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martes, 26 de octubre de 2021

XIV. MORIR SONRIENDO.

XIV. 

MORIR SONRIENDO. 

I. 

Cuidado que es mucha serenidad y sangre fría!

- Hombres de ese temple se echan al suelo bajo una lluvia de balas, y se duermen como si se acostaran en un lecho de flores. 

- He visto batirse y me he batido también. Trances ocurren en la guerra que hacen erizar los cabellos de espanto, y es menester presenciarlos para comprender bien toda la energía de que es susceptible el corazón humano. De camaradas, y aun de enemigos, pudiera referir no pocos de estos lances; pero, francamente, el de hoy es cosa que me deja aturdido.

- Y cree V. que nosotros los marinos, añadió un tercero, en punto a valor tenemos que ceder la palma a los militares? En esas luchas a brazo partido con los elementos desencadenados las situaciones críticas no son menos frecuentes ni menos espantosas. 

- Sin embargo, replicó el primero, una cosa es hallarse de improviso cara a cara con el espectro de la muerte, otra evocarlo tranquilamente, como hacían con los diablos los nigrománticos de la edad media. 

- Resignarse a morir dentro de pocos momentos es lo que repugna, contestó el marino; pero hecho este supremo esfuerzo que la muerte sobrevenga o no, eso no quita. 

- Sí quita. Por grande que sea la inminencia del peligro siempre queda un resquicio a la esperanza, y no es lo mismo pugnar en valde para abrir una puerta que cerrarla con mano firme a todas las eventualidades de salvación. 

- Tener aliento para comer y beber, dijo el militar, viendo sobre su cabeza la espada de Damocles pendiente de un hilo, prueba es de gran corazón; pero irse a sentar a la mesa sabiendo de fijo que el hilo ha de romperse...? 

En esta conversación que tenían de sobremesa unos cuantos amigos; ¿cuál era el asunto de que se trataba? Quién el héroe sobre cuyas últimas proezas recaía su conversación? Triste es confesarlo, un suicida. 

La capa del mundo es aun más holgada que el manto de la caridad, pues basta aquella para abrigar al pecado si este solamente al pecador. El mundo, que ha canonizado ciertos errores y flaquezas, no puede ser sobrado rigorista con las demás, y no es extraño que encuentre sofísticas escusas para ciertos crímenes el que otros crímenes abiertamente patrocina. En el código de su moral faltan no pocos artículos, y esta omisión no se limita a culpas leves, a debilidades de menor cuantía. Juez ridículamente severo contra faltas que no llegan a veniales, debía mostrar la antítesis de su carácter absolviendo monstruosas aberraciones, que cuando no las absuelve las disculpa, y cuando a disculparlas del todo no se atreve, busca en sus condiciones y circunstancias algo que ceñir de una aureola resplandeciente. 

El suicidio de los dementes no es el que inspira a los dramaturgos, ni el que ofrece trágicas situaciones a los novelistas. Ante ese deplorable resultado de una enfermedad cerebral el mundo pasa de largo con ojos más o menos enjutos, apartándolos de un espectáculo que le repugna sin interesarle. Pero así como los frenéticos más furiosos en sus lúcidos intervalos usan el lenguaje y las acciones de los cuerdos, sin que por esto merezcan llamarse tales, así tampoco se puede recurrir siempre a la demencia para atenuar el horror de un acto, que debiera ser propio y exclusivo de la enajenación mental llevada a su último extremo. La filosofía pagana y la moderna paganizada han hecho la apología del suicidio premeditado, y los que a tales conclusiones no llegan se contentan admirando la serenidad en los preliminares, la fuerza de voluntad con que se prosigue, la sangre fría con que se consuma a veces tan horrible atentado. 

Esta fatal admiración, que ocupa el lugar debido al público anatema, es una especie de perdón que se arroja allí donde tal vez no cabe el de un Dios infinitamente misericordioso. 

Por otra parte el periodismo se empeña en servir de lazarillo a los delegados del Gobierno para formar la estadística criminal de las naciones. Ninguno de estos dolorosos acaecimientos se escapa a su olfato de sabueso, ninguno se substrae a la publicidad de su registro, y sólo Dios puede conocer el grado de complicidad del periodismo en esta serie de catástrofes, borrón asqueroso de la civilización moderna. La ciencia no ha desdeñado este problema; pero a pesar de las observaciones de la ciencia y de la historia, se continúa tomando nota de los suicidios que ocurren, refiriéndolos con sus pelos y señales, divulgándolos a son de trompeta, y acostumbrando los ánimos a tan mal género de impresiones. Así tal vez se ven secundadas las criminales aspiraciones de esos nuevos Eróstratos, cansados de luchar con sus indomables pasiones o con su adversa fortuna. Resueltos a poner término a sus días de una manera violenta, saborean de antemano el efecto que ha de producir su horrible atentado, meditan el plan como si tuvieran que componer un drama, lo rodean de circunstancias teatrales, escriben su última carta, nuevo linaje de manifiestos, y saben que a la mañana siguiente su nombre andará en lenguas, su valor será reputado a toda prueba, su desesperación les conquistará la fama de un día. Fama de un día, sí; ¿pero acaso es mucho más duradera la que obtienen hechos de suyo plausibles y gloriosos? 

Y esto era cabalmente lo que había sucedido. 

Asombro de unos, escándalo de otros, y sorpresa para todos fue aquella mañana la noticia de haberse suicidado uno de los jóvenes más elegantes y bienquistos de la sociedad barcelonesa. Pasaba apenas de los treinta años, y por cierto que a los ojos del mundo no podía contarse en el número de sus desheredados. Aquellos para quienes vivir es sinónimo de gozar, bien persuadidos estaban de que le había tocado uno de los mejores asientos en el banquete de la vida. Escasas ocupaciones interrumpían su cadena de placeres; su jovialidad y su facundia le distinguían en las reuniones de amigos, y en las que intervenía el otro sexo llevábase no solamente los ojos de jovencillas inexpertas, sino que se fijaban en él con peligrosa complacencia los de aquellas mujeres, que creyéndose fuertes y jactándose de virtuosas, gustan sin embargo de acercarse al borde y echar una furtiva mirada a los abismos del vicio. Quién se hubiera atrevido a decir que tal vez merecería de lástima lo que se le tenía de envidia? 

La víspera se le había visto en el café charlar y bromear con los concurrentes, después aplaudir en el teatro a una bailarina, más tarde obsequiar indistintamente a varias señoritas en un sarao, y concluido este, con su mismo traje de baile, sin que le temblara el pulso, sin una ligera incorrección, sin una falta de ortografía escribió su postrimera carta dirigida a un amigo. 

De esta carta, a cuya tinta, fresca aún, se mezcló la sangre de su autor, circulaban copias que se robaban de las manos, se leían con avidez y se comentaban de mil maneras; pero ni el más paciente descifrador de jeroglíficos, ni el más hábil intérprete de textos oscuros hubieran podido sacar en limpio la causa ocasional de tan horrible suceso. Todas sus conjeturas tendrían de aventurado todo lo que tuvieran de ingenioso. El desgraciado joven se había reservado la originalidad de no hacer al público partícipe de sus secretos. Pudiera decirse que le embromaba desde la huesa. Su carta, especie de capitulo humorístico de unas memorias de ultratumba, picaba la curiosidad y al mismo tiempo la desorientaba; allí un pensamiento delicado se codeaba con un feroz sarcasmo, una frase sentimental se entrelazaba al chiste más imprevisto, y todo con tanta naturalidad, con tal carencia de afectación que por ninguna parte podía rastrearse la huella de un espíritu preocupado y sombrío. Decía en un paréntesis: “son las tres y catorce minutos: principio un rico habano, espoleta de nueva invención, puesto que al concluirse estallará mi cabeza como una bomba." Y en efecto, cuando al ruido del tiro acudieron los vecinos y le encontraron cadáver con el cráneo destrozado, su reloj de oro no señalaba todavía las cuatro, y la punta de su cigarro ardía en el suelo. 

Proseguía la conversación de sobremesa cuando un joven abogado de Gerona que había guardado silencio, dijo: esto es morir con la sonrisa en los labios, dicen ustedes, no me opongo. Yo no trataré de investigar si este fenómeno moral proviene de una excitación nerviosa, ni si es afectada o sardónica la tal sonrisa. 

- De todos modos es prueba de una carencia absoluta de miedo a la muerte. 

- Pero no prueba que esta falta de miedo a la muerte no sea por sobra de miedo a otra cosa peor. 

- Peor? 

- Sí; la grandeza de los males de la tierra depende mucho de la imaginación. Esta, que no la razón, es quien suele medirlos. Sócrates forzado a beber la cicuta manifestó que no temía a la muerte; pero al dársela Catón, ¿quién asegura que no fuese por un miedo cerval a la humillación de su derrota, a la pérdida de su prestigio, al sonrojo de ver triunfantes a sus enemigos? 

Quién asegura que no le amilanase, más que la guadaña de la muerte, la mirada de César? 

- No, su amor a la patria, su apasionamiento a las formas republicanas... 

- Pamplinas! Qué ganaban la patria ni la república perdiendo una espada que en casos dados pudiera aun servir para defenderlas? 

- Pero, le parece a V. que un cobarde tendría ánimo para hincarse un puñal en el pecho? 

- Y les parece a ustedes que es para cacareado el valor de arrostrar la muerte cuando no se tiene el de arrostrar el sufrimiento? Ustedes hablan del desprendimiento de la vida como de un heroico despilfarro; pero convendría saber qué concepto han formado de su propia vida los que atentan contra ella, cómo la definen? cómo la juzgan? cuáles son sus verdaderas apreciaciones? 

Si tantos poetas no mintiesen nada tuviera de extraño que se suicidaran. Algún filósofo, o mejor sofista, se ha valido de una comparación que no sé si es muy propia: quitarse la vida es desnudarse de un vestido: pues díganme ustedes, ¿tendrían por muy generoso a un caballero que diese a un pobre su gabán estrecho, raído, incómodo, de un color y de un corte que ya no fuesen de moda? No se maravillarían ustedes con más razón de una señorita que vestida ya de baile obedeciera sonriendo a su madre al decirle esta: Mira, niña, la vecinita de enfrente no tiene traje para presentarse en el baile, dale el tuyo, y quédate en casa? 

- No hay señorita alguna capaz de tanta resignación y desprendimiento.

- No? pues escuchen ustedes una sencilla historia en que por desgracia o por fortuna he tenido alguna parte. 

- Cuente, cuente V. don Narciso. 

- La contaré, pero a mi manera, dejándome llevar de mis inspiraciones, y dándole un colorido en armonía con mis ideas y sentimientos. 

- Es muy justo. Escuchamos con religiosa atención. 

- Mil gracias. 

Bebióse D. Narciso un vaso de agua, pasóse el pañuelo por los ojos como si tratase de enjugar una lágrima oculta, y continuó poco más o menos en los términos siguientes. 


II. 


Que una pequeña circunstancia influya mucho en los destinos y vida de las naciones, punto es en que no conviene la filosofía moderna. Haciéndolo depender todo de un conjunto de graves causas existentes en épocas determinadas, ninguna fuerza da a tal o cual menudo hecho que pudiera haber servido de obstáculo a su desarrollo. Como si el quitar o añadir una incógnita de valor insignificante no trastornase enteramente el más complicado problema! Sea empero de esto lo que fuere, ello es que en cuanto al destino de los individuos tenemos sobra de ejemplos para desconocer que la Providencia se vale de los más vulgares incidentes para llevar a cabo sus designios. Paréceme a mí que ni tendría ahora la mujer que tengo, ni tampoco llevaría la vida que llevo si por una pamplina, que ya no recuerdo, no me hubiese disgustado con mi patrona cuando estudiaba leyes en esta Universidad. Si no me hubiese puesto la ensalada cruda, o mullido poco la cama o dejado sin agua la jofaina quizás me hubiera entregado a la política, y quizás a estas horas sería un potentado... o un perdido. Pero me incomodé por alguna fruslería de estas, y después de cinco años cambié de habitación, tomándola en una calle de las menos concurridas. 

