JOSEPH LLUIS PONS.
(José Luis Pons y Gallarza)
Passá l'edat de sa
jovenesa a Barcelona y allá feu sos primers estudis. Essent encare
jove, se llicenciá en jurisprudencia y en filosofía, sense
qu'aquests estudis li fessen oblidar les lletres amenes que havia
mostrat estimar desde petit. En l'any 1849 obtingué per oposició la
cátedra de Retórica del Institut de Barcelona, qu' ab gran profit
de l'ensenyança dirijí fins a l'any 1851, en que li fou concedit
baratarla ab la de Geografía y de Historia del Institut Balear que
regeix avuy en dia ab aplaudiment dels qui l'escoltan. Les estones
d'espay que li ha dexat l'ensenyança, de llevores en çá les ha
dedicades a la literatura, y moltes son les poesies y articles en
bona prosa castellana que té escampats en diferents
periodichs y revistes literaries.
Entre les obres
castellanes qu'ha publicat, fetes casi totes ab l'intenció de
trencar a sos dexebles el camí de la ciencia, podriam enomenar:
Introducción al estudio de los autores clásicos, latinos y
castellanos, Estudio de autores clásicos, Segundo curso,
Sumarios de Historia universal y de España y are ultimament una
altre titolada Elementos de Geografía.
Des que soná a
Barcelona lo primer crit de renaxensa, se mostrá ardent
amador de la nostra llengua, y poques son les poesies que de llevors
en çá té escrites en la castellana.
Fou un dels set
mantenedors en lo primer any de la restauració dels Jochs florals y
president del Consistori en l'any 1870. Sa poesia Lo treball de
Catalunya guanyá l'any 1862 un premi ofert per lo Ateneo de la
classe obrera, y en los anys vinents obtingueren joya La Llar, La
mort dels Moncades y La montanya catalana, y accessit Les dues
corones y L'olivera mallorquina. Havent guanyat les tres joyes
qu'exigexen los Estatuts dels Jochs florals en l'any 1867, fou
proclamat Mestre en gay saber, essent lo terç dels poetes mallorquins que han pogut lograr esta honrosa y tan desitjada
distinció.
Naxque eix poeta lo dia 24 d'agost de l'any 1823.
(Nota: A Ramon Lull no li fa falta. Mireu lo llibre
obras rimadas de Ramon Lull, escritas en idioma catalan-provenzal, de
Gerónimo Rosselló, lo primer autor que apareix an este llibre;
lemosina y variáns es una paraula que fa anar prou vegades // Cuánto daño a gente inteligente hizo la renaxensa, renaixença o renaxement, renaixement de este dialecto occitano llamado catalán. // Va naixe lo día de San Bartolomé; qué raro que no li ficaren Tolo)
ORACIÓN
INAUGURAL
QUE LEYÓ
EN LA SOLEMNE APERTURA DEL CURSO ACADÉMICO
DE 1856 A 1857
ANTE
LA UNIVERSIDAD DE BARCELONA,
D. JOSÉ LUIS PONS Y GALLARZA,
Licenciado en Jurisprudencia y Filosofía, Catedrático de Autores clásicos
en el Instituto agregado a dicha Universidad, etc.
BARCELONA.
IMPRENTA Y LIBRERÍA POLITÉCNICA DE TOMÁS GORCHS,
calle del Carmen, junto a la Universidad.
1856.
(Edición de Ramón Guimerá Lorente. Se actualiza la ortografía, ejemplo palabra á : a; ó : o, eleccion : elección, etc.)
ILUSTRÍSIMO SEÑOR.
La enseñanza del arte de bien decir que me está encomendada justificaría la elección que de mí ha hecho V. S. Ilma. para llevar la voz en esta solemnidad académica, si por un raro y feliz consorcio me fuera dado sellar con el ejemplo aquellos preceptos que mi labio se complace en recomendar a la juventud. Empero a mayor lejanía que el astrónomo de la radiosa estrella, cuyos movimientos observa y mide, me ha dejado inferior a sí el astro de la elocuencia, inasequible aunque placentero objeto de mis esfuerzos y meditaciones. No temo de vuestra ciencia tolerante, ilustres comprofesores, ni quiera el cielo que en mí acaezca, que por la tosquedad del artífice sea culpado el arte; pues sabéis que no basta a realizar el tipo ideal de la belleza aquel amor con que los hombres entusiastas le concebimos tendiendo nuestros brazos anhelantes hacia sus siempre fugitivos resplandores. Olvidaos, si os place, de las doctas y exquisitas razones que en días cual el de hoy habéis o proferido o escuchado, y permitidme que en gracia de esos jóvenes alumnos a cuya erudición tenemos consagradas nuestras vidas ocupe vuestra atención hablándoos de los estudios oratorios, los cuales, si bien apoyan su raíz en la enseñanza elemental, se extienden y entrelazan por todas las ramas del árbol de las ciencias en vosotros tan dignamente simbolizado.
Es vulgar, aunque controvertida verdad, que la oratoria desempeña en las sociedades un destino civilizador y benéfico, por más que en ciertas ocasiones haya venido su acción a ser escasa o nociva. A corroborar esta verdad fecunda en consecuencias irán encaminadas mis breves reflexiones; asunto que no por antiguo carece de interés actual ya que hoy (en) día ciertas escuelas políticas y literarias se declaran hostiles a la locución pública y al arte que tiene por objeto perfeccionar su ejercicio.
Es la oratoria el género de composición literaria que más vastas y directas aplicaciones recibe en la sociedad; aquel en que las miras de utilidad práctica en mayor proporción se combinan con los fines artísticos de la belleza; el que exige al poeta la experiencia y cordura del filósofo, y al filósofo la brillantez dramática de la poesía. En la tribuna pública la inteligencia de un hombre escogido se comunica con las de sus hermanos, no por el inerte lenguaje de la escritura sino por la palabra viva, animada por el gesto y la acción, idioma genuino que enseñó Dios a los corazones para entenderse y amarse.
