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martes, 26 de octubre de 2021

X. UNA AGALLA DE CIPRÉS.

X.

UNA AGALLA DE CIPRÉS. 

X.  UNA AGALLA DE CIPRÉS.


Dale que dale! Malditas sean las campanas, y el primero que fundió bronce para construirlas. 

- Buen badajo hubiera hecho en la famosa de Huesca el bárbaro de cuya mollera salió tal engendro. 

- Dichosa Stambul! quién pudiera enviarte un cargamento de nuestros campanarios en cambio de una remesa de tus serrallos

- Con sus odaliscas y todo. 

- Esto se da por sobreentendido, Alfredo. Brava especulación fuera si nos llegasen vacíos. 

- Dale! Pues señor, esta noche no hay que esperar interrupción, ni treguas, ni intermitencia, ni pausa, ni... 

- Música más deliciosa! Ni el gong de los chinos. Apuesto mis orejas a que las de Midas serían incapaces de resistirla.

- Ello es que no existe mal alguno que no lleve entreverado algún bien de más o menos cuantía. En la actualidad pudiéramos exclamar: Bienaventurados los sordos

- (Porque ellos no oirán majaderías,) dijo para sus adentros uno que fuera del corro estaba oyendo la conversación. 

- Lo que es. Hoy por hoy tomaría con las dos manos una sordera, como si dijéramos, provisional o interina. 

- Y aunque fuese dando dinero encima, añadió Alfredo. 

- Por mi parte me contentaría de poder cerrar mis oídos con siete candados. 

- Pues hay más que atiborrarlos de algodón, o tapiarlos con cera como los compañeros de Ulises

- Si tanto pudo en ellos el riesgo de las sirenas, qué no haría la realidad de ese atroz campaneo

- Estoy por las sirenas: vengan estas, y abajo las campanas

Merced a estos y otros insípidos chistes, con visos y pretensiones de epigramáticos, mataban el tiempo tres o cuatro mozalbetes sentados alrededor de una mesita, cubierta de tazas vacías y frascos de diversos licores, mientras el melancólico tañido de todas las campanas, como un coro de estentóreas voces, hacía un simultáneo llamamiento a la piedad de los fieles excitándoles a rogar por las almas de sus antepasados. Sucedía esto la víspera del día de difuntos; razón por la cual tan escasamente concurrido se hallaba aquel café, que fuera de los jóvenes indicados no había en el salón más que un caballero algo maduro ocupando la mesa inmediata. Parroquiano indefectible, abonado a prueba de vientos y de lluvias, de truenos y de relámpagos, cotidiano como el pan, y callado como un turco, era tan puntual en sus horas de entrar y salir del café, que habiéndolo observado uno de los concurrentes dijo: Este hombre es un reloj. - De arena, añadió Alfredo, y desde entonces con este mote solían designarle. Porque si bien los rasgos de su noble al par que severa fisonomía eran suficiente aguijón de la curiosidad, poca cosa acerca de él se había averiguado. La inventiva de los ociosos acumulaba suposiciones que al fin y al cabo venían a tierra como faltas de solidez y fundamento. Lo único que se sabía era que todas las mañanas acudía a la misma iglesia, todas las tardes al mismo solitario paseo, y al cerrar de la noche se le veía un rato en el café, donde sentado en el mismo puesto, pedía la misma taza y copa, y entre sorbo y sorbo fumaba un rico habano, sin trabar relaciones con nadie ni mezclarse en conversación alguna. Inferíase de aquí que era un hombre excéntrico y huraño con sus puntas de insociable, exacto como un instrumento de matemáticas, y metódico como un tratado de filosofía. Por lo demás la gallardía de su persona, la viveza y expresión de su mirada, y los marcados lineamientos de sus facciones, singularmente provistas de una belleza varonil, daban claro a entender que en sus mocedades estuvo dotado de pasiones vivísimas, sostenidas por el vigor de su carácter, por los atractivos de su figura, y por la fogosidad y energía de su temperamento. 

Sentado con cierta negligencia en el ángulo más retirado del café, y medio envuelto en la azulada gasa que tejían las sucesivas espirales del humo de su cigarro, no perdía sílaba de la conversación que los jóvenes, sin recatarse de él, continuaban a sus anchuras. 

- Sabéis, exclamó uno, que si ahora tuviese a mano un clerizonte, con una sencilla pregunta iba a meterle en calzas prietas? De qué diablos puede aprovechar a los muertos el romper de este modo la cabeza a los vivos? 

- Y sabe V. ya, de qué puede aprovechar a los vivos cuanto les traiga a la memoria el recuerdo de los muertos

Esta brusca interpelación con que el desconocido, sin preámbulo alguno, se entrometía en el coloquio, cosa tan ajena de sus costumbres y de la cual ningún otro ejemplo se conocía, causó tal extrañeza en aquellos jóvenes, que se quedaron como cortados y mirándose unos a otros, sin saber con qué términos ni en qué tono responder a ella. 

- Caballero, balbuceó el interpelado al cabo de algunos momentos. 

- Supongo que no van a ofenderse Vds. de la libertad que me he tomado. 

- De ningún modo. Es V. muy dueño, replicó el primero ya más animado; pero no podrá menos de convenir con nosotros que es muy cargante, muy destemplada, muy fastidiosa la serenata que nos están dando. 

- A no ser que le parezca a V. música celestial por serlo de tejas arriba? añadió otro de los interlocutores. 

- Es música que si no halaga los oídos despierta los afectos. ¡Cuántas sonatas de célebres maestros aspiran en valde a lograr tal resultado! 

- Perdóneme V. la franqueza, saltó Alfredo, que era el que más presumía de chistoso. ¿Es V. por ventura fundidor o sacristán? 

- Ni lo uno ni lo otro, respondió el desconocido con una amable sonrisa que dio más alas a sus contendientes. 

- Pues no siéndolo es extraño que se haga V. el abogado de las campanas. 

- Y no sólo de las campanas sino de las funestas ideas que excita su clamoreo. ¿Le parece a V. que tan de sobra están en la vida los ratos alegres para que todavía hayan de buscarse medios artificiales de entristecernos? 

De los pueblos cultos deberían desterrarse, a mi entender, todas estas cosas que producen sensaciones repugnantes. ¡Qué afán de contrariar las leyes de la naturaleza, en una época en que la civilización, la ciencia, las artes y la industria se muestran tan solícitas para complacerla! 

- Ya sé que la ciencia echa mano a todos sus recursos para prolongar la vida, y la civilización trata de alejar cuanto sea posible el pensamiento de la muerte; pero es preciso confesar que la muerte se está burlando de la civilización y de la ciencia. 

- Pues entonces, dijo otro de los jóvenes; no hay más sino que cada quisque tenga al canto un monaguillo que le susurre al oído el Hermano morir tenemos de los trapenses. 

Cuando el señor llegue a ministro va a echarnos un proyecto de ley para que todo hijo de vecino cave su sepultura en el jardín, o construya un sarcófago en el desván de su casa. 

- Paréceme que el asunto no se presta tanto a las bromas. Las campanas con su lenguaje simbólico...

- Para lenguaje simbólico el de un reloj de arena. 

A esta inesperada ocurrencia de Alfredo respondió una estrepitosa carcajada de sus compañeros, quienes trataron luego de reprimirla para que no se trasluciera su maliciosa descortesía. 

- No comprendo esta hilaridad, porque de veras no atino con el chiste, continuó después de una breve pausa el desconocido. Decía que las campanas, el reloj de arena, ya que el señor lo ha indicado, y mil otras cosas, quizás pequeñas y de ningún momento, por los usos a que la tradición las ha consagrado, por las aplicaciones que de ellas ha hecho la sociedad, por lo que han intervenido en las alegorías de los poetas, por lo que representan, por lo que recuerdan, en fin por la sola ley de asociación de las ideas, están dotadas de un lenguaje simbólico en que muchas veces no paramos la atención por lo mismo que es vulgar y conocido. Y ya que tocamos esta materia, si Vds. me lo permiten... 

- Caballero, si V. se propone echarnos un sermón nada diré en cuanto al tiempo; pero en cuanto al lugar me permitirá V. la observación de que es muy poco a propósito. 

- No me creo autorizado para tanto, ni he de caer en la inconveniencia de trasformar en púlpito una mesa de café. Me limitaba a referir una historia

- Una historia! esto es otra cosa, exclamaron todos a la vez. 

- Sin duda será una historia propia de este día, lúgubre, romántica,  espasmódica, horripilante. (nota: varios textos de Tomás Aguiló son del romanticismo. Hay muchos autores españoles y extranjeros representantes de esta época literaria o este movimiento literario; citaré sólo dos: Gustavo Adolfo Bécquer, Edgar Allan Poe. Pueden comparar sus escritos, tanto prosa como poesía, con los textos de este libro.)

Edgar Allan Poe, corv, chapurriau


- Una historia de aparecidos, con sus llamas de fósforo y su ruido de cadenas

- Vamos a tener el Convidado de piedra con veinte y cuatro horas de anticipación.

- Nada de todo esto: es una historia más sencilla y más moderna. 

- Mejor que mejor, atención amigos. 

Y encendiendo todos un nuevo puro se pusieron a escuchar con religiosa atención. 

Yo... dijo el desconocido, y deteniéndose un breve rato como para coordinar sus ideas, volvió a decir: Yo tenía un amigo, un amigo intimo, de cuya veracidad estoy tan seguro que me atreviera a prestar un juramento sobre su palabra, con el mismo descanso con que lo prestaría apoyado en el testimonio de mis ojos. Ni su nombre, ni su patria hacen al caso: llamémosle Federico, que lo mismo da este nombre que otro cualquiera. Hallábase en la flor de su juventud, envidiado de muchos, y viendo a muy pocos sobre quienes pudiese recaer su envidia. Pródiga con él había andado la naturaleza, y su brillante posición en la sociedad no le dejaba razón alguna de quejarse. Mozo, rico, de gallarda apostura y no vulgar despejo, reunía todas las prendas que hacen agradable el comercio de los hombres y cautivan la atención del otro sexo. En el concepto del mundo rayaba en el apogeo de la felicidad humana. Dotado de un corazón inflamable con suma facilidad y no menor vehemencia, recorría los senderos floridos del amor, cogiendo cuantas rosas lisonjeaban su vanidad o estimulaban su codicia, sin que se lo estorbasen miramientos humanos ni respetos de más elevada jerarquía. Su fuerza de voluntad, impulsada por un temperamento de fuego, arrollaba cuantos obstáculos se le oponían, pasándoles por encima con el mismo desembarazo de un jinete, que huella los cadáveres de los enemigos que su lanza ha derribado. 

Por su desgracia, o mejor por su fortuna, Federico vino a enamorarse perdidamente de una mujer hermosísima que, si bien compartía su violenta pasión, resistía a sus multiplicadas instancias, agarrándose con la desesperación de un náufrago a las reliquias de su virtud tan duramente combatida. Era esta la esposa de un antiguo amigo de Federico, hombre de alguna más edad, que habiendo hecho un casamiento ventajoso residía la mayor parte del año en una solitaria quinta, distante ocho leguas de la capital de provincia donde tuvieron lugar los sucesos que voy refiriendo. El conde, que este título debía a su mujer, entregado al mejoramiento de unas tierras que acrecentaban su patrimonio, vivía con ella, ya que no embriagado con los transportes de una pasión ardiente, habituado al menos a la calma de una regular armonía, sin que el menor recelo de una infidelidad posible viniese a turbar la paz de sus hogares. Ajeno a toda sospecha de que le cercase el menor riesgo, ningún cuidado había puesto en rodearse de precauciones. Como el muchacho de la fábula dormía sobre la fresca yerba a la orilla del precipicio; pero quizás tampoco le hubiera valido el estar despierto si la Providencia no hubiese velado por él. Porque Federico tenía tanto de sagaz como de emprendedor, y si bien es verdad que metido en una intriga amorosa no le hubiera arredrado el escándalo, también lo es que tomaba con todo esmero sus medidas a fin de impedir que sobreviniesen lances desagradables, y se conducía de manera que siempre quedaban en salvo las apariencias. Nunca había hecho alarde de calavera, y para dar valor a sus triunfos no necesitaba el ruido del aplauso ajeno. Caminaba derecho a su objeto con un aire de estudiada indiferencia, prefiriendo los senderos más tortuosos si eran los más ocultos, y entonces, si puede pasar esta metáfora, diré que ni el indio más perspicaz hubiera distinguido las huellas da sus mocasines. Para quien no le conocía a fondo Federico era una persona tan leal como inofensiva. 

Y uno de los que no le conocían a fondo, de los que ignoraban la historia de sus aventuras, y la fogosidad de sus pasiones era el conde que tan alejado vivía del teatro de sus hazañas. A la solitaria quinta situada en la frondosa y apacible ladera de una montaña no llegaban los sordos rumores que esparcen las auras de las grandes poblaciones, y este silencio monacal no dejaba de ser bastante fastidioso para la condesa que, sobrado joven e inexperta, lamentaba como perdidos en la soledad los atractivos de su hermosura, y echaba (de) menos la vida de animación y de bullicio de la cual fueron mentido presagio sus riquezas y nacimiento. Así cuando Federico llegó por casualidad a la quinta, no sólo se alegró mucho el conde por estrechar de nuevo entre sus brazos a un antiguo amigo, empeñándose en que había de pasar con él unos días, sino que también se regocijó en extremo la condesa, viendo en ello un acontecimiento que iba a proporcionarle ratos de honesta distracción de que tan sedienta se hallaba. 

Lo primero que hizo Federico fue cuidar de que no se trasluciese en su rostro ni en sus palabras la fuerte impresión que causaba en su pecho la singular hermosura que tan sin pensarlo había descubierto. Porque si bien se le encendía el corazón nunca se le desvanecía la cabeza. El amor en él era una gran calentura, pero sin delirio. Así el conde confiado como un niño insistió en que prolongase su permanencia, y le cobraba por instantes mayor afecto, y le refería el estado de sus negocios, y le daba cuenta de sus proyectos agrícolas, y sobre todo le dejaba a sus anchuras con sobra de espacio para ver a la condesa, y admirar sus gracias, y entretenerla con pláticas sabrosas, en que al principio una discreta galantería estaba tan bien entretejida de picantes anécdotas y epigramáticos chistes, que en ellas no hubiera hecho hincapié el ánimo más suspicaz y receloso. Poco a poco en las frivolidades de una conversación amena se entremezclaron cuestiones metafísicas acerca del amor, reflexiones sobre la insustancialidad de los placeres bulliciosos, calculadas lisonjas, poéticos idilios a la soledad de los campos, lamentos sobre el vacío del corazón, de tal suerte que antes de que la condesa llegase a advertirlo ya tenía el pie enredado en el lazo que tan hábilmente se le había tendido. Y no es que este lazo se le hubiese preparado a sangre fría, por mero capricho, por puro pasatiempo: Federico se había herido profundamente con el arma misma que blandía. En sus ilusiones de amante fabricábase a tontas y a locas un porvenir extraño, renunciaba francamente a sus anteriores devaneos, reconocía en su nueva pasión algo de más duradero, y ya no concebía la vida sin el amor de la condesa. Si por un momento la presencia del conde venía a echarle en rostro los preliminares de su alevosía, excusábase con la fatalidad, este Dios de los ilícitos amores. No tardó en quitarse del todo el antifaz; pero la condesa, que ya se había confesado el extravío de sus ideas y afectos, ni se atrevía a retroceder ni quería adelantar en su camino. Quería creerse infeliz, no culpable. Perjura en el corazón temía que le saliese al rostro la vergüenza de su perjurio. Federico repetía sus instancias: la condesa lloraba, pero no cedía. Entonces el astuto amante, adiestrado en esta clase de aventuras, tomó pretexto de lo primero que le vino a mano, fingió un rompimiento, juró un eterno olvido, y se marchó de improviso a la ciudad, no ratificando en su interior el solemne Adiós que sus labios proferían.

Su estratagema dio por resultado lo que él se había propuesto. El simulacro de esa retirada a tiempo le llevó a punto de obtener la victoria que apetecía. Cansado de rogar en vano, se prometió a sí mismo que en breve sería él rogado: y así fue, bien que es preciso convenir en que la casualidad favoreció sus hábiles manejos. A los pocos días de traer en la ciudad una vida cruelmente desasosegada, pero fuertemente asida a sus esperanzas, recibió de la condesa una carta en que, a vueltas de repetidas protestas de permanecer fiel a sus deberes, se confesaba subyugada por la pasión, ponderaba los tormentos de la ausencia, y le conjuraba por todo lo más sagrado que fuese a verla, a hablarla un solo momento, que fuese aquella misma noche, puesto que el conde había salido de la quinta y no regresaría hasta la tarde del día siguiente. Con la satisfacción del cazador que ve puesta a tiro la pieza que con ardor perseguía, Federico leía una y otra vez aquellos torcidos renglones, regados de lágrimas y con trémula mano escritos, aquellas sencillas e incorrectas frases que ponían de relieve los arranques y vacilaciones, las esperanzas y desfallecimientos de una angustiosa lucha, y para sí decía: "Hemos vencido. Ella cree proponerme una capitulación honrosa, y en realidad de verdad se halla rendida a discreción." Por lo mismo sin pérdida de tiempo montó a caballo y se dirigió a la quinta, apretando el paso porque había del todo anochecido cuando la carta llegó a sus manos.

- Perdóneme V. que le interrumpa, dijo Alfredo. Ya que a V. se le ha antojado bautizar al héroe de esa hasta aquí verosímil historia, ¿por qué no le ha puesto el nombre de D. Juan que tan de molde le venía? 

- Pues llámele V. D. Juan si así le parece, que para el caso viene a ser lo mismo. 

- No viene, porque teniendo ya un D. Juan Tenorio más o menos adocenado, copia, imitación o parodia del que figura en la célebre leyenda, de presumir es que más pronto o más tarde tendremos una fantasma habladora, un espectro ambulante, un qué sé yo qué cortado al estilo de la estatua del comendador, dijo otro de los oyentes. 

- No fue la estatua del comendador lo que encontró en su camino, sino el cementerio de una aldea que estaba a sus inmediaciones, prosiguió el desconocido, añudando el hilo de su narración. Por demás fuera advertir que las ideas que entonces hervían en la mente de Federico se hallaban muy poco en armonía con las que de suyo inspiraba aquel sitio, y que en él no hubiera hecho el menor alto a no dar la casualidad de reparar en una de sus paredes interiores una gran mancha de luz, una especie de óvalo de fuego que en medio de una oscuridad completa vivamente destacaba. Picóle la curiosidad, y a pesar de la prisa que llevaba, apeóse para saber de dónde procedía aquella luz en hora tan desusada y que se resistía a toda conjetura. Pero ¿qué le iba ni venía en lo que entonces podía ocurrir en aquel cementerio? Señores, ello es verdad que no pocas veces caemos en semejantes inconsecuencias. Cedemos a pensamientos repentinos, quizás opuestos a las miras que llevamos: pensamientos intempestivos, ilógicos, que por la misma razón de serlo pudieran conceptuarse de pequeños milagros, si a este nombre no cuadrase tan mal el epíteto de pequeños. Los escritores ascéticos dicen inspiraciones divinas, llámenlo Vds. si quieren rarezas humanas, que cavando un poco tal vez coincidirían las diversas explicaciones de este fenómeno. Mas dejando intacta esta cuestión vamos a los hechos. Federico arrendó el caballo, montó una pistola, se introdujo en la mansión de los muertos y descubrió que la luz provenía de una linterna sorda abandonada en el suelo a cierta distancia del muro en que se divisaba una lápida sepulcral. Trataba de levantarla para registrar aquel sitio cuando tropezó con un bulto que sentado en una piedra, envuelto en un capote, y con la frente apoyada en la palma de la mano, estaba o durmiendo o sumergido en contemplación profunda. Al grito de ¿quién va? levantó el bulto su cabeza, y con una voz que revelaba el mayor sobresalto exclamó: 

- Federico! tú? tú aquí? 

- Conde! qué es esto? Te has vuelto loco? Qué diablos te estás haciendo? 

- Y quién te ha dicho que yo me hallaba aquí? 

- Nadie, si ha sido una casualidad. Yo iba... iba al pueblo que está a la falda opuesta de esa colina, y he visto una claridad que me ha llamado la atención. Sobre que es mucha ocurrencia venir a dormirse aquí, a esas horas, con un airecillo que dejaría patitieso a un oso blanco. 

- Yo... yo he venido... balbuceaba el conde. 

- Ya se ve que has venido; pero, a qué? a qué? Mas no, vámonos de aquí, me lo contarás todo. 

- Ah! no me arranques de este sitio. Si tú supieras... no, no conviene que lo sepas. Vete, déjame. 

- Pues mira, conde, o te vienes conmigo, o me planto aquí hasta el día del juicio. 

- El día del juicio! repitió el conde con una inflexión de voz que se parecía a la del que recibe una herida. 

- Dejémonos de pataratas y gazmoñerías. A fé que nada tiene de delicioso el aprendizaje de santo, si tal es lo que estás haciendo. Es hora de dormir en blando lecho. 

- Y crees tú que cada día, que las noches todas pueda reposar tranquilo un asesino? 

- Y dónde está? Quién es este asesino? 

- Quién? Yo. 

- Tú? Válgame la corte celestial! Por dónde andarán esos molinos de viento que se te antojan gigantes? Qué lástima de meollo si se te quedan vacías las seseras!  

- No te burles. Mis víctimas están aquí. Tal vez nos oyen, porque ellas existen todavía. Ah! si la muerte acabase con todo! si fuera del polvo no quedase nada! Mas, ello no es así. Crees tú, Federico, que unos huesos carcomidos podrían 

despertar en mi corazón tan atroces remordimientos? Tendrían ese poder oculto, ese inaudito magnetismo que a intervalos me arrastra, me obliga a venir aquí a pasar la noche en medio de una espantosa lobreguez y de un silencio más espantoso todavía?

