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martes, 26 de octubre de 2021

VII. LA TRAPA DE ANDRAITX.

VII.

LA TRAPA DE ANDRAITX. (Andratx)

I.

Al sumergirse en las aguas del Mediterráneo baña el sol con sus moribundos resplandores las miserables ruinas de este pequeño cenobio, donde en tiempos no muy remotos se ocultaban a las miradas del mundo actos heroicos de virtud 

entre las prácticas austeras del más rígido ascetismo. Situado al abrigo de una elevada sierra en la costa occidental de nuestra isla, permanecía envuelto en la sombra durante los primeros albores de la mañana, por lo que pudiera decirse que cotidianamente asistía a la muerte y nunca al nacimiento del día. Y es que para familiarizarse con las ideas del trance postrero buscaban allí un asilo hombres de fé ardiente y de corazón sencillo, ora fuese para resguardar su inocencia, ora fuese para acreditar su arrepentimiento. Peregrinos que ni un momento olvidaban el término de su viaje no temían escoger el más escabroso con tal que fuese el más seguro camino. 

Los que hayan visitado esa Tebaida en miniatura no habrán olvidado fácilmente la impresión que debió de causarles la soledad y aspereza de un desierto que tanta armonía guarda con la soledad y aspereza de la vida que llevaban sus silenciosos moradores. Bástales que trace el lápiz de un artista algunos rasgos en el álbum de un curioso viajero, o que indique la pluma los principales lineamientos de tan grandiosa imagen, para que se reproduzca en su memoria, como en un espejo, el aspecto imponente de aquella ruda naturaleza, y se renueven las gratas emociones que sintieron al contemplarla. Para los demás mejor que una descripción minuciosa sería invitarles a pasar algunas horas en aquel sitio donde sorprende lo salvaje, anonada lo grandioso y deleita lo pintoresco. Mejor que admirar ese cuadro sería considerarse, frutando en él, siquiera por breves momentos. Frialdad de corazón y aridez de fantasía se necesitan para permanecer insensible, tendiendo los ojos desde la cumbre de la empinada sierra sobre la inmensa alfombra que tejen las copas de millares y millares de pinos que cuentan su vida por siglos, vagando por entre los espesos matorrales de sus escarpadas vertientes, o contemplando desde el formidable peñasco, que sirve de pedestal al derruido edificio, las olas que a sus pies se estrellan con acompasado y monótono rugido. Y ¿cómo no sentir una viva impresión al ver los restos de aquel huertecillo incrustado en una vasta red de  breñales y espinos, testimonio sobreviviente de la frugalidad más extremada, de la abstinencia más rigurosa? ¿Cómo aspirar la fragancia de sus plantas silvestres sin percibir como un rastro del suave olor que exhalaban las virtudes que allí florecieron? Ocúltanse en la maleza las flores que allí brotan y mueren sin ser vistas más que del supremo Criador, asemejándose a las santas emociones de la vida contemplativa: clávanse los ojos en el mar, desierto que confina con otro desierto, como seguía allí la soledad del sepulcro a la soledad de la existencia: en el cielo, término de las esperanzas del hombre: en el polvo y las ruinas, imagen de la muerte que tan presente se hallaba a todas horas en la imaginación de aquellos piadosos anacoretas. Removiendo estas ideas no sería empresa por demás dificultosa hacer interesante el bosquejo de aquel sitio, ya que no despertase el deseo de visitarlo, como lo hicieron algunos jóvenes del continente. 

Hace ya algunos años que hallándome en Barcelona, entré en una tienda de sederías, cuyo dueño era para mí, si algo menos que amigo, algo más que mero conocido. Aunque hombre de negocios tenía cierta afición a la literatura, y me demostraba un cariño digno cuando menos de mi agradecimiento. De cosas indiferentes estábamos hablando cuando apareció en el umbral de la tienda un grupo compuesto de una señorita, hermosa como un ángel, dos o tres niñas que el aire de familia acreditaba de hermanas suyas, y una señora a quien llevaba del brazo un joven a todas luces acreedor al título de bello y arrogante mozo. No puede decirse que esta pareja presentase a los ojos un contraste repugnante, pero se experimentaba al verla una sensación parecida al efecto de una disonancia mal colocada. Estaba tan lejos ella de la Venus de Médicis como cerca el otro del Apolo de Belvedere. Saludóle el tendero con el nombre de Federico, a lo que este contestó: Venimos aquí para hacer algunas compras. Quiero que estas niñas honren la memoria de su pobre papá celebrando el día de su santo, y ya sabe V. amigo mío, que las mujeres para la celebración de una fiesta nada ven mejor que el estreno de un vestido. Este es el bello ideal del sexo femenino. - Pues yo tendré en servirlas muchísimo gusto, y confío en mi buena estrella que he de adivinar el suyo, replicó el otro, y volviéndose a mí añadió: V. dispense que por esta vez he de usurpar el oficio a mis mancebos. 

- Es verdad que ningún motivo tenía para quedarme; pero no sé qué vaga curiosidad me retuvo hasta que, después de revolver una multitud de géneros, dar y pedir recíprocamente pareceres, sostener e impugnar calificaciones, escocieron los compradores unos cuantos artículos y se retiraron dejando sobre el mostrador mayor número de onzas: El júbilo de aquellas chicas resplandecía en su rostro; pero no era menos visible la satisfacción interior del joven que parecía haberlo ocasionado. Era un cuadro de felicidad doméstica que a ningún pintor se le hubiera ocurrido.

- Amigo mío, dije al tendero, hoy no podrá exclamar V. como Tito diem pérdidi. Con galanes de esa estofa no suelen hacerse malos negocios. Si todo el mundo fuese tan liberal como este caballero la fortuna de V. sería eminentemente progresista. 

- Me basta moderada como mis ideas políticas.

- Pues se me figura que no todos los moderados han de ser de la opinión de V. Pero volviendo a mi asunto, no ha dejado de chocarme un poco que la cualidad de futuro autorice a llevar de presente el bolsillo.

- Futuro, de qué?

- Ese D. Federico, que si se llamara Alfonso pudiéramos apellidarle el de la mano horadada, no es el novio de la jovencita? 

- Novio de su hijastra!  

- Cómo! aquella respetable matrona es su mujer? A mí se me figuraba que era la suegra in pectore. 

- Su mujer en haz y en paz de la santa madre Iglesia. 

- Y hace mucho tiempo?  

- Cosa de dos años.

- Diablo de hombre, tenía los ojos en el colodrillo? Yo no diré que la tal señora sea una harpía: para rostro de suegra el suyo es pasadero; mas en la época que V. dice la niña debía de ser ya bastante espigadita; y me parece cosa harto dura apechugar con la madre saltándole a los ojos el palmito de la hija. 

- No cabe duda; pero hay hechos que parecen fenómenos inexplicables y sin embargo tienen su razón de ser en alguna de las combinaciones que ofrecen la variedad de los acontecimientos y la multiplicidad de los resortes del corazón humano.

No se eche V. a volar por esas nubes. Con toda esa filosofía trascendental qué es lo que V. quiere decirme? ¿Que estaba perdidamente enamorado? 

- Quizás no tanto como ahora. 

- Pues, señora esfinge, si se empeña V. en que he de ser yo su Edipo, medrados estamos. Acláreme V. el enigma. 

- Es muy sencillo. Federico era un joven atolondrado con sus puntas de libertino, pero no un mal corazón. Por fortuna le cogió un buen cuarto de hora, y reconociendo sobre su conciencia una sarta no maleja de acciones nada canonizables quiso poner término a sus mocedades con una buena acción.

- Con que es una buena acción casarse con una señora de cierta edad, y de hermosura no muy cierta? 

- Según y conforme...

- Ah! ya comprendo. 

- No, no comprende V. No forme V. juicios temerarios. 

- Pues si no es esto será que ella tendría un buen patrimonio, y en este caso la moral de aquella acción pertenecería a la escuela utilitaria. 

- Rica ella? se equivoca V. Lo fue durante su primer matrimonio; pero cuando se vio solicitada para contraer el segundo sus riquezas se habían ya desecho como la sal en el agua. De infortunio en infortunio se había visto obligada a bajar escalones desde una regular opulencia hasta los confines de la miseria. Si no moraba en el seno de esta, bien se podía decir que vivía en sus alrededores. Ella es de la montaña, como lo era también su primer marido, un tal D. Lorenzo Capdevila, a quien no cuadraba mal este apellido por ser la persona principal, la más acaudalada e influyente de su pueblo. Poseía bienes territoriales de alguna consideración, y se decía que no lo eran menos las cantidades en metálico que apilaba en sus gavetas. Hombre de costumbres pacíficas y de recia complexión vivía contento con su mujer y sus niñas, su escopeta y sus perros, sus trojes y sus mozos de labranza. El encarnizamiento de la guerra civil vino a dar al traste con esa tranquilidad, que pudiera dar pie a un idilio de la vida campestre. Empezó a susurrarse que las onzas de oro, que se suponían dormidas en las gavetas como gusanos de seda en los capullos, despertaban para tomar el aire y pasaban a manos del Pretendiente. Calumnia o no, las notorias simpatías de D. Lorenzo a la causa carlista eran un mal medio para desvanecer esta especie que hizo de sus adversarios políticos enemigos enconados. De nada le valió el haber obedecido hasta entonces de bueno o mal grado, las órdenes del gobierno existente, ni el haberse abstenido de apoyar sus opiniones con hechos ostensibles. Quizás no había pecado más que de palabra; pero teníase ya a la mano el pretexto, y las más ruines pasiones se desbordaron con toda la violencia que engendran los odios de partido. Se le tuvo preso, se le formó causa, y aunque no resultaron probados los actos de rebeldía que se le imputaban, ni la opinión pública cesó de acusarle, ni él de dar pie y fundamento a sus malévolos rumores. Así las cosas, cuando más ufano estaba con las esperanzas de una recolección abundante, amaneció un día en que le noticiaron que tropas de la Reina habían incendiado sus mieses y talado sus olivares. La destrucción era completa, y aparecía con bastantes visos de agresión directa y premeditada. D. Lorenzo perdió entonces los estribos, y antes de que las tropas fuesen a pernoctar en su pueblo se escapó abandonando a su mujer y a sus niñas. No pasaron dos semanas y ya le teníamos dominando las gargantas y vericuetos de la montaña al frente de una partida carlista levantada a sus expensas. Batíase como un desesperado, porque hacía la guerra por venganza, y el instinto de la pasión suplía su falla de conocimientos militares. La atrocidad y la valentía se confundían en sus hazañas, hasta que saliendo herido de una refriega murió miserablemente despeñado. Por un rasgo peculiar de su carácter sacaba de su propio bolsillo las pagas de sus soldados, y remitía escrupulosamente al cuartel general todo el fruto de su pillaje. Así no es de admirar que en poco menos de un año consumiese todos sus caudales y el producto de varias fincas, mal vendidas unas y empeñadas otras para sostener su vengativa empresa. Confiscadas las demás sirvieron para indemnización de los perjuicios ocasionados, de modo que terminada la guerra civil, la viuda Capdevila y sus niñas, sin hacienda y sin hogar, eran objeto de compasión para los mismos pobres que poco antes las habían mirado con ojos de envidia.

