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domingo, 24 de octubre de 2021

TÁNTALO.

II.

TÁNTALO. 

Este amor virgen, que por espacio de tres años había dormido, como un niño inocente, en la cuna de mi corazón, cambió en un momento. Mi pasión purísima, digna del pecho de un ángel, se había desceñido su aureola celestial. 

El atractivo del deleite inspiraba mis acentos, encendía mis suspiros, y asestaba mis miradas. Mi virtud estaba agonizando. Toda la pureza de mi antiguo afecto se había desvanecido, y quedaba el amor material, como una densa humareda al desaparecer la llama alumbradora de una antorcha. Un vértigo espantoso se apoderó de mi cabeza, que ardía entonces como la sangre de mi corazón. 

Y ella?... Pobre flor en medio del desierto, cómo no doblegar tu airoso tallo al encendido soplo del huracán! Confusos entreveo aquellos instantes de embriaguez que remedan un cielo y pertenecen al infierno. Recuerdo no muy distintamente unas manos blanquísimas estrechadas contra mi pecho, unos labios de finísimo coral pegados a los míos, como dos claveles que juntan sus copas encarnadas al impulso de un ligero vientecillo; un hermoso cuello rodeado con mis brazos; y... un cañón de pistola asestado a mi corazón. 

Sus latidos se sucedían rápidamente: eran los últimos. Su padre nos había  sorprendido y exclamó: Me has quitado el honor, voy a matarte. Yo le repliqué. Me quitas la vida, yo te perdono!... y no oí el tiro. 

Ignoro si los despojos de mi carne, por entre las rendijas del sepulcro, pasaron de su obscuro seno a regiones desconocidas, o si eran fantásticas las formas corpóreas en que me vi de nuevo envuelto. Parecióme atravesar un desierto árido y sombrío. El movimiento de unas alas que me precedían arrojaba de trecho en trecho vivísimas chispas, que brillando un momento para indicar mi ruta, se perdían después en aquella completa obscuridad. Ningún obstáculo se interponía a mi camino. Mis pies no daban un tropiezo, ni sentían la dureza del sitio en que se afirmaban. El más ligero airecillo no hirió mi rostro, ni el rumor más leve penetraba en mis oídos. Bajo mis plantas no había una flor que perfumase aquel ambiente muerto, ni una zarza que se enredase con mis vestidos. En vano procuraba escuchar: ni se oía el canto de un ave, ni el chasquido de una rama mecida por el viento; una hoja de álamo hubiera permanecido allí tan inmoble como una roca sepultada en las entrañas de la  tierra. Sin duda había caminado larguísimo espacio, y la extremada soltura de mis miembros no había disminuido un punto. Respiraba tan suavemente como si dormido en un barquichuelo hubiese seguido la reposada corriente de majestuoso río. De repente mi cuerpo dio un golpe contra un pelado risco, a manera de la barquilla que dirigida por inexperto niño choca en las gradas del puerto. 

Era aquella roca un mojón del imperio de Satanás. Mi ángel era el misterioso guía que me había conducido hasta allí para separarse de mí eternamente. Un suspiro suyo me estremeció. Estábase vuelto de espaldas y no podía mirarme a la cara porque yo era réprobo. ¡Réprobo! Una sola ráfaga de culpa bastó para marchitar, despojar, destruir, una corona adquirida con tantos años de resistencia a la debilidad humana. Yo era réprobo ¡después de haber sido tan desgraciado! La aldabada que en mi delirio creí dar a las puertas de la felicidad, fue a las puertas del infierno; y se abrieron. Yo era réprobo. ¡Dios justiciero! Cuántos malvados pasean la tierra después de diez mil crímenes, y mi primer desliz ha de arrebatarme a una, vida y salvación? Un día más, y me hubiera arrepentido. Arrepentido? Oh! La criaste tan hermosa! tan seductora! Había tanto fuego en mi corazón! La había amado yo tanto! Dios terrible, piedad! Perdona algo a quien pudo perdonar a su asesino. Déjamela ver al través de las sombras de la noche eterna, déjamela amar en la mansión misma del odio, y el infierno perderá la mitad de sus tormentos. 

Mi ángel bueno desapareció después de abandonarme a un emisario de Satanás, a manera de un alcaide partidario de un rey vencido, que entrega las llaves de la fortaleza al afortunado usurpador. La marca de condenación echó una llamarada funesta en medio de mi frente abatida, como un rayo que serpea entre los pliegues de negrísima nube. Y sin embargo el infierno no era completo para mí. En sus orillas no se me había despojado enteramente de la esperanza, ni del amor. El objeto de mi cariño en la tierra iba a serlo en los abismos

Víla (la vi) venir para acompañarme en aquella soledad sin límites: para ser mi sol en el lugar de las tinieblas; para ser mi ídolo allí donde no reina Dios. 

¿Murió también a manos de su inflexible padre por haberme amado en demasía? No lo sé. 

La roca donde yo de pie había oído el terrible fallo estaba empotrada en un vastísimo arenal, en que ni una sola yerba, ni una pintada concha, ni los restos carcomidos de un marisco alteraban la uniformidad de color y superficie. Un lago de verdinegras aguas se extendía a lo lejos sin que liviana brisa dibujase en ellas la arruga más ligera. Una luz melancólica, parecida al moribundo crepúsculo de una tarde lluviosa del otoño, iluminaba aquel cuadro imponente y desconsolador. Un manto de pegajosa niebla rodeaba aquel mundo misterioso, como la mortaja de un difunto. Una curva interminable era la valla que dividía las aguas de la parduzca arena. Ni unas ni otra la habían roto jamás. El ojo más lince no hubiera encontrado una altura en que descansar. Aquel horizonte siempre igual mostraba con evidencia que pertenecía al mundo de la eternidad. 

Una barca solitaria recibió a los dos seres de carne, y al espíritu rebelde que sin tocar el timón la dirigía. Deslizábase por aquel piélago sin vida, como una estrella apagada cruzando su órbita vacía. No tenía velas ni remos, y ni una burbujita de espuma señalaba su rápida carrera. 

Oh! cómo deseaba entonces dirigir mil preguntas a mi desdichada compañera! 

y la tenía a mi lado, y no podía hablarla. El ceño de aquel nuevo Caronte nos convencía de que el más leve murmullo no debía alterar la monotonía de aquella terrífica escena. Nuestro silencio parecido al de aquellas aguas, al de aquellas playas, al de aquella atmósfera, era un suplicio aterrador. 

Llegamos por fin. Satanás nos admitió en su reino, pero sus dientes rechinaron horriblemente cuando supo que sus nuevos vasallos podían amarse mutuamente. Amar en la mansión del odio más encarnizado! Amar donde el aborrecimiento es mutuo como los tormentos! Amar donde todos son los verdugos, y las víctimas de cada uno! Amar allí donde se aborrece cordialmente a Dios, y se le aborreciera aún en el acto mismo de romper las cadenas, apagar las llamas, y abrir las puertas del abismo! Oh! esto era una excepción asombrosa. Satanás no podía presenciarlo; pero el permiso obtenido del cielo era irrevocable. Una vasta soledad debía aislarnos para siempre. Los aullidos de los precitos resonaban a lo lejos como el ruido prolongado de un terremoto, y este ruido no debía cesar jamás. Nuestros ojos sentían una picazón inconcebible con aquella luz enfermiza, y esta luz hija de la sombra nunca había de sufrir la menor variación. Un vapor hediondo se alzaba hasta nuestras cabezas y debía permanecer sin disiparse nunca. La cálida atmósfera que nos circuía semejaba el vaho de una bestia disforme, y nunca debía soplar el céfiro que la refrescase. Pero en cambio estábamos juntos, nos amábamos, y nuestra vehemente pasión debía ser, como el infierno, inmutable y eterna. Esta situación casi me hacía dudar si nuestra suerte era deplorable. 

Mas, ay de mí! Cómo era posible que en el infierno existiese un amor puro? 

Si mi primer y único delito no hubiese cambiado la naturaleza de aquella purísima llama, el lugar de la maldición de Dios la hubiera maleado, como el aire de una ciudad apestada inficiona al viajero que se detiene en ella. Ay de mí! 

Yo no la amaba ya como en los años de mi ardorosa juventud, en que un suspiro, una mirada tierna, me hubieran colmado de una felicidad indefinible. 

Yo la amaba como en los postreros momentos de mi vida, en que el crimen había sofocado la inocencia, el idealismo, la sublimidad de mi amor. Ya no la adoraba como un joven en sus primeras ilusiones: la amaba como un viejo embrutecido en la maldad. Oh! y podía ser otro el amor del infierno que el amor de un lupanar? La amaba con extraordinaria violencia, y no me era suficiente hablarla a solas, tenerla a mi lado, clavar mis ojos en su rostro divino, aspirar su aliento, y absorber sus miradas. Ella había marchitado ya su corona de virgen, y su amor tampoco era el de una virgen. Quise llegar a mis labios aquellas manos blanquísimas, hermosas aún allí donde el ángel se cubriera de horrible fealdad. Mas, ay de mí! Retrocedí espantado y rugiendo de dolor. Al tocarse nuestras manos se inflamaron repentinamente como si una corriente de electricidad infernal hubiese pasado del uno al otro. Quería abrazarla, y su cuerpo volvíase ardiente como si fuese de metal enrojecido. Oh! sin duda le causaba atroces tormentos, y yo también los padecía. Cada vez que renovaba mis tentativas 

alzábase horriblemente majestuosa la llama que nos separaba. Entonces oí unas horrísonas carcajadas que mugían entre la tempestad de blasfemias y maldiciones. Satanás había adivinado que este era el suplicio a que estábamos condenados. Un fuego nos impelía, otro fuego nos rechazaba, y entrambos fuegos insoportables, inextinguibles, eternos. Por qué no nos devoraba de una vez? Por qué no devoraba alomenos su hermosura? Ella conservaba la frescura de su tez, el hechizo de su talle, la magia de su acento, todos los resortes de la seducción. Me fascinaba como una serpiente, y esta fascinación era inevitable. Aun cuando sus torneados brazos quemaban como una antorcha de resina, incitaban al deleite, y este incentivo había de ser sempiterno, sempiternos mis deseos, sempiterna la imposibilidad de satisfacerlos. Oh! esto era horrible, horribilísimo. Cien infiernos a la vez no equivaldrían a esta mezcla de fuego y voluptuosidad. Oh Dios terrible y justiciero! 

Esta exclamación, y un vuelco convulsivo despertáronme de repente, y me encontré bañado en sudor, todo azorado, los músculos contraídos, el corazón latiendo con rapidez y un vehementísimo dolor en mi cabeza efecto de tan horrorosa pesadilla. 

domingo, 17 de octubre de 2021

INFLUENCIA DE LA NOVELA EN LAS COSTUMBRES.

INFLUENCIA


DE
LA


NOVELA
EN LAS COSTUMBRES.


(Nota
del editor: Aquí pego el texto suelto que edité antes; podría
haber alguna ligera variación respecto al del libro que estoy
editando.)


DE
LA INFLUENCIA DE LA NOVELA EN LAS COSTUMBRES;
POR D. GUILLERMO
FORTEZA.

MEMORIA PREMIADA
POR LA REAL ACADEMIA SEVILLANA DE BUENAS LETRAS,
EN EL CERTAMEN PÚBLICO DE 1857.

PRECÉDELA
UN
DISCURSO SOBRE EL MISMO TEMA
LEÍDO
POR EL SEÑOR DON JOSÉ
FERNÁNDEZ-ESPINO,
Vice-Director de dicha Real Academia,
EN LA
SOLEMNE ADJUDICACIÓN DEL PREMIO.
___
SEVILLA.

FRANCISCO
ÁLVAREZ y Ca
Impresores de SS. AA. AR.
y honorarios de Cámara de
S.M.
1857.



SEÑORES:

Siempre
fue la modestia símbolo de los triunfos literarios, así como de la
política la pompa y adoraciones. Ora el Estadista en benéfico
sistema de mando inculque en las Naciones los sagrados deberes del
orden y de la justicia, ora llevado por cálculos de bastarda
ambición desate en ellas el espantoso aliento de las tempestades,
siempre escúchanse alrededor suyo los plácemes de la lisonja
y sírvenle de cortejo la grandeza y el sumiso homenaje de los
poderosos. Y sin embargo, ha podido deber gran parte de la gloria que
le ensalza, a inteligencias felices que le sirvieron, a maravilla, en
la realización de sus concepciones, y sobre todo al poder
incontrastable de la Fortuna, de esa dominadora y árbitra de los
sucesos humanos.
Mas el triunfo del hombre de Letras que ni
recibe fuerza de ajena inspiración, ni el auxilio de la Fortuna, que
sirve de solaz y encanto y a la vez de provechosa enseñanza a la
culta humanidad, suavizando las costumbres de la inculta, apenas
aparece en su apacible carrera, cuando ya la envidia, enemiga
terrible de cuanto es noble y generoso, comienza a marchitar sus
laureles, para robarle hasta una mísera recompensa, si es que alguna
le aguarda.
No hay que dudarlo, Señores: desde que un cambio en
las costumbres romanas trajo la separación de las Armas y las
Letras, sólo el consorcio casual de unas y otras, ha dado alas
últimas, raras veces, las altísimas consideraciones que recibieron
en la civilización antigua. Fuera de esto preséntanos la historia
con lamentable frecuencia tristes ejemplos de abandono, y aun de
marcada injusticia hacia el genio literario. Considerad, sinó, esta
Academia creada por la munificencia de nuestro augusto Monarca D.
Fernando VI. En ella resonaron las voces elocuentes de Jovellanos, de
Forner, de Arjona, de Reinoso, de Lista y de tantos otros egregios
varones, legítimo orgullo de la Patria y gloria de Europa entera:
ella al lado de la de Letras Humanas, (1) contribuyó a la
destrucción de los perversos estudios filosóficos, y al
renacimiento de las sacras musas de Herrera y de Rioja. Ella, en fin,
en medio de las perturbaciones de la edad presente, ha conservado
pura la llama encendida por tan ilustres sabios.

(1) Fundada
en 1793 por Arjona, Reinoso, Lista y otros estudiosos jóvenes. Su
vida fue tan fugaz como rica en excelentes frutos.
Se extinguió
en 1801.

¿Pero cuál ha sido su recompensa? ¿cuáles las
consideraciones debidas rigurosamente a su mérito y sus esfuerzos
bienhechores? Retirada, no largos años después de su
establecimiento, la modesta pensión que el Gobierno le concediera;
privada del recinto que su excelso Fundador le otorgó en el regio
Alcázar, se vio obligada a mendigar otro en que guarecerse. Reducida
desde entonces, por falta de recursos y de asilo propio a vagar de
edificio en edificio, según le faltaba el que debía a la
generosidad de alguna Corporación, arrastró una existencia pobre e
insegura, hasta que la Academia de Medicina le sirvió, con el que
hoy ocupa, de amparo generoso. Sin este auxilio, sin la constancia
nunca bastantemente plausible, de algunos de nuestros compañeros, y
de nuestro dignísimo Director que les secundó en la meritoria
empresa de sostener abiertos estos penetrales al saber, sólo
quedaría memoria de su existencia.
Mas lejos de abatirse con tan
repetidos infortunios, ha rendido en su olvidado albergue constante
culto a las Ciencias y las Letras; concediendo con el escaso producto
de la cuota mensual de sus Individuos, premios a los que, aun sin
pertenecer a la Corporación, han desenvuelto más acertadamente los
teoremas que anualmente publica. La humildad de estos premios tan
desproporcionada al trabajo, contribuye sin duda, a que los más
afamados ingenios españoles se alejen de tan noble liza, y a que uno
de los dos lemas del Certamen actual quede sin expositores. Para
premiar el otro, se reúne hoy la Academia. Empero son mis acentos
demasiado humildes para esta solemnidad literaria; otros más
autorizados y dignos, los de nuestro respetable Director, debieran
resonar ante tan imponente concurso. Nadie además, entre nosotros,
con más títulos ni con mayores merecimientos que el que en las
Armas, en el Profesorado, en altos oficios administrativos y en la
Representación Nacional, ha servido a su Patria con rara
inteligencia, dejando en su dilatada carrera pura y esclarecida fama.

Mas los padecimientos físicos y el grave peso de los años
impídenle gozar de esta merecida honra, que viene a recaer en mí,
aunque indigno de ella, por el cargo de Vice Director que, más por
benevolencia extremada conmigo que por mis escasas prendas
literarias, debí a esta Real Academia.
Al examinar la misma los
puntos, cuya crítica pudiera prestar halago a la fantasía, interés
a la razón y provecho a la sociedad, comprendió que la Novela,
verdadera historia de las pasiones y de los móviles secretos del
corazón humano, era por lo mismo asunto digno de severo y detenido
examen. Determinar, pues, hasta qué punto influye en las costumbres,
sin olvidar las cualidades literarias que pueden embellecerla es el
objeto que se propuso en su teorema, expuesto acertadamente y con
gran copia de escogida erudición en la Memoria premiada.
No se
crea que un espíritu de ciega pasión hubo de infundir en la
Academia el pensamiento de examinar este género literario y de
calificarle de tan trascendental importancia. Lo remoto de su
existencia anterior a su antiquísima historia, y la propensión
natural del hombre a crearse en la idealidad de sus deseos un mundo
más perfecto que el existente son prueba segura de la necesidad de
su estudio y hasta de su indisputable mérito. Parece que el
Omnipotente, ya que la culpa de nuestros primeros padres nos arrebató
en la tierra las delicias del Paraíso, dejó de intento a nuestro
espíritu facultades para comprenderlas. ¿Qué alma, aun la más
ruda, no se ha conmovido alguna vez dulcemente a la deslumbradora
ilusión de una vida de mayores atractivos que la real, ni ha
vislumbrado situaciones y personajes más perfectos que los que le
cercan? ¡Ah! sean o no sueños del alma esas aspiraciones ingénitas
en el hombre, esas aspiraciones son una necesidad en el idealismo de
su imaginación. Por eso la Novela que la satisface, y anima en sus
cuadros la naturaleza con irresistible encanto, es el recreo del
sabio y del ignorante: por eso a su seductor influjo no suelen
escapar ni los más adustos caracteres, ni la helada decrepitud de
los años.
Cierto es que arrebata a la ficción sus pinceles;
pero también le presta la verdad sus más bellos colores. Principia
ordinariamente donde acaba la Historia; en el seno de la vida
privada, resucitando en ella personajes y sucesos que pasaron. En
esas pinturas, donde reconoce el corazón humano su verdadera imagen,
que son expresión fiel de sus sentimientos y pasiones y de los usos
y las costumbres, y en cuyos risueños o terribles cuadros aparecen
con indeleble marca los rasgos inalterables de la humanidad, si falta
la verdad histórica contienen, en cambio, la moral y la poética tan
interesantes, por lo menos como las narraciones históricas.
Ya
coloque la Novela a sus personajes en humilde y reducido teatro, ya
en el de la vida común, ya en el de elevada esfera, la entonación
de su estilo puede ser tan varia como las situaciones que presenta.
Como le es familiar cuanto a la sociedad pertenece; como puede reunir
en sólo un punto cualidades que en ella aparecen diseminadas; como
su dominio es más extenso y libre que el del Drama y le es lícito
prodigar los detalles y las descripciones y mezclar el lenguaje de la
imaginación al de la crítica, y pintar y explicar al propio tiempo,
puede también mostrar, con tan poderosos auxilios, más clara y
vivamente los resortes secretos que agitan el corazón del hombre.
No
oculta la Novela el designio de instruir a sus lectores. Sin las
pretensiones del Filósofo enseña con el halago deslumbrador de la
Poesía toda clase de verdades, inclusas las abstractas, aun al
alcance de inteligencias débiles o frívolas, y máximas sociales de
grave interés para la vida práctica sin el aparato sentencioso del
Moralista. Por este artificioso medio nos convierte en observadores,
hácenos ver lo que diariamente pasa delante de nuestros ojos,
desapercibido antes para ellos: y reuniendo la verdad a la invención
ofrece al juicio el espectáculo de lo existente y a la fantasía el
de la idealidad embellecida por la verosimilitud en costumbres y
pasiones. No es, pues, extraño, con tan preciosas cualidades, que
fijando sus escenas poderosamente nuestra atención, obtengan ventaja
sobre las observaciones que puede sugerirnos la vida real: porque,
sereno y libre el ánimo de la parcialidad o el interés que suelen
inspirarnos en ella los afectos, permítenos un examen más
tranquilo, y por consiguiente menos expuesto a peligrosos errores.
Más aún: la lectura de algunas horas, no sólo derrama purísimo
deleite en el ánimo, sino que a veces produce en él mayor enseñanza
que la que suele adquirirse en el mundo, tras la amarga experiencia
de los años y quizás a precio de prolongados infortunios.
La
Novela, pues, que participa de la verdad histórica en alguna de sus
narraciones; que, como la Filosofía enseña verdades especulativas,
y como la Moral las que sirven al hombre de consejo en el mar
proceloso de la vida; que no extraña al incentivo de la Poesía
admite en sus cuadros desde el Entremés hasta el Drama, y desde el
Epigrama hasta la elevación y sublimidad de la Epopeya; que se sirve
de todos los géneros literarios, sin confundirse con ninguno, merece
de justicia un lugar importante en la república de las Letras, y que
se la considere por su mérito y sus tendencias sociales con madura
atención por la crítica ilustrada.
Aún merece interés más
grave, Señores, considerada bajo su inevitable influencia en las
costumbres. Ningún ramo literario la iguala en este punto. Sólo el
Drama es el único que se eleva a su altura; pero jamás en tan
amplio horizonte como ella, por lo mismo que su voz ni es tan
constante, ni suele llegar hasta las poblaciones humildes.
Desde
que apareció en tiempos remotos por primera vez la Novela entre los
Asiáticos, (1) ora en forma de Apólogo, ora en la de Alegoría, se
la ve presentando un fin moral, aunque la rica imaginación de
Oriente, como acontece en los cuentos de Pilpai (2) busque más bien
el agrado en la ficción que en la pintura de caracteres y afectos.
Si exceptuamos los ligeros Cuentos Milesianos que respiran la vida
muelle del dulce clima de la Jonia, de una manera más filosófica y
elocuente comenzó a brillar en la civilización helénica.
(1)
Hüe en su historia de la Novela atribuye su origen a los pueblos
Asiáticos.
(2) Pilpai era indio. Su famosa novela titulada
Calila y Dimna es una colección de Novelas y Apólogos.
En la
Ciropedia de Xenofonte la invención histórica de las situaciones
hállase hábilmente dispuesta para producir instrucción moral, así
como en la Atlántida de Platón, la tradición y las narraciones
fabulosas de los viajeros sirvieron al gran Filósofo de agradable
resorte para alcanzar idéntico resultado.
No debe extrañarse
que este género brille como fugaz relámpago en estos dos preclaros
escritores, con raras y poco felices excepciones durante la
República, hasta que ya en el Cristianismo volvió a aparecer con
luz diversa en la preciosa Novela pastoral, de Longo, titulada Dafnis
y Cloe y en la de Teágenes y Cariclea del Obispo de Trica, que tanto
sedujo el delicado corazón de Racine en su tierna juventud. Los
Griegos veían en su ingenioso politeísmo las ficciones que
deleitaban más hondamente su viva y versátil fantasía,
satisfaciendo además en ellas esa propensión del alma a lo ideal y
a las maravillas de la fábula. Cada solemnidad teatral o religiosa
traíales a la memoria las aventuras más interesantes de los dioses
y los héroes. No cabía distracción en la soledad por que duraba
breves instantes: la vida pública que agitaba casi exclusivamente al
pueblo, lo mantenía de continuo reunido en las Asambleas políticas,
o en las Academias de Retórica y de Filosofía, y para recrear su
ánimo en los Juegos Olímpicos y en el teatro. La forma de aquella
sociedad, por otra parte, era poco a propósito para el estudio e
imitación de la vida privada. De un lado la igualdad republicana y
la esclavitud doméstica, de otro las creencias materialistas, de
otro, en fin, la condición triste y oscura de la mujer, hacían que
ni pudieran presentarse intrigas fundadas en la variedad de
caracteres o en la diversidad de condiciones sociales, ni la lucha
entre el deseo y el deber, ni la pasión espiritual del amor, que
son, las dos últimas con especialidad, el agente más poderoso de la
Novela en la civilización cristiana.
Perdidas las Comedias de
Menandro no puede calcularse con seguridad hasta qué punto en los
tiempos de este Poeta, extinguido ya el Gobierno popular, ofrecía el
interior de la familia Griega asuntos interesantes para el teatro. A
juzgar por lo que de ellas se refiere, y más que todo por las de
Terencio su imitador, hasta el punto de ser apellidado por Julio
César, medio Menandro, aunque se proponía un fin moral y lo
desenvolvía con admirable ingenio, la ficción de la intriga y de
las situaciones en la vida común es de tan severa sencillez que
suele rayar en pobreza de inventiva. El amor en Terencio se dirige
siempre a cortesanas, y el nudo cómico, que suele consistir en la
pérdida o el robo de un hijo, termina por hallar este a sus padres.

