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lunes, 29 de abril de 2019

LA RECONQUISTA DE JACA


2.18. LA RECONQUISTA DE JACA (SIGLO VIII. JACA)

Tras la conquista musulmana, en el siglo VIII, Jaca estaba gobernada por Abel el Malek ben Omar, pariente del propio Muza. Vivía en el lujoso castillo de Apriz, acompañado por su hija, la hermosa Zaida, con quien llegara desde África hacía algunos años.
Una tarde del mes de abril, mientras la joven oraba a su dios, se escuchó un rumor lejano que poco a poco se iba acercando: era el walí que regresaba del último combate contra los cristianos. Venía él delante, orgulloso de su nuevo triunfo, seguido de los soldados, que traían un magnífico botín y muchos cautivos. Zaida, inundada por la alegría de saber que su padre estaba a salvo, corrió a esperarlo en la puerta del castillo.
Los soldados miraban complacidos a la bella muchacha, y las penas de los cautivos parecían atenuarse ante ella. Uno de los cristianos prisioneros no pudo contenerse y gritó: «¡Aragón por san Jorge y las hembras sandungueras!». Este atrevido prisionero no era otro que el conde Waldo, hijo de don Rodrigo, a quien el walí, en lugar de darle muerte, lo hizo prisionero con la esperanza de obtener un buen rescate por él.
Zaida había quedado prendada del caballero cristiano y de la lisonja que se atreviera a pronunciar. Por eso, salvando múltiples peligros, la joven se decidió a visitar al cautivo en las mazmorras. Allí, ambos se declararon su mutuo amor, y, tras ocho días de visitas clandestinas, Zaida anunció a su padre que Waldo se convertiría al Islamismo y se casaría con ella. Y así acaeció.
Pero poco duró la felicidad de la pareja, pues la misma noche de la boda entró en Jaca el ejército cristiano y tomó el castillo y la ciudad, acuchillando a todos los infieles, incluido Abel el Malek. Zaida fue hecha prisionera y destinada al servicio de la mujer del conde don Aznar.
Waldo, que había sobrevivido al ataque, reorganizó el ejército moro e intentó recobrar la ciudad, pero fue derrotado por los cristianos, quienes, junto con algunas otras, expusieron su cabeza ensartada en una lanza para escarmiento de los infieles. Zaida se desvaneció ante tan cruel espectáculo.
Así castigaba Dios la apostasía de un cristiano.

[X.X., «En el castillo “Apriz” de Jaca», Aragón, 166 (1940), pág. 59.]

2.19. LAS MUJERES EN LA RECONQUISTA DE JACA (SIGLO VIII. JACA)

Jaca, como el resto del actual Aragón, había pasado rápidamente a poder de los musulmanes a comienzos del siglo VIII, y la mayor parte de sus habitantes habían huido hacia las altas montañas en espera de mejores tiempos. Poco después, en San Juan de la Peña, un puñado de no más de trescientos cristianos había nombrado como primer rey de Sobrarbe a García Íñiguez, que no sólo recobró Aínsa y Pamplona, sino que llegó hasta Álava. No obstante, Jaca, a poca distancia del cenobio pinatense, continuaba en manos moras.
Mientras García Iñiguez recorría victorioso tierras alavesas, capitaneaba en su nombre las tropas cristianas que vivaqueaban por las sierras de San Juan y Oroel, hasta llegar a la vera del río Aragón, un guerrero valiente llamado Aznar. Éste, sintiéndose con fuerzas suficientes, decidió sitiar Jaca hasta ganarla por las armas y repoblarla, reparando sus murallas, restituyendo sus iglesias y poniendo en explotación las tierras circundantes que regaban los ríos Aragón y Gas. El rey García Íñiguez, alentado por la recuperación de Jaca, creó —corría entonces el año 759— el condado de Aragón, designando, como no podía ser menos, al valiente Aznar como primer conde del territorio.
Al año siguiente, el primer viernes del mes de mayo, no menos de noventa mil moros, a las órdenes de cuatro experimentados adalides, llegaron desde Navarra para tratar de retomar Jaca, dada su importancia estratégica. El conde Aznar les salió presto al encuentro en las tierras onduladas de Guaso, donde el río Gas confluye en el Aragón.
En la batalla, que fue tremendamente sangrienta y reñida, el menor número de combatientes cristianos fue contrarrestado por su mayor arrojo y por el apoyo moral de la virgen de la Victoria, que se apareció a las tropas para infundirles ánimo. No obstante, fue definitiva la ayuda inesperada de las mujeres jaquesas que, armadas y vestidas completamente de blanco, acudieron en socorro de sus hombres. Sorprendidos, los musulmanes sufrieron una humillante derrota, quedando tendidos en el campo de batalla los cuatro adalides, representados desde entonces en el escudo de armas de la ciudad de Jaca.
[Anónimo, «Conquista de Jaca», en Eco del Pirineo Central, 4 (Jaca, 1881). Lustono, E. de, «La conquista de Jaca», El Pirineo Aragonés, 3 (Jaca, 1882). Leante García, Rafael, Santuarios..., págs. 101-105.

Olivera, Gonzalo, Condado de Aragón..., págs. 26-29.]

https://es.wikipedia.org/wiki/Jaca

Jaca (Chaca o Xaca en aragonés) es un municipio de la provincia de Huesca, capital de la comarca de La Jacetania en la comunidad autónoma de Aragón, España.


El término municipal, además del casco urbano de Jaca, incluye los núcleos de población de Abay, Abena, Acín, Ara, Araguás del Solano, Ascara, Asieso, Astún, Atarés, Badaguás, Banaguás, Baraguás, Barós, Bataraguá, Bergosa, Bernués, Bescós de Garcipollera, Binué, Botaya, Caniás, Espuéndolas, Fraginal, Gracionépel, Guasa, Guasillo, Ipás, Jarlata, Larrosa, Lastiesas Altas, Lastiesas Bajas, Lerés, Martillué, Navasa, Navasilla, Novés, Orante, Osia, Ullé, Villanovilla y Yosa de Garcipollera, denominados «barrios rurales» y que acogían a inicios de 2018 a 951 habitantes.



Panorámica de Jaca a los pies de la peña Oroel desde el Fuerte de Rapitán.
Panorámica de Jaca a los pies de la peña Oroel desde el Fuerte de Rapitán.

Jaca es la capital de la comarca de La Jacetania y dista 72 km de Huesca, la capital provincial, y 143 km de Zaragoza. Está situada en el norte de la provincia, en el valle del Aragón, único gran valle paralelo al eje de la cadena pirenaica. La prolongación de este eje, desde la Cuenca de Pamplona, al oeste, hasta la Cuenca de Tremp, al este, facilita las comunicaciones entre Navarra y Cataluña a través del norte de Aragón.


La ciudad está emplazada en la depresión de la Canal de Berdún, a 818 msnm, sobre una terraza fluvioglaciar en la margen izquierda del río Aragón a la salida del valle de Canfranc, precisamente en el exterior del codo que forma el río al cambiar la dirección norte-sur por la este-oeste que lleva sobre la Canal de Berdún.


Edad Antigua

Iaca o Iacca —nombre antiguo de Jaca— era la capital de los iacetanos, citados por el historiador griego Estrabón (siglo I) como un pueblo que se extendía desde las estribaciones del Pirineo hasta las llanuras, llegando hasta la región de los ilergetes alrededor de Ilerda (Lérida) y Osca (Huesca). Poco se sabe de su límite occidental, pero se ha sugerido que pudo estar en Navardún, término céltico que aludiría al antiguo nombre de unos extintos navarri sobre los cuales surgió luego el topónimo Navarra. Los iacetanos (Iakketanoi, en griego) eran parientes de los aquitanos (Akkitanoi), siendo ambos pueblos parecidos. De acuerdo a Estrabón, hubo entre los iacetanos reminiscencias de usos matrilineales, predominio del pastoreo, agricultura complementaria —acaso a cargo de las mujeres— y actividades guerreras como solución habitual a los problemas económicos.

Iaca acuñó moneda autónoma con alfabeto ibérico y se piensa que controlaba la actual Jacetania y la Canal de Berdún. Excavaciones arqueológicas dentro del casco urbano han descubierto en el nivel más profundo fragmentos de cerámica fabricada a torno con «técnica ibérica», así como cerámica campaniense de tipo A. Dicho material, fechado en el siglo II a.C., supone la aparición de los primeros indicios arqueológicos que se pueden relacionar con la población indígena de Iaca.


Existe una hipótesis alternativa, menos plausible, postulada en el siglo XVI por el cronista imperial Florián de Ocampo —y que decía haber explicado Alonso de Nebrija—, que afirma que Jaca fue fundada por el capitán griego Dionisio Baco —de sobrenombre Yaco— en el año 1325 a. C.


En el año 195 a. C., el cónsul romano Marco Poncio Catón inició la conquista de la ciudad que terminó en la primavera de 194 a. C. A fines del siglo III a. C. y comienzos del II a.C., los iacetanos habían efectuado numerosas expediciones de rapiña sobre los suessetanos afincados en las llanuras centrales de Aragón y parece ser que, en general, lo habían hecho impunemente.​ Conociendo la enemistad entre iacetanos y suessetanos, Catón situó a estos últimos delante de la escasa caballería romana ante las puertas de Iaca, provocando la salida de los montañeses, acostumbrados a vencer siempre a sus vecinos; una vez quedó desguarnecida la ciudad, ésta fue conquistada por el cónsul.



Integrada en el Imperio romano, Jaca constituyó un punto de vigilancia de los caminos del Pirineo y desarrolló una próspera economía cuyo auge se mantuvo hasta el siglo III. En el siglo IV entró en decadencia por la amenaza de los bandidos que atacaban a las caravanas y a los mercaderes que transitaban los caminos pirenaicos.

En las montañas de los Pirineos se conservaron territorios cristianos tras la conquista de los árabes debido al protectorado carolingio establecido por Carlomagno en la llamada Marca Hispánica. Uno de esos condados fue el núcleo del Reino de Aragón. Hacia 920, establecido por el Reino de Pamplona como condado independiente de los francos, Galindo II Aznárez repobló antiguas poblaciones de la cuenca del río Aragón, a lo largo de la cual se articulaba el condado, entre las que se encontraba Jaca, que entonces era una fortaleza habitada por unos pocos pobladores, una aldea con actividad meramente agropecuaria. Pertenecía a una zona dependiente del monasterio de Siresa y contaba con un monasterio con una iglesia de planta basilical, una nave y cabecera plana, que fue reformada en el siglo XI y derribada en 1841.​


Jaca era a comienzos del siglo XI un castro (o campamento militar fortificado) perteneciente al Reino de Pamplona, a cuyo entorno había surgido un conjunto exiguo de viviendas, pero que iría cobrando cada vez mayor importancia por su situación al pie del paso de Somport (uno de los más accesibles para acceder a Francia desde la Edad Antigua) y por su situación estratégica en el Camino de Santiago que, en este siglo, iba a cobrar creciente importancia, y como cabeza del camino hacia Pamplona que recorría la Canal de Berdún.



A la muerte en 1035 del rey de Pamplona Sancho Garcés III, apodado el Mayor, este deja escrito el reparto de sus extensos dominios a sus diferentes hijos. Uno de ellos, Ramiro (1006-1063), que ya ejercía de Régulo en La Jacetania y norte de Huesca, se convertirá en Ramiro I de Aragón y establece en Jaca una residencia regia, posiblemente en el castro fortificado, y situó cerca del monasterio de San Pedro la sede del obispo de Aragón, denominado así hasta que en 1077 Sancho Ramírez dotara a Jaca de su fuero e iniciara, hacia 1082, la construcción de la sede catedralicia. La posesión de fueros, catedral con obispado y su ciudadela, hicieron de Jaca la primera y más importante capital del Reino de Aragón. Sin embargo, entre el monasterio de San Pedro y el castro inicial, la aldea estaba deshabitada. Como señaló José María Lacarra, siendo sede real y residencia habitual del obispo aragonés, comenzaron a llegar personas dedicadas a la administración y comerciantes que hicieron de Jaca algo más que una aldea dedicada exclusivamente a la ganadería y la agricultura.


Retrato idealizado de Galindo II Aznárez, conde de Aragón, que repobló Jaca en torno a 920.
Retrato idealizado de Galindo II Aznárez, conde de Aragón, que repobló Jaca en torno a 920.
Así, en 1063 se celebró en la localidad el Concilio de Jaca. El historiador Jerónimo Zurita, en sus Anales de la Corona de Aragón, refiere que Ramiro I «porque había diversos abusos en el estado eclesiástico y por descuido de los reyes pasados duraban grandes corruptelas contra lo establecido por los sagrados concilios generales que hubo en la primitiva Iglesia, procuró que se congregase en la ciudad de Jaca concilio provincial».

También señala que este monarca fue el primero de los reyes de la península ibérica en restaurar los «cánones», que no debieron ser otros que los establecidos por el Concilio de Roma de 1059 referidos a la vida canónica y al celibato de los clérigos.


Otro de los resultados de este concilio fue restablecer la diócesis de Huesca —suprimida durante el dominio musulmán—, quedando la sede provisional en Jaca en tanto no se reconquistara Huesca.


Pero el definitivo impulso a Jaca se lo dio Sancho Ramírez en 1077 cuando, por lo dispuesto en el mencionado fuero, pionero entre los territorios cristianos y difundido posteriormente en otras ciudades de Navarra o Cuenca, convirtió a la villa en ciudad, la dotó de sede episcopal, en cuya catedral se asentaría el ahora obispo de Jaca, y le dio el estatus que la hacen ser considerada la primera capital del reino entre 1077 y 1096 en que, conquistada Huesca, sucedería en el obispado y capitalidad. Asimismo, edificó Sancho Ramírez un nuevo palacio real en el barrio de Santiago, y unificaría los tres núcleos iniciales (castro fortificado, monasterio de San Pedro y burgo de Santiago) en una sola entidad poblacional unida por dos calles cruzadas, al modo del cardo y decúmano romanos, y las viviendas de todos aquellos hombres francos que quisieran acogerse a los nuevos privilegios que se decretaron para los habitantes de Jaca.


el fuero de Jaca



La pérdida de la capitalidad no implicó para Jaca la desaparición de otras funciones urbanas relacionadas con su situación geográfica. Así, siguió desempeñando su papel de ciudad-mercado y de servicios para su comarca; también, como ciudad final de etapa, Jaca cobraba uno de los cinco peajes que se percibían sobre la ruta de Zaragoza a Francia, y albergaba a los peregrinos a Santiago de Compostela.


Las pestes y los incendios de finales de la Edad Media hundieron a Jaca en una profunda crisis de la que no saldría hasta la intervención de Fernando el Católico para formar un gobierno local. La burguesía se vio favorecida por esta situación y muchos se convirtieron en mecenas de artistas cuyo resultado se puede apreciar especialmente en la catedral.



Vista aérea de la Ciudadela de Jaca.

La situación fronteriza de Jaca se fue determinando a medida que se consolidaban los límites territoriales de los reinos europeos y los Pirineos se erigían como eficaz frontera natural. La ciudad se consolidó como plaza militar desde la que defender los reinos peninsulares de una hipotética invasión francesa. A este respecto, Felipe II ordenó la construcción de varias fortalezas a lo largo de todo el Pirineo. En 1592 este monarca ordenó la construcción de una fortaleza en los campos que habían configurado el Burgo Nuevo, el barrio levantado extramuros de la ciudad. Así, se levantó una soberbia fortaleza pentagonal diseñada por el ingeniero italiano Tiburcio Spannocchi, la Ciudadela de Jaca, para dar respuesta a un ejército provisto de artillería. De esa época es también la bella Casa Consistorial (1544), construida según el estilo de los palacios platerescos aragoneses.

La epidemia de peste que asoló el levante peninsular a mediados del siglo XVII —cuyos primeros brotes surgieron en Valencia en 1647— ocasionó una mortandad entre la población de Jaca del 42%.16​17​ La epidemia llegó en dos oleadas diferenciadas: la primera entre octubre de 1653 y febrero de 1654, y la segunda —la más devastadora— entre mayo y diciembre de 1654.


En la Guerra de Sucesión, Jaca se puso del lado de los Borbones. Por ello, en 1707 fue asediada por aliados del Archiduque Carlos y socorrida por el marqués de Salutcio a cuya vista se retiraron a un bosque, donde fueron atacados por el marqués de Santa Coloma, quien les mató mucha gente e hizo numerosos prisioneros. El rey Felipe V gratificó a la ciudad de Jaca con los títulos de «muy noble, muy leal, y muy vencedora», añadiendo la flor de lis al escudo de sus armas que ostentaba la Cruz de Sobrarbe y las cuatro cabezas, emblema de la batalla de Alcoraz.


A finales del siglo XVIII, Jaca jugó un papel importante en la Guerra del Rosellón, al ser uno de los objetivos de los revolucionarios franceses por su situación estratégica. En la Guerra de la Independencia, la ciudad se rindió a los franceses el 21 de marzo de 1809 a causa de la deserción que fomentó en secreto el misionero Fray José de la Consolación, que gozaba de influencia, quedando dentro de la plaza muy pocos soldados. El general Mina recuperó la plaza en febrero de 1814.


En el marco de las Guerras Carlistas, fueron denunciados en 1839 varios soldados de la guarnición de Jaca por vender armas a los "revolucionarios". Pascual Madoz, en su Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España de 1845, describe a Jaca en los términos siguientes: «sus casas en número de 488 de sólida y buena construcción todas blanqueadas, cómodas y aseadas en su interior, se distribuyen en 37 calles bien alineadas, empedradas, y la mayor parte con aceras... tiene 7 plazas, entre las cuales solo la llamada Campo del Toro y la del Mercado con soportales, destinada á la venta de hortalizas, son las principales, pues las otras no tienen objeto y son pequeñas».​ La Revolución Gloriosa de 1868 trajo consigo el nacimiento de la Junta revolucionaria de Jaca, enfrentada a la de Huesca, que tomó una serie de medidas tales como la supresión del Seminario o la creación de los Voluntarios de la Libertad, completadas en el sexenio revolucionario con la construcción de la carretera de Jaca a Francia.


Jaca experimentó a principios del siglo XX un despertar urbanístico y demográfico, motivado en buena medida por el derribo de su muralla medieval, que se inició en 1908. En 1928 llegó el ferrocarril a Canfranc, a cuya inauguración asistió el monarca Alfonso XIII. En ese mismo año también se creó la Universidad de Verano.

El 12 de diciembre de 1930 tuvo lugar el episodio de la Sublevación de Jaca, pronunciamiento militar contra la monarquía de Alfonso XIII durante la «dictablanda» del general Berenguer. Se inició con la proclamación de la República desde los balcones del ayuntamiento jaqués y el nombramiento de la primera alcaldía republicana. Al mismo tiempo se organizaron dos columnas dirigidas por el capitán Fermín Galán y Salvador Sediles que partieron hacia Huesca.


La sublevación fue sofocada en la madrugada del día siguiente y el 14 de diciembre fueron fusilados los capitanes Galán y García Hernández, mientras que el capitán Sediles, también condenado a muerte, fue indultado ante las movilizaciones populares. Sin embargo, los efectos de esta sublevación se dejaron sentir en la proclamación de la Segunda República Española cuatro meses después; tras las elecciones del 12 de abril, la monarquía se exilió y se proclamó la República, que les reconoció como "mártires".


Conclusión


Pero tras esto, lo más notable de Jaca es su condición de pionera. Primera capital del Reino de Aragón, primera que aclamó a Ramiro II "el monje", primera que se sublevó a favor de la república, cuando se hizo famosa su Calle Mayor, la misma ruta que cantó Miguel Fleta en ritmo de jota. Grandes personajes y escritores hablaron de Jaca; en el siglo XIII, Alfonso X el Sabio, hablaba de la jacetana fiesta de la victoria; en el Renacimiento, Nebrija, explicaba sus orígenes legendarios; Cervantes la cita en El Quijote hablando de sus grandes montañas; Unamuno alaba la Peña de Oroel; y Ramon y Cajal describe su largo periodo de vida en la ciudad.



lunes, 22 de junio de 2020

265. SAN MARCIAL VISITA BENASQUE


7.2. LOS PEREGRINOS

265. SAN MARCIAL VISITA BENASQUE (SIGLOS XIII-XIV. BENASQUE)

En una época incierta, pero desde luego en pleno apogeo de las peregrinaciones a Santiago de Compostela, llegó un día a Benasque un peregrino solitario, cansado del viaje y de cierta edad, que regresaba de orar y hacer penitencia ante la tumba del Apóstol e iba en dirección a San Beltrán de Comminges.

No tardó el romero en ser acogido por los benasqueses, pues estaban acostumbrados a visitas semejantes, pues no en vano Benasque era hito obligado de uno de los muchos «caminos» que unían Europa con Santiago. El aspecto venerable, el trato afable y cortés, así como los hechos y las palabras sabias del peregrino —que se declaró sirviente devoto de san Marcial— atrajeron a los benasqueses, que pronto le distinguieron de los demás romeros con su amistad y con su admiración.

Mas un día, el bondadoso peregrino de la palabra consoladora, del consejo acertado y de la ayuda desinteresada desapareció para siempre de Benasque, sin dejar ningún rastro, ningún indicio. Aunque indagaron por todas las casas, nadie le había visto partir, y en los pueblos y caseríos de los alrededores tampoco supo dar nadie razón de él. Era como si no hubiera existido, como si no hubiera vivido con ellos, como si se tratara de un sueño colectivo.

Durante bastante tiempo, en los corros de la plaza y en todas las casas de Benasque todo fue hacerse cábalas acerca de la identidad de aquel hombre bueno, que tantas cosas sabía de la vida y de la obra de san Marcial: de sus curaciones milagrosas, de cómo aplacaba las más mortíferas epidemias, de qué manera resucitaba a los muertos...

Por fin, como no acertaban a darse una explicación verosímil, llegaron a pensar que aquel hombre inigualable sólo podía ser sobrenatural. Sin duda alguna, aquel peregrino únicamente podía ser un santo auténtico. De serlo, como estaban ya seguros, no podía ser otro que el propio san Marcial, y así se cree todavía.

[Ballarín Cornel, Ángel, Civilización pirenaica, págs. 127-131.]

lunes, 13 de julio de 2020

CAPÍTULO XLIV.


CAPÍTULO XLIV.

De Armengol de Moncada, primer conde de Urgel, y vida de san Hermenegildo, de quien deriva este nombre. - De como el nombre de san Hermenegildo fue muy recibido en España, y de los muchos nombres que de este se han formado.- Prosíguense los hechos que se saben de Armengol de Moncada.