- Pero para qué? preguntó asombrado Federico. 

- Para rogar por las almas de aquellos cuya vida en flor he segado, para implorar su perdón, pará atestiguarles mi arrepentimiento.  

- Conde, conde, qué ideas son las tuyas! Es esto superstición o simpleza? 

Mira que todavía te encuentras en tu cabal juicio; mas si no lo remedias se te va la cabeza a toda brida. No te pudras por lo que se está pudriendo. El muerto a la cava y el vivo a la hogaza. Qué diablos! eres joven, eres rico, goza de la vida...

- Y después? 

- Se te ha encasquetado el después. Después será... qué sé yo qué será? Dejémoslo para cuando llegue el caso; pero ahora explícame el motivo de esta excentricidad tan inesperada. Dime qué misterio encierra tu vida. 

Te lo diré todo. Tú eres un amigo de confianza, siéntate a mi lado y escucha.

Entonces aquel desgraciado, con frases si desnudas de corrección y aliño no de sensibilidad y energía, relató brevemente a Federico una historia de amores cuyo trágico desenlace había dado origen a esta especie de trastorno mental 

que de vez en cuando padecía. Traía clavado en su conciencia un aguijón que al removerse le desgarraba el pecho con sus atroces punzaduras, y parecíale encontrar, y encontraba en efecto, pasajero alivio derramando junto a las cenizas de sus víctimas las dolorosas lágrimas de su arrepentimiento.

Esta era la terrible expiación que más adelante se impuso para calmar los accesos de su desesperación sombría. Llevado del ardor de la juventud se había enamorado ciegamente de una señorita de aquellas cercanías, tan rica de candor y de belleza como pobre en bienes de fortuna. Al verse correspondido le prometió sinceramente el casarse con ella, abandonándose a los arrebatos del sentimiento sin reparar en la gravedad de su compromiso. Creían ambos de buena fé en la eternidad de las ilusiones, cerraron los ojos a los tristes ejemplos de la inestabilidad humana, y para saborear con mayor delicia los encantos de su pasión la rodearon con las sombras del misterio. Todas estas circunstancias bastan, señores, para que no extrañéis el que la infeliz doncella atestiguase con una lamentable debilidad su amor y su inexperiencia. La pasión del conde, que todavía no lo era, siguió por algún tiempo su curso ascendente, pero pronto empezó a declinar como el sol después del medio día; porque esto ya se sabe, tras del hervor por alcanzar, viene la tibieza por haber alcanzado. La mujer amada en tanto que resiste es una reina, luego que se rinde abdica, y transformándose en sierva se expone como tal a ser despedida. Esto es lo que aconteció con la pobre muchacha. Su amante descubrió un partido sobremanera ventajoso, y resolvió aprovecharse de las circunstancias que le favorecían. El cálculo reemplazaba a la amortiguada ilusión. Al volver la vista hacia atrás ya no veía más que un capricho juvenil plenamente satisfecho; y halagada su vanidad con la esperanza de un título, tentada su codicia con la perspectiva de la opulencia, y sobre todo deslumbrado por la admirable hermosura de la condesa, que al provocador aliciente de la novedad reunía la perfección más exquisita, ni siquiera titubeó en saltar la valla que se había fabricado con sus juramentos. Estorbábanle sus relaciones amorosas, y se decidió a romperlas completamente. La incauta joven antes que la sospecha tuvo la noticia de su desventura; su amante fue a verla por última vez, y se despidió de ella para marcharse a la ciudad sin ocultarle sus ulteriores designios. Todo estaba consumado. Un rayo que hubiese caído a sus pies no le hubiera producido un sacudimiento moral más espantoso. 

Pasaron algunas semanas, y el futuro conde navegaba viento en popa siguiendo el rumbo que le trazaban sus deseos, cuando se le presentó un apuesto mancebo que esforzándose en disimular su turbación y pesadumbre le dijo: 

- Me conoce V? 

- No tengo el honor. 

- Vengo a decirle que mi hermana se halla gravemente enferma.

- Como no soy médico... 

- Pero por desdicha en la mano de V. está su salud. 

- Verdaderamente es desdicha, porque me es imposible de todo punto obrar tales milagros. 

- Imposible! exclamó el joven con un acento lleno de terror y angustia. 

- No hay que desesperarse por esto, amigo mío, ella curará sin mis auxilios. 

- Y quién sino vos puede volverle su honra? Su honra que es su vida, lo entendéis, caballero? 

El pobre hermano instó, suplicó, reiteró sus argumentos, apuró todos los recursos de su elocuencia, se echó de rodillas, derramó lágrimas; pero todo en valde. Nada pudo ablandar al pérfido amante, que habiendo logrado sofocar un primer movimiento de compasión, y aún si se quiere un recuerdo de tierno cariño, parecía revestido de una coraza impenetrable a todos los tiros. Entonces en el pecho del joven la indignación se sobrepuso al dolor, y estalló en expresiones que lastimaron el orgullo de su antagonista, quien aprovechando la ocasión de dar otro sesgo a la enojosa plática, con aire ceñudo le contestó: 

- Caballero! cuando a mí no me hacen mella los ruegos, creéis que podrán intimidarme las amenazas? Si acudís al amparo de las leyes, dónde están las pruebas? Si preferís otro terreno...

- Dónde están mis armas? vais a decir. Vos conocéis su manejo, y yo no conozco más que el de los libros. Vos sois un excelente tirador, y yo un mero licenciado en jurisprudencia. Pero, porque os ha dotado Dios de fuerza en la muñeca, creéis que ha de seros lícito atropellar a débiles mujeres, a hombres pacíficos e inofensivos? No es verdad que sería un hecho heroico, después de haber ultrajado a mi infeliz hermana, dejarme a mí, su único apoyo, tendido en el campo, o lisiado siquiera para que toda la vida os agradeciese el favor de no haberme asesinado? Ah! bien lo conozco. Seguro de una fácil victoria os gustaría armar un escándalo, para que todo el mundo rastrease el motivo y llegase a ser público lo que sólo ahora vos y yo conocemos. No, no ha de ser así.

Y volviendo de repente la espalda cogió el sombrero y se marchó.

Respiró el conde, y al ver que pasaban días sin que le importunase de nuevo el mancebo, llegó a persuadirse que su hermana se había resignado a su triste suerte, y con esta convicción postiza trató de justificar su dureza y olvido. 

En cuanto a los gritos de su conciencia no tenía tiempo de oírlos embelesado con los suaves acentos de su futura. Pero al cabo de un mes hallándose en un café se le acercó el joven a guisa de aterrador espectro, y sentándose a su lado con sosegado rostro, con ademán indiferente, y con una inflexión de voz que no revelaba la menor emoción le dijo al oído: 

- Mi hermana se encuentra ya moribunda. 

- No será tanto. Sería mucha ocurrencia la de morirse por una cosa de que se tropieza con un ejemplar a cada paso. No le prometí un dote bastante crecido?  

- Oro? 

- Pues qué más quiere? 

- Vuestra mano. 

- Esto nunca. 

- Es vuestra última resolución? 

- La última. 

- Está bien. 

Comprendió el conde que aquella calma aparente era más horrible que la tempestad más deshecha, y para salir del aprieto llamó a un compañero y le dijo: vamos a echar un tresillo? 

- Con mucho gusto, respondió el otro, que era un capitán de artillería. 

- Entonces Vds. me harán el obsequio de permitirme que les sirva de tercero, saltó el letrado. 

- V. no podría menos de honrarnos con ello, repuso el capitán. 

El conde se estremeció conociendo que la buena educación no le permitía negarse a su demanda. 

Solos en un gabinete del café entablaron la partida. El joven jugaba como si a duras penas conociese las leyes del tresillo, cometiendo torpezas inexplicables que después trataba de justificar con argucias incomprensibles, y quejándose a menudo con groseras imprecaciones de la mala suerte que le perseguía. 

El capitán no veía en aquello más que ignorancia del juego, falta de mundo y sobra de apego al dinero; pero el conde, sobre quien recaían las ganancias, creía dar más en el blanco atribuyéndolo al despecho, que naturalmente debía haberle acalorado la sangre y perturbado la cabeza. Hubiera preferido perder para dispensarse de continuar la partida; pero hizo la casualidad que una vez arrastrase de espada, y el joven sirviendo con la mala, que sola se había dejado, se levantó enfurecido y despidiendo chispas de sus ojos exclamó: 

- Me está V. mirando las cartas, y, voto al diablo que no es esta la vez primera. 

- Quién? Yo? respondió el conde desconcertado con aquel apóstrofe tan imprevisto como absurdo. 

- V. ¿Cómo no ganar viendo las cartas del contrario? Se figura V. que me caliento los cascos revolviendo expedientes para que me pillen así el dinero? 

Yo no me valgo de fullerías; pero trato así a los que de ellas se valen. 

Y diciendo y haciendo cogió una baraja y la tiró al rostro de su enemigo. 

- Infame! gritó el conde fuera de sí. 

- V. me llama infame? V.? sería V. capaz de repetir esta palabra clavando sus ojos en los míos? 

El conde inclinó su vista al suelo mientras su adversario, pasando con una rápida e incomprensible transición del furor a la calma, dijo:

- El mal está hecho; pero, oiga V., yo no soy de los que se vuelven atrás. Esta noche mis testigos irán a recibir las órdenes de V. 

- Se entenderán con este caballero y un amigo suyo, dijo el conde con temblorosa voz señalando al capitán, y volviéndose más pálido que la cera. 

- Qué prisa lleva V.! dijo el capitán. 

- Le parece a V. que no hacen daño las cartas? replicó el joven. Y si son de amores! añadió después riéndose de una manera extravagante. 

- Pues si esto no tiene otro remedio, continuó el capitán, sepamos qué armas prefieren Vds. 

- El sable... el florete... dijo el conde con el tono de un sentenciado a quien diesen a escoger el género de muerte. 

- Qué sables ni qué floretes? Sería yo capaz de cogerlos por la punta. Oh! no. 

El juicio de Dios. La pistola, dijo el joven reproduciendo su siniestra carcajada. 

- Sea pues, dijo el conde con voz apenas perceptible. 

Encaminándose la mañana siguiente a un lugar solitario díjole al conde uno de sus testigos: He sabido que este joven hace quince días que desde el amanecer hasta que falta la luz, se está ensayando en el tiro de pistola, y de cada diez 

veces que dispara acierta nueve en el blanco. Es menester ir con cuidado y no pararse en chiquitas. 

Llegado al sitio mientras los padrinos arreglaban los preliminares, acercóse el joven a su adversario y le dijo: 

- Voy a pediros perdón de rodillas, voy a desdecirme públicamente de mi suposición calumniosa, voy a ser tenido por ruin y cobarde, voy a daros mi honra por la de mi hermana, si me prometéis casaros con ella. 

- Es imposible. 

- Pues entonces matar o morir. 

Aproximándose entonces a los padrinos, dijo el capitán: 

- Vamos a ver quién debe tirar primero. 

- Decídalo la suerte, se apresuró a decir el mancebo. 

- Decídalo la suerte, repitió el conde como un autómata. 

El de artillería sacó un duro del bolsillo, y el joven exclamó: Cruz. 

Y tirada al aire la moneda, el capitán miró al suelo y contestó: Cara. 

El joven se llevó la mano a la cabeza, se arrancó un mechón de cabellos, y se plantó como un poste en el punto señalado. El conde empuñó el arma fatal: temblábale el pulso, pero la inminencia del peligro prodújole una reacción bastante poderosa para afianzar el brazo, y disparó a la seña convenida. Su adversario cayó redondo como que la bala le había atravesado el corazón. 

- Fatalidad! murmuró el vencedor arrojando la pistola cual si el fogonazo le quemara la mano. 

- Ha sido una desdicha, pero os habéis batido en regla, dijo uno de los padrinos del letrado. Pobre amigo mío! Aquí no hay más sino cerrar el pico, echar tierra al asunto y meter ese cadáver en el coche para llevarlo a su pueblo, donde mi amigo, que ha muerto como Vds. saben de una apoplegía fulminante, me indicó deseaba ser enterrado. 

Así se hizo. El sangriento drama fue relegado al olvido antes de pertenecer al dominio público, y a los pocos días la abandonada joven yacía al lado de su hermano, y su pérfido amante entre los esplendores de la pompa y las emociones del placer recibía al pie de los altares la mano de la condesa. 

- Diávolo! exclamó Alfredo. Por dónde se nos ha descolgado el D. Juan Tenorio! Quién había de figurarse que tal sería este conde Dirlos, este marido agricultor con todos los síntomas de predestinado! 

- Pues ya que tan liso y llano se confesó con Federico, añadió uno de sus compañeros, es claro que este no dejaría de imponerle la penitencia que de antemano le tenía preparada. 

- Bien merecida tenía la condecoración siquiera por sus hazañas anteriores. Por mi fé que peor librados salieron de sus manos el jurista y su pobre hermana. 

Esta circunstanciada al par que trágica narración, prosiguió el desconocido, a tales horas y en tal sitio hecha, no pudo menos de impresionar vivamente a Federico. La decoración de la escena tenía por fuerza que aumentar el terror del drama. Referida por mí está muy lejos de producir una mínima parte del efecto que debió de causar el oírla de los labios mismos del protagonista. 

Bien comprendió Federico que si algún desconcierto había en el cerebro del conde, que si una extravagancia era lo que estaba haciendo, no dejaba de tener motivo con que disculparla. Comprendió que si las leyes del mundo podían absolverle, podía haber también un tribunal superior menos condescendiente que no confirmase el fallo absolutorio. Comprendió que estaría muy fuera de su lugar un tono de ligereza y de ironía, y por lo mismo con las mejores razones que supo trató de consolarle, y sobre todo de arrancarle de aquel sitio. Ofrecióse a torcer su camino, según decía, y acompañarle hasta la quinta; pero el conde repuso que no quería ir allá hasta sentirse con el espíritu más tranquilo, y que necesitando tiempo para lograrlo pasaría el resto de la noche y todo el día siguiente en la posada de un pueblo cercano, puesto que ya conocía la duración ordinaria de aquellos accesos de fiebre moral que a intervalos le atacaba. 

- Mejor que mejor, dijo para sí Federico, que no había renunciado a sus proyectos. 

Entonces el conde alzando la linterna buscó y cogió una agalla de ciprés que entregó a Federico diciéndole: 

- Toma esto. Los años que te llevo dan cierto derecho a mi amistad para tener algo de paternal con respecto a ti. Te he confiado mi historia; que a lo menos te sirva de lección y escarmiento. Si alguna vez por desdicha te ves acosado de un mal pensamiento, si te empuja alguna pasión desreglada, consulta esta pequeña nuez. Tráigate ella a la memoria no mis crímenes sino mis remordimientos. Llévala siempre contigo: escucha su lenguaje simbólico, que sin duda será la voz de tu ángel bueno. 

Federico no vio en aquello más que una puerilidad supersticiosa, y echándosela maquinalmente en el bolsillo se dirigieron ambos a una encrucijada donde cada uno tomó por diferente camino. 

Impaciente por recobrar el tiempo perdido Federico hincaba la espuela en su cabalgadura; pero su acelerado movimiento no bastaba ya para sacudir las ideas y sentimientos de diverso origen que en su mente se empujaban y revolvían. Pugnaba por fijarse en el objeto de su pasión; pero la seductora imagen de la condesa no ocupaba ya sola su pensamiento. Retratábanse en su fantasía las escenas que había oído y las que acababa de presenciar, y por más que tachase estas de exageración no podía dejar de creer en la existencia de los remordimientos. Y ¿qué significaría el remordimiento en un sistema en que se prescindiese enteramente de las verdades de un orden sobrenatural y religioso? Federico no era un incrédulo: su escepticismo no pasaba de práctico. 

En la disipación de su vida, o a causa de ella, sus creencias estaban profundamente dormidas, pero no muertas. Lo que había visto fue una especie de sacudida que las despertó. Así es que empezaron a asediarle serias consideraciones que por su misma novedad se le presentaban con mayor energía. Y para desembarazarse de ellas saboreaba de antemano los placeres que le prometían sus esperanzas. En tal sazón hubiera querido ser ateo; hubiera querido poder negar a Dios, negar la virtud, negar el alma: hubiera querido ser todo carne y hueso, pero conocía que no lo era. Trabada y encarnizada esta lucha en su interior, llegó a lo alto de una colina, y parándose un momento descubrió a lo lejos una débil luz que brillaba al través de los cristales de la cámara de la condesa. Me espera! me espera! exclamó entusiasmado. Este es mi Rubicón: Jacta est alea. Y como si creyese que arrojaría de una vez todos los pensamientos que le incomodaban arrojando la nuez que en el bolsillo tenía, sacóla con ánimo de hacerlo; al estrecharla temblóle la mano, y las palabras del conde resonaron en su memoria. 

No, dijo: no quiero desoír la voz de mi ángel bueno. Y torciendo las riendas volvióse de espaldas a la quinta, ahogó un suspiro, guardóse la nuez y clavando las espuelas en los ijares del caballo desandó su camino más que nunca cabizbajo y pensativo. 

Un acto de valor no siempre es suficiente para alcanzar una victoria completa. Federico traía dentro de sí a su enemigo, y no había bastante con un solo golpe para vencerle, para destruirle y anonadarle; a mas de que, herirle era desgarrarse con sus propias uñas el corazón. Su lucha era de todos los momentos. Si mil veces se felicitaba, también mil veces se arrepentía de haber cedido a la voz de la maldita agalla, como él decía, revolviéndose contra ella, como el perro contra la piedra que se le ha tirado; pero las escenas cifradas en ella no se despintaban de su memoria, y a favor del tiempo y de la ausencia es preciso confesar que su funesta pasión iba de vencida. Aconteció en esto que por cumplir con los deberes de su jerarquía se vio obligado a concurrir a un sarao, sin que le ocurriese la menor sospecha de que allí encontraría a la condesa. Verla, volverse de cien colores, sentir un estremecimiento nervioso en todo su cuerpo, conocer que se le abrasaban juntos el corazón y el rostro, y perder el dominio que sobre sí mismo ejercía fue todo obra de un momento. Cómo resistir a ese ataque inesperado? La hermosura de la condesa siempre deslumbradora, lo estaba entonces cien y cien veces más por la riqueza y el gusto de sus joyas y atavíos. Federico salió del salón, volvió a entrar, quiso salir de nuevo, se metió entre el concurso, entabló coloquios con sus amigos; pero sus ojos permanecían fijos en el bellísimo rostro de la condesa. La fascinación era completa. Entonces las argucias de la pasión le demostraron como acto indispensable de buena educación el acercarse a saludarla, y lo hizo, y ella le contestaba con monosílabos sin poder disimular la indignación que en su pecho hervía. Comprendió Federico que el afecto de la condesa no se había desvanecido, y esperó de nuevo su codiciado triunfo. Le pidió la primer contradanza, y ella con visibles muestras de disgusto, aunque con voz temblorosa, le dijo que estaba comprometida. Mas al pronunciar Federico las primeras palabras para despedirse, ella le dijo: Ah! no, no es esta, me equivocaba, admito el obsequio. Federico se hallaba en la gloria: creía haber pasado esta vez el Rubicón. Terminada la contradanza oyó a la condesa que en voz baja le decía: “sois un mal caballero, sé que mi carta llegó a vuestras manos, necesito explicaciones." Iba a contestar pidiendo una cita; pero cabalmente su mano rozó con el bolsillo del chaleco donde traía la agalla de ciprés, y acordándose instantáneamente de su historia dijo: "Condesa, no debemos vernos más en la tierra." Y en efecto así sucedió, saliendo Federico inmediatamente del salón del baile, a los pocos minutos de la casa, y a las pocas horas de la ciudad en que esto aconteciera. 

Callaba el desconocido, y al cabo de un rato uno de los jóvenes saltó diciendo: 

- Paréceme que V. será partidario de la filosofía que admite grandes efectos como resultado de pequeñas causas? 

- No he parado mientes en la filosofía de esta historia. Si algo probase sería una vulgaridad, la del simbolismo que cabe en cosas tan pequeñas e insignificantes como esta. Y sacándola del bolsillo, echó sobre la mesa una seca y resquebrajada nuez, que cogieron y miraron aquellos jóvenes con respeto como si fuese una reliquia santa. 

- Ya lo veis, señores, continuó el desconocido, esto, prescindiendo ahora de más elevadas consideraciones, preservó a mi amigo de crueles remordimientos, o de una desgracia peor todavía, que es la de no sentirlos habiendo dado motivo para ello. 

- Y cuál es la gracia de V.? preguntó Alfredo. (Cómo se llama?)

- Blas de Valdivieso para servir a Vd.? (hay interrogante)

- Blas! nombre poco poético. Ahora comprendo... 

- Bah! ignora V. el proverbio francés: Le nom ne fait rien a la chose? repuso el desconocido a quien ya podemos llamar D. Blas, o si se quiere Federico. 

Y recogida la nuez saludó cortésmente, salió del café, y puesto el pensamiento en aquella pequeña bolita, de la que el Señor se había valido para romper su cadena de liviandades, y preservarle de nuevas y graves culpas, exclamó en su interior: Bendita sea! quia eripuit animam meam de morte, oculos meos a lacrymis, pedes meos a lapsu. 

(el autor escribe este latinajo con tildes: quia erípuit ánimam meam de morte, óculos meos à lácrymis, pedes meos à lapsu)

lunes, 20 de septiembre de 2021

RAIMUNDO LULIO. I.

RAIMUNDO
LULIO.

