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domingo, 7 de julio de 2019

JAIME I IMPONE SU AUTORIDAD ANTE PEDRO AHONES


125. JAIME I IMPONE SU AUTORIDAD ANTE PEDRO AHONES
(SIGLO XIII. DAROCA)

JAIME I IMPONE SU AUTORIDAD ANTE PEDRO AHONES  (SIGLO XIII. DAROCA)


Jaime I apenas había cumplido los diecisiete años y era ya de ánimo tan esforzado y noble como alto de porte pues, como dicen sus cronistas, era un palmo más alto que los demás hombres. El valor y entereza que le habrían de caracterizar durante toda su vida se pusieron de manifiesto, a pesar de su corta edad, con motivo del enfrentamiento que sostuvo con don Pedro Ahones.

En efecto, Jaime I había citado en Teruel a todos los ricos hombres de su reino, con la pretensión de organizar una cabalgada a tierras de los moros levantinos, pero lo cierto es que no llegó ninguno a pesar de estar esperándoles durante tres semanas. Por el contrario, quien llegó fue una embajada del rey moro de Valencia, Zeyt Abuzeyt, que le solicitaba una tregua a cambio del pago de un tributo. Jaime I, con gran disgusto, pero ante la realidad de los hechos, pactó con el moro y decidió regresar a Zaragoza.

En el camino de vuelta, a la altura de Calamocha, tropezó con don Pedro Ahones —hermano del obispo de Zaragoza— y sus hombres, considerado el cabecilla del enfrentamiento nobiliario contra el rey, que pretendía ir a tierra de los moros levantinos por su cuenta. Le pidió el monarca que regresara con él pues precisaba hablarle junto con los demás nobles del reino, pero apenas consiguió que llegara a Burbáguena.

Reconvino el rey a Pedro Ahones por su actitud y le prohibió ir contra Valencia, puesto que ello significaría la ruptura de la tregua firmada con Zeyt Abuzeyt. El noble le contestó que había invertido mucho dinero en preparar la expedición y que no estaba dispuesto a obedecerle, lo cual obligó a Jaime I a arrestarle. Pero Pedro Ahones desafió al rey, llegando a luchar cuerpo a cuerpo, hasta que el sublevado logró escapar para ir a refugiarse al castillo de Cutanda.

Le persiguió Jaime I llegando a entablar batalla. Y antes de que el rey lo pudiera remediar, don Pedro Ahones fue herido de muerte por Martín Pérez de Luna. Don Jaime I, viendo que Pedro Ahones moría, no pudo contener las lágrimas. Pusieron al herido en un caballo, pero antes de llegar a Burbáguena murió. El rey lo hizo llevar a Daroca, donde le dio sepultura, con gran solemnidad, en la iglesia de Santa María la Mayor, bajo un epitafio que decía y dice: «Aquí yace D. Pedro Ahones. Año 1225».

Aquí yace D. Pedro Ahones. Año 1225, Daroca, iglesia, Santa María la Mayor





[Beltrán, José, «Muerte trágica de D. Pedro Ahones», en Tradiciones y leyendas de Daroca].



Pedro de Ahonés (? - Burbáguena , 1226) fue un caballero aragonés del linaje de los Ahonés. Conjuntamente con su hermano, el obispo Sancho de Ahonés y el también caballero Pelegrín de Ahonés, dominaban el Sobrarbe, Bolea y Loarre, que le había sido empeñado por el rey Pedro II de Aragón; asimismo, también tenía Tauste, cedido por Jaime I de Aragón. Fue servidor del rey Pedro II de Aragón y defensor de su hijo Jaime I de Aragón durante la minoría de edad de este. Posteriormente participó en las revueltas nobiliarias contra Jaime I de Aragón y fue muerto por los caballeros del rey durante una discusión con el rey. Su muerte originó la tercera revuelta nobiliaria contra Jaime I de Aragón.


Sus orígenes son desconocidos, y Jerónimo Zurita indica que fue criado en la corte del rey Pedro II de Aragón. Su hermanos eran el obispo de Zaragoza Sancho de Ahonés, y el caballero Pelegrín de Ahonés.

Servidor del rey Pedro II de Aragón, lo acompañó a la batalla de Las Navas de Tolosa. Tras la muerte del rey en la batalla de Muret, fue uno de los elegidos como embajador en Roma para pedir al papa Inocencio III la restitución del infante Jaime (el futuro rey Jaime I de Aragón), que entonces se encontraba en manos del conde Simón IV de Montfort.

En 1216 fue designado consejero de la Procuraduría y en 1217 participó en la conjura de Monzón para sacar el infante Jaime del castillo de Monzón. El 1218 fue nombrado consejero real de Jaime I y designado Mayordomo del Reino de Aragón sucediendo a su hermano Pelegrín de Ahones . Continuó sirviendo fielmente al rey durante la primera revuelta nobiliaria así como en la guerra entre Guillem de Montcada y Nuno Sanç de Aragón. Pero en 1224, durante la segunda revuelta nobiliaria traicionó la fidelidad al rey y se pasó al bando de los opositores. Terminada la segunda revuelta y liberado el rey, el año 1225 fue uno de los nobles que le acompañó al asedio de Peñíscola. El sitio no fue exitoso, pero el rey firmó una tregua con los sarracenos que garantizaba la paz pero que al mismo tiempo impedía cualquier expansión territorial hacia el sur.

En 1226, Pero de Ahones tuvo la intención de desacatar la orden del rey de respetar la tregua, pero el rey la interceptó antes de que iniciara la expedición. En medio de una fuerte discusión, acabó por batirse cuerpo a cuerpo con el rey, que le intimó a rendirse; pero pudo escapar y los caballeros del rey iniciaron una persecución, lo alcanzaron e hirieron mortalmente. Mientras lo trasladaban a Burbáguena para curar las heridas, murió. Su muerte a manos del rey fue la causa que desencadenó la tercera revuelta nobiliaria contra Jaime I de Aragón.

lunes, 25 de octubre de 2021

VI. DESASTRE DE FELANITX. 31 de marzo de 1844

VI. 

DESASTRE DE FELANITX

31 DE MARZO DE 1844. 

I.

La catástrofe horrorosa ha tenido lugar en el pueblo de Felanitx: no la anunciamos a nuestros lectores, porque ninguno de ellos la ignora; no pedimos sus lágrimas, porque todos han llorado de lástima y de espanto: apuntamos solamente una fecha más en el calendario de las grandes calamidades. Solemnizamos una nueva fiesta de dolor, indicamos una amarga fuente de lúgubres y aterradoras inspiraciones. 

II.

Como un hijo indócil y presuntuoso que abandona la casa paterna en los primeros días de su juventud, que orgulloso de sus fuerzas rompe los lazos de familia, quiere vivir por sí mismo y olvida las tradiciones de sus antepasados; nuestro siglo pupa para emanciparse, para sacudir también la tutela de los siglos anteriores, y quebrar la cadena misteriosa que el tiempo va forjando lentamente. Pero los poetas que viven de recuerdos cantando antiguas glorias, o lamentando pasados infortunios, se esfuerzan en soldar los eslabones entreabiertos, y derraman sobre el corazón de sus contemporáneos parte del júbilo o de la aflicción de las generaciones ya difuntas. ¿Podríais permanecer insensibles a la relación de los estragos que causó un día el arroyo, por cuyas orillas os paseáis ahora indiferentes? Podríais leer con ojos enjutos la triste descripción de aquellas inundaciones espantosas, que arrastrando las puertas de la ciudad, desmantelando sus muros y bramando por sus calles, derruyeron centenares de edificios, y arrebataron en una sola noche millares de víctimas que reposaban descuidadas en brazos de un sueño voluptuoso o tranquilo? 

No resonarían en vuestros oídos los gritos de tantas viudas desoladas, de tantos huérfanos infelices, de tantos que vieron sepultarse en aquella tumba improvisada el báculo de su ancianidad o las flores de sus cariños y esperanzas? No os consternaría el recuerdo de aquella general consternación? 

Así también se acongojarán, y se estremecerán, y llorarán las generaciones venideras, cuando se les diga que de un viejo cementerio salió de improviso la muerte, y en un momento diezmó la población de Felanitx. Faltarán los testigos de este desastre, y no quien le llore; las lágrimas que arrancará todavía sobrevivirán a sus lamentables resultados. 

III. 

Celebrábase una función piadosa: el pueblo y el clero reunidos en devota procesión recordaban el camino que anduvo Jesucristo desde el pretorio de Pilatos hasta la cima del Calvario: un canto unísono, pausado y penetrante dominaba el sordo rumor de los pasos y el movimiento de la multitud, que se abría en dos filas para ver la procesión, o la seguía lenta y compungida: un sacerdote de vida ejemplar, de costumbres puras y corazón ingenuo, descalzo hasta las rodillas, vestido de oscura túnica, coronado de espinas y llevando una cruz acuestas, figuraba al Hijo del hombre enmedio de dos ladrones, y seguido de aquellas turbas de pueblo, y de mujeres que plañían y lamentaban su acerbo suplicio. Las nuevas autoridades presidiendo este acto religioso inauguraban esta vez su dignidad: y la voz de un orador cristiano, enérgica por la situación y elocuente por su sencillez, resonaba en señalados trechos para explicar uno por uno los acontecimientos de aquel doloroso camino, y arrancar de sus oyentes lágrimas de compasión y de penitencia. Era aquello la anual representación de un misterio cuyo desenlace es la muerte del Redentor, y la muerte sorprendió a los actores y espectadores casi al principiarse la jornada: sufrieron lo que iban a meditar.

IV.

En aquel momento recordaban a la santísima Virgen, cuando salía al encuentro a su divino Hijo en la calle de la Amargura; en aquel momento los dolores de la Madre a vista de los padecimientos del Hijo, la inmensa aflicción del Hijo a vista de las angustias de la Madre, ocupaban la atención de todo el pueblo; en aquel momento, cuántos hijos presenciaron la rápida agonía de sus madres! cuántas madres abrazaron los mutilados cadáveres de sus hijos! 

V. 