La elocuencia escrita que nació de la hablada para suplirla, extenderla y perpetuarla, es el cedro aromático que conserva las riquezas de la tradición e impregna de su delicioso perfume las obras de la inteligencia. Por ella leemos con veneración los fastos del universo y las proezas de nuestros abuelos; por ella gustamos con placer la copa de la sabiduría, y meditamos acompañando a la imaginación por sus aéreos caminos. Mas esa regalada esencia que embebida en el pensamiento se transmite del individuo a los pueblos y a las generaciones nunca transciende con tal pujanza como cuando se aúna con la eficacia simpática de la voz y del gesto. Obra entonces con actividad más intensa en la voluntad humana, insinuándose en sus afectos y seduciendo al juicio mismo.
Para instruir o halagar basta con que escribamos; para obligar a querer es preciso que hablemos.
La elocuencia hablada es la elocuencia por antonomasia, en todo su vasto poder y con toda su influencia social. Los tribunales, los consejos, las asambleas se gobiernan por la voz de los oradores. A ella ceden los pueblos irritados, o a sus acentos se alzan contra la tiranía. Siempre el más elocuente es quien persuade; y quien persuade ese es quien manda. Cuando las ideas y los sentimientos comprimidos en cada pecho no hallan salida ni ejercen acción, un hombre se levanta, y adivinando lo que todos anhelan y no consiguen decir, interpreta las intenciones y deseos de la multitud, habla a cada uno su lenguaje, y mientras al parecer se ciñe a expresar la opinión del concurso le impone su voluntad, ejerciendo el más soberano acto de predominio personal, el más elevado de los poderes concedidos a los mortales.
La oratoria es un espectáculo. Mientras el sabio al resplandor de su lámpara solitaria ensaya la solución de los inagotables enigmas de la ciencia; mientras el historiador sentado ante sus tablas de bronce, rodeado de pergaminos y medallas burila para la posteridad imperecederos recuerdos; mientras el poeta al pie de un torreón, alzados a la luna sus ojos, modula entre los murmullos de la noche los acentos de su ideal esperanza; el orador henchida la mente de probados consejos y el pecho de amor al hombre sube las gradas de la tribuna y paseando su vista por una muchedumbre cuyas miradas y atención convergen hacia sí, autor y actor a un tiempo, concibe, expresa y representa, ilustra, seduce y avasalla. Menos permanentes sin embargo sus laureles suelen marchitarse poco después del triunfo, y cada vez que el bien público y el amor a la gloria le llaman a dar muestra de sus talentos se ve obligado a alcanzar con una nueva creación una nueva corona. El orador se reproduce todo entero en cada una de sus obras, porque a cada una imprime la claridad de su pensamiento, el fuego de su fantasía y hasta la expresiva majestad de sus acentos y actitudes. Al cerrarse sus labios todo desaparece; ni es posible conservar un fiel trasunto de su peroración; así como se fija por los aparatos fotográficos el ornato de las catedrales, y se guardan cifradas en la nota las más delicadas inspiraciones de la música. Dante, Walter Scott y Rossini pueden ser patrimonio de imitadores; pero ¿quién es capaz de resucitar a Demóstenes?
Como la pública locución sea la expresión más personal del pensamiento y las pasiones, son sus efectos los más poderosos en las instituciones y en las costumbres. La discusión oral, madre de la oratoria, está en la índole y en las necesidades del hombre, siendo una condición de sus descubrimientos intelectuales y del ejercicio de su actividad moral. Sin ella las luces y los sentimientos del individuo cesarían de recorrer la órbita universal por donde ahora rápidamente circulan, y aislados los espíritus iríase lentamente extinguiendo la vida de las sociedades. - Desde los cariñosos consejos que el patriarca reparte a su familia sentada en torno suyo bajo la encina secular, hasta las vehementes peroraciones del varón político en la asamblea, vemos a la oratoria gobernar las resoluciones del hombre, más presto a ceder a la voz de otro hombre elocuente que capaz de deliberar por sí mismo, aunque sea con el poderoso auxiliar de la lectura.
Pero ¿me será lícito atribuir a la elocuencia hablada que hoy forma mi objeto esa tan profunda influencia que es quizás hija de la fuerza propia de las ideas y sentimientos o del mero hecho de su propagación? No ignoro que la palabra no es más que el signo de la idea o del objeto; ni desconozco el poder ilimitado de las opiniones y creencias engendradoras de sectas y partidos, y llego a concebir en la esfera de lo posible la transmisión de esas creencias y de los afectos que las acompañan por medio del lenguaje desnudo de todos los atractivos con que el talento y el arte oratorio saben ataviarle. Mas decidme: entre esa multitud de fuerzas morales que sostienen y conducen el mundo de la inteligencia a la manera con que la gravedad y otras fuerzas físicas equilibran el orbe en que vivimos, ¿no distinguís bien deslindada esa que extiende y por decirlo así empuja el pensamiento de unos a otros individuos, le vivifica, le ilumina, le inflama y le hace irresistible? ¿Es esa elocuencia oral una ilusión de los preceptistas, un mero efecto de las circunstancias, o es más bien un don real de la Providencia inherente al de la palabra y cuyo destino bienhechor es el de hermanar nuestro linaje en la vida, aumentando el recíproco influjo de nuestros deseos y creencias? Si así no fuera, ¿sentiríamos tan viva emoción desde las primeras palabras proferidas por un labio elocuente? ¿Nos dejaríamos seducir y someter por ella, cediendo al predominio de una voluntad que sola, sin fuerzas ni autoridad se atreve a torcer y a confundir nuestros designios, y logra esclavizar el último recinto de nuestro albedrío? ¿Para qué hubiera Dios creado hombres cuya habla vertiera luz y belleza y les hiciera dueños de las simpatías de todos sus semejantes? Aquel universal asentimiento que siempre sabe alcanzar la verdadera elocuencia; aquella noble humillación con que el salvaje arroja su arco a los pies del misionero y se inclina a besar la cruz de su sayal; aquella placentera condescendencia que siente el magistrado al persuadirse de que le es lícito restituir al reo el aire de la libertad y las dulzuras de la familia; aquella entusiasta convicción con que a la voz de un hombre corre un pueblo entero a las armas; todo, todo nos patentiza el origen providencial y el bienhechor destino de la oratoria.