- Y ese D. Federico habrá sido también algún cabecilla que por simpatía a la causa carlista...

- Hombre, no diga Vd. disparates. Este es Federico Miravalls. No ha leído V. nunca este nombre en los periódicos? 

- Me parece que sí, y como que tenga una idea de que ha sido siempre liberal y de los calientes. 

- Caliente, no diré que continúe siéndolo; pero sí súbdito leal y decidido partidario de Isabel II. 

- Pues señor, conciérteme V. esas medidas. Él isabelino, y ella que no podrá menos de tener sus ribetes de carlista...

- No busque Vd. opiniones políticas en mujeres consagradas exclusivamente a la felicidad de su marido y a la educación de sus hijos. Para ellas las paredes de su casa son los términos de su jurisdicción, las fronteras de un mundo desconocido. 

- Pero, vamos al grano y dejémonos de acertijos. Cuál fue el origen, la causa eficiente, la razón misteriosa de tan singular y extraño matrimonio? 

- Un viaje de recreo que Federico hizo a Mallorca con su amigo Romualdo Belsolell. ¿No conocía V. a Romualdito? 

- El poeta dramático? De vista no, pero he leído su único drama que levantó tal tempestad de aplausos en el coliseo y otra no menos deshecha de truenos y relámpagos en la prensa periodística. La crítica pudiera haber sido más 

indulgente, y los aplausos debían ser más justificados. 

- Y qué le parece a V. de su talento? 

- Para mí tiene más imaginación que discernimiento. Carece de sólidos estudios como la mayor parte de los que borrajean estrofas y más estrofas. Su musa le sopla a ráfagas como el viento. Es desigual con frecuencia, incorrecto siempre, estrambótico a veces; pero se conoce a la legua que participa de un temperamento vivamente impresionable, y de un corazón susceptible de grande entusiasmo.

- Y V. no sabe en qué ha parado este joven? 

- Nada sé.

- Pues en este caso es preciso que todo se lo cuente a V. por menudo.


II.

Con los datos y precedentes que me suministro mi larga conversación con el tendero puedo ofrecer a mis lectores, no las dramáticas peripecias de una complicada historia, sino las inesperadas consecuencias de un hecho extravagante, que parecía limitado a la efímera condición de broma carnavalesca. Mi historia apenas tiene nudo, todo consiste en su desenlace, que de seguro se tachara de imposible si de antemano se hubiese imaginado. 

Los que recuerden el famoso Nec Deus intersit alegarán tal vez que infrinjo las prescripciones literarias; pero ni es tan absoluto el axioma del sabio preceptista que él mismo no autorice ciertas excepciones, ni la poética cristiana debe atenerse en todo y por todo a la poética de los gentiles. Existe una lógica superior a la lógica puramente humana, que ni deja de tener algunos comprobantes en la experiencia, ni puede ser atacada sin temeridad por la vana filosofía. 

Federico Miravalls poseía una fortuna considerable. Tendría a duras penas unos veinte años cuando nuestras discordias intestinas le dieron lugar a distinguirse por su valor y por su entusiasmo. Alistado en la milicia nacional sus compañeros le contaron desde luego entre sus más bravos oficiales. Sabía enardecerlos con la palabra y más aún con el ejemplo. Movilizado se aficionó a las bruscas sensaciones de una villa llena de peligros, y como su ambición le aguijoneaba y sus ardientes opiniones le favorecían, no paró hasta verse jefe de una columna volante que era el terror de las bandas carlistas. En una de sus correrías por las montañas de Cataluña, hizo noche en una alquería, cuyo dueño, le dijeron, pasaba fuertes sumas de dinero a D. Carlos: la cena había sido opípara, los vinos generosos y abundantes, las lenguas carecían de frenillo, y excitado por sus camaradas y subalternos, en un rapto de ferocidad que él achacaba tal vez a patriotismo, dio orden que se pegase fuego a las mieses y se cortase una infinidad de pies de olivo que cubrían aquella vasta llanura. Remedo lastimoso fue del supuesto banquete de Alejandro en Persépolis, y por ventura no faltaba quien representase el papel de la impúdica Tais; pero Federico acostumbrado a escenas de desolación y de sangre apenas hizo alto en aquel suceso. Considerábalo cuando más como una de las  necesidades de la guerra, y ni siquiera se propuso inquirir el nombre del propietario a quien con tanta ligereza había arruinado. Hacía la guerra en amateur y se comprende que no fuese de las más benignas. Hecha la paz se encontró como un pez fuera del agua, y disgustado del servicio militar trató de distraerse con otro género de campañas. La elegancia de sus modales, la bizarría de su porte, el gracejo de su conversación, y sobre todo la varonil belleza de su figura le proporcionaban bastante número de victorias. 

Compañero suyo de aventuras y orgías era el poeta Belsolell, cursante de medicina, cuya aversión a los estudios serios defraudaba las esperanzas que hicieran concebir sus más que medianos talentos, y sin embargo no carecía de noble ambición, ni miraba con horror cierta clase de libros. Yacían los de texto arrinconados en su gabinete de estudio y llorando su soledad, como extranjeros en aquella Babilonia de versos, dramas y novelas: porque la poesía era el tema favorito de Romualdo, que devoraba con afán calenturiento, fuesen sublimes o detestables, cuantas producciones de la escuela romántica venían a caer en sus manos. Hombrear con sus autores era su bello ideal, y estaba tan seguro de alcanzarlo como si fuera este el horóscopo de su nacimiento. Llevado de su natural propensión escribió un drama que fue muy bien representado y estrepitosamente aplaudido: pero, sea el público un juez tan respetable como se quiera, su infalibilidad es muy problemática, y los fallos de la prensa vinieron a turbar las glorias de Romualdo, y a derramar zumo de ajenjos en su copa de ambrosía. No se desanimó por esto ni cejó de su propósito: siguió publicando versos en los periódicos, hasta que su crecido número, y los rasgos que brillaban por acá y acullá esparcidos, le conquistaron el renombre de poeta. 

Y en efecto, a vueltas de sus excentricidades y chocarrerías, daba a conocer que era hombre de originalidad en sus concepciones, y de grande fuerza y energía en sus sentimientos. Pertenecía por supuesto a la escuela byroniana; pero, imitador en esto, no sólo tomaba a lord Byron por modelo en el arte sino también en las costumbres. Creía o aparentaba creer que el sello del genio se revelaba con el insaciable anhelo de placeres y galanteos, el escepticismo de la creencia, el cinismo del lenguaje, y en las vehementes emociones de una conducta desarreglada. Tomado se le hubiera por un volteriano completo, si de vez en cuando no se descolgara con algunas elegías de un sabor místico tan pronunciado que podían equivocarse con las fervientes jaculatorias de un pecador arrepentido. Y en esto había más candidez que hipocresía. Aparte de su carácter versátil y de su manía imitativa, la viveza de su imaginación no le permitía andar, le obligaba a correr siempre, fuese cualquiera que fuese el camino de antemano escogido.

Con estos dos solía juntarse un caballero valenciano que en el primer año de matrimonio abandonó a su esposa por seguir a una actriz contratada en el teatro de Barcelona. Su loca pasión le tenía completamente ciego, y ni la publicidad del escándalo, ni la triste situación de la pobre señora, relegada a la casa paterna, bastaron a romper los lazos que le tenían miserablemente cautivo. Las lágrimas que debían ablandar sus entrañas sirvieron sólo para más endurecerlas. Separarse un momento de su ídolo era para él un sacrificio harto penoso, y sólo a fuerza de vivas instancias y de importunos ruegos pudieron comprometerle sus dos amigos a que les acompañase por quince días en un viaje que tenían proyectado a la isla de Mallorca.

Ejecutáronlo efectivamente, y después de haber invertido algunos días en la capital, trataron de recorrer los principales pueblos de la isla. Por demás estaría el señalar aquí su itinerario: basta decir que Andraitx fue el último punto de sus placenteras excursiones. Durmieron en la población, y la mañana siguiente se propusieron visitar las ruinas de la Trapa. Con una acémila cargada de abundantes y exquisitas provisiones se dirigieron allá riendo y bromeando como colegiales en día de asueto. Eran jóvenes dispuestos para cualquier travesura de muchachos. Llegaron, almorzaron, treparon por aquellos andurriales, hasta que cansados descendieron y fueron a guarecerse de los rayos del sol a la sombra de los pinos. Enfrente de ellos se veían las ruinas del eremítico edificio: Federico estaba sentado en una roca, el valenciano tendido en el césped, y Romualdo de pie, con una voz que remedaba la de un sochantre, empezó a declamar exageradamente: 

Oh montes de Nitria y Egipto poblados 

De santos varones al mundo ya muertos, 

Do estando los cuerpos caídos y yertos 

Los ánimos arden... 