Osaréis preguntar a Dios por qué descarga la vara de su justicia sobre un pueblo, cuando este levanta su corazón y sus ojos al cielo, cuando a lo menos por un momento se despoja del hábito de pecador y viste el sayal de penitente, cuando sus labios no tienen más voz que el clamor incesante de misericordia? Osaréisle preguntar por qué, a vista de tales sentimientos, no suspende los efectos generales de las leyes físicas que estableciera para la conservación del mundo material? Osaréisle preguntar dónde está su providencia? Por qué no envió un ángel que sostuviese milagrosamente el ruinoso paredón, o espantase visiblemente la multitud, que incauta se agolpaba sobre él, apresurando así su caída y el desmoronamiento instantáneo del terraplén? Y si un día aglomerada en el mismo sitio se abandonase la población a las seductoras impresiones del placer, bañase de voluptuoso aroma las imágenes de su mente y los deseos de su corazón, aflojase la rienda a pervertidos impulsos, y confiando en la vida, descuidada, imprevisora, gravitase sobre aquel engañoso pavimento, ¿debía también Dios enviar un ángel para sostenerlo? Sería menos horrible la muerte por no estar precedida del pensamiento efe la eternidad? Sería menos lastimoso el espectáculo de tantos cadáveres vestidos de baile y coronados de flores? - Probablemente hubieran sido menos las víctimas. - Probablemente hubieran sido más desgraciadas. Oh! no dudéis de la misericordia de Dios, ni del poder maravilloso de la contrición. 

VI. 

Como la ola, que viniendo hinchada embiste las rocas de la orilla, y las cubre con su manto de espuma, desplomóse un monte de tierra, y cubrió a los infelices que estaban debajo; rodaron las piedras, y quebrantaron los huesos de los vivientes; rodó la menuda arena, y sepultaba ya sus cadáveres. 
¿Quién contará los alaridos de aquel momento fatal? El que contara las piedrezuelas desprendidas de su antiguo sitio. Conmovióse la tierra, y como de un inmenso surtidor brotó la consternación y el espanto; raudales de consternación corrían rápidamente hacia las villas y pueblos circunvecinos, y de las villas y pueblos circunvecinos vinieron rápidamente raudales de conmiseración y asombro. 

VII.

¿Será verdad que el joven sacerdote, que para contemplar más vivamente la pasión de Cristo, caminara tantas veces cargado de una cruz y ceñido de una corona de espinas, comportó en su muerte uno de los cruelísimos tormentos que sufriera el divino Redentor? Será verdad que una piedra desprendida torciese una espina de hierro de su corona, y se la hincase en el cerebro, barrenando el cráneo y atormentándole horriblemente antes de exhalar su espíritu? Será verdad que los ecos de su agonía se oyeron por entre los resquicios de los escombros? Ah! ciertamente no había creído consumar la obra del Calvario. Discípulo fervoroso del Crucificado morirá, no extendido, sino agobiado bajo la cruz de su maestro. También él había cumplido treinta y tres años! Cómo le llorarán los pobres de Felanitx de quienes era consolador y amigo! Cómo le echará (de) menos esa nueva y simultánea generación de huérfanos desvalidos y menesterosos nacida entre los horrores de una calamidad inesperada! 

VIII.

Una idea atroz espeluzna mis cabellos y envenena el manantial de mis pensamientos: mis nervios se crispan, y siento helarse la sangre de mis venas. Me figuro como el declive de un collado erial en que asoman miembros palpitantes, a guisa de esparcidas matas de menuda yerba: tal vez la cabeza de un tronco ya estrujado, tal vez la mano de un cuerpo hundido que respira aún; ¿y quién sabe si en aquellos momentos de trastorno mental, de acciones instintivas, de confusión imprescindible, la azada que desenterraba un cadáver no sepultaba más de un viviente, la premura con que se acudía al socorro de un deudo no hacía perecer un amigo, la planta que volaba a los gritos de una víctima querida no magullaba y pisoteaba una víctima desamparada? Cómo prescribir la paciencia a los torturados moribundos, y el orden a sus impacientes libertadores!

IX. 

Hijos, madres y esposas, que buscando el objeto de vuestro cariño, revolvéis los cadáveres hacinados en insepultos montones, ¿cómo podréis distinguirlos, estando fracturados sus talles, y aplastadas y ensangrentadas sus fisonomías? No esperéis conocer al mancebo por sus juveniles formas, ni a la linda joven por la hermosura de so semblante. ¿De qué servirán vuestras investigaciones? Estos cadáveres no pueden hablar ya a vuestros ojos, como tampoco pueden hablar a vuestros oídos. En valde os afanáis para regarlos con vuestro llanto, para darles el abrazo de eterna despedida, para decirles el adiós postrimero: en ellos está borrada y desfigurada la imagen que conserváis ilesa en el corazón.
- Buscamos solamente algún indicio en sus vestidos para conocer a los que amamos. 

X. 

¿Por qué se desplomó en tan crítico momento el murallón que tantos años permaneciera desvencijado y ruinoso? Porque el nuevo peso que encima se le acumulaba era superior a la resistencia de su base. Esta reflexión dejará satisfechas las dudas del filósofo de corazón árido y miras limitadas: pero ¿creéis que ese fatalismo glacial, esa resignación infecunda al imperio de una causa ciega, pueda enjugar una lágrima sola de cuantas ha hecho verter catástrofe tan espantosa? En las causas secundarias se puede buscar la razón física de ese desastre, mas para encontrar su consuelo es necesario remontarse hasta la causa primordial, la causa de todas las causas. Los que tengan el pecho encallecido, y no hayan probado una gota de ese cáliz de amargura, podrán prescindir, si así les place, de los inescrutables designios de la Providencia; pero a los que han visto rotos de un golpe sus más dulces vínculos de parentesco, a los que han perdido de repente las hermosas ilusiones de su risueño porvenir, a los que arrastran un cuerpo horriblemente contuso, mutilado, no les expliquéis las leyes del equilibrio; habladles sí, de los inapeables juicios, de los caminos secretos, y de la voluntad augusta del supremo Legislador del mundo. 

XI. 

Hermoso niñito de rubios cabellos que no has visto siete primaveras todavía, ¿adónde llevas de la mano a tus dos hermanitos que gimiendo te acompañan?
- Al cementerio. - ¿Y qué habéis de hacer allí? - Buscaremos a nuestro padre y a nuestra madre que fueron al sermón y no han vuelto a casa. - Mirad que es tarde ya, y van a cerrar sus puertas. - Nosotros quedaremos dentro hasta encontrarlos.- Hijos míos, ya no tenéis otro padre más que Dios. 

XII. 

¿Qué tenéis, pobre anciano, que así retorcéis vuestros brazos, y claváis en el cielo esa mirada penetrante como vuestro dolor? Qué tenéis? - Ayer tenía una esposa y dos hijos, hoy nada tengo. - Y vos, buena anciana, que ni lloráis a gritos, ni mesáis vuestros cabellos, que sólo indicáis vuestra angustia en sordos gemidos y en la palidez de vuestro semblante parecido al de todos los habitantes de ese pueblo, ¿por ventura no tenéis que lamentar alguna desgracia en vuestra familia? - No tengo más que una hija. - ¿Y está sana y salva? - Tiene solamente un muslo roto.- Un muslo roto! y la buena mujer no se atreve a lamentarse. La participación del quebranto universal ahogaba los quejidos de las aflicciones individuales. 

XIII. 

¡Ay de vosotras, esposas desgraciadas, las que en aquellos días de angustia sentíais un dulce peso en vuestras entrañas, y aguardabais la sonrisa de un nuevo hijo para dar tregua a vuestras lágrimas! El terror y el susto han emponzoñado el jugo alimenticio de los que debían consolaros con su esperado nacimiento. Jóvenes tiernas, que saboreáis aún las risueñas emociones del festín de vuestro desposorio, cuán caras van a seros las primicias de la maternidad! Sentiréis agudísimos dolores, y vuestro parto no será alumbramiento. El fruto de vuestro seno pasará de un sepulcro viviente a un sepulcro inanimado, como sus mayores han sido trasegados de una tumba imprevista a la tumba de su eterno reposo.

XIV.

Si consideráis este fracaso como acontecimiento fortuito en el cual no haya tenido parte alguna la Providencia, carecéis de fé. Si lo consideráis como castigo directo y exclusivamente merecido, no tenéis caridad. Cualquiera de estos dos sentimientos está falseado si está solo. Si acusáis a Dios, sois blasfemos; si acusáis a las víctimas, sois impíos. ¿Creéis que el pueblo de Felanitx fuese reo de mayores delitos que los que inficionan (infectan) a los otros pueblos? Yo os digo que no. ¿Pensáis que estos Galileos, cuya sangre se ha mezclado con la de sus sacrificios, fuesen más pecadores que sus conciudadanos, porque tanto han padecido? Yo os digo que no. 
¿Pensáis que aquellos diez y ocho sobre quienes se desplomó la torre de Siloé, fuesen más deudores a la justicia divina que los otros habitantes de Jerusalén?
Yo os digo que no.

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https://dialnet.unirioja.es/servlet/libro?codigo=203044

https://www.diariodemallorca.es/part-forana/2019/03/28/175-anos-timba-felanitx-provoco-2889450.html

jueves, 2 de julio de 2020

CAPÍTULO XXVII.


CAPÍTULO XXVII.

Nace Cristo señor nuestro. Heródes es desterrado a Lérida. Muere Herodías en Segre, y cuantos Herodes ha habido.