De creer es, cuando así se expresaba el Teatro, que también
recibiese nuevo aliento la Novela; y que revestida con modestas pero
interesantes galas, mostrase en personajes fingidos o por medio de
alegorías las verdaderas costumbres de la época del mismo modo que
aparecían pintadas en la Comedia. Plutarco refiere que Heráclidas
escribió un libro bajo el nombre fabuloso de Abaris, en el cual
alternan los cuentos con las doctrinas de los Filósofos sobre la
naturaleza de nuestro espíritu. Las Novelas milesianas vienen a
robustecer con irrecusable prueba la veracidad de esta opinión.

Apareció entonces, con motivo de la victoriosa expedición de
Alejandro a la India, una clase de fábulas inverosímiles por la
exageración y extrañeza de las aventuras que fingen, pero digna de
crítico examen por la afinidad que entre ellas existe y las que
produjo la institución de la Caballería en la Edad Media. Para que
no se crea, Señores, que atraído por el aliciente de la novedad
procuro ver semejanzas soñadas, citaré las Babilónicas, en cuya
obra, después de robos de doncellas, de mil extraordinarios combates
y de increíbles aventuras, algunos de los héroes llegan a ser
Emperadores o Reyes de extensas y poderosas naciones. La historia de
Luciano, fue al parecer, escrita para dar muerte con el puñal del
ridículo a tan detestables invenciones favorecidas entonces por la
ignorancia o por el mal gusto de los Griegos. Exagerada horriblemente
la pasión amorosa en este linaje de Novelas, faltas de veracidad en
las costumbres y presentando en extraña caricatura la naturaleza
humana, sólo algunos rasgos de imaginación pueden hacer
momentáneamente tolerable su lectura. Un extravío parecido en la
Novela Caballeresca Española puso la pluma en manos de Cervantes.
Ocultando en el Quijote bajo la máscara risueña de la locura una
filosofía dulce y grave, ningún libro ha contribuido tanto a calmar
las penas y recrear el corazón de la especie humana. Cervantes supo
ridiculizar admirablemente su héroe sin hacerle perder nunca la
estimación de los lectores. De corazón sano y generoso, de valor
sin peligro que le arredre, de acrisolada discreción y de clara y
docta inteligencia, tiene, sin embargo, la desgracia de que le domine
una singular idea que a manera de anteojo mágico le cambia la forma
y la naturaleza de las cosas, hasta el punto de ver fieros gigantes
en humildes molinos de viento. Su escudero Sancho, con excelente
juicio y viendo el mundo en su desnuda realidad, conserva los
groseros resabios de su clase: y aunque procura disipar las exaltadas
ilusiones de su Señor, y es la personificación del buen sentido que
sigue al genio extraviado y pretende iluminarlo en sus errores,
déjase, por interés o debilidad, seducir muchas veces de las mismas
quimeras que combate.
En una palabra D. Quijote, presa de su
locura, es la exageración de la poesía, Sancho la exageración de
la prosa, el Caballero del Verde Gabán, el símbolo de la razón y
de las virtudes sociales. Los unos en sus yerros producen esa risa
eterna que sólo, según Homero, era concedida a los Dioses en el
Olimpo; el otro, ejemplo felicísimo del hombre sensato y bueno,
inspira respeto y admiración: y todos juntos, y la riqueza
inagotable de incidentes, y la asombrosa perfección en los detalles
y la diversidad de bellísimos caracteres, forman el libro más ameno
y filosófico de cuantos ha producido el mundo.
Con ariete tan
poderoso, habiendo largo tiempo hacia desaparecido el espíritu
antiguo caballeresco, y no hallándose, lo que de él restaba, en
armonía con las formas políticas y sociales de aquella edad, cayó
fácilmente a sus terribles golpes con la ignorante Literatura que lo
sostenía.
Una variedad de la Novela Caballeresca es la Pastoral,
invención facticia, pero favorecida del mundo ilustrado en el siglo
XVI y parte del XVII. Sábese que la Literatura es reflejo constante
de la sociedad en que vive, y que la Novela, como ramo suyo
importantísimo ha seguido la misma senda, procurando ser reflejo de
sus ideas y pasiones. Mas no debe olvidarse que según Virgilio
«habitarum di quoque silvas» y que en siglos de refinada cultura
social de la propia agitación humana nace el irresistible deseo de
una vida más dulce y pacífica, y menos sujeta a tormentosas
vicisitudes que la que alienta al hombre en el torbellino de las
ciudades. De aquí, en esa tendencia instintiva al idealismo, el
haberse complacido en describir la amenidad risueña de los campos,
la transparencia y frescura de sus aguas, la vida apacible de los
pastores, la pureza casi angelical de sus afectos. El Novelista
pastoral no retrata una época, al contrario, busca el contraste de
lo que pasa a su vista y atormenta su corazón. En el mundo que
finge, si no pinta la sociedad que le rodea, descubre, al menos, las
dulzuras o los tormentos de su amor y las aspiraciones de su alma.

Monte-Mayor es buen testimonio: a la manera de Sannázaro en su
Diana, Novela pastoral de subido precio, refiere y canta al par, en
expresivo y elegante estilo, su amor y la facilidad liviana con que
la ausencia robóle el de su querida. Si en ella y las de su género
no se pintan, en verdad, las costumbres del tiempo en que escribe el
Poeta contribuyen, de ordinario, a esclarecer su vida, cualidad
importante 
para
la Historia Literaria, y enseñan, una moral apacible y seducen el
ánimo con la belleza de los cuadros campestres que fantasean.

A
este género sucedió, especialmente en la Corte de Francia, otro a
modo del de los
Amadíses, vivo remedo de los libros de Caballería,
no menos falso y absurdo que ellos y siempre menos interesante y
menos rico en sus ficciones. Prestando a los héroes de la antigua
civilización Griega y Romana cualidades y aliento parecidos a los
que la Literatura muerta a manos de Cervantes daba a los de la Edad
Media, tuvo algún tiempo la inmerecida fortuna de excitar la
admiración de los caballeros y las damas de París en el siglo de
Luis XIV.

Mas estas desatentadas producciones dieron lugar a la
Novela histórica, fruto de doctos y lozanos entendimientos. No me
atrevo, como hacen otros, a colocar en esta clase El Telémaco del
sapientísimo Fenelón; la crítica le ha concedido alto asiento
entre las más ilustres Epopeyas, y no seré yo quien le haga
descender de su merecido solio. Los Viajes de Antenor y sobre lodo
Los del joven Anacársis de Barthelemy, bellos productos de tan
generosa Escuela, en quienes compite la dulzura del agrado, con la
riqueza de provechosa instrucción abrieron ancho camino a la
prodigiosa pluma del gran Novelista Escocés. Si en nombre de los
fueros debidos al Arte y a la Historia, deben mirarse con justo
desvío los géneros antes mencionados por falta de colorido local y
de ajustada exactitud a los usos y costumbres en los sucesos que
refieren, la Novela basada en fondo histórico, que, sin alterar los
hechos, transfórmalos con habilidad de manera que vienen a
contribuir a la perfección y magia del conjunto, cumple
nobilísimamente con su objeto y seduce, con razón, lo mismo a los
espíritus ignorantes que a las más profundas inteligencias. Walter
Scott a quien me he referido, no falsea la Historia: complétala unas
veces en la vida privada, coméntala otras, y hace circular en sus
escenas la animación y el encanto, como Prometeo en su estatua con
el fuego que robó al Olimpo. Entre los caracteres históricos que
aparecen en el fondo de sus pinturas coloca en relieve otros de pura
ficción que reciben de su ingenio la vida y la inmortalidad.
Destinados a personificar las virtudes, los vicios, los placeres y
dolores de lo pasado revelan lo mismo la vida interior de las cabañas
que el movimiento y agitación de suntuosos edificios, ante los
cuales pasa la Historia sin juzgarlos y aun sin dirigirles una mirada
indiferente. Imitadores y dignos émulos suyos son Bulwer y Manzoni.
En ellos la Novela histórica, nutrida de copiosa erudición y dotada
del envidiable instinto que penetra en los corazones y llega hasta el
fondo de una época, no sólo no desmiente el título que lleva, sino
que se convierte en complemento y en intérprete de la Historia.

No
es cierto que la Novela de costumbres haya sido patrimonio exclusivo
del siglo anterior y del presente, por más que se le deban los
adelantos y aun la perfección con que se la ha visto salir bella y
profundamente filosófica de varias insignes plumas. Conocíase entre
nosotros en los tiempos y después del ilustre Soldado de Lepanto,
especialmente en el género picaresco. Este imponderable escritor con
quien la Providencia fue avara para la fortuna, pero largamente
generosa para el genio, prueba en sus preciosas Novelas ejemplares
que su pincel no se circunscribe a una clase social determinada; por
el contrario que alcanza a todas y en todas dejó inmortal y
provechosa muestra de su casi divino entendimiento.

Efectivamente
en la Novela de costumbres, más todavía que en la histórica,
ofrécese al ingenio el estado social entero con sus infinitos
accidentes, con caracteres de inagotable variedad y con aplicaciones
de utilísima enseñanza, si el error o un fin perverso no le conduce
a degradar la inteligencia que le dio el Cielo. Un género literario,
donde pueden aparecer los sentimientos de la humanidad limpios de
toda mancilla por el espectáculo benéfico de las virtudes o por el
retrato de su dignidad y grandeza, donde si hallamos también el
cuadro de nuestros vicios y debilidades le vemos corregido por
inevitables penas, si no por el arrepentimiento mostrado en
ejemplares sacrificios, es de mayor precio, sin duda, que las otras
clases novelescas, y tal vez que la histórica, en que si su lectura
no es perdida para la virtud, tiende más al recreo e instrucción
del espíritu que a nuestra perfección moral en el escabroso camino
de la vida.

No disimularé, aunque con pena, que algunos
Novelistas de esta última centuria abusando de las envidiables
prendas de su fantasía: ora por corrupción del alma, ora por el
deseo de hallar más fácil acceso en la muchedumbre, enseñan una
Moral tanto más peligrosa, cuanto que la ostentan, dorada con
apariencias de indudables virtudes: otros de conocida perversión
social calumnian la santidad de la fé cristiana y despiertan en el
alma del hombre locos pensamientos que después le producen larga y
terrible cosecha de amarguras. ¡Cuántos horribles desastres han
llevado esos aleves escritores al seno de familias virtuosas,
seduciendo el corazón de la inocente juventud, siempre ligera y
fácil para beber el tósigo que halaga sus instintos! Otros, en fin,
arrebatando a los
utopitas sociales sus absurdas elucubraciones
sembraron (
sembra+ron al revés y efecto espejo) semillas de
eterna perdición. Cuando leíamos no ha muchos años en Tomás Moro,
Owen, Saint Simon y Fourrier sus delirantes sueños, que no teorías
deben llamarse las creaciones de su desatentada inteligencia sobre la
igualdad social, lamentábamos el extravío del ingenio que busca al
hombre por desusada vía una perfección imposible en la tierra. ¡Ah
salir del Evangelio y de la Caridad preceptuada por Jesucristo, es
engolfarse en un mar de tempestades y zozobras. Mas la extrañeza de
la doctrina y el reducido número de sus lectores alejaban el
peligro. No así en la Novela: el interés que inspira y el talento
dramático con que sus autores presentan la igualdad, la apariencia
de justicia con que la revisten, la natural conmiseración que
despierta la desgracia, y la admirable rapidez con que se ha
extendido su lectura basta los míseros tugurios, de tal manera ha
producido apóstoles y prosélitos en las clases que lisonjean, que
ya comenzaron a rendir frutos abominables. Y eso que no siempre sus
autores siguieron la misma senda, semejantes a un espacioso campo en
que junio a la maleza brillan flores de oloroso y suave aroma.

Por
fortuna otros nunca mancillaron su fama tiñendo la pluma en el
veneno de la inmoralidad. Richardson, aunque a veces demasiado lento
en la acción, píntanos en seres verdaderamente celestiales una
virtud purísima y la ejemplar resignación del infortunio;
Godmisth
(
Goldsmith) sus retratos morales; la casta musa de Saint
Pierre, la ternura apasionada de un amor inocente; Madame Staël, las
ardientes y poéticas concepciones de Corina; Chateaubriand, la
pureza y augusta majestad del Cristianismo; el humorista Richter, la
exaltada idealidad de sus sentimientos; y Silvio Pellico el corazón
humano venciéndose a sí mismo en los accesos del encono y de la
ira. En este vario y delicioso espectáculo de situaciones y de
caracteres interesantes, aparece la humanidad purificada del grosero
egoísmo de la materia y transfigurado el hombre en la verdadera
imagen del Todopoderoso que le inspiró su aliento soberano. ¿Quién
no ve en nuestro célebre compatriota Fernán Caballero ese pincel
tan feliz para los rasgos bellos del cuerpo, como para los divinos
del alma, en cuyos cuadros retrata con viva y candorosa naturalidad
nuestros usos y costumbres, aun los de las clases humildes; en que el
horror de la miseria se dulcifica por el trabajo y la tranquilidad de
una fé resignada; en que el furioso embate de las pasiones se
estrella en el respeto al deber y en el ejercicio de las virtudes y
en que si halla colores para el vicio encuentra consejos que lo
templen, o arrepentimiento que lo destruya, o penas que lo castiguen?

¡Oh! La Novela en tales plumas y en otras que he omitido por no
fatigar más la atención de tan ilustre auditorio, después de
mostrarse como verdadero trasunto de la sociedad en que vive, es
dulcísimo recreo del alma, lenitivo al enojo y penalidades de la
tierra, estímulo constante al noble y generoso anhelo de las
virtudes. Si su abuso trae el mal, el uso legítimo de inspirados
ingenios infunde en nuestro corazón la idea purísima de la verdad,
del bien y de la belleza. Y puesto que nació con el hombre, y es su
compañera inseparable y no puede morir mientras él exista, si
extraviada se prostituye corríjanla el Gobierno y la crítica; él
impidiendo su circulación, ella con la inflexible severidad de sus
censuras. La influencia, pues, que ejerce en las costumbres, la
claridad con que la comprenden aun los más limitados entendimientos,
la facilidad con que circula por todas las jerarquías sociales, y su
mérito e importancia, como género literario, muestran ampliamente
la razón de la Academia en juzgarla digna de imparcial y profundo
examen.


____

INFLUENCIA
DE LA NOVELA EN LAS
COSTUMBRES.


La Literatura no es sólo un pasatiempo, es
una gran potencia social, y debiera ser un sacerdocio.


I.

Cuentan de un Matemático, que,
concluida la representación de un drama sublime, exclamó con
desdeñoso acento: «¿Y esto qué prueba?»
- No faltan, si bien
escasean por fortuna, pensadores rastreros que, como aquel mal
avisado varón, creen insignificante o nula la influencia de la
imaginación y del sentimiento en el progreso de la humanidad.

Espíritus mutilados, antes que confesar sus cualidades
negativas, prefieren desacreditar las que no poseen: bien así como
ciertos desalmados egoístas escarnecen el amor verdadero, porque son
incapaces de sentir sus vivificadoras emociones. Encaprichados por
las deducciones de un análisis inflexible, no aciertan a descubrir
la íntima unidad que resplandece en el mundo intelectual, ni el
parentesco y armonía de las facultades humanas, y venden por
fortaleza metafísica la

estrechez y corto alcance de sus
entendimientos. ¿Qué son para ellos las bellezas artísticas de más
subido quilate? ¿Qué el lirismo profundo y trascendental de
Schiller, de Lamartine, de Ulhand (Uhland)? ¿Qué los dramas de Shakespeare,
las comedias de Molière, las novelas de Dikens (
Dickens), las
baladas de Richter y Schubart
(Schubert)?...
Golosinas
del alma, frívolo pasatiempo, ocupación
entretenida de los verdes años.

Oficioso, cuando menos, fuera
demostrar la injusticia notoria de semejante opinión. Baste recordar
que muchas verdades se deben a la maravillosa inspiración del
sentimiento, guía luminoso e infalible de la razón, siempre
ocasionada a extravíos y aberraciones. Baste proclamar que la
imaginación no sólo ha esparcido flores, sino semillas preciosas
que han fecundado y embellecido el campo de la Filosofía.
La Loca de la Casa se ha llamado a la imaginación: enhorabuena; pero
confiésese que si esta admirable facultad merece tan acerba
calificación, ha tenido intervalos lúcidos copiosos.

Preciso es
afirmar que si es condición ordinaria, ya que no imprescindible, de
la influencia de una cosa, su importancia, la tienen en grado
superlativo la imaginación y el sentimiento. Por otra parte la
universalidad de estas facultades y la instantaneidad con que obran
hacen
inconmensurable su
esfera de acción. Obvio y socorrido es raciocinar, en extremo raro y
difícil aplicar provechosamente el raciocinio. Además, una imagen
queda con eléctrica rapidez daguerrotipada, la explosión de un
afecto verdadero, levanta, conmueve, agita, arrebata con portentosa
celeridad; al paso que las operaciones lógicas del entendimiento son
laboriosas y tardías, y penetran en él con la penosa lentitud de
una cuña.

El consorcio de los mencionados elementos es un minero
inagotable de producciones literarias, que adquieren toda la
apetecible perfección (
perfecion en el original) cuando las
sazona el buen sentido y el arte puro las acrisola.

Las más
trascendentales son sin disputa el Drama y la Novela. En tanto está
reconocida la influencia del primero en las costumbres, en cuanto
hacerlas saludable ha sido su objeto filosóficamente originario. Es
incuestionable que las composiciones teatrales disponen de poderosos
recursos que dan extraordinaria viveza y energía a las impresiones
que producen. Prescindiendo de la Ópera, síntesis sublime de las
Bellas Artes, el atractivo palpitante de la mímica, la ilusión de
trajes y decoraciones, los mil matices de la entonación y casi
siempre la melodía del ritmo, y la primorosa ornamentación poética,
avasallan con su unidad el entendimiento, y con su variedad
regaladamente señorean la fantasía. Sin embargo, el buen efecto de
estas composiciones no sólo estriba en su bondad filosófica y
literaria, sino en un mecanismo complicado que comúnmente malogra la
ilusión dramática, sutil y quebradiza de suyo. Bastan para
desvanecerla, la voz indiscreta del apuntador, la torpeza de un
tramoyista, una distracción leve, un
anacronismo
chocante: a cuyos inconvenientes se agrega el conocer de antemano a
los actores y hasta el prurito incorregible de lucir que, más que el
cariño al arte escénico, reúne en nuestros teatros a una sociedad
casquivana y antojadiza. Además: por enemigos que seamos de las
cadenas que aherrojan al ingenio; preciso es aceptar las tradiciones
clásicas en consonancia con los principios inmutables de la
Estética: y no concebimos el efecto dramático sin la unidad de
acción y hasta creemos indispensable la de tiempo en muchas
ocasiones. Estas concausas neutralizan las inapreciables ventajas que
tiene el género dramático en su abono. La Novela, al contrario: no
ceñida a determinadas proporciones, los episodios artísticamente
incrustados en su trama imaginativa realzan y suben de punto la
acción principal, cosa de muy difícil logro en el Drama. En este la
personalidad del autor se anula por completo: el interés debe ser
superlativamente activo, debe brotar con enérgica viveza de las
situaciones, no entorpecerse con las prolijidades de la palabra cuyas
más inefables bellezas suelen escapar al público.

El Novelista
teje descansadamente su tela narrativa, bordándola de mil primorosos
detalles: retarda o precipita, a su sabor, el vuelo del tiempo;
cambia con desahogo de lugares; retrata, pinta, describe con
minucioso y sosegado pincel; observa, filosofa, perora, moraliza. Es
un Cicerone entretenido e ingenioso que ameniza su relación con
toda clase de ocurrencias. He aquí
porque las impresiones que
engendra la Novela
sino
tan eléctricas y
subitáneas son tan poderosas, al menos, y
duraderas como las que el Drama produce. Y si naturalmente influye en
nosotros lo que con fuerza nos impresiona, claro está que las
composiciones novelescas, han de ejercer en las costumbres una
influencia real. A estas consideraciones generales se agrega otra de
actualidad no poco valedera y atendible; y entiéndase que cuanto
distamos de la influencia social de la Novela es implícitamente
aplicable al Drama por ser géneros literarios que tienen idéntico
origen filosófico y próximo parentesco.

Gran sembrador de
ilusiones nuestro siglo (
XIX), ha saludado todas las ideas,
todas las teorías, todas las causas y apostolados con arranques de
entusiasmo espasmódico: gran cosechador de desengaños, a sus
idolatrías y apoteosis han sucedido el cansancio, la recelosa
suspicacia, el desprecio burlón o la más glacial indiferencia. Por
otra parte conserva muy vivos aún en su memoria los acerados
epigramas de Voltaire y Beaumarchais, la terrible ironía de Göethe,
los sarcasmos de Byron, las risas lúgubres de Heine y las cínicas
bufonadas de tantos espíritus escépticos, más o menos
superficiales, más o menos superiores, más o menos implacables. Por
esto escasean de día en día los lectores de buena voluntad, los
corazones entusiastas, los pensadores reflexivos que en el silencio
de la meditación solitaria estudien imparcialmente las ideas nuevas
o remozadas que cruzan en el mundo intelectual. Por esto se vuelve la
espalda o se acoge con sarcástico desdén a los dogmatizadores de
toda especie. Semejante desvío por la propaganda doctoral y
ex-cátedra, acrecienta de una manera portentosa la importancia de
las obras de imaginación y sentimiento y en particular la de las
Novelas, cuya perenne popularidad les presta suma influencia. Así lo
han reconocido numerosos escritores que han mirado este género
literario como un vehículo poderoso para transmitir hasta las
regiones más ínfimas de la sociedad, toda clase de ideas,
principios y teorías, económicas, sociales, metafísicas, morales,
fisiológicas, religiosas y hasta estéticas.


II.

Tan
inoportuno como superior a nuestra erudición desmedrada fuera trazar
aquí una historia crítica de la Novela: nos ceñiremos simplemente
a indicar su influencia respectiva en las costumbres.

Cuando
Roma, cansada de producir héroes, apenas acertaba a producir
hombres, estalló en el Norte una tempestad de guerreros, asolando el
ya caduco Mediodía. El primer género de Novela que encontramos
después de tan inmensa transformación, es el
caballeresco
que, fielmente histórico al principio, va tomando proporciones
maravillosas, fantásticas y absurdas, a medida que se aleja de su
primitivo manantial. Llegado a su
máximun de exageración,
lejos de mantener ileso y pujante el espíritu poético de la Edad
Media, producidor de belleza moral y literaria, desanuda los vínculos
que a la verdadera y alta poesía le ligaban; lejos de envalentonar
los bríos no domados del valor heroico, infunde un ardor infecundo a
las imaginaciones, y deja frías las almas; lejos de inspirar el amor
cristiano que da al juicio lo que es del juicio y al corazón lo que
es del corazón, endiosa a la mujer, sin tributar a sus buenas
prendas un homenaje práctico y positivo. Y como el absurdo en
Literatura es señal infalible de disolución y muerte, he aquí
porque la Novela caballeresca estaba ya mortalmente herida
cuando el insigne autor del
Quijote le asestó su rudo golpe
de gracia. No se achaque, pues, a esta obra una influencia sobrado
lata, ni una intención anti-poética, incompatible con el alma
nobilísima de Cervantes, que rendía un culto altamente acrisolado
por sus inmortales proezas, al honor, al valor y a la Religión,
principios fundamentales del sistema caballeresco.
En horabuena
que se considere el Quijote como un símbolo a posteriori de la
eterna lucha entre el espíritu de la Poesía y el de la Prosa: pero
creer que Cervantes tuvo intención de crear este símbolo, para
entregar a la risa del vulgo las aspiraciones ideales de un corazón
hidalgo, es una suposición gratuitamente injusta y una metafísica
aberración de la crítica moderna. El Quijote tuvo una inmensa
influencia literaria y social. Basada en la moral práctica de un
buen sentido lleno de serenidad y fortaleza, anatomizadora risueña y
benévola de los sentimientos humanos, no su disecadora feroz, esta
obra inmortal es una continua y maravillosa fiesta para la
imaginación y un alimento sano para la inteligencia que nutre y
satisface con todo género de saludable doctrina y enseñanza. En
ella Cervantes no desencanta ni desilusiona; alecciona sí, y con
apacible sátira blandamente castiga a la vanidad, enfermedad crónica
de corazones flacos, y a la inmoderada sed de ideal, dolencia de
fantasías extraviadas: enemigas irreconciliables ambas del trabajo
modesto, del resignado y humilde deber, de la santa monotonía de las
fruiciones domésticas y de todo sosiego del alma. Aunque nos sea,
pues, imposible señalar con datos positivos la influencia histórica
del Quijote en las costumbres populares, racionalmente hablando debió
tenerla real y efectiva si se atiende a la curiosidad inmensa que
despertó en lodos los ámbitos del mundo civilizado y a la avidez
con que fue en todas partes leída. La influencia literaria del
Quijote es incuestionable: fue la llave de oro que abrió las puertas
del templo de la belleza moderna.

