanas limpias... las más finas. Que maten una gallina. La de la pluma blanca. 

- La que estaba reservada para mi parto? 

- Pues esta. Anda, hija, que otras quedan en el corral. Pon a calentar agua. Que llamen al médico. Y al sangrador también, porque será muy regular ordenarle una sangría. 

Por la relación del cochero no se pudo sacar bastante bien en limpio cómo y de qué manera había tenido lugar aquel fracaso. Lo cierto es que en la rápida pendiente de la encina quemada el coche estuvo a pique de volcar, y que 

D. Marcelino saltando por la portezuela se cayó de bruces, y tendido en el suelo una rueda le pasó por encima del muslo. Como había dado con la frente en una piedra, al verle sin sentido y bañado en sangre su criado y el cochero determinaron retroceder a Cañaverales por ser el pueblo inmediato. Vuelto en sí, y colocado en blando y curioso lecho, merced a los eficaces auxilios de la ciencia y al cuidadoso esmero de los que bajo su techo le acogían, pronto cedió la calentura, pronto se vio que el susto había sido más que el daño recibido, y a los tres días el enfermo se hallaba en estado de ponerse otra vez en camino. 

En este intermedio no le faltaron reiteradas visitas de toda clase de personas, y singularmente del escribano que se granjeó particulares simpatías por su carácter jovial, y por cierto resabios de la vida estudiantil mezclados con una reserva y probidad que a tiro de ballesta se le conocían. 

Maese Julián entretanto padecía más que el enfermo. Las gentes que se interponían relevábanle de la necesidad de entablar continuas y familiares conversaciones en que tal vez corriera peligro el incógnito que guardaba. Bendecía al cielo que no les dejaba a solas y frente a frente en el estrecho recinto que a los dos albergaba. Pero a pesar de esto y de sus minuciosas precauciones a cada paso estaba temiendo que una observación más detenida, un recuerdo vago, una frase escapada, un incidente cualquiera diese margen a un improviso reconocimiento. Qué complicaciones, qué disgustos no le traería el que cayese de su rostro la careta de maese Julián para dar lugar a las facciones verdaderas del ex-comandante Arratia? El reposo de su corazón, las dulzuras de su felicidad doméstica, las esperanzas de una vejez tranquila, ¿qué eran entonces sino un castillo de naipes expuesto al soplo de un niño? 

Menos probable era que llegase a descubrirse el otro secreto cuya revelación podía ser más trascendental y sus resultados sobremanera más dolorosos. Difícilmente adivinara D. Marcelino que aquella hermosa campesina fuese hija suya. Tal vez no se había cuidado nunca de saber si tal hija existía. ¿No iba a someter su cuello a la nupcial coyunda? La fuerza de la sangre es el asunto de una ingeniosa novela de Cervantes, que al fin y al cabo no es más que una novela. Los labios de maese Julián eran el candado que cerraba aquel secreto, y su voluntad la sola llave para abrirlo; pero en su delicada conciencia se levantaba un temeroso problema. ¿Érale lícito permanecer callado? ¿Podía abstenerse de devolver a su legítimo dueño un depósito que por sus inescrutables juicios la Providencia le había confiado? ¿Érale lícito impedir que brotase la llama de amor que en aquellos dos pechos había de encenderse? ¿Podía ver que respirasen un mismo ambiente, que se albergasen bajo un mismo techo, que se hablasen con la indiferencia de extraños, dos seres que había ligado la naturaleza con vínculo indisoluble, sin decirles él, él, poseedor único de este secreto: este es tu padre, esta es tu hija? Y si hablaba? No sería desgarrarse con sus propias uñas las telas del corazón? ¿No sería arrojar al viento la felicidad de Marcelina? ¿No sería exponerse a que el olvidadizo padre permaneciese más criminal y endurecido? 

Tales pensamientos le traían en continua agitación y zozobra. Retirábase a un cuartito donde pasaba largos ratos meditando y escribiendo, y como una vez entrase a verle su amigo el anciano párroco cerró por dentro, hízole sentar, y en voz baja y arrasados los ojos de lágrimas le dijo: 

- Ay padre, que yo también puedo decir: triste, triste y afligida está mi ánima, pero no se haga mi voluntad sino la del que domina en cielos y tierra. 

- Fortuna es, hijo mío, y no poca tener el corazón tan dispuesto y resignado. 

- V. no sabe, pero V. solo va a saberlo. Este caballero es D. Marcelino, el Marcelino que tan funestamente se atravesó en la historia de mi vida. Este es el padre, el padre verdadero de... de mi hija. 

- Providencia divina! Y qué vas a hacer ahora? 

- Me es lícito, puedo oponerme yo a que un padre reconozca y recobre a su hija? Si Dios me pide el sacrificio de Abraham (Abrahan en el original), he de responderle: no tengo fuerzas? Oh! más de diez y seis años de amor perdidos en un solo día! Interponer leguas y leguas para venir al punto de mi partida? Cambiar de ideas, de traje, de costumbres para ser al fin reconocido y descubierto! Oh! cómo la mano de Dios nos sorprende para destruir nuestros planes y combinaciones! Tan poco he padecido que no mereciese acabar tranquilamente mis días? 

- Vamos hijo, no te exaltes. Busquemos los consejos de la prudencia, que en estos casos es la primera de las virtudes. Dios te exige este sacrificio del corazón; pero tal vez no ha resuelto que materialmente lo lleves a cabo. Un ángel detuvo la cuchilla que amenazaba el cuello del niño Isaac. 

- No le daré luz completa; pero sí un rayo de ella por si quiere aprovecharla. V. ha de hacerme la merced de transcribir cuanto antes, hoy mismo, estas líneas que he borroneado en las dos hojas blancas de este libro. No quiero que conozca mi letra. 

