jueves, 14 de marzo de 2019

Libro XVIII

Libro XVIII.





Capítulo primero. Del
asiento y poderío de la ciudad de Barcelona.






Mostró bien
el Rey (por lo que en el precedente libro concluimos) tener su
espíritu del todo puesto en Dios, y en acabar la empresa de la
tierra santa: pues no fueron parte carne y sangre de tantos hijos y
nietos para divertir su santo fin y propósito de proseguirla. Y así
despedido de ellos, no paró en Zaragoza: ni en otra parte del camino
hasta llegar a Barcelona, para poner en orden la armada, y juntar el
ejército: dejando las cosas del gobierno de los Reynos bien
concertadas antes de su partida. Fue pues muy grande el concurso de
gente de todas partes, además del ejército, que vinieron a esta
ciudad, no solo de procuradores y síndicos de las ciudades y villas
Reales de los tres Reynos para ayudar con su extraordinario servicio
a los gastos de esta empresa: pero de muchos otros, que por solo ver
al Rey, y el aparato del armada, y municiones de guerra, se
congregaron de toda España: mas ni fue de menor maravilla ver la
mucha hartura de vituallas y el cumplimiento de alojamientos que para
todos hubo en la misma ciudad de Barcelona. Por lo cual, y ser esta
una de las más insignes ciudades de España, será bien que digamos
algo de su asiento y origen, de su maravillosa traza y bien labrados
edificios, junto con su gran poder, y valor de ciudadanos, y mucho
más de la ejemplar concordia de ellos para lo que toca al beneficio
y conservación de su Repub. La cual fue antiguamente llamada
Fauencia (Colonia Iulia Augusta Faventia Paterna Barcino) pero venida a poder de los Cartagineses la llamaron
Barcino: por los del bando y parcialidad Barcina que vinieron de
Carthago a regirla. Pero destruidos los Carthagineses y su ciudad
asolada, los Romanos la redujeron (
reduzieron)
en colonia con el mismo nombre, y con esto va fuera todo lo que de su
nombre después se ha comentado y fingido por algunos, pues se llama
hoy día Barcelona. Y es de las bien trazadas, y mejor edificadas
ciudades que haya otra. Porque está hecha como media luna, atajada
por el mar al oriente, extendida sobre una espaciosa llanura a las
raíces de un monte alto que da en la mar, y sirve de atalaya, para
descubrir de bien lejos las naves y bajeles que a ella vienen, al
cual llaman Monjuhi, que significa monte de Ioue, o Iupiter: o porque
en él solían antiguamente los gentiles sacrificar a Iupiter dios de
las riquezas, que las estiman tanto y guardan mejor en esta ciudad
que en otras: o porque la gente de ella es muy Iovial en sus
regocijos, y de más suave trato que la mediterránea de Cataluña,
que de si es saturnina y triste, y que el vengar las injurias es su
alegría. De este monte se puede bien decir que vale de padre y madre
a la ciudad: pues no solo con su oposición al mediodía la defiende
del excesivo calor que padecería, y que con el atalayar le avisa del
bien o mal que por la mar le viene: pero también la ha como parido
de sus entrañas: pues nació toda de la pedrera del monte, sin
disminución de él, en tanta copia, que amontonada ella, sin duda
que haría otro mayor monte por si sola. Y así por ser edificada de
tan excelente piedra que se endurece en el edificio, son las casas,
templos, palacios y edificios públicos, con su muy torreada muralla,
de lo más bien labrado, y fuerte que pueda ser otro. Con esto y
estar de todas armas y artillería gruesa muy abastecida, es hoy
sobre cuantas ciudades hay en España más puesta en defensa. También
es muy alegre su campaña y harto fructífera: aunque su mayor
abundancia de mercaderías le entra por el mar que bate su muralla:
y
así por las continuas entradas y salidas de bajeles con nuevas
gentes que vienen de cada día, y por lo que la vista y contemplación
del mar a todos mucho alegra, su mayor regalo y recreo es la marina.
Puesto que no hay puerto seguro sino playa abierta por toda ella:
pero se halla tan honda que se quiso antiguamente formar muelle allí,
y en fin se pueden los bajeles asegurar mejor que en cualquier otra
playa. De aquí le vino ser su trato de mar muy poderoso y extendido:
señaladamente después que cesó el de Tarragona, por las guerras y
destrucción de los Moros que pasaron por ella (según que en el
precedente libro quinto se ha largamente referido) que por esto se
trasladó toda la negociación de mar a Barcelona. De suerte que así
por los grandes aparejos de ataraçanales, como de maderamiento, y
los demás pertrechos que produce de si la tierra, los ciudadanos por
mandato de sus Reyes, se dieron tanto a hacer todo género de navíos,
y más de galeras, hasta ponerlas a punto de navegar y pelear con
ellas, que como colonias las han siempre enviado por el mediterráneo
adelante, para representar su renombre y fuerzas en diversas partes.
Lo que se puede muy bien apropiar a esta ciudad, y decir de cuantas
armadas ha echado en mar y proueydo así de armas y soldados, como de
remeros y xarzias, que otras tantas ciudades ha edificado: porque las
armadas gruesas por mar, son otro que unas muy fuertes y bien regidas
ciudades, o verdadero retrato de muy concertadas Repub. y no solo
esperan a los enemigos, pero también los van a buscar y sacar de sus
casas, como se prueba por los grandes efectos que con ellas los
mismos ciudadanos y gente Catalana han hecho por mar en servicio de
sus Reyes. Por ser gente de si muy belicosa y hecha de tal compás
que cuanto más rehúsa de ser pechera en la hacienda: tanto más a
las necesidades y hechos de armas de sus Reyes suelen prontamente
acudir con sus personas y vidas. De manera que por estas, y otras
muchas comodidades y cumplimientos de valor y poder que esta ciudad
siempre tuvo, meritoriamente llegó a exceder a muchas otras en el
pacífico y seguro estado de gobierno que de si tiene: no tanto por
su buen asiento y fortificado muro, cuanto por su mucha religión y
buen gobierno, que de la sobriedad y gran concordia de los ciudadanos
nace en ella. Pues dado que ellos con ellos entre si sean gente
desapegada: pero en lo que toca a fidelidad con sus Reyes, y común
defensa de la patria (como gente de pocas palabras) no hay
Lacedemonios que más liberal y determinadamente empleen sus vidas,
por la conservación de ella. Pues como llegase el Rey y fuese muy
bien recibido de la ciudad y ejército, quiso luego reconocer la
armada que poco antes mandó poner en orden, y como la halló tan
bien provista así de vituallas, como de remeros y todo género de
armas: no solo alabó mucho la diligencia y solicitud del proveedor:
pero se maravilló extrañamente de la sobrada riqueza y poder de la
ciudad, así para hacer y poner en el agua la armada, como para
proveerla con tanta prontitud de cuanto menester era.















Capítulo II. Como el Rey pasó a Mallorca, y cogido el servicio de
ella, con el magnífico presente que Menorca le hizo, se volvió a
Barcelona.






Estando ya
aprestada el armada, mandó el Rey llamar algunos Prelados y señores
del Reyno para dejar las cosas del bien asentadas, por haber de ser
la jornada larga y la vuelta dudosa. Lo cual concertado y proueydo
como convenía, entretanto que acababan de llegar algunas compañías
de infantería de Aragón, y de lo mediterráneo de Cataluña, se
metió en una galera muy bien armada, y con otro bergantín para ir
descubriendo en delantera, pasó con muy buen tiempo a remo y a vela
en treinta horas a Mallorca, por visitar la Isla y proveerse de
algunas cosas necesarias para la armada. Como llegase al puerto de la
ciudad y saltase en tierra impensadamente, entrando en ella se holgó
muy mucho de verla tan ampliada, y como de nuevo edificada:
señaladamente con las obras del gran Templo, de la fortaleza, y
fortificación del puerto, que se levantaban muy magníficos, y
estaban ya bien adelante. Tuvo también a muy grande maravilla, y
como de la mano de Dios, que ni el Rey de Túnez ni los demás de la
África con tan continuos viajes y empresas de guerra que hacían
contra España por la Andalucía, nunca hubiesen intentado la
conquista de la Isla, ni aun de las otras vecinas: para que de aquí
se entienda, cuanta fue la opinión y estima que hubo de este sabio y
valeroso Rey, y cuanto el respeto y temor que los Moros de África le
habían concebido, pues no con armas, sino con sola la fama de
diligente y belicoso, pudo defender sus Reynos Isleños, y que los
viesen de paso, mas no llegasen a ellos sus enemigos. De manera que
reconocida la ciudad con alguna parte de la Isla y pedido servicio
para la jornada de Jerusalén, le sirvieron con cincuenta mil sueldos
de plata, y por ellos les hizo el Rey iguales gracias como si fueran
de oro. Y alabó no solo el amor y fidelidad que a su persona tenían,
pero mucho más la buena diligencia y solicitud que en la guarda y
conservación de la ciudad e Isla mostraban. Estando en esto llegó
el gobernador y oficiales Reales de Menorca con un riquísimo y
magnífico presente de mil vacas que le hacía la Isla. El cual
dieron los moros de ella en señal de su fidelidad y servicio muy de
buena gana. Estimó esto el Rey en tanto para la provisión de la
armada, que mandó al gobernador tratase muy bien a los Moros de la
Isla, y de su parte les agradeciese mucho el buen servicio que le
habían hecho. Puestas mil vacas en tres naves y cuatro
taridas
se volvió con todo ello a Barcelona.











Capítulo III. Como vuelto el Rey a Barcelona hizo reseña de la
gente y se embarcó, y de la gran tormenta que se levantó en
comenzando a navegar.






Aprestada ya
la flota de treinta naves gruesas y XII galeras, con otros muchos
bergantines y fragatas, y llegada toda la infantería, se embarcaron
ochocientos hombres de armas con tres caballos para cada uno, con los
Almugauares de a caballo, y la demás gente de a pie, que fue fama
llegaban a veinte mil infantes, y que con don Fernán Sánchez su
hijo, y los señores de título, y barones que le seguían y otros
caballeros, sería toda la gente de a caballo hasta mil y
dociétos.
Acabados de ajuntar todos, el Rey con los prelados y señores del
Reyno tuvo consejo, en el cual se nombraron los que quedaban para
gobierno del Reyno, y pues el Rey tenía ya hecho su testamento y la
repartición de sus Reynos y señoríos en sus dos hijos don Pedro y
don Iayme ya príncipes jurados, y que los dejaba con ellos por lo
que del podía suceder yendo en una jornada tan peligrosa y dudosa,
les rogaba tuviesen toda buena alianza con ellos: pues así volviendo
sano y salvo de esta jornada, como perdiendo en ella la vida para
ganar la del cielo, allá y acá tendría siempre cuenta con ellos.
Venido el día de la embarcación, luego por la mañana oída misa,
el Rey con algunos principales del Reyno como era costumbre
recibieron el santísimo sacramento, y lo mismo haciendo cada uno de
los soldados se embarcaron. Entró con ellos el Obispo de Barcelona,
y el Sacristán de Leryda que después fue Obispo de Huesca, con
muchos sacerdotes para ministrar los sacramentos a los del ejército.
Y como fuese entrada del Otoño, cuando ya cesan las calmas y los
vientos son más reforzados, mandó el Rey que luego por la mañana
se hiciesen todos a la vela: puesto que el tiempo no era del todo
hecho. Mas no hubieron navegado cuarenta millas costeando hasta
llegar en alta mar, cuando al anochecer, por correr levante, y no
haber podido salir todas las naves juntas, determinó por consejo de
Ramón Matquet principal piloto, volver a Barcelona, para recoger
toda la armada, y llevarla delante si: la cual con el viento
contrario que se levantó de medio día abajo, había dado en la
playa de Ciges cerca de Barcelona hacia el mediodía. Y con una sola
galera que halló delante la ciudad, de paso recogió las naves, y
hecha reseña de nuevo, dio a Fernán Sánchez el cargo de general
del armada. El siguiente día no con muy buen tiempo partieron de
Ciges, y llegaron a vista de Menorca: a donde pensando poder tomar
puerto, súbitamente se levantó tan grande tempestad y contrariedad
de vientos entre levante y tramontana que los echó a la mar y trajo
a riesgo de perderse por querer resistir al tiempo con el recelo que
tenían de dar en Berbería (
Berueria).
Además que se reforzaron los vientos de tal manera que causaron
grande tempestad y borrasca con tanta oscuridad, que pasaron largos
cuatro días con sus noches que ni se vio sol, ni luna, ni estrellas
en el cielo. Y así perdido el tino con la oscuridad y con los recios
encuentros de las olas, no pudiendo ya regir los gobernalles de las
naves, se alejaron las unas de las otras por no venir a encontrarse y
perderse del todo: de las cuales parte tuvieron firme, y por no
perder al Rey se sujetaron a muy grande peligro, parte fueron del
todo forzadas hacerse a lo largo y seguir la capitana de Fernán
Sánchez que siguió su camino para Jerusalén como adelante diremos.
Mas el Rey, que en comenzando la tormenta se pasó a la nave de Ramón
Marquet, comenzó a ser muy importunado por los de la misma nave, y
también por los Pilotos de las otras con los capitanes y soldados,
que a voces nombraban al Rey, y se le allegaban suplicando con
lágrimas se apiadase de ellos, y que volviesen atrás: pues cesando
la tramontana, se había opuesto el lebeche tan reforzado que doblaba
la tormenta y los ponía en mayor peligro. Lo mismo encarecía
Marquet con sus marineros, porque veían crecer la tempestad de punto
en punto y era tan espantosa su furia, que no parecía tormenta de
vientos sino furor del cielo airado contra los navegantes. Allende
que ya las demás naves o habían perdido el timón, o rompido el
mástil, y las velas, además de hacer agua todas, y los caballos del
Reyq iban en aquella nave ya echados a la mar, y se podía creer ser
lo mismo de los que iban en las otras.










Capítulo IV. Como porfiando el Rey de pasar adelante contra la
opinión de los Pilotos, el Obispo de Barcelona le persuadió diese
lugar al tiempo, y tomase puerto.







Como todavía Marquet con
todos los marineros representasen al Rey el grandísimo peligro en
que estaba puesta la armada, por lo que está dicho, y de cansados ya
casi ninguno hiciese su oficio, antes bien todos desamparasen la
nave, con todo eso confiando el Rey que amainaría la tempestad,
procuraba animarlos, diciendo que Dios en cuyo servicio iban, y los
ángeles sus ministros eran con ellos, que implorasen su auxilio
porque aunque fluctuasen no perecerían. Pero como la tempestad
creciese, recurrieron al Obispo de Barcelona todos los marineros de
la nave Real con el piloto para que persuadiese al Rey diese lugar se
tomase puerto donde pudiesen: porque la nave había hecho mucha agua,
y realmente se iban a fondo, y que le significase era la
determinación de todos ellos que por la salvación de su Real
persona, le perderían el respeto, y tomarían la primera tierra que
pudiesen. Oído esto el Obispo con el Sacristán y Teólogos que
venían en la misma nave se juntaron, y fueron a encerrarse con el
Rey en la cámara de popa, y el Obispo le habló de esta manera.
Ciertamente (Rey y señor nuestro) que ni es de cristiana virtud, ni
de constancia heroica, mas antes sabe a crueldad inhumana, que
viéndonos en tan manifiesto peligro queráis ser tan pertinaz en el
navegar, que ni de toda la armada, ni de nosotros, ni de vos mismo
tengáis compasión ni piedad alguna. Sino que queréis vos solo
contra la opinión de los que lo entienden usurparos el gobierno de
la mar, sin considerar cuan otro es al de la tierra, y el uso del
pelear cuan diferente uno de otro: pues no salen contra nosotros
escuadrones de gente armada, no hombres contra hombres, sino vientos,
lluvias, y truenos, relámpagos, rayos, torbellinos, y todas las
tempestades juntas son las que hechas un cuerpo caen y dan sobre
nosotros: a las cuales, no con fuerza de armas, sino con solo volver
las espaldas, y huir de ellas es lícito resistir, y sin perder
honra, hurtarles el cuerpo: pues no hay cosa de mayor arte en el
navegar, no pudiendo tomar puerto, que seguir la tempestad: ni de
mayor sabiduría y discreción, que a los vientos, a quien no podemos
mandar, si son del todo contrarios, obedecer, y si nos echan a
tierra, mayormente a la propia (como ahora vemos) correr con ellos a
rienda suelta. Que ni hay porqué estar solícito, ni con el ánimo
suspenso, por lo que dirán, dejando la empresa: porque esta más es
de Dios que vuestra: ni por vos señor ha sido, sino solo por el
nombre de Cristo, y para ensalzamiento de su santa religión y fé
católica comenzada. Pero como veamos que esta se nos estorba con tan
horrible y espantosa tormenta, y tempestades de mar y cielo: las
cuales ni se levantan, ni mueven sin la voluntad divina: por ventura,
o no es grata, ni accepta a Dios nuestro Señor esta empresa, o para
en otro tiempo, con más comodidad se os reserva el acabarla. Por
tanto no tengáis señor cuenta con lo que será, sino con la
necesidad presente y urgente: y para que no llevéis vos solo la
culpa de tan miserable pérdida y muertes de tantos y tan
esclarecidos capitanes y soldados, sino que más presto a vos, a
nosotros, y a todos salvéis la vida, mandad a los pilotos tomen el
primer puerto que la misericordia divina nos deparare: para que en la
tierra, y no en la mar podáis con más libertad y tranquilidad de
ánimo determinaros en lo que más conviene.













Capítulo V. Que convencido el Rey por las razones del Obispo mandó
a los pilotos tomasen puerto, y como apartados, de súbito cesó la
tormenta, y de las causas porque no volvió a navegar.






Como el Obispo
acabó su razonamiento, luego fueron con el Rey el Sacristán con los
Teólogos y religiosos, y con lágrimas le encargaron la conciencia y
suplicaron lo mismo. Fue cosa milagrosa, que en el punto que comenzó
el Rey a ablandar su pecho y pertinacia, comenzó también a amainar
la tempestad y tormenta. Y al tiempo de medio día, deshechas las
espesísimas tinieblas que lo cubrían todo, se descubrió el sol, y
repentinamente parece que se abrió el cielo, y descubrieron tierra:
y la nave del Rey y otras con el favor divino aportaron a la
provincia de Narbona al puerto de Aguasmuertas: pero se levantó un
viento de tierra que les impidió la entrada, y las echó en el
puerto de Adde más cerca de Narbona. A donde el siguiente día
desembarcó el Rey, y en poniendo el pie en tierra, se fue para la
iglesia de nuestra señora de Valverde, donde hizo infinitas gracias
a nuestro señor y a su bendita madre, por haber librado a él y a
los suyos de tan terrible tempestad, y restituido los a tierra firme.
Después volviendo los ojos a la mar viéndola tan reposada y mansa,
pensó de volver a ella: pero como entendió que de toda la flota que
de Barcelona saliera, apenas había con él aportado la mitad, y
aquella quedase tan quebrantada y rota de la tempestad pasada, que
por maravilla había naves ni galeras, que fueron las más mal
libradas, que no se hallasen, o con las velas rotas, o con el mástil
(
mastel)
y antenas quebradas, o caído el timón y que por aliviarlas no
hubiesen echado a la mar los caballos, y máquinas, con los demás
instrumentos de guerra. Allende desto, que ni de la otra mitad de la
flota sospechase otro que el mismo trance y fortuna de la suya:
determinose en dar lugar al tiempo y por entonces no volver a
navegar, sino diferirlo para otro más oportuno, cuando reparada la
armada sería más fácil la empresa. Luego llegó a él, el Obispo
de Magalona en cuyo distrito estaban, y el hijo de Ramó Gaucelin
principal barón de aquella tierra, los cuales proveyeron al Rey y a
los suyos de vituallas y lo demás necesario para rehacerse del
trabajo pasado, con mucha abundancia. Lo cual el Rey les agradeció
mucho, y se partió para Mompeller que estaba muy propinquo de allí,
a donde se detuvo algunos días para que tomasen huelgo los suyos, y
se reparase la flota.















Capítulo VI. Del discurso que hizo la otra mitad del armada que
llevaba don Fernán Sánchez, como llegó a Jerusalén, y volviendo
por Sicilia fue armado caballero por el Rey Carlos.