- Oye tú, sol hermoso, le interrumpió el valenciano, no te nos vengas con esos plagios que son harto conocidos. Si no tienes ocurrencias más originales, bien puedes romper tu lira y hacer escabeche de tus laureles. 

- Sí que las tengo, saltó inmediatamente el poeta. 

- Véamoslas, respondió el otro. 

- Pues, dum Romae fueris romano vivito more. 

- Otra te pego. Eso es más antiguo que un par de huevos estrellados. Lo original sería ponernos a buscar la glándula pineal del que inventó ese refrancito. 

- No está el busilis en el refrán, sino en la nueva aplicación que se me ha ocurrido. Estamos en la Trapa, vivamos a lo trapense. 

- Me gusta la idea. Buscaremos algunas yerbezuelas a falta de legumbres para que no anden del todo los cuerpos caídos y yertos. Pero, y nuestras provisiones quién se las come?

- Y nuestros vinos quién se los bebe? añadió Federico. 

Oh corvas almas! Oh facinerosos, 

Que no veis más allá de las narices! 

Coman yerba las cabras y los osos, 

Coma el hombre faisanes y perdices. 

Continuó Romualdo con su entonación teatral y grotesca. No hemos de ser trapenses a lo Rancé, sino trapenses Heliogabálicos y Luculianos. Voy a hacerme el fundador de ese instituto. 

En seguida con una prontitud que ponía de manifiesto la travesura de su imaginación, empezó a dictar las reglas que debían observarse durante las tres o cuatro horas que pensaban permanecer en aquel sitio. No hay para qué advertir que en ellas se daban la mano lo pueril y lo truhanesco. Era una cosa más disparatada que las décimas que estuvieron en boga a fines del siglo pasado: una bufonada de mal género; pero tan estrambótica que sus oyentes se desternillaban de risa.

Romualdo concluyó diciendo: Artículo último. Durante el intervalo consabido se permite a los hermanos desde las semínimas de la sonrisa hasta la carcajada máxima y superlativa. Se podrán hacer gestos y visajes, muecas, mohines et alia fúrfuris ejusdem; pero se les queda secuestrado el uso de la palabra, no podrán servirse de la humana locuela en ninguno de los idiomas conocidos y por conocer, so pena de ser declarados reos de leso trapismo, habladores incorregibles, buenos únicamente para aprendices de peluquero o secretarios de la academia barcelonesa. 

Reíanse los otros a más no poder, y levantándose con una seriedad altamente cómica, cruzaron las manos y doblaron todo el cuerpo bajando la cabeza, en señal de que adoptaban la idea y empezaba la broma. 

Esta farsa que tuviera mucho de sacrílega si no tuviese tanto de ridícula, a los quince minutos había ya perdido todo el encanto de su novedad. La risa iba degenerando en tedio cuando se levantó el valenciano, y después de algunas zalemas se fue al edificio y volvió cargado de una botella y tres copas. Derramó en ellas un precioso marrasquino, y ofreciéndolas a sus compañeros con voz nasal y gangosa exclamó: Hermanos, morir tenemos. 

La ocurrencia pareció chistosa. Era aquello un apéndice al consabido programa, una especie de posdata que suplía el descuido, y caricaturaba al mismo tiempo la aterradora fórmula que tan poco parecía prestarse a las exigencias de una parodia. Romualdo acogió ese nuevo rasgo de truhanería con el entusiasmo del poeta satírico a quien se le sugiere un consonante difícil que realza la agudeza de su concepto, y levantando su copa con grotesca majestad y prosopopeya exclamó también: Comedamus et bibamus cras enim moriemur. 

Pero, qué es lo que sucedió en el pequeñísimo intervalo de pasar aquel licor desde la copa a los labios? Qué pensamientos cruzaron por la mente, qué emociones perturbaron el sosiego del corazón de Romualdo? Vio dibujarse en su viva imaginación el espectro de la muerte con su horrible catadura? Comprendió súbitamente que en la frase aquella se encerraba, si no la probabilidad, la posibilidad de una profecía? Le apareció con toda su tétrica grandeza una pavorosa imagen de lo que existe más allá del sepulcro? Sólo Dios lo sabe. Lo cierto es que el licor se le quedó como atragantado, y que arrojó al suelo más de la mitad de la copa como si hubiera sospechado que estuviese envenenado. 

Muchas veces ha sucedido, aun a los más diestros, juguetear con un acero y sin pensarlo darse una profunda herida. Romualdo estaba taciturno y pensativo, quizás por motivos más graves que por la burlesca ley del silencio que se había impuesto. Observábanla los otros a regañadientes, porque la broma se iba haciendo pesada a sus mismos autores, y sin embargo como puntillo de honra nadie quería ser el primero en faltar a lo convenido. Así mal que bien llevaron adelante su juego de niños hasta la hora de la comida, que anticiparon un buen rato de común acuerdo; pero en ese intermedio, ¿cuántos pensamientos no debieron de inspirarles su forzado recogimiento, la soledad y los recuerdos de aquel sitio?

Ocasiones hay en que el hombre se halla al parecer sumergido en una ociosidad completa, y entonces cabalmente es cuando emplea su natural actividad de la manera más digna y provechosa. Se le ve mano sobre mano, con la cabeza algo inclinada, los ojos medio cerrados, los labios entreabiertos, ora inmóvil a semejanza de un tullido, ora andando maquinalmente a guisa de un autómata, y bajo de esa aparente inercia no se distingue la acción incesante del ser inmaterial que en él predomina. Los sentidos externos reposan, las facultades interiores trabajan. Así bajo la áspera corteza del tronco va circulando la savia que reviste de tiernas hojas las desnudas ramas, y produce con el tiempo el sazonado fruto. Merced quizás a la quietud del cuerpo el espíritu sale de la suya, se agita, se rebulle, sacude sus alas y despliega escondido su vital energía. De este movimiento brota una luz que da calor al corazón y enrarece cuando menos las nieblas de la inteligencia. Entonces es cuando el poeta se enseñorea de un mundo imaginario y descubre en él los seres típicos que ofrece después al mundo real para poner de bulto la intensidad o el acrisolamiento de los afectos humanos: entonces es cuando el artista remontándose a regiones ideales concibe la belleza en abstracto para reproducirla concreta con el esmero de la forma: cuando el sabio busca afanoso y tropieza con la solución de los arduos problemas que ensanchan de cada día el vasto círculo de la ciencia: cuando el estadista examina con el microscopio de la prudencia, y pesa en las balanzas de la justicia los medios que conducen a la cultura y engrandecimiento de los pueblos. Y es por ventura escasa la suma de bienes que reporta a la sociedad ese trabajo invisible? 

Pero, ha nacido el hombre únicamente para procurarse toda suerte de goces materiales haciendo servir a este objeto sus adelantos en las artes y en las ciencias? Es su más noble privilegio el de ser sabio, poeta o legislador? No ha venido al mundo con una misión más importante, más personal y privativa? 

No se le ha señalado un blanco más alto adonde tener puestas de continuo sus miras? Trate enhorabuena de sondear los arcanos de la naturaleza; sea empero después de sondeados los de su corazón y de su destino. Cuando la pupila de sus ojos, si se nos permite esta expresión, se vuelve hacia adentro, y al destello de una luz superior registra las profundidades del pecho: cuando se aplica el oído a los latidos del corazón y en el silencio de las pasiones se percibe no ya el grito sino el más leve murmullo de la conciencia: cuando el alma fabrica, por decirlo así, un espejo inmaterial en que se está contemplando detenidamente; entonces es cuando el hombre se entrega a la más seria, más útil y más trascendental de sus ocupaciones. Liviano pasatiempo son los otros al lado de ese indispensable ejercicio: frívolos o perniciosos los estudios que de este no van precedidos Y será que de ellos la sociedad no reporte beneficio alguno? Será que nada tenga de contagioso el vicio, nada de edificante la virtud? 

Será que sin el perfeccionamiento individual se espera llegar el perfeccionamiento, colectivo? Los que tan mal avenidos se hallan con la vida contemplativa es porque miran con igual desdén la enseñanza que de ella procede, y sus declamaciones económicas no son más que un disfraz especioso para encubrir la deformidad de su vergonzante materialismo.

La comida fue poco alegre y menos su regreso al pueblo de Andraitx. En el camino promovió Romualdo una discusión religiosa: sus compañeros la rehuían, pero él volvía a la carga con obstinado empeño. Yo quiero conceder, decía, que el catolicismo tenga puntos vulnerables; pero dónde está el sistema que no los tenga? Él dice: yo soy la verdad, y no le creemos: pero, quién es el otro que posea tantos derechos para decirlo? Será mi razón que está en desacuerdo 

con la vuestra, o la vuestra que contradice a la mía? Será mi razón de la mañana que dice sí, o mi razón de la tarde que dice no? La filosofía contestáis? La discordia de los relojes de Iriarte? Yo quiero la meridiana. Dadme, dadme repetía con febril insistencia, la verdad pura, completa, incontrastable. Dadme una base sólida en que pueda reposar mi cabeza. Dudar? dudar? Se puede seguir viviendo y dudando? 

La mañana siguiente regresaron a la capital, y Romualdo anduvo casi todo el día separado de sus compañeros. Al anochecer los encontró en la fonda que se disponían para ir al teatro: 

- Amigos míos, les dijo, esta noche me embarco. 

- Para dónde? preguntó Federico. 

- Para la Argelia. 

- Y eso? 

- Voy a pedir el hábito de trapense

- Vaya una broma! 

- Hablo con toda formalidad. 

- Estás loco? 

- Al contrario, hoy empieza mi cordura. Hermanos! hermanos míos, morir tenemos. Ayer lo decíamos de burlas, hoy os lo digo de veras. 

Y dándoles un apretón de manos se entró en su cuartito para arreglar el equipaje. 

- Ayer trápala, hoy la trapa! exclamó Federico con el ademán de quien se ríe por fuerza. El valenciano seguía callando, y de su silencio no podía deducirse si aprobaba la resolución del uno o el retruécano del otro. 