Fue el imperio de Octavio César dichoso, feliz y afortunado: gozó el mundo de paz universal; cerráronse en Roma las puertas del templo de Jano, cosa rara y singular, porque no solía cerrarse sino en tiempo de paz universal, y solo le hallamos haberse cerrado cinco veces: la primera al tiempo de Numa Pompilio, la segunda después de la primera guerra púnica y las tres en el imperio de Octavio. Pero ¡qué mucho que en estos tiempos se cerrase, pues sucedió en ellos la cosa más alta y de mayor maravilla y espanto que en el mundo, después que fue criado, ha sucedido y pudo suceder, y puso no solo admiración en la tierra, mas aún los ángeles en el cielo también se espantaron con tan soberana maravilla, como es el hacerse Dios hombre y nacer como tal ! Por lo que, y con mucha razón, fue este siglo el más dorado y dichoso que jamás haya sido ni puede ser, por haber la bondad inmensa del eterno Dios enviado al mundo a su unigénito Hijo, rey pacífico, príncipe de paz y Dios de toda consolación; y en cumplimiento de lo que habían profetizado los santos profetas, se mostró a los hombres en carne humana, hecho hombre y nacido de una virgen santísima, y con una nueva luz que trajo a la tierra, enseñó al género humano descarriado y perdido, y le allanó el camino de la salud, restituyendo la justicia que andaba desterrada del mundo, y alcanzando, con su muerte, perdón de los pecados, fundando la Iglesia santa, cuyos ciudadanos y parte somos todos aquellos que, por beneficio del mismo Dios, hemos recibido por todo el mundo la religión cristiana, y con la fé pura y firme la conservamos.
Con este tan divino principio proseguiré nuestra historia, contando los señores que tuvieron los pueblos ilergetes y las cosas más notables que acontecieron en ellos, y del modo que comenzaron a tener conocimiento de Cristo señor nuestro, y cómo, por su misericordia y gran merced, se fue en gran manera acrecentando en ellos la fé y religión cristiana, produciendo muchos santos y personas ilustres en virtud y piedad que fueron el ornamento y decoro de esta tierra. No contaré cosas universales, que son propias de historia general, contentándome con referir cosas particulares y propias de mi instituto, salvo cuando, para inteligencia de esto, será necesario echar mano de lo general y común, guardando siempre el orden y sucesión de los emperadores romanos y reyes godos, y de los demás que señorearon estos pueblos.
Corría cuando nació Cristo señor nuestro el año 42 del imperio de Octavio, según el Martirologio romano, y gozábale este emperador con la mayor paz y sosiego que jamás otro rey ni señor hubiese gozado de sus señoríos: vivió hasta el año 16 de Cristo señor nuestro, y murió después de haber imperado cincuenta y cuatro años (1).

(1) La mayor parte de los cronologistas indican otras fechas; y de todos modos debe haber equivocación en las que señala Monfar, porque, según los datos que él mismo sienta, corresponderían a Augusto cincuenta y ocho, y no cincuenta y cuatro, años de imperio.

Sucedióle Tiberio, su hijo adoptivo, en cuyo tiempo, en el año 18 de su imperio, murió Cristo señor nuestro clavado en una cruz, para salvar a los pecadores, y abrir las puertas del cielo que el pecado del primer hombre había cerrado. Fue su muerte santísima a los 25 de abril, y a los treinta y tres años y tres meses de su edad.
En este tiempo pone Flavio, caballero español, natural de Barcelona, que fue prefecto pretorio de Oriente y gobernador de la ciudad de Toledo, hijo de san Pacian, obispo de Barcelona, el destierro de Herodes y muerte de la bailadora Herodías; y porque su fin de estos aconteció, según dice el autor de aquel libro, en la ciudad de Lérida y río Segre, y a los que no lo saben es fácil la equivocación en los muchos Herodes que ha habido, y de quienes cada día oímos hablar en los oficios divinos y en los púlpitos, para inteligencia de lo que pasó en Lérida, referiré los que ha habido de este nombre y lo que hicieron, con la mayor brevedad posible.
El más anciano se llamó Herodes Ascalonita el Magno, y era idumeo, y su padre se llamó Antipater (anti+pater en latín: anti padre), y por esto algunos le llaman Herodes Antipater, y el senado romano le hizo rey de Judea (rex iudeorum, como en el INRI); y este fue el que habló con los magos, cuando iban en busca de Cristo señor nuestro, y mató (a) los inocentes, con pensamiento de hallar entre ellos a Cristo; y fue esto con tantas veras, que mató entre los demás un hijo suyo, y obligó a Augusto César a decir, que en casa de Herodes mejor era ser puerco que hijo, pues por no comerle, por serle prohibido por su ley, no le mataría. Este mandó reedificar desde los cimientos el templo de Jerusalén y reinó treinta y siete años.
Tuvo muchos hijos e hijas, y dejada la mayor parte de ellos, se hará mención de los que habla la Sagrada Escritura. Estos fueron Herodes Archelao, que le sucedió en el reino y reinó nueve años, y por algunas causas el emperador le quitó el reino y envió a Judea gobernadores, con título de procuradores: estos fueron, uno después de otro, Lucio Coponio, Marco Ambinio, Anio Rufo, Marco Valerio Graco, y Poncio Pilatos, que fue el peor de todos los hombres, y el que dio sentencia de muerte contra el Redentor de la vida y Salvador del mundo.
Otro hijo de Herodes Ascalonita se llamó Aristobolo, y a este su padre le mandó matar por algunas sospechas que tenía de él; dejó un hijo que llamaron Herodes Agripa, por diferenciarle de otro Herodes hijo suyo, que llamaron el Prisco o Mayor.
Otro hijo de Herodes Ascalonita fue Herodes Tetrarca, que llamaron Antipas a quien el emperador, quedando con el reino que había sido de su padre y hermano, le dio el título de Tetrarca, que era señorío o gobierno de una, dos o más ciudades, o de una provincia o parte de ella, con el mismo poder o jurisdicción que si fuera rey, salvo que no se intitulaba ni nombraba rey. a este Herodes Tetrarca llama la Sagrada Escritura rey, por ser hijo de rey y haber heredado parte del reino de su padre y hermano. Este fue el que tomó por fuerza a Herodías, mujer de otro hermano suyo, llamado Filipo, que era también hijo de Herodes Ascalonita, y vivía amancebado pública y escandalosamente con ella; y por habérselo reprendido el gran Bautista una y muchas veces, le mandó cortar la cabeza por dar gusto a la impía Herodías, su manceba, que, no contenta con haber cometido tan gran sacrilegio, siendo llevada la sagrada cabeza en un plato a la mesa donde comían, con un alfiler de su tocado le traspasó aquella divina lengua, en venganza de lo que había hablado contra sus pecados y escandalosa vida. Este Herodes fue ante quien, estando en Jerusalén, mandó Pilatos llevar a Cristo nuestro señor; y porque no le quiso responder, ni hacer alguna de las maravillas que él curiosamente le pedía, le menospreció y mandó vestir de una vestidura blanca, y tratándole de loco, le envió a Pilatos; y por estas y por otras maldades, después de haber gobernado su tetrarquía veinte y cuatro años, como dice el Sensovino, fue desterrado a Francia con las dos Herodías, la manceba y la bailadora hija de esta, y de aquí vinieron a Lérida, donde desdichadamente murieron, como diré después. Otro hijo del Ascalonita fue Filipo, y casó con Herodías, y de ella tuvo una hija que unos llaman Herodías y otros Salomé: el nombre primero es más cierto, si ya no fuese que los tuviese todos dos; y esta fue la bailadora a quien, en paga del baile, le prometió Herodes la mitad del reino, y ella, persuadida de la madre, pidió la cabeza del Bautista que valía más que todos los reinos del mundo; y esta Herodías, mujer de Filipo y madre de la bailarina, tomó por fuerza Herodes Tetrarca y la tuvo consigo, siendo vivo su hermano.
Otro Herodes hubo, a quien llamaron Agripa; y este fue nieto del Ascalonita que mató a los inocentes, e hijo de Aristobolo. Este fue el que para dar gusto a los pérfidos judíos mató al apóstol Santiago el Mayor, y mandó prender al apóstol san Pedro, para hacer lo mismo de él, si el ángel del Señor no le sacara de la cárcel, dejando burlados a los judíos que aguardaban su muerte. Murió este Herodes, según cuenta san Lucas en los Actos de los Apóstoles, en ocasión que celebraba ciertas fiestas en honra del emperador Claudio, y estando sentado en un suntuoso trono, haciendo cierto razonamiento al pueblo, cubierto con una vestidura tejida de plata, muy lustrosa, en que el sol hacía reflejos, y por adularle, el pueblo aclamó ser su voz no de hombre, sino de Dios, de lo que quedó el miserable tan ufano y ensoberbecido, que se desvaneció teniéndose por Dios, como decía el pueblo. El ángel del Señor le hirió con mortal enfermedad; y roído de gusanos y atormentado de insoportables hedores que salían de su cuerpo, dentro de breves días murió, llegando el justo y merecido pago de su soberbia y desconocimiento, experimentando ser no Dios, sino miserable y vil criatura.
Hijo de este fue otro Herodes, llamado Agripa junior, por diferenciarse del padre; y en tiempo de este los emperadores Tito y Vespasiano destruyeron la ciudad santa de Jerusalén, en castigo de la muerte que dieron al Salvador del mundo. Ante este Herodes fue traído el apóstol san Pablo, según refiere san Lucas en los veinticinco capítulos de los Actos de los Apóstoles; y de este dice el Bergomense, que no halla la sucesión que dejó.
Además de estos Herodes, hubo muchos otros de este mismo nombre; pero estos fueron los más señalados y de quienes habla la Sagrada Escritura.
De Antipas dice Flavio Dextro, que en compañía de Herodías, su amiga, fue desterrado de toda la Judea, y vino después a Francia y de aquí a España, y que en Lérida murió infelizmente; y que también Herodías, danzando o saltando sobre el Segre, río de Lérida, helado, miserablemente pereció sumergida en él. Con esta brevedad lo cuenta este autor; pero Niceforo Calixto ya lo dilata y declara más, salvo que calla el río. Dice aquel autor, que había de pasar un río en tiempo de hielo: con seguridad de su dureza, le pasaba a pie, y abriéndose, por permisión celestial, se hundió en él hasta la cabeza, y moviendo lo parte inferior del cuerpo, lacivamente bailaba, no en la tierra, sino en las aguas; y la cabeza malvada, después de atormentada del frío, apartada y cortada del cuerpo, no con hierro, sino con los pedazos del hielo rompido, hizo muestra de aquel mortal baile o mudanza, trayendo a la memoria de todos lo que había hecho y justamente merecido. a algunos ha parecido maravilla que los trozos del quebrado hielo pudiesen cortar la cabeza a la deshonesta bailadora; pero quien ha visto en tiempos de invierno el hielo que baja por aquel río, y la furia con que corre, entenderá que no solo es bastante a cortar una cabeza de un cuerpo humano, mas aún a romper un grueso árbol; y son tan grandes los golpes de estos pedazos del hielo, que hacen estremecer la puente de Lérida cuando dan en ella, como si la hubieran de derribar. Murió asímismo en esta ciudad Herodes, consumido de melancolía y tristeza. a Herodías, su amiga, aún viviendo su amigo Herodes, la usurpó un caballero español y después se la volvió, y a la postre murió infelizmente y vio la muerte de la maldita hija.