Desde el balcón de mi tercer piso descubrí el fronterizo de unos entresuelos, y al través de sus cortinillas de muselina una cabeza de mujer tan perfectamente modelada que empecé a desperdiciar horas y más horas en contemplarla. Centinela perdurable, tan sólo para lograr un momento en que pudiera ver su rostro a todo mi sabor, qué de planes de conquista, qué de ensayos pantomímicos, qué de combinaciones telegráficas hilvanó mi imaginación! Tiempo perdido. Aquella joven (porque ya suponen ustedes que una mujer tan constantemente espiada era joven y sumamente hermosa) no levantaba la cabeza de su labor, ni se asomaba al balcón, ni salía de su casa más que para la iglesia. Y aun así solía acompañarla la esposa de su hermano que, aunque joven y bonita, equivalía para mí a una escolta de Dragones

Cambié de rumbo sin perder de vista mi objeto, y los vientos me fueron más favorables. Bajo del balconcillo había una tienda ocupada por su hermano que trabajaba de tallista; este era el reducto avanzado que me importaba tomar antes de dirigir mis fuegos a la ciudadela. Con pretexto de unos adornos empecé a menudear visitas al taller, a prolongarlas, a granjearme la confianza de aquel feliz matrimonio, y concluí por penetrar en el deseado cuartito de arriba. Aquello era el santuario de un ángel: la atmósfera que allí se respiraba era la de un templo. La lindeza de aquella joven, sus agraciados contornos, su pudoroso continente, su modesto aliño, y sobre todo la dulzura, el encanto inexplicable de su voz me dejaron como aturdido, como alelado. Qué pronto sus palabras fueron bastante poderosas para modificar, para cambiar radicalmente mis ideas! Señores, ustedes se burlarán de mí si les digo una cosa; mas no me importa. El resultado de algunos meses de conversación, de honesta familiaridad, de tierna correspondencia con aquella joven fue por mi parte una confesión general. Ah! si ustedes hubiesen conocido a mi adorada Rosalía! 

Si ustedes supieran lo que es amar y ser amado de una de estas jóvenes que con toda propiedad son llamadas ángeles en la tierra, no tanto por la gentileza de sus formas como por la pureza exquisita de sus almas! Si ustedes vieran qué dulcemente brilla el amor al abrigo de un recato virginal y de una inocencia inmaculada! Si experimentaran ustedes lo que es una pasión que se eleva cuanto se espiritualiza, que se embellece cuanto se santifica! Si comprendieran hasta dónde llega el ideal humano cuando ciñe una aureola de resplandor divino, de seguro que entonces no se burlarían ustedes de mí. 

Durante más de un año hubiera impugnado con toda la seguridad de la propia experiencia aquella antigua máxima de que nadie está contento con su suerte; pero después conocí la verdad que encierra aquella otra de que nadie es dichoso hasta el fin. Rosalía, en cuyas mejillas no brillaba el carmín encendido de los claveles sino la trasparente blancura de las azucenas, blancura que parecía ser un símbolo visible del candor de su alma, empezó a sentirse indispuesta con alguna frecuencia. Unos días más oprimida, otros más aliviada; pero siempre sufrida; siempre resignada, siempre risueña, trataba de ocultar sus padecimientos, diciéndome que debía abrazar aquella ligera cruz porque el cielo no le había enviado otra, y era demasiada la felicidad de que mi amor la inundaba. Al fin tuvo que ceder a los consejos del facultativo que le aseguraba el recobro de su salud con el aire vivificante de la campiña. 

Con su cuñada y su prima Clotilde, la amiga de su infancia, la que compartía conmigo los tesoros de aquel corazón tan rico de ternura; fuese a vivir en un pueblecillo distante legua y media de Barcelona. Los estudios me retenían aquí, porque un amor tan santo como el mío respeta todos los deberes, pero no pasaba semana sin que yo montase a caballo y fuese dos y tres veces a verla. 

Y en efecto pronto la hallé notablemente mejorada. La frescura de su tez impugnaba y confundía todas las cavilaciones de un carácter aprensivo. La aurora de la esperanza renacía con toda la esplendidez de sus albores. Oh! qué hermosos días aquellos! Qué largas y deliciosas excursiones al través de los campos respirando su perfumada brisa, contemplando los abrillantados matices, los fugitivos cambiantes con que el sol se despide de la tierra! Qué tiernas y sabrosas pláticas! Qué amores aquellos, rosas sin espinas, exentos de quisquillosos celos, de exigencias caprichosas, de recíprocas desconfianzas, 

de vagas reminiscencias de otros amores! Lo que es vivir dos almas estrechamente unidas, solitarias en la tierra, al abrigo del cielo, olvidadas del mundo, y reconociéndose siempre a los ojos de Dios! Ah señores! disimúlenme ustedes que ceda, quizás indiscretamente, a la sobre excitación de estos inefables recuerdos. 

Una tarde, la conservo tan fielmente grabada en la memoria! después de un largo paseo por los alrededores del pueblo, entramos como de costumbre en su solitaria iglesia al toque de Ave Marías, y mientras las rezábamos cogí un dedo a Rosalía y metí en él una sortijita de oro que yo llevaba. Concluido el rezo no me dijo más que estas palabras: O tuya o de Dios, y se fue a poner de rodillas y proseguir sus devociones con singular fervor y recogimiento. Yo me quedé sentado en un banco, los brazos cruzados y sintiendo caer sobre mi corazón como unas gotas de celeste rocío. Me atrevería a proponer como un problema curioso el de si es una felicidad o un infortunio haber probado momentos de dulcedumbre tan exquisita. 

Restablecida al parecer completamente volvió a la ciudad, y su regreso fue para mí el comienzo de una nueva era de tranquilos y dichosos días; pero concluyeron mis estudios, tomé la licenciatura, y me fue preciso pasar a mi casa a fin de preparar el camino y llevar a venturoso término mis designios. Deseaban mis padres para mí un casamiento más ventajoso a los ojos del mundo que el de una hermana de un oscuro tallista; pero a la pintura que les hice del carácter, y aun de la figura de Rosalía, se dieron por más que satisfechos de que les entrase un ángel en la familia. Sé que no cedieron solamente a palabras que podían nacer de una imaginación exaltada. Tres meses duró mi ausencia sin que me fuese dado interrumpirla con una sola visita a Rosalía, y de sus cartas no se desprendía la menor expresión que diese margen a funestos recelos. 

Lleno de júbilo y en alas de la más deliciosa esperanza volví a Barcelona, y al poner el pie en el umbral del tallista me dio el corazón un vuelco espantoso. Tal fue la acogida que me hizo el laborioso joven que la tomara por glacial y despreciativa si no le viera tan profundamente afligido. Me precipité a la escalerilla del entresuelo, y el grito de Rosalía al verme, su movimiento instintivo para levantarse del sillón que ocupaba, el súbito encendimiento de sus mejillas, el ímpetu con que se abrieron sus brazos, como si cedieran a la fuerza de un resorte, me certificaron el inmenso amor que me tenía. La gracia de sus contornos estaba ligeramente alterada, pero ni su hermosura, ni su sonrisa parecían haber disminuido. Sentéme a su lado, hablamos largamente, y el encanto de su conversación apenas me dejaba notar los ingeniosos efugios con que eludía mis preguntas concernientes a su salud. Así me tuvo por largo rato mitad inquieto, mitad embelesado, cuando con un tono en que la emoción interior no desvirtuaba la firmeza de su acento me dijo: 

- Te devuelvo la sortija.

- Cómo! exclamé tan sorprendido como si me fuera imposible adivinar el funesto origen de aquella resolución. 

- Está escrito que no he de ser tuya sino de Dios. 

- Dónde? repliqué tontamente. 

- En el libro rubricado por la mano del Eterno. 

- Rosalía! por todo lo que hay de más sagrado en el cielo te conjuro que no te entregues a tales imaginaciones. 

- Ten calma y escucha, respondióme dibujándose una tierna sonrisa en sus labios. Hoy cierro las puertas a mi pasado, del cual por cierto no tengo motivos de estar quejosa. Te doy mil gracias, querido Narciso, por el gozo interior, por las dulcísimas emociones que a tu lado han embellecido mi existencia. He sido feliz... y lo soy todavía. Vuelves a poseer tu libertad quizás a precio de lisonjeras esperanzas; pero si algo pueden contigo mis deseos te suplico que vengas todas las tardes. Hablaremos como amigos que se ven en la tierra, como amigos que esperan verse en el cielo; pero media horita solamente. Ni un minuto más: y en estos coloquios, no residuos amargos sino postreras gotas de la miel que ha llenado mi cáliz, te prohíbo absolutamente cualquiera alusión, cualquiera referencia al estado de mi salud y a los recuerdos de tu amor. Por hoy hemos concluido. 

Y levantándose, con suficiente ligereza todavía, se retiró a su alcoba. 

Quedeme cual si me hubieran dado con un mazo en la cabeza, pero me repuse luego y volé a casa del facultativo. 

- Sus días están contados, me dijo, y la sentencia es inapelable. Padece una de esas afecciones del corazón que se burlan de los desvelos del hombre y del poder de la ciencia. Ni yo, ni mis compañeros tenemos el don de hacer milagros, 

y para decir lo que a V. he dicho no se necesita el don de profecía. No hay más que hacer sino dejarla en reposo, cuidarla con esmero, no contrariarla... 

- Y conoce ella que no tiene remedio? pregunté con una ansiedad espantosa. 

- Eso no. Le hemos dicho que su dolencia no presenta ningún síntoma peligroso, que está reducida a unos accesos nerviosos que cederán a la eficacia de las pócimas que le receto, y al venir la primavera le hemos asegurado que se hallaría completamente restablecida. 

- Y opina V. que ella lo cree? 

 - Pues no ha de creerlo? La llevamos engañada. 

- Vosotros sois los engañados, dije para mis adentros. 

Renuncio a trazar el bosquejo de mis padecimientos morales, porque ni este cuadro psicológico, ni la descripción de la enfermedad de Rosalía importan mucho para poner de relieve el contraste de la historia divulgada hoy por toda Barcelona con esta que pasó desconocida entre las cuatro paredes de un humilde entresuelo. Para esta no tuvo el mundo admiración ni aplausos; pero hay hechos tan sublimes aunque obscuros que bien pueden competir con las exhibiciones del más ruidoso heroísmo.

Ya comprenderán ustedes que yo no debía oponerme a la voluntad de la pobre enferma, tan claramente expresada, pero pude mitigar el rigor de aquella consigna aparentando cumplirla con la ciega obediencia de un recluta. Gracias al ardid que me sugirió la esposa del tallista, al salir del cuartito, tomaba un pasadizo y dando la vuelta entraba en un gabinete que tenía otra puerta en el aposento de Rosalía. Allí pegado el rostro al ojo de la llave pasaba las horas en contemplarla, en ahogar mis sollozos, en pedir a Dios que cambiase nuestros destinos. 

Háblase mucho de la debilidad del otro sexo, y es algo extraño a primera vista que al bosquejar el retrato ideal de la mujer perfecta las divinas letras se sirvan cabalmente del epíteto fuerte como del rasgo que con más propiedad la caracteriza. Pues la fortaleza de Rosalía es precisamente lo que ocupa mi imaginación. 

Ella misma trabajaba las primorosas flores que debían adornar su cabeza helada por el soplo de la muerte, y las trabajaba sin afectación alguna, sin muestras de jactancia como sin visos de flaqueza. De seguro que ni más ni menos hubiera hecho para tejer su virginal corona a tener vocación de encerrarse en un monasterio. Pudiera decirse que para ella las puertas del sepulcro no eran más sombrías que las del claustro, pues se la veía despedirse del mundo con tanta tranquilidad de espíritu como si únicamente se despidiera del siglo. 

Sentada en el sillón y leyendo un librito que cerró al verme, y puso luego al otro lado como si quisiera ocultarlo a mis ojos, la encontré en una de mis últimas visitas. Qué especie de libro será ese? dije para mí. Descuido con cuidado busqué ocasión de cogerlo, y... señores! se me horripilaron las carnes, me temblaban las manos, se congeló mi sangre sólo de leer su título en el dorso. Era un libro ascético titulado: Preparación a la muerte. Que ella lo leyese cuando se veía joven y llena de vida, no es extraño; pero sabiendo como sabía que no le faltaba una semana para hallarse en la tumba! No me vengan a ponderar el valor del libertino hastiado de placeres si contempla fríamente las pistolas con que ha proyectado destrozarse el cráneo. Algo mayor fortaleza de alma arguye esa tranquila meditación de una joven de veinte abriles, que ofrece a Dios el sacrificio de sus doradas ilusiones, y puestos como quien dice ambos pies en el sepulcro se entretiene en registrar con ojo sereno sus misteriosas profundidades. 

Otra tarde estaban ella y Clotilde cosiendo unas telas blancas que adornaban con lazos y cintas azules. - Y eso? pregunté maquinalmente. - Es mi vestido de boda, contestó Rosalía. Clotilde inclinó la cabeza sin duda para ocultar sus 

lágrimas. Me quedé tan mudo como si por un extraño accidente hubiese perdido la facultad de hablar. Aquella vez mi visita no duró la media hora, porque me era imposible resistir al triste espectáculo que me desgarraba las entrañas. 