RAIMUNDO LULIO, RAMON LULL





Gloria envidiable y levantada cabe ciertamente a la mayor de las islas
Baleares al contar entre los ilustres hijos que aparecieron en el
principio de su restauración a una de las más grandes figuras de
los siglos medios. Como si se complaciera la providencia divina en
derramar toda clase de bienes sobre la perla del mar ibérico, recién
engarzada en la espléndida corona del cristianismo, no vemos en ella
después de conquistada sino un reino floreciente que sus naturales
anhelan colocar, con el esfuerzo de su brazo o el poder de su
inteligencia, a mucha altura y engrandecimiento, ya que se cobijaba
bajo el cetro de sus reyes tan reducido territorio. Los pueblos
brotaban sobre su suelo como por encanto, sus naves llevaban el
pabellón de la nueva monarquía a los países
más remotos y la centella del genio se manifestaba sobre la frente
de más de uno de sus leales hijos. Digno del largo y próspero
reinado de Jaime II de Mallorca fue entre todos el célebre Raimundo
Lulio (1), que a una inteligencia vasta y casi milagrosa, reunió la
enérgica e infatigable actividad que le dieron el más ferviente
celo religioso, el más profundo amor a la ciencia y a las letras y
los impulsos más santos de caridad y cristiana abnegación.
(1)
Siendo por lo general conocido nuestro autor con el nombre de
Raimundo Lulio, nos parece del caso continuar llamándole así, no
obstante de que el verdadero fue el de Ramon Lull.



No
es nuestro ánimo trazar un cuadro completo y acabado en el que al
mismo tiempo que se dieran a conocer en toda su extensión los hechos
del insigne mártir, se apreciaran en su justo valor el mérito de su
doctrina y la elevación de sus virtudes. De no escasa importancia
fuera en verdad un trabajo de esta índole, mas los límites que en
esta obra nos hemos impuesto, el carácter puramente poético que nos
propusimos darla, el conocimiento profundo de la época en que
floreció Lulio, ya bajo su aspecto religioso, moral y político, ya
bajo el punto de vista científico y literario, y la vasta erudición
que semejante trabajo reclama y de que por otra parte carecemos, y
aun más que todo nuestra insuficiencia y lo escaso de nuestras
fuerzas, que no tenemos reparo en consignar, alejan de nosotros la
idea de imponernos tan ardua tarea. Basta para nuestro propósito
trazar en bosquejo los principales hechos de la agitada vida de
nuestro autor, para que mejor se comprendan las circunstancias en que
se deslizaron de su fecunda pluma los numerosos versos que serán con
respecto a él nuestra única у exclusiva ocupación. No
desesperanzamos empero de que otros más inteligentes levanten a la
gloria de Raimundo el monumento que a sus dotes es debido, entrando
en el detenido análisis de la universalidad de su genio y de sus
portentosos sistemas y teorías en todas las ciencias y en todas las
artes, y hasta siguiéndole en las regiones de la más sutil teología
o en los encumbrados vuelos de sus místicas contemplaciones.



Descendiente
de una antiquísima y egregia familia que contaba en sus varias
generaciones miembros esclarecidos y nombres afamados, entre ellos el
gobernador que fue del castillo de Port en Cataluña, que tan buenos
servicios prestara al emperador Carlo-Magno, nació Raimundo
Lulio en esta ciudad de Palma el día 25 de enero del año 1235, en
una casa de la calle sin salida situada junto a la plaza que hoy
forma la área del demolido edificio de la Inquisición,
conservándose aún convertido en capilla el aposento donde vio la
primera luz. Fue hijo de D. Ramon Lull, catalán de ilustre prosapia,
que acompañó al rey D. Jaime en la conquista de Mallorca, y de doña
Ana de Heril (Erill, Eril) de cuna no inferior a la de su
marido. Merced a los servicios que prestó el padre de Raimundo en la
gloriosa empresa del Conquistador, fue agraciado con la alquería de
Biniatró en el repartimiento que de las tierras que le
cupieron hizo aquel monarca entre sus vasallos, y además con las
otras heredades de Formentor del término de la villa de Pollensa, de
Punxuat del término de la de Montuiri y hoy de Llummayor, y con los
feudos o caballerías de Manacor: y como le hubiese manifestado el
rey vivos deseos de que fijase su residencia y estableciese su casa
en Mallorca para el mayor lustre de la nueva república,
dispuso que se trasladase su esроsа desde Cataluña, donde
permaneciera durante la expedición, a la recién conquistada
metrópoli.
Diez años habían transcurrido desde que ambos
esposos vivían unidos con el lazo indisoluble del amor conyugal sin
que Dios les hubiese concedido sucesión, como si guardase para
Mallorca la prez de poderle contar en el número de sus más ilustres
hijos: y siendo tan fervientes las súplicas que al cielo dirigían
para que cesase la esterilidad en que se vieran, muy escuchadas del
Todo-poderoso debieron de ser cuando les concedió la fortuna de dar
al mundo dechado de tanta virtud como de sabiduría. Agradecidos
supieron mostrarse los nobles esposos al don de Dios, cuando salido
Raimundo de la infancia, educáronle en los principios religiosos más
sanos, y le procuraron una instrucción sólida y provechosa,
entregándole al cuidado de buenos maestros que le ejercitasen en las
letras y en las ciencias. Mas no bien tuvo Raimundo voluntad propia y
pleno discernimiento, cuando manifestó desvío por la instrucción,
de que tan ávido había de mostrarse después, y significó sus
deseos de emplearse en el servicio del
rey D. Jaime de Mallorca,
segundo de este nombre e hijo del Conquistador, que a la sazón
empuñaba el cetro de la reducida monarquía.



Deseoso
de satisfacer el padre de Raimundo la natural inclinación de su
único vástago, puso en obra para ello todo el valimiento que su
nobleza e hidalguía le daban ante la persona del rey, quien admitió
al joven Lulio en su palacio en calidad de paje de su espléndida y
real servidumbre; y recompensando más adelante sus servicios, hízole
su senescal y mayordomo. Mas distraído en medio del esplendor de la
corte, olvidó el camino de su deber por el de los devaneos, y tanto
se apoderó de su espíritu el amor a los placeres y locuras del
mundo, que en ello perdió no poco del concepto que le dieran lo
elevado de su posición y los timbres de su nacimiento. Entreteníase
en sus horas de ocio, y aun olvidándose muchas veces de las
atribuciones de su empleo, en correr de festín en festín y de sarao
en sarao llevando una existencia de galán aventurero que no dejaba
de ser muy a menudo el escándalo de la capital, o el objeto de las
murmuraciones de los cortesanos; y si algo se traslucía en el joven
senescal que pudiese dar a comprender lo que había de ser en la
madurez de sus años, eran sin duda sus delirios de poeta, y las
ardientes y amorosas trovas que escribía a los objetos de su pasión,
en cuyo arte era ciertamente tan hábil e inteligente como fecundo.



Afligíanse
sus virtuosos padres, que de tan altas virtudes estaban adornados, al
considerar el peligroso sesgo que habían tomado los pasos de
Raimundo. Viéndole tan apartado de Dios, a quien hubieran querido
ofrecerle ya que a sus súplicas les fuera otorgado, dirigiéronse al
prudente monarca que en su servicio le tenía, para que atajase sus
malos pasos, y le dirigiera la reprensión y los consejos que hacía
tan necesarios su deplorable extravío. No rehusó el bondadoso rey
hacer el bien que tan encarecidamente se le imploraba, y con la
dulzura propia de su carácter puso delante los ojos de Raimundo la
inconveniencia de sus actos y la ruina a que desatentado caminaba,
mientras la enmienda en ello no se interpusiera; y aún le hizo
comprender el designio de separarle de su servicio si no consentía
en renunciar a sus devaneos y a sus locuras.



Mostróse
afectado Raimundo a las exortaciones del rey, y abriéndole
entonces su corazón, díjole lo inquieto y desalado que le traía el
amor a cierta dama, de la que era esclavo su pensamiento y su
albedrío, y que no hallaba medio de enmendarse como en sus
tormentos y en la ceguedad de su pasión no fuese socorrido. El
monarca, en quien el recuerdo de los buenos servicios del padre se
vislumbraba al través del cariño con que procediera con el hijo,
trató con aquel de poner término a la vida licenciosa del mancebo,
colocándole en matrimonio con D.a Blanca Picañy (1), y a
fé que ni el bueno del padre ni el tierno rey anduvieron en ello
acertados, ni procedieron debidamente en achaque tal de amor, cuando
por remedio aplicaron lo que no podía hacer sino exacerbarlo.




(1)
Según algunos historiadores la esposa de Lulio fue D.a Catalina
Labots, señora principal de esta ciudad: pero en el día está ya
fuera de duda que estuvo casado con
D.a Blanca Picañy,
según lo persuaden, entre otros, las dos siguientes escrituras
coetáneas:



I

Blanca filia quondam F. Picañy et uxor R. Lul filii
quondam R. Lul per nos et nostros facio R. Lul maritum
meum absentem tamquam presentem procuratorem meum ut in suum sint
propium ad vendendum, impignorandum et alienandum omnes possesiones
quas supradictus R. Lul habet in Majoricæ et in suis
terminis, et in Cattalunia et qui...... Debemus alique nostri
dando sibi.......... prædictas ..... locum meum jura vocis,
accionis, et servos omnes heriliter quam etiam personaliter sic quod
possit prædictus R. Lul prædictas possesiones vendere,
impignorare et alienare cuicumque voluerit et quamcumque venditionem
inde feceret promitto habere ratum etc. et quod possit emere emptori
sive emptoribus omnia bona nostra obligari etc. Et quidquid super
prædictas per prædictum
R. Lul factum fuerit ratum et
firmum habeo et non contravenire et juro et renuncio in auxilium et
beneficium senatus consulti Velleyani et juri hipotec. etc.



Testes
G. De Fonte, R. Cudines et G. De Monte Rufo.







II.







III.
idus Martii anno MCCLXXV.



Certum
est et manifestum quod Blanca uxor R. Lulli venit ante
presentia nostri P. De Calidis Bajuli Majoricarum asserens et
denuntians eidem Bajulo quod R. Lulli ejus maritus est in
tantum factus contemplativus quod circa administrationem bonorum
suorum temporalium non intendit et sic ejus bona pereunt et etiam
devastantur quare suplicando petiit a nobis cum sua intersit pro se
et filiis suis et dicti R. Lulli comunibus quo daremus
curatorum bonis dicti R. Lulli qui ipsa bona regat gubernet
tueatur et defendat et salva faciat. Unde nos P. De Calidis audita
supplicatione prædicta tum mandamus P. Gaucerandi civem Majoricarum
cognatum dictæ Blanche qui dictam curam gratis se obtulit
recepturum esse utilem in curatorem et administratorem dictorum
bonorum damus et asignamus ipsum P. in curatorem et administratorem
bonorum omnium mobilium et inmobilium dicti R. Lulli dando
eidem P. liberam et generalem potestatem regendi, gubernandi, petendi
et defendendi dicta bona in curia et extra in judicio et extra ipsum
utilia agendo et inutilia evitando seu præter mittendo ad
salvamentum ipsorum bonorum. Ego igitur P. Gaucerandi recipiens
dictam curam a vobis P. De Calidis de dictis bonis promitto ipsa bona
pro posse meo regere, gubernare et defendere et in obl. etc. et juro
et dono Bñs. Cuc. qui obl. etc.



Facta
diligenti inquisitionis pro vita et moribus dicti R. Lulli cum
nobis constet ipsu R. Lulli elegisse in tantum vitam
contemplativam quod administrationem bonorum suorum non intendat
habita pro hæc deliberatione.



Testes
Bn. Rossilione, Berengarius de Catsilione et Michael Rotlandi.







Pronto
conocieron en efecto la ineficacia de lo puesto en obra. Los deberes
de esposo no bastaron para que Raimundo fijase los ojos en el camino
de la enmienda: y la fé prometida en los altares a la virtuosa
Blanca, no hizo sino más reprensible y escandaloso el amor torpe y
desordenado *que en la otra dama había puesto. Continuaron las
galas, las trovas y los devaneos; y ni las amonestaciones de sus
padres ni los consejos del rey y de las personas principales de la
corte, que deploraban en sujeto de tanta calidad tamaño desacuerdo,
podían contener el incendio en que su corazón se abrasaba, y acabó
por ser la burla del vulgo y hasta la de sus propios amigos.



Acercábase
empero la hora en que el desengaño había de despertar el alma de
Raimundo y en que había este de cumplir en la tierra la misión para
que Dios le destinara. Aconteció, según cuentan los historiadores,
que la idolatrada dama, de la que sólo pudo Lulio recoger desdenes,
íbase un día a oír misa en la iglesia de santa Eulalia; y como en
esto la columbrase el enamorado Raimundo, tanto fue lo que en tal
momento lo cegó su frenesí, que llegó al extremo de entrar a
caballo tras ella en el templo requiriéndola de amores, de donde fue
echado con risa y escándalo de todos los circunstantes. Actos eran
estos que revelaban el delirio que en la imaginación de Raimundo
imperaba, y que hacían ya indispensable el correctivo. Encargóse
esta vez la Providencia de dárselo, valiéndose de la misma persona
por cuyo amor tanto el pervertido joven se desvivía; pues no
pudiendo aquella dama consentir en ser objeto por más tiempo de tan
loco frenesí y causa de tantos escándalos, llamó reservadamente a
Raimundo, pintóle con negros colores su desatentada pasión y su
impúdico deseo, y manifestándole cuánto engaña la humana
hermosura, le descubrió su pecho que un asqueroso cáncer estaba
devorando.



Terrible
fue en verdad el espectáculo para no deshacer el hechizo. Retiróse
Raimundo a su casa anonadado, como si un rayo le hubiese partido el
corazón. El desengaño abrió a la luz su entendimiento, y le hizo
patente su ceguedad: habló entonces alto la conciencia y comprendió
la magnitud de su yerro. Consumíale el tedio y la melancolía,
buscaba en su dolor la soledad y el retraimiento, como en sus
lágrimas el consuelo, y en este estado acordóse de Dios que en
tanto descuido hasta entonces había tenido.



Apareció
en palacio tan desabrido y taciturno como antes fuera jovial y
bullicioso: cesaron con los caballeros las agudezas y los chistes, y
los obsequios y galanteos con las damas: evitaba cuidadosamente la
conversación de los unos y más aún la presencia de las otras; y
así como antes había sido objeto de las hablillas de la corte por
sus amorosas y romancescas aventuras, lo era entonces de la atención
pública por su gravedad y su tristeza. Cuenta también la historia
que como en una noche estuviese escribiendo una trova de amor, una
aparición divina le estorbó por tres veces proseguirla. Dice así
mismo que el día de la conversión del apóstol S. Pablo se le
apareció la figura del Crucificado, exclamando: "Raimundo!
sígueme" y la tradición popular, que todo lo embellece y
poetiza, añade que cada año en el aniversario de aquel día
llenábase la casa de Lulio de suaves y celestiales aromas. Asegúrase
también que otro día al retirarse a su casa, mientras transitaba
por la puerta de la Almudaina, aparecióle la Reina de los cielos, y
que por cinco veces tuvo análogas visiones, lo que confirma el mismo
Raimundo en su poema titulado Desconsuelo diciendo: "Cuando fui
de edad crecida sentí la vanidad del mundo, y empecé a hacer mal y
a entrar en pecado, y olvidado de Dios verdadero, seguí los carnales
apetitos; pero Jesucristo por su gran piedad quiso cinco veces
presentárseme crucificado, a fin de que me acordase de él y
procurase que él fuese conocido por todo el mundo, y la verdad
infalible de la santísima Trinidad y de la gloriosa Encarnación
fuese predicada y enseñada; y así yo fui inspirado y tuve tan
grande amor a Dios, que jamás amé otra cosa sino que él fuese
honrado, y entonces empecé a servirle de buena voluntad.” (1)
(1)
El texto original de esta estrofa, que es la segunda del poema, dice
así:



Quant
fuy grans é sentí: del mon sa vanitat,
Comencey á far mal: é
entrey en peccat;



Oblidam
lo ver Deus: seguent carnalitat:



Mas
plach á Jesuchrist: per sa gran pietat



Ques
presentech a mí: sinch vets crucificat,



Per
ço que'l remembres: en fos enamorat,



E
que en procures: com ell fos ben preycat



Per
tot lo mon é que: fos dicta veritat



De
sa gran trinitat: é com fo encarnat,



Perque’n
suy inspirat: en tan gran voluntat



Que
res als no amé: mas que ell fos honrat,



E
la donchs comence: com lo servís de grat.




Aun
cuando el desengaño que de su loco devaneo recibió Raimundo no
fuese causa inmediata de las austeras penitencias que después se
impuso, aquietó la violencia de sus pasiones, e hizo su corazón
accesible al remordimiento; lo cual conduciéndole por la senda del
bien, operó en su espíritu aquella regeneración portentosa que de
un loco hizo una de las inteligencias más privilegiadas del orbe, de
un disoluto uno de los más ardientes defensores de la fé católica
y uno de los hombres más inflamados por la caridad cristiana, de un
galán aventurero el atrevido e imperturbable apóstol que con la
palabra del Evangelio en sus labios alcanzó la palma del martirio.

Detenido ya Raimundo en su fogosa y desatentada carrera por el
saludable freno de la conciencia misma, empezó a considerar
profundamente el mal ejemplo que había dado con su depravada
conducta y a pensar en la reparación de las ofensas que a Dios
hiciera, y del daño que a la sociedad inferido había con sus
escándalos. Pesando enormemente sobre su alma los pasados desvíos,
confesólos a Dios lleno de contrición y amargura, no sin que
procurase exhalar en llanto la pena que le infundía el
remordimiento. Empezaron entonces a bullir en su imaginación los más
caritativos y santos propósitos, formábanse en su interior las
resoluciones más elevadas y heroicas, inflamábase su pecho en el
amor de Dios y de los hombres, y comprendiendo la desgracia de los
que nacen en la ignorancia de la ley evangélica por la ceguedad en
que hasta entonces había vivido, encendióse en su alma aquel
ferviente deseo de convertir a los infieles, objeto incesante de la
enérgica actividad que demostró durante los años de su dilatada
existencia, y que hasta le hizo concebir la idea de sacrificar su
vida, su fortuna y su bienestar por la propagación de la fé
católica.



Avivado
en el corazón de Raimundo el ardor cristiano, contemplaba afligido
el inmenso predominio que ejercían en el orbe los sectarios del
Alcoran, que algunos siglos antes habían ya intentado hacerse
señores de la Europa al medir sus armas con las de Carlos Martel.
Los españoles tenían que disputar palmo a palmo a los árabes el
hogar de sus abuelos; sobre las ciudades del África ondeaba
orgulloso el pabellón agareno, y hacia solo algunos lustros que las
vencedoras huestes de Saladino habían ocupado la ciudad santa. El
espíritu religioso y bélico que determinó a la Europa a levantar
numerosos ejércitos de combatientes para apoderarse de Jerusalén,
iba por desgracia desfalleciendo, y si bien se conservaba vivo el
entusiasmo de las cruzadas en algunos corazones magnánimos, los
obstáculos que las nuevas empresas encontraban, empezaron a mantener
irresolutos a los pontífices, apáticos a los monarcas, e
indiferentes a los caballeros.



Raimundo
Lulio empero lleno entonces de santa indignación contra los enemigos
de la fé católica, ora se denominasen sarracenos, judíos o
tártaros, ora aparecieran bajo la bandera de la heregía
(herejía) o del cisma, imaginaba en las horas de su soledad
los medios más eficaces de combatirlos. Comprendió que no era
bastante hacerles la guerra en el campo de batalla, siro que era
necesario hacérsela también tenaz y cruda en el de la razón y con
las armas invencibles del saber y de la elocuencia, y convirtiendo en
un deber sagrado este santo y sublime pensamiento formóse en su
ánimo aquella incontrastable resolución que fue el norte de todos
sus estudios y de todos sus hechos y peregrinaciones; y al meditar
sobre la realización de tan elevada idea no pedía otra cosa al
Supremo Ser sino gracia, esfuerzo e inteligencia para difundir con la
palabra la luz del Evangelio, y medios para inclinar el ánimo de los
príncipes de la cristiandad a fin de que constituyesen seminarios en
donde, enseñándose las lenguas orientales, se formasen planteles de
sabios apóstoles que pudiesen un día emprender una cruzada bajo
nueva forma, y facilitasen la conversión del mundo.



Grande
y fecunda era ciertamente la idea de nuestro esclarecido Lulio, mas
él no había contado durante el ardor de su imaginación con los
obstáculos que el egoísmo y la frialdad de los poderosos opusieran
a la realización de tan elevadas miras, ni en que más tarde
lloraría amargamente las burlas y los desprecios con que habían de
recibirse muchas veces las manifestaciones de sus pensamientos y de
sus planes. Por de pronto tropezó con las dificultades que delante
le pusieron los deberes de su estado y de su posición. Las
importantes atribuciones inherentes al cargo elevado de senescal de
palacio, que todavía desempeñaba en aquella época, y los grandes
cuidados de padre y esposo, no dejaban de ser una rémora para sus
gigantescos proyectos, y quizás el último vislumbre de apego a la
fortuna que le sonreía y a su familia virtuosa que reclamaba sus
desvelos, le hacía andar remiso en la ejecución de cuanto
imaginara.



Mas
llegado era ya el instante supremo en que Lulio debía empezar a
cumplir los designios de Dios. Un elocuente panegírico de San
Francisco de Asís pronunciado por el prelado de Mallorca en la
iglesia de aquel santo, y en el cual se pintaba con patéticos rasgos
la firme vocación del siervo de Dios y su profundo desvío por las
cosas terrenales, penetró hasta la más recóndita fibra del corazón
de nuestro autor. Consideró la palabra del orador como un enérgico
reproche a su indecisión y cobardía, y aquellos ejemplos de heroica
firmeza y abnegación cristiana, expresados con insinuantes palabras,
acabaron de encender en el ánimo de Raimundo el más ardiente deseo
de imitarlos.