«Cervantes fue para Europa,
dice Enrique Hallam, lo que Ariosto para Italia y Shakespeare para
Inglaterra.» Con su insigne producción no sólo inauguró la Novela
cómica, sino la de costumbres en toda su latitud y
perfección concebibles.

En la misma época nació la Novela
pastoral y un siglo después la heroica, baturrillo
informe
(batiburrillo), abigarrada mezcolanza de las
reminiscencias caballerescas y de las pastorales. Géneros ambos
puramente convencionales, estriban en un orden de cosas falso,
inverosímil y absurdo. Frutos enfermizos del mal gusto impotente,
pudieron, a lo más, tener un éxito de boga, pero no influencia
alguna en las costumbres, y ahora sólo pueden servir para conciliar
agradablemente el sueño.

Contemporáneo de estos géneros
ficticios fue el género de Novela más verdadera e importante de los
tiempos modernos: la Novela histórica, a la cual imprimió
Fenelón
el sello característico de su exquisita elegancia y delicadísimo
buen gusto. Imitaciones del Telémaco fueron Los Viajes de Antenor,
El Filoctétes y Los Viajes del joven Anacársis, obra trascendental
del Abate Barthelemy.

Pero quien fijó definitivamente las
condiciones literarias de la Novela histórica fue Walter Scott que
realizó el consorcio dificilísimo entre la erudición amiga de
pormenores, analítica y minuciosa; y la fantasía esencialmente
sintética y generalizadora. Pocos imitadores dignos de él ha tenido
el insigne Escocés. Entre ellos descuellan Fenimore Cooper y

Manzoni
(
Mauzoni en el original, Manzoni anteriormente). No hablaremos
de otros ingenios fecundos que con una mano hojean la Historia y con
otra tejen sus Novelas históricas; que hacen figurar siglos en lugar
de épocas y generaciones en lugar de personajes. Su inventiva es
portentosa; su fuerza dramática sin igual; su estilo lleno de
primores, pero calumnian los tiempos, exageran el colorido local, o
lo anulan, y estos son defectos capitales sin compensación cuando de
Novela histórica se trata.

Este precioso género novelesco tiene
grande influencia moral. Es el archivo de las tradiciones que
mantienen el amor patrio, así como el respeto a los hechos de los
antepasados acrecienta y enardece el cariño a la familia. Y urge
sobremanera en nuestro siglo presuntuoso, olvidadizo y tan aferrado
a lo presente, equilibrar el desatentado egoísmo o las aspiraciones
locas hacia un porvenir de felicidad inasequible, con el santo amor a
las tradiciones, con el respeto imparcial, no ciego, a los tiempos
pasados.


III.

La Novela que ejerce sobre las costumbres
más directa y poderosa acción, es sin disputa la de
costumbres
contemporáneas
puesto que de ellas saca su alma, su vida, su
influencia.

El trato habitual con la sociedad influye en nosotros
de una manera superficial e imperceptible. Ni la sagacidad
observadora es don otorgado al común de las gentes, ni las
costumbres sociales se presentan a menudo bajo un punto de vista
plástico, o digamos, convergente, como los rayos solares que se
reúnen y unifican en un foco de cristal, para que causen en nosotros
una impresión enérgica y profunda. Raras veces la observación
cotidiana y vulgar acierta a descubrir los resortes internos que
mueven a la sociedad; rarísimas logra ver pintorescamente
contrastados los caracteres que en ella resaltan y agrupados de una
manera típica los rasgos, perdidos entre la multitud, de la infinita
variedad de fisonomías morales que aquella sin tasa ni agotamiento
ofrece. Esta percepción analizadora al principio y sintética
después, pertenece al dominio del artista y del escritor, y en ella
se cifra su mayor y más preciada gloria. No se nos tilde, pues, de
paradojales (paradójicos) si afirmamos que una Novela
de costumbres briosamente escrita por un genio observador puede
impresionarnos con más viveza que el espectáculo ordinario y frío
de las costumbres mismas.

Estas indicaciones bastan para
evidenciar la grande importancia que tienen las composiciones
novelescas de un género esencialmente social, conocido ya de la
Antigüedad griega y romana (1) bajo la forma candorosamente
descarada peculiar a sus respectivas civilizaciones; cronista rudo en
la edad media; completamente literario, aunque superficial, en los
siglos XVI y XVII, y que en la actualidad ha adquirido proporciones
alarmantes, y una popularidad excesiva: gracias al carácter esencial
del siglo que corremos. En efecto: preciso es que confiesen los más
encaprichados optimistas actuales que nuestro siglo está
sobradamente pagado de sus luces y enamorado de sí mismo. He aquí
porque huelga tanto de verse retratado y reproducido de mil
diferentes maneras. He aquí
porque los escritores de todos
calibres, ansiosos de acariciar sus antojos y presuntuosa manía,
multiplican al infinito bocetos, esbozos y estudios íntimos de su
fisonomía moral.

(1) Así lo atestiguan el Asno de Oro del
Filósofo platónico Lucio Apuleyo (
Apuleio, Apuleius) y el
Satiricon (Satiricón) de Petronio: cuadro libidinoso
de las costumbres corrompidas del tiempo de Neron
(Nerón).
Dos
escuelas diametralmente opuestas dominan en la Novela de costumbres
contemporáneas: la idealista y la realista, cuyo exclusivismo
conduce o a la abstracción sobrado metafísica o poética o al
prosaísmo enemigo de toda artística belleza. El porvenir fecundo de
ambas escuelas estriba en su discreto consorcio y armonía; realizado
ya por los modernos Novelistas Ingleses y Alemanes, por algunos
Franceses, desgraciadamente pocos, y por la ilustre
Andaluza
que vanamente quiere achicarse y escapar a sus legítimos triunfos
con su modestia ejemplar y falta absoluta de pretensiones,
Fernán Caballero.
Tan variadas y de tan diversa índole son las
Novelas de costumbres que se hace cuesta arriba agruparlas bajo
clasificaciones naturales. Sin embargo, no es difícil formar
algunas, fijándose en los caracteres que más especialmente
distinguen a aquellas. Víctor Hugo y Balzac, imitadores a su manera
de Göethe, han dado formas tangibles a un género de Novela que
podemos llamar psicológica y que tiene infinitos adeptos. Los
Novelistas de esta escuela bajan al fondo del corazón humano, como
los
buzos al fondo del mar, y
lo anatomizan y disecan. Pero, casi todos pesimistas, calumnian al
constante objeto de sus inexorables observaciones, o traspasan los
límites y alcance de su propia sagacidad: achaque común de
sistemáticos y exclusivos ingenios. El defecto capital de estos
anatómicos morales suele ser un descarado escepticismo que corroe
las costumbres como la gangrena devora la carne, y una adoración sin
límites a los placeres sensuales y al gigantesco orgullo. Novelistas
hay sin pudor ni conciencia que prostituyen dotes intelectuales de
muy subido precio arrancando a las almas bien nacidas su preciada
corona de sentimientos puros, su aureola santa de candor y
honestidad. Si se castiga con la pena capital a los envenenadores
públicos, ¿qué pena será proporcionada al inmenso crimen de estos
asesinos de almas? ¿Puede compararse tal vez la muerte del cuerpo,
con la vida infernal del cancerado cínico que nada cree, que nada
espera, que devora su existencia, que lucha y forcejea dentro del
vacío y las tinieblas: que reniega de lo pasado, se hastía de lo
presente y cierra los ojos a lo porvenir, inmenso y desolado como un
desierto sin límites cubierto con un sudario de nieve? Vale más
morir con esperanza que vivir sin ella. Y a no pocos la han hecho
perder muchas Novelas semejantes. En ellas se endiosa el egoísmo, la
más ruin de las flaquezas humanas; se escarnecen los inviolables
vínculos de familia; se ponderan los placeres del lujo más
insolente, de la sensualidad, del juego, de la embriaguez. ¿Y
cuántos jóvenes magnetizados por un Novelista de esta especie no
han soñado la vida como una continua y desenfrenada orgía de
voluptuosidad y materiales fruiciones? ¿A cuántos la impotencia de
realizar sus sueños, no ha puesto el veneno o la pistola en la mano?
Y no son estas frases de melodrama; no. Una lógica fatal conduce al
suicidio al que concibiendo sólo la existencia como una fiesta
suntuosa y oriental, síntesis de todos los goces corporales, tiene
que tascar el freno del trabajo, luchar con la miseria o estrellarse
contra la cárcel angosta del deber, que es para otros un paraíso de
escondidos y regalados deleites. Si los Novelistas escépticos y
cínicos meditasen las terribles consecuencias que pueden ocasionar
sus producciones; las tempestades vertiginosas que pueden levantar en
las almas tranquilas y honestas, no tendrían valor seguramente para
abandonarlas a la curiosidad pública, que engolosinan con la
popularidad de su nombre y el poderío seductor de su ingenio.
Variedad original de la Novela escéptico-psicológica y cínica es
la humorística: hija del Norte y que tiene pocos representantes en
el Mediodía.

Género esencialmente contrario por su tendencia
moral y literaria a los indicados es el conocido bajo el nombre de
Novela Casera o Familiar, nacida en el seno tranquilo de la buena
sociedad Inglesa, trasplantada con éxito felicísimo a Alemania, y
que tiene ya estimabilísimos imitadores en Francia y en España.

Sus argumentos son sencillos y sobrios: suelen ser delicadísimos
cuadros que tienen por marco el sagrado recinto del hogar doméstico,
y las pasiones que en estas preciosas novelas hierven no turban el
alma ni la conciencia, no ocasionan vértigos ni alucinamientos. Se
parecen a la sangre fresca y pura que lozanea en un cuerpo bien
constituido y sano. Los personajes que en ella figuran están
diseñados con la exquisita verdad y maestría que resplandece en las
telas delicadas de Miéris y Van Ostade.

Por la índole misma de
la Novela familiar puede conocerse lo saludable y provechoso de su
influencia en las costumbres. Himnos de bendición salidos de todas
las inteligencias sanas y de todos los corazones honrados saludan los
crecientes triunfos de la Novela casera: protesta generosa de
ingenios inmaculados y esclarecidos que no conciben la Literatura y
el Arte sin los principios vivificadores y eternos de la Moral: que
desestiman el talento, cuando el dulce calor de la buena conciencia
no le nutre y robustece.


IV.

Como en la primera juventud la
lectura de Novelas tiene un atractivo extraordinario, y en ella
cabalmente adquieren las costumbres un desarrollo, si no definitivo,
aproximado, creemos oportunas algunas indicaciones sobre la
conveniencia de la mencionada lectura en la edad juvenil, que darán
fin y remate a este informe y desaliñado bosquejo.

Piensa el
ilustre Bacon (
Francis) que el placer instintivo que las
historias ficticias nos hacen experimentar, patentiza con esplendidez
la dignidad y grandeza del entendimiento humano. En efecto: mal
hallada la razón con la multitud monótona de intereses ruines, de
chocantes injusticias, de pequeñeces y miserias que suelen formar la
urdimbre de nuestra vida, apetece un orden social más que el común,
poético, variado y agradable. De aquí el regalo y deleite que a
nobles almas proporciona el desplegar de cuando en cuando sus
vagorosas (vagarosas) alas y cruzar a sus
anchuras los dominios inmensos de la fantasía. En esta aspiración y
en el placer que satisfaciéndola sentimos, debemos buscar el origen
primordial de las fruiciones novelescas.

Sentado el principio de
que tan importante género literario no es postizo ni convencional,
sino que se funda en una necesidad soberana de almas bien nacidas,
atemperada por el mayor o menor predominio de la imaginación y del
sentimiento, veamos hasta qué punto es racional el prohibir a la
juventud la lectura de novelas.

Funesto achaque de la educación
doméstica suele ser el exclusivismo. Los Padres de familia, unos por
ineptitud, otros por hábitos inveterados, y casi todos por
desconocer la importancia de sus deberes, creen haber cumplido su
misión sagrada promulgando para sus hijos una especie de ordenanza
sucinta, uniforme e inexorable, en cuyo riguroso cumplimiento cifran
toda la educación paternal. El Padre cuya existencia está absorbida
por gananciosas especulaciones, no inculca a sus hijos sino ideas de
economía y de cálculo mercantil. Aquel otro que ha encanecido en
las investigaciones laboriosas de una infatigable erudición, sólo
mira en sus hijos los continuadores de sus estudiosas tareas. El que
se halla imbuido en ideas de exaltado misticismo y cuya alma pura y
tierna se alimenta del rocío celestial de la comunicación divina
habla siempre a sus hijos el lenguaje de León y de Granada. El
código de educación del primero dirá: «ganad.» El del segundo:
«estudiad.» El del tercero: «orad.» De aquí resulta que la
educación doméstica peca generalmente de exclusivista y manca, por
no atender al desarrollo armónico de las facultades humanas; de
absurda y desproporcionada, por no variar los medios de aplicación
según las circunstancias intelectuales, morales y hasta físicas de
los hijos.

Indudablemente existen principios invariables, y, por
decirlo así, dogmáticos, que deben servir de base a toda educación;
pero la mayor parte de ellos deben amoldarse al carácter,
inteligencia y temperamento de los educandos.

Olvidan este axioma
de Filosofía moral los padres timoratos que suelen anatematizar
inflexiblemente la lectura de Novelas. No advierten que esta
prohibición absoluta, cuando recae sobre imaginaciones fogosas, a
fuer de juveniles, y sobre corazones sedientos de emoción, puede
originar, ya una languidez intelectual progresiva y enervadora, ya
una aquiescencia hipócrita a la orden paterna, o bien una descarada
rebelión contra ella. De todas maneras siempre será peligroso el
sistema de educación que prescinde del corazón y de la fantasía,
justamente en una edad en la cual suele ser su esclavo el juicio más
prematuro. Porque peligroso es poner los deberes de la juventud en
abierta contradicción con sus instintos reales y buenos, con sus
necesidades verdaderas.

No desconocemos hasta qué punto
deplorable ha prostituido la Novela su misión moral. Muchos jóvenes
debemos confesar paladinamente que si las flores purísimas y
virginales de nuestra alma se han marchitado, cabe de ello no escasa
culpa a la acción paulatina y letal de las Novelas escépticas
francesas, por desgracia las más populares en la Nación Española.
Pero los mismos estragos que este género bastardeado
escandalosamente ha producido en las costumbres sociales, patentizan
que, encarrilado dentro de los límites de la moral, puede servir de
elemento poderosísimo para purificar y perfeccionar la naturaleza
humana. La cuestión principal se reduce al tino necesario para
escoger las Novelas cuya moderada lectura debe producir en los
jóvenes tan lisonjeros resultados. Cervantes, Fenelón, Richardson,
Walter Scott, Saint Pierre, Madame
Genlis,
Chateaubriand, Manzoni, Daniel de Foé (
Defoe : ejemplo Robinson Crusoe),
Dikens, Julio Sandeau, Fernán Caballero y algunos otros han
hecho esfuerzos sublimes para mezclar en sus inmortales novelas la
moral más sana y castiza con una erudición sólida y variada, con
una sagacidad de observación maravillosa, con lo sabio, ameno y
deleitable de la invención y con todas las gracias, primores y
magnificencias del estilo. ¿Por qué privar a la juventud de un
tesoro tan inestimable de observaciones exquisitas, de saludable
instrucción, de sabroso y mágico entretenimiento? ¿Por qué
ponerla en la alternativa de anular una necesidad o deseo
irresistible, o de abandonarse a hurtadillas a una desenfrenada
lectura de Novelas, sin discernimiento ni tino, con riesgo inminente
de que pervierta de consuno su inteligencia y su corazón? Vale más,
pues, que los Padres concedan a sus hijos facultad limitada de leer
Novelas, que no que se la tomen ellos desmedida.

Ni por trivial
es menos exacto y atendible el principio de que el más sabroso
aliciente de un goce cualquiera, es su prohibición. Si pernicioso en
alto grado sería adoptar sin restricción alguna este axioma, triste
prueba de nuestros instintos aviesos y rebelde condición,
desestimarlo por completo fuera exponerse a crueles y tardíos
desengaños; y el no tomarlo en cuenta en la educación privada y
pública, pudiera acarrear, sobre todo en nuestra época,
consecuencias lamentables. Aunque sea doloroso consignarlo, preciso
es confesar que los hábitos de sumisión ciega son, en la juventud
actual, sumamente débiles y escasos. Hierve en su seno el orgullo,
hierve la rebeldía: y sólo con la dulce violencia de la persuasión,
con miramientos exquisitos y delicados, con mañosas y oportunas
concesiones, puede reducírsela a la docilidad y mansedumbre.
Ilusorio, sobre inútil, es empeñarse en aislar la educación en
medio del siglo, cuya vida, cuyo aliento debe infiltrarse por
precisión en la existencia más retraída y sigilosa. He aquí
porque si rechazamos desembozadamente toda 
transacción con el siglo en materia de Ortodoxia católica,
y de aquellos soberanos principios de Moral esculpidos por la
Omnipotente diestra en el corazón humano, creemos, no ya provechoso
sino indispensable amoldarse a ciertas exigencias de la sociedad
actual que no traspasan los linderos de lo lícito y de lo honesto.
Tal es, sino en todas sus aplicaciones, al menos en su esencia, la
necesidad estética que ha dado origen a las composiciones teatrales
y a las novelescas: géneros literarios igualmente puros y
nobilísimos en épocas de gloriosa recordación; igualmente
bastardeados en la nuestra, más aficionada a fruiciones vivas y
pasajeras que al culto sosegado e incesante de la belleza artística,
inseparable compañera de la verdad. Ciñéndonos a la Novela, objeto
principal de estas observaciones, nadie desconoce cuán general es su
lectura hasta en las clases menos cultas e instruidas de la sociedad.
Como hemos dicho antes y ha observado felizmente un profundo
pensador, D. José Maria Quadrado, con la certera sagacidad que
resplandece en sus inestimables escritos: «El siglo décimonono, a
fuer de vanidoso y enamorado de sí mismo, huelga de ver retratada su
múltiple fisonomía, sus costumbres, su vida moral.»

La Novela
moderna con sus formas holgadas, sus vastos argumentos, su asombrosa
variedad de situaciones y localidades, su estilo no sujeto a traba
alguna, su facilidad en echar mano de todos los recursos narrativos,
dramáticos, poéticos, pintorescos y hasta musicales, reúne cuantas
condiciones puede apetecer el escritor de costumbres para retratar al
siglo-Protéo.

He aquí porque desde el vergonzante folletín de
los periódicos, hasta las publicaciones lujosas de los más afamados
Editores, las Novelas de Costumbres son el entretenimiento cotidiano,
el favorito solaz de innumerables personas. ¿Bastará una simple
prohibición para que la juventud, ávida de emociones, aparte su
curiosa vista de aquellas páginas apetitosas, y cierre el oído a
los acentos del mágico narrador que quiere a todo trance hechizar su
fantasía? ¿No será obrar más cuerdamente permitir a los jóvenes
la lectura de buenas Novelas, como esparcimiento honestísimo del
alma, como recompensa de los adelantos hechos en los estudios severos
y laboriosos? Una vez formado el buen gusto moral y literario, más
emparentados de lo que generalmente se cree; una vez arraigado en el
corazón impresionable de la juventud el amor sacrosanto de la
verdadera belleza, no lo duden los Padres de familia, este doble
instinto de sus hijos rechazará infaliblemente toda lectura
peligrosa. Por otra parte es en extremo necesario, particularmente en
un siglo tan sensual como el nuestro, cultivar con ahínco todas las
facultades intelectuales de la juventud para que en este cultivo
llegue a cifrar algún día sus más preciados deleites. En la lucha
encarnizada y perenne del alma con los sentidos, fuera enorme
desbarro despojar a la primera de ninguna de sus armas
defensivas. No se olvide nunca que, después de la virtud, el deber
más alto del hombre es su perfeccionamiento intelectual; y que en la
economía moral, lo mismo que en la física, ninguna función es
inútil y todas tienen su origen en Dios.


FIN.

CAPMANY.

CAPMANY.


Como
esta memoria fue la primera obra con que apareció Guillermo Forteza
en el mundo literario, no es por demás la inserción del acta de la
sesión pública que celebró la Academia de Buenas Letras de
Barcelona
, en 2 de Noviembre de 1856, para la adjudicación del
premio ofrecido por la docta corporación al mejor trabajo sobre el
ilustre filólogo; y el oficio con que participó su triunfo al autor
premiado. Dicen así estos documentos:


«Sesión
pública del 2 de Noviembre de 1856. - Abierta la sesión a las 12
1/2 de la tarde bajo la presidencia del Exmo. Señor Gobernador de
la Provincia
, y con asistencia del Exmo. Sr. Regente de la
Audiencia territorial, del M. I. Sr. Alcalde Constitucional y una
Comisión del Exmo. Ayuntamiento, del M. I. Sr. Rector de la
Universidad, de varias Comisiones de las Corporaciones literarias y
científicas de esta capital, y del mayor número de SS. Académicos,
el Vice-presidente de la Academia expresó que el objeto de la sesión
era el de dar cuenta de los trabajos de aquella desde el 2 de julio
de 1842 y del resultado del curso abierto con el programa de 22 de
diciembre de 1853 у la entrega del premio adjudicado al autor
de la Memoria que lleva por epígrafe: Tan bello es morir por la
patria, como útil vivir por ella
, considerada como digna del
ofrecido para el mejor juicio crítico de las obras de D. Antonio de
Capmany y de Montpalau.


Acto
continuo el infrascrito Secretario pasó a leer la reseña de los
trabajos de la Corporación; abriéndose, después de terminada la
lectura, el pliego que contenía el nombre del autor de la Memoria
premiada, que resultó ser D. Guillermo Forteza, y quemándose los
pliegos que contenían los nombres de los Autores de las otras no
premiadas. En seguida el Secretario 2.° de la Academia D. Pedro
Codina, leyó algunos fragmentos del trabajo que ha sido objeto del
premio, y la sesión se cerró con algunas breves palabras que el
Exmo. Sr. Presidente dirigió a la Corporación, dándole gracias por
la presidencia de este acto que le había conferido.
El
Secretario I.° - Manuel Durán (Duran) y Bas.»


«
Academia de Buenas Letras de Barcelona. - Habiéndose procedido en el
acto de la sesión pública celebrada por esta Academia en el día de
hoy a abrir el pliego que contenía el nombre del autor de la Memoria
en que se hace el juicio crítico de las obras de D. Antonio de
Capmany y de Montpalau y estaba encabezada con este lema:
Bello
es morir por la patria, pero es más provechoso vivir por ella
(arriba: Tan bello es morir por la patria, como útil
vivir por ella
), en razón a haber sido declarada en sesión
de 17 de Junio último acreedora al premio ofrecido en el programa de
22 de Diciembre de 1853, ha resultado contener el nombre de V.


Lo
que, con remisión del título que le acredita como Socio honorario
de la Academia, tengo el honor de participar a V. para su
conocimiento y satisfacción.


Dios
guarde a V. m. a. - Barcelona 2 de Noviembre de 1856. - M.
Duran y Bas, Secretario I.° - Sr. D. Guillermo Forteza
(22-12-1853, 2-11-1856. Casi 3 años de diferencia)



___



CAPMANY.


                Tan
bello es morir por la patria, como útil vivir por ella.


Entre
la muchedumbre de varones esclarecidos que en todos tiempos se han
consagrado al cultivo de las artes y ciencias, obsérvanse dos clases
muy distintamente caracterizadas. Ingenios hay cuyo único móvil es
la gloria. Girasoles de este astro vivificador, se agostan enfermizos
cuando su resplandor no los inunda; pues su fuerza, más que en ellos
mismos, reside en el aplauso ajeno. Si están encariñados por sus
trabajos intelectuales, tan sólo es porque les sirven de hincapié
para llegar al objeto de sus constantes aspiraciones. ¡Lastimoso
extravío, que pone muchas veces a merced de la multitud antojadiza
el porvenir de un talento elevado!