CAPÍTULO XXVIII.

CAPÍTULO XXVIII. 

Viene el apóstol Santiago a España, y predica en los pueblos Ilergetes: memorias que hay de esta venida, y otros sucesos hasta la muerte del emperador C. Calígula.- Del imperio de Claudio; venida de los apóstoles san Pedro y san Pablo a España, y cosas notables acontecidas en los pueblos Ilergetes hasta la muerte del emperador.

En el año 37 después de la natividad del Señor, en cumplimiento de lo que había mandado a sus sagrados apóstoles, que fuesen por todo el mundo predicando el Evangelio, vino Santiago el Mayor a España. De la certeza y verdad de esta venida no tengo qué decir ni probar nada, porque además de ser opinión común y averiguada de todos los historiadores, lo confirman las memorias y acuerdos que quedan de ella, que negarla sería impiedad; particularmente en la ciudad de Zaragoza queda la columna o pilar en que apareció al santo apóstol la Virgen nuestra señora.
Por qué parte entrase en España el glorioso apóstol y qué orilla fue la dichosa que le recibió, cuando vino de Jerusalén, está en duda; y aunque don Mauro Castellá Ferrer en su historia de este glorioso apóstol averigua con gran diligencia todo lo que toca a su vida y hechos, pero acerca de esta entrada por dónde fue no puede afirmar cosa cierta. Lo que da por firme y verdadero, es su venida a España, y haber predicado en Braga, Iria-Flavia, que hoy llaman el Padrón, en las ciudades de Lugo, Sevilla, Granada, Cartagena, Toledo, Astorga, Palencia y Julio-Briga, que algunos dicen ser Logroño; y en la corona de Aragón, en las ciudades de Zaragoza, Tarragona, Barcelona, Valencia; y
a las más dejó obispos y memorias de su santa predicación. Sin estas ciudades y otras muchas de España, llegó también a los pueblos ilergetes, y en ellos predicó; y en la ciudad de Lérida, cabeza de ellos, además de haber predicado el Evangelio, hizo muchos milagros, y entre otros sanó un pie a un peregrino, en cuya memoria está instituida en aquella ciudad una capilla que es llamada lo Peu del Romeu, y en memoria de estos milagros obró Dios por el santo apóstol, cada año, el día de su fiesta, hacen los niños unas lanternillas de papeles de colores, y meten dentro unas candelillas de cera, y con aquello andan por las calles celebrando la memoria del glorioso apóstol, y porfían entre ellos sobre qué lanternilla está mejor, cumpliéndose lo que dice el salmista: Ex ore infantium et lactantium, etc. Esto refiere el doctor Antonio Juan García, canónigo de Barcelona, en la historia de san Olaguer; y el Licenciado Gaspar Escolano, cronista del reino de Valencia, no solo afirma esta venida del santo apóstol a Lérida, pero añade haberse el santo aposentado en el Iugar donde hoy queda la dicha capilla, y todo aquel barrio se llama hoy El Pie del Romeu. El doctor Pujades dice lo mismo. Fue esta venida cuando el santo venía de Zaragoza a Tarragona y Barcelona; y así se puede afirmar por cosa cierta y averiguada, que los primeros pueblos de Cataluña que merecieron oír la predicación del santo apóstol y recibir la ley evangélica, fueron los pueblos ilergetes, en quienes había de dar el santo primero que en otros, por ser confinantes con Aragón, de donde venía; así que, se pueden con mucha razón gloriar los pueblos ilergetes de haber sido la primera tierra de Cataluña en que fue predicado el Evangelio, y experimentó el poder de Dios con los milagros del santo apóstol, patrón y amparo de las Españas, por cuyo medio recibieron nueva luz y conocimiento del verdadero Dios, cosa que generalmente desearon todos los españoles, pues es cierto que pocos meses después de muerto Cristo señor nuestro, según dice Lucio Dextro (que escribía con la zurda), o su autor, enviaron embajadores al Colegio Apostólico, para que alguno de ellos viniera a dar noticia de Dios, enseñar su ley sacrosanta y el camino del cielo, que con su muerte dejó llano y abierto para todos los que supiesen aprovechar su muerte y predicación.
De lo que pasó en Tarragona, y del primer obispo que dejó en ella y en Barcelona el santo apóstol, y demás cosas que hizo, lo dejo, remitiendo al curioso a Flavio Dextro y demás autores que tratan de ello.
Vivía por estos tiempos en la ciudad de Lérida Porcia Nigrina, hija de Cayo Porcio Nigrino, que fue cónsul en Roma. Esta señora casó con Cayo Licinio Saturnino, hijo de Cayo, y muerto él, quiso se perpetuara su memoria, como lo usaban los romanos, y se conserva en la Seo de Lérida en un mármol que está al lado del evangelio, en la capilla mayor, o junto a ella, en la pared, que dice de esta manera:
C. LICINIO
C. F. GAL.
SATURNINO
AEDIL. II. VIR.
PORCIA P. F. NIGRINA
UXOR.
Que Porcia Nigrina, hija de Porcio, mujer de Cayo Licinio Saturnino, hijo de otro Cayo, de la tribu Galeria, que había sido edil y del regimiento de la ciudad y sacerdote, dedicaba aquella memoria a su marido difunto.
Esta Nigrina fue muy alabada por el grande amor que tuvo a su marido, y cuando quemaban su cuerpo, como se usaba entre los romanos, quiso ser quemada con él, y lo fuera, si los que estaban con ella no la sacaran de las llamas. Fue este hecho muy admirado en aquellos siglos, y no lo pudo disimular Marcial, el cual, aunque siempre andaba en burlas, pero en este hecho cantó con muchas veras estos versos:
O faelix animo, faelix Nigrina marito,
Atque inter latias gloria prima nurus.
Te patrios miscere juvat cum conjuge census,
Gaudentem socio participemque viro.
Arserit Evadne flammis injecta mariti:
Haec minus Alcestim fama sub astra ferat.
Tu melius certe memisti pignora vitae,
Ut tibi non esset morte probandus amor.
Dichosa tierra y dichosos pueblos, que tales mujeres producían !
En el año 38 de Cristo señor nuestro, murió el emperador Tiberio César, después de haber gobernado el imperio romano veintitrés años, sucediéndole Cayo Calígula, que murió el año de 42, después de haber imperado tres años, poco más o menos.
Favorecía Dios a España, dándole por medio de santísimos predicadores la luz del santo Evangelio y doctrina cristiana, y cada día llegaban a ella varones verdaderamente apostólicos a trabajar en esta viña del Señor. En el año 44 vino de Jerusalén san Tesifonte, discípulo de Santiago, que le había acompañado cuando se volvió a Jerusalén. Era este santo árabe de nación, y antes que se convirtiera a la fé, se llamaba Abenatar; tuvo un hermano llamado Cecilio, que también es santo, y fue obispo iliberitano: nacieron el uno ciego y el otro mudo, y Cristo señor nuestro les dio vista y habla (vista al mudo y habla al ciego), y les encomendó al apóstol Santiago. Fueron estos dos hermanos de aquellos doce discípulos que traía consigo el apóstol y le iban acompañando por España, predicando el evangelio; y cuando el santo apóstol se volvió a Jerusalén, fueron con él, y después de haber padecido martirio, que fue el año de 42, y haberle dado sepultura, siete de ellos, que fueron Torcuato, estos dos hermanos, Segundo, Idalecio, Hesiquio y Eufrasio, se fueron a Roma, donde el apóstol san Pedro les hizo obispos y les envió a España, para continuar la predicación evangélica que su maestro había comenzado, como lo dicen claro Dextro y el papa Gregorio séptimo en una carta que escribió al rey Alfonso de Castilla, y lo refiere Baronio en las anotaciones al Martirologio romano, a 15 de mayo, que se celebra la fiesta de estos siete santos. Dejo los lugares donde predicaron los seis, y vengo a san Tesifonte, como a cosa nuestra. Este santo, viniendo de Roma, predicó el evangelio con gran fervor y fundó el cristianismo en la ciudad de Urgel. Así lo dicen fray Prudencio de Sandoval, dignísimo obispo de Pamplona, en la Historia de los monasterios del orden de san Benito de Castilla, y el padre Francisco Diago en la Historia de Valencia (lib. 4, c. 6.); y añade que la ciudad de Urgel se llama Vergidum, porque está en un lugar y asiento donde los montes Pirineos, tan nombrados, comienzan a torcerse y derribarse algún tanto a la parte del mediodía; y de aquella torcedora le vino el nombre de Vèrgido, que lo significa, como derivado del verbo vergo, el cual tiene esta significación; y no sería fuera de propósito afirmar qué este santo fuese el primer obispo de la ciudad de Urgel; y lleva camino, porque no es verosímil que habiendo en este tiempo obispos en Zaragoza, Barcelona, Tarragona, y no muchos años después en Tortosa, viniese a faltar en los pueblos o región de los ilergetes, que era de las pobladas y fértiles de España, donde predicó la palabra de Dios, viviendo santísimamente. Fue san Tesifonte hombre muy docto, y dejó escritos dos libros en tablas de plomo, para que durasen más; y por merced y favor de Dios, han comparecido en nuestros días, como diré después: el uno se llama Fundamentum Ecclesiae y el otro De Essentia Dei. Duró su predicación hasta el año 57, en que, como dice el autor de Dextro, fue al concilio iliberitano, que se iba juntando no muy lejos de donde está hoy la ciudad de Granada, donde iban llegando los discípulos de Santiago y otros para conferir cosas muy importantes al alto oficio que tenían; y antes que estuviesen allá juntos, llegó un ministro de Satanás, llamado Aloro, juez de Nerón y tal el uno como el otro, y les prendió y hurtó todo lo que tenían, y les mandó quemar, y pasando por este martirio, se fueron a gozar de Dios, cuya ley santa predicaban. Sus huesos y cenizas y los libros que estos santos dejaron escritos tomaron sus discípulos, y los escondieron en partes secretas, donde les dejaron hasta que el Señor, por quien murieron, lo descubriese para mayor gloria suya y consolación del pueblo cristiano; y fue del modo dirémos en el capítulo siguiente, que no es justo dejarlo, por ser cosa tocante a nuestro primer prelado y predicador.

lunes, 13 de julio de 2020

CAPÍTULO XLII.


