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martes, 26 de octubre de 2021

X. UNA AGALLA DE CIPRÉS.

X.

UNA AGALLA DE CIPRÉS. 

X.  UNA AGALLA DE CIPRÉS.


Dale que dale! Malditas sean las campanas, y el primero que fundió bronce para construirlas. 

- Buen badajo hubiera hecho en la famosa de Huesca el bárbaro de cuya mollera salió tal engendro. 

- Dichosa Stambul! quién pudiera enviarte un cargamento de nuestros campanarios en cambio de una remesa de tus serrallos

- Con sus odaliscas y todo. 

- Esto se da por sobreentendido, Alfredo. Brava especulación fuera si nos llegasen vacíos. 

- Dale! Pues señor, esta noche no hay que esperar interrupción, ni treguas, ni intermitencia, ni pausa, ni... 

- Música más deliciosa! Ni el gong de los chinos. Apuesto mis orejas a que las de Midas serían incapaces de resistirla.

- Ello es que no existe mal alguno que no lleve entreverado algún bien de más o menos cuantía. En la actualidad pudiéramos exclamar: Bienaventurados los sordos

- (Porque ellos no oirán majaderías,) dijo para sus adentros uno que fuera del corro estaba oyendo la conversación. 

- Lo que es. Hoy por hoy tomaría con las dos manos una sordera, como si dijéramos, provisional o interina. 

- Y aunque fuese dando dinero encima, añadió Alfredo. 

- Por mi parte me contentaría de poder cerrar mis oídos con siete candados. 

- Pues hay más que atiborrarlos de algodón, o tapiarlos con cera como los compañeros de Ulises

- Si tanto pudo en ellos el riesgo de las sirenas, qué no haría la realidad de ese atroz campaneo

- Estoy por las sirenas: vengan estas, y abajo las campanas

Merced a estos y otros insípidos chistes, con visos y pretensiones de epigramáticos, mataban el tiempo tres o cuatro mozalbetes sentados alrededor de una mesita, cubierta de tazas vacías y frascos de diversos licores, mientras el melancólico tañido de todas las campanas, como un coro de estentóreas voces, hacía un simultáneo llamamiento a la piedad de los fieles excitándoles a rogar por las almas de sus antepasados. Sucedía esto la víspera del día de difuntos; razón por la cual tan escasamente concurrido se hallaba aquel café, que fuera de los jóvenes indicados no había en el salón más que un caballero algo maduro ocupando la mesa inmediata. Parroquiano indefectible, abonado a prueba de vientos y de lluvias, de truenos y de relámpagos, cotidiano como el pan, y callado como un turco, era tan puntual en sus horas de entrar y salir del café, que habiéndolo observado uno de los concurrentes dijo: Este hombre es un reloj. - De arena, añadió Alfredo, y desde entonces con este mote solían designarle. Porque si bien los rasgos de su noble al par que severa fisonomía eran suficiente aguijón de la curiosidad, poca cosa acerca de él se había averiguado. La inventiva de los ociosos acumulaba suposiciones que al fin y al cabo venían a tierra como faltas de solidez y fundamento. Lo único que se sabía era que todas las mañanas acudía a la misma iglesia, todas las tardes al mismo solitario paseo, y al cerrar de la noche se le veía un rato en el café, donde sentado en el mismo puesto, pedía la misma taza y copa, y entre sorbo y sorbo fumaba un rico habano, sin trabar relaciones con nadie ni mezclarse en conversación alguna. Inferíase de aquí que era un hombre excéntrico y huraño con sus puntas de insociable, exacto como un instrumento de matemáticas, y metódico como un tratado de filosofía. Por lo demás la gallardía de su persona, la viveza y expresión de su mirada, y los marcados lineamientos de sus facciones, singularmente provistas de una belleza varonil, daban claro a entender que en sus mocedades estuvo dotado de pasiones vivísimas, sostenidas por el vigor de su carácter, por los atractivos de su figura, y por la fogosidad y energía de su temperamento. 

Sentado con cierta negligencia en el ángulo más retirado del café, y medio envuelto en la azulada gasa que tejían las sucesivas espirales del humo de su cigarro, no perdía sílaba de la conversación que los jóvenes, sin recatarse de él, continuaban a sus anchuras. 

- Sabéis, exclamó uno, que si ahora tuviese a mano un clerizonte, con una sencilla pregunta iba a meterle en calzas prietas? De qué diablos puede aprovechar a los muertos el romper de este modo la cabeza a los vivos? 

- Y sabe V. ya, de qué puede aprovechar a los vivos cuanto les traiga a la memoria el recuerdo de los muertos

Esta brusca interpelación con que el desconocido, sin preámbulo alguno, se entrometía en el coloquio, cosa tan ajena de sus costumbres y de la cual ningún otro ejemplo se conocía, causó tal extrañeza en aquellos jóvenes, que se quedaron como cortados y mirándose unos a otros, sin saber con qué términos ni en qué tono responder a ella. 

- Caballero, balbuceó el interpelado al cabo de algunos momentos. 

- Supongo que no van a ofenderse Vds. de la libertad que me he tomado. 

- De ningún modo. Es V. muy dueño, replicó el primero ya más animado; pero no podrá menos de convenir con nosotros que es muy cargante, muy destemplada, muy fastidiosa la serenata que nos están dando. 

- A no ser que le parezca a V. música celestial por serlo de tejas arriba? añadió otro de los interlocutores. 

- Es música que si no halaga los oídos despierta los afectos. ¡Cuántas sonatas de célebres maestros aspiran en valde a lograr tal resultado! 

- Perdóneme V. la franqueza, saltó Alfredo, que era el que más presumía de chistoso. ¿Es V. por ventura fundidor o sacristán? 

- Ni lo uno ni lo otro, respondió el desconocido con una amable sonrisa que dio más alas a sus contendientes. 

- Pues no siéndolo es extraño que se haga V. el abogado de las campanas. 

- Y no sólo de las campanas sino de las funestas ideas que excita su clamoreo. ¿Le parece a V. que tan de sobra están en la vida los ratos alegres para que todavía hayan de buscarse medios artificiales de entristecernos? 

De los pueblos cultos deberían desterrarse, a mi entender, todas estas cosas que producen sensaciones repugnantes. ¡Qué afán de contrariar las leyes de la naturaleza, en una época en que la civilización, la ciencia, las artes y la industria se muestran tan solícitas para complacerla! 

- Ya sé que la ciencia echa mano a todos sus recursos para prolongar la vida, y la civilización trata de alejar cuanto sea posible el pensamiento de la muerte; pero es preciso confesar que la muerte se está burlando de la civilización y de la ciencia. 

- Pues entonces, dijo otro de los jóvenes; no hay más sino que cada quisque tenga al canto un monaguillo que le susurre al oído el Hermano morir tenemos de los trapenses. 

Cuando el señor llegue a ministro va a echarnos un proyecto de ley para que todo hijo de vecino cave su sepultura en el jardín, o construya un sarcófago en el desván de su casa. 

- Paréceme que el asunto no se presta tanto a las bromas. Las campanas con su lenguaje simbólico...

- Para lenguaje simbólico el de un reloj de arena. 

A esta inesperada ocurrencia de Alfredo respondió una estrepitosa carcajada de sus compañeros, quienes trataron luego de reprimirla para que no se trasluciera su maliciosa descortesía. 

- No comprendo esta hilaridad, porque de veras no atino con el chiste, continuó después de una breve pausa el desconocido. Decía que las campanas, el reloj de arena, ya que el señor lo ha indicado, y mil otras cosas, quizás pequeñas y de ningún momento, por los usos a que la tradición las ha consagrado, por las aplicaciones que de ellas ha hecho la sociedad, por lo que han intervenido en las alegorías de los poetas, por lo que representan, por lo que recuerdan, en fin por la sola ley de asociación de las ideas, están dotadas de un lenguaje simbólico en que muchas veces no paramos la atención por lo mismo que es vulgar y conocido. Y ya que tocamos esta materia, si Vds. me lo permiten... 

- Caballero, si V. se propone echarnos un sermón nada diré en cuanto al tiempo; pero en cuanto al lugar me permitirá V. la observación de que es muy poco a propósito. 

- No me creo autorizado para tanto, ni he de caer en la inconveniencia de trasformar en púlpito una mesa de café. Me limitaba a referir una historia

- Una historia! esto es otra cosa, exclamaron todos a la vez. 

- Sin duda será una historia propia de este día, lúgubre, romántica,  espasmódica, horripilante. (nota: varios textos de Tomás Aguiló son del romanticismo. Hay muchos autores españoles y extranjeros representantes de esta época literaria o este movimiento literario; citaré sólo dos: Gustavo Adolfo Bécquer, Edgar Allan Poe. Pueden comparar sus escritos, tanto prosa como poesía, con los textos de este libro.)

Edgar Allan Poe, corv, chapurriau


- Una historia de aparecidos, con sus llamas de fósforo y su ruido de cadenas

- Vamos a tener el Convidado de piedra con veinte y cuatro horas de anticipación.

- Nada de todo esto: es una historia más sencilla y más moderna. 

- Mejor que mejor, atención amigos. 

Y encendiendo todos un nuevo puro se pusieron a escuchar con religiosa atención. 

Yo... dijo el desconocido, y deteniéndose un breve rato como para coordinar sus ideas, volvió a decir: Yo tenía un amigo, un amigo intimo, de cuya veracidad estoy tan seguro que me atreviera a prestar un juramento sobre su palabra, con el mismo descanso con que lo prestaría apoyado en el testimonio de mis ojos. Ni su nombre, ni su patria hacen al caso: llamémosle Federico, que lo mismo da este nombre que otro cualquiera. Hallábase en la flor de su juventud, envidiado de muchos, y viendo a muy pocos sobre quienes pudiese recaer su envidia. Pródiga con él había andado la naturaleza, y su brillante posición en la sociedad no le dejaba razón alguna de quejarse. Mozo, rico, de gallarda apostura y no vulgar despejo, reunía todas las prendas que hacen agradable el comercio de los hombres y cautivan la atención del otro sexo. En el concepto del mundo rayaba en el apogeo de la felicidad humana. Dotado de un corazón inflamable con suma facilidad y no menor vehemencia, recorría los senderos floridos del amor, cogiendo cuantas rosas lisonjeaban su vanidad o estimulaban su codicia, sin que se lo estorbasen miramientos humanos ni respetos de más elevada jerarquía. Su fuerza de voluntad, impulsada por un temperamento de fuego, arrollaba cuantos obstáculos se le oponían, pasándoles por encima con el mismo desembarazo de un jinete, que huella los cadáveres de los enemigos que su lanza ha derribado. 