Si Federico se quedó estupefacto no hay para qué decirlo. Su sorpresa fue grande; pero si cabe mayor todavía cuando la noche siguiente le dijo su compañero: 

- Querido, yo también me embarco. 

- Para la Argelia?

- Para Valencia.

- Y a qué? 

- A reunirme con mi mujer, a consolar sus lágrimas, a pedirle perdón de mis extravíos. 

- Y Conchita?

- Enemigo! y en tan crítico momento osas pronunciar este nombre? No conoces que está continuamente resonando en mis oídos, y que cada vez me abre una herida más profunda en el corazón! Me ves en una pendiente resbaladiza, y en vez de darme la mano para que suba, me das un empellón para que ruede al precipicio? Federico! Federico! Dios me perdone y Dios la perdone. 

Y saco un pañuelo para enjugar el raudal de lágrimas que de sus ojos salía. 


III. 


Llegó Federico a Barcelona solo y tan profundamente afectado que sus mayores amigos se devanaban los sesos en valde no pudiendo atinar la causa de su mudanza de costumbres. Quien le suponía enfermo, quien ciegamente enamorado: unos achacaban su retraimiento del gran mundo a pérdidas en el juego, otros a quiebras en sus intereses, y para algunos no podía salir de esos dos extremos, o víctima de amorosos desengaños o víctima de políticas decepciones. Pero él encerraba en su corazón el verdadero motivo, que no era tanto el vivo recuerdo de las escenas grotescas como su resultado inmediato, cual lo manifestaba la súbita resolución de sus dos compañeros. No tenía que cumplir un deber tan imperioso como el uno, no se le exigía un sacrificio tan duro como el que se había impuesto el otro; pero el gusano roedor había despertado de su largo sueño, y su conciencia no dejaba de hablarle con la voz del remordimiento.

En ese estado, algo parecido al que describe san Agustín en sus Confesiones, varios negocios reclamaron su presencia en el antiguo teatro de sus hazañas militares. Cuántos recuerdos se agolparon en su memoria! Paseábase cabalmente por la plaza de uno de aquellos pueblos cuando vio a la viuda Capdevila, y a su hija mayor que salían de la iglesia. La notable hermosura de aquella niña, bien que pobremente vestida, no pudo menos de causarle una impresión halagüeña. Su mirada la siguió por unos momentos como arrastrada por una fuerza superior, y su imaginación empezó a dar cabida a una serie de ideas más propias de la poesía que de la vida real y positiva. ¿Qué le impedía el crearse en aquellas montañas una nueva Arcadia, y saborear tranquilos goces al lado de su bellísima pastora? No era dueño de sí mismo? No se sentía fatigado ya del bullicio? No experimentaba en su pecho el vacío?... Bah! se dijo, una pasión más! Mi corazón ha pasado por las vicisitudes de tantas! Tengo tan conocido el valor de estos rostros angelicales! He sido tantas veces su víctima... y su verdugo! 

Pero a pesar de esto no se abstuvo de preguntar quiénes eran aquellas mujeres, y como al contestarle le contestasen largamente vino a deducir, y hasta a tener completa certidumbre de haber sido la causa próxima de su pobreza, el agente fatal de su ruina. 

Arrepentirse! mas, de qué aprovechaba a esas pobres mujeres su arrepentimiento? Resarcir los daños! Pero, tocábale a él responder de los estragos de la guerra? Desentenderse de ello! Y no fue una orden suya cruel y arbitraria la causadora de tantos desastres? Por otra parte: indemnizar a los Capdevila, no sería acercarse él mismo a su propia ruina? No sería lastimar su propia honra, confesándose en público reo de atrocidades y bárbaros incendios? En tan críticos momentos su corazón le ofrecía la transacción más lisonjera. Casarse con la niña. La sugestión era vehemente, y bajo cierto aspecto razonable. Mas, era tan joven ella! Y luego, no habían sido sus hermanas igualmente perjudicadas? No había perdido la madre a su esposo? Si había nivelado a todas la desgracia, para qué establecer privilegios en la fortuna? Y además, ¿era cosa digna aspirar a una corona de rosas cuando se reconocía merecerla de espinas? Dónde estaría el sacrificio? Oh, qué hermosa, qué hermosa estaba entonces aquella jovencita en su exaltada fantasía! El ángel se sobreponía a la mujer: su belleza no era ya puramente humana, tenía algo del casto brillo que reviste a los moradores del paraíso. Y no sería profanarla en ciento modo el hacerla objeto de las últimas emociones de un corazón gastado? Podía conciliarse la idea de la expiación con la de hacerse dueño de tan seductores atractivos?

Revolviendo estas ideas se fue a su posada y no pegó los párpados en toda la noche. Por la mañana se avistó con el cura párroco, y encerrados en su gabinete hablaron largamente, si bien Federico guardó silencio sobre una multitud de puntos relacionados con el objeto de aquella conversación. Las últimas palabras del buen sacerdote fueron estas: No puedo aprobar ligeramente los designios de V., pero tanto ha insistido que me atrevo a decirle: Váyase V. a Barcelona, y si pasados tres meses vuelve V. aquí con las mismas intenciones, me hallará dispuesto a prestarle mis servicios. 

Muy distante se hallaba el cura de pensar en la vuelta de Federico cuando el día mismo de espirar el plazo se le apareció este y le dijo: 

- Vengo resuelto a no admitir más dilaciones. 

- Pero, por Dios y por la Virgen, considere V... 

- Está todo considerado. 

- Esta señora tiene treinta y cinco años. 

- Y yo perdiera la partida si jugase a la treinta y una. 

- Además, sus cualidades...  

- Morales?

- Oh, no: las morales son excelentes.

- Pues me basta.

- Pero, y las físicas?

- No me importan.

- Ella no consentirá.

- Y me apadrinará uniendo sus ruegos a los míos.

- Y sus hijas?

- Serán mis hijas, y bajo este supuesto espero que en llegando su edad no ha de faltarles un partido ventajoso.

- Pero ya ve V. que la mayor, vamos es tan guapa...y verla siempre... Por qué no se casa V. con ella?

- Casarme con esa linda criatura! Y V. me lo aconseja? Sabe V. que, pero no... no es posible. Es demasiado niña.

- Sin embargo, otras más jóvenes...

- Le digo a V. que es imposible. Lo ha resuelto mi corazón y es como si estuviese empeñada mi palabra. Su porvenir corre por mi cuenta, y será más bello que si participara del mío. La tengo destinada al hijo de un amigo, gran propietario de estas cercanías, que concluidos sus estudios la llevará a su pueblo donde vivirá rica, amada y tranquila.

- V. lo tiene todo previsto, hágase pues su voluntad.

- El corazón me dice que es también la de Dios, que me ha traído aquí para labrar la dicha de toda esta familia.

- Y V. sacrifica la suya?

- No le ha sucedido a V., algunas veces tener que velar a un enfermo hasta muy entrada la noche, y volverse a la rectoría , precedido de un mozo con un hachón o linterna encendida?

- Bastantes.

- Pues, el que le alumbraba a V. no se alumbraba también a sí mismo? Cree V. que se puede ser infeliz haciendo felices a nuestros hermanos? Temerlo no sería desconfiar de la Providencia divina?

- V. me pasma al mismo tiempo que me edifica. Estoy a sus órdenes, sea que V. obre así por sentimientos humanos o por inspiración del cielo.

Y cogiendo el bastón y el sombrero se fueron ambos a la pobre casa de la viuda Capdevila, que sorprendida de la visita lo quedó cien veces más de su objeto. No era de esperar que en medio de su asombro se le escapasen palabras de consentimiento a tan imprevista demanda; pero la resistencia no podía ser ni empeñada, ni duradera, cuando el interés mismo de las hijas obligaba a la madre a no rehusar aquel bien que se le entraba por sus puertas. Federico guardó perfectamente el secreto que podía considerarse móvil de su conducta, y luchó varonilmente con los estremecimientos de su corazón, sin que nunca ni la más ligera frase, ni la más furtiva mirada hiciesen traición a sus generosas resoluciones. Estaba decidido a vencerse a sí mismo y la victoria no podía menos de coronar sus esfuerzos. 

Superfluo es continuar. A los pocos meses se efectuó aquel extraño matrimonio con la bendición del digno cura que había intervenido en los preliminares. Obligáronle los desposados a participar de un opíparo almuerzo, y concluido este marchó toda la familia a vivir en Barcelona, donde Federico no tuvo ocasión ni motivo de arrepentirse de su noble corazonada. Teníase por más que medianamente dichoso, y de vez en cuando exclamaba a sus solas. Pobre Romualdo mío a tus locuras y a tu ejemplo debo el seguir por el camino de la virtud rodeado de tranquilos afectos y de legítimas complacencias. 

lunes, 25 de octubre de 2021

VI. DESASTRE DE FELANITX. 31 de marzo de 1844

VI. 

DESASTRE DE FELANITX

31 DE MARZO DE 1844. 

I.

La catástrofe horrorosa ha tenido lugar en el pueblo de Felanitx: no la anunciamos a nuestros lectores, porque ninguno de ellos la ignora; no pedimos sus lágrimas, porque todos han llorado de lástima y de espanto: apuntamos solamente una fecha más en el calendario de las grandes calamidades. Solemnizamos una nueva fiesta de dolor, indicamos una amarga fuente de lúgubres y aterradoras inspiraciones. 

II.

Como un hijo indócil y presuntuoso que abandona la casa paterna en los primeros días de su juventud, que orgulloso de sus fuerzas rompe los lazos de familia, quiere vivir por sí mismo y olvida las tradiciones de sus antepasados; nuestro siglo pupa para emanciparse, para sacudir también la tutela de los siglos anteriores, y quebrar la cadena misteriosa que el tiempo va forjando lentamente. Pero los poetas que viven de recuerdos cantando antiguas glorias, o lamentando pasados infortunios, se esfuerzan en soldar los eslabones entreabiertos, y derraman sobre el corazón de sus contemporáneos parte del júbilo o de la aflicción de las generaciones ya difuntas. ¿Podríais permanecer insensibles a la relación de los estragos que causó un día el arroyo, por cuyas orillas os paseáis ahora indiferentes? Podríais leer con ojos enjutos la triste descripción de aquellas inundaciones espantosas, que arrastrando las puertas de la ciudad, desmantelando sus muros y bramando por sus calles, derruyeron centenares de edificios, y arrebataron en una sola noche millares de víctimas que reposaban descuidadas en brazos de un sueño voluptuoso o tranquilo? 