Hay
otra rara y nobilísima clase de ingenios que sacrifican a la
popularización de ideas provechosas y fecundas su vida entera y
hasta su genial inclinación a la gloria. Aman el sacerdocio de la
verdad o de la belleza artística, no cual honroso paliativo para
disimular una frenética sed de elogios, sino por lo que vale en sí,
por ser, después de la virtud, la misión más digna del hombre, la
que hace brillar con más tersura el sello divino impreso en su alma.
El galardón más soberano que apetecen es aquella tan escondida y
regalada fruición, manantial de fuerza y dulzura que brota entre las
asperezas del trabajo y del deber, goce supremo que experimentamos
cuando contribuimos con todo el lleno de nuestras facultades a
realizar las altas miras de la Providencia sobre la humanidad.
¿Qué
les importa que ciña laurel sus sienes o adorne su tumba? La
desdeñosa indiferencia de sus contemporáneos no los retrae de sus
estudios favoritos; el incienso popular no los desvanece ni engríe.
Viven sin conocer apenas las embriagadoras emociones de la vanidad
satisfecha, ni el tormentoso anhelo de la vanidad menospreciada que
se desangra para conquistar la atención y los encomios. Mueren
tranquilos por haber cooperado con todas sus fuerzas al
perfeccionamiento moral de la sociedad. A esta última clase
pertenecía D. Antonio de Capmany (1) y de Montpalau.


Oriundo
de una familia cuya casa solariega radicaba en Gerona, nació en la
capital de Cataluña en 24 de noviembre de 1742. Después de haber
seguido los estudios de humanidades y lógica en el colegio episcopal
de la misma ciudad, el recio temple de su alma le movió a seguir
temprano la carrera militar. Llegó al grado de subteniente de tropas
ligeras de Cataluña, hallándose en la guerra de Portugal de 1762.
Solicitó y obtuvo su retiro en 1770, contrayendo después matrimonio
en la villa de Utrera, y entregándose a sus anchuras al cultivo de
las letras con aquella portentosa tenacidad y nunca desfalleciente
ardor que hicieron de su vida una preciosa cadena de tareas
literarias. La fama de su talento y erudición indujo a las academias
de Barcelona (II) y Sevilla a nombrarle su socio, y a la Real de la
Historia su secretario perpetuo en 1790. Si bien algunos aseguran que
Campany viajó por Francia, Italia, Alemania e Inglaterra; el
respetable D. Manuel Milá opina (*) que dicha suposición es
inverosímil, “pues ningún recuerdo personal, relativo a estos
países, se halla en sus diferentes obras, lo que, atendido su
carácter y su manera de escribir, no es compatible con la realidad
de dichos viajes. “
(*) Capmany, art. I.° publicado en el
Diario de Avisos de Barcelona del 20 de junio de 1854.

En
1808 se fugó de Madrid abandonando todos sus intereses, y hasta su
mujer y nuera, para no contemporizar con el gobierno usurpador.
Asistió a las célebres Cortes de Cádiz en calidad de diputado
por Cataluña
, y a pesar de dirigir en pocas ocasiones la palabra
al congreso nacional, brilló en estas por su ardiente amor patrio y
la vigorosa ingenuidad de sus opiniones (*).
(*) Si bien firmó
la célebre carta política del año 12, no debió intervenir muy
directamente en su redacción, si es cierto lo que cuentan que
preguntado acerca del mérito de aquella, contestó: «sólo un
requisito le falta, estar escrita en castellano




Atacado
de la peste murió en Cádiz en noviembre de 1813 (III).
Sus
cenizas han reposado en aquella ciudad hasta que recientemente han
sido trasladadas a Barcelona.
___


No
era el ilustre barcelonés una de aquellas inteligencias sublimes y privilegiadas que, ora personifiquen las tendencias y
aspiraciones del siglo en que resplandecen, ora con indomable
voluntad se opongan a su inmenso empuje y preponderancia, son siempre
las columnas de fuego que guían a la humanidad por los desiertos del
mundo moral. Modesto soldado del pensamiento, pertenecía sí a esa
numerosa falange de ingenios ágiles y activos que, siempre
prontos a preparar el terreno para la aclimatación de las ideas,
siempre a la vanguardia de la ilustración, constituyen la verdadera
fuerza intelectual de las naciones.


Una
sed insaciable de investigaciones eruditas, el deseo de popularizar
nuestra literatura, y aquel su paciente amor al idioma castellano,
fueron los móviles secundarios que impulsaron a Capmany a enriquecer
las letras españolas con tantas producciones, a cual más
importante. Su móvil principal, la savia de su existencia como
hombre y como escritor, fue la más grande y heroica de las pasiones:
el patriotismo.


Sus
producciones, dirigidas unas veces a desenterrar el glorioso pasado
de nuestra nación, otras a labrarla un porvenir literario, algunas a
defender su independencia política y social, todas tienden a
coadyuvar a su perfeccionamiento y regeneración. Por esto las
producciones de Capmany, hasta las menos perfectas, tienen
incontestables títulos a la simpatía y gratitud de los españoles.


Antes
de recorrerlas indicaré las cualidades exclusivamente literarias que
caracterizan a nuestro escritor.


La
que más descuella es cierta energía que alguna vez raya en
aspereza. La expresión nervuda de sus conceptos participa en gran
manera de la franqueza brusca que constituye la base del castizo
carácter catalán (IV).
(muy aragonés, por cierto)


Tan
briosa robustez se armoniza muchas veces con aquella gallarda soltura
que tan bien sienta a la frase castellana. Entonces la de
Capmany puede servir de modelo.


Distínguese
también nuestro autor por la transparencia de los conceptos
límpidamente reflejados en su estilo. La falta de tan preciosa
cualidad arguye por lo común una concepción incompleta. En efecto:
a muchos se les antoja lumbre clara y distinta cierta luz crepuscular
que asoma en el espíritu y anuncia el nacimiento de una idea. Por
esto la huella nebulosa que imprimen en su estilo corresponde a la
oscuridad de su mente.


El
lenguaje de Capmany se recomienda por la pureza y la propiedad, dotes
ambas esenciales a todo buen hablista. Encuéntrase desnudo de
provincialismos, de calificativos inútiles; y los epítetos suelen
ser excogitados con sumo acierto. Su clausulado puede servir, en
general, de turquesa para modelar el que hoy día cuadra a los
escritores castellanos. Tan distante de aquella vana pompa y
numerosidad (indicio no pocas veces de una concepción macilenta y de
un juicio flojo e inseguro) como de una exagerada sequedad, Capmany
concilia la holgura de nuestro idioma con lo pronunciado y
vigoroso del pensamiento.


Procuraremos
examinar las obras del esclarecido barcelonés
con una detención proporcionada a su importancia y mérito,
deslindando para proceder con más orden, los caracteres literarios
que descuellan entre la multiplicidad de asuntos que ejercitaron su
flexible ingenio, agrupando bajo estas diferentes secciones sus
escritos principales. Consideraremos pues a Capmany, bajo los
distintos aspectos de filólogo, crítico, humanista, historiador y
satírico.




CAPMANY
FILÓLOGO.


Dotado
el insigne catalán (catalán; en el original no ponen
tilde en an, on, pero sí en exámen
) de un espíritu
pacientemente observador y en extremo analítico, las investigaciones
filológicas llamaron muy pronto su atención. Las suyas
versan generalmente sobre el examen comparativo de las
lenguas castellana y francesa, cuyos más recónditos secretos
poseía (y por supuesto, de la lengua occitana, de la cual el catalán es uno más de sus dialectos). Pocos han sabido como él
caracterizar con tamaña lucidez la índole respectiva de
ambos idiomas, ni amenizar con tan felices rasgos de ingenio y
tanta familiaridad de estilo la natural aridez de tales trabajos.
Esta rara y envidiable manera de tratar los asuntos científicos, tan
distante del tecnicismo presuntuoso, con que muchos rodean de
espinas las nociones más triviales, es uno de los caracteres
distintivos de nuestro sabio.


Al
recorrer sus escritos filológicos procuraré al mismo tiempo indicar
la filiación de los mismos.


El
primero de ellos en el orden cronológico es la obra intitulada:
Discursos analíticos sobre la formación y perfección de las
lenguas y sobre la castellana en particular. - Madrid, 1776. Está
dividida en cuatro partes. La primera trata del origen de las
lenguas; la segunda del de la española; en la tercera manifiesta el
autor la imperfección de nuestro idioma; y en la cuarta sus
buenas cualidades gramaticales y su preferencia en este punto a otros
idiomas vulgares y, particularmente, al francés.


Concentremos
nuestra atención en el párrafo tercero de este importante trabajo;
pues en él resalta una idea capital muy en contradicción con otras
vertidas por Capmany en obras posteriores. En efecto: encarece aquí
el vuelo sublime que tomó el idioma desde que estrechó
sus lazos de familiaridad con el francés, al paso que en
otros escritos satiriza virulentamente el excesivo roce de ambas
lengua
s. Encomia el nuevo lustre que ha recibido el castellano
con el caudal de voces científicas, compuestas y naturales que ha
adoptado de día en día; mientras en otras producciones se declara
purista intolerante y hasta exagerado. En fin; asegura que el estilo
se ha reformado prodigiosamente desde que los traductores han
tenido la noble libertad de valerse de ciertos rasgos brillantes y
expresivos de otra lengua para hermosear la nuestra;
siendo así que en escritos más modernos ahínca en abogar por la
forma de los prosadores antiguos.
Fácil explicación tiene esta
disonancia de ideas. Procuraré darla en algunas sencillas
observaciones.


La
generalidad de los prosistas nacionales anteriores a la memorable
restauración literaria inaugurada en tiempo de Carlos III, adolece
de dos vicios intelectuales contrapuestos que se han sucedido en la
historia de las letras españolas con notabilísimo menoscabo de la
precisión el uno, y de la claridad el otro.
La mayoría de los
escritores en prosa que florecieron antes del reinado de Felipe IV,
cuidaron menos de inocular en la lengua española los elementos
lógicos de precisión y exactitud, que de comunicarle nervio,
gracia, esplendidez y armonía.


De
aquí, cierta frecuente indecisión en los conceptos, que flotan en
el fondo de un estilo enturbiado, cual los objetos que, reflejándose
dentro de las olas inquietas, se truncan y embrollan. De aquí, el
empeño de parafrasear hasta lo infinito la idea más trivial. De
aquí, finalmente, su verbosidad enojosa.


Bajo
el reinado de Felipe IV privó entre los prosistas otro vicio opuesto
al indicado. El afán de amplificar y desleír los pensamientos
trocose en una jactanciosa manía de concentrarlos y exprimir
su quinta esencia. Empeñáronse aquellos escritores en
martirizarlos ahogándolos dentro de una frase breve y sentenciosa;
y, queriendo expresar en estilo sustancial y conciso pensamientos a
menudo insustanciales y faltos de precisión, se esforzaron por
aclimatar en nuestro idioma la construcción latina.
Semejante sistema, autorizado ya, entre otros, por Fray Luis de León
en sus Nombres de Cristo, sólo es perdonable en escritores tan
profundos y nutridos como el inmortal ingenio citado; pero no podía
menos de ser altamente ridículo, cuando contrastaba con la pobreza
intelectual de muchos que lo empleaban.
(Ver los cent noms de
Deu, de Ramón Lull)


Posteriormente
los ingenios enfermizos del tiempo de Carlos II, a fuerza de
monstruosidades inconcebibles, lograron oscurecer las brillantes
tradiciones del idioma nacional, convirtiéndolo en una
jerigonza (gerigonza en el original) bárbara, que se conservó
como lenguaje oficial de los sabios de la época hasta
promediar el siglo pasado.


Los
esclarecidos restauradores de las letras españolas conceptuaron
juiciosamente que para levantar la prosa castellana de la
abyección en que yacía, era necesario introducir en ella orden,
rigurosa precisión, exactitud y claridad.
Para ello procuraron
armonizar en lo posible la castiza frase de nuestros prosistas
clásicos, tan esbelta, rozagante y agraciada, con la severidad
lógica, con el método y precisión de otra lengua culta que
brilla por tan excelentes cualidades. En efecto: el idioma
francés
, cultivado por tantos ingenios extraordinarios y
profundos pensadores, constante objeto de los trabajos filológicos
de sabios preceptistas, si no el más rico de los idiomas
vulgares
, se adapta a todas las exigencias del pensamiento, al
paso que se muestra más rebelde que el español a los
monstruosos caprichos de ingenios extraviados.


Capmany,
profundo conocedor de las necesidades literarias de su siglo,
aplaudió como beneficiosa y fecunda la discreta familiaridad del
francés con el castellano. Identificado con los esfuerzos de
ilustres contemporáneos suyos para regenerar las letras patrias,
acogió con entusiasmo, si bien con escasa previsión, el estilo
natural, fluido y metódico, lleno de solidez, nobleza, y de una
simple majestad, de algunos escritores de su tiempo.


Séame
lícito dislocar en cierto modo el discurso para dar razón de una
obra importante cuyo objeto fue coadyuvar al logro del proyecto
arriba indicado. Intitúlase: Arte de traducir el idioma francés al
castellano, con el vocabulario lógico y figurado de la frase
comparada de ambas lenguas. - Madrid, 1776. Reimpreso en Barcelona,
año de 1825, en la imprenta de J. Mayol.


En
el prólogo discurre el autor con notable tino sobre los achaques
comunes a los traductores y la dificultad de traducir
con acierto, y explica tres caracteres que combinados forman el
general de un idioma.


El
Arte de traducir se halla dividido en cuatro párrafos. Es el
primero un Compendio de las partes de la oración francesa. El
segundo contiene un Vocabulario lógico y figurado de los idiotismos
de la lengua francesa. El tercero comprende un Diccionario de nombres
gentiles, y el cuarto, otro de nombres personales.


Desnuda
de altas pretensiones teóricas, esta obra tiene una imponderable
utilidad


práctica,
como también el mérito de haber sido la primera en su clase. Inútil
y hasta injusto fuera, pues, empeñarse en escrupulizar acerca de su
importancia filosófica, pues Capmany al componerla no se propuso dar
un curso completo de español y francés comparados,
sino subvenir a las necesidades más perentorias de los traductores.
Al intento excogitó los principios más esenciales del francés,
para dar una idea bastante clara de su sintaxis, extendiéndose más
en la parte práctica que tiene por objeto el carácter moral
de aquella lengua.


Dos
causas primordiales pueden haber dado nacimiento al Arte de traducir
el francés al castellano
: o el deseo de levantar al último de
la postración en que yacía, inoculándole los elementos lógicos
del primero; o el de capitular con este, y, en la imposibilidad de
poner coto a su fuerza expansiva, evitar al menos que con su excesivo
roce bastardease la lengua española. A esta opinión parece
acercarse la del Sr. Milá. «Tampoco se ha de creer, dice, que viese
(Capmany) con ojos indiferentes la avenida de galicismos que
ya entonces la amenazaban (a la lengua española) pues el mismo año
(1776 en que dio a luz sus Discursos analíticos) publicó su Arte de
traducir el idioma francés.» (*)
(*) Capmany, art. 2.°, Diario
de Avisos del 29 de junio de 1854.




A
pesar del profundo respeto que me inspira el eminente crítico
citado, es, en nuestro humilde sentir, más natural atribuir a la
primera causa la publicación de esta obra. Pues no sólo parece
increíble que en un mismo año variasen tan radicalmente las
opiniones de su autor, sino que en parte alguna de aquella hiciese
mérito de tan importante cambio. Mucho me afirman en esta idea la
franqueza característica de nuestro escritor, su espantadizo amor al
idioma patrio, y, finalmente, la energía que le distinguió
al combatir en varias ocasiones la irrupción de galicismos que
sucedió a los delirios culteranos. El trabajo filológico
donde empieza Capmany a mostrarse hostil al francés, a encarnizarse
contra sus cualidades gramaticales y a deplorar la dañina plaga de
traductores jornaleros, es en las Observaciones críticas
sobre la excelencia de la lengua castellana. En este escrito,
joya de inestimable precio, y que da especial valor a una obra que
pronto examinaremos, comienza Capmany trazando una sucinta pero
completa historia del romance de Castilla, parangonándole
con los idiomas francés, inglés e italiano. Partiendo
después de una sabia clasificación, desentraña el mecanismo de la
lengua española, y da cuenta de las vicisitudes que ha
sufrido hasta llegar a su perfección.


Obsérvese
ahora cuánto dista el lenguaje que emplea Capmany en esta
notabilísima producción, del que usa en sus Discursos analíticos.
En sus observaciones dice:


«¿No
es la lengua francesa la más rigurosa en sus reglas, la más
uniforme en su sintaxis, y la más embarazada en su frase? Para
traducir la energía, rapidez y libertad de las lenguas antiguas, es
muy pesado y pobre instrumento un idioma tan difícil de manejar, tan
ingrato, tan trivial, y tan sujeto a las anfibologías, cuya
universalidad moderna podrá deberla a causas políticas, mas no a
los encantos de su melodía, a la gracia de sus sales, ni al primor y
variedad de sus dicciones.


Esta
lengua universal, porque se ha hecho el idioma vulgar de las artes y
ciencias, ¿dónde tiene la valentía de las imágenes, dónde la
gala de las expresiones, dónde la pompa de las cadencias? A pesar de
su corrección, pureza, claridad, y orden (que mejor se diría
esclavitud gramatical), nada tiene del carácter épico, nada del
número oratorio, por causa de sus vocales mudas, de sus sílabas
mudas y sordas, de sus términos mudos, sordos y mancos alguna vez,
de sus terminaciones agrias, de sus monosílabos duros, y de su
arrasada y atada construcción, que no admite las transposiciones del
español, del italiano y del inglés. Véase qué redondas y sonoras
palabras son estas: aïeux abuelos, poulx pulso, oeuf huevo, eaux
aguas, airs aires, flots olas ú ondas, lacs lagos, nud
desnudo, riscs riesgos, cours cortes, muet mudo, soins cuidados,
poids peso, milieu medio, y así de otras innumerables. (ahora vas
y las comparas con el occitano, o su dialecto catalán
)


Además
de la aspereza material de las palabras, está desnuda de las
imitativas, que hacen tan exacta y viva la representación de los
accidentes exteriores, y movimientos de las cosas animadas e
inanimadas. Está pobre de voces compuestas, y por consiguiente
carece de toda la energía y fuerza que comunican a la expresión las
ideas complexas. Carece de aumentativos y diminutivos, que bajo de un
aspecto inverso modifican con tanta variedad y fina gradación una
misma idea general. Padece también la escasez de verbos
frecuentativos e incoativos, cuyas finezas enriquecen y agilitan
tanto una lengua para señalar y exprimir las ideas parciales y
secundarias. Estas sí que son nuances (por hablar en francés
filosófico) de que carece esta lengua de los filósofos, y abunda
con maravillosas diferencias y delicadezas la española. Por
último ¿qué diremos de la colocación tímida e infantil de las
palabras (llámenlo los franceses orden natural), que andan como
arreatadas unas tras otras? Y para que no se descaminen o desaten,
han tenido la precaución sus gramáticos y padres de la lengua de
afianzarlas con frecuentes ligaduras de pronombres, artículos, y
partículas, que a toda oreja delicada han de ofender y aun lastimar
forzosamente; si ya no fuese la de aquel alemán que hallaba en
nuestra lengua muy fuerte la pronunciación de Maldonado, y de
Rodríguez, y dulcísima la de Musschenbroeck, y de Schurtzfleisch.


La
riqueza de voces de la lengua francesa, no es tanto caudal propio
suyo, que debe estar cifrado el ingenio de una nación en el modo de
ver y sentir las cosas, cuanto un tesoro adventicio y casual del
cultivo de las artes y ciencias naturales. Esta será la razón
porque el vulgo en Francia no se explica con tanta afluencia de
palabras, variedad de dichos y viveza de imágenes como el vulgo de
España; ni sus poetas (porque en poesía no se admite el vocabulario
de los talleres y de los laboratorios) son comparables con los
nuestros en la abundancia, energía y delicadeza de expresiones
afectuosas y sublimes pinturas que varían al infinito.»


Algunas
páginas después dice: «La multitud de libros franceses que de
treinta años acá han inundado todas nuestras provincias y ciudades,
al paso que nos han ido comunicando las luces de las naciones cultas
de Europa, y los adelantamientos que han recibido las artes, las
buenas letras, y las ciencias naturales, abstractas y filosóficas de
un siglo a esta parte; nos han también deslumbrado con su novedad y
método, y más aún con la brillantez y limpieza del estilo, que es
todo del gusto de los autores, y no del genio y primor del idioma.


Esta,
digámosla fascinación, ha cundido con tanto poder, que ha logrado
resfriar el amor a nuestra propia lengua, cuya pureza y hermosura
hemos manchado con voces bárbaras y espurias, hasta desfigurar las
formas de su construcción con locuciones exóticas, oscuras, e
insignificativas, disonantes y opuestas a la índole del castellano
castizo. La comezón general por traducir sin elección, en algunos;
y en los más la comezón por comer, que no sufre espera, junta con
la impericia de casi todos los traductores que hasta hoy han querido
hacerse instrumentos para comunicar al público la instrucción
extranjera; son la principal causa de la lastimosa degeneración que
en estos últimos años iba experimentando nuestra lengua.»


Los
trabajos lingüísticos que acabo de recorrer fueron tan sólo
preludios de una obra que debía poner el sello al renombre de
filólogo tan temprana y justamente conquistado por Capmany.


En
el prólogo del Arte de traducir el francés al castellano había
reconocido ya nuestro autor la necesidad en España de un buen
diccionario que facilitase la inteligencia de ambos idiomas. Más
tarde, aquel alma encendida en amor patrio, ruborizóse por su nación
de que la arrogante y desdeñosa literatura francesa, no satisfecha
con avasallar el gusto de nuestro país, se atreviese a tocar al
sagrado de su lengua. Entonces, con la abnegación heroica que le
caracterizaba, dedicó nuestro autor seis años de tenaces
investigaciones a la formación de un Nuevo diccionario
francés-español, que publicó en Madrid en la imprenta de Sancha,
año de 1805.


Los
vocabularios de Cormon y de Gattel, entonces los más vulgarizados en
España, se hallaban plagados de inexactísimas definiciones, de
palabras inútiles y de voces y construcciones afrancesadas. Capmany
los examinó vocablo por vocablo, desbrozolos de todo lo
impertinente, los enriqueció con un caudal copioso de modismos
nacionales y expresiones del lenguaje familiar, dando, con exquisita
y paciente minuciosidad, una forma lógica, breve, correcta y castiza
a las definiciones y correspondencias castellanas.


Lo
que llama particularmente la atención en esta obra inestimable es
sin duda el prólogo. En él reproduce Capmany sus epigramas contra
la riqueza adventicia y casual del idioma francés, los relumbrones
metafísicos, tan comunes entre los crítico-humanistas de aquella
nación a mediados del siglo XVIII y a comienzos del presente;
y, en fin, recalca sobre otros temas desarrollados con singular
acrimonia en sus Observaciones críticas sobre la excelencia de la
lengua castellana.


Es
también muy de notar en este bellísimo prólogo, la manera digna,
ingenua y natural con que Capmany juzga su obra: tan distante de la
vanidad descocada como de la hipócritamente modesta. Por fin, la
profundidad de observación analítica se hermana en aquel trabajo
con una agilidad, nervio y desembarazo de estilo, que le comunican
singular hermosura.


El
último escrito filológico de nuestro autor fue un excelente
artículo sobre la propiedad de la dicción, que se halla en las
ediciones inglesa y gerundense de su Filosofía de la elocuencia.
Después de hablar de los sinónimos y de las palabras facultativas y
anticuadas, vuelve a su antiguo tema sobre la irrupción de
galicismos, combatiéndola con cierto esfuerzo fatigado y más
tristeza que energía. «Si los hombres cuerdos y juiciosos, dice,
que conocen el valor y lustre del idioma no se esmeran, como lo
muestran ya algunos, en reparar este daño, vendrá una época en que
no alcanzará el remedio.»



El
mérito e importancia de los escritos mencionados colocan
indudablemente a Capmany en un lugar muy distinguido entre los
filólogos españoles.





CAPMANY
CRÍTICO.


Su
mérito como tal estriba en el Teatro histórico crítico de la
elocuencia española, impreso por Sancha en Madrid, 1786 y 1794; y
por Juan Gaspar en Barcelona, año de 1848 (V).


Esta
obra debe su importancia no sólo a su indisputable bondad
intrínseca, sino a la gloria de haber despertado la afición a la
literatura y lengua nacionales, relegada la una, en su mayor parte,
al olvido, por un espíritu servil de imitación extranjera, y
lastimosamente bastardeada la otra por su íntima familiaridad con el
idioma del reino vecino.