A tan obvia verdad hubieran al parecer de haber cedido los talentos que guían a la humanidad: mas lejos de armonizar en este punto sus opiniones, muéstranse en divididos campos, unos apasionados partidarios de la locución pública, y otros tan enemistados con ella que a ser posible condenaran a perpetuo silencio a todo el que llevara el nombre de orador. Esta controversia, si bien adormecida por la universal tibieza que predomina hoy en la esfera de las teorías, no deja de subsistir en lo que tiene de práctico y aplicable a aquellas instituciones en las cuales la oratoria desempeña un papel de importancia. Cuestión es que afecta a la jurisprudencia si la oratoria propiamente dicha es o no admisible en los tribunales; cuestión es que atañe a la teología si la predicación oral admite o no los recursos oratorios del arte mundano: cuestión es que a la política pertenece, si la oratoria ilustra o extravía a los parlamentos; y cuestión en fin con todo saber enlazada si la elocuencia oral puede contribuir a la indagación y propagación de la verdad científica. Acorde con la experiencia en estas cuestiones la mayor y mejor parte de las autoridades literarias, resuélvelas afirmativamente: mas desde remotos siglos vienen eminentes escritores combatiendo la elocuencia, si bien que en obras capaces por sí solas de acreditarla.
Desde Aristóteles a Schlegel, no solamente muchos filósofos sino ciertos literatos no han ocultarlo su repugnancia hacia el arte de los oradores, ya concibiéndole como una consecuencia de las pasiones y debilidades humanas, ya como una emboscada presta contra la razón y el albedrío, ya como un juego sofístico y pueril indigno de las almas robustas. Ya se le ha envuelto en el anatema fulminado contra toda belleza poética; ya se le ha negado su naturaleza literaria relegándole a la esfera de los negocios, como si fuera una simple combinación de los intereses eclesiásticos, políticos o judiciales.
Tan exageradas apreciaciones, aunque condenadas por la constante sanción de los tiempos, no han dejado de modificar las creencias en algunos, influyendo en la prosperidad o decadencia de la oratoria. Amarga verdad es que los hombres elocuentes han justificado a veces con sus extravíos esos cargos dirigidos por su causa al arte mismo. Sin embargo en la dilatada vida de este no son más numerosos los ejemplares del abuso que los del beneficio; antes bien se observa que el verdadero esplendor literario de la oratoria ha sido siempre compañero de las virtudes públicas y de la grandeza de las naciones. Otorgadme unos instantes más de atención, y recorriendo con paso rápido los hechos hallaremos en ellos las causas por las cuales la locución pública prosperando o decayendo, ha derramado en la sociedad ya flores ya veneno.
¿En dónde se oculta la cuna de la elocuencia? ¿Fue bajo las fructíferas palmeras del Asia, o en el culto suelo de la Grecia o en los ignorados peñascos del septentrión donde por vez primera un caudillo arrastró con su voz a los guerreros primitivos?
Aunque pudiera darnos en esto luz la aurora de la historia que sólo amanece tras la noche de la creación, jamás debiéramos indagar el origen de un talento que no tiene otro padre que el Omnipotente, otra patria que el mundo, ni otro límite que la humanidad. Espontanea brotó la elocuencia en los labios de las generaciones ante-históricas, como el agua de sus arroyos, como la miel de sus colmenas; tan espontanea como ahora se reproduce en cada hombre al renovarse en él como en nuevo Adán todos los fenómenos de la creación y del estado de naturaleza. La sociedad trajo consigo la observación y la imitación, y estas dieron vida al arte, cuyo destino es regir todas las fuerzas y aptitudes de la organización humana.
Cuando la historia literaria de Grecia, la más vulgar entre las antiguas, empieza a nombrar a los que se llaman sus primeros oradores, ya existe el arte en su forma más o menos empírica.
Después de la elocuencia fabulosa simbolizada en los mitos de Orfeo y Anfión; trascurrida la edad de la oratoria poética representada en Ulises, Néstor y otros caudillos homéricos, Solon al ofrecer a los Atenienses el don de sus ejemplares leyes, queriendo asegurarlas una obediencia inteligente, granjeóse la sumisión del pueblo avasallándole con su sabiduría y dulzura de su palabra, sin que pueda dudarse de que el prestigio oratorio que gozó, fue un poderoso auxiliar de sus virtudes cívicas y de su ciencia.