CAPÍTULO XLII.

Dapifer de Moncada, por muerte de Otger, es capitán de los catalanes, y venida de Carlo Magno a Cataluña.

La pérdida de los cristianos con la muerte de Otger Catalon se reparó con el valor del sucesor que nombró, que fue Dapifer de Moncada, muy estimado y querido de todo el ejército que estaba en Cataluña. Las incomodidades que, viviendo Otger, se sentían, perseveraban aún. Armáronse los moros, sabida su muerte, y se juntaron para socorrer los sitiados de Empurias, que ya lo pasaban mal. Los más principales caudillos de los moros fueron el rey de Fraga, el rey de Tortosa, el rey de Roda, el rey de Tarragona, el rey de Gerona y el rey de Barcelona. Era costumbre entre los moros a todos los señores y capitanes de pueblos grandes darles nombre y título de reyes, de donde nació haber entre ellos muchos reyes (reinos de Taifas), así como el día de hoy entre nosotros muchos duques, marqueses y condes. El número de combatientes que estos llevaban era inumerable; Dapifer de Moncada no quiso aventurar su gente, alzó el cerco y se retiró a la Seo de Urgel y los montes, donde, por quitar estorbos, habían dejado las mujeres e hijos. Los franceses que con Otger habían entrado se volvieron a su naturaleza, salvo algunos pocos que se quedaron aquí. Los moros, escarmentados con la entrada de Otger, cada día se fortalecían, recelando otra. 

En este intermedio de tiempo, que era el año del Señor 741, murió Carlos Martel, cuya muerte acarreó guerras a sus sucesores, y cuidados domésticos, que retardaron el favor que de Francia aguardaban. Los catalanes que en el monte Pirineo estaban retirados se sustentaban en ellos como mejor podían, poblando aquellos montes y edificando en ellos los castillos e iglesias que el día de hoy se conservan en aquellas partes, indicio y testimonio verdadero y cierto de la morada que (pone hallí) allí hicieron nuestros antiguos catalanes; y allí Dapifer de Moncada, con la aspereza de los montes y natural fortaleza del sitio y castillos que se edificaron, valerosamente se conservó y vino a ser señor casi de toda la tierra de Cerdaña, Seo de Urgel, vizcondado de Castellbó, Pallars, valles de Aran y Andorra, y de todo lo más inaccesible y montuoso de aquellas ásperas montañas, donde ya florecía la fé católica, y los vecinos de ellas ya reconocían al rey de Francia, en cuyo nombre todo se gobernaba, y a quien la nobleza y pueblo catalanes, para que sus empresas tuviesen la debida reputación, reconocían como a rey, dueño y cabeza poderosa que los gobernase, y a quien los enemigos respetasen.
Quedóse allí Dapifer y sus compañeros, como en tierra suya propia, cobrada con su valor y esfuerzo; repartíanse los despojos y todo lo que se ganaba, según los méritos de cada uno: los socorros que de Francia aguardaban no tenían el efecto deseado, porque en aquel reino había hartas cosas a que acudir. Carlos Martel era muerto a 21 de noviembre de 741: dejó dos hijos, Carlo Mano, que fue el mayor, y Pepino el segundo: ambos dejó el padre 
gobernadores de Francia y entendieron en ello; pero Carlo Mano, como sabio, renunció al mundo y a sus vanidades, y se retiró a Roma, donde recibió el orden sacerdotal, y tomando el hábito de san Benito, se retiró al monte Casino.

Pepino, su hermano, quedó con la misma autoridad y poder que tuvo
Carlos Martel, su padre. La flojedad de Childerico, rey que era entonces de Francia, era grande, y mayor su incapacidad para reinar. Hablando de él Paulo Emilio, dice que era regio nomine indignus soliique dehonestamentum. Pepino era el que lo gobernaba todo. Presidía en la Iglesia de Dios el papa Zacarías, griego de nación; representósele el valor de Pepino, y los servicios que 
él y Carlos Martel, su padre, habían hecho a la Iglesia, la incapacidad de Childerico e ignorancia; y movido de esto, le privó del reino, dándole a Pepino, el cual y su descendencia fueron legítimos reyes de Francia; y Childerico, sin hacer a esto resistencia, pasó por lo que el papa había hecho, ordenóse en órdenes sacras, y se retiró en un convento. Pepino reinó diez y ocho años, empleándolos en servicio de la Iglesia y sus pontífices, defendiéndoles de aquellos que impíamente les perdían el respeto. Murió Pepino el año 768, y sucedióle su hijo Carlo Magno, así en el reino de Francia, como también en el señorío que Pepino tenía en los Pirineos y demás tierras de Cataluña, donde vivían los que con Otger habían venido. Dolióse Carlo Magno de aquellos cristianos que vivían en las asperezas de aquellos montes y otros que vivían entre los moros, y determinó de entrar en Cataluña para librarles de tan dura servidumbre, restituyendoles (pone restituyén-les) la antigua libertad. Entraron en su compañía muchos señores y príncipes de Alemania y Francia, que: después se quedaron acá. Era el poder de los moros y desvergüenza en estos tiempos grande y de cada día crecía más; su ánimo insaciable no podía contenerse dentro de los límites de España, y pasaron a Narbona, que, cansada de largo cerco, se rindió. Carlo Magno juntó largos ejércitos para cobrarla, y para divertir al enemigo, le puso la guerra en casa, y envió a España grandes ejércitos. Marineo Sículo dice que los de a caballo eran veinte mil: había entre ellos famosos capitanes (uno era aquel Gerardo Rocelio, que quieren fuese el primer conde de Rosellón), y llevaban orden de destruir toda la tierra por donde pasasen, de suerte que del todo quedase borrado el nombre de los moros. Entraron por los Pirineos, y aquí se juntaron con las gentes de Dapifer de Moncada, cuyo encuentro causó a todos general
contento, y saliendo de allí, después de muertos muchos enemigos, a la postre todo el poder de ellos se juntó en el campo de Urgel, y por ser la tierra rasa y llana, podían pelear sin embargo. Venían por caudillos de los moros Farrega, rey de Toledo, Superim, rey de Fraga, y Alfac, rey de Segovia. Trabóse la batalla en que murieron los tres reyes y treinta mil hombres de la gente que llevaban, y fuera lo mismo de los demás, si no se escaparan. De los cristianos murieron algunos, pero el que más falta hizo fue Otger Normandino, (Normandía) muy querido de Carlo Magno; y victoriosos todos, se volvieron a Rosellón, donde Carlos les aguardaba, y contento de lo que habían hecho, les honró y premió según los méritos de cada uno de ellos. Quedaron de aquella vez los franceses apoderados de la parte de Cataluña vecina a Francia, que llamaron algunos Cataluña Vieja, por haber sido cobrada de los moros mucho antes que la otra parte, que confina con el reino de Valencia y Aragón por la parte de poniente. Con esta entrada de Carlo Magno se aumentaron las fuerzas de los catalanes y menoscabaron las de los moros; los vecinos de Barcelona le reconocían superioridad, y ponía en ella gobernador a quien nombraba conde, que era más nombre de oficio que de dignidad.

sábado, 29 de junio de 2019

LA MUERTE DE ALFONSO I, UN CASTIGO DE DIOS


99. LA MUERTE DE ALFONSO I, UN CASTIGO DE DIOS (SIGLO XII)

LA MUERTE DE ALFONSO I, UN CASTIGO DE DIOS (SIGLO XII)


Alfonso I el Batallador, rey de los aragoneses, había logrado reconquistar prácticamente todas las tierras que vierten sus aguas al río Ebro, e incluso se hubiera podido adelantar en varios siglos la reconquista peninsular si el matrimonio con la reina Urraca de Castilla no hubiera terminado primero en separación y luego en divorcio, pero el caso es que le llegó su hora en Fraga, cuando se aprestaba a tomar una de las pocas llaves que aún le quedaban por adquirir en su camino hacia Lérida y el mar de Tortosa, salida al Mediterráneo tan anhelada por el rey.

Con cada victoria lograda, su fama en toda la Europa cristiana había ido en aumento y su prestigio era considerable; el mundo musulmán lo tenía como a su principal enemigo y mayor escollo para perpetuarse en la Península. Para los primeros, su muerte tras la derrota de Fraga fue una pérdida irreparable; para los otros, una bendición de Alá.

El caso es que, a la hora de buscar el porqué del desastre fragatino, la realidad y la fantasía se hermanaron. Entre no pocos, sobre todo entre sus muchos opositores castellanos, la causa de la derrota y del subsiguiente desastre había sido un verdadero castigo de Dios.

Eran generalmente admitidas su magnanimidad y su belicosidad pero, a decir verdad, en las cosas tocantes a Dios y a la honra de la religión cristiana, estimaban muchos que había sido negligente, fama que, sin duda, le venía porque muchas veces, cuando estaban en plena campaña guerrera, había consentido que los caballos fueran guarecidos en las iglesias y templos, ocupando él mismo, en ocasiones, lugares sagrados para acampar.