Llegada la
mitad de la flota con la persona del Rey al puerto de Adde (como está
dicho) la otra mitad que pudo resistir a la tempestad, siguiendo la
nave de don Fernán Sánchez, con la de Ximen de Urrea, pasaron
adelante, porque se alargaron con la tormenta hacia la costa de
Berbería y navegaron entre ella y Cerdeña, y Sicilia y por la costa
de
Cádia
y Chipre hasta que llegaron a Acre villa y puerto de la Palestina no
lejos de Jerusalén: donde fueron con grande alegría recibidos del
gran Maestre de Rodas que allí estaba, y de otros Cristianos que
como tuvieron nueva de su llegada, vinieron de Jerusalén a verlos,
con estar muy maltratados de todo auxilio. Mas como la villa
estuviese desguarnecida y sin defensa, propinca a otra que poco antes
habían combatido los Turcos y tomado por fuerza de armas, pareció
que no era seguro esperarlos allí, ni emprender de pelear con ellos
siendo tan pocos los del armada y estar tan fatigados de las
tormentas pasadas. Y porque se iban ya allegando los Turcos al puerto
para hacer presa en ellos determinaron de volverse a las naves, y
buscar al Rey por el mismo viaje que trajeron. De manera que
partiendo el trigo y vituallas que traían con el gran Maestre y
Cristianos, y animándolos mucho para que confiasen en la venida del
Rey que sería allí presto con toda la armada a librarlos, salieron
del puerto y se volvieron sin descubrir en ninguna parte gente ni
socorro de los Tártaros, ni del Emperador Paleologo, y sin esperar
más pasaron a vista de Chipre y Rhodas tocando en la Asia menor. De
ahí (
ay)
a vista de Candia, tomando la
derota
por junto al Zante llegaron a Sicilia y costeando y doblando los
cabos de la Isla aportaron en Palermo ciudad principal y la mayor y
más fortificada de la Isla, a donde solía ser la residencia de los
Reyes. Como se hallase a la sazón allí el Rey Carlos de Angeu que
venció poco antes, y mató al Rey Manfredo (como arriba contamos) y
entendiese que un hijo del Rey de Aragón era allí aportado, salió
al puerto a recibirle y le hospedó con grande honra y aparato, y le
entretuvo algunos días tratándole muy espléndidamente como quien
era. De donde se le aficionó tanto Fernán
Sachez
que le pidió por merced le armase caballero, porque se honraría
mucho en recibir este favor de su mano. Lo hizo Carlos de muy buena
gana, y celebró en ese día aquel oficio con extraña suntuosidad y
pompa. Puesto que todas estas prendas de amor y amistad tan de presto
dadas y tomadas entre los dos fueron ocasión de mayor odio y
discordia entre Fernán Sánchez y el Príncipe don Pedro su hermano
que como sucesor de Manfredo su suegro le hizo después cruel guerra
y le ganó a Sicilia y aun en Fernán Sánchez puso las manos como
adelante se dirá.















Capítulo VII. De las fiestas y suntuosísimos regocijos que el Rey
de Castilla hizo en Burgos a las bodas del Príncipe su hijo y de los
muchos Príncipes que se hallaron en ellas con el Rey don Iayme.


Partió el Rey de
Mompeller para Cataluña y de allí sin detenerse pasó a Zaragoza a
donde halló un embajador del Rey de Castilla su yerno que le dijo,
como el Rey su señor había sabido de su gran tormenta de mar y
tempestad pasada y también de su vuelta a salvamento, de lo cual él
y la Reyna se habían infinitamente alegrado, y hecho gracias a
nuestro señor por ello, y porque tanto más deseaban gozar de su
vista, le suplicaban que para solazarse y aliviarse del trabajo
pasado, tuviese por bien de venir a Burgos a dar su bendición al
Príncipe don Fernando su nieto, y hallarse en las bodas que había
de celebrar con doña Blanca hija del Rey Luys de Francia. Donde se
habían de hallar juntos el Príncipe su hermano que la traía,
acompañado de muchos Prelados y grandes de Francia. Y don Eduardo
Príncipe de Inglaterra casado con doña Leonor hermana del de
Francia, y con ellos el Marqués de Monferrat de Italia, con los
embajadores de los electores del Imperio de Alemaña, que a la sazón
eran llegados con la nueva de su elección en Rey de Romanos. Lo cual
oído por el Rey se alegró extrañamente, y se puso luego en camino
para hallarse en la fiesta, llevando consigo algunos principales
señores del Reyno puestos muy en orden para salir a las justas y
torneos y las demás fiestas de la boda. Pasó por Tarazona, y de
allí a Ágreda, donde fueron sus primeros desposorios con doña
Leonor, y a donde le esperaba el Rey don Alonso, y continuando su
camino llegaron juntos a Burgos, a donde habían llegado ya todos los
nombrados, ni faltó don Alonso señor de Mesa y Molina tío del Rey
don Alonso, juntamente con los hermanos don Fadrique, don Manuel, y
don Felipe el que casó con doña Cristina hija del Rey de Noruega:
los cuales para estas bodas disimularon sus rencores e hicieron como
treguas en la guerra de pasiones que con don Alonso tenían.
Postreramente llegó el Príncipe don Pedro el cual igualando con el
Rey su padre en grandeza y majestad de personas excedían a todos los
demás Príncipes y representaban bien lo que eran. Luego tras él
llegaron los demás hermanos don Iayme Príncipe de Mallorca y don
Fernando señor de Ixar, y don Fernán Sánchez que llegaba de
Jerusalén. Asimismo acudieron a la fiesta don Iayme y don Pedro
hijos de doña Teresa, porque muerta doña Violante no era tan viva
la pasión del Rey y don Pedro contra ellos, mas ya se veían y
trataban. También se halló presente don Sancho el Arzobispo de
Toledo que les dijo la misa, con todos los demás Prelados y grandes
de Castilla. Los cuales fueron todos con sus criados, gente y
caballos espléndidamente aposentados y proueydos de toda cosa con
abundancia, que fueron las mayores cortes y junta de Príncipes que
Burgos jamás en si tuvo. Se celebraron las bodas solemnísimamente
con la mayor alegría y magnificencia que jamás se vieron otras, a
causa del grande concurso. Acaeció que celebrada la misa Eduardo
Príncipe de Inglaterra quiso ser armado caballero por mano del Rey
don Alonso, juntamente con don Fernando su hijo el novio de las
bodas. También recibieron de mano de Eduardo la misma dignidad los
hermanos de don Fernando con don Lope Díaz de Haro señor de
Vizcaya. Estas bodas después de oída la misa y tomada la bendición
del Rey aguelo, y padre don Alonso, se entretuvieron y solemnizaron
con fiestas de justas, torneos, cañas, juegos, espectáculos, toros
y otros muchos regocijos, por espacio de medio año, desde la
primavera al otoño. Porque siendo (como dicen) Burgos de verano
fría, no hubo ningún exceso de calor para impedir el continuo y
encendido ejercicio de tantas justas y torneos con los demás juegos
que en todo aquel tiempo hubo. Y lo que más fue de maravillar es que
en todo este tiempo a ninguno de los convidados se le ofreció
necesidad, ni ocasión para haber de dejar la fiesta por volver a sus
casas. Mostrose don Alonso en esta jornada con los extranjeros y
suyos más largo y magnífico que cuantos Príncipes hubo en la
Europa. Y acabada la fiesta se despidieron unos de otros con mucho
gusto y contentamiento de todo haciendo muchas gracias al Rey de
Castilla porque los enviaba tan obligados a celebrar la perpetua
memoria de su tan extraño poder y magnificencia.













Capítulo VIII. De las quejas que los grandes de Castilla dieron al
Rey don Iayme de don Alonso su yerno por su maltrato, y como se
muestra no ser aptos para gobierno los hombres muy especulativos.






Mas porque lo
digamos todo, señala el Rey en su historia como algunos de los
grandes de Castilla mientras duró la boda y fiestas, le hablaron muy
en secreto y dieron grandes quejas del Rey don Alonso, porque se
trataba con todos inicua y soberbiamente, sin ningún respeto ni
deferencia de personas en el gobierno del reyno, como si fuera de
Moros, y que se había tan desmesuradamente con algunos, que no solo
los tenía muy enajenados de su devoción y servicio, pero muy
movidos a juntarse todos y echarle del Reyno: tantas eran las
ocasiones que de cada día les daba, para llegar a esto, y aun de
pasar más adelante. Y cerca desto le descubrieron algunas
particularidades de agravios y desafueros tales, que al Rey le
parecieron bien dignos no solo de fraterna, pero de muy pronta
enmienda, so pena que se había de perder don Alonso por querer mucho
saber, y falta de no conocerse. Porque fue este Rey entre todos
cuantos hubo en Castilla antes y después doctísimo en diversidad de
ciencias, señaladamente en Astrología, pues como antes dijimos,
compuso en esta ciencia altísimamente las tablas que llaman
Alfonsinas, para gran uso y compendio de la misma ciencia. Pero
cuanto más él se dio a la especulación de los cursos del Sol y de
la Luna con los planetas, y en poner los ojos en el movimiento e
influencia de los cielos, tanto más vino a perder la consideración
y cuidado de las cosas terrestres, y como a perder las riendas del
regimiento y gobierno de sus Reynos y de la Repub. Porque siempre
estuvo con el ánimo
agenado
de ella, y así del mucho tratar con la velocidad y mutación de los
cielos y discursos de planetas, vino a salir el más inconstante,
vario, difícil e impaciente hombre del mundo, a imitación de los
Alquimistas, que de tratar tanto con el azogue que es inconstante,
voluble y que nunca está quedo, quedan con los ojos y cabeza
temblando como azogados, que dicen. De donde los tales puestos en el
regimiento de las cosas humanas y terrestres, que son tardas y
pesadas, es necesario que las tengan en poco, y como por afrenta el
aplicarse a ellas: y así es imposible darse a los negocios sino con
mucha dificultad y extrañeza, porque son como huéspedes y
peregrinos en ellos. De manera que ni conocen con quien tratan, ni
tienen el respeto que a cada uno en el tratar deben: sino que
aborreciendo todo negocio como enemigo formado de su tan amado ocio y
contemplación, de tal suerte aborrecen a los negociantes, que dan
toda ocasión para ser aborrecidos de ellos. Oyendo pues el Rey las
justas causas de los grandes, por tener muy bien experimentada la
inconstancia de don Alonso creyó muy de veras lo que se refería del
y de sus cosas, pero con todo eso les respondió, guardasen toda
fidelidad y obediencia a su Rey, porque confiaba habría mejoría y
enmienda en sus cosas. Y despidiéndose con mucha gracia de todos, y
de la Reyna su hija y nietos, se partió de Burgos acompañado del
mismo don Alonso hasta Tarazona.















Capítulo IX. De la fraterna con tres buenos consejos que dio el Rey
a don Alonso para bien gobernar, y estar siempre en gracia y amor de
sus vasallos.






Partido el Rey
de Burgos, habiendo ya salido antes de él don Pedro con los demás
hermanos cada uno para donde el Rey les había ordenado, quedando con
solo don Alonso que quiso acompañarle hasta Tarazona, pareciole con
la ocasión del camino, por lo que le amaba, siendo tan conjunto suyo
y padre de sus nietos, darle algunos buenos documentos, como avisos
necesarios para su buen regimiento y del Reyno. Y así le advirtió
prudentísimamente y con buen modo, de cuatro principales vicios en
que pecaba don Alonso con que perturbaba todo su gobierno, añadiendo
a cada uno su virtud contraria, para que como buen médico, según la
enfermedad así se le representase el remedio. Lo primero que no
tuviese odio ni
rancor
contra sus vasallos porque esta era cosa propia de tiranos, si no
quería ser más aborrecido que temido, y nunca llegar a ser amado de
ellos. Porque este rencor y odio callado, no viene sino de haber
tentado algunas cosas malas en el pueblo, y por no ir acompañadas de
honestidad y continencia, no haber salido con ellas. Y como no hay
cosa que más refrene a los pueblos que ver a los Reyes refrenarse a
si mismos: así para la propia seguridad y descanso cumple no
aborrecerlos ni con inicuas obras exasperarlos. Lo segundo que de los
tres estados de que está compuesta la Repub. Ecclesiásticos
señores, y pueblo, ya no pudiese con todos (aunque esto sería lo
mejor) al menos estuviese bien con los Prelados, Sacerdotes y estado
Ecclesiástico. Porque en tener a estos de su parte, y aconsejarse
con ellos, autorizaría mucho sus cosas, y por su medio atraería más
a si los populares, y refrenaría la fantasía y altivez de los
grandes. Lo Tercero que los grandes nobles y caballeros es justo si
son insolentes y desacatados, sean reprendidos y castigados, pero no
ultrajados y afrentados: porque son los que mantienen el honor de la
República, son los brazos de la guerra, y fundamentos de la paz: por
los cuales siempre fueron los Reyes temidos de sus enemigos. Lo
postrero que no condenase a ninguno sin oírle primero, y guardarle
su justicia. Porque esto no solo arguye al Príncipe que tal hace de
tirano y atrevido, pero quita muy
inicamente
su crédito y autoridad, así a las leyes que son magistrados
muertos, como a los mismos magistrados que son leyes vivas.
Finalmente que se acordase que los Reyes nacieron para beneficio y
amparo de los pueblos, y que reconociese a nuestro Señor la soberana
merced que le había hecho en que siendo hombre no fuese súbdito
sino señor de innumerables hombres.









Capítulo X. Como por no
seguir don Alonso los consejos que el Rey le dio, se vio en grandes
trabajos y desamparo de todos los suyos.






Quedó
extrañamente admirado don Alonso de oír los prudentes y tan bien
deducidos avisos y consejos que el Rey (a quien hasta allí tuvo por
imperito)
le dio, y claramente conoció que ninguna de las otras ciencias, sino
de la grande experiencia que el Rey tenía de las cosas podían salir
documentos tan vivos y convenientes para el buen regimiento de sus
Reynos. Y aunque prometió de seguirlos, y observarlos pero por su
mal hábito de posponerlo todo a su ocio literario tan ajeno del
gobierno Real, aprovechó todo poco: a semejanza de las píldoras que
con la esperanza de la salud, aunque amargas se toman de buena gana,
pero el estómago, por hallarse de malos humores estragado, no puede
retenerlas y las vomita luego. Así don Alonso con su sutil y
delicado ingenio fácilmente conoció y tuvo por buenos los sanos
consejos que el Rey le dio, y como tales propuso de seguirlos: pero
en volver el Rey las espaldas, no solo los olvidó y echó de si:
sino que volviendo a su antigua costumbre y perversa condición,
cometió tales cosas de nuevo, que fue causa para que todos sus
hermanos junto con los grandes del Reyno que todos hacían un cuerpo
casi se le rebelasen, y así don Felipe su hermano, viendo el mal
trato del Rey juntamente con don Nuño Gonzalo de Lara hijo de aquel
gran don Nuño, de quien arriba hablamos, con otros muchos señores
de Castilla, y algunos síndicos de villas y ciudades reales, que se
cartearon secretamente los unos con los otros, se ajuntaron en la
villa de Lerma, y puestas las causas que para ello tuvieron de común
consentimiento de todos, juraron de rebelarse contra don Alonso, si
no desistía, y se apartaba de poner en ejecución ciertas nuevas
leyes y edictos que poco antes había hecho y mandado publicar, que
ni para su honra, ni para la utilidad de los pueblos convenía,
porque del todo se encaraban para total ruina y destrucción
(
distruycion)
de los grandes y barones del Reyno, sin perdonar a sus propios
hermanos. Por lo cual don Felipe no quiso valerse del favor del Rey
de Granada, con quien tenía estrecha amistad para recogerse a él,
sino que sabiendo las enemistades que con el Rey de Navarra tenía
don Alonso, por consejo de los grandes que se ofrecieron a nunca
faltarle, se fue para él, por hacer mayor tiro, y despecho a don
Alonso.









Capítulo XI. De la
infinidad de moros que pasaron de África en la Andalucía, y como
vino don Alonso con la Reyna su mujer a Valencia a pedir al Rey
socorro.







Por este tiempo que ya el
Rey era llegado a Valencia, se entendió como infinito número de
Moros Africanos del Reyno de Marruecos habían pasado a la Andalucía,
y que aportados en Algezira, se habían apoderado de ella y de la
villa de Bejer con hallarla muy proueyda y guarnecida de gente y
armas: también que hallándose el Rey don Alonso muy confuso con tal
nueva, viendo por una parte los de África con innumerable ejército
entrarle por sus tierras, por otra a don Felipe su hermano con los
grandes del Reyno apartados de si, y puestos en rebelársele, puso
todo su remedio y confianza en el Rey su suegro: y para tomar su
consejo, y valerse de su favor, en una tan súbita y urgente
necesidad, determinó de venir juntamente con la Reyna su mujer a
Valencia, donde el Rey estaba detenido de pasar a Cataluña por
entender en averiguar ciertas diferencias (como su historia dice) que
se habían movido entre don Guillé Escriua contador mayor del Reyno,
que llaman maestro Racional, y el Bayle general receptor de las
rentas Reales, dos de los más preminentes oficios Reales del Reyno.
Era la diferencia sobre las preeminencias y antelaciones de los dos
oficios, o dignidades que tenían, la cual diferencia compuso y
asentó el Rey publicando sentencia en favor de don Guillen. Pues
como entendió que ya don Alonso y la Reyna estaban de camino,
salioles a recibir a Buñol, una pequeña jornada de Valencia, y
haciendo allí noche todos, a causa del buen alojamiento del castillo
y pueblo, que ahora posee la ilustre familia de los Mercaderes, se
vinieron el día siguiente a Valencia, a donde fueron del Senado y
pueblo, señaladamente de toda la nobleza y caballería
suntuosísimamente recibidos: y dada vuelta por la ciudad que estaba
riquísimamente entoldada y abiertas sus ricas tiendas, fueron
aposentados en el antiguo palacio del Rey fuera de la ciudad tan
abastado de aposentos que pudo quedar allí el Rey para más
consolarse con la continua presencia de la Reyna su hija, que fue la
más amada de todas. A la cual por hacer más fiestas todos los días
que se detuvieron se pasaron en justas y torneos con otros muchos
regocijos, de que gozó mucho don Alonso, por estar hecho a pocos
cuidados. Pero como le viniesen correos de cada día con avisos de
las grandes correrías y daños que los Moros hacían por toda la
Andalucía, y el peligro en que estaban las villas y ciudades de
ella, después de haberles destruido los Moros y talado los campos,
fue necesario dejarse de fiestas y volverse con gran presteza a
Castilla, y llevarse la Reyna por ser mujer de gobierno y para mucho.
A los cuales acompañó el Rey hasta Villena, y respondiendo a la
demanda de don Alonso (que todavía tenía algo de impertinente) y
fue pedirle consejo, si movería guerra al Rey de Granada como a
receptor de los Moros de allende, le respondió, que entendiese en lo
más necesario y urgente como era echar a los enemigos, que después
sería a tiempo de vengarse de los de Granada. Con todo eso ofreció
el Rey de enviarle socorro contra los Moros, aunque don Alonso se
olvidó de pedirlo.








Capítulo XII. De los dos pueblos que el Rey fundó en el Reyno de
Valencia, de la revuelta de don Artal de Luna con los de Zuera, y
como se vio otra vez en Alicante con don Alonso, y lo que pasó con
él.