Temístocles, Pisístrato, Alcibíades y los otros varones políticos o guerreros a quienes debió la Grecia su independencia y civilización, más bien por sus ardientes peroraciones que por sus altos hechos se ciñeron aquella esplendorosa aureola que deslumbra todavía al que lee los fastos de las generaciones de Maratón y de Platea. Pericles, el audaz orador que aun hoy en día avasalla con su nombre al siglo que dominó con su facundia, por más que no exento de las comunes tachas de ambición y tiranía, levantó los corazones griegos a una altura de sentimientos capaz de inspirarles con la emulación de las pasadas y recientes glorias de su país el generoso aliento necesario para sobrepujarlas. El sacro fuego del patriotismo, la constancia en la adversidad, la templanza en el triunfo, la gratitud hacia los bienhechores del pueblo, la entusiasta altivez, el amor a la belleza, a la virtud y sobre todo al heroísmo, joyas del espíritu con que el carácter griego se fue enriqueciendo, no son otra cosa que la recompensa del entusiasmo con que la multitud enaltecía a sus oradores, Sin su habla eficaz, jamás hubieran sido vencidas la debilidad esencial, la versatilidad y ligereza que oponía la índole de los Atenienses a las exhortaciones de cuantos aspiraban a conducirles a dominar el Asia entera. La gloria política y militar de Atenas debióse en su mayor parte a la elocuencia de sus caudillos y legisladores, así como su gloria científica a la elocuencia de sus filósofos. ¿Quién negará a Demóstenes el título de bienhechor de su patria? Pues bien: el que arrebató a Esquines la envidiada corona, doble premio de sus servicios y de sus talentos, en vano hubiera luchado contra el Macedonio si le faltara aquel su invencible acento más poderoso que el oro y el hierro para poblar los mares de armadas y los campos de cadáveres enemigos. La imaginación ática cedió al fanatismo que la comunicaban las inspiradas voces de Temístocles y Alcibíades, gozóse con los pulidos discursos de Isócrates y los oradores de su esmerada escuela; aplaudió la cultura de Iseo, Lisias y Esquines y obedeció a la pujanza de Demóstenes, Esta serie de oradores de primer orden que descollaba entre un pueblo de oradores, no sólo prueba la fecundidad literaria del suelo griego, mas la influencia que el arte de decir tuvo en su civilización clásica y deslumbrante aun en medio de sus desaciertos políticos y de su progresivo abatimiento. Atenas fue grande por sus héroes y por sus sabios; sabios y héroes en Atenas fueron elocuentes.
Cuando la planta de hierro de Alejandro sofoca la voz de la elocuencia en la garganta del último orador ateniense; cuando crece la yerba al pie de la tribuna popular, mirad como el antiguo valor y las virtudes cívicas huyen también como solían huir los penates del territorio conquistado. En vano la escuela de las ciudades se esfuerza en reanimarse: no veréis aparecer en sus plazas un ciudadano que proponga con valerosas palabras leyes bienhechoras; y si al pasar por un gimnasio oís las declamaciones de los sofistas degenerados sobre fingidas controversias, si os atraen la volubilidad de su lenguaje o el falso brillo de sus premeditados conceptos, apartaos: os engañáis: no está con ellos la elocuencia.
Reflejándose en la Roma de los decemviros las instituciones políticas y judiciales de Grecia, despertaron en los hijos de Rhea el amor a la elocuencia, nuevo en sus corazones belicosos. A Fabricios, Curios y Camilos, sucedieron Lelios, Catones, y un Escipión capaz de decir en su defensa a la plebe acusadora en el día del juicio: En tal día como este salvé a Roma y destruí a Cartago; vamos a dar gracias a los dioses inmortales.
Retumbó la voz agitadora de los Gracos entre las convulsiones de la república; y cuando el puñal de la venganza dejó inmóviles sus labios enardecidos, las doctas peroraciones de Crasos, Antonios, Scévolas y Hortensios prepararon el verdadero reinado de la oratoria fabricando su cetro a Marco Tulio. Cífranse en este solo nombre la explicación, la historia y la defensa del arte de decir. Preguntadle por su naturaleza y sus preceptos, y seis no sobrepujados escritos os demostrarán que el sol de la elocuencia hace germinar en la sociedad talentos y virtudes; y que a su calor fecundante nacieron en el pueblo conquistador aquellos prudentes senadores cuyas deliberaciones resolvían la suerte del mundo. Esos libros impondrán silencio a los que sólo extravíos y corrupción esperan de la locución pública; porque escritos por quien no abusó jamás de su poder, y mientras duraba el recuerdo de los varones que guiaron tantas veces con su palabra al rey de los pueblos hacia la majestuosa grandeza que le hizo llamar pueblo de reyes, no podían calumniar así al más bienhechor de los talentos. Y si no bastan los ejemplos consignados en esas páginas, de la influencia saludable con que los oradores antiguos sostuvieron los fueros de la razón, de la justicia y del bien público en el senado y en el foro, cerrad el libro de Claris oratoribus, y abrid el que contiene los discursos de su autor. Cicerón mismo es la mejor apología de su arte. Elevado por él a las primeras magistraturas y lo que es más a una reputación sin rival, no le empleó jamás en alucinar a la multitud en su provecho, ni quiso por su medio asaltar las dignidades y los honores. Habló en pro de los oprimidos, habló contra los malvados aunque fueran poderosos, abogó por la causa de las libertades patrias, lidió contra las usurpaciones del poder, y generalizando las doctrinas filosóficas con incansable celo atesoradas, ilustró su época y preparó la de Augusto en que Roma iba a subir a lo alto de la rueda de su destino. En la corle de poetas de este primer emperador ved apagarse la tea de la elocuencia en las aguas de la corrupción. Muerto el espíritu público y la dignidad cívica, sometida la justicia a la voluntad del soberano, la oratoria nada puede hacer en bien de la patria. Más tarde, algunos malos oradores se consagran a la delación y a la calumnia; porque sólo la calumnia y las traiciones se abren paso en aquellos tenebrosos días de los Calígulas y Claudios. Pero escuchad. Suenan en el foro las arengas de Quintiliano. ¿Habrá revivido el gran Cicerón? No es el español instrumento de ricos ambiciosos, ni sanguinario perseguidor de leales; es un docto imitador y émulo de aquel maestro: es un buen patricio; un paciente preceptor que alienta con sus consejos y con su ejemplo a un mismo tiempo la probidad y el gusto literario. Síguele Plinio, digno de alabar a Trajano; y el autor del diálogo sobre la corrupción de la elocuencia no arrastrando tampoco por el común decaimiento, al señalar sus causas corrobora el paralelismo que sigue el esplendor de la oratoria con la pureza de la educación, la integridad de las costumbres, y la prosperidad del régimen del Estado.