En
las últimas décadas del siglo pasado empezó a inundarse la nación
española de traducciones desmañadas, que tendían a desnaturalizar
la índole de su lengua. En el vulgo de los escritores dominaba el
mismo empeño en afrancesar sus ideas, que todo el país mostraba en
afrancesar sus costumbres, sus instituciones, su vida política y
social. Cierto que no debía España cerrar sus puertas al torbellino
de ideas que desde Francia arremolinaba el mundo. Cuando un país,
empero, utiliza el tesoro moral de otras naciones, debe imprimir en
él un sello de propia originalidad. De lo contrario, las literaturas
se precipitan paulatinamente en una postración lastimosa, cuyas
señales infalibles son: carencia de fisonomía en los pensamientos,
y monstruoso barroquismo en la forma. Tampoco pueden anatematizarse
sin restricción todas las modificaciones que ha sufrido el habla
castellana rozándose con la francesa. El más quisquilloso purista
debe confesar que ha ganado aquella en concisión y método lo que ha
perdido en armonía y gala. Pero la muchedumbre de traductores
jornaleros, no tanto procuró apropiarse dicciones más en
consonancia con las modernas exigencias de la lógica que los
recursos habituales de nuestro idioma, como contribuyó a injertar en
la sintaxis castellana otra completamente distinta.


Aquellos
ilustres literatos españoles que por fortuna escaparon al contagio
general, no podían mirar impasibles los estragos que causaba.
Mancomunaron sus esfuerzos, y mientras unos restauraban la poesía,
otros restituían a la prosa castellana su carácter indígena, su
dignidad y esplendor.


El
modo más acertado, si bien arduo y costoso, de abrir el apetito a
los españoles para que saboreasen la elocuencia y castiza dicción
de nuestros clásicos, era excogitar con discernimiento minucioso y
acrisolado las bellezas de que abundan, facilitando su estudio por
medio de una crítica desapasionada.


Inútil
me parece, de todo punto, encarecer el inmenso trabajo que tal
empresa requería. Pero a Capmany no le arredraban las dificultades.
Examinó página por página las obras de nuestros prosistas;
engolfose en áridas lecturas a caza de un rasgo feliz, de un pasaje
de buen estilo, perdidos con frecuencia entre la maleza intrincada de
reflexiones falsas o triviales, de impertinentes citas y de metáforas
uniformes. «Los centenares de volúmenes de nuestros prosistas, dice
el ilustrado Piferrer, que por sus asuntos distintos y por sus
estilos tan varios abrumarían o espantarían al hombre más
estudioso, no pudieron retraerle de que de aquella confusión, y casi
siempre de aquel fárrago, anduviese sacando con diligencia y
sufrimiento iguales lo poco bueno que de cuando en cuando salía a
recompensar sus fatigas.» ¡Abnegación maravillosa ! ¡Admirable
consorcio el del espíritu de Capmany, rebosante de agilidad y
energía, con su resignada paciencia! Y si al asperísimo trabajo de
entresacar algunas partículas de oro de tanto oropel, se añade el
otro, mucho más difícil, de estudiar profundamente aquel largo
catálogo de autores para formular con aplomo y solidez la
apreciación de sus cualidades y defectos, y el de acumular noticias
abundantes acerca de ellos y las ediciones de sus obras, acrece la
admiración de su laboriosidad.


Estas
consideraciones me inducen a examinar el Teatro histórico-crítico
con alguna detención.


Encabeza
el autor su obra con un discurso preliminar, muy notable por el tino
y madurez de las observaciones de que se halla tachonado y por por su
estilo donde campean gracia, soltura y vigor.


La
opinión de los extranjeros acerca de nuestra literatura nos ha sido
casi siempre desfavorable.


Entusiasta
Capmany como el que más de las letras españolas, no podía mirar
sin indignación tan injusto como sistemático menosprecio. Sin
embargo, su buen sentido no le permitía apadrinar en manera alguna
el culto tradicional que algunos, más celosos que avisados,
tributaban a los escritores nacionales. En el mencionado discurso
condena esta preocupación, hija de la ignorancia.


Expone
luego las causas que en su concepto producen el común desvío que se
observa hacia la mayor parte de prosistas castellanos. Tales son: su
verbosidad, su desatinada ortografía, y aquel lujo de indigesta
erudición que, según felizmente dice, «ahogan su estilo y bellos
pensamientos, como en los años de muchas aguas ahoga después la
yerba al trigo.)


Sin
desestimar la exactitud de tales observaciones, creo que la escasa
popularidad de muchos prosistas españoles debe atribuirse a tres
causas radicales. En primer lugar pocos de ellos han impreso en sus
obras aquel sello clásico, mezcla preciosa de verdad en el fondo y
de exquisita naturalidad en la forma, que las hace contemporáneas de
todos los siglos, y que sobrevive a todas las vicisitudes literarias.
Contribuye en gran manera a esta falta, la poca felicidad de muchos
en la elección de materias. Por otra parte, en la mayoría de
nuestros escritores en prosa abundan las bellezas de estilo al par
que escasean la variedad y originalidad en los pensamientos, que a
menudo pertenecen, menos a su caudal propio, que a un cierto modo de
discurrir, oficial, por decirlo así, de su tiempo.


Pasa
en seguida Capmany a recorrer las fases y varia fortuna de la
elocuencia de España, Italia, Francia, Inglaterra y Portugal. Con
suma concisión y viveza, con estilo que se engrandece al compás del
asunto, con excelente criterio, y, en algunos pasajes, con un calor
muy cercano de la elocuencia, examina los oradores de aquellas
naciones. Una erudición cuerda, una concisión tanto más difícil
cuanto que reduce en un sucinto cuadro vastas proporciones; y, por
fin, su lealtad en indicar las fuentes donde había bebido al juzgar
la oratoria extranjera, son las principales dotes que dominan en este
discurso preliminar, digno del examen más detenido y concienzudo.


Viene
después un curiosísimo capítulo, que inspiraron a Capmany sus
frecuentes correrías por la Mancha, las Andalucías, Murcia y
Estremadura (Extremadura; el nombre viene del verbo estremar :
pastar el ganado
). Es un arranque de españolismo que raya en
candidez, como dice atinadamente el Sr. Milá. Chispean en él
innumerables rasgos de festivo y garboso decir. Pudiera, es verdad,
tildarse de acre y descomedida alguna expresión alusiva a los
pueblos extranjeros, si no fuese parte a disculpársela su ardiente
amor patrio, fuego que no pocas veces empaña la razón. Siguen las
observaciones críticas arriba mencionadas.


Ilustrado
suficientemente el juicio del lector con el examen analítico de la
organización del castellano, entra Capmany de lleno en la
apreciación de nuestros prosistas, desde los preludios de aquel en
el siglo XIII, hasta su decaimiento en el XVII.


Los
escritores críticos pueden agruparse bajo una clasificación
fundamental. Los hay que desmenuzan pacientemente una obra; y,
enamorados con exceso de sus pormenores, ho aciertan a justipreciar
en globo su espíritu y tendencias generales. Este proceder analítico
adolece de mezquino y estrecho en su esencia, y de minucioso en su
aplicación. Otros, al contrario, desdeñando las apreciaciones
detalladas por rastreras y pueriles, examinan sintéticamente las
dotes de un autor, y con miras más altas, con más vasto plan,
buscan el enlace histórico y filosófico de las obras con el
espíritu general de su época, y sus relaciones con la belleza
literaria.


Excelente
escuela crítica, si no pecase a menudo de vaga y paradojal
(paradójica), si fuese menos ocasionada a convertir sus
juicios en abstracciones, si su objeto principal no le sirviese con
frecuencia de pretexto para formular teorías más deslumbradoras que
certeras y aplicables.


Ni
la educación literaria de nuestro autor ni la índole de su obra le
permitían emplear este último proceder crítico en toda su
elevación filosófica.


Sin
embargo, no se puede dudar que ha generalizado las calidades de
estilo de nuestros clásicos con inimitable seguridad, pulso práctico
y suma franqueza. En esto sobresale Capmany, pudiéndosele colocar,
bajo este concepto, en primera línea, no sólo entre los escritores
nacionales, sino también entre los extranjeros. Su escalpelo crítico
descarna briosamente la expresión, y penetra hasta sus nervios más
ocultos y microscópicos. Si bien es verdad, empero, que Capmany no
se propuso en su Teatro más que apreciar las bellezas de forma de
nuestros prosistas, como el medio más perentorio de popularizar su
estudio, no pocas veces involucra en esta crítica de estilo la de
los pensamientos.


Las
apreciaciones más notables que contiene el Teatro son las de
Granada, León, Mariana y Cervantes.


Véase
con qué imagen tan admirablemente exacta pinta Capmany el clausulado
espacioso y lleno de atajos del primero. «Sufren (los lectores),
dice, un género de molestia en la detenida lectura de estas
cláusulas graves y sosegadas y llenas de grandes palabras, que les
desconsuela y adormece; a la manera de lo que acontece a los
viajantes por la Mancha llana, que padecen la pena de ver desde que
salen de la posada, el campanario del lugar a donde han de ir a hacer
noche.» A pesar de este defecto, bastante común en nuestros
prosistas antiguos, Granada fue el verdadero creador, y es el
principal dechado de la grandilocuencia mística española. Capmany,
que profesaba una especie de culto a aquel escritor, se enfervoriza
al mencionar sus bellas cualidades; y con pinceladas elocuentes le
ensalza de esta manera: «(Granada) es en la clase de los místicos
lo que el célebre Bossuet entre los oradores: un sólo primor de
estos grandes escritores borra veinte defectos. Jamás autor alguno
ascético ha hablado de Dios con tanta dignidad y alteza como
Granada, quien parece descubre a sus lectores las entrañas de la
Divinidad, y la secreta profundidad de sus designios, y el insondable
piélago de sus perfecciones. El Altísimo anda en sus discursos como
anda en el universo, dando a todas sus partes vida y movimiento.
Cuando se coloca entre Dios y el hombre, esto es, cuando pinta
nuestra fragilidad y miseria en contraposición de su omnipotencia y
misericordia; cuando encarece su infinito amor, y nuestra ingratitud
y rebeldía; es grande, es sublime, es incompatible.»


En
el juicio crítico de León es precioso el paralelo que establece
Capmany entre él y Granada, «por la que puedo juzgar en general de
la prosa del maestro León, hallo que sus pensamientos son menos
vagos y comunes que los del maestro Granada, y ciertamente más
poéticos. Sus símiles también son más propios y expresivos, las
comparaciones más nobles y adecuadas, y los contrastes estriban más
en las ideas que en las palabras. En la elocuencia tiene más nervio
y originalidad que Granada; pero tiene menos redondez, grandiosidad y
dulzura. Sus pinceladas tienen más colorido, y sombras más fuertes;
bien que no tanta corrección y asiento. En la grandeza y alteza de
las ideas son iguales; pero León respira más fuego, y menos
artificio retórico.


Sublime
es también éste como Granada, pero más en las imágenes que en los
sentimientos. Y como Granada exhortaba, persuadía y reprendía en
sus escritos, por esto va derecho al corazón del lector: y esta es
la causa de tener más unción; sobre todo en lo patético, que no
pertenecía al género de escribir, ni a los asuntos de León. Este
podía no sentir tanto como Granada; pero pintaba con más vigor lo
que sentía; y así hablaba más a los sentidos, porque se servía
más de su imaginación, rica y fecunda. Por último, he advertido
que la pluma de Granada era más suelta, más ejercitada, y su estilo
más fácil y suave; pues el esmero particular que confiesa el mismo
León que puso en la medida, peso y examen de cada palabra, se había
de sentir después. Sin embargo, a pesar de este cuidado, únicamente
consiguió dar cierto número y colorido a las frases; porque sólo
Granada fue criador de la armonía y elegancia castellana.»


Obsérvese
de paso cuánto dista el concienzudo paralelo transcrito de la manera
como solían comparar a los autores los críticos franceses
contemporáneos de Capmany. Sus parangones, relumbrantes mosaicos de
antítesis simétricamente incrustadas, más son deleite para el
ingenio que provecho para el juicio. En nuestro escritor nada de
comparaciones vagas, nada de abrillantamiento. Su crítica es sobria
de colores retóricos, clara, sesuda y vigorosa. La apreciación de
Mariana es la más briosamente escrita de la obra que me ocupa. Con
una sola pincelada caracteriza Capmany el estilo de nuestro
historiador. «No por esto carece su estilo, dice, de cierta valentía
y vigor; bien que las más veces se confunde con un género de dureza
y aspereza a que han querido algunos dar nombre de precisión. Yo
mejor Ilamaríalo robustez de carácter; como la de aquellos cuerpos
membrudos, señalados más por los músculos y nervios que por la
gentileza y gallardía.»


En
el juicio crítico de Cervantes hay cierto tono irreverente, poco
laudable en un buen español que habla de la mayor gloria de su país.
Sin llevar el amor patrio a un extremo de ridículo fanatismo, creo
que hay en cada nación un arca santa de gloriosos recuerdos, que no
es lícito tocar sin respeto.


Tampoco
es para aplaudida la nimiedad con que Capmany enumera los defectos de
estilo de Cervantes. «¿Quién, dice Piferrer... repara en los
despojos que arrastra la corriente de un río caudaloso, cuando el
majestuoso movimiento con que serpentea, el suave sonido y la tersura
de sus ondas, el verdor y la frondosidad de que viste las márgenes
cerca y lejos, la vida que desde su nacimiento hasta su fin derrama
por todas partes, hinchen el alma de bienestar dulcísimo, la
arroban, o la sobrecogen con cierto temeroso respeto sublimándola a
otra alteza de ideas y de sentimientos?»


A
propósito del malogrado autor de los Clásicos españoles, no creo
inoportuno advertir que esta inestimable obrita se puede considerar a
la vez como consecuencia y complemento del Teatro. El detenido
estudio que Piferrer hizo de esta obra, le inspiró la suya, que si
no aventaja a la primera en perspicacia observadora, la sobrepuja en
sentimiento estético, y en regularidad y belleza de forma. Por otra
parte, llena con noticias copiosas de nuestros escritores del siglo
XV un vacío notable que ha observado en la de Capmany el Sr. Milá.
Entrambas producciones, forman una historia crítica completa de los
prosistas castellanos.


CAPMANY
HISTORIADOR.
--------


La
manera más útil de escribir la historia consiste en basarla sobre
documentos irrefragables, y ponerlos íntegros a la vista del lector
para que pueda apreciar con exactitud el espíritu general y local de
los distintos tiempos. Verdad es que este método necesita un grande
esfuerzo de arte para no rayar en desabrida narración. Pero tampoco
es ocasionado a extraviar el juicio con paradojas, donde a menudo,
brilla el ingenio a expensas de la verdad histórica, ni a convertir
los hechos en esclavos de los sistemas.
La historia documentada
requiere además una infatigable diligencia, un espíritu
instintivamente metódico, y, casi diré, una vocación para esta
clase de estudios.


Desconocida
era en España esta manera tan provechosa como difícil de escribir
la historia, antes que Capmany diese de ella un grandioso ejemplo con
sus Memorias
históricas sobre la marina, comercio y artes de la
antigua ciudad de Barcelona, impresas en Madrid por D. Antonio de
Sancha, año de 1779 y 1792.


No
contento con haber mostrado las riquezas inagotables de nuestro
idioma, y, despertado la afición al estudio de sus esclarecidos
cultivadores, quiso Capmany patentizar las antiguas glorias de su
país para estímulo nacional y desengaño de la extranjera
arrogancia.


El
objeto de las Memorias fue dar a conocer el gran pueblo barcelonés
de la edad media, cuya robusta organización, cuya independencia
democrática
, cuyo carácter de recio temple y genio laborioso y
emprendedor, le hicieron capaz de rivalizar en opulencia y poderío
con las repúblicas más pujantes del Mediterráneo. Capmany,
armonizando la severidad del relato estrictamente histórico con un
estilo grave, regular y sostenido, describe el principio y progresos
de la marina mercante de Barcelona, las crudas y sangrientas batallas
que sus ejércitos navales sostuvieron con las flotas genovesas, y
cuanto atañe a su preponderancia marítima en aquellos tiempos.
Investiga después el origen y progresivo desarrollo del comercio
antiguo de la ciudad condal, sus relaciones mercantiles con las islas
y costas del Archipiélago, con las tierras de Romanía, reinos de
Sicilia, ciudades y puertos de Italia, provincias de Languedoc y
Provenza; amontonando, por fin, cuantas noticias pueden dar una idea
clara de su importancia comercial. Resucita después aquella inmensa
población manufacturera de la antigua ciudad, reorganiza los cuerpos
gremiales donde tan vivo se mantenía el espíritu de corporación,
utilísimo para la dignidad del trabajo manual en unos tiempos en que
era este tan generalmente menospreciado (VI), y hace, en fin, una
circunstanciada reseña de los diferentes oficios que constituían
uno de los caracteres más especiales de aquel gran pueblo rebosante
de vitalidad y energía.


Ni
mis escasas fuerzas, ni la premura del tiempo me permiten apreciar
por completo el valor de una obra tan voluminosa, tan especial, y
fruto de tan prolijas y concienzudas investigaciones. Basta, empero,
el sentido común para ver que el mayor mérito de las Memorias
estriba en su originalidad; pues felizmente dijo don Nicolás de
Azara, escribiendo al autor desde Roma «que había tenido que
crearse, por decirlo así, la materia.» En efecto, preciso fue
caminar sin guía por un laberinto de hechos incoherentes,
clasificarlos después, generalizarlos, y construir, finalmente, con
tan distintos materiales un edificio grandioso, donde la regularidad
y el método resplandecen (VII).


Para
dar mayor autoridad y asiento a la narración histórica, recopiló
el autor en número de más de trescientos sus testimonios
justificativos. «La presente colección, dice Capmany, es tan rara
por la novedad de las piezas originales o inéditas que encierra,
como preciosa por la naturaleza de las materias y asuntos que en ella
se tratan. Así, se puede afirmar que hasta ahora ninguna nación ha
dado a la prensa una recopilación de documentos de igual antigüedad,
y variedad de objetos relativos a la marina, comercio y artes.»


En
el tomo tercero de la obra hay algunas consideraciones sobre la
arquitectura gótica, palpitantes de aquel sentimiento íntimo de la
belleza que, según otro escritor barcelonés muy profundo e
intuitivamente estético, hizo a Capmany «superior a su tiempo y
adivinador de lo futuro:»


Finalmente,
si bajo el aspecto histórico pueden considerarse las Memorias como
el fruto más natural y sazonado y el más glorioso blasón de las
letras catalanas, son bajo el aspecto del lenguaje y del estilo una
obra clásica de la moderna literatura española.


Débense
a Capmany otras producciones históricas además de la mencionada.
Tales son: I.a el Compendio histórico de los soberanos de
Europa (1786). - 2.a La vida del falso profeta Mahoma
(1792). -3.a 4. El Compendio histórico de la real
Academia de la Historia de Madrid, que precede al tomo primero de las
Memorias de esta ilustre corporación (1796). - 4.a Las
Cuestiones críticas sobre varios puntos de historia económica,
política y militar, donde amplía algunas especies que se hallan en
los capítulos IV, V, VI y VII de las Memorias (tomo III): y añade
otras no menos importantes. En todos estos trabajos campea la
amenidad en medio de las más áridas materias, en todos abunda la
vasta erudición de Capmany, el método y las dotes de su dicción
siempre correcta, castiza y elegante.






CAPMANY
HUMANISTA.






El
análisis más acabado y bello de elocución prosaica que posee
nuestra nación, es, a no dudarlo, la obra de Capmany intitulada
Filosofía de la elocuencia. Sin embargo, el estudio prematuro de
ella podría traer consigo un inconveniente capital; pues las
producciones didácticas de esta naturaleza que se ciñen al estilo,
sólo aprovechan a los escritores que poseen aquel grado precioso de
sazón, solidez y buen gusto necesarios para no sacrificar el alma de
una producción literaria a su envoltura.


Indudablemente
el hábito de acariciar con exceso la forma en los escritos, no sólo
conduce a una especie de materialismo literario, sino que funde en
una turquesa general y uniforme los rasgos característicos y
especiales de cada escritor. Lo que constituye la verdadera belleza
literaria es la solidaridad del pensamiento y de su expresión.
Cuando aquel es brioso y espontáneo, nace siempre vestido de todas
armas, como diz que nació Minerva del cerebro de Júpiter.
Indudablemente los principios tradicionales y eternos del buen gusto,
las reglas esenciales de toda elocución, tienen una influencia
vivificadora hasta en la misma concepción literaria, y con mayor
razón en las formas que esta reviste. Mas para que esta influencia
sea acertada debe coincidir con la incubación intelectual, no
divorciarse de ella.


Capmany,
como la generalidad de humanistas contemporáneos suyos, adolece en
teoría de sobrado amante de la forma. Este defecto es, en mi humilde
concepto, el más radical de su Filosofía de la elocuencia que con
más propiedad pudiera llamarse Filosofía de la elocución.
Exclusivamente dedicada a desentrañar la estructura material de la
dicción y del estilo, y a descubrir las riquezas, a menudo baladíes,
de la exornación oratoria, no revela un verdadero sistema
filosófico; y las consideraciones estéticas que acá y acullá
derrama en ella su autor, se encuentran desencadenadas, no sujetas a
una teoría general. Por otra parte, y a pesar de la intención
laudable de Capmany para dotar a su patria de un tratado original de
retórica, su modo de ver en el arte no se eleva en general sobre el
común de su época. La tendencia más innovadora de su Filosofía
consiste en haber desembarazado la parte didáctica de reglas
inútiles que abruman con su peso la memoria, sin esclarecer el gusto
ni la razón (VIII).


Lo
que resalta principalmente en ella es la misma intención que dictó
a Capmany su Teatro histórico-crítico; esto es, el deseo de poner
un dique a los galicismos, que desfiguraban la dicción castellana.
De ahí que su pluma no acierte a despedirse de los escritores
nuestros, cuyos pasajes de buena prosa traslada y encarece con
amoroso afán y siempre igual complacencia:


La
Filosofía de la elocuencia bajo el aspecto de la forma literaria es
indisputablemente una de las obras más bellas y artísticas de su
autor.


Fue
impresa en Madrid por Sancha. - (1777), reimpresa con notabilísimas
modificaciones en Londres. -(1812), y finalmente en Gerona, según
esta última edición, por Antonio Oliva, impresor de Su Majestad. -
(1836).


En
la reimpresión, Capmany perfeccionó su obra, invirtiendo el orden
de algunas materias, añadiendo otras, ampliando las más, y
esclareciéndolas todas con abundancia de ejemplos de autores, en su
mayor parte nacionales. Las ideas descarnadas de la primera edición
se hallan en la segunda vestidas, y las frases acicaladas con
particular esmero; por esto la edición matritense debe considerarse
como el esqueleto de la inglesa. Sin embargo no se puede calificar a
la última de nueva en todo, menos en el título y en la forma (*):
pues, con muy raras excepciones, entraña todas las ideas matrices de
la primera, y, sobre todo, es idéntico en ambas el modo general de
ver el arte. Más todavía: las variaciones notables de la edición
posterior me parece que consisten cabalmente en perfección de forma,
prescindiendo de algunas pocas materias añadidas, entre las cuales
ocupa un lugar distinguidísimo el inspirado capítulo final que
redondea y completa la obra. Por estas razones me he ocupado de ella
tal como la dejó su autor en la edición de Londres.






(*)
Filosofía de la elocuencia: prólogo de la segunda edición.



CAPMANY
SATÍRICO.






Una
de las cualidades más instintivas de nuestro autor fue su propensión
a la sátira. La de Capmany no chispea medio velada por un estilo
artificioso; es fogosa y francamente agresiva, es todo fuerza. Rompe
a menudo las trabas de la etiqueta científica; y cuando puede a sus
anchuras desenfrenarse, y si le sirve de botafuego el patriotismo,
adquiere una violencia asombrosa.


Aparte
de los rasgos epigramáticos sembrados en varias producciones suyas,
dos de ellas revelan en Capmany una verdadera disposición para el
género satírico.


Intitúlase
la primera Comentario con glosas satíricas y jocoserias sobre la
nueva traducción castellana de las Aventuras de Telémaco, publicada
en la Gaceta de Madrid de 15 de mayo de 1798. - Imprenta de Sancha.


El
despecho de ver tan maniatada a la lengua española por la descreída
turba de traductores, debía ser muy profundo en quien, como Capmany,
la idolatraba. Nada, pues, de extraño tiene que un escrito destinado
a vengar en uno los ultrajes hechos al castellano por todos aquellos,
adolezca alguna vez de sobrado, virulento y descomedido. Tampoco
fuera justo tildarle de chocarrero en algún pasaje. El Comentario es
un desahogo en estilo familiar, no una producción con pretensiones
literarias. Admírese más bien el brío y soltura con que está
escrito, y la exactitud de las observaciones filológicas que le
prestan un interés general.


Vino
una época en que el patriotismo de Capmany rayó en verdadero
frenesí.


Fascinado
un momento el león de las Españas por la fulminante mirada del gran
dominador del siglo, dobló humilde su brava cerviz ante las gradas
del trono imperial. Pero al ver correspondida con ultrajes su
respetuosa mansedumbre, pudo más su altiva condición que el asombro
involuntario que Bonaparte le inspiraba. Entonces, sus rugidos
despertaron de su estúpido letargo a la patria del Cid, y tuvo
principio la más heroica revolución que han visto las edades
modernas.