No pueden ustedes figurarse la minuciosidad, el esmero con que la pobre enferma atendía a la perfección de su último trabajo. Parecía una coqueta que espera dar golpe en un baile, que fía al estreno de un traje su triunfo más apetecido. Corrí a mi escondrijo... y allí puesta la cabeza entre las manos estuve largo rato llorando como un niño. Después me acerqué al ojo de la llave y vi a Rosalía de pie delante de un espejo, con el traje puesto, destrenzada su hermosa cabellera, ceñida la corona de flores artificiales, entrelazados los dedos de ambas manos y sosteniendo con ellos un ramillete de filigrana. Clotilde a sus pies y siguiendo sus avisos arreglaba con prolijo esmero los pliegues de la nevada túnica y de un manto azul celeste. Así se estuvo Rosalía un buen rato contemplándose tiesa, inmóvil, como si se hallara ya tendida en el féretro. Había para volverme loco. Llamaré mujeril capricho a lo que revelaba tan varonil energía? 

- Te gusto así? preguntó a Clotilde. Esta no contestó. Vamos, añadió aquella, no seas niña. Por qué lloras? Llorarías si un príncipe de remotos países me pidiera por esposa y me llevara a sus tierras? Es menos dichosa mi suerte? Quieres que me vaya del todo contenta? Dime, qué tal te parece Narciso? 

- No, prima, no. Nunca he puesto en él los ojos con segunda intención, contestó Clotilde mezclando de lágrimas sus palabras. Le he mirado siempre como cosa tuya. Si has tenido celos de mí, te aseguro... 

- Celos? No sabes que esta es una de aquellas pasiones que el cielo no bendice? Estas víboras nunca han picado mi corazón. 

- No se alimentan de sangre tan pura. 

- Sólo Dios sabe cuál corazón es puro y cuál mancillado. Respetemos sus inescrutables juicios. Pero dime, si Narciso pidiera tu mano... 

- No la pedirá, no lo temas. 

- Y si te la pidiese no se la dieras... por amor mío? 

- Por amor tuyo no hay sacrificio que yo no aceptase. 

- Y sería grande el que te pido? 

- Rosalía! gritó la pobre Clotilde, Rosalía! por qué te complaces en desgarrar tu corazón? 

- Al contrario. Tus palabras pueden henchirlo de un bálsamo delicioso. Quisiera morir en la persuasión de que los dos, los dos que más amo en este mundo, viviréis unidos y felices. Quisiera dejarte mi amor como una rica herencia. 

- Soy tan pobre de méritos como de fortuna. 

- Narciso es generoso; no le arredró mi pobreza, tampoco le arredrará la tuya. 

Qué precioso, qué gratísimo elogio para mí, pronunciado en circunstancias menos aflictivas! 

El día siguiente me dijo: Esta noche voy a recibir el santo Viático; después de la visita de mi Dios no admito sino las de sus ministros. Adiós hasta el cielo. 

- Te seguiré. 

- Te quedarás en la tierra. 

- Oh! no. Tú no conoces la intensidad de mi afecto. Basta para consumirme, para devorar mi existencia. 

- Llegará, pero más tarde, el tiempo de reunimos. 

- Y qué he de hacer a solas en este mundo? 

- Mostrar tu sumisión a la voluntad divina. Yo no tengo riquezas de qué hacer testamento; pero si mi última voluntad mereciera ser atendida... una cosa quisiera... una sola cosa. 

- Puedo negarme a nada que tú desees? 

- Y lo deseo con toda el alma. Mi prima... la pobre Clotilde... no es verdad que es hermosa? Mira, Narciso, moriría tan satisfecha si me prometieras... 

- Rosalía! Rosalía, única mujer a quien puedo amar en este mundo. 

- La amaras también... es digna de tu amor. Prométeme que en todo un año no mirarás a mujer alguna... es el único luto que has de llevar por mí. Después, el día de mi aniversario, si ambos no me habéis olvidado, entrégale a Clotilde la sortija que me diste.:. Bendígala el sacerdote al celebrar vuestro casamiento, y... venid los dos a orar cabe la tumba de vuestra Rosalía. 

Ya no se me permitió entrar más en el cuartito; pero al tercer día en que estaba ya oleada oí que el sacerdote esforzaba la voz, y me precipité como un desesperado, y me arrodillé a los pies de la enferma. La opresión de su pecho 

la ahogaba, había perdido el uso de la palabra; pero se abrieron sus ojos, y clavó en mí una penetrante mirada, que interpreté como signo de agradecimiento. Sus manos dejaron caer en las mías una pequeña medalla de la Virgen, como prenda inolvidable de su afecto, y sus labios se sonrieron como si saborease el último goce de la tierra, como si principiase a disfrutar las dulzuras del cielo. A los pocos momentos espiró: digo mal, se durmió en el ósculo del Señor. 

Esto, señores, esto sí que es morir con la sonrisa en los labios y la esperanza en el corazón. 

A los quince meses me casé con Clotilde, digna amiga de la sin par Rosalía. 

XIII. LA TARDE DEL CORPUS EN 182...

XIII. 

LA TARDE DEL CORPUS EN 182... 

EMILIO B... A RICARDO M... 

Fuerte conjuro es el de que te vales para arrancarme un secreto que he podido guardar más de tres años sin merma ni perjuicio de nuestra antigua amistad. 

A tratarse únicamente de mis flaquezas puede que me hubiera conducido con menos reserva; pero constituirme en narrador de mis buenas acciones tiene ciertos visos de inmodestia, y creo que llegaría a ruborizarme si no estuviese de por medio el mar, y no fueses tú el único que va a recibir mis confidencias. Has querido que rompiese el silencio, deja pues correr mi pluma a su sabor, que hoy me siento con vena de escribir, y me disgustaría que pecases de impaciente cuando estoy predispuesto a pecar de prolijo y minucioso. Los grandes pintores saben concentrar todo el interés de sus composiciones en la viva expresión de las figuras principales, yo pobre embadurnador de lienzo crudo suelo ingeniarme con accesorios de capricho, y procuro encubrir la falta de inspiración con la exactitud de los pormenores y la verdad del colorido. 

Lo que voy a contarte podría titularse “historia de dos minutos de mi vida" y en tan corto espacio bien ves que no caben grandes sucesos ni complicadas vicisitudes. El drama, si drama te empeñas en llamarlo, es de una sencillez extremada, y así no extrañes que lo encabece con un prólogo de mayores dimensiones que el cuerpo de la obra. He visto libros de este jaez, y en conciencia no puedo reclamar el privilegio de invención. 

Dos veces has estado en Palma, y en ninguna has visto la procesión del Corpus. Pronto hará cuatro años que estaba sumamente hermosa la tarde de aquel día. Supongamos que le hubiese dado por llover de una manera insólita y desapoderada, cuántas horas de agitación y desasosiego! qué de ilusiones y esperanzas me hubiera ahorrado el cielo! Pero tampoco habría experimentado la noble satisfacción que proporciona un sacrificio oculto, ni la paz interior que tarde o temprano sigue a la victoria que uno alcanza de sí mismo. 

Todo lo que hice aquella tarde lo recuerdo perfectamente. Tantas veces he traído a la memoria sus impresiones que han llegado a conservarse como los rasgos del buril en una lámina de cobre: así es que me atrevo a contarte uno por uno los vagos pensamientos que me ocupaban, precediendo a las vivas emociones que en mi corazón se sucedieron. Tan libre y exento de amorosos cuidados salí de casa, que hubiera vuelto sin la competente provisión de avellanas con que obsequiar a alguna joven de mis conocidas. A ninguna distinguía lo bastante para hacerla objeto de esta vulgar e inocente galantería; y si tal costumbre puede pasar como rasgo característico de ciertas festividades en nuestro país, el fallar a ella pudiera tomarse también como rasgo característico de mi soberana indiferencia. 

Entré por la calle de Santo Domingo y empecé a recorrerla en sentido inverso del que debía seguir la procesión. A espaldas de su iglesia levantan los padres dominicos un altar con magníficos relicarios y soberbios candeleros de plata, y tengo muy presente que cerca de allí se me ocurrieron estas ideas: Van a cumplirse seis siglos que se extendían por aquí los muros y torreones de un alcázar moruno, que se ocultaban en su recinto los patios y jardines de un harem voluptuoso, y ni vestigios han quedado de esas fábricas que esperaban desafiar la saña del tiempo, y la mano del hombre las ha derruido. Si de aquí a trescientos años me fuese dado salir de mi tumba y volver a este sitio, cómo también lo encontraría todo cambiado! Grupos de pequeñas casas se habrán transformado en un solo palacio, y mansiones señoriales desmenuzado en pequeños pisos: cuántos balcones tapiados y cuántos nuevamente abiertos! 

los edificios habrán cambiado de fachada y los arquitectos de gusto, si es que entonces tengan alguno. Difícilmente podría reconocer el punto que ahora ocupan mis plantas a no ser por este magnífico templo que subsistirá incólume y robusto, semejante a esos fenómenos de longevidad, patriarcas olvidados por la muerte que continúan su existencia en medio de una generación de bisnietos y resobrinos. 

Detúveme en la plaza de Cort a examinar por centésima vez los retratos, que en las grandes solemnidades cívicas o religiosas decoran el frontispicio de las casas consistoriales. Prefiero a todos el de D. Gregorio Gual, obra del primero de nuestros pintores. Aparte el de S. Sebastián de Van-dick, preciosa joya es aquella de Mesquida. Si a mi ambición se le propusiera por blanco la gloria del retratante o la del retratado, de fijo daba en la extravagancia de escoger la primera; mas por mi desgracia me veo tan lejos de ella como de la segunda. Cuán triste es, amigo mío, sentir un inmenso deseo de volar y reconocer al mismo tiempo que se ha nacido sin alas! Eso no obsta para que me dijese: 

No sería justo que al lado de este militar esclarecido figurase también el que supo dar tanta expresión y vida a su fisonomía? No debieran tener cabida en este sitio todas las glorias de nuestro país? Acaso lo ilustran únicamente aquellos de sus hijos que ascienden a Generales u Obispos? Cornelia hija y esposa de Cónsules se envanecía de los suyos que no debían llegar a más que Tribunos. Según andan los tiempos de temer es que ya no aumenten mucho, (y gracias a Dios si no se eliminan), los retratos de los que esparcieron el balsámico aroma de las virtudes cristianas, ¿no sería pues lo más equitativo que, siquiera por vía de sustitución, la ciencia y el genio, que son la segunda de las excelencias humanas, heredasen el privilegio de la santidad que es la primera? 

Algo de intempestivo, si se quiere, tenían estas reflexiones, y no era cosa de estarme parado en contemplación artística en medio del movimiento general que de una a otra parte me impelía. Mi afición a los pinceles no añade ni un día más a mis veinte y ocho abriles, y si me gusta examinar los primores de un bello retrato no me disgusta admirar los atractivos de un original hermoso. Hasta entonces había existido un largo, muy largo camino de mis ojos a mi corazón. Por lo mismo si no interesante para este, agradable para aquellos era el espectáculo que se me ofrecía. El largo y corrido balcón de las casas consistoriales atestado de señoras luciendo sus galas y sus joyas, y sirviéndoles de dosel, que pudiera envidiar una reina, el magnífico voladizo: la plaza irregular de Cort, poco grata a los arquitectos pero ofreciendo a los pintores variadas perspectivas, con sus numerosas ventanas y balcones colgados de rojo damasco, y coronados de airosos bustos como los palcos de un teatro: aquel mar de cabezas en continua ondulación, sobre el cual descuellan las puntas de las bayonetas, como plateadas escamas de fantástica serpiente, al reflejar los últimos destellos del día. 

A manera del que remonta el curso de un río fui siguiendo mi camino, abriéndome paso por entre la doble fila de soldados, y la doble hilera de sillas en que sentadas las jóvenes disfrutan el doble placer de mirar y ser miradas. Hecho un inspector de bellezas, destino que carece de sueldo y al que nunca faltan aspirantes, pasaba revista a las ricas señoritas con sus brazaletes de perlas, a las graciosas menestralas con sus trajes de muselina, y a no escaso número de lindas payesitas con su nevado rebociño, su jubón de raso y enaguas de seda, sus botonaduras de oro y patenas de filigrana; pero a todo esto mi corazón no añadía una más a sus acostumbradas pulsaciones. Con esta flema de filósofo en ciernes parábame a ver las capillitas adornadas de luces, flores y colgaduras por la devoción y piedad de los vecinos, o ya los empujones y el afán de situarse no lejos de las banderas, que pronto debían desplegarse y servir de alfombra al Rey de los reyes. 