Cual si esta verdad permaneciera controvertible tras las dos épocas ejemplares de los oradores clásicos, el mismo Dios-hombre sirviéndose de la elocuencia oral para la propagación de su santa doctrina abre en la predicación evangélica un palenque ilimitado en que hasta la consumación de los siglos la locución pública ha de combatir y vencer, no ya las preocupaciones de un magistrado, ni la obstinación de un partido, sino los más escondidos y tenaces hábitos que encarrilan el corazón humano en los senderos del vicio. Desde entonces el eco de los nuevos discursos empieza a susurrar con timidez bajo las catacumbas; vibra con ternura en las solitarias mansiones de las vírgenes y los eremitas; déjase percibir entre los círculos del pueblo; suena en los secretos gabinetes de los palacios, y creciendo con sobrehumana intensidad rasga los paños que ensordecían su timbre, y truena repitiéndose de gente en gente desde lo alto del templo de Constantino. A la oratoria divina del Maestro y los apóstoles, suceden las caritativas y sentidas exhortaciones de los obispos de la primitiva cristiandad, y con las apologías de Tertuliano y Orígenes, con las fervorosas pláticas de los Ciprianos, Gerónimos y Agustinos, de los Gregorios, Basilios y Crisóstomos extiéndese la fé reanimando el espíritu en el imperio mientras sus miembros eran por todas partes dilacerados.
El renacimiento de la humanidad obrado por el Cristianismo pone en contacto la nueva elocuencia con el sepulcro de la antigua, haciendo que al terminar el último epílogo de Cicerón se oiga la introducción de la primera homilía de S. Pablo. El ángel de la persuasión cristiana inspira saber, virtudes y heroísmo a los siglos que dejaba huérfanos la muerte de la civilización antigua y el silencio de la Suadela clásica. De la fuerza de las convicciones que sabe arraigar en las almas responden los tormentos de los mártires; y de la claridad que esparce en el universo, la multitud de los que no sabiendo más que escuchar, aprenden a concebir las verdades más exquisitas, y las conservan para legarlas a sus descendientes. Cristiana y guerrera la edad media, sus oradores están en los templos o en los campos de batalla. No tiene un senado con Catones y Tulios, ni una plaza con Pericles y Demóstenes; pero tiene concilios en que reyes, magnates y soldados, se someten a la elocuencia de los sacerdotes; tiene controversias en que las herejías luchan contra la fé, como los adalides en las justas; tiene empresas como las Cruzadas en que el entusiasmo alentado por la exhortación se precipita contra el mar, la sed y las cimitarras; tiene sesudos consejeros para guiar el armado brazo de sus monarcas, y pecheros que empiezan a enseñar a la muchedumbre sus olvidados fueros.
Clásica todavía, es decir, erudita e indigesta en sus formas pero popular en el fondo de sus doctrinas, la elocuencia de aquellas edades no queda rezagada tras la civilización, antes bien guíala fomentando sus instintos hasta que viene a sorprenderla el renacimiento. Entonces a las tumultuosas arengas de los caudillos, a las belicosas argumentaciones de los prelados, suceden las discusiones de la ciencia, de más tranquilo carácter y con resultados más fecundos. Los oradores se han refugiado de los castillos a las cortes y a los tribunales. Pedro el ermitaño no tiene ya que arengar a los cruzados en las arenas de la playa; pero apiñados en Trento los doctos defensores de la fé ortodoxa, luchan con enemigos más espantables que Saladino, contra los cuales a su vez se arman los labios de Bossuet y Massillon, de Fenelon, Flechier y Bourdaloue, de Ávila y Granada. En la arena política los aceros tienen que abrir paso a los ciudadanos para subir a la tribuna; por eso en vano buscaréis en edades casi contemporáneas una oratoria que cotejar con la romana y ateniense. Reducidos a intérpretes y casuistas los jurisconsultos, asentados los tribunales bajo la sombra de los tronos y pendiente de la gracia la justicia, tampoco es de esperar que resuenen en los oídos de Carlos I o de Luis el Grande acusaciones como las contra Verres o Marco Antonio. - La oratoria refleja entonces como siempre en su cristal verídico la situación de la sociedad. La fé la tiene encomendados sus pendones; por eso en donde quiera los defiende con ardimiento; la ciencia implora su auxilio para reconquistar el perdido imperio; por eso las bóvedas de las escuelas empiezan a repetir las estudiadas disertaciones de los maestros teólogos, filósofos y humanistas; pero como la colisión de los derechos individuales y colectivos, comprimida por la dominación feudal, y atenuada por el olvido y la ignorancia, no estalla todavía, no aparecen oradores que interpreten ideas y sentimientos casi desconocidos. Sin embargo en algunas elocuentes quejas de vasallos oprimidos, y en algunos clamores de cuerpos populares alborea la luz de la discusión parlamentaria, luz que más tarde refleja en las asambleas modernas las ondulaciones de los senados y tribunales antiguos.