Y le entregó el Camino del cielo que ya conocen nuestros lectores, y unas cuartillas manuscritas. 

- Quedarás servido. Antes de ponerme a rezar vísperas te lo devolverá el monaguillo. 

- Ahora, padre mío, me queda otra espina en el corazón. Es un deseo que me parecía imposible sentir, que tenazmente he combatido en estos dos días; pero que se sobrepone a mis esfuerzos con desusada vehemencia. No saber nada, absolutamente nada de aquella que un día me fue tan cara, que un día me hizo tan dichoso!

- Nunca me has dicho su nombre. 

- Por qué no la he completamente olvidado a ella y a su nombre? 

Eufemia Linares. Habrá muerto? Habrá descendido toda la escala de la degradación? Arrastrará una miserable existencia entre el cieno del vicio o entre el cieno de la indigencia? Porque este hombre de seguro la ha abandonado. 

Va a casarse. 

- Hijo, aparta esos pensamientos como si fueran sugestiones del espíritu maligno. No la abandonaste ya al cuidado de su ángel custodio? Mejor se vigila desde la atalaya del cielo que desde las honduras del triste valle que habitamos. 

No hables, no pronuncies este nombre. Se habrá arrepentido. Dios la habrá perdonado. No estás acaso convencido de su infinita bondad y misericordia? 

- Oh si yo lo supiera! Si yo lo supiera! 

Llevado de su impaciencia electoral D. Marcelino no podía resignarse a permanecer más tiempo inactivo, y metido en aquel pacífico recinto comparado por él a un rincón de Paraguay en tiempo de los jesuitas. Cada minuto se le antojaba un siglo. Quién sabe cuánto terreno adelantaban Parladér y sus amigos mientras él se estaba mano sobre mano?

Dispuesto a partir mandó aprontar el coche, y al salir de su habitación para despedirse encontró la familia reunida. Cabalmente se escapaba en aquel momento de los labios de su esposo el nombre de Marcelina. 

- Con que V. es mi tocaya? Me alegro infinito. Qué casualidad que a los dos nos pusieran el mismo nombre! 

- Sería que naceríamos en igual día, y nos pusieron bajo la protección del mismo santo. 

- Y es V. devota de S. Marcelino? 

- Como que es mi especial abogado, y debe ser mi ejemplar y modelo. 

- V. es de la misma opinión de aquel sargento miliciano que intrigaba para que le nombraran jefe de su compañía. 

- En qué diablos fundas tus pretensiones? le dijo el furriel: 

- Toma! me llamo Sebastián, y S. Sebastián era el comandante de los nacionales de Roma. 

- Bonito humor gastaban Diocleciano y Maximiano para echarla de reyes constitucionales, dijo sonriendo el cestero. 

- Pues yo no sé precisamente qué especie de santo era el nuestro, y ya se ve que para imitarle me falta saber al dedillo su género de vida. Se me figura que sería guardián de algún convento, y como yo no he tenido vocación de fraile... 

- San Marcelino, según dicen las historias, fue un Pontífice que tuvo la debilidad de ofrecer incienso a los ídolos; pero cuyo arrepentimiento le valió la corona del martirio, porque no hay debilidad ni crimen alguno de que no podamos arrepentirnos y quedar perdonados. 

- Yo, gracias a Dios, nada tengo de que arrepentirme. Se conoce, maese Julián, que V. ha leído más el Flos Sanctorum que los periódicos de Madrid. 

- Y no me va mal con la preferencia. 

- Sin embargo lo cortés no quita a lo valiente. El siglo marcha, y es preciso marchar con el siglo. 

- No diré que no... en ciertas cosas... Si en este pueblo, por ejemplo, hubiese habido una buena fonda, V. hubiera estado servido más a gusto, más bien regalado...

- (¡Qué demonios de semejanza tiene este nombre con Arratia! dijo para sí 

D. Marcelino habiendo visto de soslayo el rostro de maese Julián con su inseparable visera. Pero ni Arratia leía vidas de santos, ni tenía ese aire pacato, ni... Bah! Un oficial de ejército convertido en donado de monjas! Sería una metamorfosis que ni las de Ovidio.) Y cuántos años tiene su hija de V? 

- Veinte cumplidos. 

Calculó un momento y volvió a decirse entre dientes: No puede ser. No puede ser. Y se parecen como un huevo a otro! Y luego prosiguió en voz alta. 

- Lo que decía V. de la fonda no es lo que más a cuento viene, con perdón sea dicho. Hubiera hecho V. mejor en referirse a los caminos. La buena acogida que en esta casa he recibido quedará eternamente grabada en mi memoria. Quisiera manifestar todo mi agradecimiento; pero este ha sido uno de aquellos favores que no se pagan con dinero. Si al menos mi tocaya aceptase esta sortija? 

- La acepta, no por vía de retribución sino como recuerdo, dijo maese Julián; pero en cambio ha de aceptar V. algún regalillo nuestro. Tengo tan pocas cosas que ofrecerle que no desdeñará V. ese librito siquiera sea viejo y devoto. Cabalmente perteneció a una pobre mujer que tuvo la misma desgracia que V.; pero de mucho más fatales consecuencias. La rueda de una carreta le destrozó el cráneo. Hace esto más de diez y seis años, y con todo no extrañaría que pensando en ella V. llegase a llorarla. En las páginas blancas hay escritas algunas reflexiones mías. Si V. quiere arrancarlas...

- No, no. Las conservaré con mucho gusto. 

Y recibido y puesto el libro en la faldriquera concluyó la despedida.

Al poner el pie en el estribo del coche apareció el cura párroco con sus negras hopalandas, su sombrero de teja, el diurno bajo del brazo y una vieja caña de Indias en la mano. Si V. no llevaba prisa, dijo a D. Marcelino, el coche iría al paso y nosotros le seguiríamos a pie por un ratito. 