De esta suerte, llevado unas veces por el impulso ajeno y forcejeando otras para seguir adelante, llegué hasta salir de la calle que da vista a la puerta de Almoyna. Allí me detuvo el movimiento ocasionado por la escolta de caballería que precede a los atambores del Ayuntamiento. Aire de gravedad y colorido local dan a nuestras procesiones su antigua tocata y particular vestimenta: es cosa tan mallorquina que sentiría mucho verla suprimida. Al ver desfilar uno por uno los gigantescos pendones de los gremios, interpolados por seis u ocho maestros de cada profesión, parecíame que los santos de sus cúspides iban a volar hacía el cielo, o las doradas águilas a batir sus alas por el espacio, y entretanto me proponía el curioso problema de si produciría un efecto más pintoresco el que fuesen de colores diferentes, en lugar de aquella serie de colosos encarnados sólo interrumpida por el pendón verde que distingue a los hortelanos. 

Precediéndoles una sencilla cruz de madera en medio de los ciriales llevados por dos angelitos y guarnecidas de blancos y rojos claveles, vienen los capuchinos con su hermoso tabernáculo de la divina Pastora. Inspíranme estos hombres que parecen restos vivientes de los primeros siglos del cristianismo, trasplantados de la Tebaida a nuestras sociedades corroídas por malas ideas y no mejores sentimientos, un no sé qué de simpático y respetuoso que no es fruto exclusivo de mi educación cristiana. Para dejar de sentirlo paréceme que no basta ser descreído, es menester un corazón depravado. 

Siguiendo el orden de su antigüedad, vela en mano y ojos en el suelo, iban pasando las demás comunidades religiosas, sobresaliendo por su crecido número los observantes, y por la riqueza y primorosas labores de su Cruz los dominicos. No forman estos ya pareja con los franciscanos como antiguamente sucedía: tampoco en esta procesión van juntas las dos órdenes redentoras, ni los carmelitas con los agustinos como en las otras de nuestra Catedral sucede actualmente. Cada comunidad separada lleva al frente su cruz, y acompaña a su tabernáculo seguido de un preste con pluvial y con dalmáticas sus ministros. 

Taches o no de pueriles mis gustos confiésote ingenuamente que participo del que da a los niños la vista de lo que llamamos lledánias, y el metálico rumor de sus doradas banderillas. Grandes armazones circulares graciosamente caladas ostentan sus perfiles todos cuajados de flores de cera, cuya diversidad de colores imita el efecto de una movible claraboya herida por los rayos del sol naciente. Así como a las imágenes de los santos gústame verlas descollar sobre las cabezas de los espectadores, sirviendo de guión al clero de cada parroquia. Sobria de colores en su arabesca cenefa se presenta la de San Nicolás, y ninguna vence en hermosura a la de gótico estilo que precede al numeroso clero de  la santa Iglesia. En medio de sus filas van doce sacerdotes revestidos de ricas y uniformes casullas quienes representando a los doce apóstoles, llevan en la mano el instrumento de su respectivo martirio. 

Momento solemne, grandioso, indescriptible es aquel en que, como el arca santa en hombros de los levitas, aparece la magnífica e imponente custodia, en hombros de cuatro canónigos bajo del rico palio que sostiene el Ayuntamiento. 

Envuelta en el humo del incienso, rodeada de ministros del santuario que visten preciosos ornamentos, escoltada por colosales gastadores con sus negras barbas destacando sobre el blanco delantal, sus gorras de pelo echadas a la espalda, sus palas y azadones relucientes como plata, avanza lentamente al majestuoso compás de la marcha real en que prorrumpe la música militar apagando las modulaciones del órgano y sobreponiéndose a los cantos de la iglesia. Y luego el redoble de los tambores, el vibrante sonido de cornetas y clarines, la gigantesca voz de n‘ Aloy a cuyos acompasados golpes responde una salva de artillería. En medio de esta sublime discordancia, superior al más vigoroso efecto que puedan producir las reglas de la armonía, ¿quién no siente una impresión desusada, y latir su pecho con las emociones del más profundo respeto? Sería necesario ser incrédulo rematado para no rendir su orgullo como rinden los soldados sus armas, para no doblar espontáneamente la rodilla como la doblan todos los fieles a quienes absorbe entonces un solo pensamiento. 

Y bien, vas a decirme, a qué conduce esta relación que será todo lo verídica que tú quieras; pero que para el caso no tiene visos de oportuna? Respondo, es un boceto de costumbres, y conociéndote aficionado a este género preparo así tu ánimo a la indulgencia, puesto que no sabré trazar el siguiente cuadro con toda la valentía que yo quisiera. Es además valerme de un rodeo, bien que un poco largo, para que te formes un cabal concepto del tranquilo posesorio en que estaba de mi libre albedrío, de la perfecta calma que disfrutaba al hallarme tan en vísperas de perderla. 

Habíase internado la procesión por la angosta calle cuando un repentino y tumultuoso desorden agitó el apiñado concurso que acababa de verla. Algunos confusos gritos esparcieron el miedo y la zozobra. Ocasionaba este movimiento el de la sección de caballería cerca de allí situada, y las corvetas de un caballo que se resistía al freno y a la voluntad de su jinete. Temerosos de un atropello los más cercanos se hicieron a la espalda, echando unos a correr y aglomerándose otros en el sitio que yo ocupaba. La furia de esta oleada no era para resistida. Todos quedamos desalojados, y merced a este súbito trastorno vino a ser casi arrojada a mis brazos una señorita tan linda... tan linda...! 

Por poco que tenga yo de artista tengo muchísimo más que de literato, ¿cómo pues podría bosquejarte su hermosura con palabras cuando me siento incapaz de hacerlo con mis pinceles? Era aquello la miniatura de un serafín trabajada por mano de un ángel. Tontería! Era una obra de Dios, artífice infinitamente más hábil y entendido. Y esa extremada beldad se había escapado a mi revista! Y lo más extraño es, que vislumbrando en ella cierto aire mallorquín, nunca, nunca hubiesen tropezado mis ojos con semejante fisonomía. 

La impresión que produjo en mi pecho, si no la comprendes por sus efectos, no sé de qué modo te la describa. Te he dicho que tenía antes el corazón tan apartado de los ojos, ahora te digo que en aquel momento lo tenía encerrado en mis pupilas. Y estas por un magnetismo tan grato como irresistible permanecían fijas en aquel lindo rostro, admirando la transparencia de su tez sonrosada, la suavidad y delicadeza de sus contornos, la candorosa expresión de la virginal belleza que me trastornaba y enloquecía. 

Tan pronto como la hube sostenido, y hecho de mi cuerpo una especie de parapeto con que defenderla, se repuso y me dijo en castellano muy bien acentuado y con una voz soberanamente deliciosa, "gracias, caballero." 

Levantó en seguida sus ojos hacia los míos, y los más vivos colores relampaguearon en sus pudorosas mejillas. Parecióme entonces que había comprendido todo el valor de mi ardiente mirada, y que mi alma se trasladaba a la suya como la suya se había trasfundido en la mía. Deslumbrado, conmovido, perturbado no sabía qué decir y le pregunté: Se ha asustado V. mucho?

- Un poquito. La gente nos empujaba, y como no sabía lo que era... 

- Algún caballo poco acostumbrado a esta clase de funciones.

- Ay qué miedo me dan los caballos! Pero allí veo a mi mamá...

- Me permitirá V. que se la entregue sana y salva? iba a decir. Medio minuto más y ¿quién sabe lo que de su contestación hubiera dependido? Pero un violento empellón me obligó a ladearme un poco, y al mismo tiempo se interpuso entre nosotros un compacto grupo impelido por una segunda oleada debida al maldito caballo. Perdí de vista a mi refulgente estrella, y no me fue ya posible descubrirla de nuevo. Si hubiese llevado un traje chillón y extravagante! Si hubiese descollado entre las demás por su elevada estatura! Pero, nada! se confundió en la espesura como una espiga en su gavilla, siguió su camino, y yo sin duda empezaría por tomar el opuesto. No hay que decirme si recorrí el curso de la procesión, si entré en la Catedral, si me fui al paseo. Todo en valde. 

Lo que anduve aquella tarde! Me retiré a las altas horas de la noche molido y asendereado, y con la imaginación más fatigada que mi cuerpo. Habíaseme puesto en ella que mi casual aventura era precisamente la piedra angular de mi felicidad venidera, y mi corazón ardía como una rama de pino seco. Pasaron días y semanas y meses, y yo acudiendo a todas partes, así al teatro como a las iglesias, introduciéndome en las tertulias, solicitando amistades, y esperándolo todo de la casualidad o de la Providencia. Triste era no tener el más leve indicio para rastrear el objeto de mi insensato anhelo, pero seguía tenaz en la confianza de que el día de mañana me otorgaría la dicha que todos sus anteriores me habían rehusado. 

Tantas contrariedades, tantas tentativas frustradas, tantas esperanzas fallidas enardecían mi pasión en vez de amortiguarla. Luchaba yo, pero vencido no desfallecía. No buscaba recursos para olvidar, y a tenerlos a mano los hubiera rechazado. A mis solas recordaba aquella dulce mirada suya, y la traducía en todos los idiomas gratos al corazón: mis largas meditaciones no eran más que una interpretación gratuita, una paráfrasis extensa, un comentario prolijo de aquel brevísimo texto. Fígurábaseme que ella debía de ocupar su pensamiento en mí como yo lo tenía clavado en ella. 

Estaba desconocido para mis amigos, y de tus cartas se deduce que notaste la agitación que me traía desasosegado. Algunas veces me daba por volverme misántropo, por arrojar los pinceles y correr calles y mirar los balcones, otras por combinar proyectos matrimoniales con planes rentísticos, y me aplicaba al trabajo con una actividad calenturienta. Lo raro es, que conservando tan bien grabado en la fantasía el original, no lograba nunca hacer un retrato suyo que me dejara satisfecho. Qué de croquis! qué de bocetos! de lápiz, de pluma, de frente, de perfil... qué se yo? y al hacerlos seguía inmediatamente el destruirlos. Antes que llegara su turno al bosquejo de uno que estaba a punto de concluir, entró de improviso mi primo Manuel y viendo la tela en el caballete exclamó: Está parecida. - Quién? pregunté azorado. - La Carmencita. - Y quién es esta muy señora mía? - Toma! la hija de D. N. N. de Artá. - Pues te engañas, es un boceto para una Santa Eulalia. - Si tendré cataratas en los ojos! A la legua se conoce que es... o que quiere ser ella. 

Qué salto de alegría me dio el corazón! Y cómo me ingenié para cortar la plática y desorientar a mi primo! 

Al día siguiente me hubieras encontrado camino de Artá aguantando, con un valor digno de mejor causa, doce o trece mortales horas de un horrible traqueteo. Cené mal y dormí peor en un mesón tal como los sabía retratar Cervantes, entablé conversación con los hostaleros, y sonsacándoles un poco averigüé de fijo que el día del Corpus no estaba en Palma la dichosa Carmencita. Dijéronme que era un tipo de hermosura; pero a mí qué me importaba? Ni siquiera quise verla: y a poco de salido el sol me tenías otra vez montado en un carro primitivo y dando la vuelta a mis abandonados lares. 

Entonces me ocurrió la idea de que era posible, ya que no probable, que mi hermosa desconocida fuese hija de alguno de los ricos propietarios domiciliados en los pueblos de la isla, y me entró la súbita afición de viajar y recorrerlos. 

Y héteme aquí, amigo mío, transformado en artista errante, ya que no en caballero andante; pero como estos en busca de una princesa encantada. Qué de hermosas vistas y pintorescos paisajes recogí para mi cartera! pero también, qué de amarguras y decepciones para mi corazón! 

En dónde, en dónde estaban mis antiguas y tranquilas horas de estudio o de recreo? Y con todo mi vida no era un infierno, porque ardía en mi pecho el amor y se mantenía indeleble mi esperanza. 

Estábamos a principios de cuaresma cuando me sorprendió en mi taller la visita de un oficial que daba el brazo a una señora. Es ella! gritó mi corazón sin que mis labios pudiesen articular una sola palabra. 

- Veníamos por si tenía V. la bondad de hacer nuestros retratos, me dijo aquel caballero. 

- Con muchísimo gusto, respondí inmediatamente. 