El volcán de la revolución francesa convierte esa luz en un incendio, mas desde entonces entrada Europa en un nuevo camino, y una vez imposible el retroceso a la pasada organización, la palabra vuelve a adquirir su entero predominio. Oye la corte de Carlos III a nuestros primeros oradores políticos y judiciales; y desde entonces la elocuencia viene guiando a los pueblos, casi siempre hacia la razón y el bienestar; aunque desviándolos pocas veces hacia los errores y la anarquía. - No quiero velar a vuestros ojos las sombras de Cromwell, Dantón y Robespierre; pero no dudo que reconoceréis que si Cicerón vale por muchos Catilinas, y Bossuet por muchos Luteros, también los excelentes y sensatos oradores que en los modernos siglos han ilustrado los templos y las asambleas, pueden y valen harto más que la corta falange de los tribunos sanguinarios, de los predicadores ineptos, y de los leguleyos ambiciosos que la oratoria bastarda engendra para oprobio de la legítima.
No puedo sospechar que haya entre vosotros uno solo que al recorrer la galería de los grandes, de los verdaderos oradores, de esos hombres que a una gran suma de elevadas ideas han juntado el singular talento de saber difundirlas instantánea, eléctricamente; les niegue el título de bienhechores de la humanidad. Vosotros no confundís los talentos estratégicos del cálculo, el sordo poder del interés, el alucinamiento causado por la identidad de opiniones o sectas, el prestigio individual, y otras circunstancias a que deben su éxito peroraciones en su esencia vulgares, con aquella sentida unción que nace de lo más íntimo del pecho, y nos conmueve y hace sentir porque el orador está conmovido y siente. Vosotros sabéis que hasta la declamación teatral en un actor distinguido no es una farsa ni una imitación; sino la expresión de afectos bien comprendidos, porque se experimentan, y no se fingen. Podréis decirme que el número de tales artistas y tales oradores es escaso, lo concedo; mas ¿desde cuándo el crédito de las ciencias ni de las virtudes se mide por el número de los ignorantes o de los malvados?
Si os lamentáis de la torcida dirección que los hombres dieron y dan al talento oratorio, cual se la dan y se la dieron a todas las más nobles facultades, yo me doleré de ese abuso al par que vosotros, tanto más cuanto más alta y limpia idea tengo concebida de ese don de la Providencia. Y por lo mismo que me estremezco ante esa confusión de la ficción con el sentimiento y de la intriga con la razón; y tiemblo al considerar si llegará tal vez un día en que la sociedad harta de engaños y desconociendo la buena oratoria la condene y conculque junto con la espúrea; por eso he querido alzar desde aquí mi voz aunque feble, y protestar de antemano contra tan injusto anatema.
¡O jóvenes a quienes el candor y la esperanza conducen por entre flores hacia toda belleza y verdad, pero a quienes amaga la oculta serpiente del escepticismo, yo anhelara haceros concebir el destino de la oratoria y el tipo del orador en toda su pureza y rectitud cual le concebían el gran Cicerón y el español Quintiliano. Yo quisiera que aquellos de vosotros a quienes toque subir las gradas de los tribunales en defensa de los derechos o de la vida y libertad ajenas, supierais desde hoy y no olvidarais jamás que vuestras palabras han de ser la sola expresión de la razón y la honra ofendidas, nunca de la codicia ni del odio; que jamás la mentira descendiendo de vuestro labio ha de manchar vuestra noble toga, y que nunca el llanto de una familia despojada, ni los gemidos de un inocente han de maldecir vuestra venenosa elocuencia, aunque la sociedad os colme de su oro y sus aplausos. Yo quisiera que los que consagrados al altar, tengáis que interpretar en humanos discursos toda la palabra de un Dios, hubierais llenado antes vuestro espíritu de su caritativa doctrina, y cada vez que dirigierais a los fieles vuestras exhortaciones, os acordarais de que el mundo y sus bienes son ajenos a aquel por cuya boca habla la eternidad; que hasta la gloria literaria es en él una vanidad reprensible cuando deja de ser el instrumento de la enseñanza divina; y que al bajar del púlpito pudierais agradecer a Dios el don de la elocuencia al observar en la conducta de los fieles el efecto de vuestra predicación. Yo quisiera que los llamados a deliberar desde los altos asientos del congreso político sobre la independencia, la seguridad y el bienestar de la patria, llevarais allí la mente poblada de conocimientos y experiencias y el corazón henchido de indomables virtudes para resistir a los vértigos del poder y la adulación, y que al reinar en la asamblea por vuestra facundia estimarais en más las bendiciones del oscuro agricultor, feliz con vuestras bien meditadas leyes, que las ebrias ovaciones de los partidos. Y aún de vosotros a quienes ofrece la fortuna la lámpara investigadora de la filosofía para que os internéis por los intransitados senderos de las ciencias quisiera que al pedir a la oratoria sus cristales de colores para mostrar al mundo vuestros hallazgos de verdades os propusierais iluminar más bien que deslumbrar a vuestros contemporáneos, y aborreciendo cual Sócrates la ostentación sofística, hicierais como Platón elocuente y amable la sabiduría.
Todos los que me oís deberéis a la oratoria más de un triunfo en vuestra vida literaria y hasta en vuestra vida familiar; porque todos participaréis de ese torbellino del siglo que anhela fiar a decisivas razones en oral lucha los intereses de mayor entidad, aborreciendo las prolijas discusiones escritas. Aunque tareas alejadas de los grandes teatros de la locución pública os nieguen el peligroso privilegio de influir con vuestra palabra en los destinos de la sociedad, no por eso os faltarán esferas en que ejercitar tan noble don, porque las corporaciones científicas, los jurados, las sociedades mercantiles e industriales, las juntas políticas y administrativas tan frecuentes en la época en que vivimos os brindarán diarias ocasiones de ilustrar a vuestros conciudadanos y de granjearos con el tiempo una más alta reputación oratoria. ¡Ojalá que al lado de esas escuelas prácticas a que tal vez tendréis que arrojaros sin la preparación necesaria, hallarais escuelas en que se expusiera la serie de principios conducentes para formar de vosotros buenos oradores para el foro, el púlpito y la tribuna. ¡Ah! el don de la palabra no se abusara tan lastimosamente, si se facilitaran los medios de aprender a dirigirle hacia los bienhechores fines a que está destinado; si se prodigaran menos los elogios a todo el que se expresa con verbosidad u osadía, y sinó no se atreviera a exclamar todo el que por primera vez dirige la palabra a una concurrencia: yo también soy orador.