- V. me favorece demasiado. (Qué me querrá este santo varón?) 


VII. 

Tendida su resplandeciente cabellera descendía el sol con majestuosa lentitud, como si fuera a recostarse en la cresta de las azuladas sierras que a lo último del horizonte se distinguían. Inundaba el pintoresco valle esa tibia luz que no molesta los ojos, y excita como un vano deseo de que subsista largas horas sin creces ni menoscabo alguno. Pequeñas, entrecortadas y caprichosas nubecillas con aparente inmovilidad salpicaban un pedazo de cielo, pudiendo servir de objeto de comparación a las esparramadas casitas que asomaban sus blanqueados muros entre el frondoso verdor de aquellas colinas. El grato perfume de las plantas silvestres, y el no menos grato de la tierra removida por el arado, la pureza del ambiente, las continuas variaciones de la perspectiva, el blando rumor del riachuelo que serpenteaba a lo largo del camino, el incesante susurro de las cañas que se mezclaba a los agudos trinos de las avecillas como al balido de los corderillos el grave llamamiento de sus madres, todo esto constituía para nuestros caminantes el atractivo de su delicioso e higiénico paseo, a la par que el tema de sus triviales observaciones. Hallábanse ya a más de un buen tiro de piedra del pintoresco grupo de edificios que, rodeando la iglesia, casa de Ayuntamiento y rectoría, forma el núcleo de Cañaverales, cuando el anciano párroco parándose un momento, con una entonación dulce al mismo tiempo que solemne y resuelta, dijo a su compañero: 

- Sr. D. Marcelino, dispénseme V. si soy algo brusco. No poseo el arte de dar ciertos giros a las conversaciones hasta hacerlas recaer como por su propio peso en determinado punto. Me voy al blanco derecho como una saeta. Dígame V.: ¿doña Eufemia Linares, vive todavía, o ha muerto ya? 

Como si fuese un repentino trueno en atmósfera despejada, el estampido de estas palabras produjo en D. Marcelino tal sorpresa, que abrió desmesuradamente los ojos y brilló en ellos un relámpago sombrío; pero repuesto en seguida: 

- Me coge tan de improviso, dijo, esta pregunta, que no sé de qué manera contestarla. 

- No crea V. que me mueva una vana curiosidad, que tan impropia fuera de mi estado, ni que tenga el menor empeño de penetrar en los pliegues de la conciencia ajena. Mis deseos se limitan a la simple noticia de un hecho tan sencillo, tan público y notorio que bien puede estar al alcance de todo el mundo. 

- Apostaría cincuenta votos de los más seguros que tengo, a que no me hace V. esta pregunta por su propia cuenta. 

- Si V. busca evasivas encontrará más que yo persuasiones. En este caso no puedo hacer más que manifestarle mis sinceros deseos de que Dios le conceda un próspero viaje. 

- Deténgase V. un momento, y vaya otra pregunta a quemarropa. ¿Quién es ese maese Julián? 

- Un hombre de bien a carta cabal, que vivía de su oficio de cestero; pero que ahora no tiene necesidad de trabajar por ser el suegro de mi sobrino que está medianamente acomodado... 

La sencillez de esta contestación, y la naturalidad con que fue dada, desconcertaron a D. Marcelino, y alejaron de nuevo las sospechas que le habían acometido. 

- Pues señor, la persona de que V. me habla hace cosa de tres años que ha muerto.

- Dios la haya perdonado. Porque supongo... no es verdad?.. supongo... que moriría arrepentida. 

- Y qué interés le va a V. en ello? 

- ¿Por ventura no somos todos hermanos? Puede un cristiano dejar de interesarse por la suerte de un alma redimida con la sangre de Jesucristo? 

- (Bonitas frases para enjaretarlas en un manifiesto a los electores!) dijo para sí el candidato ministerial. Según tengo entendido llevaba una vida bastante ejemplar, retirada del mundo, entregada a la devoción y al trabajo, y murió recibidos todos los sacramentos. 

- Gracias. Me ha librado V. de un peso enorme. Es cuanto quería saber. Vea V. qué me manda, ya que en mi pobreza no puedo manifestarle mi agradecimiento sino acordándome de V. en mis oraciones. 

- Vamos, vamos. Padre cura, V. sabe más de lo que aparenta. Juguemos con las cartas descubiertas. A V. no se le ocultan los deslices de esta señora... ni tampoco los míos. 

- Yo no trato de sondear los escondrijos del corazón humano. Este es una caja cerrada en que no ponemos los ojos sino cuando su dueño nos la presenta abierta.

- Tampoco trato yo de confesarme... ahora. Voy a decir a V. dos palabras sobre el asunto, porque se me ha puesto en la cabeza que V. lo desea, y estoy seguro que se alegrará de saberlas. Podemos hablar a nuestras anchuras. Aquí no 

hay taquígrafos como en el Congreso, ni escuchas como en un locutorio de monjas. Estamos rodeados de cañas; pero no haya miedo que estas se vuelvan parlanchinas como las de la fábula de Midas. 

Y caminando los dos paso a paso D. Marcelino prosiguió: “Sea que ella me cegara a sabiendas con su deslumbradora hermosura, sea que yo la tentase por capricho con obsequios y galanterías, ello es que un día amanecimos perdidamente enamorados. De donde había partido la agresión no hay para qué indagarlo: por el resultado se vio que el otro no estuvo muy fuerte a la defensiva. Por de pronto nos entregamos a todos los devaneos del sentimiento, nos armamos del nivel y del compás para trazarnos la línea de los deberes, temerosos de acercárnosla demasiado: nos contentamos con parodiar a los amantes de novela, de ciertas novelas que cuantas más pretensiones tienen de platónicas tanto más tienen de inmorales. Pero jóvenes ambos, de robusta complexión y temperamento, sentíamos correr lava ardiente en nuestras venas, y la pasión venció a la metafísica.