No resonarían en vuestros oídos los gritos de tantas viudas desoladas, de tantos huérfanos infelices, de tantos que vieron sepultarse en aquella tumba improvisada el báculo de su ancianidad o las flores de sus cariños y esperanzas? No os consternaría el recuerdo de aquella general consternación? 

Así también se acongojarán, y se estremecerán, y llorarán las generaciones venideras, cuando se les diga que de un viejo cementerio salió de improviso la muerte, y en un momento diezmó la población de Felanitx. Faltarán los testigos de este desastre, y no quien le llore; las lágrimas que arrancará todavía sobrevivirán a sus lamentables resultados. 

III. 

Celebrábase una función piadosa: el pueblo y el clero reunidos en devota procesión recordaban el camino que anduvo Jesucristo desde el pretorio de Pilatos hasta la cima del Calvario: un canto unísono, pausado y penetrante dominaba el sordo rumor de los pasos y el movimiento de la multitud, que se abría en dos filas para ver la procesión, o la seguía lenta y compungida: un sacerdote de vida ejemplar, de costumbres puras y corazón ingenuo, descalzo hasta las rodillas, vestido de oscura túnica, coronado de espinas y llevando una cruz acuestas, figuraba al Hijo del hombre enmedio de dos ladrones, y seguido de aquellas turbas de pueblo, y de mujeres que plañían y lamentaban su acerbo suplicio. Las nuevas autoridades presidiendo este acto religioso inauguraban esta vez su dignidad: y la voz de un orador cristiano, enérgica por la situación y elocuente por su sencillez, resonaba en señalados trechos para explicar uno por uno los acontecimientos de aquel doloroso camino, y arrancar de sus oyentes lágrimas de compasión y de penitencia. Era aquello la anual representación de un misterio cuyo desenlace es la muerte del Redentor, y la muerte sorprendió a los actores y espectadores casi al principiarse la jornada: sufrieron lo que iban a meditar.

IV.

En aquel momento recordaban a la santísima Virgen, cuando salía al encuentro a su divino Hijo en la calle de la Amargura; en aquel momento los dolores de la Madre a vista de los padecimientos del Hijo, la inmensa aflicción del Hijo a vista de las angustias de la Madre, ocupaban la atención de todo el pueblo; en aquel momento, cuántos hijos presenciaron la rápida agonía de sus madres! cuántas madres abrazaron los mutilados cadáveres de sus hijos! 

V. 

Osaréis preguntar a Dios por qué descarga la vara de su justicia sobre un pueblo, cuando este levanta su corazón y sus ojos al cielo, cuando a lo menos por un momento se despoja del hábito de pecador y viste el sayal de penitente, cuando sus labios no tienen más voz que el clamor incesante de misericordia? Osaréisle preguntar por qué, a vista de tales sentimientos, no suspende los efectos generales de las leyes físicas que estableciera para la conservación del mundo material? Osaréisle preguntar dónde está su providencia? Por qué no envió un ángel que sostuviese milagrosamente el ruinoso paredón, o espantase visiblemente la multitud, que incauta se agolpaba sobre él, apresurando así su caída y el desmoronamiento instantáneo del terraplén? Y si un día aglomerada en el mismo sitio se abandonase la población a las seductoras impresiones del placer, bañase de voluptuoso aroma las imágenes de su mente y los deseos de su corazón, aflojase la rienda a pervertidos impulsos, y confiando en la vida, descuidada, imprevisora, gravitase sobre aquel engañoso pavimento, ¿debía también Dios enviar un ángel para sostenerlo? Sería menos horrible la muerte por no estar precedida del pensamiento efe la eternidad? Sería menos lastimoso el espectáculo de tantos cadáveres vestidos de baile y coronados de flores? - Probablemente hubieran sido menos las víctimas. - Probablemente hubieran sido más desgraciadas. Oh! no dudéis de la misericordia de Dios, ni del poder maravilloso de la contrición. 

VI. 

Como la ola, que viniendo hinchada embiste las rocas de la orilla, y las cubre con su manto de espuma, desplomóse un monte de tierra, y cubrió a los infelices que estaban debajo; rodaron las piedras, y quebrantaron los huesos de los vivientes; rodó la menuda arena, y sepultaba ya sus cadáveres. 
¿Quién contará los alaridos de aquel momento fatal? El que contara las piedrezuelas desprendidas de su antiguo sitio. Conmovióse la tierra, y como de un inmenso surtidor brotó la consternación y el espanto; raudales de consternación corrían rápidamente hacia las villas y pueblos circunvecinos, y de las villas y pueblos circunvecinos vinieron rápidamente raudales de conmiseración y asombro. 

VII.

¿Será verdad que el joven sacerdote, que para contemplar más vivamente la pasión de Cristo, caminara tantas veces cargado de una cruz y ceñido de una corona de espinas, comportó en su muerte uno de los cruelísimos tormentos que sufriera el divino Redentor? Será verdad que una piedra desprendida torciese una espina de hierro de su corona, y se la hincase en el cerebro, barrenando el cráneo y atormentándole horriblemente antes de exhalar su espíritu? Será verdad que los ecos de su agonía se oyeron por entre los resquicios de los escombros? Ah! ciertamente no había creído consumar la obra del Calvario. Discípulo fervoroso del Crucificado morirá, no extendido, sino agobiado bajo la cruz de su maestro. También él había cumplido treinta y tres años! Cómo le llorarán los pobres de Felanitx de quienes era consolador y amigo! Cómo le echará (de) menos esa nueva y simultánea generación de huérfanos desvalidos y menesterosos nacida entre los horrores de una calamidad inesperada! 

VIII.

Una idea atroz espeluzna mis cabellos y envenena el manantial de mis pensamientos: mis nervios se crispan, y siento helarse la sangre de mis venas. Me figuro como el declive de un collado erial en que asoman miembros palpitantes, a guisa de esparcidas matas de menuda yerba: tal vez la cabeza de un tronco ya estrujado, tal vez la mano de un cuerpo hundido que respira aún; ¿y quién sabe si en aquellos momentos de trastorno mental, de acciones instintivas, de confusión imprescindible, la azada que desenterraba un cadáver no sepultaba más de un viviente, la premura con que se acudía al socorro de un deudo no hacía perecer un amigo, la planta que volaba a los gritos de una víctima querida no magullaba y pisoteaba una víctima desamparada? Cómo prescribir la paciencia a los torturados moribundos, y el orden a sus impacientes libertadores!

IX. 

Hijos, madres y esposas, que buscando el objeto de vuestro cariño, revolvéis los cadáveres hacinados en insepultos montones, ¿cómo podréis distinguirlos, estando fracturados sus talles, y aplastadas y ensangrentadas sus fisonomías? No esperéis conocer al mancebo por sus juveniles formas, ni a la linda joven por la hermosura de so semblante. ¿De qué servirán vuestras investigaciones? Estos cadáveres no pueden hablar ya a vuestros ojos, como tampoco pueden hablar a vuestros oídos. En valde os afanáis para regarlos con vuestro llanto, para darles el abrazo de eterna despedida, para decirles el adiós postrimero: en ellos está borrada y desfigurada la imagen que conserváis ilesa en el corazón.
- Buscamos solamente algún indicio en sus vestidos para conocer a los que amamos. 

X. 

¿Por qué se desplomó en tan crítico momento el murallón que tantos años permaneciera desvencijado y ruinoso? Porque el nuevo peso que encima se le acumulaba era superior a la resistencia de su base. Esta reflexión dejará satisfechas las dudas del filósofo de corazón árido y miras limitadas: pero ¿creéis que ese fatalismo glacial, esa resignación infecunda al imperio de una causa ciega, pueda enjugar una lágrima sola de cuantas ha hecho verter catástrofe tan espantosa? En las causas secundarias se puede buscar la razón física de ese desastre, mas para encontrar su consuelo es necesario remontarse hasta la causa primordial, la causa de todas las causas. Los que tengan el pecho encallecido, y no hayan probado una gota de ese cáliz de amargura, podrán prescindir, si así les place, de los inescrutables designios de la Providencia; pero a los que han visto rotos de un golpe sus más dulces vínculos de parentesco, a los que han perdido de repente las hermosas ilusiones de su risueño porvenir, a los que arrastran un cuerpo horriblemente contuso, mutilado, no les expliquéis las leyes del equilibrio; habladles sí, de los inapeables juicios, de los caminos secretos, y de la voluntad augusta del supremo Legislador del mundo. 

XI. 

Hermoso niñito de rubios cabellos que no has visto siete primaveras todavía, ¿adónde llevas de la mano a tus dos hermanitos que gimiendo te acompañan?
- Al cementerio. - ¿Y qué habéis de hacer allí? - Buscaremos a nuestro padre y a nuestra madre que fueron al sermón y no han vuelto a casa. - Mirad que es tarde ya, y van a cerrar sus puertas. - Nosotros quedaremos dentro hasta encontrarlos.- Hijos míos, ya no tenéis otro padre más que Dios. 

XII. 

¿Qué tenéis, pobre anciano, que así retorcéis vuestros brazos, y claváis en el cielo esa mirada penetrante como vuestro dolor? Qué tenéis? - Ayer tenía una esposa y dos hijos, hoy nada tengo. - Y vos, buena anciana, que ni lloráis a gritos, ni mesáis vuestros cabellos, que sólo indicáis vuestra angustia en sordos gemidos y en la palidez de vuestro semblante parecido al de todos los habitantes de ese pueblo, ¿por ventura no tenéis que lamentar alguna desgracia en vuestra familia? - No tengo más que una hija. - ¿Y está sana y salva? - Tiene solamente un muslo roto.- Un muslo roto! y la buena mujer no se atreve a lamentarse. La participación del quebranto universal ahogaba los quejidos de las aflicciones individuales. 