Y para ocultar mi turbación les ofrecí asiento, y me puse a quitar chismes y desembarazar muebles como si me importara gran cosa el arreglo de mi estancia. Retratarla! Retratarla! oh dicha inesperada! Contemplarla a mi sabor, pasar largas horas con ella, percibir la celeste melodía de su voz, respirar la fragancia de su aliento, embriagarme en las delicias de una pasión tan locamente acariciada! Cómo no había de ser tremenda la explosión de un fuego subterráneo tanto tiempo comprimido? Más de ocho meses sin haber dejado de pensar en ella un solo día: más de ocho meses de esperar en vano sin haberse reducido a polvo mis esperanzas, y verla aparecer de improviso como una visión celeste y no fugitiva! Verla dentro de mi propia casa sin mengua de su recato, verla dispuesta a ser el objeto de mil pequeñas y minuciosas atenciones, verla resignada a ser el blanco de mis ardientes miradas sin tener que reprimirme por miedo a su sonrojo! Oh! magnífica recompensa de tan larga agonía. El cielo me otorgaba más de lo que me hubiera atrevido yo a pedirle. Qué corona de artista, qué condecoración no hubiera desdeñado si entonces me la ofrecieran en cambio de no retratarla? El oro de Creso, la gloria de Murillo no me hubieran parecido una compensación equivalente. Y sin embargo, qué horrible puñalada! Aquel hombre..? Podía ser su hermano... pero no, no: una voz interior me dijo que era su marido. Su marido! 

Ay amigo mío, me encuentro en el capítulo de mis flaquezas. Aquella situación era terriblemente dramática. Clavé en ella una rápida y furtiva mirada, y por el rubor de sus mejillas parecióme que me había conocido. Si conservará mi recuerdo! A qué locas esperanzas no daba ocasión la de retratarla, y la de poder hacer para mí un segundo retrato que sin duda hubiera sido mi obra maestra? Pero, qué es esto? me dije. Voy por ventura a comenzar una carrera de libertino? He de exponerme a turbar la felicidad de estos esposos? Qué importa que la mía haya perecido? He soñado, y ya despierto. No, no he de dar ya pábulo a pensamientos hasta hoy legítimos e inocentes, de hoy más villanos y criminales. Retratarla, no es delito, no es un acto culpable... pero es ponerme en peligro de serlo. Mi pasión es pura... lo ha sido hasta ahora, tanto mayor razón de conservar su pureza. Si cedo a la tentación, si hoy no venzo en esta lucha, quién me garantiza que venceré mañana? No he de retratarla. 

Tomada esta resolución me senté, bien que con aire taciturno y pensativo, no sabiendo cómo retroceder del compromiso. Era forzoso un medio que no dejase entrar la más mínima sospecha en el corazón del marido, que tal vez era receloso por demás y sombrío. Pero el cielo que me había inspirado un buen pensamiento me abrió el camino para llevarlo a cabo. 

- Será V. tan amable, me dijo ella, que quiera decirnos antes el precio que ha de poner a su trabajo? 

- Deja, mujer, respondió el oficial, el señor sabrá lo que valga y nos hará pagar lo que sea justo. 

- El señor sabe que en bellas artes el talento nunca obtiene sobrada recompensa, y como por otra parte no hemos de ir regateando... 

- Cinco mil y quinientos reales, dije entonces yo con una frialdad heroica. 

- Santa Bárbara bendita! debió de exclamar para sus adentros el oficial; pero solo me dijo: Algo caro es. 

- Ni un maravedí menos. 

- Pues en este caso, continuó volviéndose a la joven, partamos la diferencia; comenzará por el tuyo y dejaremos para otra ocasión el mío. 

- Esto nunca, saltó ella. Pobre retrato mío sin la compañía del tuyo! Juntitos los dos como nuestros corazones. Este caballero ha pedido una cosa que sin duda será muy justa, pero la paga de capitán no es suficiente para alcanzarla. Qué le haremos? Aplazar nuestros deseos hasta que lleves los tres galones. 

- Largo me lo fías. 

- Todo se andará, hijo. 

- Pero, querida, y el recuerdo que pensábamos dejar a la familia? 

- Nada, me haré retratar de coronela. V. añadió volviéndose a mí, dispense la molestia. 

Cogiendo luego del brazo a su marido me dirigió una dulce mirada en que parecía expresarme el más vivo agradecimiento. Yo también clavé en ella, pero ya en sus espaldas, mi triste y postrimera mirada. 

Casada! exclamé golpeándome la cabeza y midiendo a largos pasos mi aposento. Casada! Tantas ansias de verla, y tanta amargura por haberla visto! Quién trocara mi despecho de hoy, por la excitación y la incertidumbre y el desasosiego de ayer! Y casi lloraba como un niño. Pero, qué? me dije, he tenido valor para ser hombre y me arrepentiré de haberlo sido? He cumplido un deber, he hecho un sacrificio, que no será comprendido, que tal vez sera mal interpretado, qué importa? Es la opinión del mundo o la justicia de Dios quien ha de darme la recompensa? 

Cinco o seis días después entró Manuel diciendo: 

- Cuando digo que a veces tienes la cabeza a pájaros... 

- Vaya un ex-abrupto. 

- Hombre, murmuran de ti y lo siento. 

- Y dicen? 

- Que sobre ser brusco y poco sociable tienes unas rarezas... que, o bien te has metido en los cascos que eres un segundo Velázquez, o bien tratas de saquear al prójimo como si fuese real de enemigos. 

- De modo que o soberbia o avaricia o... No me faltaba más sino que fuesen subiendo la escala! 

- Pues si Viedma aseguró que por un retrato habías pedido tres o cuatro veces lo que piden los demás pintores? 

- Y quién es Viedma? 

- El hombre feliz, y no es el del P. Almeyda. Un bello sujeto que tiene un fortunón deshecho: acaba de casarse con una niña hermosísima, con un ángel. 

- Siempre andas tropezando con ángeles, como si los arrojaran a granel por esos mundos de Dios. Y quién es ella? 

- Matilde la hija del Gobernador de Bellver. 

- Teníala tan cerca y buscábala yo tan lejos! pensé, y dije luego: No tengo presente haberla visto en paseo, ni... 

- Y cómo habías de verla si no venía a Palma tres veces en un año? Su madre que es mallorquina tiene una hermana paralítica a quien la niña cuidaba como si fuese su enfermera y no la abandonaba ni un momento. Es una santa. 

- También santa! prorrumpí con una intención mucho más profunda de lo que mi primo podía figurarse. Y ahora? añadí con voz algo temblorosa. 

- Ahora se marcha a Burgos con su marido que acaba de recibir el ascenso a Comandante

- Gracias, Dios mío! gracias, exclamé no con los labios sino con el corazón. 

X. UNA AGALLA DE CIPRÉS.

X.

UNA AGALLA DE CIPRÉS. 

X.  UNA AGALLA DE CIPRÉS.


Dale que dale! Malditas sean las campanas, y el primero que fundió bronce para construirlas. 

- Buen badajo hubiera hecho en la famosa de Huesca el bárbaro de cuya mollera salió tal engendro. 

- Dichosa Stambul! quién pudiera enviarte un cargamento de nuestros campanarios en cambio de una remesa de tus serrallos

- Con sus odaliscas y todo. 

- Esto se da por sobreentendido, Alfredo. Brava especulación fuera si nos llegasen vacíos. 

- Dale! Pues señor, esta noche no hay que esperar interrupción, ni treguas, ni intermitencia, ni pausa, ni... 

- Música más deliciosa! Ni el gong de los chinos. Apuesto mis orejas a que las de Midas serían incapaces de resistirla.

- Ello es que no existe mal alguno que no lleve entreverado algún bien de más o menos cuantía. En la actualidad pudiéramos exclamar: Bienaventurados los sordos

- (Porque ellos no oirán majaderías,) dijo para sus adentros uno que fuera del corro estaba oyendo la conversación. 

- Lo que es. Hoy por hoy tomaría con las dos manos una sordera, como si dijéramos, provisional o interina. 

- Y aunque fuese dando dinero encima, añadió Alfredo. 

- Por mi parte me contentaría de poder cerrar mis oídos con siete candados. 

- Pues hay más que atiborrarlos de algodón, o tapiarlos con cera como los compañeros de Ulises

- Si tanto pudo en ellos el riesgo de las sirenas, qué no haría la realidad de ese atroz campaneo

- Estoy por las sirenas: vengan estas, y abajo las campanas

Merced a estos y otros insípidos chistes, con visos y pretensiones de epigramáticos, mataban el tiempo tres o cuatro mozalbetes sentados alrededor de una mesita, cubierta de tazas vacías y frascos de diversos licores, mientras el melancólico tañido de todas las campanas, como un coro de estentóreas voces, hacía un simultáneo llamamiento a la piedad de los fieles excitándoles a rogar por las almas de sus antepasados. Sucedía esto la víspera del día de difuntos; razón por la cual tan escasamente concurrido se hallaba aquel café, que fuera de los jóvenes indicados no había en el salón más que un caballero algo maduro ocupando la mesa inmediata. Parroquiano indefectible, abonado a prueba de vientos y de lluvias, de truenos y de relámpagos, cotidiano como el pan, y callado como un turco, era tan puntual en sus horas de entrar y salir del café, que habiéndolo observado uno de los concurrentes dijo: Este hombre es un reloj. - De arena, añadió Alfredo, y desde entonces con este mote solían designarle. Porque si bien los rasgos de su noble al par que severa fisonomía eran suficiente aguijón de la curiosidad, poca cosa acerca de él se había averiguado. La inventiva de los ociosos acumulaba suposiciones que al fin y al cabo venían a tierra como faltas de solidez y fundamento. Lo único que se sabía era que todas las mañanas acudía a la misma iglesia, todas las tardes al mismo solitario paseo, y al cerrar de la noche se le veía un rato en el café, donde sentado en el mismo puesto, pedía la misma taza y copa, y entre sorbo y sorbo fumaba un rico habano, sin trabar relaciones con nadie ni mezclarse en conversación alguna. Inferíase de aquí que era un hombre excéntrico y huraño con sus puntas de insociable, exacto como un instrumento de matemáticas, y metódico como un tratado de filosofía. Por lo demás la gallardía de su persona, la viveza y expresión de su mirada, y los marcados lineamientos de sus facciones, singularmente provistas de una belleza varonil, daban claro a entender que en sus mocedades estuvo dotado de pasiones vivísimas, sostenidas por el vigor de su carácter, por los atractivos de su figura, y por la fogosidad y energía de su temperamento. 

Sentado con cierta negligencia en el ángulo más retirado del café, y medio envuelto en la azulada gasa que tejían las sucesivas espirales del humo de su cigarro, no perdía sílaba de la conversación que los jóvenes, sin recatarse de él, continuaban a sus anchuras. 

- Sabéis, exclamó uno, que si ahora tuviese a mano un clerizonte, con una sencilla pregunta iba a meterle en calzas prietas? De qué diablos puede aprovechar a los muertos el romper de este modo la cabeza a los vivos? 

- Y sabe V. ya, de qué puede aprovechar a los vivos cuanto les traiga a la memoria el recuerdo de los muertos

Esta brusca interpelación con que el desconocido, sin preámbulo alguno, se entrometía en el coloquio, cosa tan ajena de sus costumbres y de la cual ningún otro ejemplo se conocía, causó tal extrañeza en aquellos jóvenes, que se quedaron como cortados y mirándose unos a otros, sin saber con qué términos ni en qué tono responder a ella. 

- Caballero, balbuceó el interpelado al cabo de algunos momentos. 

- Supongo que no van a ofenderse Vds. de la libertad que me he tomado. 

- De ningún modo. Es V. muy dueño, replicó el primero ya más animado; pero no podrá menos de convenir con nosotros que es muy cargante, muy destemplada, muy fastidiosa la serenata que nos están dando. 

- A no ser que le parezca a V. música celestial por serlo de tejas arriba? añadió otro de los interlocutores. 

- Es música que si no halaga los oídos despierta los afectos. ¡Cuántas sonatas de célebres maestros aspiran en valde a lograr tal resultado! 

- Perdóneme V. la franqueza, saltó Alfredo, que era el que más presumía de chistoso. ¿Es V. por ventura fundidor o sacristán? 

- Ni lo uno ni lo otro, respondió el desconocido con una amable sonrisa que dio más alas a sus contendientes. 

- Pues no siéndolo es extraño que se haga V. el abogado de las campanas. 

- Y no sólo de las campanas sino de las funestas ideas que excita su clamoreo. ¿Le parece a V. que tan de sobra están en la vida los ratos alegres para que todavía hayan de buscarse medios artificiales de entristecernos? 