Por su desgracia, o mejor por su fortuna, Federico vino a enamorarse perdidamente de una mujer hermosísima que, si bien compartía su violenta pasión, resistía a sus multiplicadas instancias, agarrándose con la desesperación de un náufrago a las reliquias de su virtud tan duramente combatida. Era esta la esposa de un antiguo amigo de Federico, hombre de alguna más edad, que habiendo hecho un casamiento ventajoso residía la mayor parte del año en una solitaria quinta, distante ocho leguas de la capital de provincia donde tuvieron lugar los sucesos que voy refiriendo. El conde, que este título debía a su mujer, entregado al mejoramiento de unas tierras que acrecentaban su patrimonio, vivía con ella, ya que no embriagado con los transportes de una pasión ardiente, habituado al menos a la calma de una regular armonía, sin que el menor recelo de una infidelidad posible viniese a turbar la paz de sus hogares. Ajeno a toda sospecha de que le cercase el menor riesgo, ningún cuidado había puesto en rodearse de precauciones. Como el muchacho de la fábula dormía sobre la fresca yerba a la orilla del precipicio; pero quizás tampoco le hubiera valido el estar despierto si la Providencia no hubiese velado por él. Porque Federico tenía tanto de sagaz como de emprendedor, y si bien es verdad que metido en una intriga amorosa no le hubiera arredrado el escándalo, también lo es que tomaba con todo esmero sus medidas a fin de impedir que sobreviniesen lances desagradables, y se conducía de manera que siempre quedaban en salvo las apariencias. Nunca había hecho alarde de calavera, y para dar valor a sus triunfos no necesitaba el ruido del aplauso ajeno. Caminaba derecho a su objeto con un aire de estudiada indiferencia, prefiriendo los senderos más tortuosos si eran los más ocultos, y entonces, si puede pasar esta metáfora, diré que ni el indio más perspicaz hubiera distinguido las huellas da sus mocasines. Para quien no le conocía a fondo Federico era una persona tan leal como inofensiva. 

Y uno de los que no le conocían a fondo, de los que ignoraban la historia de sus aventuras, y la fogosidad de sus pasiones era el conde que tan alejado vivía del teatro de sus hazañas. A la solitaria quinta situada en la frondosa y apacible ladera de una montaña no llegaban los sordos rumores que esparcen las auras de las grandes poblaciones, y este silencio monacal no dejaba de ser bastante fastidioso para la condesa que, sobrado joven e inexperta, lamentaba como perdidos en la soledad los atractivos de su hermosura, y echaba (de) menos la vida de animación y de bullicio de la cual fueron mentido presagio sus riquezas y nacimiento. Así cuando Federico llegó por casualidad a la quinta, no sólo se alegró mucho el conde por estrechar de nuevo entre sus brazos a un antiguo amigo, empeñándose en que había de pasar con él unos días, sino que también se regocijó en extremo la condesa, viendo en ello un acontecimiento que iba a proporcionarle ratos de honesta distracción de que tan sedienta se hallaba. 

Lo primero que hizo Federico fue cuidar de que no se trasluciese en su rostro ni en sus palabras la fuerte impresión que causaba en su pecho la singular hermosura que tan sin pensarlo había descubierto. Porque si bien se le encendía el corazón nunca se le desvanecía la cabeza. El amor en él era una gran calentura, pero sin delirio. Así el conde confiado como un niño insistió en que prolongase su permanencia, y le cobraba por instantes mayor afecto, y le refería el estado de sus negocios, y le daba cuenta de sus proyectos agrícolas, y sobre todo le dejaba a sus anchuras con sobra de espacio para ver a la condesa, y admirar sus gracias, y entretenerla con pláticas sabrosas, en que al principio una discreta galantería estaba tan bien entretejida de picantes anécdotas y epigramáticos chistes, que en ellas no hubiera hecho hincapié el ánimo más suspicaz y receloso. Poco a poco en las frivolidades de una conversación amena se entremezclaron cuestiones metafísicas acerca del amor, reflexiones sobre la insustancialidad de los placeres bulliciosos, calculadas lisonjas, poéticos idilios a la soledad de los campos, lamentos sobre el vacío del corazón, de tal suerte que antes de que la condesa llegase a advertirlo ya tenía el pie enredado en el lazo que tan hábilmente se le había tendido. Y no es que este lazo se le hubiese preparado a sangre fría, por mero capricho, por puro pasatiempo: Federico se había herido profundamente con el arma misma que blandía. En sus ilusiones de amante fabricábase a tontas y a locas un porvenir extraño, renunciaba francamente a sus anteriores devaneos, reconocía en su nueva pasión algo de más duradero, y ya no concebía la vida sin el amor de la condesa. Si por un momento la presencia del conde venía a echarle en rostro los preliminares de su alevosía, excusábase con la fatalidad, este Dios de los ilícitos amores. No tardó en quitarse del todo el antifaz; pero la condesa, que ya se había confesado el extravío de sus ideas y afectos, ni se atrevía a retroceder ni quería adelantar en su camino. Quería creerse infeliz, no culpable. Perjura en el corazón temía que le saliese al rostro la vergüenza de su perjurio. Federico repetía sus instancias: la condesa lloraba, pero no cedía. Entonces el astuto amante, adiestrado en esta clase de aventuras, tomó pretexto de lo primero que le vino a mano, fingió un rompimiento, juró un eterno olvido, y se marchó de improviso a la ciudad, no ratificando en su interior el solemne Adiós que sus labios proferían.

Su estratagema dio por resultado lo que él se había propuesto. El simulacro de esa retirada a tiempo le llevó a punto de obtener la victoria que apetecía. Cansado de rogar en vano, se prometió a sí mismo que en breve sería él rogado: y así fue, bien que es preciso convenir en que la casualidad favoreció sus hábiles manejos. A los pocos días de traer en la ciudad una vida cruelmente desasosegada, pero fuertemente asida a sus esperanzas, recibió de la condesa una carta en que, a vueltas de repetidas protestas de permanecer fiel a sus deberes, se confesaba subyugada por la pasión, ponderaba los tormentos de la ausencia, y le conjuraba por todo lo más sagrado que fuese a verla, a hablarla un solo momento, que fuese aquella misma noche, puesto que el conde había salido de la quinta y no regresaría hasta la tarde del día siguiente. Con la satisfacción del cazador que ve puesta a tiro la pieza que con ardor perseguía, Federico leía una y otra vez aquellos torcidos renglones, regados de lágrimas y con trémula mano escritos, aquellas sencillas e incorrectas frases que ponían de relieve los arranques y vacilaciones, las esperanzas y desfallecimientos de una angustiosa lucha, y para sí decía: "Hemos vencido. Ella cree proponerme una capitulación honrosa, y en realidad de verdad se halla rendida a discreción." Por lo mismo sin pérdida de tiempo montó a caballo y se dirigió a la quinta, apretando el paso porque había del todo anochecido cuando la carta llegó a sus manos.

- Perdóneme V. que le interrumpa, dijo Alfredo. Ya que a V. se le ha antojado bautizar al héroe de esa hasta aquí verosímil historia, ¿por qué no le ha puesto el nombre de D. Juan que tan de molde le venía? 

- Pues llámele V. D. Juan si así le parece, que para el caso viene a ser lo mismo. 

- No viene, porque teniendo ya un D. Juan Tenorio más o menos adocenado, copia, imitación o parodia del que figura en la célebre leyenda, de presumir es que más pronto o más tarde tendremos una fantasma habladora, un espectro ambulante, un qué sé yo qué cortado al estilo de la estatua del comendador, dijo otro de los oyentes. 

- No fue la estatua del comendador lo que encontró en su camino, sino el cementerio de una aldea que estaba a sus inmediaciones, prosiguió el desconocido, añudando el hilo de su narración. Por demás fuera advertir que las ideas que entonces hervían en la mente de Federico se hallaban muy poco en armonía con las que de suyo inspiraba aquel sitio, y que en él no hubiera hecho el menor alto a no dar la casualidad de reparar en una de sus paredes interiores una gran mancha de luz, una especie de óvalo de fuego que en medio de una oscuridad completa vivamente destacaba. Picóle la curiosidad, y a pesar de la prisa que llevaba, apeóse para saber de dónde procedía aquella luz en hora tan desusada y que se resistía a toda conjetura. Pero ¿qué le iba ni venía en lo que entonces podía ocurrir en aquel cementerio? Señores, ello es verdad que no pocas veces caemos en semejantes inconsecuencias. Cedemos a pensamientos repentinos, quizás opuestos a las miras que llevamos: pensamientos intempestivos, ilógicos, que por la misma razón de serlo pudieran conceptuarse de pequeños milagros, si a este nombre no cuadrase tan mal el epíteto de pequeños. Los escritores ascéticos dicen inspiraciones divinas, llámenlo Vds. si quieren rarezas humanas, que cavando un poco tal vez coincidirían las diversas explicaciones de este fenómeno. Mas dejando intacta esta cuestión vamos a los hechos. Federico arrendó el caballo, montó una pistola, se introdujo en la mansión de los muertos y descubrió que la luz provenía de una linterna sorda abandonada en el suelo a cierta distancia del muro en que se divisaba una lápida sepulcral. Trataba de levantarla para registrar aquel sitio cuando tropezó con un bulto que sentado en una piedra, envuelto en un capote, y con la frente apoyada en la palma de la mano, estaba o durmiendo o sumergido en contemplación profunda. Al grito de ¿quién va? levantó el bulto su cabeza, y con una voz que revelaba el mayor sobresalto exclamó: 

- Federico! tú? tú aquí? 

- Conde! qué es esto? Te has vuelto loco? Qué diablos te estás haciendo? 

- Y quién te ha dicho que yo me hallaba aquí? 

- Nadie, si ha sido una casualidad. Yo iba... iba al pueblo que está a la falda opuesta de esa colina, y he visto una claridad que me ha llamado la atención. Sobre que es mucha ocurrencia venir a dormirse aquí, a esas horas, con un airecillo que dejaría patitieso a un oso blanco. 

- Yo... yo he venido... balbuceaba el conde. 

- Ya se ve que has venido; pero, a qué? a qué? Mas no, vámonos de aquí, me lo contarás todo. 

- Ah! no me arranques de este sitio. Si tú supieras... no, no conviene que lo sepas. Vete, déjame. 

- Pues mira, conde, o te vienes conmigo, o me planto aquí hasta el día del juicio. 

- El día del juicio! repitió el conde con una inflexión de voz que se parecía a la del que recibe una herida. 

- Dejémonos de pataratas y gazmoñerías. A fé que nada tiene de delicioso el aprendizaje de santo, si tal es lo que estás haciendo. Es hora de dormir en blando lecho. 

- Y crees tú que cada día, que las noches todas pueda reposar tranquilo un asesino? 

- Y dónde está? Quién es este asesino? 

- Quién? Yo. 

- Tú? Válgame la corte celestial! Por dónde andarán esos molinos de viento que se te antojan gigantes? Qué lástima de meollo si se te quedan vacías las seseras!  

- No te burles. Mis víctimas están aquí. Tal vez nos oyen, porque ellas existen todavía. Ah! si la muerte acabase con todo! si fuera del polvo no quedase nada! Mas, ello no es así. Crees tú, Federico, que unos huesos carcomidos podrían 

despertar en mi corazón tan atroces remordimientos? Tendrían ese poder oculto, ese inaudito magnetismo que a intervalos me arrastra, me obliga a venir aquí a pasar la noche en medio de una espantosa lobreguez y de un silencio más espantoso todavía?

- Pero para qué? preguntó asombrado Federico. 

- Para rogar por las almas de aquellos cuya vida en flor he segado, para implorar su perdón, pará atestiguarles mi arrepentimiento.  

- Conde, conde, qué ideas son las tuyas! Es esto superstición o simpleza? 

Mira que todavía te encuentras en tu cabal juicio; mas si no lo remedias se te va la cabeza a toda brida. No te pudras por lo que se está pudriendo. El muerto a la cava y el vivo a la hogaza. Qué diablos! eres joven, eres rico, goza de la vida...