V. no se escandalice, que así sucede en el mundo. Nuestro idealismo nos pareció insuficiente: era poca agua para la sed que nos enardecía. La fidelidad que debíamos, ella como esposa y yo como amigo, a su marido, no era ya para nosotros más que un obstáculo local, y tratamos de allanarlo. Yo debía embarcarme para América y resolvimos que ella se vendría conmigo. Allí podíamos realizar con toda holgura el sueño de perpetua felicidad que nos habíamos formado como todos los amantes habidos y por haber. Partimos en 

secreto de Valencia y llegamos a Barcelona para embarcarnos en seguida; pero un incidente vulgar retardó el cumplimiento de ese proyecto bastante bien combinado. Causas así pequeñas han hecho perder grandes batallas. Si nos embarcamos aquella noche, qué rumbo tan diferente hubiera tomado nuestra vida! El marido hubiera perdido la pista, y nuestro sueño de oro hubiera durado hasta que el tiempo desvaneciese por grados y sin violentas sacudidas nuestras 

novelescas ilusiones. Pero el nudo que debía desatarse naturalmente, fue cortado de un revés que yo no presumía. La mañana siguiente se me apareció como un fantasma el irritado marido, y las cosas tomaron más trágico aspecto. En ese laberinto no había más que una puerta y era preciso salir por ella. Lo que gimió, lo que padeció, los arrebatos de pasión, los ataques de nervios de aquella señora no hay para qué referirlos. Con lágrimas que me causaban celos rogó, insistió que no matara a mi rival, y se lo prometí a riesgo de quedarme en la estacada. 

El desafío tuvo el éxito que me había propuesto. Mi contendiente salió, no herido, pero sí muerto... de vergüenza. Volvime a la posada, y aquí fue Troya. Eufemia no estaba, había salido poco después de mí. Aguarda que te aguarda; luego, busca que te busca; y por fin, nada. Lo que pasé en estos dos días no hay pluma que lo describa. Tengo por cierto que sufría una calentura atroz. 

Me creía más vilmente engañado que el otro. Era una pena de talión insoportable. No me mire V. con ese aire asombrado, que así van las cosas, y este es el pan nuestro de cada día. De otro lado mis negocios no me permitían más dilaciones, y como de conjetura en conjetura vine a suponer que ella había vuelto a su marido, de reflexión en reflexión vine a deducir que esto era lo que más cuenta me tenía. Así pues me embarqué dejando en la posada el equipaje de Eufemia. 

Qué negras, qué solitarias me parecieron las olas del océano? Cuando después de dos años regresé a Barcelona ya no me parecían las mismas: y es que de la antigua llama ni cenizas habían quedado. No diré que tanta fuese la indiferencia, tanto el olvido que en el fondo de mi corazón no se encontrase un resto de curiosidad. En la posada me dijeron que aquella señora se había llevado su equipaje; pero a dónde? no pude descubrirlo. Transcurrido muchísimo tiempo, 

debí a una mera casualidad poder contestar ahora a la pregunta de V. y relatarle muy por encima el final de esta historia. Era un martes de carnaval, no digo bien, hacía ya cinco o seis horas que había entrado la cuaresma, y pasaba yo por una de las calles menos frecuentadas de Barcelona. De manos a boca me encontré con una joven sola, que apretaba el paso y llevaba el rostro medio cubierto con la mantilla. A pesar de esto la conocí, la llamé, no me contestó, volví a decirle: Eufemia! y parándose un momento me respondió: caballero, esta Eufemia a quien llamáis, hace años que ha muerto. - Déjate de frases, le repliqué, y a fuerza de instancias conseguí entablar una larga conversación. Al principio se me había ocurrido un mal juicio del cual me quedó una especie de remordimiento: porque en verdad la situación tenía algo de dramática siquiera por los accesorios. Yo salía del baile de máscaras, y ella iba a la misa primera, yo llevaba un dominó plegado encima del brazo, y ella revuelto un traje de merino obscuro poco a propósito para hacer resaltar su belleza. Verdad es que esta belleza era ya una mala copia del original primitivo. 

Por lo que ella me dijo supe que, al salir yo para el desafío, atormentada por la incertidumbre del éxito, por la gravedad de sus consecuencias, por la exacerbación misma de su pasión amorosa, salió también ella sin saber a dónde, y como encontrara al paso una iglesia, se entró en ella más que por un acto reflexivo por desesperación o por instinto. Deseosa de que nadie la viera, buscó un rincón oculto, se arrodilló tras de un confesonario, y suelta la rienda al llanto empezó a acumular oraciones sin tener puesto en claro ni lo que ella anhelaba, ni lo que a Dios pedía. Presa de las violentas y encontradas emociones de aquella crisis decisiva, pedía a Dios su muerte, pedía la mía, pedía la de su marido: quería todo lo que uno quiere cuando no sabe qué es lo que efectivamente desea. Y tales fueron sus sollozos, tan altas sus quejas y suspiros que un sacerdote, metido en el confesonario, no pudo menos de oírlos y de rogarla que se acercase a la rejilla. Tuvieron un largo coloquio cuyo resultado bien puede V. presumirlo. El sacerdote le recomendó decididamente que no volviese a la posada, que bajo ningún concepto permitiese que yo la viera, y se encargó de buscarla provisionalmente un asilo. Por ciertas frases que se le escaparon, comprendí que había vendido algunas alhajas para su subsistencia; pero de un alfiler de brillantes, que yo con cierta estratagema le había regalado, repartió el producto a los pobres. El fin de esta conversación fue decirme en tono resuelto que no tratase de averiguar su casa, que no me empeñase en verla ni hablarla otra vez, porque el menor paso la obligaría a mudar de barrio, o a salir de Barcelona, exponiéndose a perder los recursos con que contaba en su oficio de florista. Yo respeté su voluntad, pues aunque no me sentía con ánimos de imitar su conducta, no dejaba de conocer que era por muchos títulos respetable. 