Dapifer de Moncada quedó en el lugar de Otger Catalon, y por muerte de él, le eligieron sus compañeros capitán, cabeza y caudillo, y lo fue toda su vida. Este Dapifer dejó un hijo, que se llamó Arnaldo de Moncada, y por muerte del padre, sucedió en el cargo y gobierno de las poblaciones que había en los montes Pirineos, en nombre del rey de Francia, señor de Cataluña. Murió Arnaldo, y dejó un hijo llamado Armengol, que sucedió en el cargo. Esté vivía cuando Carlo Magno entró en Cataluña, y gobernaba, a más de los montes Pirineos, la tierra de Cerdaña, Pallars, Urgel, Empurias y otras muchas. En su tiempo se edificaron los más de los castillos que hay en aquellos montes, que, como eran guarida y retirada de los cristianos, procuraban todo lo posible que estuviesen con la debida fortificación, para poder mejor resistir a los moros que continuamente les molestaban. Fue esta venida de Carlo Magno el año 791, o el siguiente. Conoció Carlos a Armengol, y le trató y tuvo claras señales de su valor y merecimientos, y vio con sus propios ojos los servicios que de Dapifer y Arnaldo, su padre y abuelo, había recibido, y que el nombre francés se era, por su valor y esfuerzo, conservado en Cataluña. Esto y ser Armengol de gran linaje, le dio motivo para honrarle como lo merecía: dióle título de conde de Urgel, Rosellón, Empurias, Cerdaña y Pallars, y fue el primero que gozó de estos títulos juntos, y con mucha razón, por debérsele a él y a sus ascendientes mucha parte de la conservación y conquista de aquellas tierras; y el título que usaba primero, anteponiéndole a los demás, era conde de Urgel, y así es comunmente llamado. En memoria suya quedó que los condes de Urgel, sucesores suyos, tomaron este nombre de Armengol, que por muchos años duró en aquella ilustre casa y familia. Es forzoso en aquesta historia nombrar infinitas veces este nombre Armengol, el cual era tan propio de los condes de Urgel, que cuando decían el conde Armengol, por antonomasia, se entendía el de Urgel; y eran ellos tan celosos de conservarle, que obligaban los padres a los hijos lo conservaran sus descendientes, y Sunyer, tercer conde de Urgel, a dos hijos suyos dio este nombre, como veremos en su lugar.
Es este nombre y suena lo mismo que Hermenegildo en Castilla, y se toma del glorioso rey mártir san Hermenegildo, honra y lustre de todos los reinos de España, y más de la ciudad de Tarragona, donde padeció martirio y se guarda su cuerpo.
La vida y martirio de este santo escribieron muchos autores antiguos y modernos; pero como no habían llegado a noticia de ellos (porque aún no se eran hallados) los fragmentos históricos de Lucio Dextro y cronicon de Marco Máximo, obispo de Zaragoza, su devoto y contemporáneo; no pudieron escribir con puntualidad igual a la de este autor, que fue testigo de vista; y así, por honra de este bienaventurado santo y por la memoria que de él quedó en los condes de Urgel, y en honra de su nombre, del que, aunque corrompido, cada paso se hace mención en este libro, he querido escribir aquella, como cosa muy de mi propósito e intención.
Fue este santo español de nación, hijo primogénito de Leovigildo o Levigildo, godo, rey de España (Ludwig, Luis), y de la reina Teodora, que fue hija de Severiano, capitán general del rey y gobernador de Cartagena y su distrito, y de Teodora su mujer, varones de gran virtud y santas costumbres. De estos fueron hijos san Leandro, arzobispo de Sevilla, san Fulgencio, obispo de Écija, san Isidoro, que sucedió a su hermano en el arzobispado de Sevilla, y santa Florentina, abadesa y maestra de muchas monjas y vírgenes dedicadas al Señor. Nació el año 562, siendo pontífice romano Pelagio (Pelayo, Pelaya, Pelaia, Pelagia, como el mote de mi abuela Mercedes). Faltóle su madre Teodora a los tres años de su edad y 566 de Cristo, mujer santa y católica, a quien no se apegó ningún contagio de la herejía del rey su marido: murió en Toledo, y fue sepultada con gran dolor y sentimiento de la ciudad y de los suyos en la iglesia de santa Leocadia Pretoriense, en el arrabal de Toledo, sobre el río Tajo. No tardó mucho tiempo en tomar el rey otra mujer, aunque muy diferente en costumbres de la primera; llamábase esta Gosvinta, viuda del rey Atanagildo, su predecesor, mujer astuta, maliciosa e inficionada de la secta arriana, de quien no leemos que quedasen hijos. Deseaba el rey ver casado a su hijo primogénito, y por eso pidió por nuera a Indegunda, hija de Sigiberto o Heriberto, hijo de Clotario primero, rey de Francia, y Brunequilda, reyes de Austrasia. Para esto envió Agila, su tesorero; pero porque la edad de Indegunda era poca, se dilató el matrimonio siete años. El siguiente tomó el rey por compañeros del reino a sus dos hijos Hermenegildo y Recaredo, con que les aseguró la sucesión y excluyó a los godos de elegir rey; y de aquí le quedó el título de rey a Hermenegildo, aunque murió en vida del padre. Creció la novia y vino a España el año 580: era de edad de diez y seis años, hermosa sobremanera, dotada de reales y cristianas costumbres: vinieron en su acompañamiento Eugenio o Epifanio, arzobispo de Toledo, a quien en los arquiepiscopologios de aquella Iglesia llaman Eufimio; Fortunio, obispo Pictaviense; Salviano, Aligense; Frontiniano, Acuense; Beltrinio, Burdegalense; Gregorio, Turonense, y con lo mejor de la nobleza de los reinos de Francia y España. Veláronse los novios en la iglesia de santa María de Toledo. Sintió mucho la novia que el rey su marido estuviese inficionado de la herejía de Arrio, pero confiada del favor del cielo, con sus continuas exhortaciones y ayudada con cartas de San Leandro, tío de su marido, dejó la herejía y confesó la fé católica, admitió el concilio Niceno, y se declaró patrón y amparo de los católicos. Sintióse de esto el padre, y le amonestó que se apartase de ellos y dejase de favorecerles; la madrastra Gosvinta tratábala mal, tomóla un día por los cabellos y arrastróla por el suelo, dejóla toda ensangrentada, y un día la echó en una alberca con gran peligro de ahogarse, y estaba llena de odio y rencor contra de ella, por ser católica y haber reducido a su marido al cristianismo. Los católicos, contentos de tener de su parte al príncipe y sucesor del reino, tomaron las armas: declaráronse por el príncipe y por católicas las ciudades de Córdoba, Sevilla, Murcia, Orihuela, Évora y otras. Movióse cruel guerra; sitió el rey en Sevilla a su hijo, que confiado de algunos pocos romanos que aún quedaban en España, se era fortificado en ella; pero ellos, cual otros Juda,s fueron traidores al príncipe y le entregaron al rey su padre, que le metió en duras y horrendas prisiones en Sevilla, que son las que describe Ambrosio de Morales en su historia, de las cuales salió dando rehenes, y metiéndose so la obediencia del rey su padre las ciudades y pueblos que habían seguido su voz; pero esto duró poco, porque el año siguiente, después de salido de la cárcel el príncipe, el rey le volvió a perseguir. Cercóle en una villa de Portugal, llamada Osset, y le tomó y llevó a Toledo, y allá le metió en la cárcel. Estando el santo detenido en ella, se congregó en aquella ciudad un conciliábulo de obispos arrianos; presidió en él Pascasio, que se intitulaba obispo de Toledo; Vincencio, obispo de Zaragoza; Sumnio y Nepontiano, obispos de Mérida; Hugo, de Barcelona; Murila, de Valencia; Argimundo, Portucalense; y Gardingo, Tudense, y otros de la misma secta. Lo que salió de aquella maldita y execrable junta dice Ambrosio de Morales, libro undécimo, capítulo sesenta y cinco; y porque los obispos católicos y otras personas contradijeron a lo declarado en aquel conciliábulo, el rey los desterró, y en esta ocasión fue el abad Juan de Valclara desterrado a Barcelona, el que escribió muchas cosas de este santo, el cual, librado de la cárcel que había padecido en Toledo, el año siguiente de 583 se retiró a Sevilla, donde le cercó otra vez el rey su padre; y porque debió hallar alguna resistencia, llamó en su favor a Miron, rey de los suevos, que entiendo reinaban en Galicia, y gran copia de gentes, con cuyo favor prendió el rey en Córdoba a su hijo, que de Sevilla se era retirado en aquella ciudad. De aquí le mandó otra vez desterrado volver a Sevilla, y después a Toledo, y de
aquí a Valencia. Duraron estas peregrinaciones algunos meses, y por quitarle el rey su padre de los ojos de los súbditos, cuyos corazones iban tras él, y más los de los católicos, le mandó prender otra vez, y así preso y con ejército que le servia de guarda, le envió a Tarragona y le mandó meter en una cruel y estrecha cárcel. No le faltó aquí la consolación de Dios, que le envió tres santísimos varones, que eran el arzobispo de Toledo, el abad Juan de Valclara, que estaban aquí desterrados, y Eufemio, que fue arzobispo de Tarragona, que le exhortaron y animaron, aunque secretamente, por temor de los arrianos, a sufrir aquellos y mayores trabajos por la fé santa de Cristo señor nuestro. Vivía en aquella ocasión en Tarragona Pascasio, arzobispo intruso de Toledo, hereje arriano, y por mandado del rey, la vigilia de Pascua fue a la cárcel, y allá quiso con su sacrílega mano comulgar al santo príncipe, que indignado del atrevimiento de aquel desvergonzado hereje, no quiso recibir la comunión, antes bien con ira y odio le echó de sí, dándole las razones y reprehensión que dice Ambrosio de Morales, de lo que el padre se sintió mucho, e irado sobremanera, de una vez quiso acabar con el hijo, y mandó a Sigiberto, capitán de su guarda, que le matase. Este obedeciendo al impío rey, que no debiera, fue a la cárcel y con una alabarda o maza de armas, o con un puñal, como dice
Escolano en la historia de Valencia, le hirió de muerte; y debieron ser, sin duda, muchas las heridas que le dio, porque en la sagrada cabeza de este santo, que hoy está en el Escorial, donde fue llevada desde el monasterio de Xixena, del orden de san Juan, en Aragón, tiene un ahujero cuadrado en la coronilla y otros más abajo, a manera de cuchilladas. Con estas y otras heridas salió aquella bendita alma, y coronada con la auréola de martirio voló a su Criador, que para tanta gloria suya y honra de España la había criado, honrándola con una infinidad de milagros, como fueron, en el silencio de la noche oír músicas celestiales sobre su cuerpo y salir una sobrenatural resplandor que, quitadas las tinieblas de la cárcel, la volvió más clara que si el sol diera en ella. Estos y otros milagros enseñaron a los fieles que debían reverenciarle como a cuerpo de mártir glorioso. Asistían en aquella ciudad el arzobispo de Toledo y otros obispos, y el abad Juan de Valclara: estos, juntos con el arzobispo de Tarragona y muchos seglares, con grandes llantos y sentimiento le sepultaron en la iglesia de santa Tecla de Tarragona, como dice Marco Máximo, obispo de Zaragoza, contemporáneo de este santo, y hoy por nuestros pecados y poca devoción de aquellos a quien toca, no sabemos en qué parte, aunque muchos dicen que en aquella iglesia está sepultado un santo, pero ni saben quién es, ni dónde; y yo tengo por cierto que este santo fue sepultado, no en la iglesia catedral, mas en otra que está no muy lejos de ella, de edificio antiguo, que llaman santa Tecla la Vieja, de la cual Luis Pons de Icart, en sus Grandezas de Tarragona, dice estas palabras: «y por esto se dice que, siendo en Tarragona san Pablo, mandó edificar la iglesia de santa Tecla la Vieja so la invocación de la dicha santa, la cual devoción se ha siempre tenido en Tarragona, y de entonces acá la tienen por abogada y protectora;» y he notado yo que está esta iglesia, aunque pequeña, llena de muchos sepulcros antiguos, que denotan mayor antigüedad, sin duda, de la que tiene la iglesia mayor y metropolitana de aquella ciudad, aunque ambas a dos son muy antiguas. La cabeza de este santo y
buena parte de su cuerpo, poco después de muerto, Marco Máximo, obispo de Zaragoza, devoto suyo, la tomó y llevó a Zaragoza, enriqueciendo con tal tesoro la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, y de aquí vino la cabeza a Xixena, de allí al Escorial, por medio del obispo de Vique y de Juan Francisco de Copons de la Manresana, caballero catalán, como lo refiere largamente Alonso Morgado en la historia de Sevilla. Este Marco Máximo fue contemporáneo de este santo amigo y conocido suyo, y le consoló en sus trabajos, esforzándole al martirio, y continuó la omnímoda historia de Flavio Dextro, y refirió lo que queda dicho; y así, como a testigo de vista, se le debe fé y crédito, mayormente no apartándose de lo que escriben san Gregorio, papa, y el Turonense; Juan, abad de Valclara; don Lucas de Tuy, Paulo Emilio, Roberto Gaguino, Adon, arzobispo de Viena en Francia; Ambrosio de Morales, Baronio, Pisa, Alonso de Morgado, Ribadeneira, Villegas, Marieta y otros graves autores, así contemporáneos del santo, como modernos; y dice Marco Máximo, hablando de este santo: quem martirem ego de facie novi, et saepius allocutus sum, cum esset in custodia patris, Hispali, mox Cordubae, rursus Toleti, Valentiae, et postremò Tarraconae, cujus ut devotissimus vitae sanctisimique martirii, carmen hoc ei qualecumque dicavi, quod est index pietatis in eum meae, etc. La mujer del santo se fue a África, y de aquí a Sicilia, donde murió y allí fue sepultada; un hijo que tenía, llamado Teodorico, fue llevado a Constantinopla, donde san Leandro, tío de su padre san Hermenegildo (que estaba allá para negociar con el emperador que favoreciese los católicos de España), cuándo le vio, se entristeció sobremanera. Murió este santo rey y príncipe de España a 13 de abril del año 586 a los veinte y cuatro años de su edad. El año siguiente murió el rey Leovigildo, su padre, a quien Dios hizo mucha merced, pues le dio conocimiento del error en que estaba y de la persecución y muerte que dio al príncipe su hijo, y abominando de los errores de los arrianos, abrazó la fé católica, y en ella murió a 2 del mes de abril del año 587, muy arrepentido del mal que había hecho, y fue sepultado en Toledo, en la iglesia de Nuestra Señora, la Antigua.
Poco después, que fue el año 588, murió también en Constantinopla Teodorico, hijo de este santo príncipe; y Sigiberto, que fue el que le mató no quedó sin pena, porque fue convencido de graves delitos, y el rey Recaredo, hermano de san Hermenegildo, le castigó muy afrentosamente, mandándole raer el cabello, que era gran ignominia entre los godos, y cegarle, y después le subió en un asno, y con la cola en la mano, a manera de cetro, le mandó pasear por la ciudad y llevar al suplicio. A Gosvinta, madrastra del santo, no le faltó su castigo, porque fue acusada de un grave delito que olía a traición contra del rey Recaredo, que le asignó jueces que conociesen de sus delitos, y por voto de ellos, que eran muchos, con un lazo le quitaron la vida.
Ambrosio de Morales, devotísimo que fue de este santo, trabajó en averiguar todo lo que le fue posible lo tocante a su vida y hechos, y es cierto dijera más, sí más hallara. Refiere este grave autor, que en una dehesa llamada Casa Blanca, cerca de Córdoba, donde hay vestigios de edificios antiguos, halló una moneda de oro de este santo: celébrala aquel autor por insigne antigualla, como cierto lo es, y más por la devoción que aquel buen autor tuvo a aquel santo. Tiene esta moneda a la una parte el rostro del santo sobre un trono, con una cruz en medio de él, y alrededor dicen las letras: Hermenegildi; de la otra parte tiene la moneda una victoria, y la letra que está al derredor dice: Regem devita, como que exhortaba el santo a los españoles que se apartasen del rey, porque con la herejía no les inficionase, siguiendo en esto el consejo del Apóstol, que dice: haereticum hominem post unam et secundam correctionem devita; y con este mote justificó el santo la causa porque había tomado las armas contra su padre, y el católico intento que tuvo en aquella guerra. De este mote hace autor Morales a san Leandro o san Isidoro, tíos del santo. Es esta medalla de oro muy fino, lo que no tenían las de los demás reyes godos, argumento de ser ella verdadera y no contrahecha, que la curiosidad en estas cosas se contenta de metal más bajo y no tan costoso como el oro. Don Antonio Agustín, en sus diálogos de las medallas, no parece que la tenga por verdadera; pero yo creo que él no debió de ver la que tenía Ambrosio de Mavales, sino otra diferente, que, aunque de oro, debía estar mal labrada o consumida del tiempo, cuya antigüedad no dejó distinguir en ella lo que Morales en la suya; el cual a buen seguro que no afirmó lo que no era, y más en cosa tocante a este santo, de quien se confiesa muy devoto, y reconoce por su medio haber alcanzado de Dios muchas mercedes.
El nombre de este santo y esclarecido mártir fue muy recibido en España, y mucha gente principal por devoción suya (como se echa de ver en muchas escrituras de los primeros reyes de Castilla después de don Pelayo) le tomaba. En la dotación que el rey don Alfonso, el Casto, hizo a la Iglesia de Oviedo, uno de los testigos se llamaba Hermenegildo: es la data de esta escritura a 16 de noviembre, año 812, y en tiempo del rey don Alfonso, el tercero de este nombre, llamado el Magno, un obispo de Oviedo y un conde de Tuy en Galicia, y otro del Puerto (O porto, Oporto) en Portugal, tuvieron este mismo nombre, como parece en el primer concilio de Oviedo, celebrado el año 879; y en un privilegio que tiene la Iglesia de Santiago de Compostela del mismo rey año 881, confirman tres Hermenegildos, el uno obispo, el otro mayordomo del rey y el otro sin título; y después, en tiempo del rey don Fernando, el primero, después de haberse frecuentado mucho, este nombre, se sacó de él un sobrenombre, que era Hermenegildez, así como de Fernando Fernández, de Gonzalo González, de Rodrigo Rodríguez; y este sobrenombre Hermenegildez era muy frecuente en las confirmaciones de los privilegios de este rey, en que anda un Pedro Hermenegildez que se halló en la confirmación de muchos de ellos: después se fue corrompiendo y abreviando algún tanto, y en privilegios de Alfonso, hijo de doña Urraca, confirma muchas veces un Gutierre Hermildes, que en otros privilegios se llama Gutierre Hermenegildez, do se ve claro ser todo un mismo nombre; y en Portugal había linajes y caballeros que lo tomaban por sobrenombre, como Alonso Ermegic, Estévan Ermiges, Alonso Ermiges y otros.
No fue menor la devoción con que veneraron este santo en Cataluña, donde fue muy ordinario su nombre, aunque algo mudado y corrompido, como vemos cada día que diversos lenguajes mudan más o menos, de una manera y de otra los nombres propios, o desgobernando las letras o añadiéndolas o quitándolas a los vocablos; y de aquí quedaron Armengol o Hermegaudo por Hermenegildo, y todo es un mismo nombre, y en muchas escrituras vemos que los que aquí son Hermengaudos y Armengols, en Francia son Irmingarios y en Castilla los llaman Hermenegildos. De esto hay muchos ejemplos; solo referiré algunos: en la fundación de la antigua Valladolid, que hizo el conde don Pedro Anzures a 21 de mayo, era 1133, y de Cristo señor nuestro 1095, que está en el archivo de aquella iglesia, confirma el conde Armengol de Urgel, yerno del conde
Pedro Anzures, y no se nombra ni firma Armengol, sino Hermenegildus; y en muchos privilegios latinos del rey don Alfonso, hijo de doña Urraca, y en otros que trae el obispo de Pamplona en su historia, firma el conde de Urgel, y no se llama sino Hermenegildo, acomodando su nombre al verdadero y original de Castilla. En unos versos que están en la vida del conde Armengol de Castilla, nieto del conde Pedro Anzures, le llama el poeta Hermenegildus; y no solo tomaron este nombre los hombres, mas aún también las mujeres, y es cierto que el nombre de Ermengarda, Ermisenda, Ermesinda y otros semejantes que vemos en escrituras antiguas, es el de este santo, y se echa de ver esto, en que a las mujeres que en unas partes están nombradas con uno de estos tres nombres, en otras las nombran Hermenegildas, y todo es una misma cosa.
Duró por espacio de trescientos cincuenta años que todos los condes de Urgel, a imitación y ejemplo de Armengol de Moncada, tomaban este nombre; y porque cuando heredaron aquella casa los vizcondes de Cabrera se dejó este nombre, el conde don Ponce de Cabrera mandó en su testamento que sus hijos, que eran cuatro, y otros a quienes venía la sucesión de aquel condado, estuviesen obligados a llamarse Armengoles o Ermengaudos, y lo repite muchas veces, encargándolo con grandes veras, porque sabía y se era observado ser este nombre, en la casa y linaje de Urgel, nombre de fortuna y felicísimo, y tanto cuanto duró en ella, gozó paz, felicidad, buena ventura, aumento de estados, paz con los reyes, amor con sus vasallos, sosiego en sus tierras y señoríos, y de felicísimas victorias de sus enemigos; y así nota muy eruditamente un autor, que hay nombres que tienen fortuna, y otros que son desdichados. El nombre de Antonino fue en Roma felicísimo, y lo daban a los Césares en pronóstico de la virtud y valor se prometían de ellos, hasta que lo tuvo Eliogábalo, que con sus pésimas costumbres le afrentó de manera, que de allí en adelante se tuvo por nombre afrentoso. Judas fue apellido sacrosanto desde el principio de la república hebrea hasta que pereció, y así hubo cuatro de este apellido en el colegio apostólico; pero el uno fue tal, que llenó el nombre de ignominia y su malicia le afrentó en gran manera. Los nombres de Fernando y
Alfonso en Castilla son felicísimos, y desgraciados los Enriques, así como los Jacobos en Escocia (James, Jaime, Tiago, Santiago), Carlos en Inglaterra, y los príncipes Carlos en España.
Tuvo el conde Armengol de Moncada en casa del rey de Francia y emperador Carlo Magno y de Ludovico Pío, su hijo, muchos y muy honrados cargos y dignidades: en el año 800 de Cristo señor nuestro fue nombrado virrey y gobernador de la isla de Mallorca por el emperador Carlo Magno, y años después confirmado por Bernardo, su nieto, hijo de Pepino, a quien dejó Carlo Magno lo de Italia. La causa y motivo para dar este cargo a Armengol, fue porque el año 799, que fue uno antes de coronarse emperador Carlo Magno, los moros de África y España causaban grandes daños en aquella isla y vecinas, y los isleños estaban en continuos sustos y temores por no tener donde acudir, por estar por todas partes rodeados de enemigos. Vivieron con este desasosiego hasta el año 800 que pidieron favor a Carlo Magno, prometiendo que si se lo daba, serían sus vasallos. El emperador aceptó la ofrenda muy contento de ser señor de tan fértiles y pobladas islas, y así les dio el socorro necesario para prevalecer contra los enemigos, dándoles por capitán y virrey a Armengol de Moncada, conde de Urgel, para que les gobernase y tuviese en devoción suya, defendiéndoles de los moros que corrían aquellos mares. Estos, sabiendo el socorro que había venido a los mallorquines, dejaron de molestarles y mudaron sus correrías y pasaron a destruir y * y a la vuelta dividieron su armada, y la una parte fue a la isla de Cerdeña, y otra a la de Córcega, donde hicieron grandes daños, talando los campos y destruyendo los pueblos, y llevándose muchos cautivos con lo mejor de aquella isla, y a la que, ricos de la presa, se volvían a África a gozar de ella, tuvo Armengol noticia y salióles con su armada. Trabóse batalla y quedó vencedor, y tomó ocho naves a los enemigos, y dio libertad a más de quinientos corsos que llevaban cautivos. Con esto se volvió con triunfo a la isla, asegurando con esto todos los mares vecinos.
Tomaron de esto los moros tanta rabia, que por vengarse, volvieron a Italia (que a Mallorca ya no osaban) , y dieron sobre Civitavechia, en la Toscana, y sobre algunos pueblos de la provincia Narbonense (Francia); y en venganza de la pérdida de las ocho naves hicieron gran daño en aquellas tierras, y después que hubieron saciado su crueldad, volvieron a Cerdeña, donde hallaron resistencia, porque los sardos estaban prevenidos y mataron muchos de ellos.
Crecía cada día la fama del conde por todo el mundo, en terror y espanto de sus enemigos, triunfó de ellos en mar y en tierra muchas veces, gobernó con gran prudencia la isla de Mallorca, conservándola en devoción del emperador Carlo Magno, y muerto él, de Bernardo su nieto, hijo de Pepino, que le confirmó el gobierno de la isla, y le duró toda su vida.
Murió Armengol en tiempo de Ludovico Pío, hijo de Carlo Magno, siendo conde de Barcelona Bara, el año no se sabe de cierto, mas por evidentes conjeturas se entiende fue antes del 820. Por su muerte volvieron los condados que él tenía, y en particular el de Urgel, a Ludovico Pío, rey de Francia y señor de Cataluña, no, como dice Tomic, por haber muerto sin hijos, sino porque no eran estos títulos hereditarios, como después lo fueron, y solo se daban durante la vida del proveído, con obligación que no pudiese disponer de ellos en favor de sus hijos o descendientes; y con esto queda respondido a la opinión del dicho Tomic, que quiere que Guifre Pelos dispusiese de estos condados entre sus hijos, lo que no pudo ser, porque Armengol de Moncada a Guifre pasaron más de sesenta años, y antes de Guifre hubo otro conde de Urgel, como diré después, que fue
nombrado por Ludovico Pío, y a Guifre le pertenecieron aquellos condados por haber cedido y renunciado en su favor y de sus descendientes Carlos Calvo, rey de Francia, el derecho y señorío que tenía en Cataluña.
De Armengol de Moncada no hallo hijos, antes en las escrituras de aquel linaje consta haberle heredado Oton de Moncada, hijo de Arnaldo. Este Otón sucedió en el cargo de general, y le hallo con él en la conquista de Barcelona con Ludovico Pío, que se dio por tan bien servido de él, que le remuneró con muchos lugares cerca de aquella ciudad, en el Vallés, a cuya cabeza puso el nombre de su apellido de Moncada, y con la mitad de la ciudad de Vique, que por muchos años poseyeron sus sucesores; y de este desciende la ilustre familia de los Moncadas, de quien ha escrito muy docta y elegantemente don Tomás Tamayo de Vargas, cronista del rey Católico, este año pasado de 1638.
Las armas de este primer conde fueron las mismas que él llevaba, propias, de su linaje, que eran, según dice el doctor Beuter, las de la casa de Baviera, de donde ellos descendían; y despues las dejaron, y tomaron siete panes de oro en campo de sangre, esto es, tres y medio en cada una de las dos tiras, y después dividieron el escudo en palo, y a la mano derecha pusieron los siete panes, y a la otra los palos de Cataluña, por haber emparentado con la casa real de Aragón y los que hoy son bajar de aquella.