Nada
más fue necesario para resolverle, y no hubo obstáculo que le
detuviera en el camino que se había propuesto seguir. Apresúrase
con la mayor asiduidad a arreglar sus asuntos domésticos, vende sus
pingües haciendas reservándose únicamente aquella parte
indispensable para el alimento de sus hijos y de su esposa, (1)
reparte entre los pobres su producto, se despoja de las galas del
siglo para vestir un traje tosco y humilde, entrégase al ejercicio
de ásperas penitencias, y empuñando el bordón de peregrino, se
despide de su familia y de sus deudos, y abandona su patria con ánimo
firme de no retornar ya nunca a las nativas playas.
(1) Está
averiguado que Raimundo Lulio tuvo un hijo llamado Domingo y una hija
llamada Magdalena que casó con un noble del apellido de los
Senmanat; pues aunque en algunos de sus tratados se refiere Lulio a
sus hijos en general, sin individualizarlos ni distinguirlos, en su
testamento que ordenó en Mallorca a 6 de las kalendas de mayo de
1313 hace mención particular de ambos.



Teniendo
siempre fijos en su memoria durante su peregrinación los trabajos
que en la suya había padecido el Redentor del género humano, se
imponía toda clase de mortificaciones y sufrimientos. Descalzo,
pobre, con el nombre de Dios siempre en los labios, emprendió su
camino: atravesó montes y llanuras, padeció hambre y sed, frío y
calor; demandaba hospitalidad de monasterio en monasterio; esquivaba
los palacios de los monarcas, los castillos de los barones, y todos
los lugares en donde el fausto tenía su asiento; visitaba únicamente
los templos y los hospicios, buscando la amistad y compañía de los
pacientes y los afligidos; no hablaba más que de Dios, vivía sólo
por Dios y no le abandonaba un momento siquiera aquel sublime y santo
propósito de emprender con ahínco la predicación de la palabra
divina entre los infieles. Después de haber subido al santuario de
Monserrate, de haberse prosternado ante el sepulcro de Santiago en
Compostela y ante el de los santos apóstoles en Roma, regresó a
Cataluña, desde donde, luego de haber visitado a sus deudos, pensaba
dirigirse a París con el objeto de emprender en aquella célebre
universidad el estudio de la gramática, de la filosofía y de la
teología, lo cual le era tan necesario para llevar adelante la tarea
que se había impuesto.



Gozaba
a la sazón en Barcelona gran fama como sabio y gran veneración como
virtuoso, el célebre compilador de las decretales de Gregorio IX, S.
Raimundo de Peñafort, a quien quiso Lulio no sólo confesar sus
pasadas culpas, sino también explicar los propósitos y las ideas
que en su interior fermentaban. No es de creer que la sabiduría de
tan venerable religioso no columbrase en Raimundo Lulio los gérmenes
de aquella inteligencia vasta, fecunda y milagrosa que había de
admirar a las generaciones venideras; mas considerando que en Palma
fuera dado a nuestro Lulio aprender la gramática y los rudimentos de
las ciencias que anhelaba penetrar, le aconsejó regresara a Mallorca
en donde al mismo tiempo que podría abrir su espíritu a la luz del
saber, podría también edificar con el ejemplo de sus penitencias a
los que había escandalizado con el de sus desvaríos y sus locuras.



Dócil
y sumiso Raimundo a los consejos de aquel santo varón se embarcó
para Palma, y puso otra vez los pies en las costas mallorquinas de
las que se despidiera ya para siempre. Huyendo empero del trato del
mundo y vistiendo un sayal penitente buscó la soledad para dedicarse
a los ejercicios piadosos, a la ciencia y a la contemplación.
Emprendió el estudio de la gramática y de la filosofía, y
aprovechando la ocasión de tener a sus órdenes un esclavo
sarraceno, se ocupó también en el de la lengua árabe, no sin
correr eminente riesgo de ser asesinado por el mismo esclavo a quien
un día castigara por haber blasfemado del nombre de Dios.



Llevando
en Mallorca una vida retirada, engolfábase en profundísimas
meditaciones, y reiteraba sus fervientes plegarias al Todo-poderoso a
fin de que le inspirase un libro que



le
sirviera de pauta para combatir los errores de los enemigos del
nombre cristiano. Pareciéndole poco el aislamiento en que vivía en
la ciudad, encerrábase largas temporadas, ya en el monasterio
cisterciense llamado del Real, ya en una heredad de su
pertenencia situada en la inmediación del monte de Randa, en
cuya cumbre subía no pocas veces a meditar sobre las grandezas de
Dios. Haciendo del mundo su gran libro leía en él de continuo; y
absorto ante las maravillas de la naturaleza y las obras del arte
humano, elevábase su alma en las regiones de la más alta
contemplación; mas luego su espíritu decaía, y lloraba y
desconsolábase desesperanzado en medio del abatimiento que no podía
menos de infundirle la impotencia que en sí mismo reconocía para
concebir el gran pensamiento que anhelara le fuese inspirado.
Redoblábanse a esto sus mortificaciones y sus penitencias, atizaba
con la oración el fuego de su ardor místico, y permanecía largas
horas contemplando el cielo, abismado en la aspiración más íntima.
Sea que aquella privilegiada inteligencia, fortalecida por el estudio
más asiduo y continuo y por aquella vida puramente espiritual y
contemplativa, hubiese alcanzado ya el momento de producir sus
óptimos (ópimos) frutos, sea que recibiese directamente de
Dios la luz y la inspiración que tanto deseaba, es lo cierto que
sintiéndose momentáneamente Raimundo con una fuerza creadora,
superior y gigantesca, y como iluminada su imaginación por una
claridad hasta entonces desconocida, concibió la primera forma de
aquel Arte que había de colocar su nombre en uno de los más
levantados puestos del templo de la inmortalidad; admirable máquina
del pensamiento y del raciocinio en donde están distribuidas las
palabras y las ideas bajo una forma sintética y que tiene ciertos
visos de cabalística por las figuras a que se sujeta aquella
clasificación; cuadro sinóptico general y vasto en donde se
combinan con el mayor artificio todas las palabras de la metafísica,
y se ordenan por medio de figuras geométricas los sustantivos
absolutos y los relativos, los sujetos universales y las
accidentalidades, las virtudes y los vicios formando grupos
ingeniosos y dispuestos de modo que, siendo fácil hallar la idea, se
derive también fácilmente la consecuencia por la inflexibilidad
rigurosa de la lógica; método profundamente meditado para resolver
todas las cuestiones imaginables y de aplicación para todas las
ciencias; resumen bien dispuesto de principios generales e inconcusos
que habían de servir de norte a su autor en sus ulteriores estudios
y meditaciones, у sobre los cuales debía calcar sus obras sucesivas
en todos los ramos del saber humano, y apoyarse para la refutación
de todos los errores.



Bajando
del monte de Randa con aquella inspiración se dirigió al monasterio
del Real donde escribió el primer pensamiento de su Arte, que
después adicionó, comentó y llamó Arte y ciencia universal;
y creciendo más de cada día su diligencia y laboriosidad, compuso
en aquella época una porción de tratados, entre los que se hace
notar el libro de Contemplación, que puede considerarse
también como el de sus confesiones, y que puso en lengua vulgar o
lemosina
y en árabe, y dividió en tantos capítulos
cuantos son los días del año para que pudiera servir mejor de pasto
cotidiano a la meditación. Siguiendo el método trazado en su Arte,
escribió en aquella misma época los libros sobre los principios de
teología, sobre los de filosofía, los de derecho y los de medicina,
el llamado liber gentilis et trium sapientum que puso igualmente en
árabe, el de Demostraciones, el de Sancto Spíritu y otros.



La
historia apoyada en las relaciones tradicionales, maravillosas
siempre de suyo, cuenta de esta época de la vida de Raimundo grandes
prodigios, a los que han dado cierto carácter de autenticidad y
certeza diferentes pasajes de las obras del célebre doctor. Dícese
que una milagrosa aparición de Jesucristo en forma de serafín
encendido, precedió a la inspiración del pensamiento de su Arte,
cuyo libro, se añade, fue escrito por mandato de Dios. Cuéntase
también que después de haber meditado largas horas en la falda del
monte sobre la confección de aquella obra, advirtió que habían
quedado escritas las hojas de un lentisco, junto al cual estuviera
sentado, con caracteres griegos, hebráicos, caldeos,
latinos y arábigos; y que habiéndose reiterado la visión, díjole
Jesucristo, que su Arte había de aprovechar a tantas naciones
cuantos eran los caracteres impresos en aquellas hojas: y por último
que doliéndose otro día de lo poco que comprendían el valor de su
obra por la originalidad que ofrecía, aparecióle un mancebo en
forma de pastor, el que viéndole en tanto desconsuelo, tomóle el
libro de la mano, y después de haberlo besado y bendecido, díjole
como por medio de aquel Arte habían de ser destruidos los muchos
errores que en tanto daño de la Iglesia echaban en el mundo
hondísimas raíces.



No
es extraño que creyese Raimundo bajado del cielo el rayo que iluminó
su inteligencia, al concebir con tanta espontaneidad el primer
pensamiento de aquel libro que fue siempre para él la clave de todos
sus raciocinios, de todas sus deducciones y de todos sus argumentos:
ni lo es tampoco que lo que admiró a las supremas inteligencias de
su siglo, lo que sancionaron a la faz del mundo entero los doctores
de la tan célebre universidad de París, fuese causa de la
admiración de su mismo autor, al considerar que había pasado la
mitad de su vida ajeno a las ciencias, a las artes y al estudio,
entregado a los placeres del mundo, a la licencia, al ocio y a todas
las seducciones de una corte; y que a la postre atribuyese a un
destello de la divina luz lo que pudo ser tan sólo hijo de un
talento



privilegiado
que se abrió a las profundidades insondables de la ciencia al
recibir el alimento necesario a su fuerza intelectual y creadora.



Incontrovertible
aparece por tanto la buena fé con que Lulio nos habla de su libro
considerándole como un don que recibiera del Espíritu Santo. Está
fuera del círculo de la posibilidad que un hombre de tan elevada
inteligencia, de tan eminentes virtudes y de aquella sinceridad
angelical nunca desmentida que le hace relatar a cada paso la
historia de todas sus flaquezas, intentase engañar al mundo con una
impostura. Consideramos las expresiones de nuestro Lulio, a quien con
propiedad se le llama el doctor iluminado, como emanaciones de
la más íntima convicción del alma; y no nos cabe duda de que en lo
más recóndito de su corazón así lo sentía, al manifestar en sus
numerosos libros que el pensamiento fecundo de su Arte le había sido
revelado por Dios, o cuando en el citado poema El Desconsuelo se
expresaba en estos términos: "Y aun os digo que traigo un Arte
general que me fué dada por el Espíritu Santo, por la cual puede el
hombre saber todas las cosas naturales segun lo que el entendimiento
alcanza por los sentidos.” Y más adelante: “¡Oh Señor
glorioso! ¿hay en el mundo martirio como el que sufro, cuando no os
puedo servir ni tengo quien me ayude?¿cómo puede quedar esta Arte,
que me disteis, de la cual puede seguirse tanto bien?" (1)



(1)
aquí el testo original de ambos pasajes:



Encareus
dich que port: una ART GENERAL



Qui
novament m'es dada: per do spirital,



Perque
hom pot saber: tota res natural



Segons
qu'entendiment: ateyn lo sensual........







¡Senyor
Deus glorios! ¿ha al mon tal martír



Com
aquest que sostench: com tu no puyx servir



E
no ay qui m'ajut? ¿com puscha romanir



Esta
ART que m'has dada: dont tant be's pot seguir?







Mas
sea de esto lo que fuere la fama de Raimundo y la novedad de su
doctrina se extendieron rápidamente, no sólo en toda la isla, sino
también en los vecinos reinos; y así como el ejemplo de sus
virtudes y de su saber llenaba de sorpresa a los que habían
presenciado su vida anterior, no pudo menos de llamar la atención
del bondadoso rey a quien Lulio había servido. Residía a la sazón
Jaime II en la ciudad de Montpeller, y no bien tuvo noticia de las
obras que su antiguo senescal llevaba escritas, cuando afanoso por
ver los partos de la pluma del bullicioso joven que tan desafecto a
las letras al principio se había mostrado, hízole pasar a su corte,
y llamóle a su presencia. Admirado quedó el monarca del alto
entendimiento y vastísima ciencia de Raimundo, y mucho más quedólo
de su humildad y edificante conducta al hacerle objeto de su aprecio
y de su distinción. Sujetada la doctrina de Lulio al detenido examen
de un sabio profesor de teología en aquella ciudad, llamado Bertran
de Berengario, fue merecedora de los más altos encomios del revisor,
y el nombre de Raimundo empezó a extenderse glorioso por todos los
ámbitos de aquel territorio.



Aprovechando
Lulio la disposición favorable del rey y las largas conferencias que
con él tenía, esplicóle el vasto plan que había concebido de
reducir todos los infieles a la creencia católica, hostilizándolos
ya con la fuerza de las armas ya con el poder de las razones. Movido
el piadoso celo de Jaime con las ardientes palabras de Raimundo, le
prometió favorecer sus empresas en lo que de su parte estuviese; y
por de pronto convino en fundar en Mallorca un colegio compuesto de
trece religiosos menores, en donde enseñándose las lenguas
orientales y las ciencias necesarias para la predicación del dogma
católico, se formasen aguerridos campeones aptos para emprender
aquella nueva cruzada.



La
fuerza de los acontecimientos determinó al príncipe en aquella
sazón a embarcarse para Mallorca, en cuyo viaje le siguió Raimundo,
y recordándole este su promesa al llegar a la isla, llevóse
felizmente a cabo el proyecto. (1) Escogióse para el establecimiento
del seminario el poético y pintoresco sitio de Miramar, (2) y
obtenida en breve la aprobación del pontífice Juan XXI, (3) pasaron
a vivir en el nuevo colegio dedicado a Santísima Trinidad (4) trece
religiosos menores, a quienes Raimundo daba lecciones de idioma
arábigo (5), y enseñaba a esgrimir las armas de una severa e
inflexible dialéctica, mediante su maravilloso Arte.



Permaneciendo
Lulio algunos años en la paz y sosiego del retiro de Miramar, se
entregaba su espíritu, en las horas que no invertía en la
enseñanza, a todas las dulzuras de la contemplación y del estudio.
Aunque en la apariencia gozase de una vida descansada, esplayábase
su imaginación en las meditaciones más profundas y sin dejar la
pluma de la mano aumentaba el número de sus obras con extraordinaria
rapidez.







(1)
Consta en varios documentos auténticos y coetáneos que en el año
1275 de cuya época se trata hallábase el rey D. Jaime II en
Mallorca. Este monarca dotó el nuevo monasterio con 500 florines de
renta anual para que en él pudiesen sostenerse trece religiosos con
el hábito de la orden de menores.







(2)
Llámase sin duda así por la deliciosa vista de mar de que se goza
desde aquel punto, que conservando todavía su poético nombre, ha
pasado posteriormente a ser de dominio particular.







(3)
Véase la bula pontificia confirmatoria de la erección del
monasterio de que se trata, expedida en Viterbo en XVI de las
kalendas de diciembre del año primero del pontificado de aquel papa,
que va inserta en la historia general del reino de Mallorca del
cronista Mut, lib. 3 cap. 3.



(4)
No hace muchos años que se conservaba aún la reducida iglesia
gótica de la SANTÍSIMA TRINIDAD de Miramar, en la que había
algunos retablos coetáneos que no dejaban de ser artísticamente
notables. El espíritu desgraciadamente destructor de nuestra época
ha hecho desaparecer aquel monumento lleno de venerable antigüedad y
de poéticos recuerdos.







(5)
Parece que obtenido el consentimiento de su esposa, tomó Raimundo
Lulio el hábito de la orden de menores.







De
este período de su vida son los libros que escribió en árabe
titulados Alchindi y Teliph, en los cuales al par que demuestra
vigorosamente las verdades de la revelación divina y de nuestro
dogma, pone en evidencia la falsedad de la secta mahometana; los
discursos sobre las Virtudes y los vicios; aquel precioso tratado de
la más ejemplar y elevada política que tituló Libro de la doctrina
del príncipe para el régimen de su persona, de su palacio y de su
reino, profundamente estudiado más tarde por el desventurado monarca
Don Jaime III de Mallorca al escribir sus célebres Leyes palatinas
que tanta envidia literaria despertaron en el ánimo de su
antagonista Don Pedro IV de Aragón; aquel bellísimo aunque reducido
libro de Oraciones y contemplaciones que escribió en lemosin,
y el que promete en su final y que le siguió inmediatamente, llamado
de la Actualidad de las divinas dignidades. A estos añadió los
libros sobre los Ángeles, sobre el Cáos, el llamado de
Definiciones y cuestiones, el de Peticiones, principios y soluciones,
y los tan justamente celebrados sobre el Orden clerical y el Orden de
la caballería, fijando en el último con la mayor madurez y acierto
las obligaciones de los caballeros para con Dios, y para con el rey y
el pueblo. Escribió también el de Doctrina pueril que tenía por
objeto la primera educación religiosa, moral y política de su hijo,
que se hallaba entonces a los trece o catorce años de su edad;
catecismo quizás el primero que con tan laudable fin se haya escrito
en el mundo. Y finalmente acordándose en esta misma época de que
había sido poeta, y deseando dedicar su estro a asuntos más graves
que aquellos a que le tuviera consagrado en su loca juventud,
escribió un poema didáctico sobre la Lógica, que desgraciadamente
se ha perdido, y el Llanto y las Horas de la Vírgen María de
que nos ocuparemos más adelante.



Una
vida intelectual empero tan laboriosa y asidua como llevaba Raimundo
en el nuevo monasterio de Miramar, no era suficiente para distraerle
de los ejercicios piadosos y ascéticos que se complacía en ofrecer
a Dios y de los cuales nos da relación exacta en su libro titulado
Blanquerna. Describiéndose a sí mismo en la persona de aquel
cenobita, y detallando su propia vida espiritual y devota en la de su
figurado personaje que hace sacerdote, dice: “Estando Blanquerna en
su ermita, levantábase a media noche, y abriendo las ventanas de su
celda, poníase a contemplar el cielo y las estrellas. Empezaba luego
a orar con toda la devoción que podía, a fin de que su alma
estuviese únicamente en Dios, y sus ojos en lágrimas y llanto.
Después de haber contemplado y vertido lloro copiosamente, entraba
en la iglesia y tocaba a maitínes, y acudiendo luego su
diácono, ayudábale a rezarlas; y al despuntar la aurora celebraba
misa devotamente, y hablaba de Dios a su diácono para que de Dios se
enamorase. Hablando ambos así de Dios y de sus obras, lloraban
juntos por la mucha devoción que les hacían experimentar aquellos
razonamientos. Luego el diácono se iba al jardín y se entretenía
en cultivar los árboles que en él había; y saliendo Blanquerna de
la iglesia para recrear su espíritu, fatigado por el trabajo que
había sostenido, tendía sus ojos por los montes y las llanuras:
luego de sentirse solazado se ponía a orar y a meditar, a leer las
santas escrituras o el gran libro de Contemplación, y así
permanecía hasta que llegaba el momento de rezar las horas de
tercia, sesta (sexta) y nona. Concluido el rezo aderezaba el
diácono algunas yerbas y legumbres, y al entretanto dirigíase
Blanquerna al jardín, en donde entretenía aquellos breves momentos
de ocio cultivando algunas plantas, con cuyo ejercicio confortaba su
salud. Después comía, e inmediatamente entraba solo en el templo
para manifestar a Dios su gratitud; salía
luego al jardín, iba a la fuente (1) o paseábase por aquellos
sitios que más le agradaban, entregándose más tarde al sueño con
el fin de cobrar fuerzas para sostener las fatigas de la noche.
(1)
Hay en los alrededores de Miramar una fuente que lleva todavía el
nombre de Raimundo; y es tradición que los animales la respetan
hasta el punto de no atreverse apenas a beber de sus aguas.

Al
despertar lavábase el rostro y las manos, rezaba vísperas con el
diácono, y luego quedaba solo pensando en lo que más le complacía
y que más le dispusiese para entrar en oración. Traspuesto el sol
subía al terrado y allí quedaba en larga meditación, con el ánima
devota y fijos los ojos en el cielo y en los astros, discurriendo
sobre la grandeza de Dios y los desvíos de los hombres. En este
estado permanecía Blanquerna hasta la hora del primer sueño, y
tanto era el fervor de su contemplación, que aún en su lecho le
parecía estar en mística inteligencia con el Todo-poderoso.
Deslizábase así feliz la vida de Blanquerna, hasta que las gentes
de toda la comarca dieron en visitar devotamente y con frecuencia el
altar de la Santísima Trinidad de aquella iglesia, lo cual
interrumpía y estorbaba la contemplación de Blanquerna, quien no
queriendo prohibir que allí fuesen para que no se enfriase la
devoción, trasladó su celda a la altura de un cercano monte.”
(1): Véase en la edición gótica del libro “Blanquerna” en
lemosin, impreso en Valencia en 1521, el capítulo 105 que
empieza: "Blanquerna se llevava en lo ermitatge á mitge nit: é
obria las finestras de la cella: per tal que ves lo cel é les
estelas etc.







Tal
era la existencia tranquila de Raimundo en su pintoresco y apartado
retiro, que más de una vez echó de menos ante los amargos
desengaños que su ardiente celo religioso recibiera en varias
ocasiones de las grandes potestades de la tierra. Mas en medio de
esta calma su laboriosidad no tenía límites; sus proyectos heroicos
no por eso se enfriaban, ni ponía en olvido los medios que
discurriera para darles cima. Dedicado a la meditación y a las
prácticas ascéticas, escribiendo siempre y enseñando, pasó en el
apartamiento de Miramar algunos años, aunque cortos, los más
felices sin duda de su dilatada carrera; pero Raimundo desatendía
completamente cuanto estaba ligado con su propia individualidad, y
tenía ya desde tiempo resuelto hacer el sacrificio de su vida en
aras del amor de Dios y del bien de los hombres.