- Y después? 

- Se te ha encasquetado el después. Después será... qué sé yo qué será? Dejémoslo para cuando llegue el caso; pero ahora explícame el motivo de esta excentricidad tan inesperada. Dime qué misterio encierra tu vida. 

Te lo diré todo. Tú eres un amigo de confianza, siéntate a mi lado y escucha.

Entonces aquel desgraciado, con frases si desnudas de corrección y aliño no de sensibilidad y energía, relató brevemente a Federico una historia de amores cuyo trágico desenlace había dado origen a esta especie de trastorno mental 

que de vez en cuando padecía. Traía clavado en su conciencia un aguijón que al removerse le desgarraba el pecho con sus atroces punzaduras, y parecíale encontrar, y encontraba en efecto, pasajero alivio derramando junto a las cenizas de sus víctimas las dolorosas lágrimas de su arrepentimiento.

Esta era la terrible expiación que más adelante se impuso para calmar los accesos de su desesperación sombría. Llevado del ardor de la juventud se había enamorado ciegamente de una señorita de aquellas cercanías, tan rica de candor y de belleza como pobre en bienes de fortuna. Al verse correspondido le prometió sinceramente el casarse con ella, abandonándose a los arrebatos del sentimiento sin reparar en la gravedad de su compromiso. Creían ambos de buena fé en la eternidad de las ilusiones, cerraron los ojos a los tristes ejemplos de la inestabilidad humana, y para saborear con mayor delicia los encantos de su pasión la rodearon con las sombras del misterio. Todas estas circunstancias bastan, señores, para que no extrañéis el que la infeliz doncella atestiguase con una lamentable debilidad su amor y su inexperiencia. La pasión del conde, que todavía no lo era, siguió por algún tiempo su curso ascendente, pero pronto empezó a declinar como el sol después del medio día; porque esto ya se sabe, tras del hervor por alcanzar, viene la tibieza por haber alcanzado. La mujer amada en tanto que resiste es una reina, luego que se rinde abdica, y transformándose en sierva se expone como tal a ser despedida. Esto es lo que aconteció con la pobre muchacha. Su amante descubrió un partido sobremanera ventajoso, y resolvió aprovecharse de las circunstancias que le favorecían. El cálculo reemplazaba a la amortiguada ilusión. Al volver la vista hacia atrás ya no veía más que un capricho juvenil plenamente satisfecho; y halagada su vanidad con la esperanza de un título, tentada su codicia con la perspectiva de la opulencia, y sobre todo deslumbrado por la admirable hermosura de la condesa, que al provocador aliciente de la novedad reunía la perfección más exquisita, ni siquiera titubeó en saltar la valla que se había fabricado con sus juramentos. Estorbábanle sus relaciones amorosas, y se decidió a romperlas completamente. La incauta joven antes que la sospecha tuvo la noticia de su desventura; su amante fue a verla por última vez, y se despidió de ella para marcharse a la ciudad sin ocultarle sus ulteriores designios. Todo estaba consumado. Un rayo que hubiese caído a sus pies no le hubiera producido un sacudimiento moral más espantoso. 

Pasaron algunas semanas, y el futuro conde navegaba viento en popa siguiendo el rumbo que le trazaban sus deseos, cuando se le presentó un apuesto mancebo que esforzándose en disimular su turbación y pesadumbre le dijo: 

- Me conoce V? 

- No tengo el honor. 

- Vengo a decirle que mi hermana se halla gravemente enferma.

- Como no soy médico... 

- Pero por desdicha en la mano de V. está su salud. 

- Verdaderamente es desdicha, porque me es imposible de todo punto obrar tales milagros. 

- Imposible! exclamó el joven con un acento lleno de terror y angustia. 

- No hay que desesperarse por esto, amigo mío, ella curará sin mis auxilios. 

- Y quién sino vos puede volverle su honra? Su honra que es su vida, lo entendéis, caballero? 

El pobre hermano instó, suplicó, reiteró sus argumentos, apuró todos los recursos de su elocuencia, se echó de rodillas, derramó lágrimas; pero todo en valde. Nada pudo ablandar al pérfido amante, que habiendo logrado sofocar un primer movimiento de compasión, y aún si se quiere un recuerdo de tierno cariño, parecía revestido de una coraza impenetrable a todos los tiros. Entonces en el pecho del joven la indignación se sobrepuso al dolor, y estalló en expresiones que lastimaron el orgullo de su antagonista, quien aprovechando la ocasión de dar otro sesgo a la enojosa plática, con aire ceñudo le contestó: 

- Caballero! cuando a mí no me hacen mella los ruegos, creéis que podrán intimidarme las amenazas? Si acudís al amparo de las leyes, dónde están las pruebas? Si preferís otro terreno...

- Dónde están mis armas? vais a decir. Vos conocéis su manejo, y yo no conozco más que el de los libros. Vos sois un excelente tirador, y yo un mero licenciado en jurisprudencia. Pero, porque os ha dotado Dios de fuerza en la muñeca, creéis que ha de seros lícito atropellar a débiles mujeres, a hombres pacíficos e inofensivos? No es verdad que sería un hecho heroico, después de haber ultrajado a mi infeliz hermana, dejarme a mí, su único apoyo, tendido en el campo, o lisiado siquiera para que toda la vida os agradeciese el favor de no haberme asesinado? Ah! bien lo conozco. Seguro de una fácil victoria os gustaría armar un escándalo, para que todo el mundo rastrease el motivo y llegase a ser público lo que sólo ahora vos y yo conocemos. No, no ha de ser así.

Y volviendo de repente la espalda cogió el sombrero y se marchó.

Respiró el conde, y al ver que pasaban días sin que le importunase de nuevo el mancebo, llegó a persuadirse que su hermana se había resignado a su triste suerte, y con esta convicción postiza trató de justificar su dureza y olvido. 

En cuanto a los gritos de su conciencia no tenía tiempo de oírlos embelesado con los suaves acentos de su futura. Pero al cabo de un mes hallándose en un café se le acercó el joven a guisa de aterrador espectro, y sentándose a su lado con sosegado rostro, con ademán indiferente, y con una inflexión de voz que no revelaba la menor emoción le dijo al oído: 

- Mi hermana se encuentra ya moribunda. 

- No será tanto. Sería mucha ocurrencia la de morirse por una cosa de que se tropieza con un ejemplar a cada paso. No le prometí un dote bastante crecido?  

- Oro? 

- Pues qué más quiere? 

- Vuestra mano. 

- Esto nunca. 

- Es vuestra última resolución? 

- La última. 

- Está bien. 

Comprendió el conde que aquella calma aparente era más horrible que la tempestad más deshecha, y para salir del aprieto llamó a un compañero y le dijo: vamos a echar un tresillo? 

- Con mucho gusto, respondió el otro, que era un capitán de artillería. 

- Entonces Vds. me harán el obsequio de permitirme que les sirva de tercero, saltó el letrado. 

- V. no podría menos de honrarnos con ello, repuso el capitán. 

El conde se estremeció conociendo que la buena educación no le permitía negarse a su demanda. 

Solos en un gabinete del café entablaron la partida. El joven jugaba como si a duras penas conociese las leyes del tresillo, cometiendo torpezas inexplicables que después trataba de justificar con argucias incomprensibles, y quejándose a menudo con groseras imprecaciones de la mala suerte que le perseguía. 

El capitán no veía en aquello más que ignorancia del juego, falta de mundo y sobra de apego al dinero; pero el conde, sobre quien recaían las ganancias, creía dar más en el blanco atribuyéndolo al despecho, que naturalmente debía haberle acalorado la sangre y perturbado la cabeza. Hubiera preferido perder para dispensarse de continuar la partida; pero hizo la casualidad que una vez arrastrase de espada, y el joven sirviendo con la mala, que sola se había dejado, se levantó enfurecido y despidiendo chispas de sus ojos exclamó: 

- Me está V. mirando las cartas, y, voto al diablo que no es esta la vez primera. 

- Quién? Yo? respondió el conde desconcertado con aquel apóstrofe tan imprevisto como absurdo. 

- V. ¿Cómo no ganar viendo las cartas del contrario? Se figura V. que me caliento los cascos revolviendo expedientes para que me pillen así el dinero? 

Yo no me valgo de fullerías; pero trato así a los que de ellas se valen. 

Y diciendo y haciendo cogió una baraja y la tiró al rostro de su enemigo. 

- Infame! gritó el conde fuera de sí. 

- V. me llama infame? V.? sería V. capaz de repetir esta palabra clavando sus ojos en los míos? 

El conde inclinó su vista al suelo mientras su adversario, pasando con una rápida e incomprensible transición del furor a la calma, dijo:

- El mal está hecho; pero, oiga V., yo no soy de los que se vuelven atrás. Esta noche mis testigos irán a recibir las órdenes de V. 

- Se entenderán con este caballero y un amigo suyo, dijo el conde con temblorosa voz señalando al capitán, y volviéndose más pálido que la cera. 

- Qué prisa lleva V.! dijo el capitán. 

- Le parece a V. que no hacen daño las cartas? replicó el joven. Y si son de amores! añadió después riéndose de una manera extravagante. 

- Pues si esto no tiene otro remedio, continuó el capitán, sepamos qué armas prefieren Vds. 

- El sable... el florete... dijo el conde con el tono de un sentenciado a quien diesen a escoger el género de muerte. 

- Qué sables ni qué floretes? Sería yo capaz de cogerlos por la punta. Oh! no. 

El juicio de Dios. La pistola, dijo el joven reproduciendo su siniestra carcajada. 

- Sea pues, dijo el conde con voz apenas perceptible. 

Encaminándose la mañana siguiente a un lugar solitario díjole al conde uno de sus testigos: He sabido que este joven hace quince días que desde el amanecer hasta que falta la luz, se está ensayando en el tiro de pistola, y de cada diez 

veces que dispara acierta nueve en el blanco. Es menester ir con cuidado y no pararse en chiquitas. 

Llegado al sitio mientras los padrinos arreglaban los preliminares, acercóse el joven a su adversario y le dijo: 

- Voy a pediros perdón de rodillas, voy a desdecirme públicamente de mi suposición calumniosa, voy a ser tenido por ruin y cobarde, voy a daros mi honra por la de mi hermana, si me prometéis casaros con ella. 

- Es imposible. 

- Pues entonces matar o morir. 

Aproximándose entonces a los padrinos, dijo el capitán: 

- Vamos a ver quién debe tirar primero. 

- Decídalo la suerte, se apresuró a decir el mancebo. 

- Decídalo la suerte, repitió el conde como un autómata. 

El de artillería sacó un duro del bolsillo, y el joven exclamó: Cruz. 

Y tirada al aire la moneda, el capitán miró al suelo y contestó: Cara. 

El joven se llevó la mano a la cabeza, se arrancó un mechón de cabellos, y se plantó como un poste en el punto señalado. El conde empuñó el arma fatal: temblábale el pulso, pero la inminencia del peligro prodújole una reacción bastante poderosa para afianzar el brazo, y disparó a la seña convenida. Su adversario cayó redondo como que la bala le había atravesado el corazón. 

- Fatalidad! murmuró el vencedor arrojando la pistola cual si el fogonazo le quemara la mano. 