Esta fue para muchos, sin duda alguna, la causa del juicio sumario de Dios hacia Alfonso I, de modo que cayó fulminado ante Fraga, donde, según algunos, no apareció ni vivo ni muerto, aunque otros dicen que lo hallaron tendido en el suelo y que lo enterraron ellos mismos en el monasterio de Montearagón.

[Ubieto, Agustín, Pedro de Valencia: Crónica, pág. 113.]

jueves, 27 de junio de 2019

Ibn al-Balansi, Abd ar-Rahman, al-Hakam, Ubayd Allah

Os dirán que antes de 1238 no había ni valencianos, aunque de mucho antes hubo hasta príncipe musulmán apodado así.
Bat Ye'or; The Decline of Eastern Christianity under Islam, 1996.

In 210 <23 April 825>, Abd ar-Rahman b. al-Hakam sent a strong troop of cavalry commanded by Ubayd Allah - known by the name of Ibn al-Balansi,-  into Frank territory... 


Ibn al-Balansi, Balansiya, Valencia, València, Valéncia, Valénsia

WIKI:

Alhakén II, al-Hakam II o Alhaquén II (en árabe, الحكم بن عبد الرحمن, al-Ḥakam ibn ʿAbd ar-Raḥmān; Córdoba, 13 de enero de 915 – Id., 1 de octubre de 976) segundo califa omeya de Córdoba, desde el 16 de octubre de 961 hasta su muerte. Durante su reinado —uno de los más pacíficos y fecundos de la dinastía en la península—​ se amplió la mezquita de Córdoba,​ ciudad que alcanzó su apogeo del periodo califal.​ Es conocido asimismo como gran bibliógrafo y gobernante de gran cultura.

Sucedió a Abderramán III a los 47 años y nueve meses de edad, en el 962, continuando​ la política de su padre y manteniendo la paz y la prosperidad en al-Ándalus. No sólo sostuvo el apogeo al que llegó el califato con su padre, sino que con él alcanzó su máximo esplendor.

A los 8 años fue nombrado sucesor de Abderramán III, y su educación fue exquisita, participando intensamente en las actividades de gobierno, así como en las campañas militares, acompañando al califa en varias ocasiones. Conservó durante toda su vida gran aprecio por las artes y las letras.​ Cuando a la muerte de su padre se hizo cargo del poder contaba con 47 años y adoptó el título de al-Mustánsir bi-l-Lah («el que busca la ayuda victoriosa de Alá»). Hasta entonces, y pese a su unión con Radhia, no tuvo hijos.
Al llegar al trono la descendencia se hacía necesaria y logró dársela una concubina esclava, de origen vascongado llamada Subh (también llamada Zohbeya Aurora), a quien Alhakén dio el nombre masculino de Chafar.

Entre las primeras medidas que tomó al ser nombrado califa, se encontraba la reclamación al reino cristiano de León de las diez fortalezas que su rey, Sancho I, había prometido a su padre Abderramán III por el apoyo prestado en la disputa dinástica que aquél mantuvo con Ordoño IV y que le había permitido recuperar el trono en el 960.

Ante la negativa del rey leonés a cumplir su promesa, Alhakén acogió al depuesto Ordoño IV en la corte cordobesa prometiéndole reponerlo en el trono, lo que hizo que Sancho I se retractase y enviase una embajada a Córdoba con la promesa de cumplir lo pactado. Sin embargo, la muerte de Ordoño IV —en la propia Córdoba, en 962— motivó que Sancho I cambiase nuevamente de postura y concertase una alianza con el rey navarro García Sánchez I, con el conde castellano Fernán González y con el conde de Barcelona Borrell II para hacer frente al poderío del califa.

Alhakén inició en respuesta, en 963,​ una ofensiva militar que se ve culminada por el éxito al conquistar las plazas de San Esteban de Gormaz, Atienza y Calahorra lo que, unido a las crisis dinásticas que surgieron en los reinos cristianos, volvieron a colocar al califato cordobés en su posición de supremacía.​ Se reforzó además Gormaz como centro de defensa frente a cualquier embate castellano. En el 965, la muerte por envenenamiento de Sancho llevó al trono leonés al pequeño Ramiro III, de tres años; su minoría de edad y la regencia de su tía Elvira condujeron a la crisis del reino y el califato quedó árbitro de las numerosos disputas de sus señores feudales. No solo numerosos señores leoneses, sino también el nuevo conde castellano García Fernández y el rey navarro Sancho Garcés, se apresuraron a prestar homenaje a Alhakén a finales de la década de 960 y principios de la siguiente.

Se inició así un periodo de calma militar que se extendió hasta 974,​ cuando el nuevo conde castellano García Fernández, que había sucedido a Fernán González, aprovechando que el grueso del ejército califal se encontraba en África,​ atacó la plaza de Deza.​ García se alió con leoneses navarros y puso cerco a Gormaz en abril del 975. Su incursión que se vio acompañada en 974 por el asalto del también nuevo rey de León Ramiro III de la plaza de San Esteban de Gormaz. El retorno del general Gálib de su campaña africana puso fin a los ataques cristianos al vencerlos en las batallas de Gormaz (junio del 975), Langa Estercuel.

martes, 26 de octubre de 2021

XII. UN LECHO DE ESPINAS.

XII.

UN LECHO DE ESPINAS. 

Toda la tarde había llovido, y apenas transitaba nadie por la puerta antigua del Muelle. En el cuarto destinado al comandante de la guardia se hallaban reunidos varios oficiales y un capitán retirado, que solía detenerse allí un ratito al concluir su cotidiano paseo. Hombre ya maduro, alto de talla, enjuto de rostro, de bigote entrecano, y con una afluencia de palabras que podía dar quince y falta al hablador más impertérrito, gustaba de referir las cosas con todos sus pelos y señales. Más que un velón encendido, y colocado sobre una mesa de pino cubierta de bayeta verde, alumbraba la vasta, desnuda y destartalada pieza una respetable cantidad de troncos y astillas que ardían sucesivamente en la chimenea. Aunque reducido el número de las sillas era mayor que el de los oficiales; pero ninguna estaba desocupada, porque estos, inclinando cada cual la suya y apoyando el respaldar en la pared, hacían descansar en otra los tacones de sus botas. Así medio echados y envueltos en la densa atmósfera que producía el humo de sus cigarros, arrastraban penosamente una conversación que no salía del estrecho círculo acostumbrado. Poco a poco se fue animando: desaparecieron las preguntas frívolas, las respuestas de cajón y las interjecciones de ripio. Empezó a discutirse si el valor es una cualidad física o moral, si es absoluta o relativa, si procede del temperamento o de la reflexión, si presenta fases contradictorias o si es consecuente en todas ocasiones, y cada cual aducía en favor de su opinión observaciones propias, ejemplos vulgares y anécdotas más o menos conocidas. 

El retirado tomó la palabra, y después de algunas frases preliminares habló así: No quiero meterme en estas honduras; pero, supuesto que viene el caso, voy a referiros un hecho de cuyos pormenores estoy seguro de ser la única persona bien enterada. Y lo más particular y curioso es que el lance tuvo origen y comienzo en este mismo sitio; y a presencia de una reunión como esta de la cual yo también formaba parte.

Al oír este sencillo exordio que preparaba los ánimos a un relato de nuevos o misteriosos acontecimientos, los circunstantes movieron sus sillas, les dieron mayor inclinación, cruzaron sus piernas una sobre otra, y acomodando el cuerpo a todo su sabor so dispusieron a prestar la atención más profunda y religiosa.

Después de una breve pausa el retirado continuó. 

Habéis leído en los papeles públicos la gloriosa muerte del capitán Bustamante, ocurrida hace poco en las Provincias, donde parece que la guerra civil va a ser una guerra larga y encarnizada. Yo la admiro porque ha sido la muerte de un héroe, y la siento porque es la muerte de un amigo. Vosotros, no le conocisteis; pero sabiendo como ha muerto no podéis poner en duda su valor y bizarría. 

Era una figura atlética, con una musculatura de hierro, y en cuanto a destreza en el manejo de las armas podía dar lecciones al mismo Carranza. Hallábase aquí de teniente de caballería cuando yo lo era de infantería en el regimiento que guarnecía esta plaza. Mí coronel le apreciaba muchísimo, y Bustamante, prevalido de este afecto, obsequiaba a su hermana Carolina. Todos le creíamos correspondido, pero cierto día, en este mismo sitio, nos dijo que había moros en la costa. Hicímonos cruces, soltamos la carcajada al decirnos que estaba celoso del capitán Valdivia. Parecíanos el absurdo más absurdo que podía caber en la mollera de un enamorado. Carlos Valdivia servía en mi regimiento, era un santurrón, un encogido, un huraño: su aspecto, su continente era más de fraile que de soldado. Nosotros le llamábamos “el capitán cogulla." En su vida había oído silbar una bala, y generalmente era tenido por cobarde. Nadie sabía en qué fundaba este juicio, ni nadie se había tomado el trabajo de rectificarlo. Así es que todos le profesábamos una aversión decidida, aunque velada por la urbanidad y cortesía. 

Una de las últimas tardes del mes de octubre estábamos reunidos aquí una porción de amigos. Bustamante nos hablaba de sus cuitas amorosas, si bien no podía llegar a persuadirse de que sus celos tuviesen verdadero fundamento. 

Estaba más inquieto que irritado, y mitad por broma, mitad por pasión, nos propuso un medio, que nada tenía de ingenioso, para humillar o dar una lección a Valdivia. Como iba a ser una diversión para nosotros lo aprobamos sin discusión ni cortapisas. Estaba la tarde hermosísima, y a poco rato vimos a Valdivia que salía a dar un paseo con un paisano amigo suyo, Bustamante le llamó indicándole que tenía que decirle dos palabras, el paisano se despidió, y Valdivia entró aquí saludando cortésmente. Nadie le devolvió el saludo, nadie se movió, nadie le ofreció un asiento. Todos aparentábamos estar engolfados en una conversación la más frívola e insignificante. El oficial de guardia apoyaba sus talones en una silla, y Bustamante se entretenía haciendo dar rápidas vueltas a otra que giraba sobre un pie. Valdivia se sentó sobre la mesa. En el marco de la chimenea había una bandejita con habanos: todos fumábamos y nadie ofreció uno a Valdivia; pero él con toda calma sacó su petaca y se puso a fumar un cigarrito de papel. Cruzábanse palabras sin ton ni son: de un asunto baladí pasábamos a otro del mismo calibre; pero en todos afectábamos la misma animación. Tres cuartos de hora duró esta maniobra. Qué papel tan desairado hacía para nosotros el tal Valdivia! Cómo nos burlábamos interiormente de su paciencia! Nunca nos lo hubiéramos figurado tan cobarde o tan cachazudo. Al cabo se levantó y dijo: 

- Señor de Bustamante, me habéis llamado para decirme alguna cosa. Estoy a vuestras órdenes. 