lunes, 20 de septiembre de 2021

RAIMUNDO LULIO. I.

RAIMUNDO
LULIO.

RAIMUNDO LULIO, RAMON LULL





Gloria envidiable y levantada cabe ciertamente a la mayor de las islas
Baleares al contar entre los ilustres hijos que aparecieron en el
principio de su restauración a una de las más grandes figuras de
los siglos medios. Como si se complaciera la providencia divina en
derramar toda clase de bienes sobre la perla del mar ibérico, recién
engarzada en la espléndida corona del cristianismo, no vemos en ella
después de conquistada sino un reino floreciente que sus naturales
anhelan colocar, con el esfuerzo de su brazo o el poder de su
inteligencia, a mucha altura y engrandecimiento, ya que se cobijaba
bajo el cetro de sus reyes tan reducido territorio. Los pueblos
brotaban sobre su suelo como por encanto, sus naves llevaban el
pabellón de la nueva monarquía a los países
más remotos y la centella del genio se manifestaba sobre la frente
de más de uno de sus leales hijos. Digno del largo y próspero
reinado de Jaime II de Mallorca fue entre todos el célebre Raimundo
Lulio (1), que a una inteligencia vasta y casi milagrosa, reunió la
enérgica e infatigable actividad que le dieron el más ferviente
celo religioso, el más profundo amor a la ciencia y a las letras y
los impulsos más santos de caridad y cristiana abnegación.
(1)
Siendo por lo general conocido nuestro autor con el nombre de
Raimundo Lulio, nos parece del caso continuar llamándole así, no
obstante de que el verdadero fue el de Ramon Lull.



No
es nuestro ánimo trazar un cuadro completo y acabado en el que al
mismo tiempo que se dieran a conocer en toda su extensión los hechos
del insigne mártir, se apreciaran en su justo valor el mérito de su
doctrina y la elevación de sus virtudes. De no escasa importancia
fuera en verdad un trabajo de esta índole, mas los límites que en
esta obra nos hemos impuesto, el carácter puramente poético que nos
propusimos darla, el conocimiento profundo de la época en que
floreció Lulio, ya bajo su aspecto religioso, moral y político, ya
bajo el punto de vista científico y literario, y la vasta erudición
que semejante trabajo reclama y de que por otra parte carecemos, y
aun más que todo nuestra insuficiencia y lo escaso de nuestras
fuerzas, que no tenemos reparo en consignar, alejan de nosotros la
idea de imponernos tan ardua tarea. Basta para nuestro propósito
trazar en bosquejo los principales hechos de la agitada vida de
nuestro autor, para que mejor se comprendan las circunstancias en que
se deslizaron de su fecunda pluma los numerosos versos que serán con
respecto a él nuestra única у exclusiva ocupación. No
desesperanzamos empero de que otros más inteligentes levanten a la
gloria de Raimundo el monumento que a sus dotes es debido, entrando
en el detenido análisis de la universalidad de su genio y de sus
portentosos sistemas y teorías en todas las ciencias y en todas las
artes, y hasta siguiéndole en las regiones de la más sutil teología
o en los encumbrados vuelos de sus místicas contemplaciones.



Descendiente
de una antiquísima y egregia familia que contaba en sus varias
generaciones miembros esclarecidos y nombres afamados, entre ellos el
gobernador que fue del castillo de Port en Cataluña, que tan buenos
servicios prestara al emperador Carlo-Magno, nació Raimundo
Lulio en esta ciudad de Palma el día 25 de enero del año 1235, en
una casa de la calle sin salida situada junto a la plaza que hoy
forma la área del demolido edificio de la Inquisición,
conservándose aún convertido en capilla el aposento donde vio la
primera luz. Fue hijo de D. Ramon Lull, catalán de ilustre prosapia,
que acompañó al rey D. Jaime en la conquista de Mallorca, y de doña
Ana de Heril (Erill, Eril) de cuna no inferior a la de su
marido. Merced a los servicios que prestó el padre de Raimundo en la
gloriosa empresa del Conquistador, fue agraciado con la alquería de
Biniatró en el repartimiento que de las tierras que le
cupieron hizo aquel monarca entre sus vasallos, y además con las
otras heredades de Formentor del término de la villa de Pollensa, de
Punxuat del término de la de Montuiri y hoy de Llummayor, y con los
feudos o caballerías de Manacor: y como le hubiese manifestado el
rey vivos deseos de que fijase su residencia y estableciese su casa
en Mallorca para el mayor lustre de la nueva república,
dispuso que se trasladase su esроsа desde Cataluña, donde
permaneciera durante la expedición, a la recién conquistada
metrópoli.
Diez años habían transcurrido desde que ambos
esposos vivían unidos con el lazo indisoluble del amor conyugal sin
que Dios les hubiese concedido sucesión, como si guardase para
Mallorca la prez de poderle contar en el número de sus más ilustres
hijos: y siendo tan fervientes las súplicas que al cielo dirigían
para que cesase la esterilidad en que se vieran, muy escuchadas del
Todo-poderoso debieron de ser cuando les concedió la fortuna de dar
al mundo dechado de tanta virtud como de sabiduría. Agradecidos
supieron mostrarse los nobles esposos al don de Dios, cuando salido
Raimundo de la infancia, educáronle en los principios religiosos más
sanos, y le procuraron una instrucción sólida y provechosa,
entregándole al cuidado de buenos maestros que le ejercitasen en las
letras y en las ciencias. Mas no bien tuvo Raimundo voluntad propia y
pleno discernimiento, cuando manifestó desvío por la instrucción,
de que tan ávido había de mostrarse después, y significó sus
deseos de emplearse en el servicio del
rey D. Jaime de Mallorca,
segundo de este nombre e hijo del Conquistador, que a la sazón
empuñaba el cetro de la reducida monarquía.



Deseoso
de satisfacer el padre de Raimundo la natural inclinación de su
único vástago, puso en obra para ello todo el valimiento que su
nobleza e hidalguía le daban ante la persona del rey, quien admitió
al joven Lulio en su palacio en calidad de paje de su espléndida y
real servidumbre; y recompensando más adelante sus servicios, hízole
su senescal y mayordomo. Mas distraído en medio del esplendor de la
corte, olvidó el camino de su deber por el de los devaneos, y tanto
se apoderó de su espíritu el amor a los placeres y locuras del
mundo, que en ello perdió no poco del concepto que le dieran lo
elevado de su posición y los timbres de su nacimiento. Entreteníase
en sus horas de ocio, y aun olvidándose muchas veces de las
atribuciones de su empleo, en correr de festín en festín y de sarao
en sarao llevando una existencia de galán aventurero que no dejaba
de ser muy a menudo el escándalo de la capital, o el objeto de las
murmuraciones de los cortesanos; y si algo se traslucía en el joven
senescal que pudiese dar a comprender lo que había de ser en la
madurez de sus años, eran sin duda sus delirios de poeta, y las
ardientes y amorosas trovas que escribía a los objetos de su pasión,
en cuyo arte era ciertamente tan hábil e inteligente como fecundo.



Afligíanse
sus virtuosos padres, que de tan altas virtudes estaban adornados, al
considerar el peligroso sesgo que habían tomado los pasos de
Raimundo. Viéndole tan apartado de Dios, a quien hubieran querido
ofrecerle ya que a sus súplicas les fuera otorgado, dirigiéronse al
prudente monarca que en su servicio le tenía, para que atajase sus
malos pasos, y le dirigiera la reprensión y los consejos que hacía
tan necesarios su deplorable extravío. No rehusó el bondadoso rey
hacer el bien que tan encarecidamente se le imploraba, y con la
dulzura propia de su carácter puso delante los ojos de Raimundo la
inconveniencia de sus actos y la ruina a que desatentado caminaba,
mientras la enmienda en ello no se interpusiera; y aún le hizo
comprender el designio de separarle de su servicio si no consentía
en renunciar a sus devaneos y a sus locuras.



Mostróse
afectado Raimundo a las exortaciones del rey, y abriéndole
entonces su corazón, díjole lo inquieto y desalado que le traía el
amor a cierta dama, de la que era esclavo su pensamiento y su
albedrío, y que no hallaba medio de enmendarse como en sus
tormentos y en la ceguedad de su pasión no fuese socorrido. El
monarca, en quien el recuerdo de los buenos servicios del padre se
vislumbraba al través del cariño con que procediera con el hijo,
trató con aquel de poner término a la vida licenciosa del mancebo,
colocándole en matrimonio con D.a Blanca Picañy (1), y a
fé que ni el bueno del padre ni el tierno rey anduvieron en ello
acertados, ni procedieron debidamente en achaque tal de amor, cuando
por remedio aplicaron lo que no podía hacer sino exacerbarlo.




(1)
Según algunos historiadores la esposa de Lulio fue D.a Catalina
Labots, señora principal de esta ciudad: pero en el día está ya
fuera de duda que estuvo casado con
D.a Blanca Picañy,
según lo persuaden, entre otros, las dos siguientes escrituras
coetáneas:



I

Blanca filia quondam F. Picañy et uxor R. Lul filii
quondam R. Lul per nos et nostros facio R. Lul maritum
meum absentem tamquam presentem procuratorem meum ut in suum sint
propium ad vendendum, impignorandum et alienandum omnes possesiones
quas supradictus R. Lul habet in Majoricæ et in suis
terminis, et in Cattalunia et qui...... Debemus alique nostri
dando sibi.......... prædictas ..... locum meum jura vocis,
accionis, et servos omnes heriliter quam etiam personaliter sic quod
possit prædictus R. Lul prædictas possesiones vendere,
impignorare et alienare cuicumque voluerit et quamcumque venditionem
inde feceret promitto habere ratum etc. et quod possit emere emptori
sive emptoribus omnia bona nostra obligari etc. Et quidquid super
prædictas per prædictum
R. Lul factum fuerit ratum et
firmum habeo et non contravenire et juro et renuncio in auxilium et
beneficium senatus consulti Velleyani et juri hipotec. etc.



Testes
G. De Fonte, R. Cudines et G. De Monte Rufo.







II.







III.
idus Martii anno MCCLXXV.



Certum
est et manifestum quod Blanca uxor R. Lulli venit ante
presentia nostri P. De Calidis Bajuli Majoricarum asserens et
denuntians eidem Bajulo quod R. Lulli ejus maritus est in
tantum factus contemplativus quod circa administrationem bonorum
suorum temporalium non intendit et sic ejus bona pereunt et etiam
devastantur quare suplicando petiit a nobis cum sua intersit pro se
et filiis suis et dicti R. Lulli comunibus quo daremus
curatorum bonis dicti R. Lulli qui ipsa bona regat gubernet
tueatur et defendat et salva faciat. Unde nos P. De Calidis audita
supplicatione prædicta tum mandamus P. Gaucerandi civem Majoricarum
cognatum dictæ Blanche qui dictam curam gratis se obtulit
recepturum esse utilem in curatorem et administratorem dictorum
bonorum damus et asignamus ipsum P. in curatorem et administratorem
bonorum omnium mobilium et inmobilium dicti R. Lulli dando
eidem P. liberam et generalem potestatem regendi, gubernandi, petendi
et defendendi dicta bona in curia et extra in judicio et extra ipsum
utilia agendo et inutilia evitando seu præter mittendo ad
salvamentum ipsorum bonorum. Ego igitur P. Gaucerandi recipiens
dictam curam a vobis P. De Calidis de dictis bonis promitto ipsa bona
pro posse meo regere, gubernare et defendere et in obl. etc. et juro
et dono Bñs. Cuc. qui obl. etc.



Facta
diligenti inquisitionis pro vita et moribus dicti R. Lulli cum
nobis constet ipsu R. Lulli elegisse in tantum vitam
contemplativam quod administrationem bonorum suorum non intendat
habita pro hæc deliberatione.



Testes
Bn. Rossilione, Berengarius de Catsilione et Michael Rotlandi.







Pronto
conocieron en efecto la ineficacia de lo puesto en obra. Los deberes
de esposo no bastaron para que Raimundo fijase los ojos en el camino
de la enmienda: y la fé prometida en los altares a la virtuosa
Blanca, no hizo sino más reprensible y escandaloso el amor torpe y
desordenado *que en la otra dama había puesto. Continuaron las
galas, las trovas y los devaneos; y ni las amonestaciones de sus
padres ni los consejos del rey y de las personas principales de la
corte, que deploraban en sujeto de tanta calidad tamaño desacuerdo,
podían contener el incendio en que su corazón se abrasaba, y acabó
por ser la burla del vulgo y hasta la de sus propios amigos.



Acercábase
empero la hora en que el desengaño había de despertar el alma de
Raimundo y en que había este de cumplir en la tierra la misión para
que Dios le destinara. Aconteció, según cuentan los historiadores,
que la idolatrada dama, de la que sólo pudo Lulio recoger desdenes,
íbase un día a oír misa en la iglesia de santa Eulalia; y como en
esto la columbrase el enamorado Raimundo, tanto fue lo que en tal
momento lo cegó su frenesí, que llegó al extremo de entrar a
caballo tras ella en el templo requiriéndola de amores, de donde fue
echado con risa y escándalo de todos los circunstantes. Actos eran
estos que revelaban el delirio que en la imaginación de Raimundo
imperaba, y que hacían ya indispensable el correctivo. Encargóse
esta vez la Providencia de dárselo, valiéndose de la misma persona
por cuyo amor tanto el pervertido joven se desvivía; pues no
pudiendo aquella dama consentir en ser objeto por más tiempo de tan
loco frenesí y causa de tantos escándalos, llamó reservadamente a
Raimundo, pintóle con negros colores su desatentada pasión y su
impúdico deseo, y manifestándole cuánto engaña la humana
hermosura, le descubrió su pecho que un asqueroso cáncer estaba
devorando.



Terrible
fue en verdad el espectáculo para no deshacer el hechizo. Retiróse
Raimundo a su casa anonadado, como si un rayo le hubiese partido el
corazón. El desengaño abrió a la luz su entendimiento, y le hizo
patente su ceguedad: habló entonces alto la conciencia y comprendió
la magnitud de su yerro. Consumíale el tedio y la melancolía,
buscaba en su dolor la soledad y el retraimiento, como en sus
lágrimas el consuelo, y en este estado acordóse de Dios que en
tanto descuido hasta entonces había tenido.



Apareció
en palacio tan desabrido y taciturno como antes fuera jovial y
bullicioso: cesaron con los caballeros las agudezas y los chistes, y
los obsequios y galanteos con las damas: evitaba cuidadosamente la
conversación de los unos y más aún la presencia de las otras; y
así como antes había sido objeto de las hablillas de la corte por
sus amorosas y romancescas aventuras, lo era entonces de la atención
pública por su gravedad y su tristeza. Cuenta también la historia
que como en una noche estuviese escribiendo una trova de amor, una
aparición divina le estorbó por tres veces proseguirla. Dice así
mismo que el día de la conversión del apóstol S. Pablo se le
apareció la figura del Crucificado, exclamando: "Raimundo!
sígueme" y la tradición popular, que todo lo embellece y
poetiza, añade que cada año en el aniversario de aquel día
llenábase la casa de Lulio de suaves y celestiales aromas. Asegúrase
también que otro día al retirarse a su casa, mientras transitaba
por la puerta de la Almudaina, aparecióle la Reina de los cielos, y
que por cinco veces tuvo análogas visiones, lo que confirma el mismo
Raimundo en su poema titulado Desconsuelo diciendo: "Cuando fui
de edad crecida sentí la vanidad del mundo, y empecé a hacer mal y
a entrar en pecado, y olvidado de Dios verdadero, seguí los carnales
apetitos; pero Jesucristo por su gran piedad quiso cinco veces
presentárseme crucificado, a fin de que me acordase de él y
procurase que él fuese conocido por todo el mundo, y la verdad
infalible de la santísima Trinidad y de la gloriosa Encarnación
fuese predicada y enseñada; y así yo fui inspirado y tuve tan
grande amor a Dios, que jamás amé otra cosa sino que él fuese
honrado, y entonces empecé a servirle de buena voluntad.” (1)
(1)
El texto original de esta estrofa, que es la segunda del poema, dice
así:



Quant
fuy grans é sentí: del mon sa vanitat,
Comencey á far mal: é
entrey en peccat;



Oblidam
lo ver Deus: seguent carnalitat:



Mas
plach á Jesuchrist: per sa gran pietat



Ques
presentech a mí: sinch vets crucificat,



Per
ço que'l remembres: en fos enamorat,



E
que en procures: com ell fos ben preycat



Per
tot lo mon é que: fos dicta veritat



De
sa gran trinitat: é com fo encarnat,



Perque’n
suy inspirat: en tan gran voluntat



Que
res als no amé: mas que ell fos honrat,



E
la donchs comence: com lo servís de grat.




Aun
cuando el desengaño que de su loco devaneo recibió Raimundo no
fuese causa inmediata de las austeras penitencias que después se
impuso, aquietó la violencia de sus pasiones, e hizo su corazón
accesible al remordimiento; lo cual conduciéndole por la senda del
bien, operó en su espíritu aquella regeneración portentosa que de
un loco hizo una de las inteligencias más privilegiadas del orbe, de
un disoluto uno de los más ardientes defensores de la fé católica
y uno de los hombres más inflamados por la caridad cristiana, de un
galán aventurero el atrevido e imperturbable apóstol que con la
palabra del Evangelio en sus labios alcanzó la palma del martirio.

Detenido ya Raimundo en su fogosa y desatentada carrera por el
saludable freno de la conciencia misma, empezó a considerar
profundamente el mal ejemplo que había dado con su depravada
conducta y a pensar en la reparación de las ofensas que a Dios
hiciera, y del daño que a la sociedad inferido había con sus
escándalos. Pesando enormemente sobre su alma los pasados desvíos,
confesólos a Dios lleno de contrición y amargura, no sin que
procurase exhalar en llanto la pena que le infundía el
remordimiento. Empezaron entonces a bullir en su imaginación los más
caritativos y santos propósitos, formábanse en su interior las
resoluciones más elevadas y heroicas, inflamábase su pecho en el
amor de Dios y de los hombres, y comprendiendo la desgracia de los
que nacen en la ignorancia de la ley evangélica por la ceguedad en
que hasta entonces había vivido, encendióse en su alma aquel
ferviente deseo de convertir a los infieles, objeto incesante de la
enérgica actividad que demostró durante los años de su dilatada
existencia, y que hasta le hizo concebir la idea de sacrificar su
vida, su fortuna y su bienestar por la propagación de la fé
católica.