Quedó el Rey
muy descontento de los despropósitos, y poco gobierno de don Alonso
porque mostraba estar fuera del caso, y lo poco que se había
aprovechado de sus consejos. Pues al tiempo que la infinidad de
enemigos se le entraba por sus tierras se vino con la Reyna muy
despacio para Valencia como para bodas, so color de pedirle consejo
de lo que haría en tan urgente necesidad. Y a la postre le pidió
uno por otro, y se olvidó de pedir lo importante: y así conociendo
su condición, y lo poco que había de aprovechar cosa que le dijese,
se despidió de él y de la Reyna, y se volvió a Xatiua. Yendo pues
de camino pareció al Rey mandar fundar dos pueblos en dos sitios muy
cómodos: el uno en la valle de Albayda encima de Xatiua hacia el
medio día llamado Montaberner, y el otro dicho Orimbloy junto a
Denia y les dio sus términos y territorios. En este tiempo que de
vuelta de Villena el Rey se entretenía en Ontinyente que es una de
las poderosas y principales villas de las montañas del Reyno junto a
Biar, tuvo nueva de Zaragoza como don Artal de Luna, por ciertas
diferencias que tenía con los de la villa de Zuera en el término de
Zaragoza se puso con su gente en celada aguardando a los de Zuera que
salían mano armada para ir a dar sobre un pueblo de don Artal, el
cual se adelantó y dio sobre ellos, y desbaratándolos mató XXVII.
Por esto determinó luego partirse para Aragón, y llegando a
Torrellas que ahora llaman Torrijos junto a Camarena aldea de Teruel,
salió el Infante don Iayme al encuentro al Rey su padre, a pedirle
licencia para ir a Francia a concluir un matrimonio que se trataba
entre él y la Condesa de Niuers. De este don Iayme dudan algunos si
fue el legítimo hijo de doña Violante. Porque como se cuenta en el
precedente libro, poco antes se había casado con Esclaramunda hija
del Conde de Foix en la Guiayna: por donde o era ya muerta
Esclaramunda (de lo que no habla ninguna historia) o si era viva, no
podía ser este don Iayme otro que el hijo de doña Teresa, el cual
como estuviese en la tenencia de Xerica que no está lejos de
Torrijos salió al camino al Rey y le pidió favor y fuerzas para
efectuar este casamiento. Y el Rey se contentó de ello y le mandó
proveer de dinero y gente que le acompañase y honrase en esta
jornada. Llegó pues el Rey a Zaragoza, y luego mandó citar a don
Artal para ante su presencia. En este medio recibió cartas de don
Alonso de Castilla, diciendo deseaba mucho verse con él para
comunicarle ciertos negocios a los dos muy importantes, y tales que
no se podían encomendar a la pluma, que le suplicaba se viesen en
Alicante. El Rey quiso contentarle, aunque siempre pensó sería
algún movimiento de planeta y de sus acostumbradas invenciones, por
divagar, y no hacer nada de lo que bien le estuviese: y así partió
para Alicante a donde halló ya a don Alonso que le aguardaba. El
cual encerrándose con el Rey le dijo en gran secreto y en suma que
ciertos principales ricos hombres de Aragón juntados con los que en
Castilla se le habían rebelado y pasado a otros Reynos se habían
concertado con los Moros de allende y con los de Granada, para mover
guerra contra los dos, que por tanto viese lo que en tan nuevo caso
debían hacer. Mas le pidió si le parecía bien mover guerra contra
los gobernadores de las dos ciudades Málaga y Guadix: porque estos
eran los mayores
receptadores
de los moros de África, o si sería mejor fingir amistad con ellos,
y hacer guerra al Rey de Granada, como principal autor de tantos
males. No dejó el Rey de conocer la inquietud e inconstancia de
ingenio de don Alonso, y lo poco que calaba los negocios del gobierno
y de guerra: pues de no tomarlos con el valor y ánimo que se
requiere, no los acababa, y de aquí daba en otro inconveniente mayor
que tenía a todos por sospechosos. Con todo eso le aconsejó que en
ninguna manera quebrantase las treguas que había hecho con el Rey de
Granada: y a lo de la conjuración de los grandes de Aragón y de
Castilla, que quitase las ocasiones para rebelársele a sus ricos
hombres, que lo mismo haría él a los suyos, porque este era el
mejor remedio y medicina para este mal. Y para esto se acordase de
los consejos que le dio volviendo de Burgos para Aragón por el
camino, desengañándole que en su propia mano estaba el fuego y el
cuchillo, pero entretanto cada uno mirase por si: y en caso de
necesidad, que no se faltase el uno al otro.




De donde se colige que el
Rey o por el dicho de don Alonso, o por algunos indicios que para
ello tuvo, no dejó de dar algún crédito a lo que don Alonso le
dijo, por lo que después se siguió.







Capítulo XIII. Que
condenando el Rey a don Artal de Luna, se descubrieron algunas malas
voluntades contra el Príncipe don Pedro cuyos criados tentaron de
matar a don Sancho su hermano.







Vueltos los Reyes cada uno
para su casa, maravillose mucho el Rey de su yerno don Alonso, con
ser tan letrado en varias ciencias, tener tanta falta de consejo, y
venir a ser tan sospechoso, y medroso, que no solo a los suyos, pero
aun a los extraños pusiese en sospecha de rebeldes y así comenzó a
pronosticarle todo mal successo en sus cosas. Se vino para Huesca, a
donde convocó cortes, para que por las causas allí referidas contra
don Artal así por lo hecho contra los de Zuera, como porque siendo
citado no había comparecido, se procediese contra él, y se le
hiciese cruel guerra en todas sus villas y lugares. Y para esto
acudiesen todos los que por aquella tierra recibían gajes del Rey.
Publicada esta guerra hubo tal sentimiento de ella en Aragón y
Cataluña, que comenzaron a moverse diferencias y levantarse
alborotos grandes entre los señores y barones, no tanto por don
Artal cuanto por el odio y rencor que todos tenían al Príncipe don
Pedro. Mayormente en Aragón, porque ya no de secreto, ni
disimuladamente, sino muy a la descubierta perseguía a don Fernán
Sánchez su hermano, después que volvió de Jerusalén y Sicilia: a
causa de la amistad grande que había tomado con el Rey Carlos
formado enemigo de don Pedro (como está dicho). Llegó tan adelante
este negocio que tentó diversas veces don Pedro de matar a don
Sancho: señaladamente poco antes cuando los dos se hallaron en
Burriana, a donde los criados de don Pedro, al punto de mediodía con
las espadas en las manos comenzaron a discurrir por todo el palacio,
y osaron señalar que buscaban a don Fernán Sánchez para de hecho
matarle, como sin duda lo pusieran por obra, si él no se saliera del
palacio con su mujer a más que de paso, y se pusiera en salvo. Esto
lo confirma Asclot diciendo, que el odio de don Pedro, no era tanto
por la amistad que don Fernán Sánchez había tomado con el Rey
Carlos, cuanto por haberse persuadido que don Fernán Sánchez
asegurándose con el favor y ayuda de Carlos, había prometido de
matar a don Pedro, para que más libremente y sin cuidado gozase el
Carlos de Sicilia.







Capítulo XIV. De los
muchos que favorecían a don Fernán Sánchez contra don Pedro, y del
razonamiento que contra él hizo don Fernán Sánchez ante el Rey.






Conoció
claramente don Fernán Sánchez hasta donde llegaba el odio e ira
grande que don Pedro le tenía, y que según era altivo y
determinado, no reposaría jamás hasta que le hubiese sacado del
mundo. Por eso determinó valerse del favor y ayuda de ciertos
barones de Cataluña, los cuales al tiempo que la gobernaba don
Pedro, fueron de él muy mal tratados, señaladamente por lo que
había hecho contra un caballero muy noble llamado don Guillé de
Odena al cual condenó a echarlo vivo dentro de un saco en el río, y
que muriese ahogado, que fue mayor pena de la que por ley se debía.
Con estos, y con el favor de don Ximen de Vrrea su suegro, y también
de otros a quien en días pasados, había quitado el Rey sus campos y
posesiones por haber seguido la parcialidad contraria de don Pedro,
alcanzó don Fernán Sánchez ser muy favorecido de ellos, y para eso
se conjuraron todos, y le ofrecieron de seguirle con la vida y
hacienda en esta demanda. No contento con esto don Fernán Sánchez
antes que esta conjuración se publicase, se fue para el Rey, al cual
informó de todo lo que don Pedro y sus criados habían intentado
contra él en Burriana, suplicándole como a señor y padre le
librase de las manos de quien tan a la clara le quería matar, y
mandase castigar a los traidores que ya lo querían poner por obra.
Añadiendo a lo dicho, que si siendo él señor y común padre de los
dos vivo, el hermano se atrevía a matar al hermano, qué haría
después de él muerto, y qué maquinaría contra los dos, después
de haber echado a él del Reyno, lo que por ventura maquinaba, que se
acordase de la obligación que tenía siendo común padre, de
reprimir la desenfrenada ira del un hijo contra el otro, si no quería
en un mismo día verse privado de los dos. Pues tanto y más es de
temer el hombre loco y desesperado, que el valiente y cuerdo, que
supiese que daría
cient
vidas por quitarla al que se la quería quitar. Y así le rogaba muy
humildemente por la clemencia que como a padre le obligaba: y por la
justicia que como Rey podía y debía, quitase de entre ellos tan
crueles distensiones con tan grandes daños y calamidades como de
aquí nacerían para sus propios hijos, y para todos sus Reynos, si
con tiempo, no acudía con el remedio.









Capítulo XV. De lo mucho
que el Rey sintió la discordia de sus hijos, y de las cortes de
Exea, y edictos que allí se publicaron, y sentencia contra don
Artal.







Entendido por el Rey todo
este hecho de sus hijos, quedó muy lastimado, por ver tan grandes
revueltas y discordias sembradas entre ellos, de las cuales
claramente entendió que habían de nacer abrojos de distensiones y
parcialidades entre sus vasallos y Reynos: por eso se dio toda la
prisa que pudo por apagar este fuego antes que más se encendiese. Se
partió a la hora de Murviedro para Aragón y mandó convocar cortes
en Ejea de los Caballeros, y que el Príncipe don Pedro con todos los
señores y barones del Reyno se hallasen en ellas: a donde entre
otros edictos, mandó al Conde de Pallas, y a todos los demás
señores y barones de Cataluña, que ninguno favoreciese al Conde de
Foix que tenía guerra con el Rey de Francia, con gente, ni armas, ni
hacienda. Esto lo mandó el Rey, no tanto por querer mal al Conde por
tener guerra contra su yerno el de Francia, cuanto por quitar el
estruendo y movimiento de las armas de toda Cataluña, que con
achaque de favorecer al Conde, se levantaban en la tierra. Sin esto
mandó al Príncipe don Pedro que renunciase la general gobernación
de los dos Reynos, que le había encomendado cuando se embarcó para
la tierra santa, por consejo de algunos buenos que deseaban la
tranquilidad del Reyno, junto con la seguridad de la persona de don
Pedro. Otro si mandó se publicase allí la sentencia del Iusticia de
Aragón dada en la causa de don Artal y los de Zuera: la cual fue que
en recompensa de los daños que don Artal les hizo, fuese privado de
toda su hacienda y bienes, y la posesión de ellos, por derecho de
señorío se diese a los de Zuera. Pero entendida por don Artal la
sentencia, antes que las cortes se concluyesen, con el favor e
intercesión de don Pedro Cornel hubo salvo conducto y vino a Ejea, y
se echó a los pies del Rey: suplicándole fuese perdonado de su
delito o al menos que por su benignidad Real se moderase la severidad
y rigor de la sentencia. Movido el Rey por las buenas palabras y
humildad de don Artal, y ser muy valeroso caballero por su persona, a
consejo de los señores y barones de los dos Reynos, y a juicio y
parecer de letrados, conmutó la sentencia, condenando a don Artal en
que pagase veinte mil sueldos jaqueses por los gastos, a los de
Zuera, y que por cinco años precisos fuese desterrado de todos los
Reynos y señoríos del Rey. Y a los participantes en el delito, que
fueron Lope Díaz Sentia, Ximeno Alauon, Diego Gurrea, y Pedro Ortiz,
en diez años de semejante destierro.













Capítulo XVI. De la exhortación que el Rey hizo a don Pedro por que
se confederase con don Fernán Sánchez, y de las acusaciones que
contra él puso don Pedro, y como se excusaron los grandes del Reyno
de responder a ellas.






Concluidas las
cortes de Ejea, el Rey se volvió a Valencia y pasando por Teruel,
fue por los ciudadanos principalmente hospedado: a donde teniendo en
memoria aquel magnífico presente que le hicieron para la guerra de
Murcia, como está dicho, mostró la mucha satisfacción y
contentamiento que de sus servicios, y fidelidad tenía, para
beneficarlos
en cuantas ocasiones se ofreciesen. Llegado a Valencia, mandó
convocar cortes, para los de solo el Reyno en Alzira: andando siempre
el Príncipe don Pedro desabrido contra su hermano, sin querer
obedecer al Rey por mucho que le exhortaba y rogaba se reconciliase
con él. Por lo cual el Rey en presencia del Obispo de Valencia, y de
Iayme Sarroca Sacristán de Lérida, y fray Pedro de Granada
religioso Dominicano, y de Thomas
Iumquera
(
original modificado)
principal letrado en derechos, amonestó de nuevo a don Pedro dejase
las enemistades y malevolencia que tenía con su hermano, si no
quería incurrir en la indignación de su padre, señalando a si
mismo. Mas don Pedro no por eso dejó de perseverar en su porfiada
ira, y sin responder palabra, se salió del ayuntamiento, y aquella
misma noche secretamente se fue a Alzira con solos tres caballeros
siempre con intención y ánimo de vengarse de su hermano. Entonces
determinó el Rey por todas vías de librar a don Fernán Sánchez, y
castigar a don Pedro, contra el cual, al parecer, mostraba estar muy
indignado por este caso. Sabido esto por don Fernán Sánchez no
quiso perder tan buena ocasión para más congraciarse con el Rey, y
así vino luego a Valencia, acompañado de don Ximen de Urrea su
suegro. Y llegado besó las manos al Rey haciéndole muchas gracias
por haberse querido enterar de la verdad de lo que entre él y don
Pedro pasaba, y tomar su defensión a cargo. Con todo esto le
aconsejó el Rey que mirase por si, y se volviese a Zaragoza, porque
no le tenía por seguro en Valencia. Mas luego que don Pedro supo el
sentimiento que el Rey había hecho por no haber obedecido a lo que
en presencia de tantos le amonestara porque se reconciliase con don
Fernán Sánchez, y como que prometiera con ira que le había de
castigar por su poca obediencia: y sin eso la gran audiencia que a
don Sancho había dado: determinó moderar su
desmasiado
orgullo e ira, temiendo no le sucediese al revés de lo que pensaba,
el abusar tanto del regalo y benevolencia del Rey. Y así por hacer
buena su causa delante de él y los demás de su consejo, rogó a
Ruyz Ximeno de Luna, y a Thomas
Iunqueras
sus muy íntimos amigos, a quien instruyó muy a su propósito, y dio
sus poderes para comparecer ante el Rey de su parte. Los cuales
llegados ante su Real presencia, y de don Bernad Guillen Dentensa,
don Ferriz de Liçana, que ya era vuelto en su gracia, y Pedro Martín
de Luna, propuso Thomas su embajada según estaba instruido. Diciendo
como nunca había querido el Príncipe don Pedro descubrir al Rey las
cosas tan torpes y
nefandas
que de don Fernán Sánchez sabía, antes las había tenido mucho
tiempo calladas, por ser tales, que sin grande ignominia y afrenta de
sus hermanos no podían, ni debían quedar sin castigo. Pero pues tan
de veras le apretaba tratándole de inobediente, por su descargo le
notificaba, que a don Fernán Sánchez le habían salido tales
palabras de la boca: es a saber. Que el Rey era indigno del Reyno, y
era muy pesado en su reynar. Que él mismo había intentado de matar
a don Pedro con yerbas, por si por la vía que él pretendía pudiese
suceder en el Reyno. Que había muchos principales del Reyno
cómplices y sabedores de esta traición, y que probaría todo esto
ser mucha verdad. Oídas por el Rey todas estas gravísimas
objeciones, no dejó de dar algún crédito a ellas, porque parecían
frisar, con lo que poco antes le había señalado don Alonso de
Castilla. Por donde poco se alteró de ello, ora fuese falso, o
verdadero lo que se oponía, no dejaba de infamar a los suyos.
Llamados sobre esto los señores y barones que seguían la Corte, se
apartó con ellos a un lado de la quadra: a los cuales después de
referidas las oposiciones hechas por parte de don Pedro les dijo, que
no tocaba a él, sino a ellos satisfacer y responder a ellas: pues
por lo que señalaban, no dejaban ellos de incurrir en alguna mácula
de infidelidad. A lo cual respondió don Ximen de Urrea, que no había
razón para que responder a ellas, por ser el que las decía un
ínfimo Clérigo que se las inventaba. Y si era verdad las decía,
por mandamiento de don Pedro, tanto menos eran obligados a hacerle
desdecir, por ser Príncipe jurado y sucesor en el Reyno, a quien
habían dado pleito y homenaje como vasallos. Entonces respondió el
Rey a los embajadores, daría orden como don Fernán Sánchez
satisficiese a las acusaciones opuestas, y se defendiese de ellas,
donde no, le castigaría.









Capítulo XVII. Como el
Rey fue a tener cortes a Alzira, y estando don Pedro para ir con
gente contra don Fernán Sánchez, los prelados le persuadieron a que
hiciese la voluntad del Rey.






En este medio
don Pedro se entró en Alzira siempre fabricando en su ánimo cómo
auria
a don Sancho para vengarse de él, para lo cual secretamente recogía
gente para irle a buscar, que pensaba cogerle antes que se volviese a
Aragón. Sabiendo esto el Rey determinó de ir a Alzira a tener las
cortes, y por divertir a don Pedro de tan malos pensamientos, dándole
una buena mano en presencia de los prelados y grandes que consigo
llevaba a las cortes. Pues como estuviese ya cerca de la villa, y
fuese cazando por la ribera de Xucar, descubrió a don Pedro que
acababa de pasarle en barcos con algunos de a caballo, con los cuales
se entró en la villa de Corbera. Comenzadas las cortes, a las cuales
también vino don Iayme hijo de doña Teresa, Bernardo Olivella
Arzobispo de Tarragona, y los Obispos de Valencia y Lérida, con
algunos ricos hombres de los otros Reynos, y los Síndicos de las
ciudades Zaragoza, Teruel, Calatayud y Leryda, propuso el Rey ante
todos la porfiada pertinacia de don Pedro, y su mal ánimo para con
su hermano que tan puesto estaba en hacerle guerra mortal, y como a
su despecho hacía secretamente gente contra él, y fortificaba las
villas y lugares que le iba quitando. Además de esto, que ni quería
se tratasen por vía de compromiso las diferencias que entre los dos
había, y ni de justicia, ni de amigable composición siendo
hermanos, sino que se averiguase por armas: que les notificaba todo
esto, para que le aconsejasen lo que para remedio de tan extraño
caso debía hacer, porque su ánimo era proceder con todo rigor
contra don Pedro como contra el más rebelde y escandaloso hombre del
mundo. Como oyeron esto los Prelados, y vieron al Rey tan puesto en
ejecutar su proposición, procuraron con buenas palabras aplacarle,
prometiendo toda enmienda y obediencia por parte de don Pedro, y
juntándose con ellos algunos señores de Aragón y Cataluña se
fueron a Corbera, a representar a don Pedro los daños que contra si
mismo se causaba, y lo mucho que enojaba al Rey y escandalizaba a
todos los de las cortes en mover guerra contra su propio hermano, que
más era contra su común padre que tan de veras tomaba este negocio
contra él y todo el mundo se lo alababa: que se guardase de incurrir
en la ira y maldición de su padre, porque tras ella le vendría la
del cielo. Aprovechó poco toda esta diligencia de los prelados con
don Pedro porque ni quiso creer lo que le dijeron, ni dejar de pasar
su propósito adelante, tan arraigada estaba en él la malicia contra
don Fernán Sánchez. Sabiendo esto el Rey lo sintió notablemente, y
luego salió de Alzira y se fue para Xatiua, con fin y determinación
de perseguir y proceder con todo rigor contra don Pedro y así mandó
apercibir una compañía de gente de a caballo para ir a prender a
don Pedro con fin de castigarle severamente. Sintiendo esto Andrés
de Albalate, Obispo de Valencia y viendo que con la ira del Rey se le
doblarían los enemigos a don Pedro y perdería los amigos, para que
todas sus cosas parasen en mal, si no volvía en si, y se reconocía,
volvió a verse con él a solas, hablándole ya no con blandura, sino
muy duramente, increpando gravemente su pertinacia. Mostrando como ni
era de verdadero hijo, ni de caballero, ni de Cristiano lo que hacía
en contravenir y no obedecer los mandamientos del Rey su padre, que
siempre le había sido tan propicio y favorable, que a todos los
demás hijos, por solo él había aborrecido, y que le era un
ingrato, que mirase no incurriese en mayor ira del celestial padre
que suele castigar muy rigurosamente a los hijos que
aca
baxo

son desobedientes a sus padres. Por lo cual le suplicaba y amonestaba
muy de veras se entregase en manos del Rey, y se sometiese a su
voluntad sin ningún otro concierto ni condición que le prometía de
esta manera hallaría en él muy amoroso recibimiento, y alcanzaría
del todo su perdón y gracia.
Movido don Pedro con las
amonestaciones y eficaces razones del Obispo, determinó rendirse muy
de corazón a su padre, como a la verdad ya antes había pensado de
hacerlo y con esto se fue con el Obispo para Xatiua llevando consigo
al Vicario del gran Maestre del Hospital, a quien por justa causa
(aunque no la especifica la historia) había tenido preso, sabiendo
que holgaría el Rey de verle libre. Entrando pues don Pedro con el
Obispo a su lado por palacio le siguieron todos con muy grande
alegría por ver el recibimiento que el Rey le haría, hasta que
llegó a la cámara del Rey, y en verle se le echó con grande
humildad a los pies, y le besó el derecho, y le habló con palabras
muy humildes mezcladas con lágrimas y pidiéndole perdón. El Rey le
recibió benignamente, porque era tanto el amor que le tenía, que no
bastó, ni fue parte la contumacia pasada para menoscabarlo, antes
(como adelante veremos) lo dobló conforme a lo que afirma el Cómico
que las iras entre los enamorados son causa de mayor amor.









