Entre las reliquias más preciadas para
los cristianos está, no podía ser menos, la copa en la que bebió
Jesús en el transcurso de la última cena, tan preciada que son
varias las poblaciones de Oriente y de Europa que se disputan el
privilegio de poseerla y como tal la veneran y la muestran.
La legendaria tradición, en cuanto a
Aragón se refiere, nos habla de cómo fue a parar la copa a manos de
José de Arimatea, quien recogió en ella algunas gotas de sangre de
las heridas abiertas a Jesús cuando agonizaba en la cruz. Poco
después, ese cáliz fue a parar a Roma, sin duda llevado por el
propio san Pedro cuando fundó la primera sede episcopal del
cristianismo, y en Roma estaba en el siglo III.
Cuando tuvo lugar una de las más
crueles persecuciones contra los cristianos, la ordenada por
Valeriano, éste pretendió incautarse de los bienes de la Iglesia,
de los que estaba encargado por el papa san Sixto el diácono oscense
Lorenzo, quien pagó con su vida la osadía de entregar como bienes
reales a varios pobres, lisiados y desvalidos, enviando secretamente
el sagrado cáliz a Huesca, donde se hallaba cuando llegaron los
moros.
Con la llegada de los musulmanes, al
decir de la leyenda, comienza toda una peregrinación del cáliz por
el Pirineo (San Pedro de Tabernas, Borau, Yebra de Basa, Bailo, Jaca,
Siresa y, finalmente, San Juan de la Peña), aunque también lo
reivindique fuera de las montañas pirenaicas el pueblo de Calcena
(Cáliz de la Cena = Calcena), situado en las faldas del Moncayo, en
cuyo blasón puede verse un cáliz en uno de sus cuarteles.
En San Juan de la Peña, monasterio que
se vanagloriaba de poseer importantes reliquias, el Grial —el Santo
Cáliz— era la más importante, puesto que había pertenecido al
propio Jesús, aunque éste no era el único cáliz precioso que
atesoraba el cenobio pinatense, alguno de los cuales sirvieron de
moneda de cambio con los reyes aragoneses.
No es de extrañar, pues, que el rey
Martín I el Humano pidiera el cáliz a los monjes pinatenses que se
lo hicieron llegar a la Aljafería zaragozana. A partir de aquí,
hechos históricamente ciertos nos muestran este cáliz en Barcelona,
primero, y en Valencia, después, donde fue entregado por Alfonso V y
donde todavía se conserva.
[Beltrán, Antonio, Leyendas
aragonesas, págs. 131-133.]