Avivado
en el corazón de Raimundo el ardor cristiano, contemplaba afligido
el inmenso predominio que ejercían en el orbe los sectarios del
Alcoran, que algunos siglos antes habían ya intentado hacerse
señores de la Europa al medir sus armas con las de Carlos Martel.
Los españoles tenían que disputar palmo a palmo a los árabes el
hogar de sus abuelos; sobre las ciudades del África ondeaba
orgulloso el pabellón agareno, y hacia solo algunos lustros que las
vencedoras huestes de Saladino habían ocupado la ciudad santa. El
espíritu religioso y bélico que determinó a la Europa a levantar
numerosos ejércitos de combatientes para apoderarse de Jerusalén,
iba por desgracia desfalleciendo, y si bien se conservaba vivo el
entusiasmo de las cruzadas en algunos corazones magnánimos, los
obstáculos que las nuevas empresas encontraban, empezaron a mantener
irresolutos a los pontífices, apáticos a los monarcas, e
indiferentes a los caballeros.



Raimundo
Lulio empero lleno entonces de santa indignación contra los enemigos
de la fé católica, ora se denominasen sarracenos, judíos o
tártaros, ora aparecieran bajo la bandera de la heregía
(herejía) o del cisma, imaginaba en las horas de su soledad
los medios más eficaces de combatirlos. Comprendió que no era
bastante hacerles la guerra en el campo de batalla, siro que era
necesario hacérsela también tenaz y cruda en el de la razón y con
las armas invencibles del saber y de la elocuencia, y convirtiendo en
un deber sagrado este santo y sublime pensamiento formóse en su
ánimo aquella incontrastable resolución que fue el norte de todos
sus estudios y de todos sus hechos y peregrinaciones; y al meditar
sobre la realización de tan elevada idea no pedía otra cosa al
Supremo Ser sino gracia, esfuerzo e inteligencia para difundir con la
palabra la luz del Evangelio, y medios para inclinar el ánimo de los
príncipes de la cristiandad a fin de que constituyesen seminarios en
donde, enseñándose las lenguas orientales, se formasen planteles de
sabios apóstoles que pudiesen un día emprender una cruzada bajo
nueva forma, y facilitasen la conversión del mundo.



Grande
y fecunda era ciertamente la idea de nuestro esclarecido Lulio, mas
él no había contado durante el ardor de su imaginación con los
obstáculos que el egoísmo y la frialdad de los poderosos opusieran
a la realización de tan elevadas miras, ni en que más tarde
lloraría amargamente las burlas y los desprecios con que habían de
recibirse muchas veces las manifestaciones de sus pensamientos y de
sus planes. Por de pronto tropezó con las dificultades que delante
le pusieron los deberes de su estado y de su posición. Las
importantes atribuciones inherentes al cargo elevado de senescal de
palacio, que todavía desempeñaba en aquella época, y los grandes
cuidados de padre y esposo, no dejaban de ser una rémora para sus
gigantescos proyectos, y quizás el último vislumbre de apego a la
fortuna que le sonreía y a su familia virtuosa que reclamaba sus
desvelos, le hacía andar remiso en la ejecución de cuanto
imaginara.



Mas
llegado era ya el instante supremo en que Lulio debía empezar a
cumplir los designios de Dios. Un elocuente panegírico de San
Francisco de Asís pronunciado por el prelado de Mallorca en la
iglesia de aquel santo, y en el cual se pintaba con patéticos rasgos
la firme vocación del siervo de Dios y su profundo desvío por las
cosas terrenales, penetró hasta la más recóndita fibra del corazón
de nuestro autor. Consideró la palabra del orador como un enérgico
reproche a su indecisión y cobardía, y aquellos ejemplos de heroica
firmeza y abnegación cristiana, expresados con insinuantes palabras,
acabaron de encender en el ánimo de Raimundo el más ardiente deseo
de imitarlos.



Nada
más fue necesario para resolverle, y no hubo obstáculo que le
detuviera en el camino que se había propuesto seguir. Apresúrase
con la mayor asiduidad a arreglar sus asuntos domésticos, vende sus
pingües haciendas reservándose únicamente aquella parte
indispensable para el alimento de sus hijos y de su esposa, (1)
reparte entre los pobres su producto, se despoja de las galas del
siglo para vestir un traje tosco y humilde, entrégase al ejercicio
de ásperas penitencias, y empuñando el bordón de peregrino, se
despide de su familia y de sus deudos, y abandona su patria con ánimo
firme de no retornar ya nunca a las nativas playas.
(1) Está
averiguado que Raimundo Lulio tuvo un hijo llamado Domingo y una hija
llamada Magdalena que casó con un noble del apellido de los
Senmanat; pues aunque en algunos de sus tratados se refiere Lulio a
sus hijos en general, sin individualizarlos ni distinguirlos, en su
testamento que ordenó en Mallorca a 6 de las kalendas de mayo de
1313 hace mención particular de ambos.



Teniendo
siempre fijos en su memoria durante su peregrinación los trabajos
que en la suya había padecido el Redentor del género humano, se
imponía toda clase de mortificaciones y sufrimientos. Descalzo,
pobre, con el nombre de Dios siempre en los labios, emprendió su
camino: atravesó montes y llanuras, padeció hambre y sed, frío y
calor; demandaba hospitalidad de monasterio en monasterio; esquivaba
los palacios de los monarcas, los castillos de los barones, y todos
los lugares en donde el fausto tenía su asiento; visitaba únicamente
los templos y los hospicios, buscando la amistad y compañía de los
pacientes y los afligidos; no hablaba más que de Dios, vivía sólo
por Dios y no le abandonaba un momento siquiera aquel sublime y santo
propósito de emprender con ahínco la predicación de la palabra
divina entre los infieles. Después de haber subido al santuario de
Monserrate, de haberse prosternado ante el sepulcro de Santiago en
Compostela y ante el de los santos apóstoles en Roma, regresó a
Cataluña, desde donde, luego de haber visitado a sus deudos, pensaba
dirigirse a París con el objeto de emprender en aquella célebre
universidad el estudio de la gramática, de la filosofía y de la
teología, lo cual le era tan necesario para llevar adelante la tarea
que se había impuesto.



Gozaba
a la sazón en Barcelona gran fama como sabio y gran veneración como
virtuoso, el célebre compilador de las decretales de Gregorio IX, S.
Raimundo de Peñafort, a quien quiso Lulio no sólo confesar sus
pasadas culpas, sino también explicar los propósitos y las ideas
que en su interior fermentaban. No es de creer que la sabiduría de
tan venerable religioso no columbrase en Raimundo Lulio los gérmenes
de aquella inteligencia vasta, fecunda y milagrosa que había de
admirar a las generaciones venideras; mas considerando que en Palma
fuera dado a nuestro Lulio aprender la gramática y los rudimentos de
las ciencias que anhelaba penetrar, le aconsejó regresara a Mallorca
en donde al mismo tiempo que podría abrir su espíritu a la luz del
saber, podría también edificar con el ejemplo de sus penitencias a
los que había escandalizado con el de sus desvaríos y sus locuras.



Dócil
y sumiso Raimundo a los consejos de aquel santo varón se embarcó
para Palma, y puso otra vez los pies en las costas mallorquinas de
las que se despidiera ya para siempre. Huyendo empero del trato del
mundo y vistiendo un sayal penitente buscó la soledad para dedicarse
a los ejercicios piadosos, a la ciencia y a la contemplación.
Emprendió el estudio de la gramática y de la filosofía, y
aprovechando la ocasión de tener a sus órdenes un esclavo
sarraceno, se ocupó también en el de la lengua árabe, no sin
correr eminente riesgo de ser asesinado por el mismo esclavo a quien
un día castigara por haber blasfemado del nombre de Dios.



Llevando
en Mallorca una vida retirada, engolfábase en profundísimas
meditaciones, y reiteraba sus fervientes plegarias al Todo-poderoso a
fin de que le inspirase un libro que



le
sirviera de pauta para combatir los errores de los enemigos del
nombre cristiano. Pareciéndole poco el aislamiento en que vivía en
la ciudad, encerrábase largas temporadas, ya en el monasterio
cisterciense llamado del Real, ya en una heredad de su
pertenencia situada en la inmediación del monte de Randa, en
cuya cumbre subía no pocas veces a meditar sobre las grandezas de
Dios. Haciendo del mundo su gran libro leía en él de continuo; y
absorto ante las maravillas de la naturaleza y las obras del arte
humano, elevábase su alma en las regiones de la más alta
contemplación; mas luego su espíritu decaía, y lloraba y
desconsolábase desesperanzado en medio del abatimiento que no podía
menos de infundirle la impotencia que en sí mismo reconocía para
concebir el gran pensamiento que anhelara le fuese inspirado.
Redoblábanse a esto sus mortificaciones y sus penitencias, atizaba
con la oración el fuego de su ardor místico, y permanecía largas
horas contemplando el cielo, abismado en la aspiración más íntima.
Sea que aquella privilegiada inteligencia, fortalecida por el estudio
más asiduo y continuo y por aquella vida puramente espiritual y
contemplativa, hubiese alcanzado ya el momento de producir sus
óptimos (ópimos) frutos, sea que recibiese directamente de
Dios la luz y la inspiración que tanto deseaba, es lo cierto que
sintiéndose momentáneamente Raimundo con una fuerza creadora,
superior y gigantesca, y como iluminada su imaginación por una
claridad hasta entonces desconocida, concibió la primera forma de
aquel Arte que había de colocar su nombre en uno de los más
levantados puestos del templo de la inmortalidad; admirable máquina
del pensamiento y del raciocinio en donde están distribuidas las
palabras y las ideas bajo una forma sintética y que tiene ciertos
visos de cabalística por las figuras a que se sujeta aquella
clasificación; cuadro sinóptico general y vasto en donde se
combinan con el mayor artificio todas las palabras de la metafísica,
y se ordenan por medio de figuras geométricas los sustantivos
absolutos y los relativos, los sujetos universales y las
accidentalidades, las virtudes y los vicios formando grupos
ingeniosos y dispuestos de modo que, siendo fácil hallar la idea, se
derive también fácilmente la consecuencia por la inflexibilidad
rigurosa de la lógica; método profundamente meditado para resolver
todas las cuestiones imaginables y de aplicación para todas las
ciencias; resumen bien dispuesto de principios generales e inconcusos
que habían de servir de norte a su autor en sus ulteriores estudios
y meditaciones, у sobre los cuales debía calcar sus obras sucesivas
en todos los ramos del saber humano, y apoyarse para la refutación
de todos los errores.



Bajando
del monte de Randa con aquella inspiración se dirigió al monasterio
del Real donde escribió el primer pensamiento de su Arte, que
después adicionó, comentó y llamó Arte y ciencia universal;
y creciendo más de cada día su diligencia y laboriosidad, compuso
en aquella época una porción de tratados, entre los que se hace
notar el libro de Contemplación, que puede considerarse
también como el de sus confesiones, y que puso en lengua vulgar o
lemosina
y en árabe, y dividió en tantos capítulos
cuantos son los días del año para que pudiera servir mejor de pasto
cotidiano a la meditación. Siguiendo el método trazado en su Arte,
escribió en aquella misma época los libros sobre los principios de
teología, sobre los de filosofía, los de derecho y los de medicina,
el llamado liber gentilis et trium sapientum que puso igualmente en
árabe, el de Demostraciones, el de Sancto Spíritu y otros.



La
historia apoyada en las relaciones tradicionales, maravillosas
siempre de suyo, cuenta de esta época de la vida de Raimundo grandes
prodigios, a los que han dado cierto carácter de autenticidad y
certeza diferentes pasajes de las obras del célebre doctor. Dícese
que una milagrosa aparición de Jesucristo en forma de serafín
encendido, precedió a la inspiración del pensamiento de su Arte,
cuyo libro, se añade, fue escrito por mandato de Dios. Cuéntase
también que después de haber meditado largas horas en la falda del
monte sobre la confección de aquella obra, advirtió que habían
quedado escritas las hojas de un lentisco, junto al cual estuviera
sentado, con caracteres griegos, hebráicos, caldeos,
latinos y arábigos; y que habiéndose reiterado la visión, díjole
Jesucristo, que su Arte había de aprovechar a tantas naciones
cuantos eran los caracteres impresos en aquellas hojas: y por último
que doliéndose otro día de lo poco que comprendían el valor de su
obra por la originalidad que ofrecía, aparecióle un mancebo en
forma de pastor, el que viéndole en tanto desconsuelo, tomóle el
libro de la mano, y después de haberlo besado y bendecido, díjole
como por medio de aquel Arte habían de ser destruidos los muchos
errores que en tanto daño de la Iglesia echaban en el mundo
hondísimas raíces.



No
es extraño que creyese Raimundo bajado del cielo el rayo que iluminó
su inteligencia, al concebir con tanta espontaneidad el primer
pensamiento de aquel libro que fue siempre para él la clave de todos
sus raciocinios, de todas sus deducciones y de todos sus argumentos:
ni lo es tampoco que lo que admiró a las supremas inteligencias de
su siglo, lo que sancionaron a la faz del mundo entero los doctores
de la tan célebre universidad de París, fuese causa de la
admiración de su mismo autor, al considerar que había pasado la
mitad de su vida ajeno a las ciencias, a las artes y al estudio,
entregado a los placeres del mundo, a la licencia, al ocio y a todas
las seducciones de una corte; y que a la postre atribuyese a un
destello de la divina luz lo que pudo ser tan sólo hijo de un
talento



privilegiado
que se abrió a las profundidades insondables de la ciencia al
recibir el alimento necesario a su fuerza intelectual y creadora.



Incontrovertible
aparece por tanto la buena fé con que Lulio nos habla de su libro
considerándole como un don que recibiera del Espíritu Santo. Está
fuera del círculo de la posibilidad que un hombre de tan elevada
inteligencia, de tan eminentes virtudes y de aquella sinceridad
angelical nunca desmentida que le hace relatar a cada paso la
historia de todas sus flaquezas, intentase engañar al mundo con una
impostura. Consideramos las expresiones de nuestro Lulio, a quien con
propiedad se le llama el doctor iluminado, como emanaciones de
la más íntima convicción del alma; y no nos cabe duda de que en lo
más recóndito de su corazón así lo sentía, al manifestar en sus
numerosos libros que el pensamiento fecundo de su Arte le había sido
revelado por Dios, o cuando en el citado poema El Desconsuelo se
expresaba en estos términos: "Y aun os digo que traigo un Arte
general que me fué dada por el Espíritu Santo, por la cual puede el
hombre saber todas las cosas naturales segun lo que el entendimiento
alcanza por los sentidos.” Y más adelante: “¡Oh Señor
glorioso! ¿hay en el mundo martirio como el que sufro, cuando no os
puedo servir ni tengo quien me ayude?¿cómo puede quedar esta Arte,
que me disteis, de la cual puede seguirse tanto bien?" (1)



(1)
aquí el testo original de ambos pasajes:



Encareus
dich que port: una ART GENERAL



Qui
novament m'es dada: per do spirital,



Perque
hom pot saber: tota res natural



Segons
qu'entendiment: ateyn lo sensual........







¡Senyor
Deus glorios! ¿ha al mon tal martír



Com
aquest que sostench: com tu no puyx servir



E
no ay qui m'ajut? ¿com puscha romanir



Esta
ART que m'has dada: dont tant be's pot seguir?







Mas
sea de esto lo que fuere la fama de Raimundo y la novedad de su
doctrina se extendieron rápidamente, no sólo en toda la isla, sino
también en los vecinos reinos; y así como el ejemplo de sus
virtudes y de su saber llenaba de sorpresa a los que habían
presenciado su vida anterior, no pudo menos de llamar la atención
del bondadoso rey a quien Lulio había servido. Residía a la sazón
Jaime II en la ciudad de Montpeller, y no bien tuvo noticia de las
obras que su antiguo senescal llevaba escritas, cuando afanoso por
ver los partos de la pluma del bullicioso joven que tan desafecto a
las letras al principio se había mostrado, hízole pasar a su corte,
y llamóle a su presencia. Admirado quedó el monarca del alto
entendimiento y vastísima ciencia de Raimundo, y mucho más quedólo
de su humildad y edificante conducta al hacerle objeto de su aprecio
y de su distinción. Sujetada la doctrina de Lulio al detenido examen
de un sabio profesor de teología en aquella ciudad, llamado Bertran
de Berengario, fue merecedora de los más altos encomios del revisor,
y el nombre de Raimundo empezó a extenderse glorioso por todos los
ámbitos de aquel territorio.



Aprovechando
Lulio la disposición favorable del rey y las largas conferencias que
con él tenía, esplicóle el vasto plan que había concebido de
reducir todos los infieles a la creencia católica, hostilizándolos
ya con la fuerza de las armas ya con el poder de las razones. Movido
el piadoso celo de Jaime con las ardientes palabras de Raimundo, le
prometió favorecer sus empresas en lo que de su parte estuviese; y
por de pronto convino en fundar en Mallorca un colegio compuesto de
trece religiosos menores, en donde enseñándose las lenguas
orientales y las ciencias necesarias para la predicación del dogma
católico, se formasen aguerridos campeones aptos para emprender
aquella nueva cruzada.



La
fuerza de los acontecimientos determinó al príncipe en aquella
sazón a embarcarse para Mallorca, en cuyo viaje le siguió Raimundo,
y recordándole este su promesa al llegar a la isla, llevóse
felizmente a cabo el proyecto. (1) Escogióse para el establecimiento
del seminario el poético y pintoresco sitio de Miramar, (2) y
obtenida en breve la aprobación del pontífice Juan XXI, (3) pasaron
a vivir en el nuevo colegio dedicado a Santísima Trinidad (4) trece
religiosos menores, a quienes Raimundo daba lecciones de idioma
arábigo (5), y enseñaba a esgrimir las armas de una severa e
inflexible dialéctica, mediante su maravilloso Arte.



Permaneciendo
Lulio algunos años en la paz y sosiego del retiro de Miramar, se
entregaba su espíritu, en las horas que no invertía en la
enseñanza, a todas las dulzuras de la contemplación y del estudio.
Aunque en la apariencia gozase de una vida descansada, esplayábase
su imaginación en las meditaciones más profundas y sin dejar la
pluma de la mano aumentaba el número de sus obras con extraordinaria
rapidez.







(1)
Consta en varios documentos auténticos y coetáneos que en el año
1275 de cuya época se trata hallábase el rey D. Jaime II en
Mallorca. Este monarca dotó el nuevo monasterio con 500 florines de
renta anual para que en él pudiesen sostenerse trece religiosos con
el hábito de la orden de menores.







(2)
Llámase sin duda así por la deliciosa vista de mar de que se goza
desde aquel punto, que conservando todavía su poético nombre, ha
pasado posteriormente a ser de dominio particular.







(3)
Véase la bula pontificia confirmatoria de la erección del
monasterio de que se trata, expedida en Viterbo en XVI de las
kalendas de diciembre del año primero del pontificado de aquel papa,
que va inserta en la historia general del reino de Mallorca del
cronista Mut, lib. 3 cap. 3.



(4)
No hace muchos años que se conservaba aún la reducida iglesia
gótica de la SANTÍSIMA TRINIDAD de Miramar, en la que había
algunos retablos coetáneos que no dejaban de ser artísticamente
notables. El espíritu desgraciadamente destructor de nuestra época
ha hecho desaparecer aquel monumento lleno de venerable antigüedad y
de poéticos recuerdos.







(5)
Parece que obtenido el consentimiento de su esposa, tomó Raimundo
Lulio el hábito de la orden de menores.







De
este período de su vida son los libros que escribió en árabe
titulados Alchindi y Teliph, en los cuales al par que demuestra
vigorosamente las verdades de la revelación divina y de nuestro
dogma, pone en evidencia la falsedad de la secta mahometana; los
discursos sobre las Virtudes y los vicios; aquel precioso tratado de
la más ejemplar y elevada política que tituló Libro de la doctrina
del príncipe para el régimen de su persona, de su palacio y de su
reino, profundamente estudiado más tarde por el desventurado monarca
Don Jaime III de Mallorca al escribir sus célebres Leyes palatinas
que tanta envidia literaria despertaron en el ánimo de su
antagonista Don Pedro IV de Aragón; aquel bellísimo aunque reducido
libro de Oraciones y contemplaciones que escribió en lemosin,
y el que promete en su final y que le siguió inmediatamente, llamado
de la Actualidad de las divinas dignidades. A estos añadió los
libros sobre los Ángeles, sobre el Cáos, el llamado de
Definiciones y cuestiones, el de Peticiones, principios y soluciones,
y los tan justamente celebrados sobre el Orden clerical y el Orden de
la caballería, fijando en el último con la mayor madurez y acierto
las obligaciones de los caballeros para con Dios, y para con el rey y
el pueblo. Escribió también el de Doctrina pueril que tenía por
objeto la primera educación religiosa, moral y política de su hijo,
que se hallaba entonces a los trece o catorce años de su edad;
catecismo quizás el primero que con tan laudable fin se haya escrito
en el mundo. Y finalmente acordándose en esta misma época de que
había sido poeta, y deseando dedicar su estro a asuntos más graves
que aquellos a que le tuviera consagrado en su loca juventud,
escribió un poema didáctico sobre la Lógica, que desgraciadamente
se ha perdido, y el Llanto y las Horas de la Vírgen María de
que nos ocuparemos más adelante.