Capítulo XVIII. De como
reconciliado don Pedro con el Rey, los dos se concordaron en
perseguir a don Fernán Sánchez, y de la muerte del Rey de Navarra,
y de doña Berenguera.







Esta súbita
reconciliación de don Pedro con el Rey no fue menos sospechosa a
todos, que totalmente daño para don Fernán Sánchez porque de aquel
mismo punto que el Rey vio a don Pedro, como atosigado de su veneno,
convirtió toda su ira y saña contra don Fernán Sánchez, creyendo
ser verdad todo lo que le dijo don Pedro, que a la hora se le
representaron, y vinieron a la memoria las cosas que don Fernán
Sánchez en los años pasados había intentado y maquinado contra su
Real persona en Zaragoza, cuando pidió el bouage a los Aragoneses
para la guerra de Murcia, juntándose con los señores barones y
ricos hombres del Reyno a contradecirle, haciéndose caudillo de
ellos, y formado enemigo suyo, allende de las burlas y palabras
injuriosas que contra él profirió y que no solo procuró con los
barones Aragoneses, pero aun escribió y convocó a los Catalanes
para que hiciesen formada rebelión, y pusiesen en todo riesgo su
vida y honra, que en fin no tuvo en él por entonces hijo sino cruel
enemigo. Ni tuvo por menos justificada la ira de don Pedro contra él
pues sabiendo la justa causa que don Pedro tenía para estar mal con
el Rey Carlos de Sicilia por la muerte de Manfredo su suegro, ni
había de aportar en ninguna parte de Sicilia cuando volvió del
mismo Rey, y mucho menos el armarse caballero de su mano, como está
dicho. De manera que por tantas y tan justas causas le parecía al
Rey no se serviría Dios quedasen estos delitos sin punición y
castigo, y así ni dejó de procurarlo, ni le pesó después de
hecho, como adelante mostraremos. Por este tiempo murió Theobaldo
Rey de Navarra sin dejar hijos, y le sucedió su hermano Enrrico en
el Reyno. El cual no quiso pasar por los conciertos y pactos hechos
entre Theobaldo y la Reyna doña Margarita su madre con el Rey. Cuyo
derecho no por eso dejó de ser muy firme para con el Reyno: puesto
que por entonces no determinó pedirlo por vía de armas, por tenerle
tan distraído las divisiones de sus hijos. También murió por este
tiempo en Narbona y fue allí mismo sepultada, doña Berenguera hija
de don Alonso señor de Molina, con la cual tuvo el Rey siendo viudo
conversación carnal por algunos años, tan libre, que muchas veces
(según él dice en su historia) de ningún pecado tenía porqué
hacerse conciencia sino del de doña Berenguera. Y cuando se
confesaba para entrar en batalla, otro que este no le ocurría.
Puesto que con la esperanza y palabra que había dado de casarse con
ella, no le condenaban (condennauan) del todo. Pero muerta ella como
el Rey entraba en años, no se lee haber más usado de semejante
soltura. Es cierto que no tuvo ningunos hijos de ella, por que hizo
al Rey su heredero de dos villas llamadas Felgos, y Caldela que en el
Reyno de Galicia poseía.













Capítulo XIX. Como el Rey de castilla temiendo la venida de los
moros de África pidió socorro al Rey, el cual se vio con él, y se
lo prometió y de lo que el Rey hizo en Mompeller.







En el mismo tiempo y año,
como algunos señores y grandes de Castilla movidos por las razones y
sobras que don Alonso les hacía se pasasen al Rey de Granada, y
otros al de Navarra, y también se dijese y tuviese por muy cierto
que Abienjuceff Rey de Marruecos había de pasar muy presto con
innumerable ejército a la Andalucía, escribió don Alonso al Rey
dándole aviso de todas sus calamidades así de la ida de sus
vasallos a otros Reyes, como de la venida de los Moros a sus Reynos,
y que le suplicaba para tratar el remedio de esto se viesen juntos
que acudiría luego a donde mandase. Le pesó al Rey muy
entrañablemente de ver y oír las miserias de don Alonso, y más por
ser él mismo la causa de su perdición pues con el mal tratamiento y
división que tenía con los señores, y ver que se apartaban de él
tomaban ánimo los Moros de África para pasar en la Andalucía, y a
río revuelto ponerle en los trabajos y miserias que padecía. Porque
es cierto que en ningún otro tiempo se atrevieron a pasar los Moros
de África en España tan a menudo como en este del Rey don Alonso.
Por donde respondiendo el Rey que acudiría, se vieron en la villa de
Requena en los confines del Reyno de Valencia a donde después de
pasadas muchas buenas razones entre ellos en conclusión prometió el
uno al otro que no se faltarían en tal necesidad, y que se ayudarían
con todo su poder, señaladamente contra los Moros de África
prometiendo al Rey de ir en persona en esta guerra, y con esto
después de avisarle y amonestarle sobre lo que decía hacer con los
grandes para reducirlos a su devoción, y también sobre el ejército
que debía preparar para resistir a los Moros por la Andalucía, pues
él entraría por la parte de Murcia para entretener a los de Granada
no favoreciesen a los otros, se despidieron y cada uno se volvió a
entender en lo que se había encargado para esta guerra. De manera
que vuelto el Rey a Valencia, comenzó a enviar gente de guarnición
a los confines del Reyno hacia la parte de Murcia, y él se partió
por negocios importantes para Barcelona, acompañado de algunos
señores y barones de los dos Reynos, a donde concluidos algunos,
pasó a Mompeller, y como supo las distensiones y diferencias que
había entre Philipo Rey de Francia su yerno y el Conde de Foix, y
que por ellas tenía el Rey preso al Conde, entendió en concordarlos
y librar de la prisión al Conde. Aunque para concluir esta
reconciliación, hubo de dar el Rey a Philipo ciertas villas que
junto al estado de Mompeller poseía. También hizo pregonar guerra
por toda la Guiayna contra el Rey de Granada, y contra Abenjuceff Rey
de Marruecos, y lo mismo por Aragón y Cataluña en defensión de
Castilla y del Andalucía. Mandando a todos los señores y barones
que tenían tierras y posesiones tomadas en feudo de los Reyes sus
antepasados con obligación de que en tiempo de guerra personalmente
siguiesen al Rey y a su costa le sirviesen en ella, acudiesen a
servirle en esta jornada, haciéndoles saber como él mismo en
persona se había de hallar en ella, porque ninguno excusase la
venida. Con esto mandó a Vgon de Sentapau justicia ordinario de la
ciudad de Girona principal ciudadano y de antiguo linaje en ella, que
la gente que tuviese hecha para esta jornada la enviase a Valencia.













Capítulo XX. De lo que el Rey pasó con el Vizconde de Cardona, y
como juntó su ejército y fue la vuelta de Murcia, y no pareciendo
los Moros, dejando allí buena guarnición de gente se volvió a
Valencia.







Hecho lo que dicho
habemos, se partió el Rey de Mompeller, y vino a Lérida, donde
halló al Vizconde de Cardona, al cual como le viese desocupado y
pacífico con sus vasallos, rogó mucho le siguiese en esta guerra
contra Moros, con su persona y la más gente que pudiese que le
obligaría en ello mucho. Como el Vizconde se excusase, y no con sus
trabajos pasados con sus vasallos, sino por pensar que no tenía
obligación precisa para seguir al Rey, y que estaba en su libertad
el quedarse le mostró el Rey lo contrario, y como por derecho y
obligación de feudo era tenido a seguirle. Pero con todo eso,
volviendo el Vizconde a excusarse con otros seis barones de Cataluña
que estaban allí presentes y tenían feudos Reales, determinó por
entonces disimular con ellos, por no detenerse, ni dejar de acudir
luego con el socorro al Rey de Castilla por haber entendido que el
Rey de Granada de muy confiado en el ejército que esperaba de África
con Abenjuceff había adelantado a mover guerra a don Alonso, y le
apretaba por la parte de Murcia. Por eso enderezó el Rey su ejército
hacia ella: dejando encomendado todo el gobierno de los Reynos de
Aragón y Cataluña a don Bernardo Oliuella Arzobispo de Tarragona
como a persona de grande valor y confianza para el cargo, puesto que
reservó el conocimiento de las apelaciones al consejo Real que
quedaba en Lérida. Hecho esto se fue a Valencia, y allí hizo cuerpo
y junta de toda la gente que tenía hecha en el Reyno, con la demás
que era llegada de los otros Reynos y de la Guiayna, y pasó con todo
el ejército a Xatiua, a donde acudieron todos los señores y barones
de Aragón que tenían feudos reales, con sus personas y gente, y los
que no vinieron en persona enviaron gente muy puesta en orden.
Pasando de Xatiua a Biar halló que ya eran llegados allí don Iayme
y don Pedro hijos de doña Teresa, con los otros sus hermanos,
excepto don Fernán Sánchez por no asegurarse mucho de las mañas de
don Pedro, ni de la voluntad del Rey, que sabía la había ya
trocado, y que favorecía a don Pedro. Pasó de allí a la ciudad de
Murcia con todo el ejército, a donde por los Cristianos y Moros se
le hizo solemnísimo recibimiento, y como a verdadero conquistador
del Reyno, y conservador de la patria, le hicieron la misma honra y
salva que a su propio Rey hicieran. Mas como ni los de Granada, ni
los de África, que aun no eran llegados sino pocos, moviesen guerra
contra Murcia, se detuvo allí el Rey no más de XIV días, los
cuales pasó todos en reconocer la fortaleza, y reparar los lugares
flacos de ella, parte en cazar y gozar de tan hermosa campaña. Valió
todo esto para espantar al Rey de Granada, pues en saber estaba tan
vecino el de Aragón luego despidió su ejército, y lo distribuyó
en guarniciones por toda la frontera de Murcia. Sabido esto por el
Rey, se despidió de los de Murcia, dejándolos muy animados para la
defensa de ella, asegurándoles que siempre que menester fuese sería
con ellos. Finalmente renovando las guarniciones de gente por las
fronteras se volvió a Valencia, dejando allí formado ejército por
algún tiempo hasta ver lo que harían los de Granada.













Capítulo XXI. Como estando el Rey en Alzira, llegó un embajador del
Papa para rogarle fuese al Concilio de Lyon (Leon), al cual prometió
de ir, y de lo que pasó con los Barones de Cataluña.







Como el Rey volviendo de
Murcia parase en Alzira para reconocer la villa con su fortaleza,
llegó allí fray Pedro Alcalanam de la orden de los Dominicos, de
nación Italiano, persona de grandes letras y santidad de vida, a
quien enviaba el Papa Gregorio X al Rey con embajada, diciendo en
suma, como había congregado Concilio general en la ciudad de Leon en
Francia, para tratar y determinar los tres mayores negocios que nunca
fueron en ampliación de la religión y Repub. christiana. El uno por
hacer liga de todos los Reyes y Príncipes cristianos para cobrar la
tierra santa de los infieles Turcos. El otro para reducir la iglesia
Griega con su Emperador Paleologo al gremio y consenso de la Romana,
lo tercero para admitir a la fé católica al gran Cham Emperador de
los Tártaros, con todas las tierras de su imperio, por haber sido
muchas las embajadas y ruegos que los dos Emperadores habían hecho
sobre ello a los Pontífices sus predecesores, y que de nuevo le
solicitaban por ello: prometiendo los dos que darían todo favor y
ayuda para la conquista de la tierra santa, siempre que los Príncipes
de la iglesia Latina comenzasen por si la empresa. Por lo cual le
rogaba mucho que por el servicio de Dios, y por el manifiesto
ensalzamiento de la santa fé católica que de esto se esperaba,
tuviese por bien de venir a verse con él en el Concilio para decir
su parecer y voto en tan importantes negocios, y en breve tratar
sobre lo que tocaba al negocio de la conquista. Oído esto por el
Rey, respondió que su devoción era tanta para con la santa sede
Apostólica y sus sagrados Pontífices, mayormente ofreciéndose tan
graves y tan importantes negocios al servicio de Dios y beneficio
común de toda la Cristiandad: que de muy buena gana se dispondría a
dejar todo negocio por hallarse en el sacro Concilio, y como
verdadero hijo de obediencia de la sede Apostólica hacer cuanto en
él le fuese mandado. El legado que oyó tan buena resolución y
respuesta del Rey se volvió luego muy alegre al Papa, y el Rey se
entró en Valencia: donde averiguados algunos negocios sobre el
gobierno de ella: confirmó en el oficio al gobernador que por
entonces presidía, con los demás oficiales reales en sus cargos: y
tomó de su tesoro el dinero necesario para este viaje tan principal.
Llegado a Tarragona, mandó que compareciesen ante él, el Vizconde
de Cardona, de quien se habló antes, don Pedro Verga, don Galcerán Pinos, don Guillé, y Mauleó Catalaunin, Berenguer Cardona, y
Guillen Rajadel, Barones principales de Cataluña. Los cuales poco
antes se habían excusado de seguir al Rey en la guerra de Murcia, a
efecto de castigar su contumacia y soberbia. Y así les quitó las
caballerías de honor, y privó de oficios y cargos reales.
Finalmente les hizo restituir las fortalezas y castillos, que por él
y sus Reyes predecesores les fueron encomendados: para que con esta
condición y ley, a uso y costumbre de Aragón, se encomendaban las
fortalezas, con que se restituyesen a los Reyes, si quiera las
pidiesen a buenas, o enojados, o de cualquier otra suerte. Como el
Vizconde restituyese algunas, y otras se detuviese, y los otros
Barones hiciesen los mismo, y de esto no se contentase el Rey: hubo
parecer de algunos del consejo Real esto se averiguase por fuerza de
armas: aunque por entonces pareció al Rey era mejor, disimular con
ellos, y no comenzar la guerra, por no estorbar su viaje que tenía
prometido al sumo Pontífice para el Concilio.







Fin del libro XVIII.







Libro décimo séptimo

Libro décimo séptimo.






Capítulo primero. Como no
fueron parte los grandes rumores que andaban de la infinidad de los
Moros para que el Rey dejase de salir contra ellos, y de lo que fue
de ellos.






Mientras el Rey estaba en
Valencia proveyéndose de armas y vituallas, y esperaba las compañías
que había mandado hacer en Aragón y Cataluña para la guerra de
Murcia: andaban de cada día divulgándose por el pueblo, grandes
rumores de la innumerable muchedumbre, e infinidad de Moros que
nuevamente habían pasado de África en el Andalucía, los cuales
ajuntados con los que poco antes pasaron, se afirmaba que pasaban de
doscientos mil hombres, y que su fin de ellos era entrarse por el
Reyno de Murcia, y después ganar el de Valencia, no solo para
quitarlo al Rey, y restituirlo a Zaen y a los suyos: pero aun de
pasar más adelante y echar al Rey de los otros sus Reynos, y
señoríos, y quedarse con todo lo de la corona. Pues como esto
conformase con lo que poco antes se había entendido de África, de
la conjuración que algunos Reyes de ella con los de Granada habían
hecho contra el Rey de pura envidia (inuidia), por su grande valor y
ventura, y que ya estaba dentro de España: no dejó esta nueva de
distraer algo su Real ánimo, y ponerle en grande cuidado la empresa.
Considerando como prudente, que de cuantas guerras había emprendido
en su vida, ninguna se podía comparar con el riesgo y peligro de
esta, ni que con más razón debiese temerla. Pues aunque en otro
tiempo, como en la presa de Valencia tuvo muchos enemigos, fueron
también muchos los que le favorecieron en ella. Lo que no era así
en esta sazón: por no haberse hallado jamás con tan pocas fuerzas,
ni con menor ejército que entonces: y este entre si dividido, para
dudar con razón de salir a la pelea. Porque saliendo al encuentro a
los Moros de África y Granada, y dejando atrás los de Valencia tan
enemigos como los otros; cabía en razón el recelarse, que estando
peleando con los delanteros, acudirían los de Valencia a tomarle en
medio, para ser víctima y como sacrificio de los dos ejércitos. Mas
aunque todo esto junto con los rumores, era muy digno de ponderar y
temer: todavía fue tanta su magnanimidad y valor, que no por eso
dejó de llevar su empresa adelante, y de salir al encuentro a sus
enemigos, por no perder tan gloriosa ocasión como se le ofrecía,
para que con la victoria de tanta infinidad de Moros, que la esperaba
de la mano de Dios sobrepujase la gloria de todas sus victorias
pasadas. Con esto se movió con mayor esfuerzo a proseguirla: tomando
siempre la honra de Dios contra sus enemigos por más que propia. Y
así fue cosa milagrosísima el desvanecimiento que se siguió en
pocos días de esta infinidad de Morisma. Porque como vinieron sin
general ni caudillo, sino como gente perdida y allegadiza, sin armas,
sin tiendas, ni bagaje, y sin ningún orden ni aparato de guerra:
sino a la fama de la riqueza de España: al cabo de días que
anduvieron divagando por la Andalucía, sin hacer efecto alguno, mas
de robar y saquear los pueblos para sustentarse: comenzaron poco a
poco a volverse a África: así porque el Rey de Granada, viéndolos
(como habemos dicho) tan inútiles y desarmados para la guerra no se
quiso servir de ellos ni sustentarlos, ni pagarlos: como porque
habían entendido que el Rey venía con gran poder por mar y tierra
sobre ellos.











Capítulo II. Que el Rey partió de Valencia con su ejército la
vuelta de Murcia, y redujo (reduzio) a Villena y otros lugares, a la
obediencia del Rey de Castilla, y de sus hermanos.






Pues como el
Rey, por los rumores del pueblo no dejase pasar adelante la conquista
del Reyno de Murcia, dejó a Valencia muy fortificada con buena
guarnición de gente por hacer rostro, y ser luego sobre cualquier
villa o lugar que hiciese muestra de rebelión. Hecho esto envió
ante si las vituallas y bagaje, y se partió con todo el ejército
para Xatiua, donde tomó algunas compañías de a caballo, y dejando
muy bien fortificados los dos castillos de la ciudad pasó a Biar:
allí juntó su consejo de guerra y mandó llamar algunos capitanes
pláticos de la tierra, proponiéndoles, si convendría ir primero a
poner cerco sobre la ciudad de Murcia, porque tomada ella fácilmente
se rendirían las demás tierras del Reyno: o sería mejor comenzar
por los lugares y acabar en la ciudad. Todos o la mayor parte
respondieron tenían por mejor, se conquistasen primero las villas y
lugares del Reyno que estaban de esta parte de Villena, hacia
Alicante y Orihuela por dejar las espaldas seguras: y que fuese
última la ciudad. Con esto envió el Rey la mitad del ejército a la
mano siniestra de la entrada del Reyno, y él tomó la diestra.
Llegando a vista de Villena, envió un trompeta para que llegando a
la puerta junto al muro, de su parte les dijese, como tenía
entendido se habían rebelado contra don Manuel su señor hermano del
Rey de Castilla: que si no volvían en si, y de nuevo se le
entregaban con la tierra libremente, y sin condición alguna, les
talaría los campos, y asolaría la villa. A esto respondieron, que
ellos con la villa se entregarían a don Manuel con ciertas
condiciones, si les prometía que don Manuel las aceptaría y pasaría
por ellas. Prometiéndolo así el Rey, se entregaron a don Manuel,
cuyo Alcayde y oficiales cobraron el gobierno de ella, con las
condiciones que no se declaran en la historia. Siguiendo este ejemplo
los de Elda se dieron al mismo: y con ellos los de Petrer, Nonpot, y
Elche. De manera que en palabra del Rey todos volvieron a darse a sus
señores. Entendiendo los demás del Reyno la benignidad y
aseguramiento con que recibía el Rey a los que voluntariamente se le
daban: se le entregó luego la gran torre llamada Calagorra, que
estaba muy guarnecida de gente y armas, y muy avituallada. Esto se
hizo antes que el ejército del Rey llegase a ella: porque era tanta
su prudencia con la buena opinión y fama de valeroso, que atraía
(
atrabia)
las gentes a si, y no menos con prudentes palabras que con poderosas
fuerzas lo juzgaba todo. Luego envió para que estuviese en presidio
y guardia de la torre al Obispo de Barcelona, por defenderla de los
soldados no le talasen los campos ni los saqueasen a causa de tener
fama de rica, y él se pasó a Orihuela que los antiguos llamaron
Orcelis: a do llegó luego el Alcayde de Criuillen villa fortísima a
decir al Rey, que no embargante, que estaba muy bien guarnecida de
gente y armas, se la entregaría con sus dos fortalezas que dentro de
ella había, solo que le enviase una compañía de soldados, y se la
envió. De esta manera se dieron al Rey, y restituyeron a sus propios
señores todas las villas y castillos del Reyno que estaban de esta
parte de Villena la vuelta de Orihuela y Alicante. Y con lo que todas
ellas dieron y proveyeron voluntariamente al campo de vituallas y
municiones el Rey se puso a gesto de pasar más adelante en la
conquista.