- Ha sido una desdicha, pero os habéis batido en regla, dijo uno de los padrinos del letrado. Pobre amigo mío! Aquí no hay más sino cerrar el pico, echar tierra al asunto y meter ese cadáver en el coche para llevarlo a su pueblo, donde mi amigo, que ha muerto como Vds. saben de una apoplegía fulminante, me indicó deseaba ser enterrado. 

Así se hizo. El sangriento drama fue relegado al olvido antes de pertenecer al dominio público, y a los pocos días la abandonada joven yacía al lado de su hermano, y su pérfido amante entre los esplendores de la pompa y las emociones del placer recibía al pie de los altares la mano de la condesa. 

- Diávolo! exclamó Alfredo. Por dónde se nos ha descolgado el D. Juan Tenorio! Quién había de figurarse que tal sería este conde Dirlos, este marido agricultor con todos los síntomas de predestinado! 

- Pues ya que tan liso y llano se confesó con Federico, añadió uno de sus compañeros, es claro que este no dejaría de imponerle la penitencia que de antemano le tenía preparada. 

- Bien merecida tenía la condecoración siquiera por sus hazañas anteriores. Por mi fé que peor librados salieron de sus manos el jurista y su pobre hermana. 

Esta circunstanciada al par que trágica narración, prosiguió el desconocido, a tales horas y en tal sitio hecha, no pudo menos de impresionar vivamente a Federico. La decoración de la escena tenía por fuerza que aumentar el terror del drama. Referida por mí está muy lejos de producir una mínima parte del efecto que debió de causar el oírla de los labios mismos del protagonista. 

Bien comprendió Federico que si algún desconcierto había en el cerebro del conde, que si una extravagancia era lo que estaba haciendo, no dejaba de tener motivo con que disculparla. Comprendió que si las leyes del mundo podían absolverle, podía haber también un tribunal superior menos condescendiente que no confirmase el fallo absolutorio. Comprendió que estaría muy fuera de su lugar un tono de ligereza y de ironía, y por lo mismo con las mejores razones que supo trató de consolarle, y sobre todo de arrancarle de aquel sitio. Ofrecióse a torcer su camino, según decía, y acompañarle hasta la quinta; pero el conde repuso que no quería ir allá hasta sentirse con el espíritu más tranquilo, y que necesitando tiempo para lograrlo pasaría el resto de la noche y todo el día siguiente en la posada de un pueblo cercano, puesto que ya conocía la duración ordinaria de aquellos accesos de fiebre moral que a intervalos le atacaba. 

- Mejor que mejor, dijo para sí Federico, que no había renunciado a sus proyectos. 

Entonces el conde alzando la linterna buscó y cogió una agalla de ciprés que entregó a Federico diciéndole: 

- Toma esto. Los años que te llevo dan cierto derecho a mi amistad para tener algo de paternal con respecto a ti. Te he confiado mi historia; que a lo menos te sirva de lección y escarmiento. Si alguna vez por desdicha te ves acosado de un mal pensamiento, si te empuja alguna pasión desreglada, consulta esta pequeña nuez. Tráigate ella a la memoria no mis crímenes sino mis remordimientos. Llévala siempre contigo: escucha su lenguaje simbólico, que sin duda será la voz de tu ángel bueno. 

Federico no vio en aquello más que una puerilidad supersticiosa, y echándosela maquinalmente en el bolsillo se dirigieron ambos a una encrucijada donde cada uno tomó por diferente camino. 

Impaciente por recobrar el tiempo perdido Federico hincaba la espuela en su cabalgadura; pero su acelerado movimiento no bastaba ya para sacudir las ideas y sentimientos de diverso origen que en su mente se empujaban y revolvían. Pugnaba por fijarse en el objeto de su pasión; pero la seductora imagen de la condesa no ocupaba ya sola su pensamiento. Retratábanse en su fantasía las escenas que había oído y las que acababa de presenciar, y por más que tachase estas de exageración no podía dejar de creer en la existencia de los remordimientos. Y ¿qué significaría el remordimiento en un sistema en que se prescindiese enteramente de las verdades de un orden sobrenatural y religioso? Federico no era un incrédulo: su escepticismo no pasaba de práctico. 

En la disipación de su vida, o a causa de ella, sus creencias estaban profundamente dormidas, pero no muertas. Lo que había visto fue una especie de sacudida que las despertó. Así es que empezaron a asediarle serias consideraciones que por su misma novedad se le presentaban con mayor energía. Y para desembarazarse de ellas saboreaba de antemano los placeres que le prometían sus esperanzas. En tal sazón hubiera querido ser ateo; hubiera querido poder negar a Dios, negar la virtud, negar el alma: hubiera querido ser todo carne y hueso, pero conocía que no lo era. Trabada y encarnizada esta lucha en su interior, llegó a lo alto de una colina, y parándose un momento descubrió a lo lejos una débil luz que brillaba al través de los cristales de la cámara de la condesa. Me espera! me espera! exclamó entusiasmado. Este es mi Rubicón: Jacta est alea. Y como si creyese que arrojaría de una vez todos los pensamientos que le incomodaban arrojando la nuez que en el bolsillo tenía, sacóla con ánimo de hacerlo; al estrecharla temblóle la mano, y las palabras del conde resonaron en su memoria. 

No, dijo: no quiero desoír la voz de mi ángel bueno. Y torciendo las riendas volvióse de espaldas a la quinta, ahogó un suspiro, guardóse la nuez y clavando las espuelas en los ijares del caballo desandó su camino más que nunca cabizbajo y pensativo. 

Un acto de valor no siempre es suficiente para alcanzar una victoria completa. Federico traía dentro de sí a su enemigo, y no había bastante con un solo golpe para vencerle, para destruirle y anonadarle; a mas de que, herirle era desgarrarse con sus propias uñas el corazón. Su lucha era de todos los momentos. Si mil veces se felicitaba, también mil veces se arrepentía de haber cedido a la voz de la maldita agalla, como él decía, revolviéndose contra ella, como el perro contra la piedra que se le ha tirado; pero las escenas cifradas en ella no se despintaban de su memoria, y a favor del tiempo y de la ausencia es preciso confesar que su funesta pasión iba de vencida. Aconteció en esto que por cumplir con los deberes de su jerarquía se vio obligado a concurrir a un sarao, sin que le ocurriese la menor sospecha de que allí encontraría a la condesa. Verla, volverse de cien colores, sentir un estremecimiento nervioso en todo su cuerpo, conocer que se le abrasaban juntos el corazón y el rostro, y perder el dominio que sobre sí mismo ejercía fue todo obra de un momento. Cómo resistir a ese ataque inesperado? La hermosura de la condesa siempre deslumbradora, lo estaba entonces cien y cien veces más por la riqueza y el gusto de sus joyas y atavíos. Federico salió del salón, volvió a entrar, quiso salir de nuevo, se metió entre el concurso, entabló coloquios con sus amigos; pero sus ojos permanecían fijos en el bellísimo rostro de la condesa. La fascinación era completa. Entonces las argucias de la pasión le demostraron como acto indispensable de buena educación el acercarse a saludarla, y lo hizo, y ella le contestaba con monosílabos sin poder disimular la indignación que en su pecho hervía. Comprendió Federico que el afecto de la condesa no se había desvanecido, y esperó de nuevo su codiciado triunfo. Le pidió la primer contradanza, y ella con visibles muestras de disgusto, aunque con voz temblorosa, le dijo que estaba comprometida. Mas al pronunciar Federico las primeras palabras para despedirse, ella le dijo: Ah! no, no es esta, me equivocaba, admito el obsequio. Federico se hallaba en la gloria: creía haber pasado esta vez el Rubicón. Terminada la contradanza oyó a la condesa que en voz baja le decía: “sois un mal caballero, sé que mi carta llegó a vuestras manos, necesito explicaciones." Iba a contestar pidiendo una cita; pero cabalmente su mano rozó con el bolsillo del chaleco donde traía la agalla de ciprés, y acordándose instantáneamente de su historia dijo: "Condesa, no debemos vernos más en la tierra." Y en efecto así sucedió, saliendo Federico inmediatamente del salón del baile, a los pocos minutos de la casa, y a las pocas horas de la ciudad en que esto aconteciera. 

Callaba el desconocido, y al cabo de un rato uno de los jóvenes saltó diciendo: 

- Paréceme que V. será partidario de la filosofía que admite grandes efectos como resultado de pequeñas causas? 

- No he parado mientes en la filosofía de esta historia. Si algo probase sería una vulgaridad, la del simbolismo que cabe en cosas tan pequeñas e insignificantes como esta. Y sacándola del bolsillo, echó sobre la mesa una seca y resquebrajada nuez, que cogieron y miraron aquellos jóvenes con respeto como si fuese una reliquia santa. 

- Ya lo veis, señores, continuó el desconocido, esto, prescindiendo ahora de más elevadas consideraciones, preservó a mi amigo de crueles remordimientos, o de una desgracia peor todavía, que es la de no sentirlos habiendo dado motivo para ello. 

- Y cuál es la gracia de V.? preguntó Alfredo. (Cómo se llama?)

- Blas de Valdivieso para servir a Vd.? (hay interrogante)

- Blas! nombre poco poético. Ahora comprendo... 

- Bah! ignora V. el proverbio francés: Le nom ne fait rien a la chose? repuso el desconocido a quien ya podemos llamar D. Blas, o si se quiere Federico. 

Y recogida la nuez saludó cortésmente, salió del café, y puesto el pensamiento en aquella pequeña bolita, de la que el Señor se había valido para romper su cadena de liviandades, y preservarle de nuevas y graves culpas, exclamó en su interior: Bendita sea! quia eripuit animam meam de morte, oculos meos a lacrymis, pedes meos a lapsu. 

(el autor escribe este latinajo con tildes: quia erípuit ánimam meam de morte, óculos meos à lácrymis, pedes meos à lapsu)

domingo, 24 de octubre de 2021

EL VALLE DE LOS SAUCES.

III.

EL VALLE DE LOS SAUCES. 

FRAGMENTO DE NOVELA PASTORIL.

EL VALLE DE LOS SAUCES. FRAGMENTO DE NOVELA PASTORIL.


La fama del próximo casamiento de Fileno con la sin par Teolinda había atraído muchedumbre de pastores extranjeros al valle de los sauces que resonaba continuamente con alegres tañidos y amorosas canciones. El nombre de la pastora, retrato vivo de un ángel, y cifra de toda la hermosura creada, era el tema de los versos que se cantaban, y el de su querido el objeto de las lisonjas que le dirigían. Él entretanto sumergido en sus placenteras ilusiones, pisando casi el umbral de su ventura, caminaba a lentos pasos como para saborear a solas el último sorbo de la esperanza, licor exquisito que el cielo derrama para embriagar a los mortales; así es que sin apercibirse de ello vióse metido en el enmarañado bosque donde tenía su cabaña el mago Orfenio, y un terror vago e indefinible le sobrecogió de tal suerte que echó a correr para salir de aquel desagradable recinto, mejor guardado con el nombre de su dueño que con doble seto de entretejidos zarzales. Traspuesto ya el sol, la amortiguada luz del crepúsculo no hendía el espeso ramaje que a manera de toldo cubría las encrucijadas y vericuetos del bosque, cuando entre las sombras vio levantarse un bulto negro que le amedrentó, cual si se viera en campo raso acometido de hambriento lobo, y ni tuviese un arma ni un ñudoso bastón para defenderse. 