Con esto he podido asegurar a V. que había llevado una vida ejemplar: en cuanto a su muerte basta decirle que muchos años después recibí un billetito que en sustancia decía: "Marcelino, estoy sacramentada: no sé dónde para mi marido, si tuvieses noticias suyas, hazle saber que me muero pidiéndole perdón." Fuime enseguida a verla: al penetrar en su calle me encontré con la Unción, y habiendo subido a un quinto piso la vi que había espirado. 

- Y cumplió V. su encargo para con el marido? preguntó el párroco con tal naturalidad de expresión que no se le podía descubrir ni el menor viso de afectada. 

- Pero señor, ¿cómo había de cumplirlo no sabiendo por dónde anda? Lo sabe V. por ventura? preguntó D. Marcelino con cierta intención que se revelaba en su acento. 

- Ni siquiera ha dicho V. como se llamaba. 

- Domingo Arratia, ex-comandante carlista. 

- No conozco a nadie que use este nombre, contestó el párroco valiéndose de una anfibología, que será tan a lo Escobar como se quiera, pero que en tales circunstancias no creemos censurable. 

En esto llegaban casi al barranco de la encina quemada, donde los dos se despidieron con tal apretón de manos que parecían los dos más amigos del mundo. 

El venerable anciano se volvió a su rectoría, y de paso entró a descansar un ratito en casa del cestero. El coche se dirigió a todo escape al pueblo de L*** situado cosa de tres leguas al sudoeste de Cañaverales. 

VIII. 


Más que taciturno y pensativo estuvo D. Marcelino durante su viaje, y sobraba para ello la multitud de recuerdos que su misma relación había evocado. 

Por otra parte, ¿quién era ese taimado Julián que le escamoteaba diez votos con sus viejos aforismos y rancias preocupaciones? ¿Era o no era Arratia? 

¿Le engañaban sus facciones o las respuestas del anciano sacerdote? 

¿Debía desconfiar de sus sentidos o del testimonio ajeno? Si era Arratia, ¿por qué le habló de una mujer que de ningún modo podía ser Eufemia? Si no lo era, ¿de dónde había venido el sacar a colación la historia de esta Eufemia ya tan olvidada? Si lo era, ¿qué papel tan ridículo habría representado él mismo en su casa? Si no lo era, ¿a qué importunarle con semejantes recuerdos? En esta confusión devanábase los sesos sin que en el flujo y reflujo de sus sospechas pudiese despejar la incógnita de este problema. 

De tales pensamientos le distrajeron at llegar a L*** sus negocios electorales. Los vestigios del joven entregado a los impulsos de las pasiones y a las liviandades del siglo se fueron borrando insensiblemente, y pronto el candidato ministerial reapareció con toda su actividad y energía. En L*** estaba acampado el más temible cuerpo del ejército enemigo. 

Parladér gozaba allí de gran prestigio entre sus vecinos. L*** era su principal reducto, su fortaleza inexpugnable, y eran necesarias minas y contraminas para apoderarse de ella. El Alcalde se metió en cama, se vendó una mano, y se hizo plantar unos sinapismos sin mostaza tan pronto como supo la llegada de D. Marcelino, que pasó aquella noche y la mañana del siguiente día a vueltas con la lista electoral, y en secretas confabulaciones con sus amigos. 

Promediaba ya la tarde cuando casualmente puso los ojos en el libro que le había dado el cestero: elegante encuadernación! se dijo, y abriéndolo vio las dos hojas que precedían a la portada escritas de mano, y de letra muy metida que revelaba el esfuerzo de aprovechar todo lo posible sus cuatro carillas. Empezó a recorrerlas por mera curiosidad; pero a medida que iba leyendo lo hacía con más lentitud, y con la atención más fuertemente cautivada. El manuscrito decía así:  "Quién hay que abriendo un libro de saludable doctrina se pregunte: 

¿De qué manos ha venido a parar en las mías? ¿Dónde están ahora los que un tiempo lo leyeron? ¿Qué fruto de su lectura sacaron? 

Oh! mi hermosa, mi querida Marcelina, en quien corre la sangre de mi corazón ya que no la de mis venas! este libro te enseña con las máximas que contiene y con los recuerdos que suscita. 

Es tu camino, tu luz, tu guía. 

Fue mi pobre dádiva en el día de tus bodas y de tu contentamiento: será un talismán poderoso si llega el día del dolor y del infortunio. 

Te lo regalé, y nunca ha sido mío: te lo regalé, y antes ya era tuyo: porque él es la única herencia que de tu madre has recogido. 

¿Dónde está ahora tu madre? Nada supiste de ella sino que se llamaba Pepa. Pepa! nombre tan común y repetido que millares de mujeres lo llevan igualmente. 

El sol que iluminó sus ojos primero que los tuyos, ilumina también primero que las nuestras las montañas en que ella tuvo su cuna. 

¿Dónde está ahora? Tu corazón te dice que en el cielo, porque si débil y flaca cedió a las sugestiones de un rico mancebo, sola y desamparada aprendió en este libro la resignación y el arrepentimiento. 

Qué bien dice este libro: Te asaltará la muerte cuando menos lo pienses, 

¿Cómo podía prever ella el desastrado fin que tuvo? 

La Providencia me condujo allí. Me condujo a mí, errante peregrino, para que te velase y guardase, tesoro mío. Bendita sea la Providencia divina. 

Tú recompensaste con la pureza y ternura de tu cariño la vehemencia del amor que sobre ti he derramado. 

Si tu padre hubiese leído este libro de seguro no te hubiera abandonado aun ántes que vieses la luz del día. Tu padre no te ha dado más que el ser. 