Capítulo III. Del aviso que al Rey dieron los Almugauares de los
ochocientos jinetes, y gran acarreo de armas y vituallas que enviaban
los de Granada a Murcia, y como salió a dar en ellos.






Saliendo el
Rey de Orihuela para pasar con la gente de a caballo hacia la ciudad
de Murcia le salieron al camino los Almugauares de a caballo de su
guardia Real, a los cuales como muy pláticos y diestros en la guerra
había enviado delante la vuelta de la ciudad, a reconocer la
campaña, y hacer sus cabalgadas por aquellas villas y lugares que
estaban entre la ciudad y Lorca también ciudad del Reyno, hacia el
camino de Granada: y por entender de los cautivos que tomasen, la
determinación y prevenciones que los enemigos hacían para
defenderse de esta guerra. Pues como corrida la campaña de las dos
ciudades, volviesen con alguna presa, dieron aviso al Rey, como no
había veinte horas, cuando al anochecer habían descubierto desotra
parte de Lorca, y visto pasar ochocientos jinetes, con dos mil
infantes, que venían del Reyno de Granada, acompañando y en guardia
de dos mil acémilas cargadas de todo género de armas y de diversas
vituallas, que pasaban la vuelta de Murcia: y que serían la gente de
guerra con los acemileros (
azemileros)
y bagaje, hasta seis mil personas a su parecer: pero que iban todos
derramados sin ningún orden de guerra: y que como gente que no se
temía de enemigos, ni en tal pensaba, sería fácil tomarlos de
sobresalto con todo el bagaje y hacer de ellos una importantísima
presa: mas esto había de ser hecho con mucha presteza saliéndoles
el ejército al delante al paso que ya tenían bien reconocido y
señalado dos Almugauares naturales de Lorca, que sabían muy bien
las entradas y salidas de aquella tierra, y que habían tenido la
lengua de los mismos del bagaje a donde iban, y lo que llevaban: de
manera que se podría pelear con ellos con grande ventaja (
auantage)
de los nuestros. Esto era al tiempo que acababa de llegar y juntarse
con el ejército del Rey, don Manuel y los caballeros del Temple, del
Hospital y de Ucles, juntamente con los de don Alonso García capitán
belicosísimo, al cual enviaba el Rey de Castilla para aquella
jornada con una buena banda de caballos y compañías de infantería.
Los cuales juntados con los del Rey hacían hasta mil y doscientos
caballos, y XX mil infantes. Oyendo pues el Rey lo que los
Almugauares decían de los 800 jinetes de Granada, con la demás
gente y acémilas, bien instruido de todo mando que le siguiesen
todos, sin decir para donde: mas de que se apercibiesen de lo
necesario para partir luego por la mañana dos horas antes del día.
Y así muy puestos en orden para pelear, llevando los Almugauares la
vanguardia, pasaron el río Segura, para salir al camino de Lorca que
va a Murcia: y al amanecer llegaron a una Aldea que estaba a la falda
de un pequeño monte, no muy lejos de la ciudad donde estaban los
sepulcros de los antiguos Reyes de Murcia. Allí mandó el Rey por
consejo de los Almugauares hacer alto: porque era un atajo por donde
habían de embocar para la ciudad los jinetes: y cuanto a lo primero
prendieron toda la gente chicos y grandes del aldea, por que ninguno
diese aviso de su llegada a la ciudad, ni a los jinetes. Y también
quiso que el ejército reposase algún tanto, por la mala noche
pasada: y llegados los
bastimientos
y bagaje, mandó refrescar a todos, estando los Almugauares puestos
en centinela.















Capítulo IV. De la manera que el Rey ordenó su ejército para
pelear, dando la vanguardia a sus hijos, y del razonamiento que les
hizo para animarlos con todos los demás.






En este medio
que los jinetes se iban allegando, que según el paso que traían
tardarían aun tres horas, el Rey ordenó los escuadrones del
ejército de esta forma. En el primer escuadrón puso a los dos
Príncipes don Pedro y don Iayme sus hijos con la infantería y
caballería de Aragón y Cataluña. El segundo escuadrón llevó don
Manuel y don García con los maestres de caballeros de las órdenes y
demás infantería de Castilla. La retaguardia tomó el Rey para su
escuadrón con los Almugauares, reforzada con ciento y cincuenta
hombres de armas, sin otros muchos caballos ligeros de aventureros
que iban fuera del cuerpo del ejército en ala con sus lanzas y
azagayas para tirar de lejos. A estos envió el Rey con el capitán
Rocafull caballero nobilísimo de la ciudad de Orihuela, para
descubrir el campo, y
ceuar
a los jinetes, y que luego trabasen la escaramuza, para desmarcharlos
del bagaje y acémilas. Los cuales comenzaron
assomar
algo lejos por lo alto de un monte, por donde atravesaba el camino
del atajo: y aunque de lejos, todavía porfiaba mucho el Maestre de
Vcles que envistiesen, y cerrasen con ellos al descender del monte.
Mas el Rey no lo permitió, hasta que toda la caballería de los
enemigos llegase a lo llano: para que nuestros caballos diesen en los
postreros y se pusiesen entre ellos y el monte, a fin de desviarlos
de la gente de a pie y del bagaje: y porque los de a caballo y de a
pie diesen en la infantería de ellos: pues a los jinetes él los
entretendría con su caballería y Almugauares. Pero como el Rey no
se temiese tanto de los enemigos que tenían delante, cuanto de los
de la ciudad, sabiendo que había en ella mucha y muy escogida gente
de a caballo, y se persuadía que en comenzando la batalla luego
serían sobre su ejército en socorro de los jinetes: y ordenó su
gente de arte, como si con los unos y con los otros hubiese de pelear
juntamente: y por eso escogió para si la retaguardia. De manera que
mientras los jinetes venían poco a poco reparándose por haber ya
descubierto parte del ejército, y aparejándose para la batalla,
salió el Rey del último escuadrón todo armado con su caballo
encubertado, y dio la vuelta por el ejército que lo halló muy
puesto en ordenanza: y después de haber muy bien exhortado a los
capitanes y maestre de campo lo que tocaba a cada uno en su oficio,
volvió la vanguardia que la regían los dos Príncipes sus hijos. A
los cuales para más animar los dijo en voz alta y grave, se
acordasen de qué padre eran hijos, al cual tenían presente y por
capitán y compañero en la guerra, también por testigo de sus
hazañas, que por ello tanto más levantasen los ojos al celestial y
común padre de todos para hacerle infinitas gracias, porque de su
soldadesca a su Majestad divina, no contra Cristianos, sino contra
los impíos e infieles enemigos de su santísimo nombre: a quien si
se encomendaban de todo corazón, les daría sin duda fuerzas para
vencer, y a los enemigos para no poder resistir las quitaría. De
allí vuelto a todos los soldados les mostró la presa de armas,
caballos, y mil otros despojos riquísimos que
vian
venir delante los ojos a sus manos, que les ofrecía hacer la debida
partición de todo entre ellos, si bien y animosamente peleasen.
Porque no dudaba siendo ellos tan valerosos, y tan acostumbrados a
vencer ejércitos de mucho mayor número, vencerían mucho mejor a
este, siendo de pocos, aunque no por eso los habían de menospreciar,
sino pelear como contra muchos.










Capítulo V. Como se dio la batalla contra los jinetes, y que huyeron
con toda la infantería, y fue cogido el bagaje: y por qué no
salieron los de Murcia en su socorro, y como el Rey se enamoró de
doña Berenguera.






Hecho su
razonamiento y vuelto a su puesto el Rey, dio señal de batalla, y en
un punto arremetieron los de a caballo contra los jinetes que ya
estaban a tiro de ballesta, y pasando adelante por los dos lados para
tomarles las espaldas, y dividirlos de la infantería y bagaje, los
cercaron por todas partes. Los cuales viéndose en tal estado con
mucho temor, pensando eran los nuestros tres tantos de lo que
parecían, hicieron un cuerpo de escuadrón todos juntos, y rompiendo
por una ladera a los nuestros abrieron el camino para huir hacia
donde vinieron. Lo cual visto por su gente de a pie, y que la nuestra
comenzaba a embestir en ellos, siguieron a los de a caballo,
desamparando las acémilas con todo el bagaje: porque pusieron toda
su felicidad y victoria en salvar sus personas. Fueron de parecer el
de Ucles y los Castellanos que se siguiese el alcance: mas el Rey no
quiso, antes mandó tocar a recoger el campo: recelando siempre de
los de la ciudad, no les acometiesen por las espaldas, o cayesen en
alguna celada de más enemigos, siguiendo a los que huían: los
cuales fueron a recogerse en una villa llamada Alhama que estaba
cerca de una fortaleza donde había gente de guarnición del Rey de
Granada, y que podían salir y dar sobre los nuestros y destrozarlos,
yendo sin orden, esparcidos y puestos en saquear. También prohibió
no se diesen a saco las acémilas y bagaje (
vagage),
sino que viniese todo a su mano. Y así luego distribuyó, y repartió
entre todos, cuanto se halló de armas, tiendas, jaezes de caballos,
aljubas, cueros, con otras muy ricas cosas, excepto las acémilas y
vituallas, como cosas necesarias para común servicio y provisión
del campo: de lo cual quedaron todos muy contentos. Asimismo
estuvieron muy maravillados, no sabiendo la causa porque no salieron
los de la ciudad en socorro de los jinetes, viniendo en ayuda y favor
de ellos: pues no era posible que ignorasen su venida, estando la
ciudad casi a la vista de donde fue la batalla y que podrían sentir
de ella el estruendo de las armas y atambores. Se supo de los
cautivos del campo que los de la ciudad fueron avisados de la venida
de los Granadinos, y de su tan buen socorro, para que saliesen a
recibirlos. Pero no osaron salir los de ella, ni los gobernadores lo
permitieron: porque era fama pública, y se tenía por muy
averiguado, que los dos Reyes de Aragón y de Castilla estaban con
sus ejércitos armados en campaña, y venía cada uno por su parte a
cercar la ciudad: que era ardid de guerra, y concierto entre los dos
campos, que el de Aragón comenzase la escaramuza con los de Granada,
para que saliendo los de la ciudad a socorrerles, llegase el de
Castilla, y hallándola desguarnecida la entrase y se apoderase de
ella. No fue del todo vana la sospecha de los de Murcia, porque por
este mismo tiempo el de Castilla vino a ver al Rey, dejando su campo
sobre tierras de Granada, habiendo concertado que para cierto día se
habían de ver en Alcaraz, no lejos de Murcia. Y así fue que el Rey
don Alonso y la Reyna doña Violante con sus hijos los príncipes de
Castilla vinieron a Alcaraz: donde trajo consigo la Reyna por su dama
a doña Berenguera, hija de don Alonso señor de Molina y Mesa, moza
hermosísima, y de muy suave y gracioso rostro, con otras mil
perfecciones (
perficiones)
de su persona. El Rey que la vio, se enamoró extrañamente de ella,
y ofreciéndole que por tiempo se casaría con ella pues era viudo,
tuvo por algunos años conversación con ella: de lo cual no hay
mucho que maravillarse, porque de tan continua, tan próspera, y
venturosa guerra, súbitamente concurriese el generoso y valiente
Marte con la hermosa y fecunda Venus (según es natural a los hombres
después del trabajo, por beneficio de la generación, inclinarse a
ella) Mayormente siendo la medianera y gran solicitadora naturaleza,
a quien por su interesse y gloria tocaba producir y sacar muchos
Iaymes al mundo: lo que no cupo en la ventura de doña Berenguera,
porque nunca concibió del Rey su enamorado. De manera que después
de haber tratado los dos Reyes sobre lo hacedero en la conquista de
Murcia, y el nuestro haberse del todo encargado de ella, el de
Castilla con la Reyna y sus hijos volvieron a su campo: y el Rey se
vino a Orihuela a poner en orden algunas cosas para la conquista.
Allí vinieron los de Villena, y le dijeron que pues por su orden y
mandamiento se habían dado a don Manuel, se acordase de mandarles
cumplir lo que les prometiera. Entonces el Rey, de consentimiento de
don Manuel, puso gente de guarnición y armas en el castillo de
Villena, y con esto se moderó el mal tratamiento que don Manuel les
hacía. Partiendo de allí el Rey para Nonpot y Elche, les mandó se
entregasen juntamente con los de la gran torre Calagorra, a don
Manuel, y volviéndose a Orihuela, celebró la fiesta de Navidad muy
solemne en ella.









Capítulo VI. Que el Rey
fue a poner cerco sobre Murcia, y lo que le acaeció con el Adalid
reconociendo la tierra, y de las escaramuzas de los Moros, y medios
que tuvo para que se le entregase la ciudad.






Partió el Rey
de Orihuela para Alicante, donde reforzó el ejército con las nuevas
compañías que le llegaron de Aragón y Cataluña. Luego dio vuelta
para Murcia a poner cerco sobre ella, y partido de Orihuela llegaron
a legua y media de la ciudad. De allí partiendo a la media noche,
iba el Rey delante de todo el ejército guiado por el adalid para
descubrir el sitio, por hallar el lugar más cómodo y dispuesto
donde asentar el Real. Porque era costumbre (según dice la historia
Real) cuando querían dar batalla los Reyes que personalmente se
hallaban en ella, ponerse en la retaguardia: y para poner el cerco,
ir de los delanteros, a efecto de descubrir el sitio de la tierra.
Pues como llegasen antes del día a un puesto, que al adalid le
pareció cómodo, y por estar muy oscuro, no discerniesen si estaban
cerca, o lejos de la ciudad: en siendo de día la descubrieron, y se
hallaron tan juntos a ella, que apenas había un tiro de ballesta:
tanto que pacía junto a ellos el ganado de la ciudad. Reconociendo
esto el Rey, dijo al adalid. Por cierto que tú muestras ser bien
ignorante de la tierra que pisas, pues para señalar el cerco me has
traído casi a ponerme en manos, y a poder ser cercado de mis
enemigos. Pero como quisieres, echado has el dado, el puesto se ha de
mantener, no hay más volver el pie atrás. Luego mandó llegar allí
todo el ejército, y asentar el Real en aquel mismo puesto:
fortificándolo con tanta presteza, con muy buen palenque, y haciendo
sus trincheras para ir poco a poco ganando tierra y apretando a los
de la ciudad, que fue cosa de grande maravilla. Se espantaron mucho
los de dentro, de que tan presto, sin ser sentidos los Cristianos
hubiesen puesto el cerco sobre ellos, y que con tanta presteza se
hubiesen fortificado. También mandó el Rey plantar luego las
máquinas y trabucos, y asentarlos hacia lo más flaco del muro que
descubrir se podía: como aquel que de las conquistas y cercos
pasados sabía muy bien lo que en esto convenía hacer. Andando pues
los nuestros preparándose para los asaltos, los de la ciudad
comenzaron a salir a escaramuzar y dar sobresaltos a los del Real,
fatigándolos con gran golpe de piedras, saetas, y azagayas, que como
lluvia disparaban (
desperauan)
en ellos. Visto por el Rey este daño, y que se continuaban muy de
veras mandó a los ballesteros de Tortosa, y honderos de Mallorca,
gente en este ejercicio de armas destrísima, se pusiesen a un lado,
como en celada, para que en saliendo los Moros, y como tenían
costumbre, en haber hecho el daño luego a espuela hita volverse a la
ciudad, les atajasen, los pasos con tomarles las espaldas antes de
volverse: y así enviaron con ellos una banda de caballos para que
con su ímpetu y arremetida los desbaratasen, y valiesen de muro a
nuestros ballesteros: porque más a su lado diesen otras mejores
rociadas de piedras y saetas a los mismos. De esta manera volviendo a
salir los de la ciudad fueron también castigados, y su atrevimiento
tan refrenado, que de un mes entero no osaron más trabar escaramuza
con los nuestros. Tampoco estuvo en este medio ocioso el ejército,
armando, y allegando poco a poco las máquinas y trabucos a la
muralla: ni el Rey faltó un punto a lo que como gran capitán y fino
guerrero debía hacer para compelir por fuerza, o atraer con
industria a los de la ciudad, a que se inclinasen a entregársele. Y
así por la mucha confianza que para salir con ello tuvo, no
consintió que se talasen los campos, ni destruyesen la hermosura de
las huertas de ella. Y aun entendió que por esta buena obra, se le
habían ya aficionado muchos ciudadanos, y que se blasonaba mucho por
la ciudad su magnanimidad y cortesanía. Con esta ocasión iba algo
lento en los combates, enviando secretamente a la ciudad algunos
Moros Valencianos de quien se fiaba, para que tratasen con algunos
amigos que tenían dentro, se le diesen a partido, representándoles
su grande benignidad y Real costumbre en el recibir y hacer mercedes
a los que voluntariamente se le entregaban: y por lo contrario su
rigor, severidad y aspereza con los que le despreciaban. Añadía a
esto, como tomaría el Rey a su cargo el beneplácito de don Alonso
su yerno, para todo cuanto él quisiese hacer en el concierto y
concordia del con la ciudad, por mucho que hubiese amenazado de
castigar a los principales de ellos: que les habría general perdón
para todos por la rebelión, y él estaría siempre de por medio para
hacer bueno todo cuanto les prometería, y para que volviesen en
gracia de su Rey, y se quedasen con las mismas franquezas que antes.
Además de esto que libraría a su ciudad de muy cruel saco, cual se
les aparejaba. Porque con la gran fama que tenía de riquísima,
señaladamente en sedas, decían los soldados que no a varas, sino a
lanzas habían de medir el terciopelo. Como todo esto de unos en
otros llegase a las orejas de algunos principales ciudadanos, y que
así hablaba y disponía el Rey de su entrego, como si del todo
estuviesen sin gente y armas para defender la ciudad, o sin ningunas
vituallas, para haberse dar de dar por hambre, fue mayor el temor y
recelo de ser entrados que de esto se les siguió. Mayormente viendo
que el campo del Rey de cada día iba creciendo, y que ellos de cada
hora perdían las esperanzas de más socorro, por estar el Rey de
Granada muy escocido por la pérdida del socorro pasado, y de no
haber salido los de la ciudad a valerle: y también de nuevo oprimido
con el campo que sobre él tenía el Rey de Castilla por ser ya
vueltos en África los Moros que vinieron para valerle, como dicho
habemos. Por donde atendido todo esto por los de la ciudad, tuvieron
consejo entre si con asistencia del Alcayde, o gobernador viejo, y
determinaron de darse con los pactos y condiciones que el Rey les
ofrecía.









Capítulo VII. Como la
ciudad de Murcia se entregó al Rey, y entrado en ella dividió las
casas entre los Moros y Cristianos, y de como tomaron los Moros esta
división, y lo que se siguió.