¿A dónde corres desalentado? le dijo el mago. El tiempo se precipita como un neblí sobre la garza, y la necia remonta su vuelo para encontrarle más pronto. Antes de llegar al florido vergel en que soñabas has de atravesar una selva desierta, erizada, espantosa, ¿y corres para entrar en ella? Pastor, yo puedo convertir en un ramo de ajenjos tu guirnalda de flores: no te apresures a ceñirla, porque al tocar tus cabellos se marchitará. Sin duda se te ha trascordado el día que con Leriano y Simplicio cazabais en la falda de aquel monte y visteis descarriada una cervatilla mía; ellos no se atrevieron a herirla, y tú la tiraste una flecha sin pensar que podía retroceder hasta tu corazón. Sin duda se te han trascordado algunas de tus tiernas pláticas con la zagala más bella que alumbran los rayos del sol, y yo quiero volvértelas a la memoria. ¿No recuerdas que Teolinda te dijo que yo la amaba? No recuerdas lo que me respondió? 

Que yo era viejo y áspero como la corteza de una encina, que yo era negro como las alas de la noche y feo al par de un sátiro; y vosotros reíais desatentados, sin pensar que el eco repetía vuestra risa en las concavidades de mi gruta, sin pensar que yo también debía reír alguna vez. Oh! vosotros creéis que vuestro día se acerca... el mío ha llegado. 

Estas palabras helaron de espanto el corazón de Fileno y destruyeron de un golpe todas sus ilusiones, así como un furioso pedrisco arranca en pocos momentos las yemas todas de un almendro florecido. Como la ovejuela que el zagal quiere encerrar en su aprisco, dejábase llevar Fileno del mago, que asiéndole por el brazo le conducía a su gruta. Hallábase esta en medio del bosque, espinosos matorrales formando una bóveda sombría ocultaban su boca aterradora como la de una sima cuya profundidad no ha podido sondarse, aislado descollaba ante ella un altísimo ciprés como un centinela gigantesco, y a sus pies corría por entre brezos y carrascas un bramador torrente que no muy lejos vomitaba sus aguas en un barranco. En sus cristales hizo el mago reflejar la siniestra luz de un montón de hojarasca encendida, y con voz imperiosa ordenó al pastor que mirase en ellos. Una lozana rosa parecía desplegar debajo de aquel velo transparente sus hojas de riquísimo carmín, un insecto dañino se acerca con traidora precaución, roe su tallo y la reduce a polvo en un memento. 

El pastor, que arrebatado de su hermosura por secreto impulso había sumergido su brazo para cogerla, sacó un puñado de cieno. Atroces desventuras anunciaba aquella misteriosa visión, y fueron comprendidas; mas no paró aquí su desdicha. Una extraordinaria sed le abrasaba las fauces y bebiendo de aquella agua, que estaba encantada sin saberlo, se imposibilitó de trasladar al labio la relación de suceso tan horrible, y aun de indicar con sus ojos y semblante las acerbas congojas que desgarraban su corazón. 

En tanto el valle de los sauces resuena con la acostumbrada alegría: el susurro de apacible risa retozando con las plateadas hojas de los álamos, de olorosos sándalos y frescos alisos: el murmullo de un cristalino riachuelo que hacía reverberar en su tersa superficie la temblorosa luz de las estrellas, como si arrastrase en su curso millares de lentejuelas: el son de las esquilas; los tiernos balidos de los corderillos jugueteando al lado de sus madres esparramadas por la vasta dehesa; el concierto de los rabeles y zampoñas qué no ahogaban los trinos de la flautilla de Leriano, émula de los ruiseñores; todo esto inunda de armonía aquel deleitoso valle, y acompaña perfectamente las amorosas pláticas de una tropa de gallardos pastores y lindísimas zagalas que sentada en el florido césped, a la redonda de un tilo corpulento coronado de festones, aguarda la venida de Fileno, para celebrar con vistosas danzas la envidiada dicha de los futuros esposos. Allí se encontraban Leriano y Simplicio al lado de Albanisa y Florela, Galafron que había desquijarrado un oso, Lausso el desdeñado de Arsía, Belisarda que le miraba con ojos tiernos, Siralvo y Fílida, Galatea la de las doradas trenzas, Cardenio que apacentaba el rebaño más numeroso, y Olimpio el corredor más ligero de aquellas cercanías. Hermosa Teolinda con sus quince abriles, sus ruborosas mejillas, su ensortijada cabellera, sus ojos respirando el fuego de un amor puro, y su pecho la candidez de una alma inocente sobresalía entre sus compañeras, como su querido se aventajaba a los demás pastores. La azulada bóveda de los cielos extendiéndose, cual inmenso cenador cubierto de una enredadera de jazmines, mostraba por flores sus luceros, y brillando en medio de ellos, la luna, tan esplendorosa como si intentara hacer olvidar la ausencia del día, representaba en el cielo una imagen de la belleza de Teolinda en la tierra. 

No tardó Fileno en llegar si bien eran sus pasos más mesurados de lo que en tal ocasión convenía; ella abrió luego sus nevados brazos para recibirle y con voz halagüeña y gentil donaire, exclamó: Otras veces el deseo ponía alas a tus pies cuando a verme venías, mas hoy no te has fatigado en correr porque tenías seguro el premio. - Premio...! repitió él. - ¿Qué, no estás contento de tu fortuna? - Fortuna...! Oh! yo no la esperaba, añadió con un acento involuntario que expresaba la satisfacción del alma en vez de acerba ironía. - ¿Y quién sino tú pudo merecerla? - Merecerla...? No, yo no merecía que el cielo me ofreciese esta copa de felicidad... Esforzábase a continuar, para quebrarla en mis labios, pero sus dientes se cerraron y no pudo articular la última frase. 

- Querido Fileno qué deliciosa va a ser la vida mía! - Vida mía! - El pecho del pastor semejaba ser de piedra hueca, y repetía con el mismo acento de ternura unas palabras que en él amargamente se hundían. Llegáronsele en esto sus amigos y dábanle el parabién de tanta dicha, muy lejos de recelar que sus felicitaciones fuesen como aquellas armas traidoras que abren mortales heridas sin sacar una gota de sangre del corazón

Horrible fuera ver el de Fileno en aquel trance: en su pecho estaba impresa una imagen de muerte cubierta empero con un cendal de oro y seda. La maravillosa virtud del ponzoñoso brebaje concentraba su inmenso dolor en el fondo de su alma, y no dejaba reflejar siquiera una huella en su fisonomía. Su rostro no era entonces más que una mascarilla que le sofocaba, pero estaba pintada en ella una expresión de inefable regocijo: semejaba un condenado revestido de una nube de gloria. Horrible fuera oírle cuando no podía pronunciar sino palabras dulces y melodiosas, al mismo tiempo que estallaban las fibras de su corazón y una corriente de hiel circulaba por sus venas. Empujado por un maligno genio a la voluptuosa danza, estrechaba la suave mano en que cifraba sus más risueñas esperanzas, y la idea de aquellos torneados dedos convertidos en áridos huesos y de aquel flexible talle en descarnado esqueleto anidaba como una ave carnicera en su fantasía. Poco después al pie del tilo descansaban entrambos: Teolinda más jovial que nunca se abandonaba sin reserva a las dulces emociones de su alegría, con infantil sonrisa atravesaba una región de luz, creía en el porvenir, soñaba en la vida, en una vida tan hermosa cuanto podían embellecerla los prestigios de la esperanza, las auroras del amor y los delirios de la juventud. Extasiado la contemplaba Fileno porque nunca le había parecido tan discreta, tan candorosa, tan hechicera. En aquel momento recordaba el triste todas sus ilusiones que como falsos amigos venían a escarnecerle en su último adiós. Mientras tanto deslizándose por entre la yerba, se acercaba cautelosamente un escorpión a los pies de la pastora, y una a una veíanse marchitas todas las flores que tocaba. Divisóle Fileno estremecido, probó a levantarse para aplastarle y estaba inmóvil como el tronco en que se había sentado, quiso gritar y estaba mudo como las flores que se marchitaban; su cabeza entonces cayó sobre el cuello de su adorada y ella creía que sus lágrimas eran de ternura. De repente callaron los pastoriles instrumentos, los que bailaban cesaron despavoridos, y algunas voces exclamaron llenas de terror: ¡el mago! al mismo tiempo dio Teolinda un grito agudísimo... Alzó los ojos Fileno y vio a lo lejos escurrirse una sombra, un cadáver entre sus brazos y un insecto venenoso a sus pies. 

sábado, 2 de octubre de 2021

LA CONQUISTA DE MALLORCA. De Lulli. DE LULIO.

LA
CONQUISTA DE MALLORCA.



La
composición que bajo este título ofrecemos al lector, cuyo hallazgo
debemos al diligente anticuario D. Joaquín María Bover, no
constituye por desgracia más que un fragmento. Sea que el autor
dejase truncada o sin concluir la relación de los hechos de la
célebre expedición de Don Jaime I, sea que falten hojas en el
códice de donde la sacó el Sr. Bover; lo cierto es, que en ella
quedan omitidas las principales hazañas que distinguieron aquella
grande empresa del siglo XIII, tan dignamente contada por el mismo
conquistador, por Marsilio, Desclot y otros muchos cronistas
lemosines. Este poema, que tiene por objeto un asunto
verdaderamente épico, empieza con una bella introducción en la que
recuerda el autor su insuficiencia para relatar la renombrada
conquista, echando menos el éstro con que Ovidio cantó los
Fastos, y con que Horacio se elevó en alas de su entusiasmo; o la
energía y entonación de Bertran de Born, príncipe de
los poetas provenzales. Ábrese después el poema, aumentando
la medida de sus versos, con la narración del viaje de la numerosa
armada hacia Mallorca, sujeta a la sazón al poderío de los
mahometanos. Habla de la tormenta que se desencadenara entonces y que
estuvo a punto de destruir las naves expedicionarias; de las
oraciones con que el rey y la hueste imploraban la ayuda de Dios en
tan duro trance; de su feliz arribo a la Palomera; de la entrevista
que tuvo Don Jaime I con el moro Alí que le predice sus triunfos; de
su desembarco; de la deslealtad del caballero Gil de Alagón; del
ardor belicoso del rey y de la batalla en que perecieron los nobles
caudillos Guillén y Ramon de Moncada en el terrible
encuentro de la Porrasa. Aquí queda sin duda alguna truncada
la obra, faltando por consiguiente los detalles de aquel sangriento
combate; la relación de los funerales de los Moncadas en el
campamento, de las palabras que vertiera el rey en aquellos solemnes
instantes, y de las lágrimas que derramó sobre los inanimados
restos de aquellos dos héroes; de la marcha del ejército hacia la
ciudad, de las operaciones del sitio, de la alianza del moro Benabet,
y de tantos y tantos hechos heroicos que en aquella ocasión tuvieron
lugar. Después de tan inmenso vacío, siguen algunas estrofas, con
las cuales termina el poema. Hácese mención del caudillo moro
Infantilla, vencido por los cristianos, pero nada se dice del
asalto general de la ciudad y de la entrada en ella de los sitiadores
hasta clavar el pendón aragonés en las torres del palacio
de la Almudayna.