Oh Marcelina! no tienes de él más que el nombre; pero el amor que te debía yo te lo he dado con usura. 

No conoces sus facciones ni él las tuyas. Si le hablases te respondería como a la hija de un extraño. Surcaba las olas del océano cuando diste tu primer latido en el seno de tu madre. 

Mas no te enojes contra él ni le maldigas, porque este libro enseña a perdonar todos los agravios. 

Enseña las doctrinas del divino maestro. Quien no perdona no puede ser su discípulo. 

Tu padre nadaba sin duda entre el oro y los placeres, y tú pobre y laboriosa como la hija de un cestero; mas este libro encierra amenazas para los que se deleitan y ríen, y esperanzas para los que sufren y lloran. 

Porque viene la muerte y trueca los papeles. 

Si las verdades de este libro no fueran más que sueños de la fantasía, ¡qué decepción tan amarga para los atribulados y menesterosos! ¡Qué sangrienta burla de los que siguen la senda espinosa de la virtud! ¡Qué cruel sarcasmo del Autor supremo para con la mejor parte de sus criaturas! 

Si la realidad existe únicamente en los bienes del mundo, ¿dónde está la justicia divina que a unos concede bienes positivos, y a otros les deja solamente los imaginarios? 

Pero la muerte descorrerá la cortina a las verdades que los incrédulos niegan, y deshará como el humo las mentiras de que los mundanos se apasionan. 

Oh! muerte! oh! gran reparadora de las injusticias del mundo! 

Nunca pienses en ella, amor mío, sin profundizar más allá del sepulcro, porque allí están ocultas la esperanza y el consuelo. 

Qué poco aman a sus semejantes los que se empeñan en ahuyentar el pensamiento de la muerte! Se empeñan en quitar al mal su freno y al bien sus espuelas. 

Como si la muerte no se atreviera a llamar con su guadaña a las puertas sin haber pasado antes uno y otro recado!" 

Sin duda por falta de papel terminaba aquí la serie de reflexiones morales; pero bastaron estas para hacer profunda mella en el corazón de D. Marcelino. Meditabundo el rostro y conmovido el pecho, con el codo apoyado en la mesa, y la frente en la palma de la mano: Con que tengo una hija! exclamó, una hija que se me viene como llovida del cielo! Porque esto está escrito para mí. Tan cierto que es para mí, como que lo fue para Baltasar aquella misteriosa inscripción. 

Y esta letra no es de Arratia. Qué diablos de castillo encantado será esta casa? Marcelina! Bien veo ahora por qué lleva mi nombre. Y yo tan distante de caer en ello! Y a fé que tiene un rostro de ángel. Cómo no había de tenerlo? Su madre era tan hermosa! Pobre Pepita! pobre ídolo de un día! con qué ingratitud he pagado tu abnegación y ternura! Ahora recuerdo que me escribiste tus sospechas, y yo, bárbaro! me figuré que no pasaría de aprehensiones tuyas, si no es que lo atribuyese a mujeriles artimañas. Tenía entonces tan mal corazón! cegábanme tanto las pasiones de la juventud! Pobre víctima mía, qué muerte tan horrorosa te ha cabido! Y yo que estuve a dos dedos de tenerla igual! 

No, no. Es necesario reparar el mal que he hecho, sino ¿cómo pudiera fijar mis ojos en el fondo de mi corazón, sin sentir una repugnancia, un asco invencible? El ejemplo de Eufemia no me bastó para torcer el curso de mis ideas; pero ahora... ello es claro, si no hay justicia en este mundo es preciso que la haya en el otro. 

Y levantándose bruscamente llamó a su criado: pronto, búscame un caballo de silla a cualquier precio: que enganchen el coche, y te vas con él a Cañaverales. Listo, listo. 

Púsose entonces a medir el salón del uno al otro extremo con largos y precipitados pasos, que interrumpidos por desiguales pausas revelaban su creciente agitación y la lucha de sus encontrados afectos. 

- Voy allá, se decía, voy allá; pero, a qué? A ver a Marcelina, a ver a mi hija, a darle un estrecho abrazo, a imprimir en sus frescas mejillas un tierno beso, a postrarme a sus pies y pedirle perdón de rodillas. Y qué lograré con esto? 

Llevar allí la perturbación y el desasosiego. No he visto, no he respirado yo mismo el ambiente de felicidad que la rodea? Sería ella más dichosa conmigo que con ese hombre que tanto la idolatra? ¿He de ir allá a taladrar el corazón de este filósofo misterioso, de moral austera y semblante risueño? Si es Arratia, ¿cómo he de tener cara de presentarme delante de él? Si no lo es, ¿cómo he 

de pagarle con un profundo pesar el vehemente amor con que ha suplido la falta dal mío? Y por otra parte, si la ilegitimidad del nacimiento de Marcelina es un secreto, ¿para qué divulgarlo? ¿Para qué causarle este perjuicio? Y además, ¿cómo decir a aquellos honrados y sencillos campesinos: aquí tenéis a un padre criminal y desnaturalizado, y este, este es el que aspira a representar vuestro distrito? Esto es algo duro. Yo! que me creía poder desafiar a la envidia y a la maledicencia, yo! que me tenía por intachable... Oh! reputaciones del mundo, si los hombres viesen los corazones así como ven los semblantes! Pero, quedarme aquí, permanecer indeciso, hacerme el desentendido...? esto, nunca. Fuera la mayor villanía. No, no. Partir y discurrir. Voy allá, y será lo que Dios quiera. 

Tenía ya el pie en el estribo cuando se le acercó uno de sus emisarios y le dijo: 

- Es preciso que se aviste V. con aquel sujeto que vino ayer noche. 

- Marcho ahora mismo a Cañaverales. 

- Y volverá V...? 

- No sé cuando. 