Hecha por los
ciudadanos la determinación de entregar la ciudad, lo primero fue
echar de allí al gobernador que les había puesto el Rey de Granada
y sus soldados, que eran menos que los de la ciudad, ni tenían a su
mano la fortaleza. Con esto enviaron a decir al Rey, que para cierto
día le abrirían las puertas, y le entregarían la ciudad. Como oyó
esto el Rey mandó poner en orden cincuenta hombres de armas, con
otros tantos caballos ligeros, y ciento y veinte ballesteros de
Tortosa, para que luego entrasen en la ciudad, quedándose él afuera
a la ribera del río Segura que pasa junto a la fortaleza, hasta que
siendo dentro se hubiesen apoderado de todas las torres de la cerca,
principalmente de la fortaleza, y puesto en él más alto torreón de
ella su estandarte Real. Entendido esto por los ciudadanos dieron
lugar para que entrase toda aquella gente que señaló el Rey: los
cuales después de ocupadas las torres y fortaleza, alzaron en la más
alta torre de ella el estandarte Real. Pues como le vio el Rey, alzó
los ojos en alto, y dio sus acostumbradas gracias al
criador
del cielo y de la tierra por tan señalada victoria y presa de la
ciudad: y luego con la mitad del ejército a banderas desplegadas se
entró en ella, y fue con grande triunfo y regocijo recibido de los
ciudadanos, y llevado con muchos juegos y danzas a aposentar en el
palacio Real donde se lo tenían riquísimamente
adreçado
y prouehido

de todo lo necesario para ser muy espléndidamente hospedado
(
ospedado):
maravillándose extrañamente los Moros de ver la majestad y
bellísima presencia del Rey, tan acompañada de humildad y buena
gracia con todos. El siguiente día subió el Rey a la fortaleza, y
la guarneció muy bien de gente y armas. De allí dio vuelta por toda
la ciudad con el gobernador viejo, y otros cinco principales Moros: y
vista, determinó dividirla en dos partes. La una que tomase dentro
de si la fortaleza con la mezquita mayor de obra riquísima, que
estaba más cercana al alojamiento del Real de fuera: teniendo fin de
hacerla consagrar para iglesia: y que esta parte de ciudad la
habitasen los Cristianos. La otra mitad dejó para los Moros, con
otras diez mezquitas, quedando harto espacioso y cómodo lugar para
habitar a los unos y a los otros. Mas los moros comenzaron a murmurar
y quejarse del Rey, porque les quitaba la Mezquita mayor y más
principal de todas. Entonces se enojó el Rey de manera, y con tanta
cólera, que mandó entrase todo el ejército en la ciudad, y se
pusiese en talle de saquearla. Temiéndose mucho de esto los Moros,
pecho por tierra se pusieron ante el Rey suplicándole los perdonase,
y que tomase la Mezquita con cuanto tenían solo que se cumpliese su
mandamiento, porque en todo y por todo le querían obedecer y servir
para siempre.








Capítulo
VIII. Como los Obispos de Barcelona y Cartagena entraron con
procesión (
proceßion)
en la ciudad y consagraron la Mezquita mayor en yglesia, y del
repartimiento que se hizo de las casas y heredades.








Apaciguado el
Rey con la humilde respuesta de los ciudadanos moros, llamó al
Obispo de Carthagena para que consagrase la Mezquita, dedicándola al
nombre de la santísima madre de Dios, a la cual (como hemos dicho)
acostumbraba siempre a dedicar todas las iglesias y templos que en
las tierras conquistadas de Moros mandaba edificar. Había ya
entonces muchos Cristianos viejos mezclados con los Moros, que en
todo el Obispado y distrito de Carthagena vivían Cristianamente de
consentimiento de los Moros, y tenían su Obispo y clérigos con sus
capillas para celebrar misas y administrar sacramentos, y oír la
palabra de Dios. De manera que consagrada en iglesia la Mezquita, el
Rey con los Obispos de Barcelona y Carthagena, y con cuantos
sacerdotes se hallaron por el distrito, con los que seguían el
campo, y ejército, salieron del Real en procesión con gran pompa, y
como en triunfo de la Cruz que iba delante: cantando himnos en
alabanza de Cristo nuestro señor y su bendita madre. De esta manera
entraron en la Ciudad, y se fueron a la Mezquita ya templo
consagrado: donde por la victoria y presa de la ciudad sin
derramamiento de sangre, hicieron gracias a nuestro señor, y
asentaron las cosas del culto divino, y también lo de la presidencia
del Obispo de Carthagena en la misma iglesia. De allí vuelto el Rey
para el ejército con rostro muy alegre y suave, alabó mucho a todos
los soldados por sus buenos servicios y como a participantes de todas
sus victorias les hizo grandes gracias con fin de remunerarles en su
lugar y caso, recibiendo con mucha humanidad a cada uno de los
Capitanes, Alfereces, Sargentos, y los demás oficiales del ejército,
atribuyendo a la virtud y mano de ellos, haber ganado él, no uno o
dos, sino tres Reynos tan poderosos. Las hizo mayores a los barones y
señores de título, pues no solo con sus personas pero con sus
vasallos y haciendas le habían también valido y servido en esta y
las demás conquistas, que fueron don Pedro y don Iayme sus hijos, el
gran Maestre de Vlces, Arnaldo Obispo de Barcelona, con el de
Cartagena, don Pedro Vicario del Maestre del Hospital. Vgo Conde de
Ampurias, don Ramon de Moncada, don Blasco de Alagon, don Iaufredo
Conde de Rocaberti, don Guillen de Rocafull, y Carroz señor de
Rebolledo, y otros, con los cuales el Rey se detuvo algunos días en
la ciudad solazándose, y como verdadero señor de ella y conquistada
por su mano, repartiendo entre sus capitanes y soldados Catalanes, y
los Castellanos, que vinieron con el Maestre de Vcles, y don Alonso
García, las casas, campos y heredades de la ciudad y su vega,
señaladamente los de los Moros que se habían rebelado y pasado a
los de Granada, con aquellos que prometieron quedar en guarnición y
guardia de la ciudad y Reyno, y de mantener la religión Cristiana en
él, donde de entonces acá se ha
firmamente
conservado. También visto por los Moros de Lorca y las demás villas
del Reyno que estaban a la parte de Granada, como la ciudad de Murcia
con todos los pueblos del Reyno hacia Valencia estaban ya rendidos,
enviaron sus embajadores al Rey diciendo, que se rindieran con las
condiciones y salvedades que los otros pueblos con las cuales fueron
admitidos al general perdón que les había prometido.















Capítulo IX. Como entregó el Rey la ciudad y Reyno de Murcia al de
Castilla, y de la gente que dejó en guardia, con la descripción de
la ciudad y su campaña.






Puesta la
ciudad en defensa con la gente de guarnición que quedaba en ella,
poblando la mayor parte de Cristianos, y como dicho habemos, de
muchos Catalanes: envió el Rey sus embajadores a don Alonso su
yerno, haciéndole saber como le había ya cobrado por buena guerra
la ciudad de Murcia, con veinte y ocho villas cercadas, las que se le
habían rebelado. Las cuales con todo el resto del Reyno quedaban
sojuzgadas, que estaba prompto para entregárselo todo junto: que
enviase su presidente, o gobernador para recibirlo. Fue cierto este
hecho insigne y memorable, y aun dignísimo de ser con perpetua y
gloriosa memoria de este Rey muy celebrado. Que habiéndose rebelado
a su Rey una tan potentísima ciudad y Reyno como este, y con el
favor y ayuda de otro más potente como el de Granada, fortificado y
defendido: que después de haberlo con su propia persona y ejército
conquistado y cobrado de los Moros, restituirlo tan liberalmente a
don Alonso su yerno: y como si ya antes se lo hubiera prometido en
dote, sin ninguna recompensa de gastos consignárselo: no sé si de
Alejandro Magno se hallara otra más liberal ni más en su lugar
hecha magnificencia que esta. Porque decir (lo que algunos) que por
los gastos que el Rey hizo en esta empresa, se le aplicaron muchos
pueblos al Reyno de Valencia, esto es improbable, pues ni en la
historia del Rey, ni en los Annales de otros escritores se halla
haber sido hecha en tiempo de este Rey tal aplicación, ni
desmembración (
dismenbracion)
de lugares. Y así queda entera la liberalidad y magnificencia del
Rey para con el Rey su yerno, como está dicho. Finalmente habiendo
nombrado el Rey de Castilla a don Alonso García por presidente del
Reyno, se le entregó con la ciudad libremente todo, dejándole diez
mil soldados Cristianos del ejército de Catalanes, (como lo afirma
Montaner, y que hoy día se hallan linajes de Cataluña en ella) para
que habitasen y defendiesen la ciudad y Reyno, distribuyendo alguna
parte de ellos en Lorca y Cartagena, y otros pueblos, así para estar
en defensa, por ser vecinos al Reyno de Granada, de donde se podían
esperar de cada día correrías y rebatos: como para que se
introdujese en él la religión Cristiana, y poco a poco (como ya lo
vemos) se extirpase la mala secta de Mahoma. Según que a todo esto
les obligaba el haberlos heredado de tan buen asiento de la ciudad,
con tan fértil y deleitosa campaña. Porque donde el campo se riega,
no solo abunda de pan, vino, aceite y otras mieses: pero de morales
para la seda: mas es tan increíble la riqueza que por ella le entra
a esta ciudad y Reyno, que muchos años con sola esta mercaduría se
rehacen y proveen de todo lo necesario para la vida humana. Sin eso,
los montes, o secanos, de ella, como es el campo de Carthagena su
vecino hacia la marina, es tan lleno de esparto y palmas, y de tan
fértil pasto para ganados, que tienen en él mucha parte de su
estremadura los de Aragón y de Castilla: y en donde si llueve es
incomparable su fertilidad de todo género de panes. Además que con
la ciudad de Cartagena, y su tan nombrado puerto, con la ciudad de
Lorca y las demás villas, y grandes aldeas del, está hecho un
Reyno, próspero, rico y muy bastecido de toda cosa.















Capítulo X. Que el Rey vino a Orihuela, cuyo asiento y fertilidad de
vega se describe, y como pasó a Valencia y de allí a Girona y
concertó las diferencias que entre ciertos barones había.






Asentadas las
cosas del Reyno de Murcia con el cumplimiento que está dicho, el Rey
se vino para Orihuela ciudad última del Reyno de Valencia en los
confines del Reyno de Murcia, la cual está poblada de gente noble y
de buenos ingenios, y no menos hecha a las armas que cualquier otra
de España, según que por su historia, y privilegios raros que por
su gran fidelidad y valor alcanzó de sus Reyes se entiende muy a la
clara. Es su campaña muy espaciosa y fértil, a causa de ser mucha
parte de ella hecha a regarse y mucho más por las grandes avenidas
de su río Segura: según que sale muchas veces de madre y como otro
Nilo deja sus campos regados y estercolados: de do viene a ser la más
abundante de pan de todo el Reyno: tanto que está en proverbio muy
divulgado, Llueva, o no llueva, trigo hay en Orihuela. Pues como
fuese tiempo de invierno, el Rey se detuvo allí algunos días
holgándose mucho con aquel templado aire de la tierra y belleza de
su vega. Llegada la primavera partió con todo el ejército para
Alicante ciudad marítima, rica y bien poblada, por la mucha
contratación de mercaduría y concurso de naves que en ella hay de
todas partes y ser el cargador de las lanas de España para toda
Italia y Sicilia, a causa de tener un puerto anchísimo y por su
artificial muelle casi de todos vientos defendido. Allí hizo el Rey
alarde y reseña del ejército: y pareciéndole que estaba muy
próspero y lucido, y aparejado para seguir cualquier empresa, llamó
a los capitanes y su consejo de guerra: a los cuales significó como
su propósito era proseguir la guerra contra Moros, señaladamente
contra los de Almería, por ayudar al Rey de Castilla su yerno que la
tenía con ellos. Pero a esto se opusieron los grandes y principales
Barones de los Reynos que le seguían, diciendo como no venían bien
en su parecer: advirtiéndole como ni parecía bien, ni era cosa
segura, andar tantos meses fuera de sus propios Reynos conquistando
para otros los ajenos: mayormente ofreciéndosele negocios bien
importantes y difíciles, dentro de los suyos que con sola su
asistencia y presencia se podían asentar: entre otros por casar a
don Iayme su hijo, que ya era tiempo, y era necesario se tratase y lo
acabase de su mano. Además que por algunas diferencias que había de
pueblos con pueblos en el distrito de Tortosa, era por ello muy
necesaria su ida. Con esto dejando su gente de guarnición en
Alicante y Villena, para acudir a los de Murcia, si tal necesidad
ocurriese, se vino para Valencia con parte del ejército, y paseando
por la ciudad se holgó extrañamente de verla cuan engrandecida y
ensanchada estaba, y cuan adornada ya de muchos y muy bien labrados
edificios de casas, y templos, con su alta fuerte y bien torreada
cerca. Y viendo que para el buen gobierno de ella y del Reyno
sucedían también los fueros, y privilegios por él hechos y
otorgados, los confirmó de nuevo y exhortó mucho a los ciudadanos y
barones a la buena observancia de ellos: mas luego se partió de allí
para Barcelona. Porque a la verdad era tanta su diligencia, y
continuo ejercicio, que hacía, que espanta el poco reposo que en
cada parte tenía. Lo cual no le venía de inquieto, sino de muy
cuidadoso y celoso del buen gobierno de sus Reynos, y de posponer a
esto todos sus regocijos y pasatiempos: como se mostró bien a la
experiencia, pues
acabo
de tan trabajosa conquista y desasosiegos, que padeció en Murcia,
llegado a Valencia, como si fuera un yermo, apenas se quiso detener,
ni regalar en ella (que bien pudiera) sino pasar luego adelante, por
asentar las diferencias de Tortosa, como las asentó, porque con su
afabilidad y Real presencia todo lo allanaba. De allí pasó a
Barcelona, y porque entendió había otras diferencias en la Cerdaña
se llegó a Girona, cabeza de aquel Condado y concertó al Conde de
Ampurias con el Barón Ponce Guerao Torrella sobre un término de
tierra que confrontaba con los dos estados, y cada uno le pretendía
para si.















Capítulo XI. Del casamiento del Infante don Iayme, y del desafío de
don Ferriz de Liçana, y venida de los embajadores del Emperador de
los Tártaros, y lo que el Rey dijo sobre las dos embajadas.






Partió el Rey
de Girona y llegó a Mompeller, donde entendió que el matrimonio que
había procurado por medio del Gobernador Rocafull de doña Beatriz
hija de Amadeo Conde de Saboya, para don Iayme su hijo, no se había
efectuado: por la muerte de doña Beatriz, o por otras causas, y por
eso trató de otro que fue de doña Esclaramunda hermana del Conde de
Foix. Pues como los embajadores del Rey notificasen su voluntad al
Conde y a su hermana, y fuesen de ello contentos, concluyose el
matrimonio, y fue traída doña Esclaramunda muy acompañada de los
suyos a Barcelona, donde con mucha solemnidad y fiestas celebró sus
bodas el Infante don Iayme con ella: quedándose el Rey en Mompeller
por negocios del estado. Los cuales concluidos se vino a Perpiñan
villa (como hemos dicho) de las más principales de España, y ahora
la más fuerte de toda ella, donde le aguardaba un criado de don
Ferriz de Lizana, de los más principales Barones de Aragón, con una
carta muy sellada, por la cual incitado por algunos malsines
desafiaba al Rey a salir en campo con él, por ciertos agravios
pretendía haber recibido del. El mismo día aconteció que entró en
Perpiñan un embajador de los Tártaros muy acompañado de gente
extraña. El cual venía al Rey de parte su señor, en suma, para
rogarle que no rehusase de emprender la conquista de la tierra santa
de Jerusalén (
Hierusalem),
que le ayudaría para ella con gente y armas, y todo lo demás, solo
que se hallase presente con su persona, y fuese el general de esta
empresa. Quedó el Rey muy maravillado de la embajada del Emperador
Tártaro, y mucho más de la de don Ferriz de Lizana: por ver en un
mismo día y lugar concurrir dos embajadas juntas, tan diferentes
entre si de razón, y propósito. La una por la cual era llamado del
mayor Emperador del mundo para general de tan alta empresa: la otra
por verse desafiar tan sin respeto de un vasallo suyo, y así no pudo
tener la risa. Recibió pues con mucho regalo a los Tártaros, y para
mejor despacharlos, concertó con Ioá Alarich caballero Perpiñanés
que le había seguido en cuantas jornadas había hecho de pequeño, y
era muy diestro guerrero, fuese por su Embajador con ellos al gran
Cham su Emperador con fin de enterarse de la voluntad y fuerzas de
los Tártaros para la empresa: y así se despidieron muy alegres por
llevar consigo al Embajador del Rey, para mostrar que habían hecho
algún efecto con su embajada (según que de la llegada de Alarich, y
lo demás que por allá pasó, adelante se hablará largo) y vuelto
el Rey al criado de don Ferriz, le respondió. Decid a vuestro amo,
que hasta aquí yo solía deleitarme con la caza de águilas, o de
avutardas (
abutargas):
pero que ahora yo me abatiré a la de palomas, o picaças.
Significando la inferioridad de Lizana a respeto de la persona y
grandeza Real, y como le haría huir presto. Como el Ferriz no asignó
lugar ni tiempo, el Rey se partió luego para Lérida, y hecho de
presto un escuadrón de gente de la villa de Tamarit, al cual mandó
le siguiese, fue sobre la villa de Liçana, y otros castillos de don
Ferriz, los cuales tomó y confiscó para la corona Real, por el
crimen lesae maiestatis, en que había incurrido, desafiando a su
Rey, ya que no se pudo haber la persona del mismo don Ferriz, que no
salió a puesto alguno, sino que anduvo huyendo, y escondido por no
caer en las manos de los ministros del Rey.















Capítulo XII. Como el Rey fue a Tarazona, y de la sentencia y
castigo que hizo de los que hacían moneda falsa.






Confiscada y
aplicada a la corona Real la tierra de don Ferriz, y él
perpetuamente desterrado de todos los Reynos y señoríos de la
corona, partió el Rey para la ciudad de Tarazona por asentar ciertas
diferencias y pleitos que la ciudad tenía con algunos pueblos
comarcanos, y sus aldeas. Lo cual concluido, fue avisado como se
hallaba mucha moneda falsa que corría por toda aquella tierra con
las armas de Aragón y de castilla: fueron entre otros traídos
muchos
morabatinos
de oro falsos al Rey: los cuales reconocidos por expertos, se halló
que dentro eran de cobre, y fuera dorados, y con tan sutil arte e
ingenio templados, que a la vista y peso, apenas había quien los
discerniese de los verdaderos. Eran entonces los morabatinos moneda
de oro que pesaba cada uno medio ducado. Fue acusado de este crimen
un caballero llamado Pedro Iordan señor de la villa de santa
Eulalia, en los confines de Aragón y Navarra, juntamente con doña
Elfa su mujer e hijos, y más los ministros de la obra. Pero muerto
jordan,
y huidos sus hijos, la mujer con los ministros fueron presos por el
justicia de Tarazona, con todos los instrumentos de la obra. Y como
fuesen convencidos del crimen ante el Rey y su consejo, fue doña
Elfa condenada a muerte, y confiscada toda su hacienda con el estado
de su marido e hijos: y la sentencia se ejecutó en su persona,
cubierta la cabeza con un pequeño saco, y ella metida y atada dentro
de otro mayor, y viva echada en el río Ebro. A la misma pena fueron
condenados los ministros, con los demás cómplices del delito que
después fueron presos: excepto un Sacristán y Canónigo de la
iglesia de Tarazona, que también fue convencido y condenado a ser
privado de todos sus beneficios, y porque era ordenado in sacris no
pagó la pena con la vida, sino con cárcel perpetua.









Capítulo XIII. De la
dolencia, muerte y sepultura de doña María hija del Rey, y como por
el estrago que el Vizconde de Cardona hizo en el Condado de Vrgel,
fue con ejército contra él.