Capmany
se encontraba ya en aquella edad en que las pasiones, sangre del
alma, se congelan, las fibras del corazón se aflojan, y toda la vida
se concentra en un solo y obstinado deseo, el de prolongarla. Nuestro
insigne patricio sintió, al contrario, enardecerse más y más en su
noble pecho el fuego sacrosanto, que era el alma de su alma. Y bien
puede decirse que en Capmany brotó una segunda juventud en medio de
su vejez achacosa, y que renació vivaz de entre sus mismas cenizas.


Su
mano trémula no podía empuñar el acero; pero quedábale su
valiente y guerrera pluma. Ofrecióla con leal franqueza al
generalísimo Godoy en 8 de noviembre de 1806. Repitió sus ofertas
en 12 del mismo mes y año en un escrito vigoroso, en el que
aconsejaba al Príncipe de la Paz que enardeciese a todo trance el
espíritu nacional, preparando a la influencia moral extranjera un
camino cabrero de preocupaciones; y al efecto, le encarece el fomento
de las corridas de toros (*).






(*)
Da noticia en este memorial de un escrito suyo en defensa de los
toros contra los españoles de nuevo cuño, que no me ha sido posible
encontrar. Fuera curioso contraponerle al célebre folleto Pan y
toros, atribuido a Jovellanos.






Desea
también que para mantener vivo el entusiasmo patriótico, se
encargue a los poetas la composición de letrillas, jácaras y
romances, que recuerden las gloriosas hazañas de nuestros
antepasados.


La
indiferencia o el desprecio de Godoy por tan sinceras y patrióticas
demostraciones hicieron estallar la mal reprimida indignación del
fervoroso patricio. Entonces publicó su folleto, Centinela contra
franceses (* 1808.); tempestad de sarcasmos, de chocarrerías, de
sangrientas pullas, de gritos de alerta y de himnos guerreros,
interrumpida de cuando en cuando por animadísimas pinturas,
reflexiones llenas de buen sentido y rasgos de verdadera elocuencia.
Es imposible leer esta producción, retrato genuino del alma de
Capmany en aquellos azarosos días de lucha, sin experimentar la
misma embriagadora impresión que causa alguna de estas marchas
guerreras que el espíritu de las batallas ha inspirado a la
naciones. Es imposible leerla sin que la imaginación enardecida se
trasporte a aquella época, en que España toda palpitaba de santo
denuedo, como un solo corazón (*).


(*)
Entre los pasajes bellos del Centinela, destaca el siguiente en que
Capmany pinta uno de los rasgos más característicos del pueblo
francés: su culto ciego a la gloria militar.
«Si le sacan
llorando, dice, de la casa paterna, vuelve a ella cantando o echando
bravatas:... la guerra parece que es su elemento y prescinde del fin
por que pelea: ya muere por coronar reyes, ya por destronarlos, hoy
por la libertad, mañana por el despotismo. Va a la guerra como el
caballo; el clarín le alienta, y corre con el jinete cristiano, cae
éste, móntalo el moro y parte con el nuevo dueño contra el
cristiano.»






Además
de las obras mencionadas publicó Capmany un interesante trabajo
sobre los cuerpos gremiales, y dos traducciones.


Intitúlase
el primero: Discurso económico-político en defensa del trabajo de
los menestrales, y de la influencia de sus gremios en las costumbres
populares, conservación de las artes y honor de los artesanos. -
Madrid. - Imprenta de D. Antonio de Sancha. - 1778. -(IX).


Es
una de las producciones más filosóficas de nuestro autor, si bien,
literariamente hablando, es algo floja y desaliñada. Los capítulos
más notables del Discurso son los intitulados: - Apología del
trabajo de los artesanos, y - Honor del trabajo mecánico.


En
1785 publicó Capmany en Madrid los Antiguos tratados de paces y
alianzas entre algunos reyes de Aragón y diferentes príncipes
infieles del Africa y del Asia.


Amat
no hace mención de otra obra cuyo título es el siguiente:


Ordenanzas
de las armadas navales de la corona de Aragón aprobadas por el rey

D. Pedro IV, año 1354. Van acompañadas de varios edictos y
reglamentos promulgados por el mismo rey sobre el apresto y
alistamiento de armamentos reales y de particulares, sobre las
facultades del almirante, y otros puntos relativos a la navegación
mercantil en tiempo de guerra: copiadas por D. Antonio de Capmany por
orden de S. M. del archivo del maestre racional de Cataluña, y del
real y general de la corona de Aragón, y vertidas literal y
fielmente por el mismo, del idioma latino y lemosino al
castellano, con inserción de los respectivos textos
originales. - Madrid. - En la imprenta Real. - 1787.


Es
notable el prólogo, como todos los de Capmany, interesantísimo y
desnudo de frivolidades y elogios personales, tan comunes a esta
clase de escritos. En él Capmany hace la apología de las leyes
traducidas, disculpando la severidad que en ellas domina, y
estableciendo que «entonces la suerte y gloria de la corona dependía
de la marina.» Filosofa después sobre la naturaleza y causas del
valor guerrero, con su solidez acostumbrada, y concluye con estas
notables palabras llenas de franqueza y desenfado.
- «He hablado
del imperio de la disciplina militar, porque he tenido muchas veces
que obedecer y algunas que mandar en la carrera de las armas: he
tratado del espíritu de la ordenanza marcial, porque he tocado en
paz y en guerra sus efectos: en fin he definido el valor y he
filosofado sobre sus causas porque conozco el miedo; y jactarme de no
conocerlo sería confesar que no soy ni hombre ni bestia; por esto el
gran Duque de Alba, cuando al volver de su conquista de Portugal le
mostraron el epitafio fanfarrón de un portugués, que decía: «Aquí
yace quien nunca tuvo miedo;» respondió aguda y discretamente:
«este no habría despavilado ninguna vela con los dedos.» A la
verdad nadie puede responder de su valor, si no se pone en las
ocasiones de probarlo» (X).



Capmany
tiene una fisonomía moral vigorosa y completa. Al contrario de otros
ingenios que tienen, cual los actores, dos existencias diferentes, la
una ficticia y la otra real; que separan su vida como hombres de su
vida como escritores; la pasión dominante del ilustre catalán se
halló casi siempre de acuerdo con su inteligencia. El cariño al
trabajo, y el patriotismo, elementos tan puros como poderosos de
actividad, se confundieron en su alma a manera de dos llamas en una
sola; y formaron un principio vital único, lleno de fecundidad y
energía. De aquí este lazo íntimo y común de unidad que eslabona
sus varias producciones. Por otra parte, se puede afirmar
fundadamente que las facultades mentales de Capmany llegaron a su
grado definitivo de alcance y desarrollo. Y existe algo tan venerable
como la virtud, en el hombre que ha llenado cumplidamente su destino
intelectual. ¿Quién no ha meditado, con deseos de perfeccionar su
espíritu o con honda amargura por haberlo descuidado, la parábola
de Jesucristo que santifica esta parte preciosa de nuestra misión
acá en la tierra? Sin duda que el noble placer de haberla cumplido
iluminó con un rayo de serenidad apacible la turbulenta y achacosa
vejez de Capmany; sin duda que el más provechoso obsequio que
podrían tributar a su querida y respetada memoria los ingenios
catalanes, fuera el de continuar las tareas literarias del que tanto
anhelaba el engrandecimiento de su nación. Y permítase al más
humilde y oscuro admirador de los talentos esclarecidos que encierra
Cataluña, el deplorar su inacción, hija, a no dudarlo, de una
exagerada modestia. ¿Por qué la patria de Capmany, de Balmes y de
Piferrer no ha de ser la primera en reanimar la literatura patria,
ella que atesora tan ricos elementos de vitalidad intelectual?
___


ADVERTENCIA.


Debidos
no pocos lunares de la precedente Memoria a ser de índole diversa
las producciones en ella examinadas, costoso trabajo para un juicio
inexperto a fuer de bisoño; algunos encuentran disculpa en la
escasez de datos críticos y biográficos de que pude disponer. Para
llenar en lo posible los notorios vacíos del escrito mencionado, la
Academia de Buenas Letras, con una benevolencia que vivamente
agradezco, me ha permitido la formación de un Apéndice. He recogido
en él varios documentos que me ha proporcionado mi estimable amigo
D. Mariano Aguiló, (mallorquín) bibliotecario segundo
de esta Universidad y Provincia, y archivero de la Academia. El
primero de ellos, aparte de las interesantes noticias genealógicas y
nobiliarias que contiene, revela en Capmany un esmero por mantener
ileso su apellido, que tildarse pudiera de nimio y sobrado a ser
menos sólida y bien sentada su reputación y menos digno de lauro
eterno su nombre.
El segundo es un testimonio irrecusable de su
acrisolado cariño al trabajo; pues de él se desprende que ya en
1802 sufría una dolorosa fluxión en los ojos que no le retraía de
consagrarse a sus tareas literarias con aquella paciencia suya, que
en alguna de sus obras, acertadamente califica de alemana. El tercero
es un folleto inestimable que todos los admiradores del esclarecido
Capmany leerán con gusto. Escasísimas son las notas que de propia
cosecha he añadido con el objeto de amplificar algunos puntos,
tratados en la Memoria con sobrada ligereza. - G. F.


APÉNDICE.


I.


Excmo.
Sr.: - D. Antonio de Capmany, con la más respetuosa veneración a V.
E. expone; que necesitando sacar del Real y General Archivo de la
Corona de Aragón
copia de un privilegio militar concedido por el
Sr. Rey D. Carlos segundo en treinta de noviembre de 1671 en favor
del Dr. en ambos derechos Gerónimo Capmany, Ciudadano Honrado de
Gerona; y respecto de hallarse registrado en el Real Archivo el
referido Privilegio con la equivocación de la primera sílaba del
apellido, convirtiendo en Camp lo que debiera ser Cap,
desea que se corrija este yerro casual de ortografía mediante la
superior autoridad de V. E. Para dar a V. E. el necesario
conocimiento a fin de proveer con la más formal instrucción lo
conducente, exhibe el exponente algunos documentos de la mayor
autenticidad, en falta del Privilegio original que se perdió, que
probarán convincentemente el yerro involuntario que se cometió al
extender su apellido, y cuál debe ser su legítima, original y
característica ortografía. En dicho Real Privilegio es llamado el
nuevo agraciado (mi segundo abuelo), Dr. en ambos derechos y
Ciudadano Honrado de Gerona, y pariente consanguíneo de la antigua y
noble casa de Montpalau. Además en las armas parlantes que se le
conceden en dicho Real Privilegio, se figura una cabeza de un
mancebo en campo de gules que es la propia significación de
Capmany, esto es, cabeza grande, lo que de ningún modo
puede convenir al equivocado apellido Campmany, que suena
campo grande. En el documento que presenta el exponente de n.°
I.°, y es la certificación del Barón de Serrahí, de hallarse
registrado en los Libros del Brazo el susodicho Privilegio, se lee el
apellido Capmany y no Campmany, y que lo hizo registrar
D. Narciso Sampsó, apoderado de dicho nuevo agraciado Dr. Gerónimo,
lo que comprueba una gran conformidad con leerse nombrado el mismo D.
Narciso como primo hermano del sobredicho Dr. entre los albaceas que
elige este en su testamento del año 1672 que se presenta n.° 3.°
Otro documento que acompaña n.° 2.° es el testamento de María
Camps, mujer del mismo D. Gerónimo el nuevo agraciado, su fecha
también en 1672 y en él se lee constantemente el apellido Capmany y
se nombra Dr. en ambos derechos y caballero, pues lo era desde el año
anterior. Otro documento que se presenta número 3.° es el
testamento de dicho nuevo agraciado, su fecha 1672, y en él se
nombra doctor Gerónimo Capmany, y se lee que era caballero,
descendiente de los Montpalaus, y de Ciudadanos Honrados de Gerona,
que son cabalmente las tres circunstancias que caracterizan al nuevo
agraciado en el tenor del Real Privilegio. El documento que se
presenta n.° 4.° son los capítulos matrimoniales de los padres de
dicho nuevo agraciado, su fecha en 1628: y allí se lee que el padre
era Pablo Capmany, Ciudadano Honrado de Gerona, y la madre era D.a
Esperanza de Montpalau. A mayor abundamiento presenta el exponente la
fé de su bautismo y la de su padre, donde sigue clara la filiación
con el apellido de Capmany unido al de Montpalau y la calificación
en todos de caballero. Si en vista de las pruebas que ofrecen todos
estos documentos justificativos, juzgare V. E. por escritura legítima
el apellido de Capmany y por yerro de pluma del copiante el de
Campmany, que de ningún modo tiene identidad con su familia;


Suplica
a V. E. se sirva ordenar al Archivero Real interino, que hallando
conformes las circunstancias que expone el suplicante con las que
exprese el tenor de aquel Real Privilegio, anote en el Registro y
lugar correspondiente del margen o de otra forma autorizada la debida
corrección que corresponda al equivocado apellido Campmany,
para salvar todo yerro en lo sucesivo con esta providencia en
beneficio del exponente y de sus sucesores que quieran hacer uso de
aquel instrumento regio: Gracia que espera de la notoria
justificación de V. E. Barcelona I.° de setiembre de 1785. -
Antonio de Capmany.


II.


Muy
Sr. mío: Agradeciendo en el alto grado que debo la singular honra
que se ha servido dispensarme esa Real Academia de Buenas Letras
nombrándome por uno de sus individuos, más por un efecto de su
benignidad hacia un patriota zeloso que por algún mérito
verdaderamente literario que se reconozca en mí, digno de tan
distinguida demostración, contesto a la muy apreciable carta de V.
S. en la que me participa esta plausible noticia, suplicándole haga
presente a ese ilustre Cuerpo los vivos deseos que me animan de darle
las más solemnes pruebas de mi júbilo y reconocimiento por medio de
la oración gratulatoria que acabaré de trabajar luego que quede
libre de cierta fluxión de ojos que me ha mortificado muchos días y
me ha obligado a dilatar hasta hoy la debida contestación.


Con
este motivo me ofrezco a la disposición de V. S. siempre agradecido
a las finas y 
honoríficas
expresiones que merezco a su bondad, mientras ruego a Dios le guarde
V. S. los muchos años de vida que le deseo. - B. L. M. de V.
S. su más atento y afecto servidor, Antonio de Capmany: - Sr.
marqués de Llió.


III.





Para
esta breve reseña biográfica me serví del Diccionario de autores
catalanes publicado en 1836 por el diligentísimo Amat, que copió al
pie de la letra la mayor parte de datos relativos a Capmany, del
Diccionario Histórico o Biografía Universal compendiada, por F. Mh.
Q. y S. - Barcelona 1830. -Librería del editor Francisco Oliva. -
Tomo tercero. Mas, apenas presentada la precedente Memoria, vino a
mis manos un folleto precioso por las abundantes noticias que
contiene; cuyo título es el siguiente: Fallecimiento de D. Antonio
de Capmany y Montpalau,--publicado en Londres el año 1814. - Dalo a
luz en esta corte un amigo suyo. - B. L. - Con licencia, en Madrid -
en la imprenta de D. Francisco de la Parte. - 1815. - La importancia
biográfica de este documento, el catálogo detallado que contiene, y
lo esmerado de su redacción, me mueven a trasladarlo íntegro:


«La
misma combinación de circunstancias desgraciadas que privó a España
de los talentos y virtudes del amable Vega, cuya muerte anuncié en
mi número anterior, la despojó días después de uno de los mejores
ornamentos de su literatura en D. Antonio de Capmany. La enfermedad
epidémica acometió a ambos casi al mismo tiempo: el primero fue
víctima de ella durante el ataque de la fiebre aguda: Capmany pudo
vencerla; pero oprimido del peso de sus años, faltáronle las
fuerzas necesarias para la convalecencia, y falleció al cabo de un
padecer lento y penoso. (I.°)


«Los
títulos de D. Antonio de Capmany a la admiración y agradecimiento
de su patria como ciudadano y como literato a pocos cederán, si es
que hay quien pueda alegarlos mayores en nuestra era. Una
circunstancia hay en ellos que seguramente debe encarecerlos para
España en estos tiempos, y es que el carácter y literatura de
Capmany le pertenecen exclusivamente: que cuanto fue y cuanto supo
era legítimamente español, y que en el contagio casi universal de
francesismo literario con que está plagada la península española,
tan lejos estuvo de contraerlo, que como si la naturaleza le hubiera
dotado de un contraveneno, cuanto aprendió en los escritores
franceses, otro tanto se españolizó entre sus manos. Si las
antipatías nacionales pueden alguna vez convertirse en virtudes
públicas (de lo cual España presenta un ejemplo cual pocos se
encontrarán en la historia), Capmany nació con este estímulo de
patriotismo en un grado supremo.
Su provincia y sus abuelos se
habían sacrificado en odio de los franceses, y Capmany reconcentró
en su corazón todo el fuego de antifrancesismo que había devorado a
su familia y sus paisanos. Cuando la España no sospechaba la
horrible traición de sus vecinos que la ha inundado en sangre, el
odio de Capmany a los franceses dando pábulo a su vehemente y
fecunda imaginación, era materia de solaz y entretenimiento entre
todos los que tuvieron el placer de su trato. Al punto que los
acontecimientos de España convirtieron en el más exaltado
patriotismo lo que hasta allí había sido mirado como un divertido
capricho, Capmany apareció entre los más atrevidos defensores de la
causa de España, sellando su odio a la usurpación de Buonaparte
en el periódico titulado: Centinela contra franceses, (*) que fue su
última obra literaria, y el papel más característico y nacional de
cuantos se han publicado de esta clase durante la revolución
española.


Pero
antes de hablar de los escritos de este ilustre literato, insertaré
una noticia de su vida y familia, que él mismo publicó (2.°) en
Cádiz cuando temió que todos sus papeles habían perecido en
Madrid. Sólo omitiré algunos pormenores que por domésticos no
pueden tener interés para el público.


El
carácter literario (3.°) de D. Antonio de Capmany tiene una
circunstancia no común en España, y es el haberse dedicado al
estudio sin ser lo que allá se llama hombre de carrera. Destinado a
las armas desde sus primeros años, sin más educación que el escaso
saber que se adquiere por lo común en las escuelas de gramática
latina
en España, sólo su estraordinaria disposición y
sus talentos pudieron llevarlo al estudio a que después debió su
vida.


(*)
Es un librito en 12.°: el autor se equivocó. Véanse los números
11 y 12 del catálogo de las obras que publicó el Sr. Capmany,
impreso de su orden en Cádiz en el año de 1812.


La
afición a la entonces ignorada historia de su patria lo puso en la
carrera en que tanto se ha distinguido. Parece que al mismo tiempo se
aficionó al estudio de la elocuencia, y que como requisito
indispensable se empleó por bastante tiempo en el estudio de los
mejores escritores de la lengua española. Algún lugar hubo de dar
desde muy temprano en su plan de propia educación a la economía
política, porque siendo muy joven publicó con nombre fingido un
tratado sobre aprendizajes, gremios, etc.; materia que volvió a
tratar más profundamente en su obra maestra: Historia de las artes,
comercio y marina de Barcelona.


Para
escribir este apreciable libro tuvo a su disposición los archivos de
aquella famosa ciudad: tesoro inmenso, cuyas riquezas no podían
sacarse a luz a no ser por un hombre de la comprehensión y
laboriosidad de Capmany. Esta obra da mucha luz para la historia
general del comercio del mediterráneo en los siglos medios, y mucho
más para la particular del estado de España en aquella época.
Capmany fue el primero que hizo ver el poco fundamento de la opinión
generalmente recibida sobre la opulencia de Castilla en fábricas y
comercio por los siglos XV y XVI.


Como
continuación de la antecedente publicó después otras dos: Leyes
marítimas de Barcelona en los siglos medios; y una colección de
tratados entre los antiguos reyes de Aragón y los estados de
Berbería.


Aunque
contra el orden cronológico, haré aquí mención de otra obra que
publicó en 1805, que por ser sobre puntos históricos tiene conexión
con las anteriores. Su título es Qüestiones críticas. En
ellas incluye una multitud de noticias que había recogido en el
discurso de sus estudios para la formación de sus obras anteriores,
y trata a fondo cuestiones importantes y curiosas que sólo se
hallaban indicadas en sus otros escritos.


Sus
obras filológicas fueron escritas en épocas muy distantes. Una de
las primeras que publicó siendo aun joven, fue la Filosofía de la
Elocuencia. En sus últimos años la refundió enteramente, y en el
pasado de 1812 se imprimió en esta capital por orden de su autor, y
según sus manuscritos originales.


El
Teatro de la Eloqüencia Española es una colección de
extractos de los mejores escritores castellanos, dispuestos en orden
cronológico, y acompañados de una noticia de sus autores, y algunas
observaciones críticas sobre su estilo.


En
Madrid publicó un Diccionario Francés-Español, que es
infinitamente superior a cuantos existen de esta clase.


Muchas
otras inéditas (4.°) deben quedar en poder de sus herederos, si es
que escaparon sus papeles de manos de los franceses. Yo he visto
algunos manuscritos que compuso para la comisión de Cortes, que como
todas sus obras, abundan en saber, y dan, cuando menos, llamaradas
del gran talento de su autor.


El
formar un juicio crítico de todas y cada una de las obras de D.
Antonio Capmany sería un empeño superior a mis fuerzas, y ajeno de
un breve artículo necrológico. Baste decir que en todas sus
producciones se encuentra un fondo inagotable de erudición y una
eloqüencia peculiar y
característica (5.°) del autor. El vigor y animación que le
distinguieron hasta su edad más avanzada dan vida a cuanto salió de
su pluma. Capmany, como todos los hombres de carácter vehemente y
talentos extraordinarios, llevaba ciertos gustos y opiniones al
exceso. Tal era a mi parecer su idolatría (que tal puede llamarse)
de la lengua española, su admiración de la elocuencia de los
escritores castellanos del siglo XVI, y su empeño en conservar la
lengua en el mismo estado que tenía en aquel tiempo. Pero si esto
(como creo) debe ponerse en la clase de preocupaciones, no puede
negarse que es una preocupación laudable en su principio, y en
perfecta armonía con el carácter castizo de Capmany.»


_____


DOCUMENTOS.



I.°


AQUÍ YACE


EL
FILÓLOGO


DON
ANTONIO CAPMANY Y MONTPALAU


DIPUTADO
POR CATALUÑA
EN LAS CORTES GENERALES Y EXTRAORDINARIAS.


SUS
OBRAS LITERARIAS Y SUS ESFUERZOS


POR
LA INDEPENDENCIA Y GLORIA


DE
LA NACIÓN


PERPETUARÁN
SU MEMORIA.


MURIÓ
EL 14 DE NOVIEMBRE DE 1813,


A
LOS 71 AÑOS DE SU EDAD.


R.
I. P. A.




2.°


RELACIÓN
SUCINTA


del
nacimiento, patria, ascendencia, estudios, servicios, méritos,
trabajos y actual estado de don Antonio de Capmany, para noticia, en
lo venidero, de sus hijos y sucesores hoy prófugos, destituidos de
todos los documentos y manuscritos originales, que tuvo que abandonar
en Madrid en 4 de Diciembre de 1808, con motivo de su repentina
emigración de aquella corte, donde tenía su domicilio.


Don
Antonio de Capmany nació en Barcelona en 24 de noviembre del año
1742, y fue bautizado el día siguiente en la catedral de dicha
ciudad. Fueron sus padres Don Gerónimo de Capmany, caballero
domiciliado en Barcelona, y doña Gertrudis Suris, ambos naturales de
la villa de San Feliu de Guixols en la costa de Cataluña.


Su
padre, aunque nacido en dicha villa, y bautizado en aquella
parroquial iglesia en 1708, descendía de la ciudad de Gerona, en la
cual tenía la casa solar su antiquísima familia de Ciudadanos, en
cuya honorífica clase estaba inscrita desde el año 1495, según
consta en las matrículas del archivo municipal.


Su
abuelo, llamado también Gerónimo, nació en Gerona en 1660: fue
Lugar-Teniente de Bayle general de Cataluña por real cédula de
Carlos II en 1694; y hallándose de primer Jurado de aquella ciudad
en 1710, y comandante de la milicia urbana en el sitio que sufrió de
los franceses mandados por el duque de Noailles, se resistió a la
capitulación; y por tanto tuvo que emigrar a Génova, quedando sus
casas y haciendas confiscadas, y reducida su familia a la indigencia,
como las de otros partidarios de la causa del Archiduque. Murió en
1744.


Su
segundo abuelo, llamado también Gerónimo, que asimismo nació en
Gerona en 1630, fue capitán del tercio de Nobles que levantó dicha
ciudad en 1655 contra la invasión de los franceses y se halló en la
defensa de Palamós de 1660 la de Rosas, sirviendo a sus expensas;
por cuyos méritos fue creado y armado caballero con Real Privilegio
de Carlos II en 1671 para él y sus hijos y descendientes varones, y
consta en los registros del real y general archivo de la Corona de
Aragón. Murió en 1684.