Una
vida intelectual empero tan laboriosa y asidua como llevaba Raimundo
en el nuevo monasterio de Miramar, no era suficiente para distraerle
de los ejercicios piadosos y ascéticos que se complacía en ofrecer
a Dios y de los cuales nos da relación exacta en su libro titulado
Blanquerna. Describiéndose a sí mismo en la persona de aquel
cenobita, y detallando su propia vida espiritual y devota en la de su
figurado personaje que hace sacerdote, dice: “Estando Blanquerna en
su ermita, levantábase a media noche, y abriendo las ventanas de su
celda, poníase a contemplar el cielo y las estrellas. Empezaba luego
a orar con toda la devoción que podía, a fin de que su alma
estuviese únicamente en Dios, y sus ojos en lágrimas y llanto.
Después de haber contemplado y vertido lloro copiosamente, entraba
en la iglesia y tocaba a maitínes, y acudiendo luego su
diácono, ayudábale a rezarlas; y al despuntar la aurora celebraba
misa devotamente, y hablaba de Dios a su diácono para que de Dios se
enamorase. Hablando ambos así de Dios y de sus obras, lloraban
juntos por la mucha devoción que les hacían experimentar aquellos
razonamientos. Luego el diácono se iba al jardín y se entretenía
en cultivar los árboles que en él había; y saliendo Blanquerna de
la iglesia para recrear su espíritu, fatigado por el trabajo que
había sostenido, tendía sus ojos por los montes y las llanuras:
luego de sentirse solazado se ponía a orar y a meditar, a leer las
santas escrituras o el gran libro de Contemplación, y así
permanecía hasta que llegaba el momento de rezar las horas de
tercia, sesta (sexta) y nona. Concluido el rezo aderezaba el
diácono algunas yerbas y legumbres, y al entretanto dirigíase
Blanquerna al jardín, en donde entretenía aquellos breves momentos
de ocio cultivando algunas plantas, con cuyo ejercicio confortaba su
salud. Después comía, e inmediatamente entraba solo en el templo
para manifestar a Dios su gratitud; salía
luego al jardín, iba a la fuente (1) o paseábase por aquellos
sitios que más le agradaban, entregándose más tarde al sueño con
el fin de cobrar fuerzas para sostener las fatigas de la noche.
(1)
Hay en los alrededores de Miramar una fuente que lleva todavía el
nombre de Raimundo; y es tradición que los animales la respetan
hasta el punto de no atreverse apenas a beber de sus aguas.

Al
despertar lavábase el rostro y las manos, rezaba vísperas con el
diácono, y luego quedaba solo pensando en lo que más le complacía
y que más le dispusiese para entrar en oración. Traspuesto el sol
subía al terrado y allí quedaba en larga meditación, con el ánima
devota y fijos los ojos en el cielo y en los astros, discurriendo
sobre la grandeza de Dios y los desvíos de los hombres. En este
estado permanecía Blanquerna hasta la hora del primer sueño, y
tanto era el fervor de su contemplación, que aún en su lecho le
parecía estar en mística inteligencia con el Todo-poderoso.
Deslizábase así feliz la vida de Blanquerna, hasta que las gentes
de toda la comarca dieron en visitar devotamente y con frecuencia el
altar de la Santísima Trinidad de aquella iglesia, lo cual
interrumpía y estorbaba la contemplación de Blanquerna, quien no
queriendo prohibir que allí fuesen para que no se enfriase la
devoción, trasladó su celda a la altura de un cercano monte.”
(1): Véase en la edición gótica del libro “Blanquerna” en
lemosin, impreso en Valencia en 1521, el capítulo 105 que
empieza: "Blanquerna se llevava en lo ermitatge á mitge nit: é
obria las finestras de la cella: per tal que ves lo cel é les
estelas etc.







Tal
era la existencia tranquila de Raimundo en su pintoresco y apartado
retiro, que más de una vez echó de menos ante los amargos
desengaños que su ardiente celo religioso recibiera en varias
ocasiones de las grandes potestades de la tierra. Mas en medio de
esta calma su laboriosidad no tenía límites; sus proyectos heroicos
no por eso se enfriaban, ni ponía en olvido los medios que
discurriera para darles cima. Dedicado a la meditación y a las
prácticas ascéticas, escribiendo siempre y enseñando, pasó en el
apartamiento de Miramar algunos años, aunque cortos, los más
felices sin duda de su dilatada carrera; pero Raimundo desatendía
completamente cuanto estaba ligado con su propia individualidad, y
tenía ya desde tiempo resuelto hacer el sacrificio de su vida en
aras del amor de Dios y del bien de los hombres.



Desahogada
su mente con la confección de tantos libros, у viendo los adelantos
que sus discípulos habían hecho en el idioma arábigo y en las
ciencias que les enseñara, le pareció haber llegado ya la hora de
tratar de sus intentos con el jefe de la cristiandad. Tomando por
compañeros a algunos de los religiosos de Miramar, sale de Mallorca,
dirígese a Roma, у puesto a los pies de Nicolás III, trázale con
elocuentes rasgos los grandiosos planes que, en beneficio de la fé
católica mundo todo, su ardiente caridad le inspirara. Acójelo
favorablemente el pontífice, que vislumbra en su frente la centella
del genio; y si bien se oponen algunos inconvenientes a sus empresas,
logra por de pronto ver confirmada la erección del colegio de
Miramar, resuelta la misión de cinco religiosos menores a la
Tartaria y encargada especialmente a la orden de Santo Domingo la
conversión de los judíos; después de haber presenciado el despacho
de legaciones particulares a los monarcas de Francia y Castilla para
dirimir sus discordias, altamente perjudiciales a la causa de la
propagación del cristianismo, y obtenido el beneplácito del Padre
Santo para ir a predicar entre los infieles las verdades de nuestro
dogma.







Mas,
si bien por una parte no quedaba Raimundo satisfecho aún con las
determinaciones de Nicolás III, por otra había tocado de cerca
cuanto por saber y observar le quedaba para exponer su vasto
pensamiento a la corte romana con la abundancia de datos que el
asunto requería (requiria). Comprendió con toda la
penetración de su talento, que si se intentaba llevar el estandarte
de Cristo e introducir la doctrina católica entre los infieles, era
absolutamente necesario calcular prácticamente sobre los terrenos
las operaciones estratégicas que conviniesen para agregar al dominio
de la cruz los países que debían conquistarse con la fuerza de las
armas; y hacerse cargo de la organización política, de la religión,
leyes, doctrinas y costumbres de aquellos estados que habían de ser
reducidos a la creencia católica por la fuerza de la razón. Para
poder ordenar mejor el plan de estas dos distintas cruzadas, que
fueron siempre el objeto predilecto de sus meditaciones, resolvió
Lulio hacer un largo viaje por todas las regiones de los infieles,
surcando mares, atravesando desiertos, venciendo los mayores
obstáculos, y exponiéndose a toda clase de peligros.



Fijando
los ojos sobre lo que con respecto al particular escribió
posteriormente Raimundo en varias de sus obras, y en lo que en las
relaciones de sus hechos queda consignado, se viene en conocimiento
del itinerario de su penosa peregrinación. Después de haberse
avistado con el emperador Rodolfo y recorrido toda la Germania;
haciendo frente a las persecuciones de los bárbaros, sin más
compañía que la pobreza y la desnudez, sin más armas que su
talento y su elocuencia, sin más móvil que su caridad y cristiano
celo, puso los pies en oriente; atraviesa la Palestina, detiénese en
Jerusalén y prosigue su marcha hasta la India. Entra después en las
tierras de Egipto, penetra en la Etiopía, y dirigiéndose por África
a Marruecos y Berbería, salta a las islas británicas y desde ellas
se embarca para el continente español; visita en la península la
árabe Granada y otras ciudades, y llega a Perpiñan, en donde tiene
ocasión de ver otra vez a su querido monarca Don Jaime II.



Ánimo
esforzado y heroica fé y perseverancia se necesitaba en verdad para
acometer en aquella época semejante (peregri-cion) peregrinación,
durante la cual habían de sucederle tan multiplicadas aventuras, y
de hacinarse sobre su cabeza tantas amenazas. Mas el valor de Lulio
no tenía segundo, ni reparaba en obstáculos cuando sus resoluciones
tenían por objeto la dilatación del imperio cristiano. Considerando
como un deber sagrado ofrecer en holocausto su vida siempre que se
tratase de la conquista de una sola alma, no perdía ocasión para
anunciar a los infieles las verdades de la fé católica, aunque esto
le hubiese de atraer las persecuciones y la muerte.
Encontraba
por todas partes trabajos que sufrir y amarguras que llorar, mas al
paso que cumplía con el objeto que en sus viajes se propusiera, y
que se dedicaba a la más profunda observación de aquellos países,
combatía los errores de las sectas y las preocupaciones bárbaras de
los pueblos; y cuando sus controversias no tomaban un carácter de
pacífica polémica, como la célebre argumentación, que sostuvo en
Bona con cincuenta filósofos árabes, irritábase el fanatismo
religioso de los adoradores de Mahoma, encendíanse las populares
iras, y con mucha dificultad lograba Raimundo sustraerse de una
muerte atroz y prematura.



Estos
largos viajes dejaron en el corazón de Lulio una huella profunda; y
más de una vez se vislumbraron en las concepciones de su espíritu
las reminiscencias que aquella época azarosa de su vida le había
dejado; recuerdos dulces siempre у bañados en la más tierna
suavidad y poética melancolía. No son para leídos efectivamente,
sin acordarse de los muchos sufrimientos del peregrino, aquellos
hermosos versículos de uno de sus más admirables opúsculos. -
"Veíase preso el amigo, dice, veíase atado, herido, maltratado
y amenazado de muerte por amor a su amado; y preguntábanle sus
verdugos ¿dónde está tu amado? Y respondíales: vedle aquí en la
multiplicación de mis amores y en la paciencia que me da en mis
tormentos." - "Iba el amigo pidiendo limosna de puerta en
puerta para acordarse del amor que a sus siervos tenía el amado, y
como no se la diesen, preguntáronle si le sabía mal. Y respondió,
que no; porque la humildad, la pobreza y la paciencia complacían a
su amado." - "Hallábase el amigo en tierras extrañas;
olvidóse de su amado у sintió la ausencia de su esposa, de sus
hijos y de sus amigos. Mas acordóse otra vez de su amado para
consolarse y para que el mal de ausencia que sufría no le
atormentase por el deseo y por el amor.", (1)



(1)
= "Veya's lo amich pendre y lligar, ferir y matar per amor del
seu amat. E demanavenli aquells qui'l turmentaven ¿on es lo teu
amat? Respos lo amich: velvos ací en la multiplicació de mes amors
y en lo sofriment qu'em fa aver de mos turments. - Anava l'amich a
demanar almoyna per las portes, per tal que fes recordar l'amor del
seu amat als seus servidors, e com un dia no li donassen res,
demanarenli si li sabia greu. Respos que no, per so que humilitat,
pobrea, pasciencia, son coses agradables a son amat. - Era l'amich
en terra estranya y oblidantse de son amat, e hagué anyor e desitg
de sa casa e de sa muller, de sos fills e de sos amichs. Mas torná a
recordarse de son amat perque se aconsolas e que la stranyedat sua
no’l aturmentas per desitg e per amor." = Libro del “Amigo y
del amado" vers. 52, 282 y 365.

Además de tan bellos
pasajes y otros que pudiéramos citar, ¿quién lee sin enternecerse
aquellos versos de su Desconsuelo que dicen: "¡Oh ermitaño! No
es mucho sufrir resignado la pérdida de hijos, salud y fortuna
cuando lo quiere Dios. Mas ¿quién podrá nunca consolarse al ver el
olvido y el menosprecio en que Dios se tiene, al oír blasfemado su
nombre, e ignorado su ser, cuando esto tanto le agravia? Y aún no
sabéis vos lo mucho que por su amor fui escarnecido, golpeado,
maldecido, tirado por las barbas y puesto en peligro de muerte; a
todo lo cual por su virtud me he resignado. No hay hombre empero en
el mundo que pueda consolarme cuando veo lo росо que a Dios se
honra sobre la tierra." (1)



(1)
El texto original dice así:



N'ermita!
no es molt: si hom es consolat



En
perdre sos infants: diners o heretat



E
en star malalt: pus que a Deus ve de grat.



Mays
¿qui’s consolará: que Deus sia oblidat,



Meynspreat,
blastomat: e tan fort ignorat,



E
com de tot ço sia: Deus fortment despagat?



Enquer
que no sabets: com eu suy meynspreat



Per
Deu, ferit, maldit: e greument blastomat



E
en perill de mort: e per barba tirat



E
per virtut de Deus: pacient suy estat.



Mays
que Deus sia'l mon: tant pauch grayt honrat



No
es hom en lo mon: qui m'en fes conortat.



Finalizada
tan penosa correría, no se mostró Raimundo fatigado; antes bien
redoblábase extraordinariamente su actividad y celo. Detúvose tan
solo en Perpiñan el tiempo necesario para tener algunas conferencias
con el rey Don Jaime su antiguo señor, y para consignar las
observaciones de sus viajes y el fruto que de ellas había recogido,
en el libro que escribió en aquella población sobre la Conquista
del santo Sepulcro; siendo también de la misma época los doscientos
versos que escribió a requisición del monarca, para solventar las
cuestiones teológicas que este le propuso sobre el pecado de Adán.
Desde Perpiñan dirigióse en seguida a Montpeller en donde dio
nuevas pruebas de su talento universal y de su maravillosa
fecundidad. Al mismo tiempo que enseñaba públicamente y con aplauso
su Arte, daba rienda a su espíritu en la composición del celebrado
libro que llamó Blanquerna, en el cual se incluyen como partes
accesorias del mismo los interesantes opúsculos Arte de elegir, el
libro del Ave María, el Arte de contemplar, y el ya citado y
preciosísimo de los diálogos o cánticos del Amigo y del amado. Es
el Blanquerna en su conjunto un vasto poema que escribió Lulio en
prosa lemosina, en el que haciendo recorrer a su héroe los
estados de la vida civil, eclesiástica y eremítica, y todos los
grados de la jerarquía sacerdotal hasta la dignidad pontificia,
explana con admirable aplomo y solidez los deberes del hombre
constituido en cada uno de aquellos estados, y las virtudes que han
de adornarle. Da reglas para la educación religiosa, civil y
literaria de la juventud, desenvolviendo en su obra un plan
fundamental de estudios, los más bellos ejemplos de todas las
virtudes en contraposición a los vicios más capitales, la perfecta
ordenación y régimen de los sentidos y de las espirituales
potencias, las prácticas más sublimes para orar, las más útiles
reflexiones sobre la observancia de los preceptos del decálogo y
sobre el medio de libertarse de la tentación, las ideas más sanas
sobre la penitencia, la perseverancia, la obediencia y el consejo, y
sobre la mansedumbre, la pobreza, el llanto, la aflicción, la
misericordia, la pureza, la paz y la persecución; las más
provechosas amonestaciones a los prelados sobre la limosna y a los
reyes para que hiciesen la guerra contra los infieles, y procurasen
su conversión, a lo cual se añade el arte de elevar a Dios el
espíritu, todo para conducir al hombre sea cual fuere su posición
social al más alto grado de perfección.



Al
mismo tiempo que trazaba Raimundo en Montpeller un cuadro tan vasto
de ejemplar doctrina, escribía también el libro llamado de la
Primera y segunda intención que dedicó a su hijo y el Arte
demostrativo que leyó y enseñó públicamente en aquella misma
ciudad con general aceptación; a cuyas obras siguieron la Lectura
sobre las figuras del arte demostrativo y sus Reglas introductorias,
sobre las que hizo también un poema didáctico; el Arte de deducir
lo particular de lo universal; el libro de Proposiciones según el
arte demostrativo; un compendio de este Arte; el tratado sobre los
Catorce artículos de la fé católica, el llamado de Figura
elemental, el de Retentiva, un compendio del Arte médica, y el Ars
juris que basó sobre los tres grandes preceptos de la justicia.



Estando
Lulio ocupado en estos trabajos se celebraba en Montpeller un
capítulo general de la orden de predicadores, al que asistieron
muchos obispos, prelados y religiosos de todos los países católicos:
y no pudiendo menos de aprovechar la ocasión para excitar el celo
cristiano de aquellos varones, preséntase Raimundo a la ilustrada
asamblea, y al darse en ella cuenta de los hermanos que habían
fallecido, improvisa un discurso lleno de elocuencia y energía, y
haciendo ver que la verdadera muerte es la muerte del alma y que esta
es la que sobreviene a los que mueren en la ignorancia de la fé de
Cristo, recae en su sempiterno tema de la conversión de los
infieles, concluyendo por arrancar entusiastas aplausos a sus
oyentes.



Después
de haber desplegado tan asombrosa actividad durante su permanencia en
Montpeller, dirigió Lulio sus pasos a Roma para tratar otra vez con
el pontífice de lo que 
llamaba
el Santo negocio: mas las circunstancias se le mostraron adversas,
pues no sólo encontró a su llegada vacante la silla apostólica por
fallecimiento de Martín IV, sino que las sediciones, tumultos,
contagios y terremotos que en aquella época acontecieron, alejaba de
los ánimos toda idea de secundar los designios de Raimundo. Sin
embargo, avezado como estaba nuestro infatigable Lulio a hacer frente
a todas las contrariedades, aguardaba con resignación que fuese
elevado Honorio IV al solio pontificio, ante quien se prosternó,
llenos sus labios de interesantes súplicas; y no abandonó a Roma
sin haber logrado que se fundara en la capital del mundo católico un
colegio en donde se enseñaran las lenguas orientales, como el que
había fundado en Mallorca el rey Jaime II; (1) sin haber obtenido un
breve dirigido al cardenal de Santa Cecilia Juan Choleti legado
apostólico en la corte de Francia, a fin de que procurase con todas
veras aquella laudable y precisa erección, promovida con la mayor
solicitud y no menos trabajos por Raimundo Lulio, según refiere
Spondano; (2) y eficaz recomendación para la universidad de París
con el objeto de que le fuese permitido enseñar en ella el Arte
general. (3)

Salido de Roma donde aumentó el repertorio de sus
obras con un libro sobre el salmo Quicumque vult salvus esse y el
poema sobre los Cien nombres de Dios; y después de haberse detenido
poco tiempo en Bolonia donde asistió a otro capítulo general de la
orden de predicadores, dirigió Raimundo sus pasos a la ciudad de
París en la que le aguardaban muchos admiradores y no pocos
aplausos. Sorprendidos los maestros de aquella renombrada universidad
de la vastísima ciencia de Lulio, le concedieron el grado de doctor,
y no tardó mucho el canciller Bertoldo en poner en sus manos la
competente autorización para que se sentara en una de las cátedras
de la misma universidad con el fin de que explicara en ella sus
nuevos y portentosos sistemas (4).



(1)
Véase la obra titulada "L'academie de la perfection."



(2)
Véanse los "Anales" de este autor.



(3)
Véase la historia de la universidad de París, escrita por César de
Boulay.



(4)
El mismo César de Boulay enumera a Lulio entre los maestros que
enseñaron en aquella universidad.



Durante
los dos años que nuestro fecundo autor permaneció en París,
mientras desempeñaba el magisterio en aquella universidad, donde
derramaron torrentes de doctrina tantos célebres maestros y afluían
discípulos de los más apartados países, y en tanto que se
perfeccionaba en la gramática mediante las lecciones del maestro
Tomás Atrebatense, con quien trabó después una amistad muy íntima,
compuso el notable libro de la Disputa entre los fieles y los
infieles, el que intituló Visión deleitable y el llamado Félix de
las maravillas del orbe, fruto este último de una observación
profundísima y en el cual pinta un joven llamado Félix que,
peregrinando por el mundo, contempla las maravillas todas de la
naturaleza y discurre y raciocina admirablemente sobre ellas; siendo
digno de notar que en este libro habla Lulio, antes que otro alguno
lo hiciera, de la dirección de la aguja magnética hacia el norte, y
del singular fenómeno de tomar en puntos determinados una dirección
distinta y que más tarde observaron los portugueses navegando hacia
el cabo de Buena-Esperanza.



Incansable
Raimundo en sus viajes, luego que hubo logrado del rey de Francia
Felipe el Hermoso la fundación de un nuevo colegio en Navarra (1),
regresó a Montpeller, en donde continuó leyendo públicamente sus
libros y desenvolvió su Arte inventiva, sus Cuestiones solubles por
el arte demostrativa e inventiva, sus tratados Investigatio
generalium mixtionum у de Mixtionibus principiorum; un opúsculo en
verso lemosin sobre la Trinidad, y las obras llamadas Fuente
divina del paraíso, y Arte amativa, además de un compendio de
Lógica, y del recomendable libro de Alabanzas a la Virgen María,
bellos y poéticos cologios entre un hermitaño docto
en las ciencias filosóficas y en la teología con tres hermosas damas conocidas por los nombres de Alabanza, Oración e Intención.



(1)
Véase el capítulo XIV de la obra biográfica de Juan María de
Vernon.

Bullendo sus ardientes propósitos en el fondo de su
alma y queriendo en persona dedicarse a la conversión de los
infieles, ya que en último resultado no lograba de la corte romana
toda ja decisión que apetecía, se dirigió a Génova, desde cuyo
punto le era fácil embarcarse para la ciudad de Túnez. Con el
objeto de confundir mejor a los filósofos árabes, puso en su mismo
idioma el Arte inventiva que había escrito en Montpeller, y se
disponía ya para su marcha cuando supo la nueva del advenimiento de
Nicolás IV al solio pontificio por muerte de Honorio su antecesor.
Esta noticia le hace suspender el proyectado viaje para encaminarse
otra vez a Roma, a fin de conferenciar con el recién elegido.
Avistado con él, preséntale un elocuentísimo opúsculo, por el
cual demuestra con abundante copia de datos los medios de recuperar
los Santos Lugares y de difundir la religión verdadera entre los
idólatras: y hallando en el ánimo de Nicolás las muestras más
lisonjeras de simpatía y las mejores disposiciones, renace en el
pecho de Raimundo la dulce esperanza de ver realizados sus deseos.
Envió desde luego el pontífice cartas y misiones a la Tartaria,
Armenia y Etiopía; hablóse de la fundación de colegios para el
estudio de las lenguas orientales y de la reducción de los
cismáticos al seno de la Iglesia; y se empezaron, a instancias
vivísimas y repetidas de nuestro infatigable Lulio, serios trabajos
para formar una sola orden de las del Temple y de los Hospitalarios
de San Juan, a fin de que aunada su fuerza, su valor y su pericia
militar, se hiciese con más provecho y mejores resultados la guerra
contra los infieles (1).



(1)
“Nicolaus ordines Templariorum, et Hospitaliorum dessidentes in
unum redigere conatus est, cui negotio perficiendo multum laboravit
Raimundus Lullus". - Felipe Briecio en sus "Anales
pontificios."