- De veras? Y qué tengo yo que deciros? 

- Vos lo sabréis. 

- Pues señor, se me ha olvidado. 

- Sois flaco de memoria. Me habéis hecho perder el sol, pero me pasearé a la sombra. 

- Si por mi culpa habéis perdido algo estoy pronto a daros una satisfacción. 

- Cuando no la pido es claro que no la necesito. 

- No tan claro: tal vez no la pedís por no arriesgaros a que os la den.

- Señor de Bustamante me estáis provocando sin haberos dado pie para ello. 

- Si examinaseis vuestra conciencia tal vez encontraríais algún pecadillo oculto. 

- Mi conciencia de nada me reprende delante de los hombres. 

- Pues si tan limpia la lleváis, cómo es que tenéis tanto miedo a la muerte? 

- A la muerte? os aseguro que no la temo. Es muy probable que más miedo le tengáis vos? 

- Señor de Valdivia, exclamó el teniente dando con el pie un golpe en el suelo, estas palabras encierran un doble sentido. Ahora soy yo quien pide una satisfacción. Ya sabéis cómo se arregla esta clase de negocios: vos mismo dictaréis las condiciones.

Valdivia se puso reflexivo.

- La primera, dijo, es que aplacéis para de aquí a tres días esta provocación.

Titubeó un poco Bustamante, y luego dijo: Concedido.

- La segunda... ¿tendréis valor para admitir la segunda?

- Vive Dios que me estáis insultando!

- Tendréis valor para poneros a mi disposición durante algunas horas de uno de esos tres días, y seguirme a donde yo fuere, e imitarme en lo que yo hiciere?

- Aunque sea arrojarme de cabeza desde el campanario de la Catedral.

- Corriente. Señores, hasta la vista.

- Qué diablos de farsa será esta? exclamó el que estaba de jefe de día.

- Qué contará hacer en ese extraño plazo? preguntó uno.

- Escaparse, fingirse enfermo, dar parte al coronel, qué sé yo? le contestó otro.

- De todos modos está perdido a los ojos de Carolina, dijo Bustamante para sí.

Habían pasado ya dos días completos sin que Valdivia diera el menor indicio de cuáles podían ser sus intenciones. Se le había visto en los actos de servicio puntual, sereno e indiferente como en otra ocasión cualquiera. En su rostro se leía la calma de su espíritu, calma incomprensible para los que conocían la gravedad de sus compromisos. Bustamante a fuerza de esperar con impaciencia las imprevistas escenas de aquel drama se fastidió de su lentitud y se dijo a sí mismo: «veremos»; pero su orgullo se resentía de no poder adivinar lo desconocido, y experimentaba una irritabilidad nerviosa que en valde trataba de ocultarnos. Todas sus chanzas de aquellos dos días fueron pesadas: todas sus bromas sarcásticas y punzantes. Estaba de malísimo humor. Atronado del continuo clamoreo de las campanas las maldecía como si nunca las hubiese oído.

Serían sobre las once de la noche cuando sonó un golpe en la puerta de su posada: sobrecogióle un poco, pero logró disimular completamente su emoción a los ojos de Valdivia quien después del saludo le dijo:

- Espero no tendréis inconveniente en venir conmigo:

- Adonde? fue la palabra que se le vino a los labios y que estuvo a pique de caerse de ellos; pero rehaciéndose luego la retiró como si fuera una blasfemia y la sustituyó diciendo: ni el más mínimo. Es preciso tomar armas?

- Traigo? Pero si preferís las vuestras a las mías...

- Cualesquiera me bastan, que no es el acero sino el brazo lo que importa.

Valdivia calló. Embozados en sus capotes, bajaron los dos, atravesaron algunas calles, y abriéndoles el postigo de esta misma puerta salieron fuera de la ciudad.

Seguían dando la vuelta a sus muros. La ciudad que poco antes gemía, chillaba, mugía con cien lenguas de metal, la ciudad que poco antes ensordecía los vientos con sus lúgubres clamores, imitaba entonces el silencio de los difuntos. Era un silencio más imponente que el no interrumpido cañoneo de una sangrienta batalla. Bustamante echaba menos el ruido que tanto le incomodara aquella tarde. Su imaginación estaba fija en esta pregunta: adónde vamos? 

pero no se atrevía a traducir en palabras su pensamiento. Quería distraerse, o al menos (aloménos) aparecer distraído. Trataba de entablar alguna conversación frívola, y no sabía por dónde empezar: probaba a silbar alguna contradanza, y todas sus reminiscencias musicales se habían evaporado. 

De pronto le asaltó esta idea, si se tratará de hacerme caer en una zalagarda?

Necio de mí que no llevo conmigo más que mis puños! A poco rato le dijo Valdivia con toda sencillez y espontaneidad: Vos camináis a la ligera y yo cargado, si tuvieseis la complacencia de llevar la caja de mis pistolas... y se la entregó. La respiración de Bustamante fue como la del náufrago que consigue sacar fuera del agua su pecho y cabeza.

- Vive Dios, exclamó después, que ya comprendo. Pues, señor, la cosa es grave, mucho más grave de lo que podía esperarse. Ni el diablo lo hubiera soñado. Pero a mí nada me arredra. Aquí se trata nada menos que de un duelo de noche y sin testigos. 

- Testigos nunca faltan, replicó Valdivia. Vos lleváis en vuestra conciencia el vuestro, como yo el mío. Y además hay un Dios que es testigo imparcial para entrambos. 

- Sermonicos a mí? Pues si para esto me habéis hecho dejar el abrigo de la cama, medrados estaremos. Sería un lance curioso! 

Valdivia callaba. Tentaciones le vinieron a Bustamante de apostrofarlo con el apodo de capitán cogulla; pero comprendió en seguida que insultarle en aquellos momentos sería dar indicios de flaqueza. Prosiguió su camino un buen trecho y deteniéndose de golpe le preguntó. 

- Y estas pistolas? 

- Están cargadas. 

- Y si ahora retrocediese dos pasos, y cogiendo una os descerrajase un tiro? 

- Confío en que vuestro honor no os dejaría acoger tan mal pensamiento, y confío en que Dios tampoco os permitiría realizarlo. 

- Ese hombre es todo un valiente, dijo Bustamante para sí: su aspecto nos ha engañado a todos. Es un rival tanto más temible cuanto más digno. Oh! el negocio es serio, porque si no me desbanca. 

En eso vieron brillar a lo lejos una luz que se acercaba lentamente. Era un hombre que les salía al encuentro, que sin hablar palabra dejó en manos de Carlos un farolillo y una cosa de hierro, desapareciendo en seguida como un personaje de fantasmagoría. La aventura se complicaba de una manera misteriosa en la imaginación de Bustamante. 

Así llegaron a las puertas del cementerio. Carlos abrió la verja de hierro con la llave que había recibido, la entornó después de haber los dos entrado, depuso el farolillo al pie de una piedra sepulcral, y saliendo fuera del andén se introdujo en el áspero terreno labrado a sulcos. Su compañero le seguía maquinalmente y ambos se detuvieron al borde de una zanja. Tenían a sus pies dos hoyas iguales y contiguas, cavadas a lo largo de un mismo sulco, y recientemente abiertas como lo indicaban el olor y la humedad de la tierra. Esta situación presentaba bastante analogía con la que ha creado Walter Scott en su novela El Monasterio. Valdivia y Bustamante eran un nuevo Alberto Glendinningun nuevo Piercie Shafton. Lo real y conocido hacía aquí el papel de lo maravilloso; pero no era menos tétrico e imponente. Valdivia estaba cruzado de brazos, Bustamante sentía escalofríos, y juró en su corazón de sofocar toda emoción de terror y sorpresa, de no dejar traslucir ni el más leve síntoma de cobardía. 

- Voto al diablo, exclamó dirigiéndose a su antagonista, que os habéis tomado una molestia inútil si pensabais intimidarme como un chiquillo. Creéis que soy alguna mujer para que los cementerios me espanten? A mí no me dan más que asco y repugnancia. Con todo ese aparato teatral, qué os habéis propuesto? No falta sino un coro de frailes o de sepultureros para hacer la escena más divertida. Pensáis que voy a figurarme que ha de poblarse esto de fantasmas, y que he de echar a correr y abandonaros el campo? Estáis completamente equivocado. Aquí nada ni nadie ha de interrumpirnos. Vamos a ver las condiciones del desafío. 

- Valdivia contestó con toda calma y sosiego. Ni he admitido vuestro desafío, ni os provoco a ningún combate sangriento. Habéis supuesto que yo temía a la muerte, y os he contestado que acaso más la temíais vos. Nos hallamos a punto de hacer la experiencia. El más cobarde, o si queréis, el menos valiente de los dos será el primero que atraviese aquella verja. Yo no temo a la muerte porque estoy familiarizado con ella. La he visto muchas veces cara a cara aunque no sea en los campos de batalla. Es una amiga que suele visitarme en un rincón del templo o en mi gabinete de estudio. También nos encontramos al aire libre, a cielo abierto. Vos creéis que solamente se la puede ver al reflejo de un acero o al resplandor de un fogonazo; pero yo la veo en el sol que traspone la montaña, en la nube que se evapora, en la flor que se marchita, en la hoja que el viento arrebata: yo la veo en esta incesante descomposición de lo que existe para dar lugar al renacimiento de lo que ha de existir. La he visto muchas veces y por eso ya no me causa miedo. La suya es una fealdad a que mis ojos están habituados. No me hace temblar con sus amenazas, porque confío en sus promesas: sé todo lo que puede quitarme, y sé también todo lo que puede añadirme. 