Desahogada
su mente con la confección de tantos libros, у viendo los adelantos
que sus discípulos habían hecho en el idioma arábigo y en las
ciencias que les enseñara, le pareció haber llegado ya la hora de
tratar de sus intentos con el jefe de la cristiandad. Tomando por
compañeros a algunos de los religiosos de Miramar, sale de Mallorca,
dirígese a Roma, у puesto a los pies de Nicolás III, trázale con
elocuentes rasgos los grandiosos planes que, en beneficio de la fé
católica mundo todo, su ardiente caridad le inspirara. Acójelo
favorablemente el pontífice, que vislumbra en su frente la centella
del genio; y si bien se oponen algunos inconvenientes a sus empresas,
logra por de pronto ver confirmada la erección del colegio de
Miramar, resuelta la misión de cinco religiosos menores a la
Tartaria y encargada especialmente a la orden de Santo Domingo la
conversión de los judíos; después de haber presenciado el despacho
de legaciones particulares a los monarcas de Francia y Castilla para
dirimir sus discordias, altamente perjudiciales a la causa de la
propagación del cristianismo, y obtenido el beneplácito del Padre
Santo para ir a predicar entre los infieles las verdades de nuestro
dogma.







Mas,
si bien por una parte no quedaba Raimundo satisfecho aún con las
determinaciones de Nicolás III, por otra había tocado de cerca
cuanto por saber y observar le quedaba para exponer su vasto
pensamiento a la corte romana con la abundancia de datos que el
asunto requería (requiria). Comprendió con toda la
penetración de su talento, que si se intentaba llevar el estandarte
de Cristo e introducir la doctrina católica entre los infieles, era
absolutamente necesario calcular prácticamente sobre los terrenos
las operaciones estratégicas que conviniesen para agregar al dominio
de la cruz los países que debían conquistarse con la fuerza de las
armas; y hacerse cargo de la organización política, de la religión,
leyes, doctrinas y costumbres de aquellos estados que habían de ser
reducidos a la creencia católica por la fuerza de la razón. Para
poder ordenar mejor el plan de estas dos distintas cruzadas, que
fueron siempre el objeto predilecto de sus meditaciones, resolvió
Lulio hacer un largo viaje por todas las regiones de los infieles,
surcando mares, atravesando desiertos, venciendo los mayores
obstáculos, y exponiéndose a toda clase de peligros.



Fijando
los ojos sobre lo que con respecto al particular escribió
posteriormente Raimundo en varias de sus obras, y en lo que en las
relaciones de sus hechos queda consignado, se viene en conocimiento
del itinerario de su penosa peregrinación. Después de haberse
avistado con el emperador Rodolfo y recorrido toda la Germania;
haciendo frente a las persecuciones de los bárbaros, sin más
compañía que la pobreza y la desnudez, sin más armas que su
talento y su elocuencia, sin más móvil que su caridad y cristiano
celo, puso los pies en oriente; atraviesa la Palestina, detiénese en
Jerusalén y prosigue su marcha hasta la India. Entra después en las
tierras de Egipto, penetra en la Etiopía, y dirigiéndose por África
a Marruecos y Berbería, salta a las islas británicas y desde ellas
se embarca para el continente español; visita en la península la
árabe Granada y otras ciudades, y llega a Perpiñan, en donde tiene
ocasión de ver otra vez a su querido monarca Don Jaime II.



Ánimo
esforzado y heroica fé y perseverancia se necesitaba en verdad para
acometer en aquella época semejante (peregri-cion) peregrinación,
durante la cual habían de sucederle tan multiplicadas aventuras, y
de hacinarse sobre su cabeza tantas amenazas. Mas el valor de Lulio
no tenía segundo, ni reparaba en obstáculos cuando sus resoluciones
tenían por objeto la dilatación del imperio cristiano. Considerando
como un deber sagrado ofrecer en holocausto su vida siempre que se
tratase de la conquista de una sola alma, no perdía ocasión para
anunciar a los infieles las verdades de la fé católica, aunque esto
le hubiese de atraer las persecuciones y la muerte.
Encontraba
por todas partes trabajos que sufrir y amarguras que llorar, mas al
paso que cumplía con el objeto que en sus viajes se propusiera, y
que se dedicaba a la más profunda observación de aquellos países,
combatía los errores de las sectas y las preocupaciones bárbaras de
los pueblos; y cuando sus controversias no tomaban un carácter de
pacífica polémica, como la célebre argumentación, que sostuvo en
Bona con cincuenta filósofos árabes, irritábase el fanatismo
religioso de los adoradores de Mahoma, encendíanse las populares
iras, y con mucha dificultad lograba Raimundo sustraerse de una
muerte atroz y prematura.



Estos
largos viajes dejaron en el corazón de Lulio una huella profunda; y
más de una vez se vislumbraron en las concepciones de su espíritu
las reminiscencias que aquella época azarosa de su vida le había
dejado; recuerdos dulces siempre у bañados en la más tierna
suavidad y poética melancolía. No son para leídos efectivamente,
sin acordarse de los muchos sufrimientos del peregrino, aquellos
hermosos versículos de uno de sus más admirables opúsculos. -
"Veíase preso el amigo, dice, veíase atado, herido, maltratado
y amenazado de muerte por amor a su amado; y preguntábanle sus
verdugos ¿dónde está tu amado? Y respondíales: vedle aquí en la
multiplicación de mis amores y en la paciencia que me da en mis
tormentos." - "Iba el amigo pidiendo limosna de puerta en
puerta para acordarse del amor que a sus siervos tenía el amado, y
como no se la diesen, preguntáronle si le sabía mal. Y respondió,
que no; porque la humildad, la pobreza y la paciencia complacían a
su amado." - "Hallábase el amigo en tierras extrañas;
olvidóse de su amado у sintió la ausencia de su esposa, de sus
hijos y de sus amigos. Mas acordóse otra vez de su amado para
consolarse y para que el mal de ausencia que sufría no le
atormentase por el deseo y por el amor.", (1)



(1)
= "Veya's lo amich pendre y lligar, ferir y matar per amor del
seu amat. E demanavenli aquells qui'l turmentaven ¿on es lo teu
amat? Respos lo amich: velvos ací en la multiplicació de mes amors
y en lo sofriment qu'em fa aver de mos turments. - Anava l'amich a
demanar almoyna per las portes, per tal que fes recordar l'amor del
seu amat als seus servidors, e com un dia no li donassen res,
demanarenli si li sabia greu. Respos que no, per so que humilitat,
pobrea, pasciencia, son coses agradables a son amat. - Era l'amich
en terra estranya y oblidantse de son amat, e hagué anyor e desitg
de sa casa e de sa muller, de sos fills e de sos amichs. Mas torná a
recordarse de son amat perque se aconsolas e que la stranyedat sua
no’l aturmentas per desitg e per amor." = Libro del “Amigo y
del amado" vers. 52, 282 y 365.

Además de tan bellos
pasajes y otros que pudiéramos citar, ¿quién lee sin enternecerse
aquellos versos de su Desconsuelo que dicen: "¡Oh ermitaño! No
es mucho sufrir resignado la pérdida de hijos, salud y fortuna
cuando lo quiere Dios. Mas ¿quién podrá nunca consolarse al ver el
olvido y el menosprecio en que Dios se tiene, al oír blasfemado su
nombre, e ignorado su ser, cuando esto tanto le agravia? Y aún no
sabéis vos lo mucho que por su amor fui escarnecido, golpeado,
maldecido, tirado por las barbas y puesto en peligro de muerte; a
todo lo cual por su virtud me he resignado. No hay hombre empero en
el mundo que pueda consolarme cuando veo lo росо que a Dios se
honra sobre la tierra." (1)



(1)
El texto original dice así:



N'ermita!
no es molt: si hom es consolat



En
perdre sos infants: diners o heretat



E
en star malalt: pus que a Deus ve de grat.



Mays
¿qui’s consolará: que Deus sia oblidat,



Meynspreat,
blastomat: e tan fort ignorat,



E
com de tot ço sia: Deus fortment despagat?



Enquer
que no sabets: com eu suy meynspreat



Per
Deu, ferit, maldit: e greument blastomat



E
en perill de mort: e per barba tirat



E
per virtut de Deus: pacient suy estat.



Mays
que Deus sia'l mon: tant pauch grayt honrat



No
es hom en lo mon: qui m'en fes conortat.



Finalizada
tan penosa correría, no se mostró Raimundo fatigado; antes bien
redoblábase extraordinariamente su actividad y celo. Detúvose tan
solo en Perpiñan el tiempo necesario para tener algunas conferencias
con el rey Don Jaime su antiguo señor, y para consignar las
observaciones de sus viajes y el fruto que de ellas había recogido,
en el libro que escribió en aquella población sobre la Conquista
del santo Sepulcro; siendo también de la misma época los doscientos
versos que escribió a requisición del monarca, para solventar las
cuestiones teológicas que este le propuso sobre el pecado de Adán.
Desde Perpiñan dirigióse en seguida a Montpeller en donde dio
nuevas pruebas de su talento universal y de su maravillosa
fecundidad. Al mismo tiempo que enseñaba públicamente y con aplauso
su Arte, daba rienda a su espíritu en la composición del celebrado
libro que llamó Blanquerna, en el cual se incluyen como partes
accesorias del mismo los interesantes opúsculos Arte de elegir, el
libro del Ave María, el Arte de contemplar, y el ya citado y
preciosísimo de los diálogos o cánticos del Amigo y del amado. Es
el Blanquerna en su conjunto un vasto poema que escribió Lulio en
prosa lemosina, en el que haciendo recorrer a su héroe los
estados de la vida civil, eclesiástica y eremítica, y todos los
grados de la jerarquía sacerdotal hasta la dignidad pontificia,
explana con admirable aplomo y solidez los deberes del hombre
constituido en cada uno de aquellos estados, y las virtudes que han
de adornarle. Da reglas para la educación religiosa, civil y
literaria de la juventud, desenvolviendo en su obra un plan
fundamental de estudios, los más bellos ejemplos de todas las
virtudes en contraposición a los vicios más capitales, la perfecta
ordenación y régimen de los sentidos y de las espirituales
potencias, las prácticas más sublimes para orar, las más útiles
reflexiones sobre la observancia de los preceptos del decálogo y
sobre el medio de libertarse de la tentación, las ideas más sanas
sobre la penitencia, la perseverancia, la obediencia y el consejo, y
sobre la mansedumbre, la pobreza, el llanto, la aflicción, la
misericordia, la pureza, la paz y la persecución; las más
provechosas amonestaciones a los prelados sobre la limosna y a los
reyes para que hiciesen la guerra contra los infieles, y procurasen
su conversión, a lo cual se añade el arte de elevar a Dios el
espíritu, todo para conducir al hombre sea cual fuere su posición
social al más alto grado de perfección.



Al
mismo tiempo que trazaba Raimundo en Montpeller un cuadro tan vasto
de ejemplar doctrina, escribía también el libro llamado de la
Primera y segunda intención que dedicó a su hijo y el Arte
demostrativo que leyó y enseñó públicamente en aquella misma
ciudad con general aceptación; a cuyas obras siguieron la Lectura
sobre las figuras del arte demostrativo y sus Reglas introductorias,
sobre las que hizo también un poema didáctico; el Arte de deducir
lo particular de lo universal; el libro de Proposiciones según el
arte demostrativo; un compendio de este Arte; el tratado sobre los
Catorce artículos de la fé católica, el llamado de Figura
elemental, el de Retentiva, un compendio del Arte médica, y el Ars
juris que basó sobre los tres grandes preceptos de la justicia.



Estando
Lulio ocupado en estos trabajos se celebraba en Montpeller un
capítulo general de la orden de predicadores, al que asistieron
muchos obispos, prelados y religiosos de todos los países católicos:
y no pudiendo menos de aprovechar la ocasión para excitar el celo
cristiano de aquellos varones, preséntase Raimundo a la ilustrada
asamblea, y al darse en ella cuenta de los hermanos que habían
fallecido, improvisa un discurso lleno de elocuencia y energía, y
haciendo ver que la verdadera muerte es la muerte del alma y que esta
es la que sobreviene a los que mueren en la ignorancia de la fé de
Cristo, recae en su sempiterno tema de la conversión de los
infieles, concluyendo por arrancar entusiastas aplausos a sus
oyentes.



Después
de haber desplegado tan asombrosa actividad durante su permanencia en
Montpeller, dirigió Lulio sus pasos a Roma para tratar otra vez con
el pontífice de lo que 
llamaba
el Santo negocio: mas las circunstancias se le mostraron adversas,
pues no sólo encontró a su llegada vacante la silla apostólica por
fallecimiento de Martín IV, sino que las sediciones, tumultos,
contagios y terremotos que en aquella época acontecieron, alejaba de
los ánimos toda idea de secundar los designios de Raimundo. Sin
embargo, avezado como estaba nuestro infatigable Lulio a hacer frente
a todas las contrariedades, aguardaba con resignación que fuese
elevado Honorio IV al solio pontificio, ante quien se prosternó,
llenos sus labios de interesantes súplicas; y no abandonó a Roma
sin haber logrado que se fundara en la capital del mundo católico un
colegio en donde se enseñaran las lenguas orientales, como el que
había fundado en Mallorca el rey Jaime II; (1) sin haber obtenido un
breve dirigido al cardenal de Santa Cecilia Juan Choleti legado
apostólico en la corte de Francia, a fin de que procurase con todas
veras aquella laudable y precisa erección, promovida con la mayor
solicitud y no menos trabajos por Raimundo Lulio, según refiere
Spondano; (2) y eficaz recomendación para la universidad de París
con el objeto de que le fuese permitido enseñar en ella el Arte
general. (3)

Salido de Roma donde aumentó el repertorio de sus
obras con un libro sobre el salmo Quicumque vult salvus esse y el
poema sobre los Cien nombres de Dios; y después de haberse detenido
poco tiempo en Bolonia donde asistió a otro capítulo general de la
orden de predicadores, dirigió Raimundo sus pasos a la ciudad de
París en la que le aguardaban muchos admiradores y no pocos
aplausos. Sorprendidos los maestros de aquella renombrada universidad
de la vastísima ciencia de Lulio, le concedieron el grado de doctor,
y no tardó mucho el canciller Bertoldo en poner en sus manos la
competente autorización para que se sentara en una de las cátedras
de la misma universidad con el fin de que explicara en ella sus
nuevos y portentosos sistemas (4).



(1)
Véase la obra titulada "L'academie de la perfection."



(2)
Véanse los "Anales" de este autor.



(3)
Véase la historia de la universidad de París, escrita por César de
Boulay.



(4)
El mismo César de Boulay enumera a Lulio entre los maestros que
enseñaron en aquella universidad.



Durante
los dos años que nuestro fecundo autor permaneció en París,
mientras desempeñaba el magisterio en aquella universidad, donde
derramaron torrentes de doctrina tantos célebres maestros y afluían
discípulos de los más apartados países, y en tanto que se
perfeccionaba en la gramática mediante las lecciones del maestro
Tomás Atrebatense, con quien trabó después una amistad muy íntima,
compuso el notable libro de la Disputa entre los fieles y los
infieles, el que intituló Visión deleitable y el llamado Félix de
las maravillas del orbe, fruto este último de una observación
profundísima y en el cual pinta un joven llamado Félix que,
peregrinando por el mundo, contempla las maravillas todas de la
naturaleza y discurre y raciocina admirablemente sobre ellas; siendo
digno de notar que en este libro habla Lulio, antes que otro alguno
lo hiciera, de la dirección de la aguja magnética hacia el norte, y
del singular fenómeno de tomar en puntos determinados una dirección
distinta y que más tarde observaron los portugueses navegando hacia
el cabo de Buena-Esperanza.



Incansable
Raimundo en sus viajes, luego que hubo logrado del rey de Francia
Felipe el Hermoso la fundación de un nuevo colegio en Navarra (1),
regresó a Montpeller, en donde continuó leyendo públicamente sus
libros y desenvolvió su Arte inventiva, sus Cuestiones solubles por
el arte demostrativa e inventiva, sus tratados Investigatio
generalium mixtionum у de Mixtionibus principiorum; un opúsculo en
verso lemosin sobre la Trinidad, y las obras llamadas Fuente
divina del paraíso, y Arte amativa, además de un compendio de
Lógica, y del recomendable libro de Alabanzas a la Virgen María,
bellos y poéticos cologios entre un hermitaño docto
en las ciencias filosóficas y en la teología con tres hermosas damas conocidas por los nombres de Alabanza, Oración e Intención.



(1)
Véase el capítulo XIV de la obra biográfica de Juan María de
Vernon.

Bullendo sus ardientes propósitos en el fondo de su
alma y queriendo en persona dedicarse a la conversión de los
infieles, ya que en último resultado no lograba de la corte romana
toda ja decisión que apetecía, se dirigió a Génova, desde cuyo
punto le era fácil embarcarse para la ciudad de Túnez. Con el
objeto de confundir mejor a los filósofos árabes, puso en su mismo
idioma el Arte inventiva que había escrito en Montpeller, y se
disponía ya para su marcha cuando supo la nueva del advenimiento de
Nicolás IV al solio pontificio por muerte de Honorio su antecesor.
Esta noticia le hace suspender el proyectado viaje para encaminarse
otra vez a Roma, a fin de conferenciar con el recién elegido.
Avistado con él, preséntale un elocuentísimo opúsculo, por el
cual demuestra con abundante copia de datos los medios de recuperar
los Santos Lugares y de difundir la religión verdadera entre los
idólatras: y hallando en el ánimo de Nicolás las muestras más
lisonjeras de simpatía y las mejores disposiciones, renace en el
pecho de Raimundo la dulce esperanza de ver realizados sus deseos.
Envió desde luego el pontífice cartas y misiones a la Tartaria,
Armenia y Etiopía; hablóse de la fundación de colegios para el
estudio de las lenguas orientales y de la reducción de los
cismáticos al seno de la Iglesia; y se empezaron, a instancias
vivísimas y repetidas de nuestro infatigable Lulio, serios trabajos
para formar una sola orden de las del Temple y de los Hospitalarios
de San Juan, a fin de que aunada su fuerza, su valor y su pericia
militar, se hiciese con más provecho y mejores resultados la guerra
contra los infieles (1).



(1)
“Nicolaus ordines Templariorum, et Hospitaliorum dessidentes in
unum redigere conatus est, cui negotio perficiendo multum laboravit
Raimundus Lullus". - Felipe Briecio en sus "Anales
pontificios."



Mas
el mismo pontífice se hacía ilusiones en los planes que concibiera
al prometerse de ellos prontos y eficaces resultados; pues si bien
por su parte se hallaba dispuesto a secundar los deseos de Raimundo,
no así sucedía con los príncipes cristianos que, ocupados por
desgracia en atizar el fuego de sus mutuas rencillas y apagado en
ellos el entusiasmo que en otro tiempo había despertado la voz de
Pedro de Amiens, se mostraron poco favorables a aquellos santos
intentos. A estas contrariedades se añadió la guerra de la Sicilia
en que hubo de empeñarse la corte romana; y por último la
consternación que produjo en todos los ánimos la pérdida de las
ciudades que estaban todavía poseyendo los cristianos en la Siria,
acabó de frustrar completamente todas las tentativas del celoso
Lulio.
Viendo pues este malogradas sus esperanzas, abandonó a
Roma sin consuelo para volverse a Montpeller; mas ya que tan adversa
se le mostraba la suerte con respecto a sus humildes peticiones,
quiso darle Dios una prueba de que no le tenía en olvido, abriéndole
una senda expedita para la generalización de sus ideas. En Italia
había conocido Lulio al ministro general de la orden de menores
Raimundo Gaufredi; y a pesar de la severidad de este sabio varón en
lo tocante a la ciencia teológica y de lo adverso que se mostraba a
las ideas nuevas en este punto, hasta el extremo de prohibir a los
catedráticos de su orden que las emitiesen o que divulgasen
producciones de su propio ingenio, quiso dar a nuestro autor la más
marcada prueba del alto concepto que le merecía, poniendo en sus
manos una circular dirigida a los ministros provinciales de la orden
en los dominios romanos, en la Pulla y en la Sicilia, para
que
le recibiesen con la mayor afección y respeto, y le
destinasen lugar oportuno para enseñar su Arte a los religiosos que
tuviesen deseo de aprenderla. (1)
(1) Fue expedida esta circular
en Montpeller a VII de las kalendas de noviembre de 1290, y obra en
el proceso sobre la canonización de Lulio del año 1612.



Poco
tiempo empero pudo usar Lulio por de pronto de este privilegio por
más que le recibiera con placer y agradecimiento. Queriendo
demostrar con el ejemplo la profunda convicción que le animaba en
sus exhortaciones, permaneció en Montpeller solamente el tiempo
preciso para arreglar su viaje a Túnez y quizás para concluir su
libro contra el Antecristo y el famoso Árbol de la deseada
filosofía, que escribió en los momentos de su tristeza con el
objeto de dedicarlo a su hijo, a quien aconseja riegue aquel árbol
con el agua de las tres fuentes de la fé, de la esperanza y de la
caridad, que forman el río que se divide después en cuatro arroyos
que se llaman justicia, prudencia, fortaleza y templanza.