Mas
el mismo pontífice se hacía ilusiones en los planes que concibiera
al prometerse de ellos prontos y eficaces resultados; pues si bien
por su parte se hallaba dispuesto a secundar los deseos de Raimundo,
no así sucedía con los príncipes cristianos que, ocupados por
desgracia en atizar el fuego de sus mutuas rencillas y apagado en
ellos el entusiasmo que en otro tiempo había despertado la voz de
Pedro de Amiens, se mostraron poco favorables a aquellos santos
intentos. A estas contrariedades se añadió la guerra de la Sicilia
en que hubo de empeñarse la corte romana; y por último la
consternación que produjo en todos los ánimos la pérdida de las
ciudades que estaban todavía poseyendo los cristianos en la Siria,
acabó de frustrar completamente todas las tentativas del celoso
Lulio.
Viendo pues este malogradas sus esperanzas, abandonó a
Roma sin consuelo para volverse a Montpeller; mas ya que tan adversa
se le mostraba la suerte con respecto a sus humildes peticiones,
quiso darle Dios una prueba de que no le tenía en olvido, abriéndole
una senda expedita para la generalización de sus ideas. En Italia
había conocido Lulio al ministro general de la orden de menores
Raimundo Gaufredi; y a pesar de la severidad de este sabio varón en
lo tocante a la ciencia teológica y de lo adverso que se mostraba a
las ideas nuevas en este punto, hasta el extremo de prohibir a los
catedráticos de su orden que las emitiesen o que divulgasen
producciones de su propio ingenio, quiso dar a nuestro autor la más
marcada prueba del alto concepto que le merecía, poniendo en sus
manos una circular dirigida a los ministros provinciales de la orden
en los dominios romanos, en la Pulla y en la Sicilia, para
que
le recibiesen con la mayor afección y respeto, y le
destinasen lugar oportuno para enseñar su Arte a los religiosos que
tuviesen deseo de aprenderla. (1)
(1) Fue expedida esta circular
en Montpeller a VII de las kalendas de noviembre de 1290, y obra en
el proceso sobre la canonización de Lulio del año 1612.



Poco
tiempo empero pudo usar Lulio por de pronto de este privilegio por
más que le recibiera con placer y agradecimiento. Queriendo
demostrar con el ejemplo la profunda convicción que le animaba en
sus exhortaciones, permaneció en Montpeller solamente el tiempo
preciso para arreglar su viaje a Túnez y quizás para concluir su
libro contra el Antecristo y el famoso Árbol de la deseada
filosofía, que escribió en los momentos de su tristeza con el
objeto de dedicarlo a su hijo, a quien aconseja riegue aquel árbol
con el agua de las tres fuentes de la fé, de la esperanza y de la
caridad, que forman el río que se divide después en cuatro arroyos
que se llaman justicia, prudencia, fortaleza y templanza.



De
Montpeller hubo de pasar otra vez a Génova, desde donde le era más
fácil embarcarse para Túnez; sobrecogióle empero en aquel punto
una gran dolencia que le llevó a los umbrales de la eternidad y puso
la navecilla de su alma en peligro de perderse. Quizás la tristeza
en que le había sumido el mal éxito de sus afanes debilitó las
fuerzas de su espíritu, y flaco y abatido, empezó a considerar los
muchos peligros a que iba otra vez a exponerse al emprender la penosa
tarea de predicar a los infieles. No es de extrañar que en este
estado y dando pábulo a tales reflexiones se enfriase su heroico
propósito; que de aquí viniese la tentación, sintiese por un
momento apagarse aquel amor divino que siempre ardió en su seno y
que el remordimiento avivase después en su memoria el recuerdo de
sus culpas pasadas. Tras esto al parecer sobrevino la exaltación en
su cerebro, la desconfianza en la misericordia divina, la
desesperación y la fiebre; y representándosele en su ánimo los
tormentos del infierno, de que se consideraba ya presa sin medio de
salvarse, extraviábase su imaginación de suyo vivísima y ardiente,
y creyendo ser juguete del maligno espíritu, cayó en un estado
lastimoso de delirio 
que
le puso al borde del sepulcro.

Pasando en silencio algunas
fábulas injustificables que algunos han contado del período de la
enfermedad de Raimundo, al verse este algo mejorado, no bien supo que
se hallaba una nave en Génova de pronta partida para Túnez, cuando
a pesar de su estado de convaleciente y de las insistencias con que
procuraban sus amigos disuadirle de la idea de su viaje, hizo
trasladarse con sus libros al buque que pronto emprendió su rumbo; y
completamente restablecido su cuerpo y sereno su ánimo, entró en la
ciudad musulmana, redoblado su celo y más inflamado que nunca su
corazón por el fuego de la caridad y por el anhelo de la dilatación
de la fé cristiana.



Recién
llegado a Túnez reúne Lulio a los varones más sabios en la ley de
Mahoma para travar con ellos algunas controversias teológicas
y oponer a su religión la de Cristo crucificado. Haciendo uso de su
Arte, destruye con su contundente lógica las objeciones de los
árabes, les confunde y maravilla al mismo tiempo, y les hace
comprender los más altos misterios del dogma católico. Estas
disputas le daban por resultado la conversión de no pocos infieles
que, entusiastas por las virtudes y ciencia de Raimundo, conducían a
otros compañeros a la cátedra del celoso catequista, y así iba
formando una numerosa reunión de oyentes que le prometía los más
felices resultados. Mas no faltaron en esta ocasión ciegos
defensores del Alcoran, que noticiosos de las predicaciones de
Raimundo y de los partidarios que su elocuencia atraía, denunciasen
a su rey la secreta escuela. Alarmado el monarca de ver dentro su
propio reino un elemento tan poderoso para la destrucción de su
trono, y que tan hondamente socavaba el edificio de las creencias de
sus mayores, apresuróse a reunir los magistrados de su consejo, los
que considerando a Raimundo como hombre sedicioso y como subversivos
sus discursos, profirieron contra él la sentencia de muerte;
resolución que se hubiera ejecutado desde luego si un magnate
sarraceno, prendado de las altas virtudes y de la ciencia de Lulio,
no hubiese intercedido por él y alcanzado del monarca la conmutación
de aquella pena con la de estrañamiento perpetuo del reino.
Obtenido esto y publicado un edicto en el que se le imponía
anticipadamente la pena de muerte para el caso de ser hallado otra
vez en Túnez, extrajeron a Lulio de la cárcel para trasladarle a
una nave que le condujese otra vez a Génova; y durante el camino que
anduvo desde su encierro hasta el buque que debía recibirle, hubo de
sufrir toda clase de insultos, golpes y azotes que pusieron en grande
peligro su existencia. Mas tanto era el ardor con que había
emprendido la carrera del apostolado que no bastaron estos
contratiempos para hacerle abandonar la empresa; antes bien
permanecía en el puerto de Túnez esperando le sería fácil
introducirse otra vez en la ciudad para ganar algunas almas. La atroz
persecución empero que sufrió en aquellos días un cristiano a
quien los árabes habían confundido con Raimundo, hizo conocer a
este la suerte que le aguardaba si persistía en sus intentos; y
viendo que ya no le era dado hacer cosa alguna en aquel punto por el
servicio de Cristo, saltó a bordo de una nave que salía para
Nápoles.



En
aquella capital emprendió de nuevo y con la mayor asiduidad sus
tareas literarias. Después de haber dado fin a su Tabla general que
había empezado en el puerto de Túnez en medio de sus angustias y
cuidados, escribió su Lectura compendiosa; a vivas instancias de
algunos médicos con quienes disputaba sobre la medicina, trazó el
tratado de la Levedad y peso de los elementos; y mientras enseñaba
su Arte a muchos árabes establecidos en Nápoles, daba cima a un
libro que llamó de la Conversación y a la famosa Disputa de los
cinco sabios, que profesando distinta creencia ventilan en
interesante diálogo los puntos más culminantes del catolicismo,
emitiendo Raimundo en él sus propias ideas en boca del latino
romano, que concluye su argumentación con una instancia a la Santa
Sede en la cual expone brevemente sus reiterados proyectos de
cruzada.



Esta
misma instancia fue la que luego presentó en Roma con otro opúsculo
titulado Flores de amor y sabiduría a Bonifacio VIII, que había
subido a la dignidad pontificia por abdicación de Celestino V. No
obstante de reasumir empero en ambos escritos todas las razones que
podían inducir al Papa y a los cardenales a adoptar y favorecer el
plan que llevaba expuesto, sus súplicas no alcanzaron la atención
de que eran merecedoras.



Ocupada
la corte romana en otros negocios, si bien no le desairaba con una
negativa, le entretenía con vagas y falaces promesas, ponía
obstáculos a la pronta realización de aquellos proyectos, y el
asunto experimentaba tan largas dilaciones que hicieron desconfiar a
Raimundo del éxito de sus tentativas. Por desgracia su mismo celo y
el ardor de su insistencia llegó a ser enojosa para los que se
hallaban en la posibilidad de secundarle; y a medida que reiteraba
sus pedidos y que elevaba al poder su elocuente voz, crecía la
indiferencia y el fastidio de los gobernantes, hasta el punto de
hacerle blanco de la derision y de la mofa; y sin querer ya
escucharle disparaban contra él los más envenenados dicterios.



Amargo
fue para Lulio tan triste desengaño, e intenso su dolor al
considerar cuan poco había adelantado en su empresa después de
treinta años de desvelos, de fatigas y de padecimientos. Consumíale
la tristeza y le asediaba por todas partes la soledad y el desamparo;
y en tal estado dando rienda suelta a sus lágrimas compuso en versos
lemosines
su tan bello como sentido poema el Desconsuelo;
melancólico desahogo de su corazón lacerado por los desengaños,
plañido íntimo de un espíritu que contempla desvanecidas las
esperanzas a que todo en el mundo lo ha sacrificado. Bajo tan
dolorosa impresión escribió también en Roma y en idioma lemosin
el precioso libro llamado Árbol de la ciencia, en cuyo prefacio
descríbese en un valle a la sombra de un árbol de bello ramaje
cantando su desconsuelo para alcanzar alivio en los pesares que le
ocasionaba el poco éxito de sus trabajos, y en este acto oyendo su
canto un monje que andaba por aquel valle, se acerca y después de
preguntarle la causa de sus lamentos le ruega escriba un libro para
más fácil inteligencia de su Arte. Compuso en esta misma época el
famoso libro de los Proverbios que contiene más de seis mil
sentencias clasificadas con el mejor método, y que se ocupan de la
divinidad, de la naturaleza de las criaturas y de los vicios y las
virtudes; otro tratado sobre los Artículos de la fé, a que dio
también el nombre de Apóstrofe y del cual existe el original en lemosin y una traducción libre latina, en el final de cuya obra
se lee una enérgica y oportuna alocución dirigida al pontífice
Bonifacio VIII.



Cansado
de esperar en Roma sin que sus peticiones alcanzasen (alcanza-cen)
resultado alguno favorable, se dirigió otra vez a Génova; y después
de haber pasado a Montpeller para visitar a su inolvidable rey Don
Jaime II e inducirle a que interesase al de Francia en sus
pretensiones (pretenciones), emprendió su marcha hacia París.
Recíbele otra vez en su claustro la universidad de aquella corte, у
haciendo pública lectura de su Arte, atráese en poco tiempo una
muchedumbre de discípulos. Mas esto no basta para distraerle de sus
proyectos, y manifestándolos al rey Felipe, no solamente obtiene
promesa de enviar emisarios a la Santa Sede para tratar del negocio,
sino que hace de aquel monarca uno de los más constantes admiradores
de su Arte y de su sabiduría. Confiado pues Raimundo en la
discreción de Felipe y esperando que las influencias de este
lograsen por fin algún éxito, busca la soledad en el seno de
aquella misma capital, у viviendo en ella aislado y retraído, se
entrega completamente a sus tareas literarias dando nuevas pruebas de
su pasmosa fecundidad. Así es que durante los dos años escasos de
su permanencia en París escribió el tratado sobre el Alma racional
у el de Astronomía en el que combate enérgicamente la astrología
judiciaria que preocupaba entonces los ánimos en el mundo
científico; un compendio sobre lo mismo; los libros llamados De los
diez modos de contemplar a Dios; De como la contemplación se
convierte en éxtasis; De los grados de la conciencia, y la
Declaración contra varias opiniones de algunos filósofos condenadas
por el prelado de París. Escribió también otro libro sobre las
Sentencias de Pedro Lombardo; otro que se cuenta en el número de sus
mejores producciones titulado Filosofía del amor que presentó al
rey de Francia y a su esposa, y una Práctica breve de la tabla
general; además del tratado sobre la Cuadratura y triangulatura del
círculo, en el que establece los principios de la teología; el de
Congruo adducto ad necessariam rationem, y un Canto elegíaco en
verso lemosin, en el que, como en el Desconsuelo, recuerda su
vida pasada, se duele de lo infructuoso de sus fatigas, y de los
desengaños que recogiera por premio de sus afanes.



En
el ínterin dejaba pendientes sus constantes pretensiones de las
promesas del monarca francés, resuelve pasar a Mallorca, donde se
propone prestar también sus servicios en favor de la propagación
del cristianismo, enseñando y catequizando a los muchos árabes que
en la isla tenían fijada su residencia. Para efectuar su viaje sale
de París, atraviesa la Francia, entra en Cataluña, y deteniéndose
en Barcelona, logra tener algunas conferencias con el rey Don Jaime II de Aragón, de quien obtiene así mismo promesas
satisfactorias de apoyarle en sus pretensiones mediante su
valimiento. Estas entrevistas inspiraron al rey aragonés y a
la reina Blanca su esposa la más viva simpatía hacia
Raimundo, y admirados los regios consortes así de las virtudes de
Lulio como de su sabiduría, le encargaron la redacción de un
devocionario o libro de Oraciones que escribió en lengua lemosina
a medida de los deseos de aquellos reyes y con el aplomo y
elevación con que solía tratar los asuntos místicos; dejando
también escrito en la misma ciudad un opúsculo teológico en verso
a que dio el nombre de Dictado de Raimundo.



Por
fin la tierra natal de nuestro incansable apóstol, la deliciosa
Mallorca, recibe con placer en sus playas la nave que conducía a su
célebre hijo, después de más de veinte años de ausencia. Raimundo
empero no toma tierra en la isla para entregarse al descanso que su
senectud ya reclamaba, sino para inaugurar una segunda época de
actividad y trabajos. Un año escaso permaneció entre sus
conciudadanos, pero los libros que escribió datados en Mallorca y
que llevan la fecha de aquel mismo año, y el número de infieles y
judíos que catequizó durante su residencia en Palma, son otros
tantos testimonios de su celo religioso y de la fecundidad de su
talento. Así como en el tratado de la Cuadratura y triangulatura del
círculo sentó los principios de la Teología, escribió en Mallorca
otro libro en el cual estableció los de la Filosofía, a cuyo
trabajo añadió un compendio de la obra sobre los Artículos de la
fé. Escribió también un extenso poema moral y teológico que
tituló Medicina del pecado, y los libros sobre la Esencia y sobre el
Conocimiento de Dios, además del tratado sobre el Hombre, escrito
con el fin de que la criatura humana se conozca a sí misma y sepa
honrar a su Criador; el llamado de Dios y de Cristo; y la Aplicación
del Arte general a las ciencias, a cuya obra el erudito y bibliógrafo
D. Nicolás Antonio en su catálogo de las obras de Lulio designa con
el nombre de Arte general rítmica.



Apenas
había dado cima a estos trabajos cuando llega a la noticia de
Raimundo que Kassan gran kan de la Tartaria había invadido la Siria,
y que venciendo a los musulmanes, se había apoderado de los Santos
Lugares acompañando al soldán de Egipto hasta las fronteras de su
reino. A tan inesperada nueva inflámase el corazón del anciano
Lulio, pues profesando Kassan la fé de Cristo, ve en aquel suceso
una coyuntura favorable para alcanzar la realización de los
proyectos por los cuales tanto se había desvelado. No deteniéndole
ni las fatigas del viaje ni el peso de sus años, abandona el sosiego
á que su patria le brindaba y se dirige a Chipre; pero no
bien hubo llegado allá cuando supo con dolor que la noticia que le
había sido comunicada era falsa, pues no tan sólo no había
podido
apoderarse el tártaro del territorio que ambicionara,
sino que hubo de retirarse a sus reinos que durante su ausencia se le
habían sublevado.
No era hombre empero Lulio que hiciese en
valde sus viajes o que malograse las ocasiones de prestar sus buenos
servicios a la causa de la fé católica. Así pues aprovechándose
de la circunstancia de hallarse en Chipre, avistóse con el soberano
de aquella isla y le decidió a que reuniese todos los cismáticos,
jacobitas, nestorianos y monotelitas para que, forzados a escuchar
sus discursos, pudiese reducirles a prestar obediencia al supremo
jefe de la Iglesia, y hasta intentó le enviase al soldán de Egipto
en calidad de misionero; pretensión que tuvo que abandonar al ver la
indiferencia que en esto el rey demostrara. Mucho sería ciertamente
el fruto que alcanzaba de su contundente argumentación, cuando los
enemigos a quienes con su ciencia refutaba acudieron al medio de
envenenarle para librarse del peso de sus razones. Mas
afortunadamente los remedios fueron prontos y eficaces para salvarle
de una muerte tan horrible como segura; y logrando su curación,
luego de restablecido se trasladó a la ciudad de Famagosta, no sin
dejar escrito en el monasterio de San Juan Crisóstomo donde se había
dirigido, un libro de Retórica, que sin fundamento algunos han
tratado de disputarle.



Acabó de robustecerse en aquella ciudad con los cuidados del maestre de los
Templarios que le hospedó afectuosamente dispensándole la más
favorable acogida; y siguiendo las indicaciones que el mismo Lulio
hace en varias de sus obras, después de alejarse de Famagosta en
donde escribió el libro sobre la Naturaleza, se dirigió a la
Armenia, y en Aleas ciudad de aquel territorio es donde vemos datado
el libro escrito en lemosin que intituló De lo que el hombre
debe creer de Dios. De la Armenia volvió a Chipre y pasando por las
islas de Rodas y Malta, en las que se detuvo poco tiempo, puso los
pies en Génova desde cuya ciudad se dirigió inmediatamente a
Mallorca.



En
esta isla empléase otra vez con éxito en catequizar a muchos árabes
y judíos, y ocupa las horas que aquella elevada tarea le deja libres
en escribir el libro de los Mil proverbios, precioso ramillete de
máximas escogidas e impregnadas de la doctrina más sana y de la
moral más pura; el de la Confesión, en el cual después de haber
entrado en altas consideraciones sobre los pecados y sobre los modos
de examinar la conciencia, desciende a las reglas prácticas para
confesar; el de la Trinidad y la encarnación, tratado profundísimo
acerca estos dos misterios; y el de los Sermones sobre los diez
preceptos del decálogo.



Desde
Mallorca calculó lo indispensable que era para el buen resultado de
la empresa que de tan antiguo meditaba, la alianza entre los
príncipes católicos. Proponiéndose trabajar con todas sus fuerzas
a fin de alcanzarla, embarcóse para Montpeller, en cuya ciudad
conferenció con el rey de Aragón y le hizo presente sus
intentos; y presentándole un bien meditado plan para emprender la
cruzada, le pidió su protección y auxilio.
No desoyendo el
monarca las palabras de Raimundo a quien tenía en grande veneración,
al mismo tiempo que le dio varias recomendaciones, ofrecióle su
persona, sus tierras, sus soldados y su tesoro para la conquista de
la Tierra Santa, lo que inflamó de nuevo el corazón de Lulio
llenándole otra vez de lisonjeras esperanzas. Sin embargo no
abandona la ciudad de Montpeller sin dejar marcada su permanencia en
ella en los libros llamados la Disputa de la y del
entendimiento, que tiende a probar los misterios del dogma cristiano,
de Lumine, de la Región de la salud y de las enfermedades, en el que
habla de la influencia de los astros sobre la economía animal, y el
Ars jus naturalis, que se dirige a dar sólidos conocimientos sobre
este derecho, regular sobre sus fundamentos los derechos
particulares, así naturales como escritos y resolver e interpretar
las cuestiones del civil y del canónico.



Del
Rossellon pasó a Génova a conferenciar con los magnates de
aquella ciudad sobre sus pretensiones, y a poco tiempo regresó otra
vez a Montpeller; y siguiendo su constante costumbre de escribir y
viajar, dejó trazado en la primera ciudad el libro llamado Lógica
nueva, la Lectura de la práctica breve de la tabla general, y la
Demostración silogística de los artículos de la fé; y dio cima en
la última al libro que intituló de la Significación, al del
Entendimiento, a los llamados Consejo e Investigación de los actos
de las divinas dignidades, al de la Memoria, al de la Voluntad, y al
Método para aplicar la lógica nueva al derecho y a la medicina.



Abandonando
otra vez a Montpeller pasó a Aviñón en donde escribió el libro de
la Inmaculada Concepción de la Virgen María, que quizás dio origen
al célebre edicto del rey de Aragón en favor de este
misterio, y que en el siglo en que vivimos (XIX), después de
las antiguas y encarnizadas reyertas de los teólogos escolásticos,
ha venido a convertirse en un glorioso floron de la corona
literaria de Raimundo, con la reciente declaración dogmática hecha
por la Santidad de Pío IX. De Aviñón volvió a Montpeller y
durante los meses de su permanencia en este punto escribió, además
de los libros llamados Ascenso y descenso del entendimiento, de
Demostrar comparando, y de la Predestinación y el libre alvedrío,
las tres grandes obras Arte mayor de predicar, Arte general para
todas las ciencias y la llamada del Fin; exponiendo en el primero las
reglas más juiciosas para que la predicación produzca buenos
frutos, y la necesidad de que, al efecto de atajar los progresos de
la malevolencia y dar fomento a las buenas obras, se den en los
discursos oratorios ideas exactas de las virtudes y los vicios
haciendo de ellos una minuciosa anatomía; y demostrando en el último
con abundancia de datos y observaciones los medios de apoderarse de
los Santos Lugares y de acabar con las herejías y el cisma; libro
maduramente concebido, y que por la sabiduría del plan que en él se
desenvuelve hizo exclamar al célebre erudito D. Nicolás Antonio: -
"No lo dudo; antes me persuado de que si el plan propuesto en
este libro se llevara a efecto, dejaría de haber herejías, errores,
y disenciones entre los cristianos... por lo que necesario es
que medite el crimen que perpetra y los bienes que estorba quien sin
razón lo contraría."



En
Montpeller tuvo Raimundo ocasión de ver al recién elegido Pontífice
Clemente V y al monarca de Aragón, con los cuales pudo tratar
de sus inolvidables proyectos. Poco tiempo después pasó a
Barcelona, desde cuya ciudad, luego de haber dejado escrito en ella
el libro sobre los Errores de los judíos, se trasladó a Lyon con el
objeto de dirigir al jefe de la cristiandad una súplica relativa a
la conversión de los infieles que fue recibida con frialdad, por
hallarse la curia romana distraída en otros asuntos; y volviendo a
Montpeller para escribir una obra sobre el Derecho civil y una
Introducción al arte general, se dirigió a la capital de la
Francia. En París lee otra vez en público su Arte, y argumenta con
el célebre Scoto, sobre cuya disputa compuso un libro, al que añadió
el llamado de la Fácil ciencia y otro de Cuestiones. Redoblándose
su actividad a medida que avanzaba en años, emprende su marcha hacia
Pisa en donde concluye el Arte general última que había empezado en
Lyon, y escribe el Arte abreviado. De Pisa se embarca para Mallorca,
y desde esta isla encendido su corazón por el deseo de la conversión
de los infieles, se traslada al África y entra en la ciudad de Bona.