Hecha esta
sentencia y con rigor ejecutada contra los monederos, el Rey se
partió para Zaragoza, donde visitó a doña María su hija doncella,
que estaba enferma de una lenta calentura: pero diciendo los Médicos
ser poca y no peligrosa, y que muy en breve
conualesceria
de ella, se partió para Valencia por la vía de Alcañiz, donde tuvo
la fiesta de la Natividad del Señor, y el primero del año en
Tortosa. Llegado a Valencia vino nueva de Zaragoza, como
aumentándosele a doña María la dolencia había pasado de esta vida
a la otra. Cuya muerte sintió el Rey en tanta manera que pensó
volver a Zaragoza por hallarse en sus obsequias, o novena. Y también
porque determinaba llevar su cuerpo al monasterio de Valbona, donde
estaba su madre sepultada. Esto se estorbó, porque tuvo segunda
nueva, como los ciudadanos de Zaragoza contra voluntad de ricos
hombres y grandes del Reyno, trajeron a sepultar el cuerpo a la
iglesia mayor se sant Salvador, que es la catedral de la ciudad, y
hoy de los bien labrados templos de España: donde se le dio
suntuosísima sepultura, y se le hicieron obsequias Reales. Sabido
esto por el Rey lo tuvo por bien hecho, y no se partió de Valencia.
Estando en esto recibió cartas de Barcelona del Príncipe don Pedro,
con aviso de que muerto don Álvaro Conde de Cabrera, don Ramón
Folch Vizconde de Cardona hijo del que favorecía tanto las cosas del
Rey, y saqueó a Villena (de quien se habló antes) con otros Barones
de Cataluña, habían movido guerra contra algunas villas del Condado
de Urgel, señaladamente contra las que estaban en por su Real
persona: con pretensión de tener derecho a ellas. Lo cual entendido
por el Rey mandó luego poner en orden parte del ejército que tenía
repartido por el Reyno en guarda de las fortalezas, y se vino con él
a Cataluña, a defender sus villas y derecho que tenía al condado de
Vrgel. Llegó pues a Cervera villa fuerte, y de las bien trazadas de
Cataluña: en la cual, y las demás que se le sujetaron, habiendo
sido antes tomadas por el Vizconde, puso sus guarniciones de gente y
arma, sin disminuir el ejército, porque de cada día se le
acrecentaba con la gente que le acudía de Aragón y de algunos
pueblos de Cataluña. Esperando lo que el Vizconde y los suyos
harían, fueron luego con el Rey juntos don Pedro y don Iayme sus
hijos. Mas aunque el Vizconde no pasó adelante en su porfía, quiso
el Rey que se entretuviese allí el Príncipe don Pedro con el
ejército, y a don Iayme envió a Mompeller, para entender en ciertos
negocios del estado, de los cuales no hace mención la historia, y él
determinó de ir a Toledo, de muy rogado por el nuevo Arzobispo don
Sancho su hijo bastardo: por las causas y razones que más adelante
diremos.









Capítulo XIV. De la nueva
que vino al Príncipe don Pedro como Carlos de Anjeus había vencido
y muerto al Rey Manfredo su suegro, y de la manera que pasó.







Partido el Rey del campo
para Toledo, anduvo un rumor por la tierra, el cual se confirmó
luego por cartas que escribieron sus agentes al Príncipe don Pedro,
en suma, como el Rey Manfredo su suegro, trabada batalla campal en la
campaña de Benevento, no lejos de la ciudad de Nápoles, con el
ejército Francés, cuyo capitán era Carlos de Anjeus hermano del
Rey Luys de Francia, era muerto en ella. Fue este Carlos, a quien el
Papa Urbano IV por el grande odio e indignación que tenía contra
Manfredo y su padre, había llamado de Francia, viniese a Roma con
buen ejército, que le daría la investidura de todos los Reynos que
Manfredo tenía usurpados a la iglesia. Pues como viniese luego
Carlos con ejército potentísimo, el Papa le dio en feudo perpetuo,
debajo de ciertas condiciones que reconociese a la iglesia, el Reyno
de Sicilia, con toda aquella tierra que está desta otra parte del
Pharo de Mecina, que es todo el Reyno de Nápoles, desde la punta de
la Calabria hasta Terracina la última tierra del estado de la
iglesia, excepto la ciudad de Benevento, y dándole el estandarte
Real de la iglesia en señal de vera posesión, le envió para que él
mismo se la tomase. Hecha esta donación Carlos partió de Roma con
su campo para el Reyno de Nápoles, a buscar a Manfredo. El cual como
tuviese mucho antes la nueva y avisos de todo lo que pasaba entre
Carlos y el Papa, ajuntando un grueso ejército, vino a grandes
jornadas a los confines del Reyno para defenderlo, y se encontraron
junto a Benevento, donde se dieron batalla de poder a poder, y fue el
ejército de Manfredo desbaratado, y roto, y puesto en huida: del
cual viéndose desamparado Manfredo, se echó en medio de sus
enemigos peleando como un león, y no siendo conocido, fue cruelmente
muerto por ellos. Mas como el día siguiente de la batalla volviesen
los Franceses al campo a despojar los muertos, unos dicen que fue
hallado y conocido el cuerpo de este Rey entre ellos: otros que un
villano lo trajo sobre un rocín sin conocerle, mas de haberle
parecido ser de algún gran señor y que por eso hallándole que con
la rabia de la muerte se había apartado de los otros le traía al
campo: donde conociendo ser él, entendieron en sepultarle con la
honra que se debía a la persona Real: puesto que consultando antes
con el Pontífice sobre ello, mandó que fuese totalmente privado de
Ecclesiástica sepultura, por haber muerto excomulgado: diciendo que
no merecía ser absuelto en muerte, quien empleó toda su vida en
perseguir a la iglesia. Pasando Carlos adelante, se entró por todas
las tierras que Manfredo poseía, que no halló quien le resistiese.
Por esta nueva al Príncipe don Pedro y doña Gostança su mujer
hicieron gran sentimiento y llantos secretos, de manera que el
Príncipe, a quien ab intestato venía toda la herencia de Manfredo
por la Reyna su mujer, comenzó a prepararse desde entonces, no
vanamente, para cobrarlo todo, como a la verdad lo cobró, y vengó
la muerte de su suegro, echando a los Franceses de todas las tierras
que le tenían usurpadas, y quedándose en ellas, como su historia lo
dice.













Capítulo XV. De la ida del Rey a la ciudad de Toledo para hallarse
en la primera misa del Arzobispo don Sancho su hijo.






Porque
entendamos las causas que movieron al Rey para dejar el ejército a
don Pedro y tomar de tan buena gana el camino de Toledo, es menester
contar el fin y próspero successo deste viaje. Había sido pocos
días antes don Sancho hijo del Rey, a petición de don Alonso Rey de
Castilla y de la Reyna doña Violante su hermana, proueydo por el
sumo Pontífice del Arzobispado de Toledo, primado que se intitula de
las Españas, y como se hubiese ya consagrado, escribió al Rey su
padre suplicando que para su consolación, y de la Reyna su hermana,
tuviese por bien de venir con los Príncipes don Pedro y don Iayme a
Toledo para hallarse presentes en su primera misa Pontifical que
había de celebrar en la iglesia mayor a gloria de Dios y de su
bendita madre: pues también le suplicaban lo mismo el Rey y Reyna
sus hermanos con toda la iglesia y ciudad por lo mucho que deseaban
ver su Real persona en ella. Condescendió el Rey con la demanda del
Arzobispo su hijo, holgándose mucho de tan buena ocasión como se le
ofrecía, para ver y gozar de tan insigne y antigua ciudad, que lo
deseaba mucho tiempo había, y también por ver a la Reyna su hija y
nietos, que son el propio regalo de los abuelos (
aguelos).
Y así ofreció de ir allá en persona para la jornada: excusando a
don Pedro y don Iayme por las causas que arriba dijimos. Partiendo
pues de Cervera por la vía de Lérida y Calatayud, acompañado de
algunos principales señores de Aragón, y con el aparato real de
camino, entró en Castilla por el monasterio de Huerta, donde le
aguardaba ya el Rey don Alonso, que le recibió magníficamente, y de
allí se fueron juntos a Toledo. Mas porque llegando el Rey a una tan
principal ciudad donde fue tan altamente recibido, mostró bien ella
su gran poder y maravillas en el recibimiento que le hizo, no será
fuera de propósito, hacer aquí especial descripción de ella, para
declarar, aunque brevemente, lo que así de su asiento,
fortificación, cielo y suelo: como de su grandeza, poder y
magnificencia, con otras muchas excelencias suyas, cuales se
descubrieron en esta entrada y recibimiento que al Rey se hizo, de
presente se ofrecen.















Capítulo XVI. Del asiento, grandeza, y fortificación de la ciudad y
alcázar de Toledo con otras sus maravillas.






Es esta ciudad
grande, compuesta de más de diez mil casas, en las cuales habitan XX
mil vecinos, rodeada toda de altos y eminentes montes, con estar ella
también sobre un monte fundada, y que dista de ellos solo aquel
espacio que toma su gran río Tajo que los divide de ella. Cuyo
asiento por la parte del Oriente está altísimo y muy empinado,
hacia lo defuera, en cuyas raíces encuentra con recio ímpetu el
mismo río (que según fama y experiencia) trae arenas de oro
consigo. Este de allí vuelve hacia la mano izquierda y con su rodeo
ciñe casi toda la ciudad, y la hace península. Va este monte desde
lo más alto, donde está fundado el alcázar (
alcaçar)
o fortaleza, poco a poco, aunque desigualmente, declinando, y
cubriéndose todo de población y casas, hasta que llega a lo llano
hacia el septentrión, a la puerta Visagra, donde se concluye y
cierra el muro, que comenzando de la fortaleza por ambas partes,
abraza y cerca toda la ciudad la cual se manda por cuatro puertas
principales: señaladamente por la que mira al oriente a la parte del
Alcázar, que va a dar a la puente que llaman de Alcántara. Es esta
puente de las raras y artificiosas del mundo. Porque demás de estar
hecha de cal y canto fortísima, es de solo un ojo y arco, tan
grande, y tan ancho que así al río caudalosísimo profundísimo y
navegable que corre por debajo, como a la infinidad de gente y
carretería, que trastea por arriba, da paso cumplidísimo. De mas
que a otra puerta de la ciudad más adelante sobre el mismo río, hay
otra puente de dos arcos, reeedificada por los Reyes Godos, con tanta
excelencia y arte, que es tenida por una de las mejores de España.
Hay otra cosa más rara y de mayor admiración en nuestros tiempos
hecha, junto a la primera puente, donde se ve que forzada naturaleza
por el arte y el gran poder de la ciudad, hace subir de lo profundo
del río y con la fuerza del mismo, el agua, por sus alcaduces con
admirable ingenio quinientos y más codos (
cobdos)
en alto, hasta lo más eminente del monte, donde está el Alcázar,
para cumplimiento de lo que se podía desear en aquel tan alto y tan
bien labrado y fortificado edificio. Fue pues antiguamente este sitio
y asiento de la ciudad, por estar cercada del río y rodeada de
montes, tenido por fortísimo y casi inexpugnable. Puesto que para de
lejos por estar descubierta a los montes circunvecinos, quedaba muy
sujeta a todo género de máquinas y trabucos para la ruina de sus
edificios y casas. Y así para principal remedio de esto, fue hecha
la fortaleza, que por sobrepujar a los montes no solo ampara y
defiende la ciudad de semejantes ofensas: pero hoy día impide, no se
plante en ellos artillería alguna para batirla. Demás que como sea
ciudad tan poderosa que puede por si sola hacer guerra, y formar
ejército: pudo siempre muy bien defenderse, no solo con el remedio
que está dicho del Alcázar, pero aun con anticiparse y salir a los
enemigos al encuentro, y que podría para mayor fortificación suya,
y ayuda del Alcázar, plantar por sus circunvecinos montes algunas
fuertes y bien guarnecidas fortalezas para guardar la ciudad de donde
puede ser ofendida.















Capítulo XVII. Del suntuoso recibimiento que al Rey se hizo en la
ciudad de Toledo, y de la antigüedad, riqueza y majestad de su
iglesia con lo demás que el Rey contempló en ella.






Como llegasen
los dos Reyes a un pueblo grande a media jornada de Toledo, hallaron
en él muchos señores y grandes de castilla que los aguardaban, de
quien fueron recibidos con el debido acatamiento, haciéndoles el Rey
mucha merced a todos. En llegando comieron los Reyes con mucha música
y otros regocijos, y luego don Alonso con algunos grandes se partió
por la posta para llegar temprano a la ciudad, y los que quedaron con
el Rey los dos días que allí se detuvo le regalaron con mucha
fiesta de caza y montería, de que el Rey holgó mucho y mostró bien
con ellos la grande humanidad y llaneza. Como don Alonso llegase
temprano a la ciudad le pareció muy bien el aparato grande que los
del regimiento por su orden habían puesto a gesto para la entrada
del Rey, el cual, entrados en consulta con don Alonso, determinaron
hacer con mayor triunfo y suntuosidad que nunca se vio, y mayor que
la que poco tiempo antes allí se hizo por el mismo don Alonso al Rey
Luys santo de Francia. El cual vino a esta ciudad por visitar a don
Alonso su deudo (como adelante se dirá) y ver esta ciudad y sus
grandezas. Cuentan las historias Francesas y de Castilla, que fue su
recibimiento en ella tan triunfante y magnífico, que de hallarse el
Rey Luys muy obligado a don Alonso y a la ciudad por ello, vuelto a
París les envió el brazo de sant Eugenio primer Obispo de Toledo,
como por agradecimiento de la fiesta que se le hizo. Y así los del
regimiento y pueblo, como la caballería y nobleza toda de Toledo
visto que había mucho mayores causas y obligaciones para recibir al
Rey de Aragón con mayor triunfo y regocijo que a ningún otro, no
solo por ser padre de su Reyna y Arzobispo, y ser quien era, pero
mucho más por la nueva obligación que su Rey y Castilla le tenía
por haber, tan poco había, conquistado con su gente y hacienda la
ciudad y Reyno de Murcia, y entregándole con tanta liberalidad a su
Rey para incorporarle en la corona de Castilla, todos a una voz
determinaron de hacer el resto, y mostrar todo su poder y valor en
esta ocasión: y el estado Ecclesiástico ofreció lo mismo. De
manera que a tercero día llegando el Rey a vista de la ciudad
salieron fuera a recibirle bien lejos todos los del regimiento
riquísimamente adornados con sus insignias y cetros (
sceptros)
delante y llegados se apearon y llegaron por su orden a besar las
manos al Rey que en lugar de ellas dio grandes abrazos a cuantos a él
llegaron. Luego asomó la caballería mucha y muy puesta en orden de
jinetes con sus lanzas y adargas con sus muy ricas divisas partidos
en dos escuadrones de moros y Cristianos con una muy bien concertada
escaramuza entre ellos de lo cual holgó el Rey mucho y más en ver
la muchedumbre y belleza de caballos que todos a una traían. Siguió
a esto con más de dos mil hombres su infantería, riquísimamente
deuisada
con la misma invención que a los de a caballo y también con su
escaramuça, que dio mucho gusto al Rey. Tras ellos salió el pueblo
con sus banderas y estandartes cada oficio por si con muchos juegos e
invenciones, y con los regocijados bayles y danças de infinitas
donzellas con sus cabellos dorados y guirnaldas sobre sus cabezas tan
compuestas y bien vestidas, sobre ser el más hermoso y bien hablado
mujeriego de España que doblaron el contentamiento al Rey y a
cuantos gozaron de tal vista. Llegando a la puerta de la ciudad que
estaba toda cubierta y adornada de muchos trofeos y posturas de muy
grandes y
dessemejados
gigantes armados con sus porrimazas como en guarda de ella: también
había llegado la solemnísima procesión y pompa de la iglesia
mayor, con el Arzobispo y los más Obispos sus suffraganeos, con
dignidades, Canónigos, y Racioneros, con toda la Clerecía y
religiones. Y hecha con el Rey así por la iglesia, como por los del
regimiento la misma ceremonia y salva que al mismo Rey
proprio
hazer
pudiera, fue recibido debajo del palio en el gremial del Arzobispo,
donde quien podrá explicar el infinito gozo que padre e hijo
sintieron de verse en aquel lugar juntos con lo que ambos
representaban?
Prosiguió la procesión para la iglesia mayor
pasando por las calles principales de la ciudad que estaban
entoldadas de riquísima tapicería con muchos arcos triunfales
ricamente adornados de diversos personajes, y sembrados por todos
ellos muchos y muy elegantes versos y motes en favor del Rey, y de
sus conquistas, que daban gran espíritu a las invenciones y
espectáculos, los cuales eran tan admirables, y estupendos que pudo
ser bien aquel día Toledo otra Roma cuando solía dar los merecidos
triunfos a sus Cónsules volviendo victoriosos de la guerra, y por
haber ganado alguna Provincia para el Imperio Romano: como a la
verdad por la misma razón meritoriamente le dio Toledo en este día
al Rey de Aragón por la conquista y victoria que poco antes había
alcanzado de la ciudad y Reyno de Murcia para el imperio de Castilla.
Llegados a la iglesia mayor, y hechas por el Rey su oración y
gracias y nuestro señor y a su bendita madre, por haberle traido a
gozar de tan deseada jornada, de allí subió al Alcázar donde fue
recibido con increíble alegría de la Reyna su hija, a quien el Rey
siempre quiso mucho, y así se recreó extrañamente con la vista de
ella y del Príncipe y los demás Infantes sus nietos, y también de
tantas y tan hermosas damas de la ciudad que estaban con la Reyna.
Donde cenó y pasó aquella noche con mucho descanso y reposo. A la
mañana vinieron los del regimiento con un suntuosísimo presente de
mucha diversidad de cosas de montería de volatería y carnes, de
confituras y otras mil gentilezas de la tierra, lo cual aceptó, y
respondió a la embajada que juntamente le hicieron, con mucha
alegría y suavidad de palabras. Se estuvo allí todo aquel día sin
admitir más visitas, para más libremente recrearse con la Reyna, y
sus nietos, y con la hermosísima y tan extensa (
estendida)
vista que del Alcázar hay río arriba hacia el oriente por ser toda
de muy espaciosa, bien cultivada, y fertilísima llanura. Y también
con el extraño asiento de la ciudad como dicho habemos. El día
siguiente volvió a la iglesia mayor, acompañado de muchos grandes
con toda la caballería y nobleza: no hallándose en estos actos
públicos don Alonso, porque con más libertad pudiesen todos servir
y festejar a su suegro. Entrando en la iglesia fue al lugar donde
están con grande veneración las infinitas reliquias de santos. Y
puesto en su sitial las contempló con muy grande devoción una a
una, con la capa celestial que la gloriosísima nuestra señora
apareciéndose al bienaventurado sant Ilefonso Arzobispo de la misma
iglesia, le dio visiblemente de sus manos como por premio y triunfo
de la victoria que el santo había alcanzado de ciertos herejes que
habían hablado contra la intemerada virginidad de ella. También se
admiró mucho de la inestimable riqueza de vasos de plata y oro, con
los demás ornamentos de brocado y seda (hoy son mucho mayores)
dedicados para el culto y oficio divino, el cual se hace en ella
solemnísimo cuanto se puede. Andando pues el Rey por la iglesia,
mirando a una parte y a otra la extraña fábrica y anchura del
templo alzó los ojos para contemplar su altura donde vio los trofeos
y banderas que pendían de la sumidad del, en señal de triunfos por
las victorias que los Reyes de Castilla habían alcanzado de los
Moros: y no faltó quien le descubrió entre ellas la memoria y
estandarte que allí dejó el Rey don Pedro su padre cuando vino con
su ejército Aragonés en ayuda de los Reyes de Castilla y Navarra, y
ganara aquella tan esclarecida y milagrosa victoria de CC mil Moros a
las nauas de Tolosa en el Andalucía, como en el primer libro de esta
historia habemos hecho mención de ello. Sin esto tuvo en mucho aquel
amplísimo colegio de Prelado, Dignidades, Conónigos, y Racioneros,
y los demás ministros del
cultu
divino, que del tiempo de los sagrados Apóstoles de Cristo acá se
había continuado en aquella iglesia, y de mano en mano conservado en
ella siempre la verdadera fé y religión Cristiana, sin haber sido
jamás de ningunos errores
inficionada.
Pues ni la Arriana perfidia que con los Godos se metió en España:
ni la universal pérdida de toda ella, cuando la entraron los Moros
con su perversa secta, fueron parte para que los oficios divinos, por
lo menos el que llaman Muçarabe del tiempo de los Godos, cesasen en
su iglesia, ni que a todas las demás de España que estaban
oppresas, dexasse
esta de
aspuecharles
como cabeza y refugio de todas: así valiéndoles de oráculo con
ejemplo y doctrina, como de favor y socorro para las necesidades de
ellas. Demás de esto le fue notificada la increíble suma de diezmos
y censos que tenía de recibo en cada un año. La cual aunque ya
grande, no era comparable con la que ahora de presente goza y posee,
pues entre el Prelado, Dignidades, Canónigos, Racioneros,
Capellanes, con los demás oficiales y ministros de lo sagrado y con
la fábrica, se reparten en cada un año dentro de la misma iglesia,
el valor de seiscientos mil ducados arriba. De donde ha llegado a tan
alto y tan aventajado estado, cual con muy grande lustre y
policia
ha siempre representado, y con razón pretendido, no solo de tener el
primado de las iglesias de España, pero de no reconocer a otra que a
la sacrosanta iglesia Romana superioridad alguna.
Llegado pues el
día señalado, celebró el Arzobispo don Sancho su primera misa de
Pontificial, con grande solemnidad y ceremonia sagrada: a la cual
asistieron sus Prelados suffraganeos, con los dos Reyes, Reyna y
Príncipe don Fernando, con los grandes de Castilla y los que con el
Rey vinieron de Aragón. Demás del innumerable pueblo que de la
ciudad y gran parte de Castilla concurrió a la fiesta. En la cual
así el Rey don Alonso en mantenerla con tanto esplendor y
magnificencia, como los del regimiento y pueblo de Toledo en
engrandecerla y regocijarla, mostraron bien su tan sobrado valor
poder y riquezas.