XIII. 

¡Ay de vosotras, esposas desgraciadas, las que en aquellos días de angustia sentíais un dulce peso en vuestras entrañas, y aguardabais la sonrisa de un nuevo hijo para dar tregua a vuestras lágrimas! El terror y el susto han emponzoñado el jugo alimenticio de los que debían consolaros con su esperado nacimiento. Jóvenes tiernas, que saboreáis aún las risueñas emociones del festín de vuestro desposorio, cuán caras van a seros las primicias de la maternidad! Sentiréis agudísimos dolores, y vuestro parto no será alumbramiento. El fruto de vuestro seno pasará de un sepulcro viviente a un sepulcro inanimado, como sus mayores han sido trasegados de una tumba imprevista a la tumba de su eterno reposo.

XIV.

Si consideráis este fracaso como acontecimiento fortuito en el cual no haya tenido parte alguna la Providencia, carecéis de fé. Si lo consideráis como castigo directo y exclusivamente merecido, no tenéis caridad. Cualquiera de estos dos sentimientos está falseado si está solo. Si acusáis a Dios, sois blasfemos; si acusáis a las víctimas, sois impíos. ¿Creéis que el pueblo de Felanitx fuese reo de mayores delitos que los que inficionan (infectan) a los otros pueblos? Yo os digo que no. ¿Pensáis que estos Galileos, cuya sangre se ha mezclado con la de sus sacrificios, fuesen más pecadores que sus conciudadanos, porque tanto han padecido? Yo os digo que no. 
¿Pensáis que aquellos diez y ocho sobre quienes se desplomó la torre de Siloé, fuesen más deudores a la justicia divina que los otros habitantes de Jerusalén?
Yo os digo que no.

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https://www.diariodemallorca.es/part-forana/2019/03/28/175-anos-timba-felanitx-provoco-2889450.html

V. APRENSIONES Y CASUALIDADES.

V.

APRENSIONES Y CASUALIDADES. 

Tres veces el astro de la noche ocultara del todo su prestado resplandor a los habitantes de la tierra: tres veces apareciera de nuevo como una pincelada amarilla echada por distracción en la tela azul del inmenso espacio: tres veces, como ejemplo de la inconstancia humana, repitiera la periódica variación de sus fases; y ni la alteración más leve había padecido todavía en su luminoso disco la hermosa luna de miel de dos jóvenes esposos, quienes, al contemplarla en su plenitud seductora, ni temían lejano, ni creían posible el menor decrecimiento; Unidos por el amor, de amor vivían, retirados en una solitaria quinta, cual si tuvieran escrúpulo de lastimar los ojos de la envidia con el espectáculo de su felicidad y de su recíproca ternura. Nada menos dramático que sus conversaciones: semejantes a la poesía hebraica, en ellas alternaban las palabras, pero repetíanse las ideas, como si cualquiera de ellos fuese un eco 

mental de su interlocutor. Juntos siempre los dos, ora estuviesen entretenidos en casa, ora cultivasen un pequeño cercado, que llevaba el título inmerecido de jardín, o ya saliesen a dar largos paseos por los frondosos alrededores, pudiera decirse de cualquiera de ellos, que era la sombra de su consorte. 

A pesar de todo esto por dos o tres veces había ya sucedido que el esposo partiera solo hacia la ciudad, sin dar explicaciones satisfactorias de los motivos que allá le conducían. Achacábalo de una manera vaga a negocios de importancia, lo que era abrir un campo inmenso a conjeturas y recelos; parecía empero que el tierno abrazo de despedida encerraba la mágica virtud de impedir que brotasen tan malas yerbas en el corazón de la recién casada, inexperto y sencillo como el de una virgen. Así la separación material de algunas horas, breve paréntesis de su felicidad, no producía en ella más desazón que la de una ligera impaciencia, deseando que el día acelerase su carrera, a fin de gozar en el siguiente el nuevo abrazo con que solemnizaba siempre su regreso el cariñoso marido. 

Hacía más de veinte años que el padre de este había comprado la retirada quinta, en que la dichosa pareja vivía alimentándose aún del pan de la boda, como los antiguos dioses de néctar y ambrosía. La ambición y el gusto de ser 

propietario le habían costado un pleito, y tuvo que pasar a Madrid para sostenerlo. Hallábase cierto día en uno de los cafés de la corte, cuando entrando un caballero y dirigiéndose hacia él, exclamó: Señor de Ribalta!, y al mismo tiempo que nuestro novel propietario se inclinaba para saludarle, otro personaje, sentado a la mesa contigua, tendía la mano al recién venido. 

- Con qué también V. es Ribalta? díjole nuestro hombre, tratando de cubrir con una benévola sonrisa la confusión que le acarreó su precipitada cortesía. 

- Eugenio Ribalta y Soler, para servir a V.  

- Y Eugenio también? Qué diantre! V. es un tocayo superlativo. Tres veces homónimo de mi chiquillo. 

- Ah! con que tiene V. un chiquillo? Pues señor, no puedo decir yo otro tanto. Parece que a mi mujer no le ha valido el ser tocaya de la madre de Samuel

Y cuando uno empieza a tener los cabellos grises... pero en fin, que le haremos? Ya que la suerte me ha favorecido, dándome noticias de esta segunda o tercera edición de mi fé de bautismo, no puedo menos de ofrecerme a la disposición de V. Agente de negocios: calle de... 

- Providencia divina! Si he venido aquí para un pleito! 

De esta forma entablaron relaciones amistosas los dos Eugenios Ribalta. Nuestro litigante, más feliz que Teseo, había encontrado a la vez un Piritoo, un hilo de oro para salir del laberinto curial, y casi diríamos una Ariadna en la tocaya de la madre de Samuel. Pero en Dios y en conciencia que no pasó de mero tertuliano, y al regresar a su patria, con un fallo definitivo que le aseguraba el tranquilo posesorio de la finca disputada, merced a su derecho y a los buenos oficios de su sagaz consejero, conservó siempre buenos recuerdos de aquella familia, y algunas cartas de tarde en tarde echadas al correo, parecían marcar las olimpiadas de su casual y dichoso conocimiento. Ignorábalo completamente el hijo, a quien pudiéramos llamar Eugenio tercero, así es que no cuidó de participar al agente de negocios la defunción de su padre, ocurrida dos años antes de verificar su matrimonio. 

La quinta que habitaban Eugenio y su apasionada compañera está situada en la falda de una de esas desiguales y escabrosas montañas, que extendiéndose al occidente de nuestra isla, se elevan como un triple valladar opuesto a las olas que vienen del continente español. Una mula con su correspondiente aparejo estaba arrendada a un anillo de hierro puesto a la puerta exterior: Eugenio con botines de cuero, sombrero de palma y una delgada vara de acebuche en la mano la desataba tranquilamente. 

- Y no te parece que hoy partes demasiado tarde para ir a la ciudad? 

- En verdad que ese diablo de hortelano me ha enredado más tiempo del que convenía; pero con poco más de tres horas estaré allá si Dios quiere. 

- Dentro de poco se habrá puesto el sol, y tú no estás acostumbrado a viajar de noche. 

- Eso no le hace. Piensas que he de tener miedo? 

- Si aguardases a mañana? 

- Mira Adelita, estamos a catorce de octubre, pasado mañana son tus días, y es preciso, de toda precisión, que antes haya dado vado a esos negocios que traigo entre manos. 

- Estos negocios... repitió lentamente Adela. 

- Vaya, adiós, adiós. Pero sabes, Adelita, que siento un dolor en mi mejilla izquierda. 

- Y eso? 

- Es que está quejosa de ti porque no me has dado más que un beso en la derecha. 

- Ah! dijo Adela, y se abalanzaba a cumplir el deseo de su esposo; mas de repente se encendió su rostro, brotaron lágrimas de sus ojos, retrocedió un paso, volvió las espaldas, y echó a correr y a ocultarse por la puerta de la quinta. Eugenio sorprendido quería seguirla, pero creyendo que no era aquello más que una explosión de nimios temores y efímero sentimiento, y viendo además que se hacía muy tarde, montó en la mula y tomó el camino hacia la ciudad. 

Aún no había andado trescientos pasos cuando se detuvo en un altillo desde el cual se descubrían las ventanas de la quinta. Solía aquí volverse y agitar su pañuelo respondiendo a iguales demostraciones de parte de su Adela; pero esta 

vez las ventanas no presentaban más que su negro vacío. Tentaciones tuvo de desandar su camino, pero al fin se decidió a continuarlo. Si estará llorando? decía entre sí. Habrá niñería! Pero, por qué llora? 

Por qué! Difícilmente lo hubiera adivinado. Adela confiada por naturaleza no podía abrigar recelos contra su esposo: segura de la ingenuidad de sus palabras no comprendía los pretextos: ardiente en sus afectos no sospechaba la tibieza. Creía a todos los corazones elevados a la misma temperatura. A lo menos al de su Eugenio le creía tan igual al suyo en sentimientos como en pulsaciones. El matrimonio, así como había santificado, había también embellecido las ilusiones del amor, ¿y podía soñar siquiera que la constancia les concediese tan sólo un plazo menor de tres meses? 