De
Montpeller hubo de pasar otra vez a Génova, desde donde le era más
fácil embarcarse para Túnez; sobrecogióle empero en aquel punto
una gran dolencia que le llevó a los umbrales de la eternidad y puso
la navecilla de su alma en peligro de perderse. Quizás la tristeza
en que le había sumido el mal éxito de sus afanes debilitó las
fuerzas de su espíritu, y flaco y abatido, empezó a considerar los
muchos peligros a que iba otra vez a exponerse al emprender la penosa
tarea de predicar a los infieles. No es de extrañar que en este
estado y dando pábulo a tales reflexiones se enfriase su heroico
propósito; que de aquí viniese la tentación, sintiese por un
momento apagarse aquel amor divino que siempre ardió en su seno y
que el remordimiento avivase después en su memoria el recuerdo de
sus culpas pasadas. Tras esto al parecer sobrevino la exaltación en
su cerebro, la desconfianza en la misericordia divina, la
desesperación y la fiebre; y representándosele en su ánimo los
tormentos del infierno, de que se consideraba ya presa sin medio de
salvarse, extraviábase su imaginación de suyo vivísima y ardiente,
y creyendo ser juguete del maligno espíritu, cayó en un estado
lastimoso de delirio 
que
le puso al borde del sepulcro.

Pasando en silencio algunas
fábulas injustificables que algunos han contado del período de la
enfermedad de Raimundo, al verse este algo mejorado, no bien supo que
se hallaba una nave en Génova de pronta partida para Túnez, cuando
a pesar de su estado de convaleciente y de las insistencias con que
procuraban sus amigos disuadirle de la idea de su viaje, hizo
trasladarse con sus libros al buque que pronto emprendió su rumbo; y
completamente restablecido su cuerpo y sereno su ánimo, entró en la
ciudad musulmana, redoblado su celo y más inflamado que nunca su
corazón por el fuego de la caridad y por el anhelo de la dilatación
de la fé cristiana.



Recién
llegado a Túnez reúne Lulio a los varones más sabios en la ley de
Mahoma para travar con ellos algunas controversias teológicas
y oponer a su religión la de Cristo crucificado. Haciendo uso de su
Arte, destruye con su contundente lógica las objeciones de los
árabes, les confunde y maravilla al mismo tiempo, y les hace
comprender los más altos misterios del dogma católico. Estas
disputas le daban por resultado la conversión de no pocos infieles
que, entusiastas por las virtudes y ciencia de Raimundo, conducían a
otros compañeros a la cátedra del celoso catequista, y así iba
formando una numerosa reunión de oyentes que le prometía los más
felices resultados. Mas no faltaron en esta ocasión ciegos
defensores del Alcoran, que noticiosos de las predicaciones de
Raimundo y de los partidarios que su elocuencia atraía, denunciasen
a su rey la secreta escuela. Alarmado el monarca de ver dentro su
propio reino un elemento tan poderoso para la destrucción de su
trono, y que tan hondamente socavaba el edificio de las creencias de
sus mayores, apresuróse a reunir los magistrados de su consejo, los
que considerando a Raimundo como hombre sedicioso y como subversivos
sus discursos, profirieron contra él la sentencia de muerte;
resolución que se hubiera ejecutado desde luego si un magnate
sarraceno, prendado de las altas virtudes y de la ciencia de Lulio,
no hubiese intercedido por él y alcanzado del monarca la conmutación
de aquella pena con la de estrañamiento perpetuo del reino.
Obtenido esto y publicado un edicto en el que se le imponía
anticipadamente la pena de muerte para el caso de ser hallado otra
vez en Túnez, extrajeron a Lulio de la cárcel para trasladarle a
una nave que le condujese otra vez a Génova; y durante el camino que
anduvo desde su encierro hasta el buque que debía recibirle, hubo de
sufrir toda clase de insultos, golpes y azotes que pusieron en grande
peligro su existencia. Mas tanto era el ardor con que había
emprendido la carrera del apostolado que no bastaron estos
contratiempos para hacerle abandonar la empresa; antes bien
permanecía en el puerto de Túnez esperando le sería fácil
introducirse otra vez en la ciudad para ganar algunas almas. La atroz
persecución empero que sufrió en aquellos días un cristiano a
quien los árabes habían confundido con Raimundo, hizo conocer a
este la suerte que le aguardaba si persistía en sus intentos; y
viendo que ya no le era dado hacer cosa alguna en aquel punto por el
servicio de Cristo, saltó a bordo de una nave que salía para
Nápoles.



En
aquella capital emprendió de nuevo y con la mayor asiduidad sus
tareas literarias. Después de haber dado fin a su Tabla general que
había empezado en el puerto de Túnez en medio de sus angustias y
cuidados, escribió su Lectura compendiosa; a vivas instancias de
algunos médicos con quienes disputaba sobre la medicina, trazó el
tratado de la Levedad y peso de los elementos; y mientras enseñaba
su Arte a muchos árabes establecidos en Nápoles, daba cima a un
libro que llamó de la Conversación y a la famosa Disputa de los
cinco sabios, que profesando distinta creencia ventilan en
interesante diálogo los puntos más culminantes del catolicismo,
emitiendo Raimundo en él sus propias ideas en boca del latino
romano, que concluye su argumentación con una instancia a la Santa
Sede en la cual expone brevemente sus reiterados proyectos de
cruzada.



Esta
misma instancia fue la que luego presentó en Roma con otro opúsculo
titulado Flores de amor y sabiduría a Bonifacio VIII, que había
subido a la dignidad pontificia por abdicación de Celestino V. No
obstante de reasumir empero en ambos escritos todas las razones que
podían inducir al Papa y a los cardenales a adoptar y favorecer el
plan que llevaba expuesto, sus súplicas no alcanzaron la atención
de que eran merecedoras.



Ocupada
la corte romana en otros negocios, si bien no le desairaba con una
negativa, le entretenía con vagas y falaces promesas, ponía
obstáculos a la pronta realización de aquellos proyectos, y el
asunto experimentaba tan largas dilaciones que hicieron desconfiar a
Raimundo del éxito de sus tentativas. Por desgracia su mismo celo y
el ardor de su insistencia llegó a ser enojosa para los que se
hallaban en la posibilidad de secundarle; y a medida que reiteraba
sus pedidos y que elevaba al poder su elocuente voz, crecía la
indiferencia y el fastidio de los gobernantes, hasta el punto de
hacerle blanco de la derision y de la mofa; y sin querer ya
escucharle disparaban contra él los más envenenados dicterios.



Amargo
fue para Lulio tan triste desengaño, e intenso su dolor al
considerar cuan poco había adelantado en su empresa después de
treinta años de desvelos, de fatigas y de padecimientos. Consumíale
la tristeza y le asediaba por todas partes la soledad y el desamparo;
y en tal estado dando rienda suelta a sus lágrimas compuso en versos
lemosines
su tan bello como sentido poema el Desconsuelo;
melancólico desahogo de su corazón lacerado por los desengaños,
plañido íntimo de un espíritu que contempla desvanecidas las
esperanzas a que todo en el mundo lo ha sacrificado. Bajo tan
dolorosa impresión escribió también en Roma y en idioma lemosin
el precioso libro llamado Árbol de la ciencia, en cuyo prefacio
descríbese en un valle a la sombra de un árbol de bello ramaje
cantando su desconsuelo para alcanzar alivio en los pesares que le
ocasionaba el poco éxito de sus trabajos, y en este acto oyendo su
canto un monje que andaba por aquel valle, se acerca y después de
preguntarle la causa de sus lamentos le ruega escriba un libro para
más fácil inteligencia de su Arte. Compuso en esta misma época el
famoso libro de los Proverbios que contiene más de seis mil
sentencias clasificadas con el mejor método, y que se ocupan de la
divinidad, de la naturaleza de las criaturas y de los vicios y las
virtudes; otro tratado sobre los Artículos de la fé, a que dio
también el nombre de Apóstrofe y del cual existe el original en lemosin y una traducción libre latina, en el final de cuya obra
se lee una enérgica y oportuna alocución dirigida al pontífice
Bonifacio VIII.



Cansado
de esperar en Roma sin que sus peticiones alcanzasen (alcanza-cen)
resultado alguno favorable, se dirigió otra vez a Génova; y después
de haber pasado a Montpeller para visitar a su inolvidable rey Don
Jaime II e inducirle a que interesase al de Francia en sus
pretensiones (pretenciones), emprendió su marcha hacia París.
Recíbele otra vez en su claustro la universidad de aquella corte, у
haciendo pública lectura de su Arte, atráese en poco tiempo una
muchedumbre de discípulos. Mas esto no basta para distraerle de sus
proyectos, y manifestándolos al rey Felipe, no solamente obtiene
promesa de enviar emisarios a la Santa Sede para tratar del negocio,
sino que hace de aquel monarca uno de los más constantes admiradores
de su Arte y de su sabiduría. Confiado pues Raimundo en la
discreción de Felipe y esperando que las influencias de este
lograsen por fin algún éxito, busca la soledad en el seno de
aquella misma capital, у viviendo en ella aislado y retraído, se
entrega completamente a sus tareas literarias dando nuevas pruebas de
su pasmosa fecundidad. Así es que durante los dos años escasos de
su permanencia en París escribió el tratado sobre el Alma racional
у el de Astronomía en el que combate enérgicamente la astrología
judiciaria que preocupaba entonces los ánimos en el mundo
científico; un compendio sobre lo mismo; los libros llamados De los
diez modos de contemplar a Dios; De como la contemplación se
convierte en éxtasis; De los grados de la conciencia, y la
Declaración contra varias opiniones de algunos filósofos condenadas
por el prelado de París. Escribió también otro libro sobre las
Sentencias de Pedro Lombardo; otro que se cuenta en el número de sus
mejores producciones titulado Filosofía del amor que presentó al
rey de Francia y a su esposa, y una Práctica breve de la tabla
general; además del tratado sobre la Cuadratura y triangulatura del
círculo, en el que establece los principios de la teología; el de
Congruo adducto ad necessariam rationem, y un Canto elegíaco en
verso lemosin, en el que, como en el Desconsuelo, recuerda su
vida pasada, se duele de lo infructuoso de sus fatigas, y de los
desengaños que recogiera por premio de sus afanes.



En
el ínterin dejaba pendientes sus constantes pretensiones de las
promesas del monarca francés, resuelve pasar a Mallorca, donde se
propone prestar también sus servicios en favor de la propagación
del cristianismo, enseñando y catequizando a los muchos árabes que
en la isla tenían fijada su residencia. Para efectuar su viaje sale
de París, atraviesa la Francia, entra en Cataluña, y deteniéndose
en Barcelona, logra tener algunas conferencias con el rey Don Jaime II de Aragón, de quien obtiene así mismo promesas
satisfactorias de apoyarle en sus pretensiones mediante su
valimiento. Estas entrevistas inspiraron al rey aragonés y a
la reina Blanca su esposa la más viva simpatía hacia
Raimundo, y admirados los regios consortes así de las virtudes de
Lulio como de su sabiduría, le encargaron la redacción de un
devocionario o libro de Oraciones que escribió en lengua lemosina
a medida de los deseos de aquellos reyes y con el aplomo y
elevación con que solía tratar los asuntos místicos; dejando
también escrito en la misma ciudad un opúsculo teológico en verso
a que dio el nombre de Dictado de Raimundo.



Por
fin la tierra natal de nuestro incansable apóstol, la deliciosa
Mallorca, recibe con placer en sus playas la nave que conducía a su
célebre hijo, después de más de veinte años de ausencia. Raimundo
empero no toma tierra en la isla para entregarse al descanso que su
senectud ya reclamaba, sino para inaugurar una segunda época de
actividad y trabajos. Un año escaso permaneció entre sus
conciudadanos, pero los libros que escribió datados en Mallorca y
que llevan la fecha de aquel mismo año, y el número de infieles y
judíos que catequizó durante su residencia en Palma, son otros
tantos testimonios de su celo religioso y de la fecundidad de su
talento. Así como en el tratado de la Cuadratura y triangulatura del
círculo sentó los principios de la Teología, escribió en Mallorca
otro libro en el cual estableció los de la Filosofía, a cuyo
trabajo añadió un compendio de la obra sobre los Artículos de la
fé. Escribió también un extenso poema moral y teológico que
tituló Medicina del pecado, y los libros sobre la Esencia y sobre el
Conocimiento de Dios, además del tratado sobre el Hombre, escrito
con el fin de que la criatura humana se conozca a sí misma y sepa
honrar a su Criador; el llamado de Dios y de Cristo; y la Aplicación
del Arte general a las ciencias, a cuya obra el erudito y bibliógrafo
D. Nicolás Antonio en su catálogo de las obras de Lulio designa con
el nombre de Arte general rítmica.



Apenas
había dado cima a estos trabajos cuando llega a la noticia de
Raimundo que Kassan gran kan de la Tartaria había invadido la Siria,
y que venciendo a los musulmanes, se había apoderado de los Santos
Lugares acompañando al soldán de Egipto hasta las fronteras de su
reino. A tan inesperada nueva inflámase el corazón del anciano
Lulio, pues profesando Kassan la fé de Cristo, ve en aquel suceso
una coyuntura favorable para alcanzar la realización de los
proyectos por los cuales tanto se había desvelado. No deteniéndole
ni las fatigas del viaje ni el peso de sus años, abandona el sosiego
á que su patria le brindaba y se dirige a Chipre; pero no
bien hubo llegado allá cuando supo con dolor que la noticia que le
había sido comunicada era falsa, pues no tan sólo no había
podido
apoderarse el tártaro del territorio que ambicionara,
sino que hubo de retirarse a sus reinos que durante su ausencia se le
habían sublevado.
No era hombre empero Lulio que hiciese en
valde sus viajes o que malograse las ocasiones de prestar sus buenos
servicios a la causa de la fé católica. Así pues aprovechándose
de la circunstancia de hallarse en Chipre, avistóse con el soberano
de aquella isla y le decidió a que reuniese todos los cismáticos,
jacobitas, nestorianos y monotelitas para que, forzados a escuchar
sus discursos, pudiese reducirles a prestar obediencia al supremo
jefe de la Iglesia, y hasta intentó le enviase al soldán de Egipto
en calidad de misionero; pretensión que tuvo que abandonar al ver la
indiferencia que en esto el rey demostrara. Mucho sería ciertamente
el fruto que alcanzaba de su contundente argumentación, cuando los
enemigos a quienes con su ciencia refutaba acudieron al medio de
envenenarle para librarse del peso de sus razones. Mas
afortunadamente los remedios fueron prontos y eficaces para salvarle
de una muerte tan horrible como segura; y logrando su curación,
luego de restablecido se trasladó a la ciudad de Famagosta, no sin
dejar escrito en el monasterio de San Juan Crisóstomo donde se había
dirigido, un libro de Retórica, que sin fundamento algunos han
tratado de disputarle.



Acabó de robustecerse en aquella ciudad con los cuidados del maestre de los
Templarios que le hospedó afectuosamente dispensándole la más
favorable acogida; y siguiendo las indicaciones que el mismo Lulio
hace en varias de sus obras, después de alejarse de Famagosta en
donde escribió el libro sobre la Naturaleza, se dirigió a la
Armenia, y en Aleas ciudad de aquel territorio es donde vemos datado
el libro escrito en lemosin que intituló De lo que el hombre
debe creer de Dios. De la Armenia volvió a Chipre y pasando por las
islas de Rodas y Malta, en las que se detuvo poco tiempo, puso los
pies en Génova desde cuya ciudad se dirigió inmediatamente a
Mallorca.



En
esta isla empléase otra vez con éxito en catequizar a muchos árabes
y judíos, y ocupa las horas que aquella elevada tarea le deja libres
en escribir el libro de los Mil proverbios, precioso ramillete de
máximas escogidas e impregnadas de la doctrina más sana y de la
moral más pura; el de la Confesión, en el cual después de haber
entrado en altas consideraciones sobre los pecados y sobre los modos
de examinar la conciencia, desciende a las reglas prácticas para
confesar; el de la Trinidad y la encarnación, tratado profundísimo
acerca estos dos misterios; y el de los Sermones sobre los diez
preceptos del decálogo.



Desde
Mallorca calculó lo indispensable que era para el buen resultado de
la empresa que de tan antiguo meditaba, la alianza entre los
príncipes católicos. Proponiéndose trabajar con todas sus fuerzas
a fin de alcanzarla, embarcóse para Montpeller, en cuya ciudad
conferenció con el rey de Aragón y le hizo presente sus
intentos; y presentándole un bien meditado plan para emprender la
cruzada, le pidió su protección y auxilio.
No desoyendo el
monarca las palabras de Raimundo a quien tenía en grande veneración,
al mismo tiempo que le dio varias recomendaciones, ofrecióle su
persona, sus tierras, sus soldados y su tesoro para la conquista de
la Tierra Santa, lo que inflamó de nuevo el corazón de Lulio
llenándole otra vez de lisonjeras esperanzas. Sin embargo no
abandona la ciudad de Montpeller sin dejar marcada su permanencia en
ella en los libros llamados la Disputa de la y del
entendimiento, que tiende a probar los misterios del dogma cristiano,
de Lumine, de la Región de la salud y de las enfermedades, en el que
habla de la influencia de los astros sobre la economía animal, y el
Ars jus naturalis, que se dirige a dar sólidos conocimientos sobre
este derecho, regular sobre sus fundamentos los derechos
particulares, así naturales como escritos y resolver e interpretar
las cuestiones del civil y del canónico.



Del
Rossellon pasó a Génova a conferenciar con los magnates de
aquella ciudad sobre sus pretensiones, y a poco tiempo regresó otra
vez a Montpeller; y siguiendo su constante costumbre de escribir y
viajar, dejó trazado en la primera ciudad el libro llamado Lógica
nueva, la Lectura de la práctica breve de la tabla general, y la
Demostración silogística de los artículos de la fé; y dio cima en
la última al libro que intituló de la Significación, al del
Entendimiento, a los llamados Consejo e Investigación de los actos
de las divinas dignidades, al de la Memoria, al de la Voluntad, y al
Método para aplicar la lógica nueva al derecho y a la medicina.



Abandonando
otra vez a Montpeller pasó a Aviñón en donde escribió el libro de
la Inmaculada Concepción de la Virgen María, que quizás dio origen
al célebre edicto del rey de Aragón en favor de este
misterio, y que en el siglo en que vivimos (XIX), después de
las antiguas y encarnizadas reyertas de los teólogos escolásticos,
ha venido a convertirse en un glorioso floron de la corona
literaria de Raimundo, con la reciente declaración dogmática hecha
por la Santidad de Pío IX. De Aviñón volvió a Montpeller y
durante los meses de su permanencia en este punto escribió, además
de los libros llamados Ascenso y descenso del entendimiento, de
Demostrar comparando, y de la Predestinación y el libre alvedrío,
las tres grandes obras Arte mayor de predicar, Arte general para
todas las ciencias y la llamada del Fin; exponiendo en el primero las
reglas más juiciosas para que la predicación produzca buenos
frutos, y la necesidad de que, al efecto de atajar los progresos de
la malevolencia y dar fomento a las buenas obras, se den en los
discursos oratorios ideas exactas de las virtudes y los vicios
haciendo de ellos una minuciosa anatomía; y demostrando en el último
con abundancia de datos y observaciones los medios de apoderarse de
los Santos Lugares y de acabar con las herejías y el cisma; libro
maduramente concebido, y que por la sabiduría del plan que en él se
desenvuelve hizo exclamar al célebre erudito D. Nicolás Antonio: -
"No lo dudo; antes me persuado de que si el plan propuesto en
este libro se llevara a efecto, dejaría de haber herejías, errores,
y disenciones entre los cristianos... por lo que necesario es
que medite el crimen que perpetra y los bienes que estorba quien sin
razón lo contraría."



En
Montpeller tuvo Raimundo ocasión de ver al recién elegido Pontífice
Clemente V y al monarca de Aragón, con los cuales pudo tratar
de sus inolvidables proyectos. Poco tiempo después pasó a
Barcelona, desde cuya ciudad, luego de haber dejado escrito en ella
el libro sobre los Errores de los judíos, se trasladó a Lyon con el
objeto de dirigir al jefe de la cristiandad una súplica relativa a
la conversión de los infieles que fue recibida con frialdad, por
hallarse la curia romana distraída en otros asuntos; y volviendo a
Montpeller para escribir una obra sobre el Derecho civil y una
Introducción al arte general, se dirigió a la capital de la
Francia. En París lee otra vez en público su Arte, y argumenta con
el célebre Scoto, sobre cuya disputa compuso un libro, al que añadió
el llamado de la Fácil ciencia y otro de Cuestiones. Redoblándose
su actividad a medida que avanzaba en años, emprende su marcha hacia
Pisa en donde concluye el Arte general última que había empezado en
Lyon, y escribe el Arte abreviado. De Pisa se embarca para Mallorca,
y desde esta isla encendido su corazón por el deseo de la conversión
de los infieles, se traslada al África y entra en la ciudad de Bona.



Curiosas
e interesantes son las aventuras que según cuentan los biógrafos
coetáneos, acontecieron a Raimundo en esta penosa expedición al
África. Apenas hubo conseguido fundar en Bona una escuela de su
doctrina, cuando fue delatada al gobierno agareno, lo que le atrajo
tan recias persecuciones que le obligaron a abandonar aquella ciudad
para librarse de la muerte. Por entre despoblados y derrumbaderos,
salvado milagrosamente de las fieras, penetró hasta Bugía, en cuya
ciudad se propuso predicar la fé de Cristo. Para ello escogió el
sitio más público de la población, y en la plaza fue donde empezó
con energía a combatir la religión mahometana y a proclamar como
santa y verdadera la de los católicos. A tales palabras quiso el
pueblo apedrearle con gran algazara, mas dio orden el muftí de que
le llevaran a su presencia; y al reprenderle este semejante osadía,
y recordarle el castigo atroz que le aguardaba, contestó Raimundo
que no teme la muerte el verdadero siervo de Dios, ni el miedo ha de
estorbarle el predicar su religión si por indubitable la tiene y la
profesa. El muftí que pasaba por hombre docto en su ley, le exigió
(exijióle) que demostrase la verdad de su creencia, y tan
altas pruebas dio de sus más incomprensibles misterios, que
confundido el sacerdote de mahoma tuvo por más prudente mandar la
prisión de Lulio que contestar a sus razonamientos.