Dejóse oír entonces la primera campanada de las doce. Un estremecimiento involuntario a manera de relámpago recorrió el cuerpo de Bustamante que exclamó casi gritando. 

- Pero, en fin, qué pretendéis? 

- Una cosa muy fácil y hacedera, que nos echemos cada uno en su hoya respectiva, que nos tendamos embozados en nuestras capas, y que por espacio de tres horas, sólo tres horas, permanezcamos en ella tranquilos. 

Una imprecación terrible, hija del terror y de la extrañeza, de la indignación y del aturdimiento, iba a salir de los labios de Bustamante; pero reprimiéndose al momento dijo: 

- Ni a ligero me ganáis; pero tened entendido que de esta noche tan original como incómoda, de este cambio de un lecho mullido y abrigado por uno duro y frío, me daréis estrecha cuenta. 

Y dejando las pistolas en el suelo, con precipitado movimiento se arrebujó en su capa, y se tendió cuan largo era en su inesperada sepultura. 

- Quién me dijera que había de verme convertido en trapense? fue la primera reflexión que acudió a su fantasía; pero, qué hay que hacer? Durmamos, se decía y se repetía a sí mismo. Dormir? ¡Ah este es un deseo que en ciertos casos su misma intensidad sirve de obstáculo a su cumplimiento. Nunca el sueño había estado tan lejos de sus párpados. ¿Cómo conciliarlo teniendo la parte moral tan excitada. Nada valía cerrar los ojos, como si la obscuridad no 

fuese lo que más estaba allí de sobra. Revolvíase en su lecho de espinas con la esperanza de que cambiando de postura disminuirían su incomodidad y su desvelo. No había más que algunos minutos y ya empezó a comprender que perseguía un imposible. De buena gana hubiera dado tres años de su vida por tener a mano una fuerte dosis de opio, y la hubiera tomado aun a riesgo de envenenarse: Experimentaba un acerbo frío en los pies, y vértigos en la cabeza. 

Tendíase boca abajo y se ahogaba: volvíase de espaldas y los muros de su tumba le parecían de una altura formidable, y el pedazo de cielo que descubría, horriblemente negro y encapotado. Si al menos un plateado rayo de luna atenuase aquella lobreguez espantosa! Una piedrecilla cayó rodando cerca de él y su ruido le estremeció como si fuera el de un peñasco. Parecíale que su tumba se desmoronaba, y como que una cascada de tierra le cayese encima. 

Y de pensamiento en pensamiento vino a reflexionar que aquello sucedería alguna vez, y se imaginó cadáver. Este nuevo giro de sus ideas le dio calentura. No pudo aguantar más y se puso en pie; reflexionó empero que Valdivia podría oírlo y volvió a tenderse. Los latidos de su pecho redoblábanse con rapidez espantosa. Apretábase con los codos y mordía su capote. Asaltábanle deseos de pasar a la otra tumba y estrangular a su adversario. Pero su imaginación estaba ya encarrilada en el camino de las ideas más tétricas y funestas. Cadáver vivo entre aquella multitud de cadáveres medio corrompidos parecíale que percibía el hedor de su descomposición, parecíale que los estaba viendo bajo la capa de tierra con sus rostros pálidos y descarnados, parecíale ver los gusanos que se movían en confuso hormiguero y que oía el ruido de sus mordeduras. Una asquerosa picazón invadió de improviso todo su cuerpo: sentía el contacto frío de los gusanos que corrían por sus muslos y piernas, sentíalos que se desarrollaban lentamente sobre sus mejillas, sentíalos que iban a devorarle sus ojos. No pudo (puedo en el original) aguantar más y saltó de la tumba, y sacudió todo su cuerpo como perro lanudo que sale de un estanque, y echó a correr hacia la verja, pero el ruido de sus pasos le hizo volver en sí, tembló de que Valdivia lo percibiera y se quitó las botas. Descalzo y pisando de puntillas iba a salir por la verja; mas recordando las palabras de su adversario no se atrevió a abrirla. Empezó a vagar desatentado con una especie de delirio producido por la fiebre. Tropezaba con las elevadas lápidas sepulcrales que le parecían otros tantos espectros vestidos de blanco, y se figuraba que se movían a su alrededor y que pretendían agarrarle. Quiso huir de allí a todo trance, y a favor de un montón de tierra saltó la pared que le rodeaba. Entonces echó a correr sin reparar en que cada paso magullaba las plantas de sus pies. 

Lejos ya del cementerio sentóse para respirar libremente, para que refrescase el aire sus fatigados pulmones. Con el reposo del cuerpo se amortiguó la sobreexcitación (sobreescitación en el original) de su espíritu, y recobró algún tanto de libertad su pensamiento. Púsose a reflexionar (reflxionar): soy acaso algún supersticioso? Han de aterrarme a mí con cuentos de fantasmas y espectros? He de tener miedo a un puñado de huesos? Qué dirá Valdivia? 

Qué dirían mis camaradas si tal supieran? Y resolvió volver al cementerio, y puso en planta su resolución: pero caminaba muy lentamente, y para disculpar su lentitud decíase a sí mismo que los pies le dolían. Llegado a la verja la abrió con el menor ruido posible y anduvo a gatas (agatas) hasta el sitio en que estaba el farolillo. Notó entonces que traía algunos cigarros habanos y su corazón saltó de alegría. Tenía a mano un medio de distraerse algún tanto y pasar con menos angustia el resto de la noche. En aquella coyuntura el teniente de caballería no se hubiera deshecho de ellos por una faja de teniente general. Levantó el farolillo para encender uno y su luz iluminó de repente un nombre grabado en la humilde lápida que ante él se levantaba. Era el nombre de una pobre muchacha con quien había estado en íntimas relaciones. La infeliz seducida y pronto abandonada, a fuerza de disgustos contrajo una tisis de la que había muerto. Nadie más que Bustamante conocía aquel horrible misterio. El farolillo le cayó de las manos, y se acurrucó meditabundo. Acaso no la había llevado él a una muerte prematura? Acaso no era él un asesino? El epíteto de doncella que en la losa había leído le atarazaba el corazón. Él la había despojado furtivamente de esta cualidad con que el mundo la creía aún condecorada. El mundo se engañaba; pero su engaño era noble. Él solo había sido el villano, y ¿nadie, nadie debía pedirle cuenta de esta villanía? La justicia de Dios se le apareció tan clara, tan lógica, tan indudable, como su existencia. 

Y no es esta justicia lo que hace terrible la muerte? Es al polvo y ceniza, es a los huesos corroídos, es a la corrupción de la materia, o bien es a otra cosa a lo que tenemos miedo? Estas ideas le abrumaban, con un peso espantoso. El roce frío de los gusanos vivos no era nada en comparación de la mordedura de este gusano interior. A trueque de abandonar aquel lugar funesto Bustamante iba a sacrificar su reputación a sus remordimientos; por fortuna resonaron tres golpes en un reloj de la ciudad. Las tres! las tres! gritó con satisfacción indecible, cogió el farolillo y fue a llamar a Valdivia. Carlos estaba profundamente dormido. 

Ah! dijo para sí Bustamante, este lleva la conciencia tranquila, y por eso duerme, y por eso no teme a la muerte! 

Valdivia se levantó, se esperezó y plantándose en seguida de pie en el borde de la tumba, dijo: 

- Ahora, qué queréis de mí? 

- Me habéis hecho pasar una malísima noche, y quiero vengarme, quiero mataros. Defendeos. 

Y le entregó una de las dos pistolas. 

- Paréceme que este farolillo está mal colocado. Como no tenemos aquí maestre de campo que nos parta el sol... 

Bustamante lo cogió, lo retiró obra de veinte pasos y luego se plantó al extremo de la otra tumba. 

- Aguardad, continuó Valdivia. De todos modos la completa obscuridad cuadra mejor a las malas acciones. 

Y disparando al farolillo lo hizo añicos. 

- Ahora, añadió, arrojando la pistola y cruzando los brazos, podéis hacer fuego si tenéis corazón para ello. 

Bustamante apuntó al bulto inmóvil que distinguía apenas. La admiración triunfó de las malas pasiones. Arrojó también su pistola, extendió los brazos, fuese corriendo a Valdivia, y casi con lágrimas en los ojos: 

- Sois un valiente, le dijo, sí, sois un valiente. 

- Pues sabed que no he admitido nunca, ni pienso admitir jamás ningún desafío. 

- Y esto qué importa? Amáis a Carolina, os casaréis con ella; pero en cambio sed mi amigo. 

Terminada esta escena con un recíproco, estrecho y prolongado abrazo, disponíase a marchar y Valdivia se adelantó para salir el primero. Oyóse entonces un reloj que daba la una. Bustamante confuso, y corrido de haber medido tan mal el tiempo, de ningún modo quiso ceder a la cortesía de su nuevo amigo. 

La tarde de aquel día nos reunimos como de costumbre esperando el enlace o desenlace de aquel suceso. Bustamante tardó un buen rato: al fin le vimos aparecer pálido y desencajado. Sus ojos estaban hundidos, sus labios amoratados y acribillados por la calentura. 

- Y Valdivia? le preguntamos sorprendidos. 

- Valdivia se casa con Carolina, yo mismo he pedido su mano al coronel que a mis ruegos ha cedido. 

- Y eso? 

- Es que Valdivia es un valiente, queráis creerlo o no. 

- Y cómo lo sabéis vos? 

- Es un secreto que yo me reservo. 

Y este secreto me lo confió después a mí, añadió el retirado, como a su único y especial confidente. 

(Muy interesante el número tres en este relato. En algunos pueblos suenan los cuartos, incluso de noche, como en Beceite, mi pueblo, por lo que escuchó la 1 menos cuarto : 12:45, y creyó que eran las 3, tenían que estar 3 horas desde las 00 que sonaron estando ya en el cementerio).