Mucho
sentimos en verdad la pérdida de tan gran parte de este precioso
monumento, doblemente importante por su interes histórico al par que
literario; monumento desconocido hasta ahora e ignorado de todos
cuantos se han desvivido para restituir a Lulio toda su gloria que en
días de ignorancia y ciega parcialidad se quiso poner en tela de
juicio. ¡Ojalá que las investigaciones que nos proponemos hacer en
honra y prez de nuestra patria, nos diesen algún día por resultado
feliz el hallazgo de todo lo que nos falta de esta antigua y notable
epopeya de los siglos medios.



Duélennos
también las adulteraciones que ha debido sufrir el texto, pues se
hace necesario suponerlas en vista de las palabras oscuras que en él
encontramos, y en presencia de otras, cuyas terminaciones no son propias del siglo en que el poema hubo de ser escrito.
Continuamos la obra tal cual la hemos encontrado; y la creemos de
Lulio porque así lo expresa el título "De Lulli" que
leemos a su frente, y porque hasta en cierto modo nos lo indica su
mismo estilo. No sabemos la fecha en que la escribió, mas la cita de
un autor provenzal y de dos poetas latinos que
observamos en su introducción, nos hace presumir si la escribiría
Lulio antes de su conversión, antes de entregar completamente su
éstro a la poesía mística y a la didáctica, cuando es muy
regular estuviese familiarizado con las epopeyas de la antigüedad y
con las producciones de los trovadores provenzales.



Los
notables rasgos que en este fragmento descubrimos, no nos hacen
posible resistir al deseo de ofrecer a nuestros lectores un ensayo de
traducción que colocamos a la vista del mismo original. No
pretendemos haber atinado en todos los pasajes la verdadera
equivalencia de las palabras; la adulteración y oscuridad que
observamos en algunos vocablos, nos lo han hecho a veces poco menos
que imposible, sin embargo hemos procurado conservar cuanto nos ha
sido dable el verdadero sentido de la frase y hasta la grandiosa
sencillez del original.






DE
LULLI.



LO
CONQUERIMENT DE MAYLORCHA (1).

Si huy xant lo fayt gotjós,
Si
huy, donchs, ay pausament
Per xantar al conquerós
En Jacques,
l‘ hom portentós,
Que mays feu tant en Pelós (2)
Ab
els maures esquarment;

Es perque en l‘ esvesiment
De
Maylorcha, fon trobada,
Sa maravela bassent (3),
Par la má de
Deus scient,
En son laus omnipotent,
Conquerent yla
argentada.

DE LULIO.


LA CONQUISTA DE MALLORCA.



Si
hoy canto con placer la grande empresa; si hoy hallo ocasión para
cantar al rey Don Jaime el Conquistador, al varón portentoso que
siendo terror y escarmiento de los moros, dejó atrás las gloriosas
hazañas de Wifredo el Velloso; (Pelós, Pilós; Joffre,
Wilfred
)



Es
porque con la toma de Mallorca fue encontrada una maravilla;
maravilla que la sabiduría inmensa de Dios y su omnipotente poder,
permitió que se descubriese al conquistarse una isla de plata.







Unitat,
donchs, mant levada;
Trò qu' eu puscha ben xantar,
¿Dariatzme
ben pleguada
D' Abú-Soleyman (4) vessada
L' ira e la
má coretjada
Per en ma pensa escampar?



De
ferre e de sanch parlar,



Placia
a Deus en mon pregon,



En
mon pregon consirar;



Vos
volria eu donar



Els
fayts grans que vá ordonar
N‘ Ovide per tot lo mon.
(Ovidio)







Donchs,
xantar per eu no son



Els
pus grans esvesiments,



Que
xantar pogrés l' enton



De
n‘ Horace e B. De Bon (5)
E d' altre nuyl
compaynon;



Els
fayts eu xantats sovens (6).







Unidad,
que te sientas en el lugar más elevado; para que mi canto sea digno
¿por qué no reúnes en mí la ira tremenda, y el esforzado brazo de
Abu-Soleyman, y haré pensamiento se dilate del uno al otro confín
del mundo?



Pluguiese
a Dios que me fuese dado hablar en estilo digno del estruendo de las
armas y de la sangre que se vierte en los combates; y que
extendiéndome en hondas consideraciones, os pudiese ofrecer una obra
que rivalizara con la de los Fastos con que Ovidio dotó
al orbe.



Mas
ya que no son para mi éstro
las más grandes conquistas del mundo, dignas tan sólo del numen de
Horacio o de Bertrán de Born y tantos otros poetas insignes;
recuerdo en mi canto los hechos siguientes.




I.



Ab
son stòl de navyls pus armats



Ix
a la mar lo Jacques ab desir;



Ab
sos barons, donçeyls e lurs prelats (7)



Qui
brochan mils, qui volen acorrir



A
lur desir mantz benaventurats.







II.







E
cant fó exit lo stòl de mil galeas (8)
Vas en la mar,
feent pònt de sas fustas,
Cell qui los cèls té e 'l trò sens
maleas,



Lança
en lo mon e en nostras ribeas
D' ayre e de fòch e de maleas
muytas (9).







II.







La
nau lavors qui guia a son desir



A
l' alt en Jacq a lur conqueriment,



Cridá
lo stól qui devesit consir:



Mays
ja lo stol nient pòt acorrir (leemos stòl, stòl, stol en pocas líneas)



A
son desir del gran esvesiment.







IV.







Lavors
lo rey endreça a Deus sa pensa,



E
plòrs e plants, ab muyta de tristança:



-
“Senyor! vuylatz acorrir ma partensa
Per vos honrar, com Nabuch
e Faruensa (10);
Datz lum al cèl, datz a la mar bonança."








I.



Inflamado
por el deseo de la conquista, sale el rey Don Jaime a la mar con su
armada compuesta de numerosas naves: acompáñanle sus barones,
donceles y prelados, los mejores guerreros de su tiempo, los cuales
secundan con ardor el bienaventurado deseo de su monarca.




II.



Flotaba
la armada de mil galeras, formando sobre las ondas un puente
de madera, cuando aquel que tiene en el cielo su esplendente trono,
lanzó sobre nuestras riberas y nuestros mares todos los horrores de
los vientos desencadenados, del rayo y de la tempestad.







III.


La
nave que a su placer conduce el esclarecido rey a la gran conquista,
hizo sus señales para reunir la armada que consideraba ya extraviada
y perdida; mas la flota no puede favorecer el gran deseo del rey para
llevar a cabo la atrevida empresa.




IV.



Dirigió
entonces el rey su pensamiento a Dios, y sollozando y vertiendo
lágrimas, dijo con mucha tristeza: - "Señor! dignaos prestarme
vuestro auxilio en este viaje, que emprendí por honra vuestra, así
como protegiste a Nabucodonosor y a Faraon después de
haberlos castigado; restituid la luz al cielo y al mar la calma."







V.







*Senyor!
placiatz qu' es puscha ben complir
Per exalçar la cròtz de
vostre axyll;
Placiatz, Senyor, qu' es faça mon desir,
E que
puscatz de Maylorches ausir '
Als infaels, sens que no spectetz
nuyll (11)." -



VI.







Pausá
lavors de Christ el ganfaró;



Pausa
lavors d' en Jacques la senyera



Lo
gran estòl; trastot sens d' avisó



Perdut
se ha; mays quax perdut, no fó



A
Deus plasent; a Deus qui
d'Aragó



Ubert
tenia de los cèls la quarrera (12).







VII.







Tantost
la mar que devesit havia



Lo
stòl d' en Jacq qui Maylorcha vessaba,



Torná
a son point, e donchs bé tot cell dia



De
Deus el brás tendut pus fòrt tenia;



E
lum e soyl de sus lo cèl envia,



Laus,
no trestura, ja tot lo stól guardava.







VIII.







Dix
en Bonet (13), que guia la gran nau



Que
ab crits e laus a lo Jacques venia:



-
"A Deus ja plach, guardau, Senyor, guardau
El vostre stòl;
e si voletz anau



Sens
triguá nient, virant vers de mitj dia." -







IX.



Cant
viu lo rey lo stòl tant desirats,
Dix ab plòrs muytz, ab muyta
de tristança:



-
“Senyor! lo stòl que vos me havetz tornats



Irá
vers vos a metra sotterrats
Dins los inferns dels maures l'
adunança." -





V.


"Plázcaos
que pueda llevar a feliz término el hecho que emprendí, para
ensalzar la cruz donde espirasteis en el destierro de este mundo.
Plázcaos, Señor, que se cumpla mi deseo, a fin de que no oigáis
más a los infieles de Mallorca sin que nada de ellos podáis
esperar." -



VI.



Entonces
el rey hizo enarbolar en el mástil de su nave el pendón de
Jesu-Christo, y en los bajeles apareció la bandera aragonesa.
Casi toda la armada había estado a punto de perecer, mas no plugo
esto a Dios, que había abierto a las armas de Aragón el
camino de la gloria.







VII.



Las
ondas del mar que enfurecidas habían desbaratado aquel
inmenso escuadrón de naves, recobró su perdida calma. Las cumbres
de la isla aparecían ya a los ojos de los conquistadores: y el brazo
de Dios que durante aquel día tan adverso se había mostrado, hizo
aparecer en el cielo la luz del sol, y la armada toda trocó en
alegría su tristeza.



VIII.



Entonces
el almirante Bonet que guía la nave mayor, con gritos de alegría se
acercó a la galera del rey y le dijo: - "Ya plugo a Dios por
fin! Mirad, señor, mirad otra vez reunida vuestra flota, y si es la
voluntad de mi rey, dirijámonos sin tardanza hacia la parte de
mediodía.” -



IX.



Cuando
el rey vio todas sus naves, que en tanto cuidado le habían tenido,
dijo pesaroso, derramando lágrimas de ternura: - " Señor! la
grande armada que habéis querido restituirme, salva de los horrores
de la tormenta, os prometo que irá por vos a lanzar en las
profundidades del infierno el coaligado poder de los mahometanos."
-




X.




Dementre
en Jacq al cèl sos uyls tenia



E
nuyl repòs, consirant son dampnatje,



En
Nono (14) viu, que vers de eyl venia,



E
dix lavors ah gaug e ab alegria:



-
“Senyor en rey!; Placiatz fer lo viatje!" -







XI.







Alors
d' en Jacq la nau pausá senyera,



E
tot lo stòl son ganfaró pausá;



Bonança
el mar, del cèl la lumanera




pus suau a lo stòl sa quarrera;



Partech
lo stòl, cridant d' esta manera:



-"¡
Assatz, assatz! a maures massacrá!" -







XII.







Pauch
consiron dementre es fá la via,



E
cant lo gaug de tròp lo stòl estava;
En Nono dix, ab sos uyls
vers mitj dia:
- "Senyor en rey! Si 'us plau bé se poria

Auració fer a la dona María.” -
Donchs de Maylorcha lo
menaret vessaba (15).







XIII.



Plach
a lo rey cant en Nono ha parlat;
Pausá senyera d' en Jacques la
gran nau;
Son ganfaró tot lo stòl ha pausat;
Lavors lo rey,
e l' avesque (16), e l' abat (17), (vispe, bisbe, obispo,
episcopus
)
Ab dolent còr sa pensa han endreçat,
E
auració a tot lo stòl fer plau.







XIV.