Las
órdenes del muftí ejecutáronse desde luego, y Raimundo fue
conducido ignominiosamente a una cárcel hediondísima, no sin sufrir
toda clase de insultos y los más inicuos tratos. Permaneció algún
tiempo en aquel repugnante encierro, hasta que condolidos de su
suerte, a fuerza de súplicas, pudieron alcanzar algunos catalanes y
genoveses que se hallaban en aquel punto, que le destinasen una
cárcel más decente y más salubre. Durante su encarcelamiento, al
paso que unos pedían se le condenase a muerte, otros, aunque
sectarios acérrimos del Alcoran, acudían a ser testigos de las
pruebas que aún estaba dando de su sabiduría. Entre estos había
algunos que no por ser profundos filósofos eran menos celosos en la
defensa de su ley; y cuanto comprendían las elevadas cualidades de
Lulio, tanto era su tenaz empeño de atraerle a su secta: así es que
ya que no podían alcanzarlo con razones, imaginaron deslumbrarle con
ofrecimientos. Prometíanle honores, riquezas y, cuanto podía
halagar la ambición mundana; mas el alma de Raimundo era por esta
parte incontrastable, y cada vez que insistían en su idea,
convirtiéndose en apóstol de Cristo el que anhelaban hacer neófito
de Mahoma, les hacía comprender cuanto yerra quien sacrifica a la
fortuna deleznable del mundo la felicidad eterna del cielo.

Fruto
de estas conferencias fue el convenio que hizo Lulio con Hamar, uno
de los más afamados corifeos de la ley mahometana, de
escribir cada uno por su parte un libro en que expusiesen las pruebas
de su respectiva creencia. Algo tenían trabajado ya ambos
contendientes en el plan que concertaran, mas como llegase esto a
noticia del príncipe africano que tenía su corte en Constantina,
mandó una orden a Bugía para que no sólo se estorbase aquel
proyecto, sino que fuese desterrado Raimundo del reino, haciéndole
saber que le aguardaba la muerte caso de ser en él otra vez habido.
Embarcóse Lulio a esta intimación en una nave que emprendía su
viaje a Génova, y a poco sobrevino tan espantosa tormenta, que hizo
imposible toda dirección y gobierno; y arreciando más y más los
vientos, abandonada la nave al furor de los elementos, naufragó ante
las costas de Pisa, a las cuales pudo arribar Raimundo luchando con
las olas, asido a una tabla, medio desnudo, y perdidos sus libros,
con muy pocos marineros de la tripulación.



Después
de haber entrada en Pisa, hospedado que se hubo en el convento de
Santo Domingo, lejos de mostrarse abatido con tantos trabajos y
contratiempos, dio otra vez rienda suelta a su heroica laboriosidad.
Reasumió en un precioso libro su célebre contienda con el sarraceno
Hamar, en el que triunfa el dogma católico de los ingeniosos y
sutiles sofismas del filósofo árabe (1); y expuso en otro tratado
con su habitual profundidad y madurez los deberes de los clérigos y
las virtudes de que deben estar adornados; a cuyos libros añadió el
de la Afirmación de la memoria y el de los Cien signos de Dios.



(1)
En este libro llamado "Disputa de Raimundo con el sarraceno
Hamar,” que es uno de los más notables de Lulio, lo hace mérito
de la persecución que sufrió este en Bugía, de su penoso
encarcelamiento, y de su naufragio.




Al
mismo tiempo que daba cima a estos trabajos, siguiendo en sus
constantes propósitos, agenciaba con todas sus fuerzas la concebida
cruzada, procurando encender en los espíritus el mismo fuego que en
su corazón ardía. A fuerza de entusiasmo y de diligencia alcanzó
persuadir a la república pisana de lo elevado de su pensamiento y de
lo útil de la empresa; y no sólo contribuyó a que se resolviese la
institución de una orden militar para que pelease de continuo contra
los infieles en la Siria, sino que mereció de los pisanos el más
decidido apoyo, manifestándoselo por medio de cartas comendaticias
que pusieron en sus manos, dirigidas a la Santa Sede.



Cobrando
aliento el ánimo de Raimundo con estas favorables circunstancias
pasó inmediatamente a Génova, centro de su actividad y de sus altas
operaciones. Recibiéronle los genoveses con toda la deferencia que
su sabiduría siempre les inspirara y con el amor que en todas
ocasiones le habían demostrado; y tanta era la buena voluntad con
que estaban dispuestos a secundar los intentos de Lulio que además
de las cartas que le entregaron para el Sumo pontífice y sacro
colegio de cardenales, pusieron a su disposición treinta y cinco mil
florines para ayudar a los gastos de la guerra. Lleno de las más
risueñas esperanzas salió esta vez Raimundo de la ciudad de Génova
para tratar con la Santidad de Clemente V del reanimado negocio de la
cruzada. Con la velocidad del rayo pasa los Alpes, entra en Francia,
y quizás con el objeto de aguardar ocasión favorable para dirigirse
a Aviñón, donde el pontífice tenía en aquella época establecida
su corte, se detiene algunos meses en Montpeller, cuyo tiempo emplea
en escribir con aquella fecundidad que le hace el más admirable de
los autores, el Arte divina, el tratado sobre la Multiplicación, el
libro de los Nuevos engaños, los llamados experiencia de la
realidad del Arte general, Igualdad de los actos de las potencias del
alma en la bienaventuranza, y otro sobre los Vestigios de la
producción de las divinas personas; el 
que
intituló Escusa de Raimundo, el de la Investigación de la sustancia
y del accidente, 
el
de la Conveniencia que sobre el objeto tienen la fé y el
entendimiento, el de los Actos propios y comunes de las dignidades
divinas y por último otro libro sobre el modo de Adquirir la Tierra
Santa que compuso con el fin de presentarlo a Clemente V.



Con
este libro y las cartas que llevaba consigo de las repúblicas de
Pisa y Génova dirigióse Raimundo, rebosando su espíritu fé y
confianza, a la ciudad de Aviñón, en la que tuvo algunas
conferencias con el papa y con los altos dignatarios de aquella
corte: mas tanto como había sido intensa la esperanza que en aquel
pontífice había puesto, tanto más amargo fue el desengaño ante la
indiferencia que para con aquellos proyectos Clemente le demostrara.
Raimundo no fue bien recibido; sus planes excitaron más bien la
hilaridad y el desprecio que la profunda atención que merecían.
Verdad es que la estación de las cruzadas había pasado ya para no
volver nunca, y que el entusiasmo religioso que las promoviera se
había enfriado en los corazones; verdad es que el estado de la
Europa no hacía ya posible la resolución heroica de los que
siguieron a Pedro de Amiens y a San Bernardo; que las desgraciadas
expediciones de San Luis habían hecho renunciar a la gloria de
nuevas tentativas; y que ni el ardiente celo de Lulio, ni de los que
después de él trabajaron para reanimar el espíritu desfallecido,
como Marino Sanuto, Felipe de Savona, Andrés de Antioquía y hasta
el mismo laureado poeta Francisco Petrarca, habían ya de hacer
vibrar los pechos con la elocuencia de sus palabras, al empeñarse en
promover una nueva cruzada. Mas es sensible que toda vez que tan
difícil juzgábase una expedición militar a la Palestina, se
desoyesen los planes de predicación por los que 
Raimundo
tan ardientemente abogara, y que hubieran sido sin duda de grandísimo
provecho para la causa del catolicismo.



Herido
Lulio en lo más hondo de su alma, abandonó lleno de pesar y
amargura la corte pontificia, dirigiendo sus pasos hacia París en
donde en medio de tantas celebridades literarias había conseguido
adquirir gran renombre. Como si presintiese que aquella era ya la
última vez que había de entrar en la gran capital de la Francia,
quiso permanecer en ella dos años a pesar de su apego a la agitación
y al movimiento. Durante su permanencia en París dio mayor solidez a
su gloria ejerciendo otra vez el magisterio en aquella célebre
universidad, у trazando un gran número de obras, con las cuales
aumentó el maravilloso catálogo de las que llevaba escritas, y
excitó la admiración de los sabios, hasta la del mismo rey Felipe
el Hermoso que en el entusiasmo que el vastísimo saber de Raimundo
le inspiraba, llamábale el grande e iluminado doctor. De aquella
época son los libros Arte mista de filosofía y teología y
de las Tres personas que hay en Dios; los llamados del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo, de la Trinidad y unidad que hay en la
esencia de Dios, de las Condiciones de las figuras y de los números,
y el Arte cabalística: escribió además los tratados de la Nueva
metafísica, y de la Nueva física, de la Predestinación y la
presencia, del Eficiente y el efecto, del Modo natural de entender, y
los que intituló de Venatione medii inter subjectum et predicatum, y
de Conversione subjecti et predicati per medium. Estando entonces en
París muy en boga la escuela de Averroës, declaróse
Raimundo uno de sus más ardientes adversarios, escribiendo un libro
contra los errores de aquel filósofo, que intituló Disputa de
Raimundo y el averroïsta, y el de Sermones en refutación de la
misma doctrina. A estas obras añadió la llamada de lo Posible e
imposible, la de los Engaños de algunos filosofadores, y los libros
sobre



las
Contradicciones, sobre los Silogismos, sobre los Innatos
correlativos, sobre la Unidad y pluralidad divina, el del Ignorado
Dios y del ignorado mundo, de la Forma de Dios, de su existencia y
ajencia, de las Elevadas y profundas cuestiones у el llamado
del Ente.



Queriendo
Lulio corresponder además a las altas consideraciones y distinguida
deferencia de que el rey Felipe le hacía objeto, dedicóle el
hermoso libro sobre el Nacimiento del niño Jesús, y el que lleva
por nombre Lamento de la filosofía, en el cual, personificada esta,
se duele en sus coloquios con el Entendimiento de ver tan oscurecida
la verdad por los errores de los falsos filósofos que esparcían con
sus desvaríos la confusión y las tinieblas por la faz del orbe.
Mientras tan gloriosamente sellaba Raimundo su reputación como
escritor, recibía el más alto testimonio del aprecio de los sabios,
en un diploma que puso en sus manos la universidad de París, por el
cual cuarenta maestros, después de un detenido examen, aprobaban su
Arte, según menciona César de Boulay en la historia de aquella universidad y lo confirma el mismo documento que 
auténtico
ha llegado a nuestros días. (1).



(1)
He aquí el notable documento a que aludimos. Dice así:



Universis
præsentes litteras inspecturis, officialis curiæ parisiensis in
Domino salutem. Noverint universi, quod in præsentia magistri
Joannis de Salinis, et Michaelis de Jonquerio, nostrorum clericorum
juratorum, quibus in hiis et majoribus fidem indubiam adhibemus, et
quibus quoad hæc commissimus tenore præsentium, vices nostras,
propter hoc personaliter constituti magister Martinus in medicina,
magister Joannes Scotus in artibus, magister Raymundus de Biterum in
medicina bachalaureus, Fr. Clemens prior servorum S. Mariæ
parisiensis, Fr. Accursius ejusdem loci magister, Petrus Burgundus in
artibus magister, Ægidius de Vallesponte magister in artibus,
Matthæus Guidonis in artibus bachalaureus, Gaufridus de Meldis,
Joannes Scotus, Petrus de Parisius, Hebrandus de Frigia, Gilabertus
de Normania, Laurentius de Hispania, Guillermus de Scotia, Henricus
de Burgundia, Joannes de Normanis bachalaureus in artibus, et
magister Ægidius, et plures alii usque ad numerum 40, in dictis
scientiis experti asseruerunt per eorum juramenta, non vi, dolo,
metu, vel fraude ad hoc inducti, sed sua spontanea voluntate, ad
requisitionem Magistri Raymundi Lulli catalani de Majoricis,
quod ipsi a dicto magistro Raimundo Lull, audiverunt per
aliqua tempora Artem, seu scientiam, quam dicitur fecisse seu
adinvenisse idem Magister Raymundus, quæ quidem Ars, seu scientia
sic incipit: "Deus cum tua gratia, sapientia, et amore, incipit
Ars brevis, quæ est, etc." Asseruerunt dicti magistri, et omnes
alii, ut prædicitur, per eorum juramenta coram præfatis juratis
nostris, quod dicta Ars, seu scientia erat bona, utilis et
necessaria, pro ut ipsi perpendere poterant, seu etiam judicare, et
quod in ea nihil erat contra fidem catholicam, seu etiam dictæ fidei
repugnantia; multa autem ad sustentationem dictæ fidei, et pro ipsa
facientia in dicta scientia seu Arte, ut dicebant poterant inveniri.
Præmissa autem facta et acta ac etiam testificata ab ipsis magistris
et bachalaureis, ut prefactum est coram præfactis clericis juratis
nostris, fuerunt in domo, quam ad præsens inhabitat idem Magister
Raymundus Llull, in vico Bucceriæ parisiensis, ultra parvum pontem
versus Sequanam, pro ut ipsi jurati nostri nobis retulerunt, oraculo
vivæ vocis. Ad quorum relationem sigillum predicte parisiensis curie
duximus litteris presentibus apponendum, in testimonium præmissorum.
Datum anno Domini MCCCIX, die martis post octavam festi
Purificationis B. Marie Virginis gloriose.
- M. De Jonquerio."



Una
muestra parecida de distinción recibió Lulio del monarca francés,
con las letras que expidió este en Vernon en el mes de agosto del
año 1310, altamente lisonjeras para Raimundo; (1) y no contento
Felipe con esto, hizo que el ilustre canciller de París Francisco
Neapoli le diese también el correspondiente diploma a fin de que
pudiera hacer pública la aprobación de su doctrina. (2)



(1)
Véase este documento en la cita núm. 70 del cap. 6. disertación
1.a de las del
P. Custurer.



(2)
Véase el documento que sigue al anterior en las Disertaciones
históricas del mismo P. Custurer.

No bien acaba empero
Lulio de recibir tan elocuentes demostraciones de la alta
consideración que a los sabios y al monarca merecía, cuando se
esparció la nueva de que Clemente V convocaba un concilio general en Viena. Alborozóse Raimundo a tan fausta noticia y latiendo todavía
de entusiasmo su corazón por sus antiguos proyectos, le pareció
haber llegado la última pero la mejor ocasión de proponer y
alcanzar lo que con tanto fervor deseaba. Así pues, luego de haber
explayado su alma en un canto lemosin que tituló Concilio, en
el que exhorta al papa, a los cardenales, prelados, religiosos,
príncipes y caballeros para que no sean apáticos los unos en el
razonar en la general asamblea, ni remisos los otros en empuñar las
armas por la exaltación de la fé de Cristo, dispone su marcha para
Viena. Durante el camino compuso con respecto a las pretensiones que
iba a exponer en el sínodo, los Diálogos del clérigo Pedro con
Raimundo a que dio también el nombre de Phantasticus; y no bien hubo
llegado a la ciudad alemana cuando rehízo el libro llamado del Ente
en cuyo final incluyó su petición.



Abrióse
aquella venerable y general asamblea el día primero de marzo del año
1311, hallándose presentes en ella el Sumo pontífice y el rey de
Francia con sus tres hijos, su hermano Carlos de Valois y más de
trescientos obispos; y apenas hubo pronunciado Clemente un discurso
en que exponía las causas de la convocación, cuando el anciano y
venerable Raimundo, se echó a las plantas del supremo jefe de la
Iglesia, y después de más de cuarenta años de diligencias y
fatigas, empleados en llevar a feliz término sus fervientes deseos,
en encarecer con la palabra y con la pluma cuanto convenía al bien
de la religión, en recorrer para animar a los soberanos a la santa
empresa las principales cortes de Europa y en predicar a los infieles
la verdad revelada arrostrando las persecuciones más atroces y los
más inminentes peligros, pintó con muy vivos colores la necesidad y
la obligación en que estaban los príncipes católicos de recuperar
los Santos Lugares, hizo presente el estado deplorable y la miseria
de los cristianos de la Armenia y la suerte fatal que aguardaba a los
griegos próximos a ser esclavos de los turcos si se dilataba el
oportuno socorro.



Conmovidos
los padres del concilio con la elocuente oración de Raimundo, al
mismo tiempo que veneraron sus canas y aplaudieron su religioso celo,
tomaron en consideración la súplica que les dirigía, accediendo a
la mayor parte de los extremos que en ella iban contenidos. Propuso
ante todo a la asamblea la institución de tres colegios, uno en
Roma, otro en París y otro en Toledo, en los cuales hombres
instruidos previamente en la filosofía y, teología, y dispuestos a
hacer el sacrificio de su vida por la propagación de la fé
cristiana, pudiesen aprender las lenguas orientales a fin de
facilitar la predicación del Evangelio a los infieles; pensamiento
que fue adoptado por el concilio decretando la creación de colegios
de aquella clase en las ciudades de Roma, Bolonia, París, París,
Oxford y Salamanca.
Pedía también Raimundo que todas las
órdenes militares se refundiesen en una, con el exclusivo objeto de
hacer constantemente la guerra a los sarracenos hasta la destrucción
del islamismo, lo cual a pesar de las anteriores disposiciones de
Nicolás IV que tendían a realizar este pensamiento y de los mejores
deseos de Clemente V, no pudo acordarse por la oposición que a ello
hicieron varios comisionados de aquellas religiones: y además
proponía nuestro infatigable Lulio que la décima de los bienes
eclesiásticos se invirtiese en los gastos de la guerra contra los
musulmanes, lo que fue concedido por el término de seis años
encargando la expedición al rey Felipe de Francia. Aparte de estos
tres puntos capitales abrazaba la petición de Raimundo otros de
disciplina eclesiástica y algunas proposiciones para que puestas en
armonía la filosofía natural y la teología se evitasen los errores
de muchos antiguos y modernos filósofos; para que se impusiesen
penas a los cristianos usureros; para la instrucción de los judíos
y sarracenos domiciliados en países católicos; y para la reforma de
la facultad de medicina y de la de jurisprudencia; proposiciones que
fueron en su mayor parte atendidas por la utilidad y el bien que
habían de reportar a la Iglesia y a la sociedad. Conseguido que hubo
pues las principales peticiones que había sometido a la decisión
del concilio, y viendo cuantas dificultades se oponían a la empresa
militar que tanto anhelara para la conquista de la ciudad santa,
determinó vivir dedicado enteramente a sus tareas literarias.
Algunos biógrafos suponen que por este tiempo emprendió una nueva
peregrinación a la Siria, datos hay empero irrecusables para
desechar semejante hipótesis. Mas digno de crédito aparece el viaje
que otros han asegurado hizo a Inglaterra; viaje que no puede
desmentirse sino a trueque de considerar apócrifas algunas obras que
llevan impresos no sólo el nombre de Lulio sino la marca de su
genio. Quizás por el descrédito en que había caído la alquimia en
los tiempos posteriores a Raimundo, merced a ignorantes charlatanes
que no hicieron sino envilecerla con sus supercherías; y más aún
la prevención y repugnancia con que las preocupaciones y el
fanatismo han mirado por espacio de algunos siglos los
descubrimientos de aquella ciencia, que en nuestros días ha podido
llegar al más alto grado de esplendor, se han esforzado en borrar
del catálogo de las obras de nuestro autor los libros de alquimia,
negando su autenticidad con el empeño más decidido. No contentos
con esto han puesto en duda que Lulio se dedicase a las operaciones
prácticas de la ciencia, y quizás para vindicarle mejor de lo que
según ellos deslustraba la santidad de su vida, no sólo han tratado
de arrebatarle uno de los mejores títulos de su inmortalidad, sino
que han querido excluir de la gloriosa historia de sus hechos cuanto
tenga relación con sus descubrimientos químicos. Así nada tiene de
extraño que los que prefieren ver en Lulio un consumado teólogo o
un hábil filósofo, más bien que un genio vasto y enciclopédico,
guarden el más profundo silencio con respecto a su viaje a
Inglaterra y a los importantes trabajos en que se ocupó en la corte
de Eduardo II.



Que
Raimundo era hombre inteligente en la química lo comprueban hasta
sus mismas obras filosóficas, en las cuales no pocas veces se ocupa
ya expresa ya incidentalmente de aquella ciencia; por lo mismo nada
extraño nos parece cediera a los reiterados ruegos del príncipe
británico para que pasase a su corte con el objeto de emplearle en
algunas operaciones químicas de no escasa importancia. Lo que nos
sorprende es la insistencia con que se sostiene ser apócrifos esos
numerosos tratados de alquimia que circulan con el nombre de Lulio,
entre los cuales se cuentan el libro de la Quinta esencia, los
llamados Testamento y Codicilo, la Diadema de Roberto, el de los
Esperimentos, el del Hallazgo de los secretos ocultos, el de
la Transformación de los metales, del Alfabeto químico, de la
Destilación del agua, y tantísimos otros, escritos en varias épocas
de su vida, y de los cuales fuera prolijo hacer relación detallada.



Creyendo
pues vano el empeño de considerar a Raimundo como extraño a las
investigaciones de la alquimia, no vemos motivo para contradecir a
Juan Cremer, monje de Westminster, quien dice haber mediado para que
pasase a Inglaterra, y trabajase, hospedado en aquella célebre
abadía, en la depuración del oro y acuñación de las monedas que
se llamaron nobles de Raimundo o rosas nobles, por encargo del
monarca inglés. Lo que creemos si una suposición hija de la
ignorancia de aquellos tiempos es la de que Raimundo corriese
engañado tras el necio empeño de hallar lo que se llamó la piedra
filosofal, cuyo aserto contradecimos con tanto mayor fundamento en
cuanto el mismo Lulio en muchos pasajes de sus obras considera como
un delirio dejarse alucinar por ese sueño, hasta el punto de hacerle
exclamar que el oro de los alquimistas no es oro verdadero, y que más
vale argentum in bursa, quam in mercurio; mientras que en otro pasaje
del Arte magna se expresa en estos términos: Elementativa habet
veras conditiones, ut una species non se transmutet in aliam speciem,
et in isto passu alchimistæ dolent, et habent occassionem flendi.