Curiosas
e interesantes son las aventuras que según cuentan los biógrafos
coetáneos, acontecieron a Raimundo en esta penosa expedición al
África. Apenas hubo conseguido fundar en Bona una escuela de su
doctrina, cuando fue delatada al gobierno agareno, lo que le atrajo
tan recias persecuciones que le obligaron a abandonar aquella ciudad
para librarse de la muerte. Por entre despoblados y derrumbaderos,
salvado milagrosamente de las fieras, penetró hasta Bugía, en cuya
ciudad se propuso predicar la fé de Cristo. Para ello escogió el
sitio más público de la población, y en la plaza fue donde empezó
con energía a combatir la religión mahometana y a proclamar como
santa y verdadera la de los católicos. A tales palabras quiso el
pueblo apedrearle con gran algazara, mas dio orden el muftí de que
le llevaran a su presencia; y al reprenderle este semejante osadía,
y recordarle el castigo atroz que le aguardaba, contestó Raimundo
que no teme la muerte el verdadero siervo de Dios, ni el miedo ha de
estorbarle el predicar su religión si por indubitable la tiene y la
profesa. El muftí que pasaba por hombre docto en su ley, le exigió
(exijióle) que demostrase la verdad de su creencia, y tan
altas pruebas dio de sus más incomprensibles misterios, que
confundido el sacerdote de mahoma tuvo por más prudente mandar la
prisión de Lulio que contestar a sus razonamientos.



Las
órdenes del muftí ejecutáronse desde luego, y Raimundo fue
conducido ignominiosamente a una cárcel hediondísima, no sin sufrir
toda clase de insultos y los más inicuos tratos. Permaneció algún
tiempo en aquel repugnante encierro, hasta que condolidos de su
suerte, a fuerza de súplicas, pudieron alcanzar algunos catalanes y
genoveses que se hallaban en aquel punto, que le destinasen una
cárcel más decente y más salubre. Durante su encarcelamiento, al
paso que unos pedían se le condenase a muerte, otros, aunque
sectarios acérrimos del Alcoran, acudían a ser testigos de las
pruebas que aún estaba dando de su sabiduría. Entre estos había
algunos que no por ser profundos filósofos eran menos celosos en la
defensa de su ley; y cuanto comprendían las elevadas cualidades de
Lulio, tanto era su tenaz empeño de atraerle a su secta: así es que
ya que no podían alcanzarlo con razones, imaginaron deslumbrarle con
ofrecimientos. Prometíanle honores, riquezas y, cuanto podía
halagar la ambición mundana; mas el alma de Raimundo era por esta
parte incontrastable, y cada vez que insistían en su idea,
convirtiéndose en apóstol de Cristo el que anhelaban hacer neófito
de Mahoma, les hacía comprender cuanto yerra quien sacrifica a la
fortuna deleznable del mundo la felicidad eterna del cielo.

Fruto
de estas conferencias fue el convenio que hizo Lulio con Hamar, uno
de los más afamados corifeos de la ley mahometana, de
escribir cada uno por su parte un libro en que expusiesen las pruebas
de su respectiva creencia. Algo tenían trabajado ya ambos
contendientes en el plan que concertaran, mas como llegase esto a
noticia del príncipe africano que tenía su corte en Constantina,
mandó una orden a Bugía para que no sólo se estorbase aquel
proyecto, sino que fuese desterrado Raimundo del reino, haciéndole
saber que le aguardaba la muerte caso de ser en él otra vez habido.
Embarcóse Lulio a esta intimación en una nave que emprendía su
viaje a Génova, y a poco sobrevino tan espantosa tormenta, que hizo
imposible toda dirección y gobierno; y arreciando más y más los
vientos, abandonada la nave al furor de los elementos, naufragó ante
las costas de Pisa, a las cuales pudo arribar Raimundo luchando con
las olas, asido a una tabla, medio desnudo, y perdidos sus libros,
con muy pocos marineros de la tripulación.



Después
de haber entrada en Pisa, hospedado que se hubo en el convento de
Santo Domingo, lejos de mostrarse abatido con tantos trabajos y
contratiempos, dio otra vez rienda suelta a su heroica laboriosidad.
Reasumió en un precioso libro su célebre contienda con el sarraceno
Hamar, en el que triunfa el dogma católico de los ingeniosos y
sutiles sofismas del filósofo árabe (1); y expuso en otro tratado
con su habitual profundidad y madurez los deberes de los clérigos y
las virtudes de que deben estar adornados; a cuyos libros añadió el
de la Afirmación de la memoria y el de los Cien signos de Dios.



(1)
En este libro llamado "Disputa de Raimundo con el sarraceno
Hamar,” que es uno de los más notables de Lulio, lo hace mérito
de la persecución que sufrió este en Bugía, de su penoso
encarcelamiento, y de su naufragio.




Al
mismo tiempo que daba cima a estos trabajos, siguiendo en sus
constantes propósitos, agenciaba con todas sus fuerzas la concebida
cruzada, procurando encender en los espíritus el mismo fuego que en
su corazón ardía. A fuerza de entusiasmo y de diligencia alcanzó
persuadir a la república pisana de lo elevado de su pensamiento y de
lo útil de la empresa; y no sólo contribuyó a que se resolviese la
institución de una orden militar para que pelease de continuo contra
los infieles en la Siria, sino que mereció de los pisanos el más
decidido apoyo, manifestándoselo por medio de cartas comendaticias
que pusieron en sus manos, dirigidas a la Santa Sede.



Cobrando
aliento el ánimo de Raimundo con estas favorables circunstancias
pasó inmediatamente a Génova, centro de su actividad y de sus altas
operaciones. Recibiéronle los genoveses con toda la deferencia que
su sabiduría siempre les inspirara y con el amor que en todas
ocasiones le habían demostrado; y tanta era la buena voluntad con
que estaban dispuestos a secundar los intentos de Lulio que además
de las cartas que le entregaron para el Sumo pontífice y sacro
colegio de cardenales, pusieron a su disposición treinta y cinco mil
florines para ayudar a los gastos de la guerra. Lleno de las más
risueñas esperanzas salió esta vez Raimundo de la ciudad de Génova
para tratar con la Santidad de Clemente V del reanimado negocio de la
cruzada. Con la velocidad del rayo pasa los Alpes, entra en Francia,
y quizás con el objeto de aguardar ocasión favorable para dirigirse
a Aviñón, donde el pontífice tenía en aquella época establecida
su corte, se detiene algunos meses en Montpeller, cuyo tiempo emplea
en escribir con aquella fecundidad que le hace el más admirable de
los autores, el Arte divina, el tratado sobre la Multiplicación, el
libro de los Nuevos engaños, los llamados experiencia de la
realidad del Arte general, Igualdad de los actos de las potencias del
alma en la bienaventuranza, y otro sobre los Vestigios de la
producción de las divinas personas; el 
que
intituló Escusa de Raimundo, el de la Investigación de la sustancia
y del accidente, 
el
de la Conveniencia que sobre el objeto tienen la fé y el
entendimiento, el de los Actos propios y comunes de las dignidades
divinas y por último otro libro sobre el modo de Adquirir la Tierra
Santa que compuso con el fin de presentarlo a Clemente V.



Con
este libro y las cartas que llevaba consigo de las repúblicas de
Pisa y Génova dirigióse Raimundo, rebosando su espíritu fé y
confianza, a la ciudad de Aviñón, en la que tuvo algunas
conferencias con el papa y con los altos dignatarios de aquella
corte: mas tanto como había sido intensa la esperanza que en aquel
pontífice había puesto, tanto más amargo fue el desengaño ante la
indiferencia que para con aquellos proyectos Clemente le demostrara.
Raimundo no fue bien recibido; sus planes excitaron más bien la
hilaridad y el desprecio que la profunda atención que merecían.
Verdad es que la estación de las cruzadas había pasado ya para no
volver nunca, y que el entusiasmo religioso que las promoviera se
había enfriado en los corazones; verdad es que el estado de la
Europa no hacía ya posible la resolución heroica de los que
siguieron a Pedro de Amiens y a San Bernardo; que las desgraciadas
expediciones de San Luis habían hecho renunciar a la gloria de
nuevas tentativas; y que ni el ardiente celo de Lulio, ni de los que
después de él trabajaron para reanimar el espíritu desfallecido,
como Marino Sanuto, Felipe de Savona, Andrés de Antioquía y hasta
el mismo laureado poeta Francisco Petrarca, habían ya de hacer
vibrar los pechos con la elocuencia de sus palabras, al empeñarse en
promover una nueva cruzada. Mas es sensible que toda vez que tan
difícil juzgábase una expedición militar a la Palestina, se
desoyesen los planes de predicación por los que 
Raimundo
tan ardientemente abogara, y que hubieran sido sin duda de grandísimo
provecho para la causa del catolicismo.



Herido
Lulio en lo más hondo de su alma, abandonó lleno de pesar y
amargura la corte pontificia, dirigiendo sus pasos hacia París en
donde en medio de tantas celebridades literarias había conseguido
adquirir gran renombre. Como si presintiese que aquella era ya la
última vez que había de entrar en la gran capital de la Francia,
quiso permanecer en ella dos años a pesar de su apego a la agitación
y al movimiento. Durante su permanencia en París dio mayor solidez a
su gloria ejerciendo otra vez el magisterio en aquella célebre
universidad, у trazando un gran número de obras, con las cuales
aumentó el maravilloso catálogo de las que llevaba escritas, y
excitó la admiración de los sabios, hasta la del mismo rey Felipe
el Hermoso que en el entusiasmo que el vastísimo saber de Raimundo
le inspiraba, llamábale el grande e iluminado doctor. De aquella
época son los libros Arte mista de filosofía y teología y
de las Tres personas que hay en Dios; los llamados del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo, de la Trinidad y unidad que hay en la
esencia de Dios, de las Condiciones de las figuras y de los números,
y el Arte cabalística: escribió además los tratados de la Nueva
metafísica, y de la Nueva física, de la Predestinación y la
presencia, del Eficiente y el efecto, del Modo natural de entender, y
los que intituló de Venatione medii inter subjectum et predicatum, y
de Conversione subjecti et predicati per medium. Estando entonces en
París muy en boga la escuela de Averroës, declaróse
Raimundo uno de sus más ardientes adversarios, escribiendo un libro
contra los errores de aquel filósofo, que intituló Disputa de
Raimundo y el averroïsta, y el de Sermones en refutación de la
misma doctrina. A estas obras añadió la llamada de lo Posible e
imposible, la de los Engaños de algunos filosofadores, y los libros
sobre



las
Contradicciones, sobre los Silogismos, sobre los Innatos
correlativos, sobre la Unidad y pluralidad divina, el del Ignorado
Dios y del ignorado mundo, de la Forma de Dios, de su existencia y
ajencia, de las Elevadas y profundas cuestiones у el llamado
del Ente.



Queriendo
Lulio corresponder además a las altas consideraciones y distinguida
deferencia de que el rey Felipe le hacía objeto, dedicóle el
hermoso libro sobre el Nacimiento del niño Jesús, y el que lleva
por nombre Lamento de la filosofía, en el cual, personificada esta,
se duele en sus coloquios con el Entendimiento de ver tan oscurecida
la verdad por los errores de los falsos filósofos que esparcían con
sus desvaríos la confusión y las tinieblas por la faz del orbe.
Mientras tan gloriosamente sellaba Raimundo su reputación como
escritor, recibía el más alto testimonio del aprecio de los sabios,
en un diploma que puso en sus manos la universidad de París, por el
cual cuarenta maestros, después de un detenido examen, aprobaban su
Arte, según menciona César de Boulay en la historia de aquella universidad y lo confirma el mismo documento que 
auténtico
ha llegado a nuestros días. (1).



(1)
He aquí el notable documento a que aludimos. Dice así:



Universis
præsentes litteras inspecturis, officialis curiæ parisiensis in
Domino salutem. Noverint universi, quod in præsentia magistri
Joannis de Salinis, et Michaelis de Jonquerio, nostrorum clericorum
juratorum, quibus in hiis et majoribus fidem indubiam adhibemus, et
quibus quoad hæc commissimus tenore præsentium, vices nostras,
propter hoc personaliter constituti magister Martinus in medicina,
magister Joannes Scotus in artibus, magister Raymundus de Biterum in
medicina bachalaureus, Fr. Clemens prior servorum S. Mariæ
parisiensis, Fr. Accursius ejusdem loci magister, Petrus Burgundus in
artibus magister, Ægidius de Vallesponte magister in artibus,
Matthæus Guidonis in artibus bachalaureus, Gaufridus de Meldis,
Joannes Scotus, Petrus de Parisius, Hebrandus de Frigia, Gilabertus
de Normania, Laurentius de Hispania, Guillermus de Scotia, Henricus
de Burgundia, Joannes de Normanis bachalaureus in artibus, et
magister Ægidius, et plures alii usque ad numerum 40, in dictis
scientiis experti asseruerunt per eorum juramenta, non vi, dolo,
metu, vel fraude ad hoc inducti, sed sua spontanea voluntate, ad
requisitionem Magistri Raymundi Lulli catalani de Majoricis,
quod ipsi a dicto magistro Raimundo Lull, audiverunt per
aliqua tempora Artem, seu scientiam, quam dicitur fecisse seu
adinvenisse idem Magister Raymundus, quæ quidem Ars, seu scientia
sic incipit: "Deus cum tua gratia, sapientia, et amore, incipit
Ars brevis, quæ est, etc." Asseruerunt dicti magistri, et omnes
alii, ut prædicitur, per eorum juramenta coram præfatis juratis
nostris, quod dicta Ars, seu scientia erat bona, utilis et
necessaria, pro ut ipsi perpendere poterant, seu etiam judicare, et
quod in ea nihil erat contra fidem catholicam, seu etiam dictæ fidei
repugnantia; multa autem ad sustentationem dictæ fidei, et pro ipsa
facientia in dicta scientia seu Arte, ut dicebant poterant inveniri.
Præmissa autem facta et acta ac etiam testificata ab ipsis magistris
et bachalaureis, ut prefactum est coram præfactis clericis juratis
nostris, fuerunt in domo, quam ad præsens inhabitat idem Magister
Raymundus Llull, in vico Bucceriæ parisiensis, ultra parvum pontem
versus Sequanam, pro ut ipsi jurati nostri nobis retulerunt, oraculo
vivæ vocis. Ad quorum relationem sigillum predicte parisiensis curie
duximus litteris presentibus apponendum, in testimonium præmissorum.
Datum anno Domini MCCCIX, die martis post octavam festi
Purificationis B. Marie Virginis gloriose.
- M. De Jonquerio."



Una
muestra parecida de distinción recibió Lulio del monarca francés,
con las letras que expidió este en Vernon en el mes de agosto del
año 1310, altamente lisonjeras para Raimundo; (1) y no contento
Felipe con esto, hizo que el ilustre canciller de París Francisco
Neapoli le diese también el correspondiente diploma a fin de que
pudiera hacer pública la aprobación de su doctrina. (2)



(1)
Véase este documento en la cita núm. 70 del cap. 6. disertación
1.a de las del
P. Custurer.



(2)
Véase el documento que sigue al anterior en las Disertaciones
históricas del mismo P. Custurer.

No bien acaba empero
Lulio de recibir tan elocuentes demostraciones de la alta
consideración que a los sabios y al monarca merecía, cuando se
esparció la nueva de que Clemente V convocaba un concilio general en Viena. Alborozóse Raimundo a tan fausta noticia y latiendo todavía
de entusiasmo su corazón por sus antiguos proyectos, le pareció
haber llegado la última pero la mejor ocasión de proponer y
alcanzar lo que con tanto fervor deseaba. Así pues, luego de haber
explayado su alma en un canto lemosin que tituló Concilio, en
el que exhorta al papa, a los cardenales, prelados, religiosos,
príncipes y caballeros para que no sean apáticos los unos en el
razonar en la general asamblea, ni remisos los otros en empuñar las
armas por la exaltación de la fé de Cristo, dispone su marcha para
Viena. Durante el camino compuso con respecto a las pretensiones que
iba a exponer en el sínodo, los Diálogos del clérigo Pedro con
Raimundo a que dio también el nombre de Phantasticus; y no bien hubo
llegado a la ciudad alemana cuando rehízo el libro llamado del Ente
en cuyo final incluyó su petición.



Abrióse
aquella venerable y general asamblea el día primero de marzo del año
1311, hallándose presentes en ella el Sumo pontífice y el rey de
Francia con sus tres hijos, su hermano Carlos de Valois y más de
trescientos obispos; y apenas hubo pronunciado Clemente un discurso
en que exponía las causas de la convocación, cuando el anciano y
venerable Raimundo, se echó a las plantas del supremo jefe de la
Iglesia, y después de más de cuarenta años de diligencias y
fatigas, empleados en llevar a feliz término sus fervientes deseos,
en encarecer con la palabra y con la pluma cuanto convenía al bien
de la religión, en recorrer para animar a los soberanos a la santa
empresa las principales cortes de Europa y en predicar a los infieles
la verdad revelada arrostrando las persecuciones más atroces y los
más inminentes peligros, pintó con muy vivos colores la necesidad y
la obligación en que estaban los príncipes católicos de recuperar
los Santos Lugares, hizo presente el estado deplorable y la miseria
de los cristianos de la Armenia y la suerte fatal que aguardaba a los
griegos próximos a ser esclavos de los turcos si se dilataba el
oportuno socorro.



Conmovidos
los padres del concilio con la elocuente oración de Raimundo, al
mismo tiempo que veneraron sus canas y aplaudieron su religioso celo,
tomaron en consideración la súplica que les dirigía, accediendo a
la mayor parte de los extremos que en ella iban contenidos. Propuso
ante todo a la asamblea la institución de tres colegios, uno en
Roma, otro en París y otro en Toledo, en los cuales hombres
instruidos previamente en la filosofía y, teología, y dispuestos a
hacer el sacrificio de su vida por la propagación de la fé
cristiana, pudiesen aprender las lenguas orientales a fin de
facilitar la predicación del Evangelio a los infieles; pensamiento
que fue adoptado por el concilio decretando la creación de colegios
de aquella clase en las ciudades de Roma, Bolonia, París, París,
Oxford y Salamanca.
Pedía también Raimundo que todas las
órdenes militares se refundiesen en una, con el exclusivo objeto de
hacer constantemente la guerra a los sarracenos hasta la destrucción
del islamismo, lo cual a pesar de las anteriores disposiciones de
Nicolás IV que tendían a realizar este pensamiento y de los mejores
deseos de Clemente V, no pudo acordarse por la oposición que a ello
hicieron varios comisionados de aquellas religiones: y además
proponía nuestro infatigable Lulio que la décima de los bienes
eclesiásticos se invirtiese en los gastos de la guerra contra los
musulmanes, lo que fue concedido por el término de seis años
encargando la expedición al rey Felipe de Francia. Aparte de estos
tres puntos capitales abrazaba la petición de Raimundo otros de
disciplina eclesiástica y algunas proposiciones para que puestas en
armonía la filosofía natural y la teología se evitasen los errores
de muchos antiguos y modernos filósofos; para que se impusiesen
penas a los cristianos usureros; para la instrucción de los judíos
y sarracenos domiciliados en países católicos; y para la reforma de
la facultad de medicina y de la de jurisprudencia; proposiciones que
fueron en su mayor parte atendidas por la utilidad y el bien que
habían de reportar a la Iglesia y a la sociedad. Conseguido que hubo
pues las principales peticiones que había sometido a la decisión
del concilio, y viendo cuantas dificultades se oponían a la empresa
militar que tanto anhelara para la conquista de la ciudad santa,
determinó vivir dedicado enteramente a sus tareas literarias.
Algunos biógrafos suponen que por este tiempo emprendió una nueva
peregrinación a la Siria, datos hay empero irrecusables para
desechar semejante hipótesis. Mas digno de crédito aparece el viaje
que otros han asegurado hizo a Inglaterra; viaje que no puede
desmentirse sino a trueque de considerar apócrifas algunas obras que
llevan impresos no sólo el nombre de Lulio sino la marca de su
genio. Quizás por el descrédito en que había caído la alquimia en
los tiempos posteriores a Raimundo, merced a ignorantes charlatanes
que no hicieron sino envilecerla con sus supercherías; y más aún
la prevención y repugnancia con que las preocupaciones y el
fanatismo han mirado por espacio de algunos siglos los
descubrimientos de aquella ciencia, que en nuestros días ha podido
llegar al más alto grado de esplendor, se han esforzado en borrar
del catálogo de las obras de nuestro autor los libros de alquimia,
negando su autenticidad con el empeño más decidido. No contentos
con esto han puesto en duda que Lulio se dedicase a las operaciones
prácticas de la ciencia, y quizás para vindicarle mejor de lo que
según ellos deslustraba la santidad de su vida, no sólo han tratado
de arrebatarle uno de los mejores títulos de su inmortalidad, sino
que han querido excluir de la gloriosa historia de sus hechos cuanto
tenga relación con sus descubrimientos químicos. Así nada tiene de
extraño que los que prefieren ver en Lulio un consumado teólogo o
un hábil filósofo, más bien que un genio vasto y enciclopédico,
guarden el más profundo silencio con respecto a su viaje a
Inglaterra y a los importantes trabajos en que se ocupó en la corte
de Eduardo II.



Que
Raimundo era hombre inteligente en la química lo comprueban hasta
sus mismas obras filosóficas, en las cuales no pocas veces se ocupa
ya expresa ya incidentalmente de aquella ciencia; por lo mismo nada
extraño nos parece cediera a los reiterados ruegos del príncipe
británico para que pasase a su corte con el objeto de emplearle en
algunas operaciones químicas de no escasa importancia. Lo que nos
sorprende es la insistencia con que se sostiene ser apócrifos esos
numerosos tratados de alquimia que circulan con el nombre de Lulio,
entre los cuales se cuentan el libro de la Quinta esencia, los
llamados Testamento y Codicilo, la Diadema de Roberto, el de los
Esperimentos, el del Hallazgo de los secretos ocultos, el de
la Transformación de los metales, del Alfabeto químico, de la
Destilación del agua, y tantísimos otros, escritos en varias épocas
de su vida, y de los cuales fuera prolijo hacer relación detallada.