De los pueblos cultos deberían desterrarse, a mi entender, todas estas cosas que producen sensaciones repugnantes. ¡Qué afán de contrariar las leyes de la naturaleza, en una época en que la civilización, la ciencia, las artes y la industria se muestran tan solícitas para complacerla! 

- Ya sé que la ciencia echa mano a todos sus recursos para prolongar la vida, y la civilización trata de alejar cuanto sea posible el pensamiento de la muerte; pero es preciso confesar que la muerte se está burlando de la civilización y de la ciencia. 

- Pues entonces, dijo otro de los jóvenes; no hay más sino que cada quisque tenga al canto un monaguillo que le susurre al oído el Hermano morir tenemos de los trapenses. 

Cuando el señor llegue a ministro va a echarnos un proyecto de ley para que todo hijo de vecino cave su sepultura en el jardín, o construya un sarcófago en el desván de su casa. 

- Paréceme que el asunto no se presta tanto a las bromas. Las campanas con su lenguaje simbólico...

- Para lenguaje simbólico el de un reloj de arena. 

A esta inesperada ocurrencia de Alfredo respondió una estrepitosa carcajada de sus compañeros, quienes trataron luego de reprimirla para que no se trasluciera su maliciosa descortesía. 

- No comprendo esta hilaridad, porque de veras no atino con el chiste, continuó después de una breve pausa el desconocido. Decía que las campanas, el reloj de arena, ya que el señor lo ha indicado, y mil otras cosas, quizás pequeñas y de ningún momento, por los usos a que la tradición las ha consagrado, por las aplicaciones que de ellas ha hecho la sociedad, por lo que han intervenido en las alegorías de los poetas, por lo que representan, por lo que recuerdan, en fin por la sola ley de asociación de las ideas, están dotadas de un lenguaje simbólico en que muchas veces no paramos la atención por lo mismo que es vulgar y conocido. Y ya que tocamos esta materia, si Vds. me lo permiten... 

- Caballero, si V. se propone echarnos un sermón nada diré en cuanto al tiempo; pero en cuanto al lugar me permitirá V. la observación de que es muy poco a propósito. 

- No me creo autorizado para tanto, ni he de caer en la inconveniencia de trasformar en púlpito una mesa de café. Me limitaba a referir una historia

- Una historia! esto es otra cosa, exclamaron todos a la vez. 

- Sin duda será una historia propia de este día, lúgubre, romántica,  espasmódica, horripilante. (nota: varios textos de Tomás Aguiló son del romanticismo. Hay muchos autores españoles y extranjeros representantes de esta época literaria o este movimiento literario; citaré sólo dos: Gustavo Adolfo Bécquer, Edgar Allan Poe. Pueden comparar sus escritos, tanto prosa como poesía, con los textos de este libro.)

Edgar Allan Poe, corv, chapurriau


- Una historia de aparecidos, con sus llamas de fósforo y su ruido de cadenas

- Vamos a tener el Convidado de piedra con veinte y cuatro horas de anticipación.

- Nada de todo esto: es una historia más sencilla y más moderna. 

- Mejor que mejor, atención amigos. 

Y encendiendo todos un nuevo puro se pusieron a escuchar con religiosa atención. 

Yo... dijo el desconocido, y deteniéndose un breve rato como para coordinar sus ideas, volvió a decir: Yo tenía un amigo, un amigo intimo, de cuya veracidad estoy tan seguro que me atreviera a prestar un juramento sobre su palabra, con el mismo descanso con que lo prestaría apoyado en el testimonio de mis ojos. Ni su nombre, ni su patria hacen al caso: llamémosle Federico, que lo mismo da este nombre que otro cualquiera. Hallábase en la flor de su juventud, envidiado de muchos, y viendo a muy pocos sobre quienes pudiese recaer su envidia. Pródiga con él había andado la naturaleza, y su brillante posición en la sociedad no le dejaba razón alguna de quejarse. Mozo, rico, de gallarda apostura y no vulgar despejo, reunía todas las prendas que hacen agradable el comercio de los hombres y cautivan la atención del otro sexo. En el concepto del mundo rayaba en el apogeo de la felicidad humana. Dotado de un corazón inflamable con suma facilidad y no menor vehemencia, recorría los senderos floridos del amor, cogiendo cuantas rosas lisonjeaban su vanidad o estimulaban su codicia, sin que se lo estorbasen miramientos humanos ni respetos de más elevada jerarquía. Su fuerza de voluntad, impulsada por un temperamento de fuego, arrollaba cuantos obstáculos se le oponían, pasándoles por encima con el mismo desembarazo de un jinete, que huella los cadáveres de los enemigos que su lanza ha derribado. 

Por su desgracia, o mejor por su fortuna, Federico vino a enamorarse perdidamente de una mujer hermosísima que, si bien compartía su violenta pasión, resistía a sus multiplicadas instancias, agarrándose con la desesperación de un náufrago a las reliquias de su virtud tan duramente combatida. Era esta la esposa de un antiguo amigo de Federico, hombre de alguna más edad, que habiendo hecho un casamiento ventajoso residía la mayor parte del año en una solitaria quinta, distante ocho leguas de la capital de provincia donde tuvieron lugar los sucesos que voy refiriendo. El conde, que este título debía a su mujer, entregado al mejoramiento de unas tierras que acrecentaban su patrimonio, vivía con ella, ya que no embriagado con los transportes de una pasión ardiente, habituado al menos a la calma de una regular armonía, sin que el menor recelo de una infidelidad posible viniese a turbar la paz de sus hogares. Ajeno a toda sospecha de que le cercase el menor riesgo, ningún cuidado había puesto en rodearse de precauciones. Como el muchacho de la fábula dormía sobre la fresca yerba a la orilla del precipicio; pero quizás tampoco le hubiera valido el estar despierto si la Providencia no hubiese velado por él. Porque Federico tenía tanto de sagaz como de emprendedor, y si bien es verdad que metido en una intriga amorosa no le hubiera arredrado el escándalo, también lo es que tomaba con todo esmero sus medidas a fin de impedir que sobreviniesen lances desagradables, y se conducía de manera que siempre quedaban en salvo las apariencias. Nunca había hecho alarde de calavera, y para dar valor a sus triunfos no necesitaba el ruido del aplauso ajeno. Caminaba derecho a su objeto con un aire de estudiada indiferencia, prefiriendo los senderos más tortuosos si eran los más ocultos, y entonces, si puede pasar esta metáfora, diré que ni el indio más perspicaz hubiera distinguido las huellas da sus mocasines. Para quien no le conocía a fondo Federico era una persona tan leal como inofensiva. 

Y uno de los que no le conocían a fondo, de los que ignoraban la historia de sus aventuras, y la fogosidad de sus pasiones era el conde que tan alejado vivía del teatro de sus hazañas. A la solitaria quinta situada en la frondosa y apacible ladera de una montaña no llegaban los sordos rumores que esparcen las auras de las grandes poblaciones, y este silencio monacal no dejaba de ser bastante fastidioso para la condesa que, sobrado joven e inexperta, lamentaba como perdidos en la soledad los atractivos de su hermosura, y echaba (de) menos la vida de animación y de bullicio de la cual fueron mentido presagio sus riquezas y nacimiento. Así cuando Federico llegó por casualidad a la quinta, no sólo se alegró mucho el conde por estrechar de nuevo entre sus brazos a un antiguo amigo, empeñándose en que había de pasar con él unos días, sino que también se regocijó en extremo la condesa, viendo en ello un acontecimiento que iba a proporcionarle ratos de honesta distracción de que tan sedienta se hallaba. 

Lo primero que hizo Federico fue cuidar de que no se trasluciese en su rostro ni en sus palabras la fuerte impresión que causaba en su pecho la singular hermosura que tan sin pensarlo había descubierto. Porque si bien se le encendía el corazón nunca se le desvanecía la cabeza. El amor en él era una gran calentura, pero sin delirio. Así el conde confiado como un niño insistió en que prolongase su permanencia, y le cobraba por instantes mayor afecto, y le refería el estado de sus negocios, y le daba cuenta de sus proyectos agrícolas, y sobre todo le dejaba a sus anchuras con sobra de espacio para ver a la condesa, y admirar sus gracias, y entretenerla con pláticas sabrosas, en que al principio una discreta galantería estaba tan bien entretejida de picantes anécdotas y epigramáticos chistes, que en ellas no hubiera hecho hincapié el ánimo más suspicaz y receloso. Poco a poco en las frivolidades de una conversación amena se entremezclaron cuestiones metafísicas acerca del amor, reflexiones sobre la insustancialidad de los placeres bulliciosos, calculadas lisonjas, poéticos idilios a la soledad de los campos, lamentos sobre el vacío del corazón, de tal suerte que antes de que la condesa llegase a advertirlo ya tenía el pie enredado en el lazo que tan hábilmente se le había tendido. Y no es que este lazo se le hubiese preparado a sangre fría, por mero capricho, por puro pasatiempo: Federico se había herido profundamente con el arma misma que blandía. En sus ilusiones de amante fabricábase a tontas y a locas un porvenir extraño, renunciaba francamente a sus anteriores devaneos, reconocía en su nueva pasión algo de más duradero, y ya no concebía la vida sin el amor de la condesa. Si por un momento la presencia del conde venía a echarle en rostro los preliminares de su alevosía, excusábase con la fatalidad, este Dios de los ilícitos amores. No tardó en quitarse del todo el antifaz; pero la condesa, que ya se había confesado el extravío de sus ideas y afectos, ni se atrevía a retroceder ni quería adelantar en su camino. Quería creerse infeliz, no culpable. Perjura en el corazón temía que le saliese al rostro la vergüenza de su perjurio. Federico repetía sus instancias: la condesa lloraba, pero no cedía. Entonces el astuto amante, adiestrado en esta clase de aventuras, tomó pretexto de lo primero que le vino a mano, fingió un rompimiento, juró un eterno olvido, y se marchó de improviso a la ciudad, no ratificando en su interior el solemne Adiós que sus labios proferían.

Su estratagema dio por resultado lo que él se había propuesto. El simulacro de esa retirada a tiempo le llevó a punto de obtener la victoria que apetecía. Cansado de rogar en vano, se prometió a sí mismo que en breve sería él rogado: y así fue, bien que es preciso convenir en que la casualidad favoreció sus hábiles manejos. A los pocos días de traer en la ciudad una vida cruelmente desasosegada, pero fuertemente asida a sus esperanzas, recibió de la condesa una carta en que, a vueltas de repetidas protestas de permanecer fiel a sus deberes, se confesaba subyugada por la pasión, ponderaba los tormentos de la ausencia, y le conjuraba por todo lo más sagrado que fuese a verla, a hablarla un solo momento, que fuese aquella misma noche, puesto que el conde había salido de la quinta y no regresaría hasta la tarde del día siguiente. Con la satisfacción del cazador que ve puesta a tiro la pieza que con ardor perseguía, Federico leía una y otra vez aquellos torcidos renglones, regados de lágrimas y con trémula mano escritos, aquellas sencillas e incorrectas frases que ponían de relieve los arranques y vacilaciones, las esperanzas y desfallecimientos de una angustiosa lucha, y para sí decía: "Hemos vencido. Ella cree proponerme una capitulación honrosa, y en realidad de verdad se halla rendida a discreción." Por lo mismo sin pérdida de tiempo montó a caballo y se dirigió a la quinta, apretando el paso porque había del todo anochecido cuando la carta llegó a sus manos.

- Perdóneme V. que le interrumpa, dijo Alfredo. Ya que a V. se le ha antojado bautizar al héroe de esa hasta aquí verosímil historia, ¿por qué no le ha puesto el nombre de D. Juan que tan de molde le venía? 

- Pues llámele V. D. Juan si así le parece, que para el caso viene a ser lo mismo. 

- No viene, porque teniendo ya un D. Juan Tenorio más o menos adocenado, copia, imitación o parodia del que figura en la célebre leyenda, de presumir es que más pronto o más tarde tendremos una fantasma habladora, un espectro ambulante, un qué sé yo qué cortado al estilo de la estatua del comendador, dijo otro de los oyentes. 