Su
tercer abuelo fue Pablo Capmany y de Montpalau, por ser hijo de D.
Miguel Capmany y de D.a Esperanza de Montpalau, presunta
heredera de la noble familia de este nombre, señores de la casa y
castillo de Montpalau en el lugar de Argelaguer, corregimiento de
Gerona. Nació en 1592 y murió en 1640.


Esta
familia de Capmany poseía antes de las guerras de sucesión varias
casas en Gerona, y haciendas en el Ampurdan, sin contar otras en la
villa de San Feliu de Guixols, como también el dominio de la Notaría
de esta villa, y cinco feligresías del valle de Aro, el Guardianage
del puerto, llamado hoy Capitanía, y el patronato de muchos
beneficios fundados en la catedral de Gerona y parroquia de Palamós.
La tumba propia de la familia está en la colegiata de San Félix de
Gerona en la capilla de Santa Ana.


Dicho
D. Antonio estudió la gramática, las humanidades y la lógica en el
colegio Episcopal de Barcelona. Entró de cadete en los dragones de
Mérida, y de allí pasó a subteniente del segundo regimiento de
tropas ligeras de Cataluña, y con él se halló en la guerra de
Portugal en 1762. Después de nueve años de servicio se retiró en
1770, hallándose en la villa de Utrera, reino de Sevilla, en
cuya capital había el año anterior casado con D.a
Gertrudis de la Polaina y Marqus, natural de dicha villa. Allí
tuvo una comisión Real para traer a las nuevas poblaciones de
Sierra-Morena una colonia de familias catalanas, así de
artífices como de hortelanos; la que desempeñó bajo la dirección
del superintendente
D. Pablo Olavide, (da nombre a la
universidad de Sevilla
) a cuyo lado vivió un año entero en la
Carolina, hasta que por la desgracia que padeció aquel magistrado,
se retiró a Madrid a procurarse otra fortuna. Allí fue admitido en
la Real Academia de la Historia en 1776, y en 1790 fue elegido su
Secretario perpetuo. En los 35 años de su residencia en la corte
hasta el día en que tuvo que emigrar a la Andalucía con motivo de
la invasión de los franceses en ella, además de las muchas
producciones de su pluma que dio a luz pública sucesivamente, tuvo
varias comisiones y encargos del Gobierno, así literarios como
políticos. Fue nombrado secretario con voto de una junta de
arbitrios que de orden de
S. M. presidía el marqués de las
Hormazas, del consejo de Estado, compuesto de los fiscales de
Castilla y Hacienda, del Director general de rentas, y de dos
comerciantes.


También
fue nombrado secretario con voto de otra Junta que de orden Real
presidió D. Bernardo de Iriarte, del consejo y Cámara de
Indias, compuesta de un Ministro de cada uno de los consejos para el
examen del nuevo plan de fomento de la isla de Ibiza, que presentó
al Rey, D. Miguel Cayetano Soler.


Fue
también nombrado Colector y Editor de los tratados de paz de los
reinados de Felipe V, Fernando VI, Carlos III y IV, que publicó en
1800 en tres tomos en folio, con la traducción castellana, para cuya
comisión se le franquearon los archivos del antiguo Consejo de
Estado, y de la primera secretaría del Despacho. Por este trabajo, y
por los demás que se ofreciesen en este Ministerio, se le señalaron
sobre la renta de correos 12000 rs. anuales.


En
1785 tuvo la comisión por S. M. para el reconocimiento de los Reales
Archivos de Barcelona y formación de una historia diplomática.


En
1802 tuvo otra Real comisión para el reconocimiento y arreglo de los
Archivos del Real Patrimonio en Cataluña, que estaban abandonados.
Los arregló y planteó en oficina formal, con reglamento para su
custodia, despacho y uso público, gozando título de Director de
ellos con una asignación anual de 6000 reales.


Últimamente
fue nombrado por la Superintendencia de imprentas del Reino, con Real
aprobación, Censor de los periódicos que se publicaban en la corte,
con la asignación de 4440 rs. anuales.


En
este estado de paz y tranquilidad, gozando del aprecio del Gobierno y
de la estimación de las gentes, disfrutaba de 48000 reales entre
sueldos y pensiones, ganados por sus servicios en los encargos que
desempeñó; y eran 24000 sobre la renta de correos, los 12000 por el
mérito de sus obras publicadas bajo los auspicios del Gobierno; y
los otros 12000 por los tratados de paz: 4400 por secretario jubilado
de la Real Academia de la Historia: 6000 por Director de los Archivos
del Real Patrimonio: 5000 pagados por el Consulado de Barcelona por
las obras que publicó del antiguo Comercio y Marina de aquella
ciudad: 4400 por censor de periódicos; y 4200 por Diputado del
Ayuntamiento de Barcelona.


Todas
estas rentas, sueldos y asignaciones, las perdió gustoso, huyendo a
pie, a los 68 años de su edad, de Madrid, y de la vista y dominación
francesa, con sola la ropa que traía encima en aquel momento,
abandonando su casa, sus libros, sus manuscritos y trabajos medio
concluidos, sus haberes, sus conveniencias, y hasta su mujer y nuera,
enfermas, que no pudieron seguirle. Llegó a Sevilla el día I.° de
enero de 1809 casi desnudo: se presentó al Gobierno Supremo
manifestando su indigencia; y hecho cargo este de los méritos,
servicios y patriotismo del prófugo, le señaló 18000 reales
anuales sobre la renta de correos, a cuenta de los 24000 que gozaba
en Madrid sobre la misma. Allí se le encargó la redacción de la
Gaceta del Gobierno, que estaba interrumpida desde que entraron los
franceses en Madrid.


Fue
nombrado en Sevilla vocal de la Junta consultiva de Cortes. Tuvo la
comisión de examinar los discursos presentados a la Junta Suprema de
Cortes y formar un análisis de su contenido, y dar un informe
general sobre esta materia, y un compendio histórico de la
celebración de estos congresos en la corona de Castilla y en las de
Navarra y Aragón, y así lo ejecutó con gran diligencia y trabajo.


Actualmente
se halla refugiado en Cádiz desde que huyendo de la invasión de los
franceses en Sevilla, vino a buscar un asilo en esta ciudad bajo la
sombra del nuevo Gobierno. Este le encargó la segunda restauración
de la Gaceta, interrumpida con este nuevo acontecimiento, y se
continua bajo el título de Gaceta de la Regencia de España e
Indias.


Cádiz
10 de junio de 1810.



3.°


CATÁLOGO


de
las obras que ha publicado D. Antonio de Capmany, individuo de varias
Academias de bellas letras, y secretario jubilado de la Real de la
Historia, hoy Diputado en Cortes por 
Cataluña.


I.


Discurso
económico-político sobre la influencia de los gremios de artesanos
para la conservación de las artes, honor de los oficios, y de las
costumbres populares bajo el nombre supuesto de D. Ramón Palacio,
porque en aquella época no podía su verdadero autor descubrirse
defendiendo la industria de Barcelona, su patria, que tenía
descontenta al Gobierno después del motín de 1774. En la imprenta
de Sancha: un volumen en 4.°, en 1777.


2.
Filosofía de la eloqüencia. Un volumen en 8.° en la imprenta de
Sancha, año de 1776.


3.
Memorias históricas sobre la antigua marina, comercio y artes de la
ciudad de Barcelona. Cuatro volúmenes en 4.° con viñetas
alegóricas, en la imprenta de Sancha, año de 1783.


Esta
obra abraza la historia naval y mercantil de toda la Europa en los
cinco siglos de la baja edad: asunto que en ninguna nación se ha
tratado hasta ahora.


4.
Costumbres marítimas de Levante, o leyes conocidas vulgarmente bajo
del título de Libro del Consulado de Mar desde el siglo XII,
traducido al castellano, con el texto original lemosin
restituido a su primitiva y pura escritura; ilustrado con un discurso
preliminar y notas histórico-críticas, y acompañado de una
colección de antiguas leyes y estatutos náuticos mercantiles y
consulares de las dos coronas de Aragón y de Castilla en los siglos
XIII, XIV y XV. Son dos volúmenes en 4.°, en la imprenta de Sancha,
año de 1783.


5.
Teatro histórico-crítico de la elocuencia española, con las vidas
de los autores más célebres en la locución castellana, y un
análisis de sus escritos, de donde se han extractado los trozos más
excelentes y selectos.


Comprende
la historia crítica de la lengua española y sus escritores clásicos
desde el siglo XII hasta el XVII inclusive. Son cinco volúmenes en
8.°, en la imprenta de Sancha, año de 1787.


6.
Ordenanzas navales de las armadas de la Corona de Aragón,
promulgadas por el Rey Don Pedro IV en Barcelona en 1354 para el
servicio de la marina militar. Es un volumen en 4.°, en la imprenta
Real, año de 1787. Llevan la traducción castellana, y el texto
lemosin
copiado del antiguo códice original, ilustrado
con varios apéndices de noticias raras sobre los bajeles de aquella
edad.


7.
Antiguos tratados de paces y alianzas entre los reyes de Aragón y
príncipes infieles del África y Asia en los siglos XIII, XIV y XV:
traducidos al castellano de los códices originales lemosinos,
y adornados con varias notas históricas, geográficas y políticas.
Un volumen en 4.° En la imprenta Real, año de 1786.


8.
Nuevo diccionario francés y español. Un volumen en 4.°, en la
imprenta de Sancha, año de 1805.


9.
Cuestiones críticas sobre varios puntos de historia económica,
política y militar. Un volumen en 8.° Madrid en la imprenta Real,
1807. Primera cuestión, de la antigua industria, agricultura y
población de España. Segunda, de la invención y uso de la brújula.
Tercera, del descubrimiento y origen del mal venéreo y su
propagación en Europa desde fines del siglo XV. Cuarta, de la
invención de la pólvora y su primer uso en la guerra. Quinta, de
las trirremes de los antiguos. Sexta, de la clase y magnitud de los
bajeles de la edad media.


10.
Compendio histórico de la Real Academia de la Historia de Madrid:
precede al tomo primero de las Memorias de este cuerpo, impresas en
la oficina de Sancha, en cuatro tomos en 4.° mayor.


11.
Centinela contra franceses: un librito en 12.°, impreso y publicado
en Madrid por octubre de 1808. Cuando Napoleón ocupó a Madrid se la
hizo leer traducida al francés. Fue luego reimpresa en varias
ciudades de España, y ha corrido traducida en alemán, inglés y
portugués.


12.
Centinela de la patria: sin nombre de autor: impresa y publicada en
Cádiz periódicamente en números sueltos hasta el 5.° en 1810 en
la imprenta Real.


13.
Carta primera y segunda de un patriota disimulado en Sevilla, a un
antiguo amigo suyo domiciliado en Cádiz: en la imprenta Real en
1811.


14.
Manifiesto en respuesta al folleto intitulado: Contestación de D.
Manuel José Quintana a varios rumores y críticas etc.


15.
Cartas de Gonzalo de Ayora, que tratan de la guerra del Rosellón en
1503: publicadas la primera vez en Madrid en 1794, en la imprenta de
Sancha. Esta edición fue costeada por la Real Academia de la
Historia, en cuya biblioteca se guardaba el manuscrito original, y
promovida y propuesta por D. Antonio de Capmany, entonces su
secretario, quien cuidó de la corrección: trabajó la vida del
autor y otras noticias preliminares, y el vocabulario militar para la
inteligencia de la obra. Ni la Academia ni el secretario manifestaron
su nombre, contentándose con las iniciales de D. G V., esto es, D.
Gregorio Vázquez, escribiente del mismo Real Cuerpo.


16.
El diccionario geográfico de Echard: corregido, aumentado, o por
mejor decir, refundido: publicado en Madrid en 1783, a costa de la
Real Compañía de libreros, tres tomos en 4.°


17.
Compendio histórico de los soberanos de Europa: publicado en el
mismo año a costa de la expresada Compañía: dos tomos en 4.°


18.
Comentario joco-serio de la nueva traducción castellana de las
aventuras de Telémaco, que publicó D. José Covarrubias en Madrid
en 1797. El autor omitió su nombre con las iniciales A. C. por
decoro del mismo traductor. Es un cuaderno en 4.° de..... páginas,
en la imprenta de Sancha.


19.
En la obra intitulada: Epítome de las vidas de varones ilustres de
España, que por orden del gobierno se publicó con retratos en
Madrid en la imprenta Real y por cuadernos en folio máximo, tuvo el
dicho Capmany por encargo superior que continuar esta empresa, que
había quedado suspensa con la caída del conde de Florida-blanca,
primer secretario de Estado.


Los
epítomes cuya formación se debe a su pluma son los de los varones
siguientes: en el cuaderno 5.° los de Martín de Azpilcueta,
D. Luis de Góngora, D. Bernardino de Revolledo, Pedro Chacón.
- En el 6.° de D. Diego Saavedra Faxardo (Fajardo). - En el
7.° de Fray Luis de León. - En el 8.° del Maestro Juan de Ávila.
- En el 9.° de Antonio Pérez, D. Antonio Covarrubias y D. José Pellicer. - En el 10.° de Hernando de Alarcón, del Arzobispo D.Rodrigo, de Fr. Juan de Torquemada.
(No debe confundirse con el conocido inquisidor Tomás)


20.
Gritos de Madrid cautivo a los pueblos de España: un cuaderno en
8.°, impreso y publicado en Sevilla en la imprenta de Hidalgo, año
de 1803, después de haber emigrado de Madrid el autor.


Las
seis vidas del cuaderno 7.° del Epítome de las vidas de varones
ilustres de España, esto es, de Fray Luis de León, de D. Luis
Requesens, de Francisco Vallés, del Patriarca Ribera, de Bartolomé
Leonardo Argensola y de D. Juan de Palafox, extendidas por
D.
Manuel José Quintana, salieron corregidas, retocadas y aumentadas
por dicho Capmany por encargo y súplica de Don Juan Facundo
Caballero, entonces subdelegado de la Real imprenta, y fiscal de la
Renta de Correos.


22.
Es autor también de varias proclamas del Supremo gobierno, que sin
nombre de autor se publicaron el año pasado de 1810 en la imprenta
Real, como son: Días de Fernando VII. - Otra: A los pueblos de la
Mancha y Alcarria. - Otra: A los españoles vasallos de Fernando VII
en las Indias.


23.
En 1773. Contestación al papel: Los eruditos a la violeta (*).


(*)
En este catálogo, se hace caso omiso de los Discursos analíticos
etc. - Madrid 1776, de La vida del falso profeta Mahoma: 1792, y del
Arte de traducir etc. - 1776. - G. F.


Obras
manuscritas, hasta ahora inéditas por carecer de auxilios y de
proporciones para su impresión desde que emigró de Madrid en 4 de
diciembre de 1808.


1.
Filosofía de la elocuencia, aumentada, corregida, ilustrada, y en
una palabra, refundida enteramente: ocupará triple volumen del de la
primera edición de 1778. (Se imprimió en Londres en 1812, y se
vende en Cádiz y en Madrid.)


2.
Clave general de ortografía castellana: será un tomo en 8.°


3.
Plan de un diccionario de voces geográficas de España, dividido en
topográficas, corográficas, civiles, políticas, físicas, rurales,
hidráulicas, con una metódica nomenclatura.


4.
Diccionario fraseológico de la lengua francesa y española
comparadas. Será un tomo grueso en 4.°




4.°
Continúan
las obras inéditas que se hallaron a su muerte, y se entregaron a
sus herederos en Madrid.





5.
Colección de cartas escritas a varias personas. Empiezan desde el
año 1772, y son 48.


6.
Varios paquetes de octavas y cuartillas de papel que contienen cada
uno o más refranes ordenados por el abecedario, y son dos mil
trescientos veinte y dos.


7.
Ensayo de un diccionario portátil castellano y francés. Borrador.


8.
Artículos nuevos para un nuevo apéndice. Son de ganadería de lana.


9.
Apuntaciones para el diccionario filosófico de la lengua castellana.


10.
Plan alfabético de un diccionario de sinónimos castellanos. Son
1645.


11.
Diccionario de los nombres o voces con que se conocen las partes de
que se compone un barco, desde la A hasta la G.


12.
Pruebas de la filiación latina de la lengua castellana. Apuntes.


13.
Frases metafóricas y proverbiales de estilo común y familiar. Son
3644.
14. Reforma del diccionario galo-castellano, o Gramática
patriótica. Apuntes.


15.
Arte de la elocución castellana, y el estilo en general. Apuntes.


16.
Ensayos poéticos a que quiso dedicarse.
17. Colección de
seguidillas y tiranas.
18. Libertades del estilo poético.
Apuntes.


19.
Adiciones al Teatro histórico crítico de la elocuencia española
(*).


(*)
Esto prueba que Capmany conocía lo incompleto de su Teatro: defecto
que le han achacado el Sr. Galiano y el Sr. Milá - G. F.


20.
Cuestión. Observaciones sobre la arquitectura gótica (*).
* Es
muy probable que estas observaciones las incluyese Capmany en el tomo
3.° de sus Memorias históricas. - G. F.


21.
Extracto analítico de las leyes Rhodias.


22.
Noticias de los tribunales supremos, dignidades superiores, y otros
empleos de la corona dentro y fuera del continente. Divídese este
número en otros once.
Entre una infinidad de papeles que se
encontraron con referencia a la Academia de la Historia, de que fue
secretario, están los siguientes:


23.
Prólogo del tomo primero de Memorias, por Cornide: reformado por
Capmany.


24.
Expediente sobre la formación del diccionario histórico geográfico
de España.


25.
Censura del manuscrito titulado: Don César Sátiro.


26.
Discurso de gracias y entrada en la Real Academia en el año 1775.


27.
Varias censuras puestas de orden del Consejo a otras que remitía a
la Academia desde agosto de 1790 hasta enero de 1801.


28.
Introducción a la historia de Clemente Libertino.


29.
Estado de la literatura en España a mediados del siglo XVI.


30.
Catálogo de los autores de las ciencias diplomática y numismática.


31.
Idea de la cultura española: catálogo de los autores clásicos,
griegos y romanos, traducidos en lengua castellana desde el siglo XIV
al XVII.


Como
secretario de la Comisión superior de Cortes, nombrado por la Junta
Central, escribió los papeles siguientes:


32.
Informe político-histórico presentado a la Comisión superior de
Cortes.


33.
Espíritu de las opiniones varias de los autores de memorias sobre
Cortes, con notas de D. Antonio Capmany, presentado a la misma
Comisión.


34.
Práctica y estilo de celebrar cortes en el reino de Aragón etc.,
presentado a la misma.

35.
Su voto como vocal de la misma Junta superior de Cortes sobre la
admisión de la nobleza y clero en las Cortes (*).




(*)
Por este catálogo se ve que las obras inéditas de nuestro autor no
van en zaga a las publicadas, en importancia; llevándose la
preferencia los trabajos filológicos, como más análogos a su
talento analítico y minucioso. - G. F.




5.°


AL
REY NUESTRO SR. DON FERNANDO VII


EN
SUS DÍAS.


LA
NACIÓN.


Día
30 de mayo, ¡día memorable en el calendario de la iglesia y de la
patria! ¡día de luto у de júbilo por lo que padeces y por lo que
mereces, ínclito y desgraciado FERNANDO!
¡O nombre glorioso,
nombre grande, nombre de inmortal y feliz memoria para España! Son
atributos de este real nombre los excelsos títulos de Magno, de
Santo, y de Católico, que el valor y la virtud granjeó a tres
insignes príncipes tus progenitores, que con la espada y la justicia
restauraron, ampliaron y ensalzaron esta vasta monarquía, a cuyo
trono te destinó el cielo, y te llamó y aclamó nuestra universal
voluntad.


En
este día, en que los soldados del alevoso y cruel tirano de la
Europa que manchan nuestro sagrado territorio, mirarán con desprecio
tu corona, y harán público escarnio de tu púrpura y majestad: en
este mismo te saludan y te aclaman veinte y cuatro millones de
españoles en uno y otro hemisferio: hoy renuevan su amor y su
juramento de defender tus derechos, tu nombre augusto, y la libertad
y gloria de la patria. Tú nos mandas, FERNANDO, desde ese retiro de
tu cautiverio, sin usar de tu poder, de tu voz ni de tu pluma. Tú
callas, y te oímos lo que nos quieres decir. Tú eres ahora
invisible, y te vemos con los ojos de la compasión y del amor. Tú
reinas, y no imperas: tú estás cautivo, y nosotros somos siervos
tuyos. Eres rey de España y de las Indias, y lo serás mientras
vivas. Te han querido arrebatar la corona de tus padres, y te han
dado otra más gloriosa, la del martirio que padeces de no poder ver
de cerca los sacrificios de tus hijos.


Pero
consuélate, Príncipe amado, con saber que padecemos por ti, así
los que peleamos, como los que no podemos pelear en tu desagravio.
Consuélate y gloríate de que ningún soberano en el
continente tiene nación que le ame y le defienda sino tú: todos han
sido desamados o despreciados, porque ninguno ha sabido sostener su
propio honor, ni ha querido que sus súbditos sostuviesen el suyo.
Todos se han hecho esclavos del Gran Tirano sin esperar que los
cautive: ¡desdicha y miseria inaudita! Sólo tú reinas en los
corazones: nosotros pelearemos, y tú triunfarás. Llora, Fernando,
tu desventura, y no llores nuestros males, que el amor los hace
suaves, la justicia de la causa gloriosos, y nuestra fidelidad
honrosos.


Tu
memoria vivirá de generación en generación mientras haya hombres
que se llamen españoles. Patria y vasallos tienes en las cuatro
partes del mundo; en ellas reinarás, en ellas será adorado tu
nombre, y será ensalzado el de España entera. No desconfíes,
señor, de nuestro valor y constancia, cada día más firme cuanto
más sean los peligros y las adversidades. En estas se labran y se
prueban los hombres que trabajan por la común libertad: la fortaleza
es la virtud de los que sufren y vencen los trabajos. Perecerán los
animales, se asolarán nuestras casas, se yermarán los pueblos, se
secarán los campos, no nacerá yerba en ellos, y renacerá de las
cenizas de cada mártir de la patria un español armado de furor que
respirará venganza y sangre contra el impío y alevoso tirano.
Desnudo entonces, y a solas con la naturaleza, abrazará y besará a
la tierra que le dio el ser de español, y con animoso ruego le dirá:
dame aquel vigor y virtud que no niegas a los animales y a las
plantas, para que no me falte jamás el aliento y brío de hijo de
tan noble suelo.


Carecemos
del dulce consuelo de tu presencia, mas no de tu representación. Tu
soberana autoridad está depositada, con fé y unión indisoluble, en
el Consejo de Regencia, que representa tu Real Persona, y bajo de tu
sagrado nombre hoy rige felizmente el Estado, le repara, le sostiene
y le vuelve con nuevos esfuerzos y esperanzas el vigor perdido. Para
solemnizar este día establece hoy su silla y residencia en esta
invicta, poderosa y leal ciudad de Cádiz, delante del enemigo
insolente, para que el ruido de las salvas de artillería de la plaza
y de las escuadras, y al ver desplegadas al viento las insignias y
banderas de Fernando VII y de Jorge III, caros hermanos y aliados
eternos, abra sus sangrientos ojos, y se los tape de confusión y de
despecho.


Recibe,
Rey amado, el obsequio y veneración que te tributarán en este día
las dos naciones libres de la tierra, la española y la inglesa, que
desde hoy formarán una sola para defender su independencia, su
dignidad y su honor contra el enemigo de entrambas, monstruo y
deshonra de la humana naturaleza. - Por Don Antonio de Capmany.


Cádiz
30 de mayo de 1810. (*)


(*)
Si es mal prisma el presente para juzgar el pasado, no podemos
censurar sin injusticia el tierno entusiasmo que excitaba Fernando
VII durante la revolución nacional por antonomasia. He aquí por qué
me parece muy dulce y patética la idea de dar la nación los días a
su cautivo monarca. La producción transcrita, aparte de alguna
antítesis rebuscada y de alguna reminiscencia retórica, está llena
de ternura casi paternal. Duele recordar lo desgraciado que ha sido
el pueblo español en sus idolatrías. - G. F.



IV.


Un
crítico autorizado, si bien algo pesimista, Don Antonio Alcalá Galiano, dice, hablando de Capmany, en su Historia de la literatura española, francesa, inglesa e italiana en el siglo XVIII: «Capmany
dio en presumir de purista, y aun se arrepintió de haberlo sido poco
en sus primeras obras, dedicándose en sus últimos días con
particular empeño a combatir la corrupción introducida en el idioma
castellano. Para esta empresa tenía no pocos conocimientos; pero
carecía de disposición natural para poner en práctica lo que
recomendaba. Siendo catalán, y habiendo aprendido a hablar y aun a
pensar en su dialecto lemosino, manejaba en cierto modo como
extranjero el lenguaje castellano, de lo cual se seguía ser
escabroso en su estilo y nada fácil en su dicción. Este juicio se
presta a algunas observaciones que no creo inoportunas.