- Suspéndalo V. siquiera por diez minutos. 

- No es posible. 

- Se trata de cinco votos. 

- Ni que se tratara de cincuenta. 

- Mire V. que se le escaparán. 

- Que se escapen. 

- Votarán a Parladér. 

- Más que voten al Gran turco. 

Y metió las espuelas.

- Este hombre está loco, o ha perdido las esperanzas de triunfar de su adversario, dijo para su capote el mensajero. En sabiéndolo el alcalde a buen seguro que dirá: al enemigo que huye puente de plata. 

Y sin embargo el alcalde, habiéndolo consultado con la almohada, pensaba volver casaca y hacerse ministerial a posteriori si la balanza electoral se inclinaba a favor del candidato fugitivo. 


IX. 

Una faja blanquecina flotando sobre las verdes copas de los árboles, y creciendo por un lado a medida que por el opuesto se desvanecía, indicaba con su movimiento el de un caballo que hendía el espacio como si tomase por hipódromo el cerro de la encina quemada. Su rápido galope correspondía al vivo afán del que lo montaba, quien por la pedregosa cuesta se hallaba tan lejos de temer peligro alguno que hasta parecía olvidarse de haberlo allí corrido. Verdad 

es que daba pruebas de ser tan buen jinete como las había dado en otras ocasiones de ser excelente marino. Y eso que mal podían entonces fijar su atención las asperezas materiales del camino, absorbiéndola por completo las críticas circunstancias de la situación morar que atravesaba. Dentro de poco llegaría el momento de obrar, y aún no había adoptado una resolución definitiva. Su corazón era una especie de palenque donde luchaban encontrados afectos, y su cabeza un hervidero de ideas que recíprocamente se estorbaban y combatían, sin que ninguna se levantase con bastante energía para avasallar a las demás y someterlas a su absoluto predominio. Así marchaba como a  ventura, sin haberse formado un plan de conducta, sin haberse puesto de acuerdo consigo mismo. Esta indecisión le acongojaba; pero sentíase con valor bastante para reprimir sus instintos egoístas, sentíase con el corazón dispuesto al sacrificio y contaba con el acierto de sus primeros impulsos. Íntimamente convencido de que iba a ejecutar una buena acción, aunque no supiese precisamente en que esta consistiría, confiaba en que una feliz inspiración se la dictaría en el momento oportuno. De esta suerte, sin interrumpir el curso de los debates que en su interior ocurrían, llegó a Cañaverales antes que el sol ocultara sus últimos resplandores, y apeándose en cata del escribano, después de un cordial saludo le dijo: 

- Trata V. mucho a maese Julián?

- Como a mi mejor amigo. 

- Desde cuándo?, 

- Desde que vino a este pueblo. 

- Y hará esto? 

- De catorce a quince años. 

- Y venía...? 

- De un pueblo de Castilla. 

- Y por qué esta mudanza? 

- Allí le producía poco su oficio de cestero. 

- Al establecerse aquí supongo que sería casado. 

- Viudo. 

- Y su mujer se llamaba...?         

- Nunca se me ha ocurrido preguntárselo. 

- Ha sido militar? 

- Me parece que no. 

Nunca habla de guerra? 

- Nunca. 

- Ni de política? 

- Jamás. 

- Cuántos hijos ha tenido? 

- Solamente a Marcelina. 

- Y la quiere mucho? 

- Qué es querer? La adora, la idolatra. 

- Y ella? 

- Es un modelo de hijas. 

- De modo que si una desgracia les separase... 

- Causaría la muerte de entrambos. 

- Tan unidos, tan contentos viven? 

- Su casa es un paraíso terrenal, menos la serpiente. Y digo, ahora que les ha nacido un niño! 

- Ya? 

- Marcelina ha dado a luz esta mañana un hijo, y esta noche ha de celebrarse el bautizo. Habrá jaleo y broma larga. Si en aquella casa pudieran volverse locos, dijera que lo están de alegría. 

- Y sabe V. quién ha de ser el padrino?

- Cómo falla el paterno corresponde a su abuelo materno maese Julián Ramírez. ¿Pretende V. anegarme en este diluvio de preguntas? Vaya un interrogatorio en debida forma! V. me ha hecho el viceversa de los escribanos. 

- Eureka! exclamó D. Marcelino dándose una ligera palmada en la frente. 

- No comprendo... murmuró su interlocutor clavando en él los ojos con cierta extrañeza. 

- Estaba pensando en Arquímedes cuando salió desnudo del baño por haber encontrado la solución de un problema. 

- Menos lo comprendo ahora.

- Me hace V. el favor de un pliego de papel y tintero? 

- Va V. a plantear una cuestión algebraica con sus rayas y crucecitas? 

- Voy a servirme del ministerio de V. y a suplicarle que extienda un documento que me interesa. 

- Aquí tiene V. recado de escribir. 

Sentóse D. Marcelino a la mesa, cogió la pluma, y escribió unas cuantas líneas; pero luego como si de golpe descubriera un resquicio de luz, o le quedase por hacer la última tentativa, alzó la cabeza, y encarándose con el escribano le interpeló con ese ex-abrupto. 

- Va V. a misa mayor todos los domingos? 

- Y fiestas de guardar. Es preciso desconocer las costumbres de este pueblo para hacer semejante pregunta. 

- Estaría V. cuando desde el púlpito se anunció el matrimonio de Marcelina. 

- Se le dispensaron las amonestaciones. 

- Y eso? 

- Nuestro párroco ha sido condiscípulo del Provisor eclesiástico, que quiso manifestarle su amistad con este obsequio a su sobrino. 

Está visto, díjose entre dientes D. Marcelino al tiempo de inclinarse de nuevo sobre la mesa. Me tiene cogidas las vueltas. Pues bien, quédense las cosas así como se están, bajo ese velo ni del todo tupido, ni del todo trasparente. 