- No fue la estatua del comendador lo que encontró en su camino, sino el cementerio de una aldea que estaba a sus inmediaciones, prosiguió el desconocido, añudando el hilo de su narración. Por demás fuera advertir que las ideas que entonces hervían en la mente de Federico se hallaban muy poco en armonía con las que de suyo inspiraba aquel sitio, y que en él no hubiera hecho el menor alto a no dar la casualidad de reparar en una de sus paredes interiores una gran mancha de luz, una especie de óvalo de fuego que en medio de una oscuridad completa vivamente destacaba. Picóle la curiosidad, y a pesar de la prisa que llevaba, apeóse para saber de dónde procedía aquella luz en hora tan desusada y que se resistía a toda conjetura. Pero ¿qué le iba ni venía en lo que entonces podía ocurrir en aquel cementerio? Señores, ello es verdad que no pocas veces caemos en semejantes inconsecuencias. Cedemos a pensamientos repentinos, quizás opuestos a las miras que llevamos: pensamientos intempestivos, ilógicos, que por la misma razón de serlo pudieran conceptuarse de pequeños milagros, si a este nombre no cuadrase tan mal el epíteto de pequeños. Los escritores ascéticos dicen inspiraciones divinas, llámenlo Vds. si quieren rarezas humanas, que cavando un poco tal vez coincidirían las diversas explicaciones de este fenómeno. Mas dejando intacta esta cuestión vamos a los hechos. Federico arrendó el caballo, montó una pistola, se introdujo en la mansión de los muertos y descubrió que la luz provenía de una linterna sorda abandonada en el suelo a cierta distancia del muro en que se divisaba una lápida sepulcral. Trataba de levantarla para registrar aquel sitio cuando tropezó con un bulto que sentado en una piedra, envuelto en un capote, y con la frente apoyada en la palma de la mano, estaba o durmiendo o sumergido en contemplación profunda. Al grito de ¿quién va? levantó el bulto su cabeza, y con una voz que revelaba el mayor sobresalto exclamó: 

- Federico! tú? tú aquí? 

- Conde! qué es esto? Te has vuelto loco? Qué diablos te estás haciendo? 

- Y quién te ha dicho que yo me hallaba aquí? 

- Nadie, si ha sido una casualidad. Yo iba... iba al pueblo que está a la falda opuesta de esa colina, y he visto una claridad que me ha llamado la atención. Sobre que es mucha ocurrencia venir a dormirse aquí, a esas horas, con un airecillo que dejaría patitieso a un oso blanco. 

- Yo... yo he venido... balbuceaba el conde. 

- Ya se ve que has venido; pero, a qué? a qué? Mas no, vámonos de aquí, me lo contarás todo. 

- Ah! no me arranques de este sitio. Si tú supieras... no, no conviene que lo sepas. Vete, déjame. 

- Pues mira, conde, o te vienes conmigo, o me planto aquí hasta el día del juicio. 

- El día del juicio! repitió el conde con una inflexión de voz que se parecía a la del que recibe una herida. 

- Dejémonos de pataratas y gazmoñerías. A fé que nada tiene de delicioso el aprendizaje de santo, si tal es lo que estás haciendo. Es hora de dormir en blando lecho. 

- Y crees tú que cada día, que las noches todas pueda reposar tranquilo un asesino? 

- Y dónde está? Quién es este asesino? 

- Quién? Yo. 

- Tú? Válgame la corte celestial! Por dónde andarán esos molinos de viento que se te antojan gigantes? Qué lástima de meollo si se te quedan vacías las seseras!  

- No te burles. Mis víctimas están aquí. Tal vez nos oyen, porque ellas existen todavía. Ah! si la muerte acabase con todo! si fuera del polvo no quedase nada! Mas, ello no es así. Crees tú, Federico, que unos huesos carcomidos podrían 

despertar en mi corazón tan atroces remordimientos? Tendrían ese poder oculto, ese inaudito magnetismo que a intervalos me arrastra, me obliga a venir aquí a pasar la noche en medio de una espantosa lobreguez y de un silencio más espantoso todavía?

- Pero para qué? preguntó asombrado Federico. 

- Para rogar por las almas de aquellos cuya vida en flor he segado, para implorar su perdón, pará atestiguarles mi arrepentimiento.  

- Conde, conde, qué ideas son las tuyas! Es esto superstición o simpleza? 

Mira que todavía te encuentras en tu cabal juicio; mas si no lo remedias se te va la cabeza a toda brida. No te pudras por lo que se está pudriendo. El muerto a la cava y el vivo a la hogaza. Qué diablos! eres joven, eres rico, goza de la vida...

- Y después? 

- Se te ha encasquetado el después. Después será... qué sé yo qué será? Dejémoslo para cuando llegue el caso; pero ahora explícame el motivo de esta excentricidad tan inesperada. Dime qué misterio encierra tu vida. 

Te lo diré todo. Tú eres un amigo de confianza, siéntate a mi lado y escucha.

Entonces aquel desgraciado, con frases si desnudas de corrección y aliño no de sensibilidad y energía, relató brevemente a Federico una historia de amores cuyo trágico desenlace había dado origen a esta especie de trastorno mental 

que de vez en cuando padecía. Traía clavado en su conciencia un aguijón que al removerse le desgarraba el pecho con sus atroces punzaduras, y parecíale encontrar, y encontraba en efecto, pasajero alivio derramando junto a las cenizas de sus víctimas las dolorosas lágrimas de su arrepentimiento.

Esta era la terrible expiación que más adelante se impuso para calmar los accesos de su desesperación sombría. Llevado del ardor de la juventud se había enamorado ciegamente de una señorita de aquellas cercanías, tan rica de candor y de belleza como pobre en bienes de fortuna. Al verse correspondido le prometió sinceramente el casarse con ella, abandonándose a los arrebatos del sentimiento sin reparar en la gravedad de su compromiso. Creían ambos de buena fé en la eternidad de las ilusiones, cerraron los ojos a los tristes ejemplos de la inestabilidad humana, y para saborear con mayor delicia los encantos de su pasión la rodearon con las sombras del misterio. Todas estas circunstancias bastan, señores, para que no extrañéis el que la infeliz doncella atestiguase con una lamentable debilidad su amor y su inexperiencia. La pasión del conde, que todavía no lo era, siguió por algún tiempo su curso ascendente, pero pronto empezó a declinar como el sol después del medio día; porque esto ya se sabe, tras del hervor por alcanzar, viene la tibieza por haber alcanzado. La mujer amada en tanto que resiste es una reina, luego que se rinde abdica, y transformándose en sierva se expone como tal a ser despedida. Esto es lo que aconteció con la pobre muchacha. Su amante descubrió un partido sobremanera ventajoso, y resolvió aprovecharse de las circunstancias que le favorecían. El cálculo reemplazaba a la amortiguada ilusión. Al volver la vista hacia atrás ya no veía más que un capricho juvenil plenamente satisfecho; y halagada su vanidad con la esperanza de un título, tentada su codicia con la perspectiva de la opulencia, y sobre todo deslumbrado por la admirable hermosura de la condesa, que al provocador aliciente de la novedad reunía la perfección más exquisita, ni siquiera titubeó en saltar la valla que se había fabricado con sus juramentos. Estorbábanle sus relaciones amorosas, y se decidió a romperlas completamente. La incauta joven antes que la sospecha tuvo la noticia de su desventura; su amante fue a verla por última vez, y se despidió de ella para marcharse a la ciudad sin ocultarle sus ulteriores designios. Todo estaba consumado. Un rayo que hubiese caído a sus pies no le hubiera producido un sacudimiento moral más espantoso. 

Pasaron algunas semanas, y el futuro conde navegaba viento en popa siguiendo el rumbo que le trazaban sus deseos, cuando se le presentó un apuesto mancebo que esforzándose en disimular su turbación y pesadumbre le dijo: 

- Me conoce V? 

- No tengo el honor. 

- Vengo a decirle que mi hermana se halla gravemente enferma.

- Como no soy médico... 

- Pero por desdicha en la mano de V. está su salud. 

- Verdaderamente es desdicha, porque me es imposible de todo punto obrar tales milagros. 

- Imposible! exclamó el joven con un acento lleno de terror y angustia. 

- No hay que desesperarse por esto, amigo mío, ella curará sin mis auxilios. 

- Y quién sino vos puede volverle su honra? Su honra que es su vida, lo entendéis, caballero? 

El pobre hermano instó, suplicó, reiteró sus argumentos, apuró todos los recursos de su elocuencia, se echó de rodillas, derramó lágrimas; pero todo en valde. Nada pudo ablandar al pérfido amante, que habiendo logrado sofocar un primer movimiento de compasión, y aún si se quiere un recuerdo de tierno cariño, parecía revestido de una coraza impenetrable a todos los tiros. Entonces en el pecho del joven la indignación se sobrepuso al dolor, y estalló en expresiones que lastimaron el orgullo de su antagonista, quien aprovechando la ocasión de dar otro sesgo a la enojosa plática, con aire ceñudo le contestó: 

- Caballero! cuando a mí no me hacen mella los ruegos, creéis que podrán intimidarme las amenazas? Si acudís al amparo de las leyes, dónde están las pruebas? Si preferís otro terreno...

- Dónde están mis armas? vais a decir. Vos conocéis su manejo, y yo no conozco más que el de los libros. Vos sois un excelente tirador, y yo un mero licenciado en jurisprudencia. Pero, porque os ha dotado Dios de fuerza en la muñeca, creéis que ha de seros lícito atropellar a débiles mujeres, a hombres pacíficos e inofensivos? No es verdad que sería un hecho heroico, después de haber ultrajado a mi infeliz hermana, dejarme a mí, su único apoyo, tendido en el campo, o lisiado siquiera para que toda la vida os agradeciese el favor de no haberme asesinado? Ah! bien lo conozco. Seguro de una fácil victoria os gustaría armar un escándalo, para que todo el mundo rastrease el motivo y llegase a ser público lo que sólo ahora vos y yo conocemos. No, no ha de ser así.

Y volviendo de repente la espalda cogió el sombrero y se marchó.

Respiró el conde, y al ver que pasaban días sin que le importunase de nuevo el mancebo, llegó a persuadirse que su hermana se había resignado a su triste suerte, y con esta convicción postiza trató de justificar su dureza y olvido. 

En cuanto a los gritos de su conciencia no tenía tiempo de oírlos embelesado con los suaves acentos de su futura. Pero al cabo de un mes hallándose en un café se le acercó el joven a guisa de aterrador espectro, y sentándose a su lado con sosegado rostro, con ademán indiferente, y con una inflexión de voz que no revelaba la menor emoción le dijo al oído: 

- Mi hermana se encuentra ya moribunda. 

- No será tanto. Sería mucha ocurrencia la de morirse por una cosa de que se tropieza con un ejemplar a cada paso. No le prometí un dote bastante crecido?  

- Oro? 

- Pues qué más quiere? 

- Vuestra mano. 

- Esto nunca. 

- Es vuestra última resolución? 

- La última. 

- Está bien. 

Comprendió el conde que aquella calma aparente era más horrible que la tempestad más deshecha, y para salir del aprieto llamó a un compañero y le dijo: vamos a echar un tresillo? 

- Con mucho gusto, respondió el otro, que era un capitán de artillería. 

- Entonces Vds. me harán el obsequio de permitirme que les sirva de tercero, saltó el letrado. 

- V. no podría menos de honrarnos con ello, repuso el capitán. 

El conde se estremeció conociendo que la buena educación no le permitía negarse a su demanda. 

Solos en un gabinete del café entablaron la partida. El joven jugaba como si a duras penas conociese las leyes del tresillo, cometiendo torpezas inexplicables que después trataba de justificar con argucias incomprensibles, y quejándose a menudo con groseras imprecaciones de la mala suerte que le perseguía. 

El capitán no veía en aquello más que ignorancia del juego, falta de mundo y sobra de apego al dinero; pero el conde, sobre quien recaían las ganancias, creía dar más en el blanco atribuyéndolo al despecho, que naturalmente debía haberle acalorado la sangre y perturbado la cabeza. Hubiera preferido perder para dispensarse de continuar la partida; pero hizo la casualidad que una vez arrastrase de espada, y el joven sirviendo con la mala, que sola se había dejado, se levantó enfurecido y despidiendo chispas de sus ojos exclamó: 

- Me está V. mirando las cartas, y, voto al diablo que no es esta la vez primera. 

- Quién? Yo? respondió el conde desconcertado con aquel apóstrofe tan imprevisto como absurdo. 

- V. ¿Cómo no ganar viendo las cartas del contrario? Se figura V. que me caliento los cascos revolviendo expedientes para que me pillen así el dinero? 

Yo no me valgo de fullerías; pero trato así a los que de ellas se valen. 

Y diciendo y haciendo cogió una baraja y la tiró al rostro de su enemigo. 

- Infame! gritó el conde fuera de sí. 

- V. me llama infame? V.? sería V. capaz de repetir esta palabra clavando sus ojos en los míos? 