Capítulo XVIII. De los
Tártaros que vinieron a Toledo con Alarich embajador del Rey, el
cual relató su embajada, haciendo la descripción del gran poder y
costumbres de los Tártaros.






A esta sazón,
en medio de la gran fiesta y regocijos (por que todo sucediese en
triunfo del Rey) aparecieron en Toledo nuevos trajes, y maneras de
gentes, venidos de los extremos de la Scytia, junto a los Hyperboreos
(como lo refiere la historia) con los embajadores del gran Cham
Emperador de los Tártaros, los cuales habían aportado en Barcelona
con Ioá Alarich caballero Perpiñanés, del cual poco antes dijimos,
como le envió el Rey con embajada al mismo Emperador, para entender
su voluntad y determinación cerca la conquista de Hierusalem.
También para certificarle de su poder, y forma que tenía para
favorecerle en esta jornada. Lo cual bien entendido y visto por
Alarich, se volvió juntamente con los nuevos embajadores del mismo
Emperador que venían al Rey para más enterarse de su voluntad, y
que no
hauria
falta en la empresa. A estos dejó Alarich en Barcelona, y pasó a
Toledo, trayendo consigo algunos criados de ellos vestidos con
extraño traje a su usanza. En cuya entrada hubo grandísimo concurso
de toda la ciudad por verlos, y hacer grandes maravillas de los
visto: como suelen los
meditarraneos
maravillarse más que otros de toda cosa nueva que ven, mayormente de
lo que viene allende el mar. Entrando pues Alarich en Palacio y
besando al Rey las manos, fue tan bien recibido de él que le abrazó,
y mostró grandísimo contentamiento de su llegada, y hallándose
presentes el Rey y la Reyna de Castilla con el Príncipe don
Fernando, y el Arzobispo, y grandes, con otras muchas personas de
cuenta, le mandó el Rey que explicase su embajada. Lo cual plugo
mucho a Alarich, y dijo de esta manera. Desde aquel día que V.
Alteza me mandó partir de Perpiñan con embajada para el gran Cham
Emperador de los Tártaros, y prosiguiendo mi viaje me libré con el
favor divino, de tantos, y tan increíbles trabajos y peligros como
los muy largos y no andados caminos traen consigo, ninguna cosa tanto
he procurado como hacer mi oficio con la fidelidad y diligencia que a
vuestro Real servicio debo. Y así con el mismo favor soberano,
volviendo ante V. Real presencia, he llegado al deseado fin y
próspero successo de mi embajada: pues también se entenderá por
ella la esclarecida fama y renombre que vuestra Alteza ha sacado de
ella. Llegué a los Hyperboreos montes, y extremos fines de los
Scytas, que ahora llaman Tártaros. Donde en oír toda aquella gente
vuestro nombre, y que iba con embajada vuestra a ellos, Cuyllan su
Emperador que se intitula Rey de los Reyes y señor de los señores,
con todos los suyos, dejada aparte su natural
barbaria
y
fereza
para con los extraños, me recibieron humanísimamente, y con muy
grande regocijo y alegría me pusieron ante su presencia. Donde
expliqué mi embajada, certificando de parte de V. Alteza la mucha
voluntad y real ánimo para con ellos. Mas como prosiguiendo mi
razonamiento concluí con que
emprenderiades
de buena gana la conquista de Hierusalem y de la tierra santa, si
todo lo que sus Embajadores habían prometido dar de su parte en
favor y ayuda de esta jornada se cumpliese: todos se alegraron de oír
esto extrañamente: y me respondieron por el intérprete, que el gran
señor cumpliría eso y mucho más, y que para más certificarme del
gran poder suyo, me quedase por unos treinta días con ellos. En el
cual tiempo se preciaron mucho de regalarme, y mostrarme con la guía
de un bien entendido faraute, el inmenso poder con la increíble
grandeza y majestad de su Emperador, además de su gran riqueza y
fertilidad de campaña, pues en pan y todo género de ganados, parece
que no hay más copiosa tierra en el mundo.




Hallé cierto de él, que
puede muy largamente echar en campo doscientos mil hombres de a pie,
y cien mil de a caballo, gente de si guerrera, pero que puede más
con la muchedumbre que con el arte y destreza de pelear. Que resiste
bravamente al frío, y como aquella que está hecha al rigor de la
tramontana, es muy dada a trabajos: y con esto tiene muy poco de la
urbanidad y policia de vida. Porque como siempre anda en guerra, no
gusta tanto de encerrarse a vivir dentro de las ciudades, que también
las hay entre ellos muy grandes aunque incultas: cuanto de habitar en
las tiendas y pabellones por la campaña. Profesan nuestra religión
Cristiana tan envuelta en errores y supersticiones, y casi sin
preceptos algunos, que más presto la hacen ridícula que devota. La
causa de su tan importuna demanda sobre la conquista de Hierusalem,
no es tanto por celo de religión, cuanto por la emulación y envidia
que tienen a la gente Turquesca: porque en sus ojos les han tomado a
Hierusalem y toda la tierra de Palestina, y porque con menos número
de gente habían vencido muy grandes ejércitos no solo de Armenios y
Babilonios, pero de los mismos Tártaros, que se habían juntado
contra ellos. Y así de muy sentidos porque los Turcos con menos
gente pueden más que ellos, y son más diestros en el pelear, buscan
el favor y ayuda de gentes extrañas que sean diestras en la guerra,
para que ajuntándose con estos prevalezcan contra ellos. La razón
empero porque el Tártaro quiere más valerse de V. Alteza, que de
los otros Príncipes Cristianos, es las infelices y desastradas
empresas que hasta aquí han hecho los otros en esta santa demanda,
por no haber querido ajuntarse con ellos, ni seguir su consejo en el
acometer los Turcos. Por eso oída la fama de las grandes proezas y
hazañas de V. Alteza que va muy extendida por el mundo, y por saber
la mucha destreza y arte que tenéis en el pelear, con tan ejercitada
gente y soldados como mantenéis para la guerra, os ruegan y animan
para la empresa de esta: y prometen de valeros con grande número de
gente y armas, y de avituallar el ejército por todo el tiempo que la
guerra contra los Turcos durare. Esto es sin el favor y socorro de
los Armenios que desean lo mismo con fin de ayudaros: y mucho más el
Emperador Paleologo vuestro deudo con todos los Griegos, los cuales
por librarse de tan crueles vecinos, ayudarán con vidas y haciendas
para esta guerra, solo que vos señor seáis el general y grande
caudillo de ella.







Capítulo XIX. Como oída
la embajada de Alarich el Rey determinó seguir la empresa de
Hierusalem y de los extremos que la Reyna su hija hizo por ellos, y
de muchos que se le ofrecieron para esta jornada.






Acabada por
Alarich de explicar su embajada, el Rey con todos los que se hallaron
presentes holgaron infinito de oírla, y alabaron mucho su trabajo y
diligencia en haberla tan felizmente concluido con haber descubierto
los ánimos con el poder y fuerzas de aquellas gentes para proseguir
la empresa. Sobre esto dijo el Rey que se encomendaría a nuestro
Señor, y suplicaría le inspirase lo que más fuese para su servicio
y mayor ensalzamiento de su santo nombre. Luego dijo a la Reyna
mandase hospedar y regalar mucho al Embajador, y a los Tártaros que
con él vinieron. Finalmente prometió a Alarich tendría memoria de
remunerar muy bien sus trabajos en volviendo a Cataluña. Después
acabó de una pieza que estuvo callando y pensando sobre la embajada,
mientras los demás estaban recontando las cosas maravillosas que
Alarich había relatado: recordó como de un sueño, y significó al
Rey y Reyna y a los demás que
cabe
él se hallaban: como con el favor divino determinaba de emprender
esta conquista. Como oyeron esto los Rey y Reyna se alteraron
grandemente, y con muchos ruegos y argumentos procuraron de apartarle
de aquel pensamiento y propósito: representándole sus años y edad
cansada, con tan larga y peligrosa navegación: y más el gran poder
y crueldades de los Turcos, y ser los Griegos gente inconstante, que
había poco que fiar en las promesas de los Tártaros, como gente
bárbara y confusa, pues con su tan grande poder no se atrevían a
los Turcos: que bastaría el ejemplo de tantos Reyes Cristianos que
emprendieron la misma conquista, a los cuales había ido tan mal en
ella.

Como respondiese el Rey satisfaciendo a todas las
razones que le oponían: concluyó con que Dios omnipotente era más
que todos, y que pues la empresa era suya, él la guiaría y
favorecería: y así no dejaría con su favor y ayuda de llevarla
adelante. Entonces el Rey don Alonso movido de muy santo celo se
convirtió a loar y a probar el heroico y divino propósito del Rey:
y prometió de enviar con él en ayuda de esta guerra cien caballos
ligeros, y de valerle con cien mil morabatinos de oro. También el
gran Maestre de Vcles ofreció seguirle con otros cien caballos. Lo
mismo prometieron el vicario del Maestre del Hospital Gonçalo
Pereyra, con otros muchos grandes de Castilla, cada uno conforme a su
poder y estado. Celebrada pues allí con grande solemnidad la fiesta
de la natividad del Señor, se despidió el Rey del Arzobispo y de la
Reyna su hija y nietos, a los cuales dio su bendición, y también de
los señores y grandes de Castilla con los Prelados suffraganeos que
allí se hallaron: y agradeciendo mucho a los regidores y pueblo de
Toledo por tan suntuosa y regocijada fiesta como le habían hecho, se
partió acompañado del Arzobispo por dos jornadas y de don Alonso su
yerno hasta el monasterio de Huerta, donde le salió antes a recibir:
al cual no dejó el Rey de dar algunos avisos y documentos por el
camino para saberse valer y bien regir con sus vasallos, y librarle
de muchas malas voluntades, que por menospreciar a los grandes se
había procurado, por su mala condición y tratos. Lo cual había
entendido los días que en Toledo estuvo, por secreta información de
religiosos, y otras personas celosas del bien público, y que todos
le condenaban por muy mal acondicionado. Lo cual oyó don Alonso con
harta paciencia, puesto que la enmienda fue poca, como adelante
veremos. Como llegasen a medio camino, encontraron con ciertos
mercaderes Moros de Granada, que traían el tributo de su Rey a don
Alonso. Porque luego que el Rey acabó la conquista de Murcia, temió
el de Granada que pasaría a poner campo sobre él, en favor de don
Alonso. Y por eso dio prisa en concertarse con él, pagándole en
cada un año sesenta mil morabatinos de tributo, los cuales como se
los truxessen por entonces, los entregó todos al Rey en parte de los
cien mil que le había prometido para la conquista. Llegados a los
confines de los Reynos, don Alonso se volvió a Toledo, y el Rey tomó
la vía de Calatayud, y de allí dio vuelta para Valencia.















Capítulo XX. Como llegado el Rey a Valencia, oyó a los Embajadores
Tártaros, y a los de la Grecia, y aceptó sus ofrecimientos y
prometió de seguir la empresa.






Luego que el
Rey entró en Valencia llegaron de Barcelona los embajadores de
Tartaria, y de la Grecia. Los cuales guiados por Alarich entraron
ante el Rey a hacer su embajada, conforme a la que Alarich hizo en
Toledo: y en suma era. Que el gran Emperador Cuyllan Rey de los Reyes
y señor de los señores deseaba que la tierra santa de Jerusalén
fuese librada de poder y mano de los Turcos, y por la honra de Cristo
restituida a los Cristianos: que para este efecto ayudaría al Rey
llevando esta empresa, y no solo movería por su parte cruel guerra
contra los Turcos, pero que proveería la armada y campo del Rey de
todas vituallas, luego que él y su gente llegasen al puerto de
Ayalazo, u otro cualquier de la Asia menor al oriente, y llevase la
vía de Jerusalén para la conquista. Los embajadores del Emperador
Paleologo, no prometieron soldados, ni guerra aparte contra los
Turcos, porque él la tenía en sus tierras, con otros a quien había
quitado el Imperio (como se dirá adelante) sino
panatica
y todo género de vituallas para la armada del Rey: con que abreviase
su venida, y siguiese el orden que en la Grecia de paso se le daría.
Oídas las dos embajadas respondió el Rey, que con el favor de
nuestro señor, por la cobranza y restitución de su glorioso y santo
Sepulcro al pueblo y poder Cristiano, no dejaría perder una tan
principal ocasión como se le ofrecía por mar y por tierra, con el
favor de dos tan supremos Emperadores para tan santa y señalada
conquista. Que por eso aceptaba la empresa y que dentro de muy pocos
días se dispondría a entrar en ella: confiando que los dos, y cada
uno por si, cumplirían muy largamente lo que por sus embajadores le
prometían. Con esta respuesta y mercedes que el Rey hizo a los
embajadores los despidió, y se partieron de él muy contentos.









Capítulo XXI. Como mandó
el Rey publicar guerra para la tierra santa, y de las cartas de la
Reyna su hija y como fue a ella, y de paso dejó por gobernador de
Aragón al Príncipe don Pedro, y de la moneda jaquesa.






Partidos los
Embajadores, mandó el Rey pregonar la guerra y conquista de la
tierra santa por todos sus Reynos y señoríos de España, hasta en
la Guiayna y comenzó a endreçar todos sus fines a este propósito.
Y así muchos no solo de sus Reynos, pero de los extraños de España
y fuera de ella, movidos por la santidad de la empresa con tan buen
caudillo y guía de su Real persona, se determinaron a seguirle en la
demanda. Para esto impuso cierto tributo, o tallon sobre la ciudad y
Reyno de Valencia, por no desguarnecerla de gente de guarda, y se
partió para Barcelona a hacer gente y dar prisa en poner la armada
en orden, y prepararla para tan larga navegación. Mas apenas fue
llegado a ella, cuando recibió cartas de Castilla de la Reyna doña
Violante su hija, en que le rogaba con muchas lágrimas, por cosas
que mucho importaban al bien de todos y quietud de los Reynos,
quisiese en todo caso verla antes que se embarcase: que le esperaría
a la raya del Reyno en el monasterio de Huerta. Maravillose mucho el
Rey de tan encarecida demanda: tanto que por lo que entendió estando
en Toledo de cuan mal animados estaban los grandes de Castilla contra
su Rey, vino a pensar no fuese la causa del llamamiento alguna
secreta machina, o rebelión que contra el mismo Rey se había
descubierto, y que aguardaban su embarcación para ejecutarla más a
su salvo. Fue pues contento de ir a verse con ella: también por dar
una vista por Aragón y de paso dejar algunas cosas importantes al
Reyno asentadas por su mano. Y así llegando a Zaragoza nombró por
gobernador general de Aragón, al Príncipe don Pedro, durante su
ausencia, y le renunció todo el derecho que le pertenecía al Reyno
de Navarra: así por la adopción y prohijamiento que le hizo el Rey
don Sancho: como por el
pauto
que hizo después con el Rey Theobaldo, y la Reyna doña Margarita su
madre, para que se valiese de él contra el mismo Theobaldo, y
principales del Reyno, los cuales así con el Rey don Sancho, como
con Theobaldo intervinieron (
entreuinieron)
y se firmaron en los conciertos, obligándose con juramento solemne
de observallos. Además de esto a los Aragoneses no se les imputó
tributo alguno en ayuda de la empresa, porque ya ellos y los de
Lérida con todo el Reyno por donde corría la moneda Iaquesa
voluntariamente consintieron, en que pudiese el Rey batir XV mil
libras de plata de aquella moneda que hacían poco menos de XV mil
ducados para valerse de ellos en la jornada. Porque de aquí vengamos
a estimar cuantas eran entonces las riquezas Reales, y podamos
colegir como no con infinidad de dinero, sino con el buen gobierno de
los Reyes y esfuerzo de los capitanes, con la modestia y disciplina
de los soldados, en aquellos tiempos alcanzaban grandes victorias
nuestros Reyes de sus enemigos.









Capítulo XXII. Como en
llegando el Rey a Huerta, la Reyna con sus hermanos e hijos se
abrazaron del Rey rogándole desistiese de la empresa y del sabio
razonamiento con que los consoló y se despidió de ellos.






Llegó el Rey
al monasterio de Huerta acompañado de los Principales don Pedro y
don Iayme sus hijos: donde halló a la Reyna con los suyos y al
Arzobispo don Sancho. Puesto el Rey en medio de todos, como si le
conjuraran contra él lo cercaron, y los niños ayudados de la madre
se abrazaron con el cuello del viejo aguelo, los otros se le echaron
a los pies com muchas lágrimas, y la Reyna besándole las manos:
todos a una con grandes sollozos y voces le suplicaron dejase de
emprender una tan larga, tan peligrosa y dudosa jornada como quería
hacer para dejarlos desamparados, y privados de su favor y sombra,
cuya presencia no la habían de ver, ni gozar más en su vida: que
era muy cruel para si y para todos, ausentándose de sus Reynos por
ir a conquistar los ajenos, que mirase no fuese para más ofender,
que servir a nuestro señor en ello. A los cuales mandó el Rey que
se sosegasen y le oyesen. Y así abrazando a todos, con mucha dulzura
les dijo. Carísimos hijos míos: Por demás es la aflicción
(
affliction)
que a mí y a vosotros dais con vuestras lágrimas y sollozos: si
pensáis con eso apartarme del propósito y determinación que tengo
de entrar en esta santa demanda. Porque los servicios que a Dios
nuestro señor común padre debemos se han de anteponer a todas las
obligaciones que a vosotros como a hijos, por cualquier razón y
causa puedo teneros: habiendo yo hecho hasta aquí cuanto he podido
por vosotros: pues os dejo heredados de mucho mayores bienes y Reynos
que yo heredé de mis padres vuestros aguelos, y tan bien colocados,
por gracia de nuestro Señor, que ya no tengo más que desearos, ni
daros. Ahora ya me llama a otra parte el mismo padre celestial. El
cual no quiere que yo emprenda de hoy más otras guerras que las
suyas para merecer por ellas el soberano triunfo que será servido
darnos. Y siendo así, qué otras más suyas, que las que se
emprendieren para cobrar el glorioso y santo sepulcro de Iesu Christo
su hijo y Redentor nuestro? Qué más heroicas, ni más santas, que
las que así por sacar de poder de aquellos infieles enemigos de su
santo nombre la tierra santa que sus preciosísimos pies pisaron:
como para restituirla a la honra y posesión de los católicos y
fieles Cristianos, se llevaren adelante? Mayormente por las muchas
causas y razones que yo tengo, para conocer soy más obligado a esta
empresa que otros. Lo primero por mi natural inclinación y deseo, y
aun casi voto hecho sobre esto desde mi niñez y principio de mi
Reynado. Lo segundo por haberse comenzado tantas veces esta empresa
por tantos Reyes y principales Cristianos en nuestros tiempos,
excepto los Españoles, y nunca haberse acabado: si a dicha por
voluntad divina, me está a mí reservado el abrir la puerta para
todos. Finalmente por la ocasión mejor y más cómoda que nunca, se
nos ofrece ahora, con el favor y ayuda de dos tan poderosos
Emperadores vecinos a la tierra santa, que no solo nos llaman y
exhortan, pero nos ayudan tan principalmente por mar y por tierra con
gente y armas, con vituallas y dinero, para esta empresa. A los
cuales no condescender, ni corresponder con su demanda en cosa tan
santa y pía: verdaderamente sería cosa para la honra y tan
celebrado nombre de España, no solo ignominiosa y fea, pero aun
abominable e impía. Por donde cuanto más nuestra edad grave y
cansada nos declara como se va ya madurando el tiempo de nuestra fin
y muerte: tanto más nos persuade a que lo poco que nos queda de esta
vida miserable y perecedera, lo empleemos en total servicio de
Christo nuestro redentor que nos ha de dar la otra sempiterna. Por
eso no es justo que yo rehúse este tan corto viaje de ir a morir por
él, habiendo él bajado de lo alto de los cielos a la tierra a morir
por mí. Como el Rey acabó su razonamiento, las lágrimas y
lamentables voces de hijos y nietos se levantaron tan grandes, y con
tantos alaridos, que el Rey no pudo contenerse de no llorar con
ellos. Y no pudiéndoles hablar más, abrazó y besó sus
nietezuelos, y dándoles su bendición, y despidiéndose de todos,
volvió su camino derecho para Barcelona.









Fin del libro XVII.