Prescindiendo
de algunos desmañados defensores de la antigua dicción castellana,
cuya exaltada parcialidad, lejos de favorecer a la causa que
sostenían la echaba a perder; débese a los que se dio en llamar
puristas, la conservación de nuestro idioma. ¿A qué extremo de
vilipendio no hubiera llegado la lengua española, sin el loable
esfuerzo de los pocos escritores castizos del siglo pasado y
comienzos del presente? Lejos, pues, de merecer calificaciones
desdeñosas los que se empeñaron en sostener los fueros de la pureza
indígena del habla castellana, dignos son, al contrario, de
recordación agradecida y fervoroso aplauso. Nuestro Capmany, si
alguna vez se dejó llevar de carrera por su buen celo, si por aquel
acendrado españolismo suyo anduvo en varias ocasiones sobrado,
conoció los verdaderos intereses de la causa que tan vigorosamente
defendía. En las Observaciones críticas sobre la excelencia de la
lengua castellana que preceden a su Teatro histórico-crítico dice
categóricamente: «Adonde este (nuestro idioma) no alcance,
adóptense voces nuevas, enhorabuena.» Lo que hacía salir de quicios a Capmany no era la introducción de aquellos vocablos
(generalmente técnicos o facultativos) de que nuestra lengua carece,
sino el que se mendigase de los idiomas extranjeros lo que el nuestro
posee en abundancia. Cierto que fuera empeño asaz ridículo preferir
prolijas e inexactas redundancias, a la adopción urgente de voces
expresivas de adelantos científicos, industriales y comerciales que
nuestra civilización naciente no ha inventado todavía; pero no es
menos cierto que indigna e indignará siempre a todo buen español el
ver como se menosprecia estúpidamente ese tesoro riquísimo, inmenso
e inagotable que se llama: romance castellano.


En
cuanto al estilo de Capmany, si bien no se recomienda por la
regularidad artificiosa, es fruto espontáneo y robusto de su
pensamiento, y esto hace su más completo elogio. Si a su dicción le
falta armonía, le sobra nervio; y bueno es advertir que la primera
cualidad, lo es secundaria del estilo; y la segunda deriva
inmediatamente de la fuerza del pensar o del sentir. Un escritor
fríamente armonioso halaga el oído con sus frases rotundas, pero
también suele conciliar muy regaladamente el sueño. El Sr. Galiano,
con su acostumbrada y magistral imperturbabilidad, asegura que la
dicción de Capmany era nada fácil. Lo que faltaba afortunadamente a
nuestro autor era aquella facilidad agradable, que no pocas veces
raya en hueca verbosidad. Por lo que atañe a si pudo influir en la
dicción de Capmany el país en donde nació, sírvale esta
circunstancia de mérito, no de excusa: pues tiene muy subido el
primero, y de la segunda no necesita. Creo del caso recordar, con el
debido respeto, al Sr. Alcalá Galiano, que si bien Capmany aprendió
a hablar y aun a pensar en su dialecto lemosino (vulgarmente
llamado
lengua lemosina), su permanencia en la
corte por espacio de 35 años, sus largos viajes por el interior de
España, su constante y tenaz estudio de los clásicos y su eminente
sagacidad filológica, bastan y sobran para vencer una «falta de
disposición natural» que pongo muy en duda, con perdón sea dicho
del Sr. Alcalá Galiano. De lo contrario sería preciso confesar que
el «arte de escribir bien el castellano» es un don infuso, o una
gracia gratis data. - G. F.


V.


He
tenido ocasión de ver el Prospecto del Teatro histórico crítico de
la elocuencia castellana; notable por la manera solemne y casi
oficial con que empieza. Dice así:


D.
Antonio de Capmany, individuo del número de la Real Academia de la
Historia y Honorario de la de Buenas Letras de Sevilla y Barcelona,
deseoso de dar a los extranjeros y a sus patricios una general y
perfecta idea de la abundancia, hermosura, majestad y armonía de la
lengua castellana, presentándoles excelentes modelos de la mejor
elocución prosaica en todos los géneros de estilo, ofrece al
público, bajo el título de Teatro histórico-critico de la
elocuencia castellana, una copiosa colección de pedazos escogidos de
las obras, discursos, o tratados más acreditados de los escritores
españoles que florecieron con mayor celebridad en el transcurso de
cuatro siglos desde el XIII hasta concluido el XVII. El plan de la
presente obra que hasta hoy parece no ha sido ni deseada, ni
prometida, ni cumplida por ningún amante de la literatura española,
comprende tres épocas principales, que son las tres edades del
romance castellano por orden de reinados. Todas las muestras que se
presentan anteriores a los Reyes Católicos, más pertenecen a la
historia crítica del idioma castellano, que a la enseñanza del
perfecto lenguaje para nuestra imitación. Desde aquel glorioso
reinado hasta principios de este siglo, se manifiestan los progresos,
la perfección y la decadencia del estilo, de la lengua y del gusto
entre nosotros con muestras entresacadas de cuarenta y cinco Autores,
los más señalados que reconoce la nación; cuya lectura y estudio,
facilitados por medio de una discreta e imparcial elección de los
más dignos trozos de sus escritos, podrá contribuir a la
restauración de la verdadera locución castellana, tan desfigurada
en estos últimos tiempos con pésimas traducciones; al crédito de
los mismos escritores antiguos, hoy tan poco conocidos y leídos no
sólo de los extraños, mas aun de los mismos nacionales; y a la
propagación de nuestro idioma en los países extranjeros, puesto que
primero los Ingleses y últimamente los Franceses en el nuevo
establecimiento de su Museo público en París, el año pasado de
1784, han manifestado particular afición al estudio de esta
nobilísima lengua que en el siglo XV fue codiciada como adorno de
moda entre sus cultos cortesanos. Esta colección se dividirá en
cinco tomos en 8.° de grueso volumen; los cuatro últimos contendrán
los autores desde el reinado de Carlos I hasta el de Carlos II; y en
el primero se colocarán las muestras de los mejores escritos de los
siglos precedentes, hasta subir a la primitiva infancia del romance
castellano, que empezó a mostrar alguna armonía, gracia y gravedad
cuando las demás lenguas vulgares de la Europa aún no habían
salido de su grosera rusticidad. Precederá a toda la obra un
Discurso preliminar, en que se persuade la necesidad de buenos
modelos del estilo prosaico para adquirir y conservar el perfecto
lenguaje castellano; y la preferencia de la prosa sobre la poesía
para llegar a este fin. Se señalan las causas porque nuestros
insignes escritores antiguos no son conocidos ni leídos; el juicio
que se debe hacer del mérito de ellos en las diferentes épocas; los
defectos y el gusto que han reinado en nuestra prosa en cada siglo.
Trátase después del modo de aprovecharnos de los mejores escritos
de nuestros autores; desde qué época estos deben proponerse por
modelos de buen lenguaje, y cuáles son los más sobresalientes; de
las causas de los pocos progresos que ha hecho la elocuencia civil
entre nosotros; del atraso que casi siempre hemos padecido en la
elocuencia del púlpito, y de sus causas; del renacimiento, progreso
y declinación de este género de literatura en las demás naciones
modernas, en comparación con la española. Por último concluye un
análisis crítico e histórico de la formación, perfección y
decadencia de la lengua española, comparando su riqueza, hermosura,
dulzura e índole excelente, para todos los estilos y materias, con
las calidades que acompañan a los demás idiomas vivos de Europa. Al
fin de cada edad del romance se pondrá un vocabulario de las voces
desconocidas, anticuadas o desusadas que se leen en las varias
muestras de los Autores antiguos para instrucción de los lectores. A
los tratados o discursos escogidos de cada autor, precederá una
noticia de su vida y escritos, con el juicio de su mérito en orden a
la elocución y al estilo.


El
autor dará esta obra al público por suscripción en los términos
siguientes: Los cinco tomos en 8.° de marca mayor, de letra e
impresión escogida de la Imprenta Real, se entregarán a la rústica
a los sujetos que anticipen setenta reales vellón, a razón de
catorce por cada tomo, en la librería de D. Valentín Francés en
esta corte calle de las Carretas, y en la de Francisco Rivas en
Barcelona plaza de San Jaime: de quienes recibirán el
correspondiente resguardo impreso para recoger la obra al tiempo de
sus entregas, que se verificarán en lo que queda del presente año
hasta julio del siguiente: previniéndose que los que no hayan
subscrito en el término de tres meses desde I.° de julio próximo
dentro de España, y de cinco en los países extranjeros, pagarán
por la obra, al fin de su total impresión, noventa reales vellón,
que será su precio venal a la rústica.
El Exmo. Sr. Conde de
Floridablanca, enterado del mérito de esta obra, y bien persuadido
de su importancia y utilidad, ha querido dar un nuevo ejemplo de su
amor a las letras y gloria de su nación, tomando el primer lugar en
el catálogo de los subscriptores, que se imprimirá en el tomo
primero.


VI.


En
el tomo primero, parte tercera de las Memorias, reproduce Capmany los
argumentos en pro de las corporaciones gremiales que contiene su
Discurso económico-político publicado en 1778, bajo el pseudónimo
de D. Ramón Miguel Palacio.


El
trabajo mecánico que la batalladora Esparta relegó a la raza
embrutecida de los ilotas, y que Roma juzgó siempre incompatible con
sus preciados derechos de ciudadanía, vegetó en la más humillante
oscuridad, objeto de odiosas vejaciones; hasta que la riqueza
mobiliaria de la clase media empezó a competir con la riqueza
territorial de la aristocracia. Los reyes vieron entonces con placer
el naciente poderío de la clase manufacturera, que debía servir de
contrapeso a la nobleza mal domeñada, insaciable monopolizadora de
franquicias y ocasionada siempre a turbulentas usurpaciones. San
Luis, sabiendo que vis unita fortior, y tomando ejemplo de las
ciudades populares de Italia, hizo redactar a Esteban Boyleau los
Establecimientos de París, que comunicaron vida legal a las
comunicaciones obreras. Popularizóse entonces la organización
jerárquica de los trabajadores bajo el régimen de los cuerpos
gremiales. Pero como sea fatalidad inevitable de las instituciones
humanas descastarse lastimosamente cuando se personifican, poco a
poco el monopolio y la tiranía se entronizaron en los talleres, y se
cometieron abusos escandalosos. El ilustre Blanqui cita dos hechos
que parecen increíbles. En Ruan, el que no hubiese sido aprendiz por
espacio de un quiennio y oficial por espacio de otro, debía cursar
otra vez el aprendizaje para entrar en los gremios de París y de
Burdeos, «exigencia tan absurda,- dice el mencionado escritor, -
como la que obligase a un oficial a convertirse en soldado para
cambiar de regimiento.» En Inglaterra la ley castigaba con pena
capital al artesano que abandonaba su país, aunque hubiese en él
falta de trabajo.


Estos
abusos movieron a algunos Gobiernos a abolir un sistema industrial
tan decantado en su nacimiento y cuyo arraigado planteamiento tantos
beneficios produjo. La Toscana vio abolidos los gremios por dos
edictos de 1.° y 3 de febrero de 1770, confirmados nuevamente con
otro de 25 de noviembre de 1775. Mr. Turgot destruyó de un golpe el
sistema gremial por las letras patentes de 12 de febrero de 1776. La
caída del ilustre ministro lo restableció de nuevo, pero la
revolución y el Imperio lo borraron completamente. En España
quedaron definitivamente abolidas las corporaciones gremiales con el
decreto de Cortes de 8 de junio de 1813 que establece:


Art.
1. Todos los españoles y extranjeros avecindados, o que se avecinden
en los pueblos de la monarquía, podrán libremente establecer las
fábricas o artefactos de cualquiera clase que les acomode, sin
necesidad de permiso ni licencia, con tal que se sujeten a las reglas
de policía adoptadas o que se adopten para la salubridad. Art. 2.°
También podrán ejercer libremente cualquiera industria u oficio
útil, sin necesidad de examen, título o incorporación a los
gremios respectivos, cuyas ordenanzas se derogan en esta parte.”


Las
ventajas incontrovertibles que produce el sistema gremial, son las
siguientes:


I.a
Comunicar dignidad y nobleza al trabajo.
2.a
Nacionalizarlo.
3.a Fomentar las buenas costumbres de
los artesanos.
4.a Suplir y simplificar la acción
gubernativa.


5.
a Impedir la adulteración y falsificación de las
manufacturas.


Capmany,
al reproducir y parafrasear estas ventajas que el vulgo de los
economistas, que pudiéramos llamar conservadores, reconoce y
pondera, ha refutado muy de ligero las objeciones poderosas que otros
economistas ilustres han hecho a la organización gremial. Tales son:


1.a
El feudalismo de taller.
2. a El monopolio.
3.
a El enervamiento de las capacidades precoces.


He
aquí el motivo por qué el sistema de defensa seguido por Capmany
carece de relevante importancia científica. Hubiérala tenido
incuestionable si, no ceñido a una peroración animada en favor de
los gremios, hubiese reconocido inconvenientes innegables
anatematizados por la conciencia pública y por el buen sentido. Una
defensa, por razonada que sea, pierde mucha parte de su valía si
cierra los ojos a hechos consumados. Para solventar
satisfactoriamente el importantísimo problema de los gremios, es
ante todo necesario, en mi humilde concepto, examinar con
detenimiento concienzudo las bases fundamentales de aquella
organización, y deslindar los vicios esencialmente orgánicos de los
abusos puramente locales. Por fin: la verdadera incógnita de esta
ecuación es el medio de armonizar el sistema de los gremios con el
espíritu de cuerda libertad industrial, quitando al antiguo régimen
lo que tenía de opresor y tiránico, y moderando la fuerza expansiva
del moderno. Por otra parte, si bien han caducado las ventajas
sociales del sistema gremial, que fueron el objeto originario de su
institución, preciso es no ser ingratos con los beneficios inmensos
que reportó, ni desconocer la necesidad palpitante de regularizar y
encarrilar por buen camino las aspiraciones y necesidades de
sociabilidad de la clase trabajadora. - G. F.



VII.


El
Excmo. Sr. D. José Caveda en su Discurso sobre el desarrollo de los
estudios históricos en España desde el reinado de Felipe V hasta el
de Fernando VII, leído en sesión pública en la Real Academia de la
Historia el 18 de Abril de 1854 emite el siguiente juicio sobre las
Memorias históricas:


«No
son ya objeto de las investigaciones del autor, ni las guerras y
conquistas, ni la serie de los reyes ni aquellos acontecimientos
brillantes que deslumbran y fascinan sin ejercer influencia alguna en
el destino de las naciones. La vida entera de un pueblo; el
desarrollo de su riqueza y su cultura, de su industria y su comercio;
el espíritu que le alienta, y vigoriza, y le hace laborioso y
emprendedor; las causas y los resultados de sus empresas 
marítimas
y de las negociaciones que le ponen en contacto con los países más
cultos y apartados de la tierra, presentan a Capmany un cuadro más
filosófico, más consolador, más fecundo también en provechosas
enseñanzas. Comprende que es necesario indagar los elementos de la
civilización y la estructura de la sociedad que sabe desarrollarla;
que mayor bien procurará el escritor con el examen de la prosperidad
emanada de las luces y el trabajo, que con la pomposa narración de
muchos hechos brillantes y ruidosos, pero estériles en resultados
útiles, y primero a propósito para halagar la fantasía, que para
esclarecer el entendimiento. Esta convicción le obliga a separarse
de la senda trillada por sus antecesores; a buscar en los antiguos
pergaminos de nuestros archivos, los datos que ellos despreciaron por
humildes y vulgares; a reconocer en su conjunto y en mil
circunstancias en que no reparó el anticuario, la fisonomía de la
ciudad de la edad media que se propone reanimar, devolviéndole la
vida, los talleres y las fábricas, las flotas y las negociaciones
que realzaron su nombre y su fortuna.”


VIII.


«Como
los tratados que se han publicado hasta ahora, - dice Sempere, -
abundan más de preceptos que de buenos ejemplos analizados, los
cuales hacen sentir más bien la fuerza de la elocuencia que las
reglas estériles y secas con que regularmente se suele cargar la
memoria sin ejercitar el juicio, el Sr. Capmany se propuso dar una
retórica filosófica en la cual se trata más por principios que por
definiciones ni reglas, el arte de persuadir y de ejercitar los
afectos.»


IX.


Publicó
Capmany esta obra bajo nombre supuesto, no juzgando conveniente
descubrir el suyo verdadero hasta que lo reveló en sus Memorias
históricas, tomo primero, parte tercera, como es de ver en la nota
siguiente:


«Como
aquí se repiten, dice, muchos pensamientos frecuentísimos en un
escrito publicado en 1778 en la imprenta de Sancha con el título de
Discurso económico-político etc..., por D. Ramón Miguel Palacio;
el autor de estas Memorias, temiendo la nota de plagiario grosero,
advierte que debiendo tocar la misma materia en este lugar, no podía
dejar de adoptar mucha parte de las ideas de aquel escrito, en cuya
publicación tuvo entonces por conveniente ocultar su nombre.”


X.


En
la obra titulada: Espíritu de los mejores diarios literarios que se
publican en Europa, número 97 y 98, se copió el juicio de los
diaristas de Roma acerca de las Ordenanzas de las armadas navales de
la Corona de Aragón y de los Antiguos Tratados de paz y alianza.
Dice así:


«Todo
lo que recuerda la antigua gloria de las naciones y los medios de que
se valieron para adquirirla, merece sin duda alguna la atención del
público ilustrado. Este siempre corresponde con elogios y estimación
al celo de los autores que, sacando del olvido los ramos más
importantes de la legislación civil y militar, nos presentan en
compendio las causas del engrandecimiento y decadencia de los
pueblos. Tal es la obra que anunciamos, la que, aunque al parecer
sólo mira a la España, sin embargo, no por eso deja de ser digna de
la atención de los sabios, de los filósofos y de los militares de
Europa. Los primeros hallarán en ella muchas noticias sobre el modo
de armar y de tripular los navíos, entre el ataque y la defensa, en
los tiempos antiguos; sobre el estado de las artes relativas a la
marina, y sobre otros objetos que tienen conexión esencial con la
historia, o que pueden interesar a toda clase de lectores. Los
filósofos podrán discurrir tanto sobre las opiniones que reinaron
en aquella sazón, como sobre las ideas que se tenían del valor, del
pundonor y del heroísmo militar; de cuyas reflexiones podrán sacar
consecuencias no poco útiles para el conocimiento del hombre. Los
militares, y en particular los empleados o que tienen algún destino
en la marina podrán ilustrarse comparando el antiguo sistema de la
legislación de marina con el actual, hoy en que la mayor parte de
las potencias europeas se esfuerzan más en perfeccionar, y otras en
crear su marina.


La
nación española debe estar sumamente agradecida a D. Antonio de
Capmany por haber publicado un monumento tan precioso de la
industria, de la sagacidad y del valor de sus mayores, monumento que
haría honor al siglo más ilustrado, y que asombra al considerar que
estas Ordenanzas se publicaron en el año de 1354. Jamás hemos sido
del parecer de muchos de nuestros escritores que, poco versados en la
historia literaria de España, dieron una idea no muy ventajosa de
sus luces; y por lo mismo tenemos especial gusto en referir en
nuestros papeles con la mayor imparcialidad cuanto podemos adquirir
sobre la literatura española.


En
caso de que tuviéramos una idea poco favorable de las luces de los
españoles (no nos avergonzaríamos de decirlo), bastaría esta obra
para que mudáramos de opinión; y a la verdad, ¿no nos manifiesta
con evidencia que la España fue la que formó una colección tan
preciosa, tan justa y análoga a las circunstancias del tiempo, que
entre las naciones más famosas no hay una sola que pueda gloriarse
de haber dado otra mejor?
Si por los efectos hemos de juzgar de
las causas, es preciso confesar que fue muy grande el mérito de
dicha colección, pues produjo en las tropas aragonesas aquella
exacta disciplina, aquel valor intrépido y guerrero que hizo tan
respetable su pabellón en todo el mediterráneo, con el que
derrotaron varias veces las armadas de los genoveses y venecianos,
sujetaron a las Baleares, conquistaron la Córcega y la Cerdeña, se
apoderaron de la Sicilia, hicieron amistad con los sultanes del
Egipto; y, finalmente, contuvieron a esas potencias berberiscas que
hoy son el azote de los cristianos.


No
es fácil extractar esta colección porque se reduce a 34 ordenanzas
o capítulos, que 
tienen
por objeto las obligaciones del general y de los subalternos, la
disciplina, la subordinación y la conducta de los soldados, tanto en
la navegación como en los combates. También se hallan en ellas las
leyes penales relativas a los que en las expediciones faltasen a su
deber, y es tal su severidad que parece se hicieron para una clase de
hombres diferentes de la nuestra. El general Bernardo Cabrera, que
por orden de Pedro IV formó este código, sin duda alguna estuvo
íntimamente convencido de la opinión de uno de los más célebres
filósofos de este tiempo sobre la fuerza de la educación, es decir,
sobre que «se hallan en nosotros ciertos rencores que para hacer
prodigios sólo necesitan que los mueva un sabio legislador.» Y en
efecto: ¿Qué dirían nuestros generales si se les prescribiera este
precepto: pero si el enemigo llegase a apoderarse de su galera,
deberá retirarse al lugar en que se halla la bandera, para
defenderla o morir cerca de ella? Luego para el general no había
medio entre desconfiar de la victoria y morir, y. si el comandante de
una expedición había de cumplir con tan estrechas obligaciones
¿merecerán más indulgencia los subalternos? Los capitanes que
cometían algún delito, eran, como los soldados, arrastrados con
ignominia, sin que pudiesen los cobardes alegar por excusa la
superioridad del enemigo, ni los contratiempos del mar. En el
capítulo XXIV se manda expresamente que dos galeras se batan con
tres del enemigo; tres contra cuatro y contra siete, imponiendo pena
de muerte al capitán que contraviniese a esta disposición. Los que
quieran formarse una idea exacta de la obra, podrán leerla sin
omitir la introducción juiciosa del Editor: en ella hallarán con
qué espíritu filosófico, con qué nervio expone dichas Ordenanzas,
y muy bellas reflexiones sobre la disciplina militar y sobre otros
puntos relativos a las Ordenanzas que publica. El Sr. Capmany acaba
la obra comparando las ordenanzas navales de la Gran Bretaña, que
van insertas, traducidas del inglés al español, con las de los
aragoneses, como en otro tiempo comparó Robertson en su Historia de
Carlos V las dos constituciones políticas de uno y otro pueblo. Si
fuera permitido formar juicios de comparación entre ciertos objetos,
diríamos que en ambas reina un mismo espíritu; que las segundas se
parecen a las primeras por el pequeño número de preceptos, por su
laconismo, por la conformidad de las penas impuestas a los capitanes
acusados de cobardía, y, finalmente, por su energía y precisión,
cualidades esenciales para la excelencia de las leyes. En cuanto a
las Ordenanzas de Aragón añadiremos que infundían valor con más
sencillez y menos estorbos; que presentaban al pundonor como el móvil
del valor, y que mandaban que no se saliese de los combates sino con
la victoria; dejando a la industria y valor de cada uno los medios de
triunfar del enemigo.


El
infatigable Capmany ha publicado varias obras que han merecido el
aprecio de sus paisanos. Sería de desear que algunos de los
españoles ilustrados establecidos en Italia las tradujeran; tanto
por la utilidad que resultaría a nuestra literatura, como para
engrandecer la esfera de nuestros conocimientos. Acabamos de recibir
otra obra muy apreciable de dicho autor que contiene los tratados
antiguos de paz y de alianza entre varios reyes de Aragón y muchos
príncipes de Asia y África, desde el siglo XIII hasta el XV. En
ellos se ve el poder de aquellos monarcas españoles, cuya amistad y
protección buscaban a porfía los príncipes berberiscos, para lo
cual pasaban a Barcelona con este motivo. No podemos menos de elogiar
la sabia conducta de Carlos III, que actualmente reina, entre cuyas
acciones memorables admirará la posteridad la paz concluida con los
musulmanes. La humanidad, la filosofía, la religión y la política,
aguardaban desde mucho tiempo un hecho tan glorioso, el que siempre
será una prueba de la mayor ilustración del gabinete de Madrid, al
mismo tiempo que asegura, o, a lo menos, prepara un nuevo sistema de
paz entre los dos hemisferios. ¡Ojalá sirva este ejemplo de modelo
a los demás de Europa! ¡Ojalá pueda algún día nuestra Italia,
hasta cuyas costas llegan los beneficios de Carlos III, deber a un
rey tan grande la perfecta seguridad de su comercio y de su
navegación!»
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