Respetemos los designios de la Providencia y cumplamos como hombres de corazón. 

Al cabo de un rato dijo al escribano: tome V. esos apuntes, y arréglelos con todas las cláusulas y requisitos legales. Dentro de dos horas pasaré por aquí a poner mi firma. Hasta la vista. 

Con un semblante en que las sonrisas disfrazaban las vivas emociones de su pecho entró sin previo anuncio en casa del cestero, y el tierno alborozo que se pintaba con subidos colores en el rostro del buen anciano se convirtió de repente en la más profunda consternación y agonía. Pálido como la cera sentía un frío glacial discurrir por todos sus miembros, creyendo llegada la hora suprema, la hora del tremendo sacrificio. Hoy! cabalmente hoy! fue por decirlo así la fórmula que tomaron para juntarse, fundirse, y aglomerarse todos los recelos, dolores y afectos de su corazón. Y en efecto, era un vivísimo contraste el que en su imaginación se dibujaba. Jesús mío! exclamó en su interior, ya puedo decir como vos Consumatum est. 

- A que no acierta V. para qué vuelvo? díjole don Marcelino al tiempo de apretarle fuertemente las manos. 

- Para... para... 

- Ser el padrino del nieto de V., añadió recalcándose en las últimas palabras. 

- Pero, esta postrera satisfacción que yo... 

- Me niega V. su voto? A bien que esta vez no podrá V. decir que no lo tenga. 

- Tanta honra... 

- La reclamo. 

Y como bullese la casa con las amigas de Marcelina y los parientes de su esposo, al oír el ruido del coche exclamó: Ahí está ya el carruaje para la comadre y la madrina. Vamos, vamos a la iglesia. 

Inundábanla como un torrente las armónicas modulaciones del órgano que había dado suelta a su más estrepitosa trompetería. En torno de la pila bautismal se apiñaba el concurso, y la satisfacción y el júbilo hallábanse pintados en todos los semblantes, si descontamos el de maese Julián, quien se había dirigido allí con menos aliento que en otro tiempo al fatal precipicio. Estaba pálido como la muerte. Cuando el anciano párroco preguntó qué nombre había de imponerse a la criatura: Juan, respondió la comadre, por ser este el nombre del abuelo paterno; pero el padrino saltó inmediatamente. Perdone V. Si hay más Juanes en el mundo que orugas! Domingo, que es nombre de santo español, y castellano. Domingo ha de llamarse. Parados quedaron todos por un momento: el esposo de Marcelina iba a manifestar su oposición y sus derechos de padre; pero se detuvo en seguida al ver que su suegro cerraba los ojos e inclinaba la cabeza en señal de asentimiento. El niño quedó bautizado con el nombre de Domingo

De regreso cuidó el padrino de no acercarse al cestero, mezclándose con los concurrentes, haciéndoles reír con chistes más o menos traídos por los cabellos, y repartiendo a las jóvenes galanterías, y a los chiquillos monedas y dulces de que estaba largamente provisto. Mostrábase como un tipo de padrinos que dejaba atónito a Cañaverales. Había besado tantas veces a la tierna criatura! 

De repente cogió la delantera, entró en la casa y corriendo a la alcoba de la parida, le dio el parabién con la fórmula más trivial y concisa que pudo. 

Temblábale la voz, y parecía más cortado y vergonzoso que un novicio, cuando la frialdad de esta felicitación reventó de un modo tan enérgico e impensado como ajeno a las costumbres de Cañaverales. Inclinado sobre el lecho, el padrino abrió los brazos y estrechó en ellos a Marcelina, dándole sin proferir palabra alguna un intenso, dulcísimo y prolongado beso, como si con él quisiera transfundir su alma en el objeto de sus afectuosas demostraciones. Sorprendióle el marido a quien parecieron algo excesivas semejantes libertades, y como esto se le conociese en el semblante el suegro le contuvo tirándole del brazo. 

Un raudal de lágrimas había surcado las mejillas de don Marcelino; pero de ellas ya no existía rastro alguno, y sí en su lugar una sonrisa, que era tan franca y sincera como si cada frase de las que profería le hubiese dado antes de salir del pecho una mordedura en el corazón: Señores, decía fuera ya de la alcoba, mis asuntos me llaman a otra parte. No puedo detenerme ni un solo momento. Parladér es un nigromántico que ya, ya. Tiene un diablo en cada dedo, y es menester no perderle de vista. El bien de la patria nos trae hechos unos azacanes. Beatus ille qui procul negotiis; pero también hay aquello de sunt quos curriculo pulverem olimpicum. Yo soy así. Este es mi flaco, qué quieren Vds.? 

No me faltarán votos. En cuanto a los de este pueblo... no tocarlo. Bien se está San Pedro en Roma. Así mismo saldré diputado. Así mismo se hará el puente. Toda mi vida me acordaré de la encina quemada; pero, maese Julián, lo que es casarme, esto es harina de otro costal. Lo he pensado mejor. Casualmente me he mirado en el espejo, y paréceme haber visto ya tres canas. Bah! Duro está el alcácer para pitos. Me quedo solterón por si algún día me viene la idea de meterme fraile. Entre tanto, instituyo y nombro mi heredero universal a Dominguito, a mi ahijado, a su nieto de usted. Ahí está en casa del escribano mi testamento. Con que, adiós maese Julián, salud, alegría y amistad eterna. 

El ex-cestero sintiendo renacer en su pecho y desbordarse una alegría, más viva, más intensa, más copiosa, por decirlo así, de lo que en su ámbito cabía, corrió a su cuartito, y postrado al pie del pequeño crucifijo pendiente a la cabecera del lecho, exclamaba: 

Oh mi Camino del cielo! Y qué bien anda, Señor, el que anda por vuestros caminos!