Lavors
l' avesque ab veu pus tremolosa



Dix
d' Ave maris (18) a la dona est xant;



E
li prelat, e lo rey fervorosa



Auració
dix, xantant ab veu penosa



E
ab devoció suau maraveylosa



De
dona sancta lo Kyrieley xantant.







X.



Y
en tanto que así hablaba el rey, con sus ojos fijos en el cielo,
inquieto por el daño que había sufrido su flota, vio al bajel de
Don Nuño que hacia él se adelantaba, y díjole el esforzado
caudillo con el gozo y la alegría pintados en su semblante: - “Señor
rey! plázcaos seguir adelante en vuestro viaje." -



XI.



Entonces
la nave real hizo seña, a la cual respondieron todos los bajeles,
levantando en alto sus confalones. El mar acabó de serenarse, y la
brillante lumbrera del cielo hacía más agradable el camino que la
flota seguía; y esta continuó su curso gritando todos:
- "Sús!
sús! guerra a muerte a los moros!” - (sus, sús : arriba;
amunt
)



XII.



La
flota se desliza rápidamente sobre las aguas sin que apenas lo
adviertan los guerreros, entregados todos a la alegría. Don Nuño
exclama, fijando sus ojos a la parte de mediodía y distinguiendo los
elevados minaretes de la isla: - "Señor rey! si os place,
pudiéramos dirigir nuestras preces a la virgen María." -



XIII.



Plugo
al rey lo que Don Nuño proponía; la nave real dio aviso por medio
de sus señales, y la flota contestó levantando en alto sus
confalones. Entonces el rey, el obispo y el abad, con ánimo
contrito, dirigieron su pensamiento al cielo y la hueste toda se puso
en oración.



XIV.



Y
el obispo, con voz trémula, entonó el Ave-Maris en honor de
la reina de los cielos, y todos los prelados juntamente con el rey,
puestos en fervorosa oración, cantaron devotamente y con voz triste
el Kirieleyson. (Kyrie eleyson, kirie eleison)




XV.



-
"Senyor en rey! ja poretz desirar,
En Nono dix, cant huy se
puscha fer
Per lo començ, si volets conquerar
De maures
buckrs, donchs ja deixam la mar, (se lee en textos
anteriores leixar, no deixar
)
E de Maylorches lo pòrt poretz
prener.” -







XVI.



Consira
en Jacq cant fer huy se poria:



Dix
a l' avesque, e dix a lo Guastó (19):



-
"Un gualeot si ‘us par eu trametria



Per
aguayt far dementre ix lo dia,



E
per guardar lo lòchs seretz meyló." -







XVII.


- "Si ‘us plau, en rey, l' avesque li respòs,
Pora ‘y
anar den Bonet lo navyll,
Per enquerir lo lòch meyns perylós,

Hont tot lo stòl pendre puscha redós,
E vostras gents
entrar sens gran peryll." -







XVIII.



Plach
a lo rey e dix a n' en Bonets:
- "Alors, alors, ab
vostra nau ixquiu,
E de Maylorches lo point hon bé porets

Cercats sens triguá nient, e tornarets
Per dir si un bon
point prest haurets viu." -



XIX.



-
"Senyor en rey! li dix a sa requesta
L' hom de la mar, cant
bé ensercatz havia,



Pendrer
no 's pòt lòch nient per aquesta
Meytat de l' yla pus brossa e
enquesta (20);
Si ‘us plau, virar poretz vers de mitj dia."
-



XV.



Entonces
D. Nuño exclamó: - "Señor rey! puesto que ya dejamos la mar y
nos es necesario tomar puerto en Mallorca, pensad en lo que debemos
hacer para dar comienzo a nuestra empresa, si os place batallar con
la odiosa horda sarracena.” -



XVI.



Reflexiona
el rey lo que en tal ocasión conviene hacer, y dice al obispo y a D.
Gastón:
- "Si os parece, podríamos enviar un galeote hacia
la costa para explorarla, en tanto que el día amanece, y elegir el
lugar mejor en donde pueda dar fondo nuestra flota." -



XVII.



-
"Si lo tenéis a bien, le respondió el obispo, podría prestar
este servicio la nave del almirante Bonet, el más apto para inquirir
el sitio, en el cual con menos peligro la armada toda pueda
guarecerse, y que ofrezca mayores ventajas para el desembarco de
vuestro ejército." -



XVIII.



Plugo
al rey cuanto propuso el obispo y dijo al almirante Bonet: - "Vamos!
vamos! adelantáos con vuestro bajel y buscad sin tardanza el punto
de la costa mallorquina más apropósito para nuestro objeto, y
volved enseguida a decírnoslo, si habéis conseguido encontrarle."
-







XIX.



Cuando
con su nave el intrépido marino hubo hecho la exploración que se le
había confiado, volvióse a la flota y dijo al rey: - "Señor!
por esta mitad de la isla no es posible tomar puerto, porque la costa
es brava y escarpada. Si os place podremos dirigirnos hacia la parte
de mediodía.” -







XX.



De
los barons ab seny lo stòl viraba,



E
vench lo rey en vers la Palomera (21);



E
cant en Jacq tots sos navyls vesaba,



Las
mans e 'ls uyls lavors al cèl levaba,



E
dix: - "Aydatzme, Deus, en la quarrera." -







XXI.
E vench n' Alí (22) del rey en la galea,
E dix an Jacq ab lo
ginoyl ficat:
- "Cuytatz, senyor, corretz a la ribea,

Vostr‘ es, en rey, cesta yla sens malea:
Ma mayre ho dix,
ma mayre ho ha trobat (23).” -







XXII.



Ab
tant lo rey dix a ceyls dels navils;



-
"Façetz camí cant la nuyt será entrada;



Gardatz
lo lòch hon exir fora mils." -



E
‘nsemps volgren anar a lo perils



En
Nono Sanç e 'n R. De Monchada (24).







XXIII.



E
lurs navyls ab muyt de caylament



Tuyta
la nuyt faéren lur aguayt;



E
cant exí lo jórn vers l' orient,



En
Nono dix: - "Senyor, no tembretz nient!



Dessá
ví lòch hon l' exir fora fayt (25)." -




XXIV.



E
tuyt lo stòl ensemps e sens brugit
En vers lo pòrt la lur
quarrera féu;
Mays li paguá trò ‘l cèl levá lur crit,
E
‘n Jacques dix, coratjós e ardit:



-
"Tòst, companyon! anem en nom de Deu!" -







XX.



Con
acuerdo de los barones y ricos hombres del ejército, la armada
cambió de rumbo, hasta anclar en el lugar llamado la Palomera; y
cuando el rey vio allí reunidas todas sus naves, elevó sus ojos y
sus manos al cielo, exclamando :- "Ayudadme, o Dios, en esta
grande empresa!" -



XXI.



Y
entonces vino el moro Alí en la galera real, y prosternándose de
rodillas ante el rey Don Jaime, exclamó: - "Apresuráos, señor!
corred hacia la ribera! vuestra es esta preciosa isla en donde el mal
nunca se albergó! Así me lo ha dicho mi anciana madre, que escrito
lo encontró en el libro de los destinos." -



XXII.



Mientras
esto acontecía, el rey dijo a los marineros: - "Seguid el
camino tan luego como entre la noche; y observad cual sea el lugar
mejor para nuestro desembarco." -
Y émulos en gloria y
valor D. Nuño Sanz y D. Ramón de Moncada, quisieron lanzarse juntos
al lugar del peligro.



XXIII.



Y
sus naves con mucho silencio y cautela exploraron la costa durante
toda la noche, y estuvieron en acecho, y cuando el albor de la mañana
apareció en el oriente, dijo D. Nuño al rey: - “Señor! nada
temáis: por esta parte encontré lugar donde pudiéramos desembarcar
felizmente." -



XXIV.



Y
la armada entera levó las anclas sin hacer el menor ruido, y se
encaminó hacia el punto designado. Mas los paganos no bien de ello
se hubieron apercibido, cuando levantaron hasta el cielo su gritería:
y entonces el rey Don Jaime dijo, lleno de ardimiento y valor:
-
"Pronto, compañeros! adelante en nombre de Dios!" -




XXV.


E ‘n Nono Sanç, e 'n Pònç (26) e ‘n Cerveyló (27)

Volgren exir en terra deventers;
Et en Guilem (28) de
tot son còr hi fó;
E lo Ramon son frare (29) e lo
Guastó (30), (Guillem, Guillermo y Ramón de Moncada)



E
puis lo rey, barons e cavaylers.







XXVI.




Dementre
en Jacq de lur navyl ixia,



Los
sarrahins ferí lo de Monchada;



E
ab los lurs pus fòrt escometia;



E
'spahordit tuyt li maure fugia;



E
a negun la vida fon lexada (31).







XXVII.



Cant
viu lo rey ja fayta la bataya,



Irat
eyl dix: - "Fortment nos en dolem!



Bataya
's féu, e 's féu sens nos! Malhaya!



¡Ah,
cavaylers! a nos seguir eus playa;



Dels
maures buckrs la sanch veser volem (32).” -







XXVIII.




E
'n son cavayl lo rey bé cavalcant,



Ab
mantz dels lurs entrassen en la terra,



De
çá e lá de son còr massacrant;



Et
enapres ardits, de bò talant,



Vaéren
tuyt li maur sus en la serra (33).




XXIX.



Lavors
lo rey un maure viu armat,



Et
en vers d' eyl ab lança s' endreçava;



E
li dixqué lo rey: - Réntte, malvat!" -



E
'l maur respòs:- "Hanc no me só rendat."



E
un cavayler, de mòrt lo colpejava (34).

XXV.



Obedientes
a esta voz D. Nuño Sanz, D. Ponce Hugo y D. Gerardo de Cervellón
quisieron los primeros saltar en la enemiga tierra, y D. Guillén
de Moncada lo hizo con la mayor decisión y denuedo, y tras él su
hermano D. Ramón con D. Gastón de Bearne, y luego el rey con todo
su séquito de barones y ricos hombres.



XXVI.


Y en tanto que Don Jaime saltaba a tierra, D. Ramón de Moncada
acometió valerosamente al enemigo, y con los bravos soldados de su
mesnada arrolló las contrarias filas. Espantados los moros con el
fuerte empuje, huyeron despavoridos y en desorden, y no hubo
sarraceno que quedase con vida de cuantos estuvieron al alcance de
las armas cristianas.



XXVII.


Cuando el rey hubo puesto pie a tierra y encontró ganado el
primer encuentro, dijo enojado: - "Mucho nos duele! Batalla
travóse sin que nos estuviésemos en ella! Malhaya! ¡Sús,
caballeros! Seguidme, que tengo afán de ver sangre musulmana."
-



XXVIII.



Y
montando Don Jaime a caballo, entróse tierra adentro con varios de
los suyos, persiguiendo a los fugitivos. Peleando a derecha y
siniestra, muchos fueron los enemigos que cayeron bajo el filo de su
espada. Poco después el monarca y los que le seguían vieron con
placer la hueste numerosa de los sarracenos que se había tomado
posición sobre un cerro.



XXIX.



Entonces
distingue el rey a un moro armado de pies a cabeza que hacia él se
dirigía, amenazándole con la punta de su lanza. Al columbrarle el
rey, le dijo: - "Ríndete, malvado! " - Y el sarraceno
respondió: - "Jamás estuve acostumbrado a rendirme!"
-
Y en tanto un caballero del séquito del rey le hirió de muerte.