Ilmo. Sr.: en este día solemne, verdadero cumpleaños de la Universidad siento que el sinsabor con que me amarga mi insuficiencia, témplase con la satisfacción de proclamar la utilidad de la elocuencia oral ante los mismos que con su ejemplo diario la autorizan; y de exhortar a esa juventud en que fía la patria su bienestar futuro, a cultivar con ahínco esa rama de la literatura, tan compatible con el ejercicio de sus profesiones, dirigiendo el precioso talento de la peroración hacia la razón, la verdad y la justicia de que nunca el cielo quiso separarle.
Si él oye mis votos no tendrá España que ceder a otras regiones europeas en copia de renombrados oradores, ni será Cataluña la postrera en inscribir los nombres de sus hijos en el pedestal en que brillan los de los Granadas y Jovellanos.
HE DICHO.
Barcelona 1.° de octubre de 1856.
UNIVERSIDAD DE BARCELONA.
RECTOR
en comisión.
D. D. Agustín Yáñez y Girona.
VICE-RECTOR.
D. D. Ramón Roig y Rey.
SEÑORES PROFESORES
ENCARGADOS DE LA ENSEÑANZA EL CURSO ESCOLAR
de 1856 a 1857
Y SUS RESPECTIVAS ASIGNATURAS.
FACULTAD DE JURISPRUDENCIA.
DECANO.
D. D. Ramón Roig y Rey.
Catedráticos.
D. D. Vicente Rius y Roca … Prolegómenos del derecho: elementos de la historia externa del derecho romano: instituciones de este derecho.
D. D. Manuel Laredo … Continuación de las instituciones del derecho romano.
D. D. Ramón Martí de Eixalá. Elementos de la historia del derecho español: elementos del derecho civil y mercantil de España.
D. D. Francisco Javier Bagils. Derecho canónico.
D. D. Felipe Vergés y Permanyer … Continuación del derecho canónico.
D. D. Francisco Permanyer … Ampliación del derecho civil, mercantil y penal: fueros
provinciales.
D. D. Ramón Roig y Rey … Procedimientos: práctica forense.
AUXILIAR.
D. D. Pablo Mestre.
Sustitutos.
Lic. D. Manuel Anglasell y Serrano.
Lic. D. José Vilaseca y Mogas.
Lic. D. José Mestre y Cabañes.
D. D. Amador Guerra y Gifré.
D. D. Víctor Brugada y Just.
Lic. D. Antonio Vicente Menéndez y Azopardo.
Lic. D. José Samsó y Ribera.
FACULTAD DE MEDICINA.
DECANO.
D. D. Francisco de Paula Folch.
D. D. Juan Magaz … Aplicación de la Física y de la Química a la Medicina.
D. D. José Seco Baldor … Anatomía descriptiva y lecciones de Neurología.
D. D. Carlos de Silóniz … Neurología en toda su extensión: Anatomía general y
microscópica.
D. D. Marcos Bertrán … Fisiología especial o humana.
D. D …..... Aplicación de la Historia natural a la Medicina.
D. D. Francisco de Paula Folch. Patología general: Anatomía patológica: Estudio clínico de Patología general y de Anatomía patológica.
D. D. Ramón Ferrer y Garcés. Higiene privada. Medicina legal y nociones de Toxicología.
Nociones de Higiene pública.
D. D. Juan Bautista Foix ... Elementos de Terapéutica general, Farmacología y Arte de recetar: Filosofía de la Terapéutica y de la Farmacología.
D. D. Joaquín Cil … Patología quirúrgica.
D. D. Antonio Mendoza … Anatomía quirúrgica, operaciones, apósitos y vendajes: Clínica de operaciones.
D. D. Venceslao Picas … Clínica quirúrgica.
D. D. Francisco Juanich … Patología médica.
D. D. José de Storch … Clínica médica; preliminares clínicos: exposiciones prácticas de los principios de la ciencia; moral médica.
D. D. Antonio Mayner … Patología especial del sexo femenino y de la niñez. Obstetricia; clínica de esta asignatura.
Empleados facultativos con el carácter de sustitutos permanentes.
Lic. D. Narciso Carbó. Ayudantes.
D. N. N ….... Ayudantes.
D. D. José Roca. Profesores clínicos.
Lic. D. José Armenter. Profesores clínicos.
Lic. D. José Vidal. Conservador - preparador de piezas anatómicas.
Lic. D. José de Letamendi. Primer Ayudante del Director de trabajos anatómicos.
Empleados en la Escuela sin el carácter expresado.
Lic. D. Francisco Pérez. Ayudante del preparador de piezas anatómicas.
D. N. N. Ayudantes de anatomía.
D. Eusebio Nunell. Ayudantes de anatomía.
Alumnos internos pensionados en las Clínicas.
D. Isidro Sastre.
D. José Oriol Navarra.
D. Félix María de Echauz.
D. Juan Rocamora.
D. Francisco Vidal.
D. José de Moya.
D. Damián Mayol.
D. Francisco Cruzet.
D. Manuel París.
D.