Pero aquellos negocios de los cuales se le callaba el origen y los pormenores... aquellas excursiones cuyos resultados ignoraba... ¿sería acaso que en este secreto tan obstinadamente guardado se envolviese un misterio de iniquidad? Sería que otra mujer...? Esta idea la había asaltado de improviso: había penetrado en su mente rápida y mortal como el cuchillo de un asesino que acomete por la espalda. Adela se avergonzó de haberla concebido, pero su sonrojo no mitigaba ni el dolor ni el frío horrible de aquella súbita puñalada. Huyó de su esposo, como hubiera querido huir de sí misma para libertarse del fatal espectro que involuntariamente había evocado. 

parecía que iba a sentarse en la pelada cima de Galatzó


Entretanto el sol seguía en su majestuoso descenso: parecía que iba a sentarse en la pelada cima de Galatzó, a guisa de viajero cansado que gusta de dar la última ojeada al país que abandona. Sus rayos tibios como los de la luna no molestaban con su calor ni con su claridad deslumbradora: las sombras se extendían a los pies de los árboles como si quisieran huir del abrigo de sus copas, y los vientos parecía que estaban aprisionados en sus cavernas. Eugenio atravesaba un frondoso valle, silbando maquinalmente una canción favorita; en su cabeza empero se revolvían diversos pensamientos, y para darlos a conocer al lector es preciso valernos de monólogos, echando a perder la mayor parte del efecto que hubieran producido si se pudiesen traducir con toda su rapidez y vehemencia, su falta de ilación y su vaguedad misteriosa. 

"Yo no sé por qué razón ha de llorar hoy, cuando siempre la he dejado tan risueña y tan contenta. A bien que se verificará lo del Evangelio: Y vuestra tristeza se convertirá en gozo. 

Qué magnífico efecto harán aquellas preciosas amatistas sobre su cuello tan blanco... tan blanco! 

Adelita es un copo de nieve... con un corazón de oro y un alma de ángel. 

Es mucho lo que me quiere. Somos recíprocamente ídolo y sacerdote. 

Y dicen que en la tierra no se puede encontrar la felicidad? Los escritores ascéticos como que hayan padecido siempre de hipocondría. Exageran mucho. Si los viciosos no pueden ser felices, tanto peor para ellos. Para ser buenos no es menester desollarse a disciplinazos

Oh! Dios mío, que pródigo de bondades habéis sido para conmigo! Cuánto merecéis que yo os ame! 

Los sabios se han calentado la cabeza buscando el sitio del paraíso terrenal; yo que soy un lego en la materia les diría: Ahí, detrás de esas montañas. 

Si no es el paraíso de Adán, es el mío. Es un Edén algo escabroso, pero es un Edén. 

Qué me falta a mí para ser completamente feliz? Nada. Tengo el corazón lleno hasta los bordes como una copa de vino generoso. 

Pero un golpe dado por inadvertencia puede romper el cristal, y derramarse el licor en medio del banquete! Ah! sí, algo me falta: la seguridad y la duración de la dicha que poseo. 

Si estuviese seguro de vivir veinte años de la vida que ahora disfruto... Esto sería una eternidad de gloria. Una eternidad?... Un relámpago. Veinte años pasarían como han pasado esos tres meses. 

Muy corta es la vida del hombre. ¿Qué le costaba a Dios hacerla durar tres o cuatro siglos? Si me diesen a escoger, y me preguntasen ¿quieres ser Alejandro Magno, o Virgilio, o Napoleón, o Rothschild! yo contestaría: Matusalén... pero Adela habría de vivir tanto como yo. Sin esta condición... Qué, sin esta condición...?

Ay, Dios mío, quién de los dos morirá primero? Si es ella, qué horrible soledad! y si me sobrevive, me llorará mucho? Me llorará como estaba llorando ahora? Mas, por qué habrá prorrumpido en llanto? A qué viene ese lloro tan  intempestivo? Será que su corazón le anuncie algún pesar, que presienta algún infortunio?

Y qué habrá de verdad en esto de presentimientos? Cómo pueden los filósofos explicarlo? Ni la inteligencia de un suceso impensado, ni la previsión de uno posible bastan para formular un sistema. Y por qué el corazón ha de anunciar solamente las desgracias? Por qué ha de ser solamente un ave de mal agüero? 

Supongamos que ha de darme un accidente cualquiera: ¿Cómo puede impresionar el alma de Adela un hecho todavía no existente? Cómo es posible que el efecto preceda a la causa? Verdad es que Dios nos ha rodeado de tantos misterios tangibles, sin duda para que creamos en otros que están más fuera de nuestro alcance... 

He dicho: supongamos. Y quién sabe si en realidad ha de sucederme una desgracia? Lo cierto es que Adela llora, que llora hoy y no había llorado otras veces. Si esto es un presentimiento, ¿cuál debe ser la desgracia que ha de ocurrirme? Si no lo es... de seguro que estoy tan triste como si lo fuese." 

Al volver un recodo de la fragosa cuesta que a manera de banda terciada sube un escarpado cerro para continuarse descendiendo en la vertiente opuesta, dos o tres cuervos pasaron volando por cima de la cabeza de Eugenio. Su graznido desagradable a los oídos, produjo en su pecho una impresión mal definible, pero de fijo nada halagüeña. 

"En verdad, seguía diciendo, o por mejor decir pensando, en verdad que razón tenía aquel religioso, aplicando a los pecadores el nombre de cuervos

Crás, crás. Siempre mañana. 

Mas, por qué los pecadores solos? No vivimos todos con esta idea fija? 

No somos todos una especie de cuervos? Yo también digo: crás. Yo también cuento con un placer dulcísimo para el día de mañana. 

Pero si es un cuervo el que me anuncia este día, ¿qué puedo esperar de bueno? Mensajeros de malas nuevas, por qué no las traéis siquiera bien expresadas? 

En todos tiempos se ha creído en agüeros. Quién debió de inventar esta creencia? Sería posible que un pueblo tan culto como el griego, que uno tan inteligente como el romano, se dejase engañar por media docena de impostores

Los apóstoles de la civilización declamarán cuanto quieran; pero ¿son capaces de explicar todos los arcanos de la naturaleza? Si el llanto de Adela fuese un presentimiento...? Si el graznido de los cuervos fuese un agüero...? 

Un agüero? Y de qué? crás, crás. Este chillido me hiela el corazón."

(Recuerden el poema de Edgar Allan Poe, de esta misma época, the raven

En esto había subido ya el áspero repecho: hallábase en la parte superior de la montaña y apeóse de la mula para bajarla con menos riesgo o con mayor descanso. El largo y profundo valle que descubría estaba todo cubierto de sombra, el ramaje de los pinos en las vertientes laterales era ya de un verdinegro muy subido: las copas de los olivos que alfombraban la hondonada, inmóviles y uniformes producían un melancólico aspecto; solamente a lo lejos, allá en las últimas crestas de enfrente veíanse algunas manchas iluminadas de una manera pálida y sin brillo. Una ancha nube asomándose por la derecha cubría un buen pedazo de cielo: en su parte más densa presentaba un color de ceniza mojada, sus bordes unos eran blanquecinos y otros débilmente amoratados. Algunas nubecillas, como jirones desprendidos de aquel manto, flotaban indecisas por el resto del hemisferio. Eugenio a fin de acortar un poco su camino, en vez de seguir la empedrada cuesta, tomó una vereda mal abierta sobre rocas y entre espesos matorrales. Mas antes de emprenderla volvióse para mirar el sol, y precisamente en aquel instante desaparecía su disco. 

“Oh! cuán triste ha de ser para un moribundo que conserva sus sentidos ver la puesta del sol, y pensar interiormente, para mí no se levantará mañana! Y para cuántos, seguía pensando, no saldrá el sol mañana sin que estén moribundos hoy? Oh mañana! esfinge de la cual todos se creen Edipos, y de la cual todos vienen a quedar devorados!" 

La aspereza del terreno, que bajando siempre forma altos y desiguales escalones de puntiagudos riscos, o presenta la superficie inclinada y lisa de anchas rocas, le obligaba más bien a dar saltos que a sostener un paso igual y acompasado. Otras veces no había hecho el menor alto en la incomodidad del camino, bien que no lo pasara nunca en hora tan avanzada del día. La semi- oscuridad y el aspecto salvaje de la naturaleza, el silencio del desierto y la molestia física sobreviniendo a las ideas tristes que se habían infiltrado en su pensamiento, despertaron en él una especie de irritación nerviosa. 

"Vaya una diversión, ir trompicando por esas piedras! Y la noche que se me viene encima! Pues bueno sería que me perdiese por estos andurriales sin oír otra cosa que crás, crás por toda palabra de consuelo! 

Y Adelita? yo no debía dejarla hoy. Me he mostrado duro, indiferente con ella. He sido un bárbaro. Maldito el hortelano que me ha entretenido con su charla sempiterna: maldito sea el diamantista que hace quince días podía tener listo mi encargo. No sé qué daría por verme ya en la ciudad." 

Y luego como para disipar su mal humor buscó un pensamiento cualquiera, y se entretuvo en desenvolver y anatomizar, por decirlo así, la primera idea que le había ocurrido. 

"Y si ahora yo resbalase... pensó. Una cosa tan fácil! Si ahora cayese y me rompiese una pierna? La mula se escaparía, y yo aquí, solo, herido, desamparado. ¿Quién es el valiente que en tal situación no llorase? Muchos blasfemarían sin duda; pero de seguro que empaparían de lágrimas sus blasfemias. Bien puede uno decir: llueve males, o Júpiter! cuando está rodeado de admiradores; pero solo, enteramente solo, en medio del desierto, esto ya es otra cosa. Yo probaría a levantarme y no podría: tendría que ir arrastrando y a cada paso las puntas del hueso roto me entrarían en la carne, y en una hora no andaría quince varas. No, lo mejor sería acurrucarme aquí, y esperar a que mañana oyese mis gritos algún pasajero. Qué noche tan larga! tan horrorosamente larga! Qué frío tan intenso padecería! De seguro que entonces daría toda mi hacienda por las dos zaleas del aparejo, una para acostarme y la otra para cubrirme. Pero no, no la diera. Preferiría un martirio tan atroz a dejar pobre a mi Adelita. Y yo me estaría aquí abandonado de todo el mundo, y mis amigos de la ciudad en el teatro, y los mozos de labranza junto a la llama del hogar, y ella durmiendo sobre mullidos colchones. Y si mañana me encontrasen transido de frío, helado, muerto, ella se desmayaría, me lloraría un mes, dos meses, tres meses; pero también el lloro cansa, y al fin vendría el consuelo, y quizás con el tiempo otro amor... ¡Oh dichas de este mundo, cuán falaces, cuan pequeñas, cuán efímeras sois!" 