El conde inclinó su vista al suelo mientras su adversario, pasando con una rápida e incomprensible transición del furor a la calma, dijo:

- El mal está hecho; pero, oiga V., yo no soy de los que se vuelven atrás. Esta noche mis testigos irán a recibir las órdenes de V. 

- Se entenderán con este caballero y un amigo suyo, dijo el conde con temblorosa voz señalando al capitán, y volviéndose más pálido que la cera. 

- Qué prisa lleva V.! dijo el capitán. 

- Le parece a V. que no hacen daño las cartas? replicó el joven. Y si son de amores! añadió después riéndose de una manera extravagante. 

- Pues si esto no tiene otro remedio, continuó el capitán, sepamos qué armas prefieren Vds. 

- El sable... el florete... dijo el conde con el tono de un sentenciado a quien diesen a escoger el género de muerte. 

- Qué sables ni qué floretes? Sería yo capaz de cogerlos por la punta. Oh! no. 

El juicio de Dios. La pistola, dijo el joven reproduciendo su siniestra carcajada. 

- Sea pues, dijo el conde con voz apenas perceptible. 

Encaminándose la mañana siguiente a un lugar solitario díjole al conde uno de sus testigos: He sabido que este joven hace quince días que desde el amanecer hasta que falta la luz, se está ensayando en el tiro de pistola, y de cada diez 

veces que dispara acierta nueve en el blanco. Es menester ir con cuidado y no pararse en chiquitas. 

Llegado al sitio mientras los padrinos arreglaban los preliminares, acercóse el joven a su adversario y le dijo: 

- Voy a pediros perdón de rodillas, voy a desdecirme públicamente de mi suposición calumniosa, voy a ser tenido por ruin y cobarde, voy a daros mi honra por la de mi hermana, si me prometéis casaros con ella. 

- Es imposible. 

- Pues entonces matar o morir. 

Aproximándose entonces a los padrinos, dijo el capitán: 

- Vamos a ver quién debe tirar primero. 

- Decídalo la suerte, se apresuró a decir el mancebo. 

- Decídalo la suerte, repitió el conde como un autómata. 

El de artillería sacó un duro del bolsillo, y el joven exclamó: Cruz. 

Y tirada al aire la moneda, el capitán miró al suelo y contestó: Cara. 

El joven se llevó la mano a la cabeza, se arrancó un mechón de cabellos, y se plantó como un poste en el punto señalado. El conde empuñó el arma fatal: temblábale el pulso, pero la inminencia del peligro prodújole una reacción bastante poderosa para afianzar el brazo, y disparó a la seña convenida. Su adversario cayó redondo como que la bala le había atravesado el corazón. 

- Fatalidad! murmuró el vencedor arrojando la pistola cual si el fogonazo le quemara la mano. 

- Ha sido una desdicha, pero os habéis batido en regla, dijo uno de los padrinos del letrado. Pobre amigo mío! Aquí no hay más sino cerrar el pico, echar tierra al asunto y meter ese cadáver en el coche para llevarlo a su pueblo, donde mi amigo, que ha muerto como Vds. saben de una apoplegía fulminante, me indicó deseaba ser enterrado. 

Así se hizo. El sangriento drama fue relegado al olvido antes de pertenecer al dominio público, y a los pocos días la abandonada joven yacía al lado de su hermano, y su pérfido amante entre los esplendores de la pompa y las emociones del placer recibía al pie de los altares la mano de la condesa. 

- Diávolo! exclamó Alfredo. Por dónde se nos ha descolgado el D. Juan Tenorio! Quién había de figurarse que tal sería este conde Dirlos, este marido agricultor con todos los síntomas de predestinado! 

- Pues ya que tan liso y llano se confesó con Federico, añadió uno de sus compañeros, es claro que este no dejaría de imponerle la penitencia que de antemano le tenía preparada. 

- Bien merecida tenía la condecoración siquiera por sus hazañas anteriores. Por mi fé que peor librados salieron de sus manos el jurista y su pobre hermana. 

Esta circunstanciada al par que trágica narración, prosiguió el desconocido, a tales horas y en tal sitio hecha, no pudo menos de impresionar vivamente a Federico. La decoración de la escena tenía por fuerza que aumentar el terror del drama. Referida por mí está muy lejos de producir una mínima parte del efecto que debió de causar el oírla de los labios mismos del protagonista. 

Bien comprendió Federico que si algún desconcierto había en el cerebro del conde, que si una extravagancia era lo que estaba haciendo, no dejaba de tener motivo con que disculparla. Comprendió que si las leyes del mundo podían absolverle, podía haber también un tribunal superior menos condescendiente que no confirmase el fallo absolutorio. Comprendió que estaría muy fuera de su lugar un tono de ligereza y de ironía, y por lo mismo con las mejores razones que supo trató de consolarle, y sobre todo de arrancarle de aquel sitio. Ofrecióse a torcer su camino, según decía, y acompañarle hasta la quinta; pero el conde repuso que no quería ir allá hasta sentirse con el espíritu más tranquilo, y que necesitando tiempo para lograrlo pasaría el resto de la noche y todo el día siguiente en la posada de un pueblo cercano, puesto que ya conocía la duración ordinaria de aquellos accesos de fiebre moral que a intervalos le atacaba. 

- Mejor que mejor, dijo para sí Federico, que no había renunciado a sus proyectos. 

Entonces el conde alzando la linterna buscó y cogió una agalla de ciprés que entregó a Federico diciéndole: 

- Toma esto. Los años que te llevo dan cierto derecho a mi amistad para tener algo de paternal con respecto a ti. Te he confiado mi historia; que a lo menos te sirva de lección y escarmiento. Si alguna vez por desdicha te ves acosado de un mal pensamiento, si te empuja alguna pasión desreglada, consulta esta pequeña nuez. Tráigate ella a la memoria no mis crímenes sino mis remordimientos. Llévala siempre contigo: escucha su lenguaje simbólico, que sin duda será la voz de tu ángel bueno. 

Federico no vio en aquello más que una puerilidad supersticiosa, y echándosela maquinalmente en el bolsillo se dirigieron ambos a una encrucijada donde cada uno tomó por diferente camino. 

Impaciente por recobrar el tiempo perdido Federico hincaba la espuela en su cabalgadura; pero su acelerado movimiento no bastaba ya para sacudir las ideas y sentimientos de diverso origen que en su mente se empujaban y revolvían. Pugnaba por fijarse en el objeto de su pasión; pero la seductora imagen de la condesa no ocupaba ya sola su pensamiento. Retratábanse en su fantasía las escenas que había oído y las que acababa de presenciar, y por más que tachase estas de exageración no podía dejar de creer en la existencia de los remordimientos. Y ¿qué significaría el remordimiento en un sistema en que se prescindiese enteramente de las verdades de un orden sobrenatural y religioso? Federico no era un incrédulo: su escepticismo no pasaba de práctico. 

En la disipación de su vida, o a causa de ella, sus creencias estaban profundamente dormidas, pero no muertas. Lo que había visto fue una especie de sacudida que las despertó. Así es que empezaron a asediarle serias consideraciones que por su misma novedad se le presentaban con mayor energía. Y para desembarazarse de ellas saboreaba de antemano los placeres que le prometían sus esperanzas. En tal sazón hubiera querido ser ateo; hubiera querido poder negar a Dios, negar la virtud, negar el alma: hubiera querido ser todo carne y hueso, pero conocía que no lo era. Trabada y encarnizada esta lucha en su interior, llegó a lo alto de una colina, y parándose un momento descubrió a lo lejos una débil luz que brillaba al través de los cristales de la cámara de la condesa. Me espera! me espera! exclamó entusiasmado. Este es mi Rubicón: Jacta est alea. Y como si creyese que arrojaría de una vez todos los pensamientos que le incomodaban arrojando la nuez que en el bolsillo tenía, sacóla con ánimo de hacerlo; al estrecharla temblóle la mano, y las palabras del conde resonaron en su memoria. 

No, dijo: no quiero desoír la voz de mi ángel bueno. Y torciendo las riendas volvióse de espaldas a la quinta, ahogó un suspiro, guardóse la nuez y clavando las espuelas en los ijares del caballo desandó su camino más que nunca cabizbajo y pensativo. 

Un acto de valor no siempre es suficiente para alcanzar una victoria completa. Federico traía dentro de sí a su enemigo, y no había bastante con un solo golpe para vencerle, para destruirle y anonadarle; a mas de que, herirle era desgarrarse con sus propias uñas el corazón. Su lucha era de todos los momentos. Si mil veces se felicitaba, también mil veces se arrepentía de haber cedido a la voz de la maldita agalla, como él decía, revolviéndose contra ella, como el perro contra la piedra que se le ha tirado; pero las escenas cifradas en ella no se despintaban de su memoria, y a favor del tiempo y de la ausencia es preciso confesar que su funesta pasión iba de vencida. Aconteció en esto que por cumplir con los deberes de su jerarquía se vio obligado a concurrir a un sarao, sin que le ocurriese la menor sospecha de que allí encontraría a la condesa. Verla, volverse de cien colores, sentir un estremecimiento nervioso en todo su cuerpo, conocer que se le abrasaban juntos el corazón y el rostro, y perder el dominio que sobre sí mismo ejercía fue todo obra de un momento. Cómo resistir a ese ataque inesperado? La hermosura de la condesa siempre deslumbradora, lo estaba entonces cien y cien veces más por la riqueza y el gusto de sus joyas y atavíos. Federico salió del salón, volvió a entrar, quiso salir de nuevo, se metió entre el concurso, entabló coloquios con sus amigos; pero sus ojos permanecían fijos en el bellísimo rostro de la condesa. La fascinación era completa. Entonces las argucias de la pasión le demostraron como acto indispensable de buena educación el acercarse a saludarla, y lo hizo, y ella le contestaba con monosílabos sin poder disimular la indignación que en su pecho hervía. Comprendió Federico que el afecto de la condesa no se había desvanecido, y esperó de nuevo su codiciado triunfo. Le pidió la primer contradanza, y ella con visibles muestras de disgusto, aunque con voz temblorosa, le dijo que estaba comprometida. Mas al pronunciar Federico las primeras palabras para despedirse, ella le dijo: Ah! no, no es esta, me equivocaba, admito el obsequio. Federico se hallaba en la gloria: creía haber pasado esta vez el Rubicón. Terminada la contradanza oyó a la condesa que en voz baja le decía: “sois un mal caballero, sé que mi carta llegó a vuestras manos, necesito explicaciones." Iba a contestar pidiendo una cita; pero cabalmente su mano rozó con el bolsillo del chaleco donde traía la agalla de ciprés, y acordándose instantáneamente de su historia dijo: "Condesa, no debemos vernos más en la tierra." Y en efecto así sucedió, saliendo Federico inmediatamente del salón del baile, a los pocos minutos de la casa, y a las pocas horas de la ciudad en que esto aconteciera. 

Callaba el desconocido, y al cabo de un rato uno de los jóvenes saltó diciendo: 

- Paréceme que V. será partidario de la filosofía que admite grandes efectos como resultado de pequeñas causas? 

- No he parado mientes en la filosofía de esta historia. Si algo probase sería una vulgaridad, la del simbolismo que cabe en cosas tan pequeñas e insignificantes como esta. Y sacándola del bolsillo, echó sobre la mesa una seca y resquebrajada nuez, que cogieron y miraron aquellos jóvenes con respeto como si fuese una reliquia santa. 

- Ya lo veis, señores, continuó el desconocido, esto, prescindiendo ahora de más elevadas consideraciones, preservó a mi amigo de crueles remordimientos, o de una desgracia peor todavía, que es la de no sentirlos habiendo dado motivo para ello. 

- Y cuál es la gracia de V.? preguntó Alfredo. (Cómo se llama?)

- Blas de Valdivieso para servir a Vd.? (hay interrogante)

- Blas! nombre poco poético. Ahora comprendo... 

- Bah! ignora V. el proverbio francés: Le nom ne fait rien a la chose? repuso el desconocido a quien ya podemos llamar D. Blas, o si se quiere Federico. 

Y recogida la nuez saludó cortésmente, salió del café, y puesto el pensamiento en aquella pequeña bolita, de la que el Señor se había valido para romper su cadena de liviandades, y preservarle de nuevas y graves culpas, exclamó en su interior: Bendita sea! quia eripuit animam meam de morte, oculos meos a lacrymis, pedes meos a lapsu. 

(el autor escribe este latinajo con tildes: quia erípuit ánimam meam de morte, óculos meos à lácrymis, pedes meos à lapsu)