Sustitutos.
Lic. D. Juan Rull.
D. D. Antonio Oliver y Pi.
Lic. D. Juan Marsillach.
Lic. D. Joaquín Llorens y Cánua.
D. D. Justo Espinosa.
Lic. D. Ramón Torent.
Lic. D. Emilio Pi y Molist.
Lic. D. Nicolás Homs.
FACULTAD DE FARMACIA.
DECANO.
D. D. Agustín Yáñez.
Catedráticos.
D. D. Juan José Anzizu … Aplicación de la Mineralogía y de la Zoología a la Farmacia, con su materia farmacéutica correspondiente.
D. D. Agustín Yáñez y Girona. Aplicación de la Botánica a la Farmacia con su materia farmacéutica correspondiente.
D. D. José Alerany … Farmacia químico inorgánica.
D. D. Rafael Sáez Palacios … Farmacia químico - orgánica.
D. D. Vicente Munner … Práctica de las operaciones farmacéuticas: principios generales de análisis química.
Ayudantes de Farmacia.
D. D. Juan Nepomuceno Folch.
D. D. Pedro Bassagaña y Bonhome.
Sustitutos.
D. D. Joaquín Pujol y Sagristá.
Lic. D. José Roca y Ferreras.
Lic. D. Fructuoso Plans.
FACULTAD DE FILOSOFÍA.
DECANO.
D. D. Juan Agell.
Catedráticos.
D. D. Jacinto Díaz … Literatura latina.
D. Antonio Bergnes de las Casas. Lengua y literatura griega.
D. D. Manuel Milá … Literatura general española.
Lic. D. Francisco Javier Llorens. Filosofía y su historia.
D. D. Ramón Anglasell. Economía política: derecho político: administración y derecho administrativo.
D. D. Juan Agell. Química general en toda su extensión: Química inorgánica.
D …..... Física en toda su extensión.
D. D. Antonio Sánchez Comendador. Mineralogía y Zoología.
Lic. D. Antonio Costa. Botánica.
Ayudantes de las cátedras de Física y de Química.
D. D. Antonio Rave.
Lic. D. Salvador Matas (interino.)
Sustitutos.
D. D. Joaquín Pujol y Sagristá.
Lic. D. Fructuoso Plans.
D. D. Federico Carreras.
D. Emeterio Suaña.
D. Francisco Fasant.
D. José María de Mayolas.
Lic. D. José Cots y Cots.
CÁTEDRA DE NOTARÍA:
Catedrático.
D. D. Félix María Falguera.
Sustitutos.
Lic. D. Antonio Boada y Jenet.
D. Miguel Martí y Sagristá.
INSTITUTO DE SEGUNDA ENSEÑANZA
AGREGADO A LA UNIVERSIDAD.
DIRECTOR.
D. D. José Martí y Pradell.
SECCIÓN DE ESTUDIOS ELEMENTALES DE FILOSOFÍA.
Catedráticos.
D. D. Ramón Avellana y Pujol. Elementos de Matemáticas.
Lic. D. José Luis Pons (y Gallarza, el autor del discurso). Estudios de los autores clásicos, latinos y castellanos.
D. Juan Cortada. Geografía e Historia.
D. D. José Oriol y Bernadet. Continuación de los elementos de Matemáticas.
D. D. Antonio Rave, ayudante sustituto de las cátedras de Física y de Química. Elementos de Física general y experimental y de Química general.
Lic. D. Pedro Codina. Elementos de Psicología y Lógica.
D. D. Salvador Mestres. Elementos de Ética.
D...... Elementos de Historia natural.
Bedeles de las Facultades de Jurisprudencia y Filosofía.
D. José Arabí, bedel primero.
D. Esteban Viñolas, bedel segundo .
D. José Ayuso, bedel tercero.
Bedeles de la Facultad de Medicina.
D. Jaime Vidal, bedel primero.
D. Juan París, bedel segundo.
D. José María Crehuet y del Río, bedel tercero.
Bedeles de la Facultad de Farmacia.
D. Carlos Callejas, bedel primero.
D. Francisco Solans, bedel segundo.
Alumnos que han obtenido premios extraordinarios y ordinarios correspondientes al curso de 1855 a 1856.
PREMIOS EXTRAORDINARIOS.
Jurisprudencia.
D. José Narciso Flaquer y Fraisse. (Licenciado).
D. Pedro Borinaga y Díez. (Bachiller).
Medicina.
D. José Ametller y Viñas. (Licenciado).
D. José Cosialls y Romeo. (Bachiller).
Farmacia.
D. Joaquín Salvador y Benedicto. (Licenciado).
D. Jaime Forn y Segura. (Bachiller).
PREMIOS ORDINARIOS.
Jurisprudencia.
D. Felío Sayol y Margenat.
D. José María Maranges y Diago.
D. Pedro Birosta y Esquerrá.
Medicina.
D. José Ametller y Viñas.
D. Eusebio Nunell y Terrada.
D. Juan Antonio Buixó y Font.
D. José Ramón Galí y Pastor.
D. Baudilio Net y Figueras.
D. Joaquín Oms y Mirambell.
D. Francisco de Paula Campá y Porta.
Farmacia.
D. Joaquín Salvador y Benedicto.
D. Jaime Forn y Segura.
D. José María Martí y Terrada.
D. Mariano Agelet y Casanovas.
Elementos de Filosofía.
D. Simón de Rojas Bruguera.
D. Juan Adzerol y Estrader.
D. Antonio Ginebreda y Boguñá.
Latinidad y Humanidades.
D. Jaime Pila y Rodó.
D. Aquilino Arabio Torre.
D. Román Gros y Rigalt.
Notaría.
D. Domingo Agulló y Soler.