Esta situación horrorosa se apoderó de su fantasía. Había querido jugar con esta idea como con un lobezno, y de repente se sintió mordido. Frecuentes escalofríos recorrían sus miembros, erizábanse los cabellos, y las piernas le flaqueaban. Montó otra vez en su cabalgadura, pero asimismo se veía andar a gatas, rozando el pecho sobre las piedras, arañándose el rostro con los abrojos de los zarzales, desollándose las manos, y dando un grito agudísimo a cada movimiento de la pierna herida. En valde trataba de ahuyentar estas imágenes: ellas volvían con la importunidad de las moscas, con la tenacidad de las avispas, con la ferocidad de las arañas. Y la luz del crepúsculo más y más palidecía, y el camino se prolongaba, y la mula andaba lentamente, y Eugenio no osaba arrearla por miedo de caerse. 

Lindan con el camino dos o tres trozos de pared derruída, restos de una pobre casa desde mucho tiempo abandonada: una porción de olivos plantados a hileras se extiende a su alrededor, la Riera circuye la falda del montecillo, y 

fuese por casualidad o por alguna causa desconocida, la mula se detuvo enfrente de sus ruinas. Eugenio la aguijaba con suavidad y recelo, tiraba de la rienda, y ella cabeceaba y no obedecía. Despertáronse entonces en la memoria del pobre joven recuerdos de tradiciones y consejas en que nunca había parado la atención. Trasgos y duendes hervían en su imaginación, de antemano tan cruelmente sobreexcitada: ruido de cadenas sonaba en sus oídos, fantasmas vestidos de blanco se deslizaban ante sus ojos, los árboles se habían convertido en procesión de frailes, y el rumor de las aguas en responsos de difuntos. Eugenio sudaba a mares y tiritaba de frío. 

Más adelante encontró dos niños que venían hacia él cargados de sendos haces de leña. Respiró Eugenio, pues iba a disfrutar un minuto de humana compañía en medio de aquella soledad para él tan espantosa. Hubiera dado de buena gana su bolsillo entero al que de ellos hubiese consentido en subir a las ancas y acompañarle hasta la ciudad. Y eran niños de seis a siete años. Para saborear aquella especie de ligerísimo consuelo se detuvo a preguntarles. 

- A dónde vais, niñitos? 

- A casa, con esta leña. 

- Está muy lejos? 

- Cerca de media hora. 

- Y no tenéis miedo de la oscuridad de la noche? 

- No señor. 

- Felices vosotros, dijo entre sí. De quién sois hijos? 

- No tenemos más que madre que está ciega

- Y de qué vivís? 

- Mendigamos por estos contornos. 

- Pobres niños! exclamó interiormente. Decidme, qué pájaro es el que ahora ha cantado?

- No lo habemos oído. 

- No habéis oído un pájaro que cantaba? 

- No señor. 

- Un pájaro que hacía así. Y se puso a remedar una especie de melancólico y prolongado silbo que poco antes había oído. 

- Esto es una lechuza

- Una lechuza, y no la habíais oído vosotros? 

- No señor. 

- Entonces habrá cantado solamente para mí. Y la vieja Margarita me dijo que había oído una lechuza la víspera de la muerte de mi padre. Oh Virgen santísima! Oh Madre de los Dolores! Oh Adela! tu presentimiento era cierto. 

Crás. 

Redobláronse entonces los sacudimientos nerviosos del infeliz mancebo: castañeteaban sus dientes, la calentura abrasaba sus venas, y un frío intenso congelaba sus extremidades. So corazón repetía aceleradamente las pulsaciones, como un reloj desconcertado, y la imaginación despótica reinaba sobre las demás facultades del alma. El desgraciado ya creía de todo corazón en presentimientos, en agüeros, en fantasmas. La lechuza era para él un mensajero de la muerte: y para él, solamente para él había resonado su fatídico acento. Eugenio invocaba a los santos, rezaba en alta voz, pero su memoria trastornaba y confundía las oraciones más usuales, las preces que había repetido cotidianamente desde su infancia. 

La noche había cerrado completamente. Ni una estrella brillaba en el firmamento. La sombra vespertina, cundiendo como una mancha inmensa, había encapotado el cielo todo; y la ciudad parecía haberse alejado diez leguas. Si el pintor griego pudo marcar los diversos grados del dolor en las fisonomías de los concurrentes al sacrificio de Ifigenia, tuvo que cubrir con un velo el rostro de su desdichado padre. El arte se confesó impotente para rivalizar así con la 

naturaleza. Así también aquí nos damos por vencidos confesándonos incapaces de trasladar al papel la prolongada agonía, la tortura moral del pobre Eugenio, desde que dejó súbitamente a los niños hasta que penetró en la ciudad, hasta que estuvo en su casa. 

Recibióle su nodriza, la vieja Margarita, quien parando los ojos en su palidez y desencajadas facciones prorrumpió: 

- Señor, qué tenéis? Qué novedad ha ocurrido? 

- Nada. Estoy bueno. Ve a buscar al padre Ignacio, dile que venga. Quiero confesarme. 

- Pero, estáis enfermo? qué ha sucedido? Y Adelita? 

- Obedece. Pero no, ve antes a casa del diamantista y dile que te entregue aquello. Pronto, pronto. 

- Voy. Encima del bufete encontraréis una carta del correo. 

- Carta para mí? no es posible. Yo no conozco a nadie fuera de la isla: yo no tengo correspondencias. 

Y al entrar en su gabinete vio una carta cuyo sobre decía: A D. Eugenio Ribalta, y volviéndola para abrirla reparó que estaba cerrada con oblea negra. Dióle el corazón un vuelco. De dónde, de dónde es esta carta? Y miraba y remiraba el sello del correo, y no descubría más que una ligera mancha aceitosa con unas pequeñas motas rojizas. Abrióla con el afán del que prefiere la certidumbre de una desgracia al martirio de la zozobra, y desdoblando un papel que contenía, lo primero que hirió su vista fue una calavera sobre dos huesos cruzados. Otro aviso del cielo! exclamó. Temblábale el pulso, y haciendo un esfuerzo, leyó casi deletreando: "La esposa y demás parientes de D. Eugenio Ribalta y Soler 
(Q. E. P. D.) suplican a V. que se sirva asistir a las exequias que han de celebrarse por su alma, en la iglesia de Santa Cruz..." Y no pudo proseguir. Sus ojos inmóviles se clavaron en las mayúsculas que trazaban su nombre. 

Eugenio Ribalta y Soler. Y lo leía y releía, y la exaltación de su fantasía y la fiebre que le devoraba se exacerbaron de un modo horrible. No pudiendo tenerse en pie cayó desfallecido sobre la cama. Este soy yo, decía. Yo mismo... Y yo he muerto. Dónde estoy ahora? Adela! ven aquí. Dame la mano, ponla sobre mi corazón... Tu collar de amatistas, con sus pendientes y brazalete... Todo igual, todo bonito! Oh qué sorpresa! Sí..., para el día de tu santo. 

No, no quiero morir. Adela, dame un beso... Un beso más. Cómo me duele todo el cuerpo! Qué ardor siento en la frente! Eugenio Ribalta y Soler. No: no soy yo. Yo me llamo... me llamo... Y pasábase la mano por la frente de una manera convulsiva.

En esto llegó la anciana y le dijo: Señor, aquí le traigo la cajita.

Estas palabras fueron una especie de calmante, pero activo e instantáneo: las ideas confusas que atravesaban la mente de Eugenio se esclarecieron un poco, la calentura perdió de su intensidad, las tinieblas abrieron paso a una ráfaga de luz efímera y amortecida. 

- Dame, dame, mañana es santa Adela; no sabe nada. He de sorprenderla... Oh!!! negras! negras! De luto..! viuda! 

Efectivamente al destapar la cajita había descubierto un collar y unos pendientes de azabache. Apretábalos el enfermo convulsivamente y repetía... Amatistas negras... negras como el cuervo. Crás, crás. Y Adela es ciega, y viuda, y busca leña... Y el sol? Dónde está el sol? 

- Señor! Qué es esto! Dios mío! exclamaba llorando la anciana Margarita. Eugenio! Eugenio mío! 

- He muerto, me he roto una pierna, tengo sangre... arre mula. Dame un beso, otro, sino, no te daré el collar... Amatistas finas, finas... no, tú eres viuda... 

He muerto... iglesia de Santa Cruz... 

Un hombre entró con una cosa en la mano, y dijo a la anciana. 

- Mirad, buena mujer, que os habéis equivocado: habéis tomado una cajita por otra. 

- Y esto ha muerto a mi pobre Eugenio: corred por Dios en busca de un médico: corred. 

Y la anciana mesándose los cabellos lloraba inclinada sobre el pecho del enfermo, quien cogiéndola por el cuello proseguía: Crás crás. No es verdad que me quieres mucho? Por eso te regalo el collar. Arre mula. Y no estás en la ventana? y lloras? Lloras porque eres viuda y te casarás con otro. Fuera de aquí esta lechuza. Decid que salga el sol. Yo quiero el sol. Sino no te daré el collar ni un abrazo, ni piedras negras... Yo tengo dos hijos muy hermosos, muy rubios, y vienen en las ancas... arre mula... y ya no buscan leña... pero tendrán collares finos... pero tú... tú eres viuda... Adela, Adela un beso... 

Así continuaba en su delirio repitiendo palabras incoherentes, pero siempre alusivas a los pormenores de su fatal jornada, a su tierna y acendrada pasión, a los azares que podían considerarse como agüeros de su muerte. Llegó el médico, le examinó largo rato con ademán meditabundo, luego arqueó las cejas, y volviendo el rostro con voz reposada y monótona exclamó: 

Congestión cerebral fulminante. Que llamen corriendo la santa Unción. Dentro de ocho minutos habrá muerto.