XXX.



E
cant lo rey pus luny viu en la terra
A Mem-Ladró (35) ab els
maures combatre,
Dix an en Nono: - "Féu aguayt en la serra

Ab n‘ Alagó (36) e n' Arnau Finisterra (37),
Dementr' eu
ixq per III maures abatre." -







XXXI.



Mays
n' Alagó a lo rey descresent,
Ab còlps de mayns nafrá a II
maurs lo càp;
Lavors lo rey a n' Alagó vinent,
Li dixqué:
- "Dònchs ¿no sàp l' ordonament
De bon donçeyl, l'
ordonament no sàp?". -







XXXII.



-
Dix n' Alagó: - "Senyor en rey! sapietz



Qu'
eu som açi per maures massacrá;



Poretz
si ‘us platz si als res ne voletz,



A
mal baró cant vos l' ordonaretz



Maleficar,
e bon donçeyl no irá (38)."


XXXIII.



"Donchs
n' Alagó nient vostre servey,
E ‘ls maures vos massacraretz,
si ‘us platz,
Que donçeyl bon il vostre stòl ferrey
Lurs
guarretjiers, quax n' Alagó porrey." -
E lo rey dix: -
"Anatz, pelós, anatz! (39)" -







XXXIV.



E
‘n vers lo còyl la hòst aná lavòrs (collado; coll)



Firent
li maur, faéntli gran dampnatje;



Entrò
de M. lá sus ne foren mòrs,



E
'spahordits ab critz,
sospirs e plòrs,
Fugiren tuyt en vers de lo boscatje.







XXX.



Y
cuando Don Jaime vio más lejos en el campo a Mem-Ladrón
que combatía con los sarracenos, dijo a D. Nuño: - "Acechad
tras ese collado con Gil de Alagón y Arnaldo de Finisterra, en tanto
que voy a vencer aquellos tres moros que más allá distingo.” -







XXXI.



Mas,
Gil de Alagón, desobedeciendo las órdenes del rey, se precipitó
sobre dos sarracenos, hiriéndoles el rostro con sus puños, y Don
Jaime entonces corriendo hacia
D. Gil, le dijo: - "¡Qué!
¿Acaso no sabe el de Alagón el ordenamiento de buen doncel?" -







XXXII.



Y
D. Gil de Alagón contestó: - "Señor rey! Sabed que aquí vine
para matar infieles. Si es otra vuestra voluntad, podéis reprender
al mal barón cuando os desobedece, pero no ofender de tal modo al
buen doncel."


XXXIII.



"Y
sabed también que Gil de Alagón se separa desde ahora de vuestro
servicio. Sarracenos matareis vos si os place; y donceles hay que
sabrán batir a los guerreros de vuestro ejército, y aun a Gil de
Alagón le será dado hacerlo.” - Y el rey le replicó:
- "Id,
miserable, id enhoramala.” -







XXXIV.



Y
la hueste se dirigió entonces hacia el collado cargando sobre los
moros, y haciéndoles gran destrozo. Muy cerca de mil de los
sarracenos cayeron allí sin vida; y espantados los demás, dando
alaridos, huyeron internándose por la selva.







XXXV.



Lo
rey torná 's a lo camp ab plaer,



E
'nfaylonit Ramon dix ab raysós:



-
"¿E qu' havetz fayt, en rey? ¿voletz perdrer
A vos mateix
e 'l vostre cavayler?
E vos perdut ¿e quí viurá de nos? (40)"
-







XXXVI.







E
no respós lo rey a lo sermó,
E 'n Guilem
dix: - "Gran eximpli 'ns donatz
De bon guerrer, qu' altre
semblant no ‘n fó;
Mas foylament vos havetz fayt en ço;

Pus no ho façatz, en rey, pus no ho façatz! (41)" -







XXXVII.



E
cant la nuyt lo cèl escurahia,



Tuyt
li baró lurs aguaytas pausá;



Dementre
'l xech (42) ab tota l' hòst ixia



De
la ciutat pus bela qu' es vesia;



En
sús de Portupí s‘ apareylá (43).




XXXVIII.







Per
ço qu' el rey saubes la gran noveyla,



Lo
Mem-Ladró trameslí missatger;



L'
alba levá 's e l' hòst levá 's ab eyla;



A
missa el rey tuyt li guerrer apeyla;



E
lavòrs dix l' avesque en Berenguer:







XXXIX.



-
"Anatz, barons! pus per l' honor de Deus



Armada
havetz ab ferre vostra má,
Deus es en vos, e tuyts eus ha per
seus;
¡Ah, bons guerrers! feritz ab còlps pus greus,
N'
haurá lo cèl lo qui de vos morrá (44)."




XXXV.

Y luego el rey volvióse al campo muy satisfecho de la jornada, y
al verle Ramón de Moncada le dijo con razón y enojado: - “¿Qué
hicisteis, señor rey? ¿Os habéis acaso propuesto perderos y
perdernos a todos? Si lanzándoos al peligro sucumbierais, ¿quién
de nosotros escaparía con vida de esta tierra?" -



XXXVI.



Guardó
silencio el rey a estas palabras, y añadió D. Guillén de Moncada:
- "En verdad que nos demostráis ser modelo de caballeros. Sin
duda que ninguno hay tan valiente y esforzado como vos; mas con poco
seso procedéis exponiéndoos así al peligro. No obréis otra vez
así, señor rey, no obréis otra vez así.” -



XXXVII.



Y
cuando la noche empezaba a difundir la sombra por el cielo, todos los
barones pusieron en el campo sus avanzadas; y en tanto el xeque
(jeque; xaíc) de Mallorca salía con toda su hueste de la
capital, que hermosa aparecía en lontananza; y allí sobre los
cerros de Portopí se preparó para dar la gran batalla.



XXXVIII.



Apresuróse
Mem-Ladrón a dar noticia de esto al rey, enviándole desde luego
mensajeros. Entretanto vino la luz del alba y con ella se levantó la
hueste toda. Llama el rey a los guerreros para que asistan al santo
sacrificio de la misa que ordena celebrar; y acabado que fue, dijo el
obispo D. Berenguer:



XXXIX.



-
"Marchad, barones! puesto que vuestra mano ha empuñado las
armas por la honra de Dios, Dios os acompañará en el combate y a
todos os tendrá por suyos. Adelante, paladines! herid con golpes
fuertes y certeros, que alcanzará el cielo el que de vosotros muera
por la fé de Jesu-Cristo." -

LX.







Et
en Guilem e 'n Ramon de Monchada



Ixen
denant abduy ab li templer (45);



E
lá, detrás lo còyl, la vil maynada



Dels
descresents pus tòst fó ben vesada,



E
ab gran brugit faé de son poder (46).







XLI.



Al
sarrahi noent, la deventera
Ben guerretjá lá sús per son
Salvayre (47);
E lá 'n Guilem fení la lur quarrera (48),
E
lo Ramon deffenent lur senyera (49),
Et en Desfar (50), e
n' Huch lo bòn trovayre (51). (dez Far, Dezfar, Desfar)







XLII.



........................................................



(52).



***



De
n' Infantyl (53) lo stòl pos abatut,
Dels maures buckrs víu d'
en Jacques lo ferra
Pauchs environ; a lo Deus ha plascut



Donar
de mayll lo phloch que fóu digut;
E dix lo rey: - "Presem
pus prest la terra! (54)" -



****



E
d' Aragó se víu prest la senyera,
De Mafumet se víu trestot
cremat;
E' n Nono dix ab gaug pus vertadera:



-
"Senyor en rey! acesta es la quarrera
De vostra terra,
presetzla la primera." -
E de Maylorcha rey fó prest cridat
(55).







XL.



Y
en seguida empezó a moverse la vanguardia, que se componía de los
soldados de D. Guillén y D. Ramón de Moncada y de los
templarios; y pronto se distinguió tras el collado a la horda
sarracena, preparada para el combate; y dada la señal, con pavoroso
estrépito se trabó la lid, haciendo cada parte cuanto podía.







XLI.



La
vanguardia hizo experimentar grandes daños al enemigo, porque los
cristianos peleaban con denuedo por la fé de Cristo. Mas allí acabó
peleando D. Guillén de Moncada su gloriosa carrera; allí murió
también D. Ramón de Moncada como un héroe defendiendo su
estandarte, y con ellos el valiente Desfar y Hugo de Mataplana, el
buen trovador
.







XLII.



.............
***


Hallábase
ya derrotado y vencido el ejército de Infantilla, y las armas de la
hueste del rey Don Jaime apenas encontraban ya enemigos que vencer
por aquellos alrededores. Plugo a Dios dar a los infieles el castigo
que merecían, y dijo el valeroso monarca:
- "Entremos en la
ciudad!" -
***



Y
pronto se vio tremolar sobre las torres de sus muros el pabellón aragonés, y reducido a cenizas el de Mahoma: y D. Nuño, con
muestras de verdadero gozo, dijo a Don Jaime:
- "Señor rey!
esta es la puerta de la ciudad que ya os pertenece, tomadla ante
todo, y sed vos el primero que entre por ella.” -
Y en seguida
fue aclamado y victoreado por rey de Mallorca.



***



-
"Alors! alors! dix en Jacques cant víu
De Maylorches la
vila mant dampnada,
A sos prelats e sos barons; porriu
L'
esgard haver (56), dònchs huy bé la teniu
La vila ferma, e
lexatz lo morriu (57);
Dònchs plach a Deus, Maylorqu‘ es
conquerada (58)." -



***



E
lavors lo rey per haver refòrs



De
fatigues greus, de tants maleficis,



Levant
lo dur èlm, despuylant lo còrs,



Levá
tot son ferre e dixqué lavòrs



-
"Honrem a Maylorcha ab molts beneficis (59)." -



***



E
dònchs que lo rey leixant ferramentas



Qu'
a vostron servey havian honrat;



E
dònchs, alt Senyor, las lanças luentas



Leixadas
están, sens plaurs ne lamentas,



Huy
los meus bordons, huy s' han acabat (60).



***



-
"Adelante! adelante! dijo Don Jaime a sus prelados y barones,
cuando vio a la hermosa ciudad llena de escombros, extended vuestras
miradas; y pues tenemos segura la posesión de la capital, podéis
desceñiros el casco, que con el auxilio de Dios, está ya
conquistada la isla de Mallorca." -



***



Y
entonces el rey para descansar de las fatigas de aquel día, y para
reponerse del daño que había experimentado, se quitó el yelmo,
depuso su espada y se desnudó de su armadura. Y luego exclamó: -
"Honremos a Mallorca, colmándola de beneficios." -



***



Y
ya que el rey, ó Dios mío, ha dejado las armas que con tanto
esfuerzo ha empleado en honra y servicio vuestro; ya que las afiladas
lanzas están descansando sin que arranquen a los combatientes
lágrimas ni lamentos, razón es que suspenda mis versos y dé fin a
mi canto.






Nos Don Iavmes por la gta (gratia, gracia) de dius, (dios) rey daragon "et" (símbolo que parece un 7) de mauiorgas (no leo exacto lo que pone, Mallorcas) et de ualentia (parece ualen+letra pi+a), conte de barçalona et de urgel et seynnor de montperler, Montpellier....  (Montis Pesulani)