Concluida
la ocupación que le hiciera permanecer en Londres, en cuya ciudad lo
entretenía Eduardo con falaces promesas de emprender la guerra
contra los infieles, determinó pasar a Mallorca, deteniéndose
antes, aunque muy poco tiempo, en Montpeller en donde concluyó el
libro llamado de Locutione angelorum. Dedicando en la isla natal sus
postreros años a las más elevadas tareas literarias, escribió el
libro de la Participación de los cristianos y los sarracenos, el de
los Correlativos de las divinas dignidades, el de los Cinco
principios que hay en todo lo que existe, los del Nuevo método de
demostrar, del Padre nuestro, del Ave María, de las Virtudes y los
pecados, el Arte breve de predicar, el tratado de las Obras de
Misericordia, el de los Dones del Espíritu santo, el de la
Confesión, el Arte infusa, el llamado Cual sea la ley mejor, mayor y
más verdadera que dedicó a su monarca el rey Don Sancho de Mallorca, sucesor de su padre Don Jaime II en el trono mallorquín, y
el de la Virtud venial y vital dirigido al mismo monarca.



A
pesar de su edad octogenaria, después de haber ordenado su
disposición postrera, quiso pasar al reino de Sicilia. Durante su
viaje, no desmintiéndose nunca la extraordinaria laboriosidad que
fue el distintivo de su agitada existencia, ni su serenidad de ánimo,
escribió un compendio del libro de la Contemplación: y establecido
en la ciudad de Mesina ocupóse sin descansar en la confección de un
gran número de tratados. Además del libro que intituló Consuelo
del ermitaño, interesante coloquio sobre el amor al Todopoderoso, y
modo de hacer frente a la tentación, compuso el de las Definiciones
de Dios, otro de las Infinitas y divinas dignidades, y los llamados
del Ente absoluto, del Acto mayor, del Medio natural, de la
Investigación de la Trinidad por la sustancia y el accidente, de la
Trinidad trinísima, del Ser infinito, de la Divina santidad, de la
Invención divina,
de la Perfecta ciencia, del Lugar mayor y
menor, de la Potestad infinita y ordenada, de la Naturaleza divina,
de la Concordancia y la contrariedad, de la Esencia de Dios, de la
Creación, de los Cinco predicables y diez predicamentos, de la
Potestad pura, del Modo de comprender a Dios, del Dios mayor y menor,
de la Voluntad de Dios infinita y ordenada, del Fin mayor, de la
Afirmación y negación, de la Justicia de Dios, de la Vida divina,
del Ser perfecto, del Objeto finito e infinito, de la Memoria de
Dios, de la Multiplicación en la esencia de Dios por la divina
Trinidad, de la Ciudad del mundo, y finalmente el libro llamado del
Concilio de las divinas dignidades, en el que refiere haber hecho el
más ferviente propósito de ir otra vez a predicar a los infieles y
de morir en la empresa. (1)
(1) Es indudable que Lulio, desde el
principio de su conversión, aspiraba a la gloria del martirio; y lo
comprueban varios pasajes de sus obras, entre otros el siguiente que
se lee en su libro de “Contemplación" que es uno de los
primeros que escribió:
- "Plascia á vos Senyor, que com
mon esser passará d'aquest segle en l'altre, que y pas per via de
martiri."




Ocupado
en Mesina en escribir tan gran número de obras se hizo la admiración
de aquel pueblo, logrando el singular rey Federico de Sicilia, quien
maravillábase de tan profundo saber y tan extraordinaria fecundidad.
Recibió aquel monarca con muestras del más íntimo contento, la
dedicatoria de varios de los libros de Raimundo, y no sin sentimiento
le vio abandonar las playas de su reino. Inclinado ya el cuerpo del
venerable Lulio bajo el peso de los años y de las fatigas, íntegros
empero el vigor de su espíritu y la fuerza intelectual que le
animaba; ardiendo en su interior el heroico propósito de alcanzar la
muerte y la gloria de los mártires, se embarcó para Mallorca, con
el fin de trasladarse a Túnez. Ni los ruegos de sus compatricios, ni
las muestras más elevadas que estos le dieron de la veneración en
que le tenían, ni la paz y el sosiego que su país natal estaba
ofreciendo a su vejez, pudieron enfriar su ardorosa y firme
resolución. Así, dejando para siempre su querida patria,
despidiéndose de todos sus deudos y amigos que no podían contener
el llanto en tan tierna despedida, se dirigió al puerto de Palma,
acompañado de un numeroso gentío, de las familias principales del
país, y de los jurados de la ciudad; y dando a todos el último y
tiernísimo adiós se hizo el buque a la vela el día 14 de agosto
del año 1314 con rumbo hacia Bugía (1).

(1) En una nota
coetánea que inserta el P. Custurer en sus disertaciones históricas
se da cuenta de la partida de Raimundo del modo que sigue:



"Nota:
vuy Dimars á 14 de Agost 1314 se embarcá Mestre Ramon Lull en una
nau per transfretar, é anar en Bugia, en la qual embarcada tingué
gran acompañament de gent, é particularment los Jurats, ço es:
Luis de Sanct Marti, Andreu Roig, Juan Borras, Antoni Aguiló, Fr.
Amador de Sta.... Fr. Antoni Ferrer, é molts altres, fent gran
sentiment de la sua anada, é embarcament.”




Merced
a las treguas que firmara el rey Don Sancho de Mallorca con el de
Túnez, había en los puertos del África grande afluencia de
embarcaciones, lo que favoreció el desembarque y la entrada, que
hubieron de ser de oculto con motivo del estrañamiento del
reino a que estaba Raimundo condenado por sus anteriores viajes a
aquel territorio. No bien hubo pasado un mes desde su partida, cuando
los jurados de Palma recibieron una sentida carta en la que
resplandece toda la entereza de su alma heroica y la suavidad y la
dulzura de un cristiano apóstol, poniendo en noticia de aquellas
dignas autoridades su arribo al África. (2)



(2)
He aquí algunos fragmentos de la carta a que aludimos:



"Als
magnifichs, é savis Senyors los Jurats de Mallorques. Sit nomen Dni.
benedictum. Magnifichs, é savis Senyors, é germans en Christo.
Faslos á saber de la nostra arribada en lo port segur de Bugia per
la bontat, é gracia de mon Deu y Senyor, lo cual comensa á
mostrarme... de son servici, en las quals pugue... é aprofitar al
meu intent, y avenir las meuas cosas, per las quals he volgut pendre
aquest meu passatje... porte las cosas á bon fí, em vulla donar
gracia en tot, é acertar en aquest meu bo, é sanct intent.



De
Bugía pasó a Túnez en donde todavía escribió el libro de Dios y
del mundo, y el otro llamado del Mayor fin del entendimiento, del
amor y del honor, que dirigió al primer sacerdote de la ley
mahometana en aquel país, a quien da el nombre Alcadio: últimos y
elocuentes rasgos de la fecunda pluma del eminente sabio que había
llenado el mundo de rayos luminosos de ciencia y de verdad.



Envolviendo
su cuerpo con el alquicel de los árabes para mejor sustraerse de las
escudriñadoras miradas de los curiosos, iniciaba ocultamente a
muchos infieles en los rudimentos de la religión de Cristo y los
resultados no dejaban de corresponder a sus esperanzas. Mas por
circunstancias que nos son desconocidas hubo de abandonar a Túnez y
trasladarse otra vez a Bugía, en cuya ciudad, adoptando todas las
precauciones que el asunto reclamaba, con el objeto de que no se
malograsen sus deseos, iba inoculando en el corazón de muchos
mahometanos las dulzuras de la caridad cristiana y las verdades de la
revelación divina. No pudo pero ser tan oculta su escuela que no
llegase en último resultado a descubrirse. Viéndose pues
sorprendido en el secreto, rompió las barreras en que la prudencia
encerrado le tenía; y considerando era llegada ya la hora de hacer
el sacrificio de su vida en aras de la creencia por cuya exaltación
tanto había trabajado, alzó su voz, y lleno de un ardor santo y de
una invencible resolución, hizo saber a aquella muchedumbre
fanática, que él era el mismo Raimundo a quien en años anteriores
expulsaron del reino; que había vuelto para demostrarles la falsedad
de la ley del Alcoran y la grandeza de la única verdadera del
Salvador del mundo, con la esperanza de que con su palabra alcanzaría
la conversión de los ilusos, o de que estos le darían la palma
gloriosa del martirio.



Nada
más importaba decir para que se amotinase la plebe y pidiese con
grande estrépito la muerte del orador que tan mal hablaba de la
religión de sus mayores. Con los más inicuos atropellos y afrentas
lleváronle a la sala de justicia en donde le impusieron la última
pena, y llenos de furor y crueldad condujéronle fuera de la
población, sin que perdiese Raimundo su entereza ni se abatiera su
ánimo a la vista del suplicio que le aguardaba; antes al contrario
no cesó de esforzarse por el camino en amonestar al pueblo amotinado
para que conociese la falsedad de su secta y abrazase la fé del
Redentor. Seguido de una inmensa muchedumbre llegó al lugar
destinado para ejecutar aquella sentencia tan cruel como bárbara, y
atado el imperturbable y resignado Lulio a un poste que al objeto
allí se colocara, fue herido por dos terribles golpes de alfange
(alfanje) que le dio el verdugo en la cabeza; y abandonándole
después herido de muerte al furor y al encono del populacho, aquella
muchedumbre feroz y desenfrenada descargó sobre el ensangrentado
cuerpo del mártir una lluvia de piedras, con las cuales llegaron a
cubrirle.



Se
hallaban a la sazón en Bugía muchos mercaderes y marineros a
quienes no eran desconocidas la prosapia, la ciencia ni las altas
virtudes de Raimundo. Entre la piedad de los que presenciaron tan
terrible ejecución y heroico trance, se distinguió la de los dos
genoveses Estéban Colon (Esteban Colón; 1) y Luis de Pastorga que se arriesgaron a pedir a la autoridad de Bugía el
permiso para recoger el cadáver del insigne mártir y trasladarlo a
su nave.



(1)
La coyuntura de llamarse Colón y de ser genovés el marinero que
citamos, hace recordar al P. Antonio Raimundo Pascual en su tratado
sobre el descubrimiento de la aguja náutica, que se llamaba también
Colón y era así mismo genovés el gran descubridor del Nuevo mundo.
De aquí intenta deducir que Lulio pudo haber sido muy conocido de
los autores de Cristóbal Colon, y que este leyó quizás en los
muchos libros que dejó aquel en Génova en las casas de sus amigos,
la teoría que le impulsó a emprender su aventurado viaje, puesto
que es patente que Raimundo, doscientos años antes del
descubrimiento de la América, dejó sentada en varias de sus obras
la opinión de que en el hemisferio opuesto al nuestro,
necesariamente había de haber un extenso territorio capaz de
mantener el mundo en equilibrio. Sea de esto lo que fuere nadie podrá
negar a Lulio la gloria de ser el primero que indicó esta grande
idea.



Alcanzado
que hubieron esta gracia, cuenta la tradición, que una luminosa
pirámide que se elevaba en el sitio donde yacían los ensangrentados
restos de Lulio, les condujo en la oscuridad de la noche hacia aquel
montón de piedras que escondiera tan inapreciable tesoro. No
obstante las horas transcurridas desde que el suplicio había tenido
lugar el infeliz Raimundo respiraba aún; y no es necesario ponderar
el esmero con que aquellos piadosos marineros procuraron con todas
veras la conservación de una vida tan importante, tan estimada y tan
llena de merecimientos.



Luego
que le hubieron prodigado todos los cuidados y socorros que les fue
dable, hiciéronse a la vela, dirigiendo su rumbo hacia Génova,
ciudad en donde tanto apreciaron la abnegación y la sabiduría del
celoso apóstol. No permitió empero la justicia divina que fuese
privada la isla de Mallorca de la envidiable ventura de poseer los
restos del más eminente de sus hijos, del primer sabio de su época.
Así, no bien hubo tomado la nave su dirección hacia las costas de
Italia, cuando se desencadenaron de tal modo y tan contrarios los
vientos, que se vieron forzados los marineros a tomar puerto en la
isla de Mallorca; y al dirigirse al de Portopí, en alta mar, a la
vista de la ciudad de Palma, patria querida del inmortal Raimundo,
rindió este su privilegiado espíritu el día 30 de junio del año
1315.



Muy
lejos estaban de presumir empero los compatricios del mártir
bienaventurado que aquella nave que en el puerto se guarecía
encerrase tesoro de tanta estima. No obstante el interés con que los
genoveses procuraban quedase oculta la posesión de tan apreciables
restos para que no les fuese impedida su traslación a la ciudad de
Génova que tenían resuelta, no estuvo en su mano evitar que se
divulgase; y obligados a hacer la debida confesión del caso,
restituyeron a Mallorca los venerables despojos. No bien se dijo a
los mallorquines lo que ocurría, cuando acudieron llenos de piadoso
entusiasmo al puerto de Portopí, para presenciar el desembarque del
inanimado cuerpo de aquel mismo héroe que diez meses hacía de ellos
se despidiera con tan sublime resolución como inefable ternura.
Tampoco se hicieron esperar mucho en aquel punto las autoridades para
asistir a la solemne procesión en que se llevó el cuerpo del mártir
a la última morada. Triste al par que doloroso espectáculo fue ver
el quebrantado cadáver de Raimundo, envuelto todavía en el mismo
traje con que procuraba sustraerse de las miradas de los infieles
cuya conversión tanto deseaba, cubierto de heridas y de sangre, y
ostentando las terribles y espantosas huellas del más cruel de los
martirios. Silenciosos у llenos de la veneración más profunda
desfilaron hacia la ciudad en piadosa procesión, y llevado en andas
el estimado cuerpo, cerraban la fúnebre comitiva los jurados de la
ciudad, el lugar teniente general del reino y el respetable prelado
de la diócesis de Mallorca D. Guillermo de Vilanova. La muchedumbre
veneró aquellas reliquias como las de un santo mártir, y es fama
que depositadas en la sacristía del convento de San Francisco de
Asís de la ciudad de Palma se obraron milagros sobre su tumba.



Un
espantoso incendio ocurrido en aquel lugar pocos años después de la
inhumación, estuvo a punto de arrebatar a su patria los restos del
gran Lulio, y sólo a un prodigio se atribuyó el haberse salvado de
las voraces llamas, que ni hasta respetaron las alhajas, ni los
ornamentos de los altares. A consecuencia de este suceso labró la
piedad de los mallorquines a su compatricio una urna de piedra, que
encerrando el venerable cuerpo de Raimundo, fue colocada en sitio
preferente del templo. A medida que se extendía la fama de sus
milagros crecía la devoción en que el pueblo tenía al cristiano
mártir, la cual se tradujo muy luego en público y ferviente culto
dispensándosele los obsequios que la iglesia rinde a los que cuenta
en el catálogo de los santos; obsequios que no mereció de los
isleños tan sólo, sino aún de los fieles de otros puntos del
continente español; y que además de ser autorizados por los
diocesanos, lo fueron también por el papa Clemente XIII que, a
consecuencia de habérsele elevado una información, ordenó que
respecto de ser inmemorial el culto del invicto Lulio no debía
innovarse relativamente a él cosa alguna; siendo después confirmada
esta declaración por el mismo pontífice y por la santidad de Pío
VI. Y al concluir la reseña de los hechos del más sabio y fecundo
de los escritores de su época, del más ardiente y celoso de los
apóstoles de la religión católica, del varón más asiduo en
promover el bien de la Iglesia, no podemos resistir al deseo de
insertar los bellísimos párrafos que el suntuoso sepulcro gótico
en que descansan los restos del célebre Raimundo desde el año 1448,
inspiró al delicado y profundo escritor catalán
D. Pablo
Piferrer en el tomo correspondiente a Mallorca de la magnífica obra
Recuerdos y bellezas de España.



-
"Es el interior de San Francisco, dice, una nave larga,
proporcionada y elegante; y bien que una restauración completa haya
desterrado los antiguos altares, detrás del mayor y a la izquierda
del que entra, la devoción ha conservado en una capilla un monumento
que por sí solo atraería las visitas de los viajeros. Ocupa una de
las paredes un gran sepulcro gótico, que a estar completo fuera una
de las obras fúnebres más notables, que del postrer período de
aquel arte nos quedan. Es la base una línea de animales fantásticos,
y sobre ella, formando siete nichos, levántanse bellos pilares que
también ostentan animales en sus impostas. Bustos de singular
expresión y con apariencia de letrados sostienen las repisas; y en
el remate de cada nicho dos ángeles volando llevan una gran corona,
en cuyos aros respectivos hay escritos estos nombres: astrología,
geometría, música, aritmética, retórica, lógica, gramática:
raros lemas en una sepultura de aquel género piadoso, que
acostumbraba olvidar las grandezas terrenales al labrar sus vasos
mortuorios por no esculpir en ellos sino lo que avivase la fé en
Dios y la esperanza en la otra vida. Si estas letras sorprenden al
que examina el monumento, los espíritus de luz que sostienen las
coronas revelan cierto aire simbólico, y sus grandes alas
descollando sobre sus cabezas semejan a primera vista rayos místicos
que les nacen de la frente. Pero faltan las estatuas que debían
materializar aquellos nombres; y a haberse labrado, ellas serían un
preciosísimo documento de la manera con que los artífices de
aquellos tiempos sabían simbolizar la representación viviente de
las artes y de las ciencias.
Sobre los ángeles y dentro de los
nichos hay un calado casi enteramente desprendido de la pared; de
cada corona brota un penacho; y todo este primer cuerpo remata en una
gran faja de hojas elegantísimas. Dos pedestales, comienzo de dos
grandes pilares que sin duda habían de levantarse hasta recibir la
cornisa y cerrar la fábrica, se ven en los extremos laterales del
segundo; y al lado de ellos dos grandes repisas sostenidas por 
bustos
carecen de las estatuas a que se destinaban. En el centro ábrese un
gran nicho más profundo que ancho, cuyo interior lleva bóveda
gótica (
gótiga) perfecta. Dentro hay una urna de alabastro;
su parte inferior debe de llevar algunos relieves si hemos de atender
a lo poco que se ve, pues la ocupan unas gradas postizas que
convierten el nicho en retablo; y sobre la cubierta yace una estatua
que viste el tosco sayal de ermitaño o penitente. Su rostro respira
tal gravedad, que trae recogimiento profundo al que lo contempla; y
la luenga barba que baja a cubrirle el pecho claramente indica la
áspera penitencia del difunto, y cuanto desatendió lo de la tierra
por la fé de Cristo, por la caridad y por el estudio. Si la fama no
te lo avisó antes, si aquellos letreros y aquellos relieves como
simbólicos no te lo han revelado; sube, o viajero, a leer la lápida
que hay a un lado del monumento, y ella te dirá que allí se
conservan los restos del gran Ramon Lull, honra de su patria
Mallorca, lumbrera de su siglo, en la vida de mundo mal ejemplo de
vanidad y sensualismo, en la vida contemplativa espejo de caridad y
continencia, mártir en Cristo, venerado en los altares."



"En
las capillas más tristes de las naves desiertas hemos deletreado con
mano segura las inscripciones de las tumbas, y junto a ellas
apuntamos la descripción de los monumentos y las impresiones que nos
asaltaban a su vista. Las estatuas de los prelados, de los barones y
de las damas al parecer nos han sonreído en nuestra tarea, y la
tranquilidad de la muerte cristiana que resplandecía en sus
semblantes más de una vez despertó en nuestro corazón un
sentimiento de pesar y de ternura, y una como aspiración a un mundo
mejor y más duradero. Mas cuando entre el vislumbre del crepúsculo
de la tarde, a la luz incierta de una lámpara y pendientes de una
escala contemplamos aquella figura de pobre ermitaño y la severidad
de aquel rostro aumentada por la luenga barba; una sensación de
terror detuvo nuestra mano, y nuestros ojos, apartándose del álbum,
pasearon una mirada de azoramiento por la nave silenciosa у
desierta. Al contacto del alabastro que encierra las reliquias
santas, la miseria de nuestro ser hubo miedo y vergüenza como si
sintiera la presencia del espíritu ardiente y puro, que buscó a
Dios en la soledad y en la abnegación, y por el conocimiento de Dios
alcanzó la sabiduría que admiró al mundo. En las mudas facciones
de la estatua buscamos atónitos la mirada que traspasó los espacios
y ahondó las verdades del Arte y la Ciencia; y temor y respeto nos
sobrecogieron al ver los movimientos que las oscilaciones de la
lámpara fingían en aquellos párpados, al parecer prontos a
abrirse. Y si por una parte el sentimiento religioso no sin gran
conmoción y timidez nos permitía acercarnos a la urna del mártir,
y nuestra veneración nos recordaba la sabiduría de Raimundo; por
otra la tradición murmuró a nuestros oídos los misterios del
alquimista, y las fórmulas cabalísticas de los iniciados por un
momento se nos representaron y cruzaron ante los ojos del espíritu
mágicas y rodeadas de oscuridad y espanto. Tú, que dentro de ti
mismo sientes arder la llama santa del entusiasmo; tú, cuya alma no
está cerrada a las impresiones de las imágenes de la muerte, y de
lo que recuerda la vida pasada; tú, que aprendiste a venerar, amar o
temer a los hombres que como puntos culminantes marcan la senda que
la humanidad entera sigue en su marcha misteriosa: ve a la luz
trémula de la lámpara, asido a una escala insegura, en una nave
profunda y abandonada, ve a meditar junto al sepulcro de Lulio, a
evocar la sombra del pasado; y la aparición, que tú mismo llames,
gigante y terrible con toda la fuerza de la santidad, de la ciencia y
del misterio, desordenará tus ideas, ahogará tu memoria, y te
forzará a cerrar los ojos a la visión de tu fantasía."