Creyendo
pues vano el empeño de considerar a Raimundo como extraño a las
investigaciones de la alquimia, no vemos motivo para contradecir a
Juan Cremer, monje de Westminster, quien dice haber mediado para que
pasase a Inglaterra, y trabajase, hospedado en aquella célebre
abadía, en la depuración del oro y acuñación de las monedas que
se llamaron nobles de Raimundo o rosas nobles, por encargo del
monarca inglés. Lo que creemos si una suposición hija de la
ignorancia de aquellos tiempos es la de que Raimundo corriese
engañado tras el necio empeño de hallar lo que se llamó la piedra
filosofal, cuyo aserto contradecimos con tanto mayor fundamento en
cuanto el mismo Lulio en muchos pasajes de sus obras considera como
un delirio dejarse alucinar por ese sueño, hasta el punto de hacerle
exclamar que el oro de los alquimistas no es oro verdadero, y que más
vale argentum in bursa, quam in mercurio; mientras que en otro pasaje
del Arte magna se expresa en estos términos: Elementativa habet
veras conditiones, ut una species non se transmutet in aliam speciem,
et in isto passu alchimistæ dolent, et habent occassionem flendi.



Concluida
la ocupación que le hiciera permanecer en Londres, en cuya ciudad lo
entretenía Eduardo con falaces promesas de emprender la guerra
contra los infieles, determinó pasar a Mallorca, deteniéndose
antes, aunque muy poco tiempo, en Montpeller en donde concluyó el
libro llamado de Locutione angelorum. Dedicando en la isla natal sus
postreros años a las más elevadas tareas literarias, escribió el
libro de la Participación de los cristianos y los sarracenos, el de
los Correlativos de las divinas dignidades, el de los Cinco
principios que hay en todo lo que existe, los del Nuevo método de
demostrar, del Padre nuestro, del Ave María, de las Virtudes y los
pecados, el Arte breve de predicar, el tratado de las Obras de
Misericordia, el de los Dones del Espíritu santo, el de la
Confesión, el Arte infusa, el llamado Cual sea la ley mejor, mayor y
más verdadera que dedicó a su monarca el rey Don Sancho de Mallorca, sucesor de su padre Don Jaime II en el trono mallorquín, y
el de la Virtud venial y vital dirigido al mismo monarca.



A
pesar de su edad octogenaria, después de haber ordenado su
disposición postrera, quiso pasar al reino de Sicilia. Durante su
viaje, no desmintiéndose nunca la extraordinaria laboriosidad que
fue el distintivo de su agitada existencia, ni su serenidad de ánimo,
escribió un compendio del libro de la Contemplación: y establecido
en la ciudad de Mesina ocupóse sin descansar en la confección de un
gran número de tratados. Además del libro que intituló Consuelo
del ermitaño, interesante coloquio sobre el amor al Todopoderoso, y
modo de hacer frente a la tentación, compuso el de las Definiciones
de Dios, otro de las Infinitas y divinas dignidades, y los llamados
del Ente absoluto, del Acto mayor, del Medio natural, de la
Investigación de la Trinidad por la sustancia y el accidente, de la
Trinidad trinísima, del Ser infinito, de la Divina santidad, de la
Invención divina,
de la Perfecta ciencia, del Lugar mayor y
menor, de la Potestad infinita y ordenada, de la Naturaleza divina,
de la Concordancia y la contrariedad, de la Esencia de Dios, de la
Creación, de los Cinco predicables y diez predicamentos, de la
Potestad pura, del Modo de comprender a Dios, del Dios mayor y menor,
de la Voluntad de Dios infinita y ordenada, del Fin mayor, de la
Afirmación y negación, de la Justicia de Dios, de la Vida divina,
del Ser perfecto, del Objeto finito e infinito, de la Memoria de
Dios, de la Multiplicación en la esencia de Dios por la divina
Trinidad, de la Ciudad del mundo, y finalmente el libro llamado del
Concilio de las divinas dignidades, en el que refiere haber hecho el
más ferviente propósito de ir otra vez a predicar a los infieles y
de morir en la empresa. (1)
(1) Es indudable que Lulio, desde el
principio de su conversión, aspiraba a la gloria del martirio; y lo
comprueban varios pasajes de sus obras, entre otros el siguiente que
se lee en su libro de “Contemplación" que es uno de los
primeros que escribió:
- "Plascia á vos Senyor, que com
mon esser passará d'aquest segle en l'altre, que y pas per via de
martiri."




Ocupado
en Mesina en escribir tan gran número de obras se hizo la admiración
de aquel pueblo, logrando el singular rey Federico de Sicilia, quien
maravillábase de tan profundo saber y tan extraordinaria fecundidad.
Recibió aquel monarca con muestras del más íntimo contento, la
dedicatoria de varios de los libros de Raimundo, y no sin sentimiento
le vio abandonar las playas de su reino. Inclinado ya el cuerpo del
venerable Lulio bajo el peso de los años y de las fatigas, íntegros
empero el vigor de su espíritu y la fuerza intelectual que le
animaba; ardiendo en su interior el heroico propósito de alcanzar la
muerte y la gloria de los mártires, se embarcó para Mallorca, con
el fin de trasladarse a Túnez. Ni los ruegos de sus compatricios, ni
las muestras más elevadas que estos le dieron de la veneración en
que le tenían, ni la paz y el sosiego que su país natal estaba
ofreciendo a su vejez, pudieron enfriar su ardorosa y firme
resolución. Así, dejando para siempre su querida patria,
despidiéndose de todos sus deudos y amigos que no podían contener
el llanto en tan tierna despedida, se dirigió al puerto de Palma,
acompañado de un numeroso gentío, de las familias principales del
país, y de los jurados de la ciudad; y dando a todos el último y
tiernísimo adiós se hizo el buque a la vela el día 14 de agosto
del año 1314 con rumbo hacia Bugía (1).

(1) En una nota
coetánea que inserta el P. Custurer en sus disertaciones históricas
se da cuenta de la partida de Raimundo del modo que sigue:



"Nota:
vuy Dimars á 14 de Agost 1314 se embarcá Mestre Ramon Lull en una
nau per transfretar, é anar en Bugia, en la qual embarcada tingué
gran acompañament de gent, é particularment los Jurats, ço es:
Luis de Sanct Marti, Andreu Roig, Juan Borras, Antoni Aguiló, Fr.
Amador de Sta.... Fr. Antoni Ferrer, é molts altres, fent gran
sentiment de la sua anada, é embarcament.”




Merced
a las treguas que firmara el rey Don Sancho de Mallorca con el de
Túnez, había en los puertos del África grande afluencia de
embarcaciones, lo que favoreció el desembarque y la entrada, que
hubieron de ser de oculto con motivo del estrañamiento del
reino a que estaba Raimundo condenado por sus anteriores viajes a
aquel territorio. No bien hubo pasado un mes desde su partida, cuando
los jurados de Palma recibieron una sentida carta en la que
resplandece toda la entereza de su alma heroica y la suavidad y la
dulzura de un cristiano apóstol, poniendo en noticia de aquellas
dignas autoridades su arribo al África. (2)



(2)
He aquí algunos fragmentos de la carta a que aludimos:



"Als
magnifichs, é savis Senyors los Jurats de Mallorques. Sit nomen Dni.
benedictum. Magnifichs, é savis Senyors, é germans en Christo.
Faslos á saber de la nostra arribada en lo port segur de Bugia per
la bontat, é gracia de mon Deu y Senyor, lo cual comensa á
mostrarme... de son servici, en las quals pugue... é aprofitar al
meu intent, y avenir las meuas cosas, per las quals he volgut pendre
aquest meu passatje... porte las cosas á bon fí, em vulla donar
gracia en tot, é acertar en aquest meu bo, é sanct intent.



De
Bugía pasó a Túnez en donde todavía escribió el libro de Dios y
del mundo, y el otro llamado del Mayor fin del entendimiento, del
amor y del honor, que dirigió al primer sacerdote de la ley
mahometana en aquel país, a quien da el nombre Alcadio: últimos y
elocuentes rasgos de la fecunda pluma del eminente sabio que había
llenado el mundo de rayos luminosos de ciencia y de verdad.



Envolviendo
su cuerpo con el alquicel de los árabes para mejor sustraerse de las
escudriñadoras miradas de los curiosos, iniciaba ocultamente a
muchos infieles en los rudimentos de la religión de Cristo y los
resultados no dejaban de corresponder a sus esperanzas. Mas por
circunstancias que nos son desconocidas hubo de abandonar a Túnez y
trasladarse otra vez a Bugía, en cuya ciudad, adoptando todas las
precauciones que el asunto reclamaba, con el objeto de que no se
malograsen sus deseos, iba inoculando en el corazón de muchos
mahometanos las dulzuras de la caridad cristiana y las verdades de la
revelación divina. No pudo pero ser tan oculta su escuela que no
llegase en último resultado a descubrirse. Viéndose pues
sorprendido en el secreto, rompió las barreras en que la prudencia
encerrado le tenía; y considerando era llegada ya la hora de hacer
el sacrificio de su vida en aras de la creencia por cuya exaltación
tanto había trabajado, alzó su voz, y lleno de un ardor santo y de
una invencible resolución, hizo saber a aquella muchedumbre
fanática, que él era el mismo Raimundo a quien en años anteriores
expulsaron del reino; que había vuelto para demostrarles la falsedad
de la ley del Alcoran y la grandeza de la única verdadera del
Salvador del mundo, con la esperanza de que con su palabra alcanzaría
la conversión de los ilusos, o de que estos le darían la palma
gloriosa del martirio.



Nada
más importaba decir para que se amotinase la plebe y pidiese con
grande estrépito la muerte del orador que tan mal hablaba de la
religión de sus mayores. Con los más inicuos atropellos y afrentas
lleváronle a la sala de justicia en donde le impusieron la última
pena, y llenos de furor y crueldad condujéronle fuera de la
población, sin que perdiese Raimundo su entereza ni se abatiera su
ánimo a la vista del suplicio que le aguardaba; antes al contrario
no cesó de esforzarse por el camino en amonestar al pueblo amotinado
para que conociese la falsedad de su secta y abrazase la fé del
Redentor. Seguido de una inmensa muchedumbre llegó al lugar
destinado para ejecutar aquella sentencia tan cruel como bárbara, y
atado el imperturbable y resignado Lulio a un poste que al objeto
allí se colocara, fue herido por dos terribles golpes de alfange
(alfanje) que le dio el verdugo en la cabeza; y abandonándole
después herido de muerte al furor y al encono del populacho, aquella
muchedumbre feroz y desenfrenada descargó sobre el ensangrentado
cuerpo del mártir una lluvia de piedras, con las cuales llegaron a
cubrirle.



Se
hallaban a la sazón en Bugía muchos mercaderes y marineros a
quienes no eran desconocidas la prosapia, la ciencia ni las altas
virtudes de Raimundo. Entre la piedad de los que presenciaron tan
terrible ejecución y heroico trance, se distinguió la de los dos
genoveses Estéban Colon (Esteban Colón; 1) y Luis de Pastorga que se arriesgaron a pedir a la autoridad de Bugía el
permiso para recoger el cadáver del insigne mártir y trasladarlo a
su nave.



(1)
La coyuntura de llamarse Colón y de ser genovés el marinero que
citamos, hace recordar al P. Antonio Raimundo Pascual en su tratado
sobre el descubrimiento de la aguja náutica, que se llamaba también
Colón y era así mismo genovés el gran descubridor del Nuevo mundo.
De aquí intenta deducir que Lulio pudo haber sido muy conocido de
los autores de Cristóbal Colon, y que este leyó quizás en los
muchos libros que dejó aquel en Génova en las casas de sus amigos,
la teoría que le impulsó a emprender su aventurado viaje, puesto
que es patente que Raimundo, doscientos años antes del
descubrimiento de la América, dejó sentada en varias de sus obras
la opinión de que en el hemisferio opuesto al nuestro,
necesariamente había de haber un extenso territorio capaz de
mantener el mundo en equilibrio. Sea de esto lo que fuere nadie podrá
negar a Lulio la gloria de ser el primero que indicó esta grande
idea.



Alcanzado
que hubieron esta gracia, cuenta la tradición, que una luminosa
pirámide que se elevaba en el sitio donde yacían los ensangrentados
restos de Lulio, les condujo en la oscuridad de la noche hacia aquel
montón de piedras que escondiera tan inapreciable tesoro. No
obstante las horas transcurridas desde que el suplicio había tenido
lugar el infeliz Raimundo respiraba aún; y no es necesario ponderar
el esmero con que aquellos piadosos marineros procuraron con todas
veras la conservación de una vida tan importante, tan estimada y tan
llena de merecimientos.



Luego
que le hubieron prodigado todos los cuidados y socorros que les fue
dable, hiciéronse a la vela, dirigiendo su rumbo hacia Génova,
ciudad en donde tanto apreciaron la abnegación y la sabiduría del
celoso apóstol. No permitió empero la justicia divina que fuese
privada la isla de Mallorca de la envidiable ventura de poseer los
restos del más eminente de sus hijos, del primer sabio de su época.
Así, no bien hubo tomado la nave su dirección hacia las costas de
Italia, cuando se desencadenaron de tal modo y tan contrarios los
vientos, que se vieron forzados los marineros a tomar puerto en la
isla de Mallorca; y al dirigirse al de Portopí, en alta mar, a la
vista de la ciudad de Palma, patria querida del inmortal Raimundo,
rindió este su privilegiado espíritu el día 30 de junio del año
1315.



Muy
lejos estaban de presumir empero los compatricios del mártir
bienaventurado que aquella nave que en el puerto se guarecía
encerrase tesoro de tanta estima. No obstante el interés con que los
genoveses procuraban quedase oculta la posesión de tan apreciables
restos para que no les fuese impedida su traslación a la ciudad de
Génova que tenían resuelta, no estuvo en su mano evitar que se
divulgase; y obligados a hacer la debida confesión del caso,
restituyeron a Mallorca los venerables despojos. No bien se dijo a
los mallorquines lo que ocurría, cuando acudieron llenos de piadoso
entusiasmo al puerto de Portopí, para presenciar el desembarque del
inanimado cuerpo de aquel mismo héroe que diez meses hacía de ellos
se despidiera con tan sublime resolución como inefable ternura.
Tampoco se hicieron esperar mucho en aquel punto las autoridades para
asistir a la solemne procesión en que se llevó el cuerpo del mártir
a la última morada. Triste al par que doloroso espectáculo fue ver
el quebrantado cadáver de Raimundo, envuelto todavía en el mismo
traje con que procuraba sustraerse de las miradas de los infieles
cuya conversión tanto deseaba, cubierto de heridas y de sangre, y
ostentando las terribles y espantosas huellas del más cruel de los
martirios. Silenciosos у llenos de la veneración más profunda
desfilaron hacia la ciudad en piadosa procesión, y llevado en andas
el estimado cuerpo, cerraban la fúnebre comitiva los jurados de la
ciudad, el lugar teniente general del reino y el respetable prelado
de la diócesis de Mallorca D. Guillermo de Vilanova. La muchedumbre
veneró aquellas reliquias como las de un santo mártir, y es fama
que depositadas en la sacristía del convento de San Francisco de
Asís de la ciudad de Palma se obraron milagros sobre su tumba.



Un
espantoso incendio ocurrido en aquel lugar pocos años después de la
inhumación, estuvo a punto de arrebatar a su patria los restos del
gran Lulio, y sólo a un prodigio se atribuyó el haberse salvado de
las voraces llamas, que ni hasta respetaron las alhajas, ni los
ornamentos de los altares. A consecuencia de este suceso labró la
piedad de los mallorquines a su compatricio una urna de piedra, que
encerrando el venerable cuerpo de Raimundo, fue colocada en sitio
preferente del templo. A medida que se extendía la fama de sus
milagros crecía la devoción en que el pueblo tenía al cristiano
mártir, la cual se tradujo muy luego en público y ferviente culto
dispensándosele los obsequios que la iglesia rinde a los que cuenta
en el catálogo de los santos; obsequios que no mereció de los
isleños tan sólo, sino aún de los fieles de otros puntos del
continente español; y que además de ser autorizados por los
diocesanos, lo fueron también por el papa Clemente XIII que, a
consecuencia de habérsele elevado una información, ordenó que
respecto de ser inmemorial el culto del invicto Lulio no debía
innovarse relativamente a él cosa alguna; siendo después confirmada
esta declaración por el mismo pontífice y por la santidad de Pío
VI. Y al concluir la reseña de los hechos del más sabio y fecundo
de los escritores de su época, del más ardiente y celoso de los
apóstoles de la religión católica, del varón más asiduo en
promover el bien de la Iglesia, no podemos resistir al deseo de
insertar los bellísimos párrafos que el suntuoso sepulcro gótico
en que descansan los restos del célebre Raimundo desde el año 1448,
inspiró al delicado y profundo escritor catalán
D. Pablo
Piferrer en el tomo correspondiente a Mallorca de la magnífica obra
Recuerdos y bellezas de España.



-
"Es el interior de San Francisco, dice, una nave larga,
proporcionada y elegante; y bien que una restauración completa haya
desterrado los antiguos altares, detrás del mayor y a la izquierda
del que entra, la devoción ha conservado en una capilla un monumento
que por sí solo atraería las visitas de los viajeros. Ocupa una de
las paredes un gran sepulcro gótico, que a estar completo fuera una
de las obras fúnebres más notables, que del postrer período de
aquel arte nos quedan. Es la base una línea de animales fantásticos,
y sobre ella, formando siete nichos, levántanse bellos pilares que
también ostentan animales en sus impostas. Bustos de singular
expresión y con apariencia de letrados sostienen las repisas; y en
el remate de cada nicho dos ángeles volando llevan una gran corona,
en cuyos aros respectivos hay escritos estos nombres: astrología,
geometría, música, aritmética, retórica, lógica, gramática:
raros lemas en una sepultura de aquel género piadoso, que
acostumbraba olvidar las grandezas terrenales al labrar sus vasos
mortuorios por no esculpir en ellos sino lo que avivase la fé en
Dios y la esperanza en la otra vida. Si estas letras sorprenden al
que examina el monumento, los espíritus de luz que sostienen las
coronas revelan cierto aire simbólico, y sus grandes alas
descollando sobre sus cabezas semejan a primera vista rayos místicos
que les nacen de la frente. Pero faltan las estatuas que debían
materializar aquellos nombres; y a haberse labrado, ellas serían un
preciosísimo documento de la manera con que los artífices de
aquellos tiempos sabían simbolizar la representación viviente de
las artes y de las ciencias.
Sobre los ángeles y dentro de los
nichos hay un calado casi enteramente desprendido de la pared; de
cada corona brota un penacho; y todo este primer cuerpo remata en una
gran faja de hojas elegantísimas. Dos pedestales, comienzo de dos
grandes pilares que sin duda habían de levantarse hasta recibir la
cornisa y cerrar la fábrica, se ven en los extremos laterales del
segundo; y al lado de ellos dos grandes repisas sostenidas por 
bustos
carecen de las estatuas a que se destinaban. En el centro ábrese un
gran nicho más profundo que ancho, cuyo interior lleva bóveda
gótica (
gótiga) perfecta. Dentro hay una urna de alabastro;
su parte inferior debe de llevar algunos relieves si hemos de atender
a lo poco que se ve, pues la ocupan unas gradas postizas que
convierten el nicho en retablo; y sobre la cubierta yace una estatua
que viste el tosco sayal de ermitaño o penitente. Su rostro respira
tal gravedad, que trae recogimiento profundo al que lo contempla; y
la luenga barba que baja a cubrirle el pecho claramente indica la
áspera penitencia del difunto, y cuanto desatendió lo de la tierra
por la fé de Cristo, por la caridad y por el estudio. Si la fama no
te lo avisó antes, si aquellos letreros y aquellos relieves como
simbólicos no te lo han revelado; sube, o viajero, a leer la lápida
que hay a un lado del monumento, y ella te dirá que allí se
conservan los restos del gran Ramon Lull, honra de su patria
Mallorca, lumbrera de su siglo, en la vida de mundo mal ejemplo de
vanidad y sensualismo, en la vida contemplativa espejo de caridad y
continencia, mártir en Cristo, venerado en los altares."



"En
las capillas más tristes de las naves desiertas hemos deletreado con
mano segura las inscripciones de las tumbas, y junto a ellas
apuntamos la descripción de los monumentos y las impresiones que nos
asaltaban a su vista. Las estatuas de los prelados, de los barones y
de las damas al parecer nos han sonreído en nuestra tarea, y la
tranquilidad de la muerte cristiana que resplandecía en sus
semblantes más de una vez despertó en nuestro corazón un
sentimiento de pesar y de ternura, y una como aspiración a un mundo
mejor y más duradero. Mas cuando entre el vislumbre del crepúsculo
de la tarde, a la luz incierta de una lámpara y pendientes de una
escala contemplamos aquella figura de pobre ermitaño y la severidad
de aquel rostro aumentada por la luenga barba; una sensación de
terror detuvo nuestra mano, y nuestros ojos, apartándose del álbum,
pasearon una mirada de azoramiento por la nave silenciosa у
desierta. Al contacto del alabastro que encierra las reliquias
santas, la miseria de nuestro ser hubo miedo y vergüenza como si
sintiera la presencia del espíritu ardiente y puro, que buscó a
Dios en la soledad y en la abnegación, y por el conocimiento de Dios
alcanzó la sabiduría que admiró al mundo. En las mudas facciones
de la estatua buscamos atónitos la mirada que traspasó los espacios
y ahondó las verdades del Arte y la Ciencia; y temor y respeto nos
sobrecogieron al ver los movimientos que las oscilaciones de la
lámpara fingían en aquellos párpados, al parecer prontos a
abrirse. Y si por una parte el sentimiento religioso no sin gran
conmoción y timidez nos permitía acercarnos a la urna del mártir,
y nuestra veneración nos recordaba la sabiduría de Raimundo; por
otra la tradición murmuró a nuestros oídos los misterios del
alquimista, y las fórmulas cabalísticas de los iniciados por un
momento se nos representaron y cruzaron ante los ojos del espíritu
mágicas y rodeadas de oscuridad y espanto. Tú, que dentro de ti
mismo sientes arder la llama santa del entusiasmo; tú, cuya alma no
está cerrada a las impresiones de las imágenes de la muerte, y de
lo que recuerda la vida pasada; tú, que aprendiste a venerar, amar o
temer a los hombres que como puntos culminantes marcan la senda que
la humanidad entera sigue en su marcha misteriosa: ve a la luz
trémula de la lámpara, asido a una escala insegura, en una nave
profunda y abandonada, ve a meditar junto al sepulcro de Lulio, a
evocar la sombra del pasado; y la aparición, que tú mismo llames,
gigante y terrible con toda la fuerza de la santidad, de la ciencia y
del misterio, desordenará tus ideas, ahogará tu memoria, y te
forzará a cerrar los ojos a la visión de tu fantasía."