291. LA PALABRA DE VICENTE FERRER EN
AÍNSA (SIGLO XV. AÍNSA)
Si el mes de junio de 1415 había
llevado a Vicente Ferrer a Barbastro y Graus, en julio se trasladó a
la villa de Aínsa, donde se detuvo once días. Como en todos los
pueblos por los que pasaba, el recibimiento aquí también fue cálido
y multitudinario. La iglesia, en la que predicó el primer día, se
hizo pequeña, de modo que tuvieron que habilitar un estrado en la
plaza; de esta manera, dicen que pudieron oírle más de diez mil
personas, llegadas de toda la comarca. Y lo cierto es que los jurados
y los oficiales de la villa se las veían y deseaban para poder
defenderle de las auténticas turbas piadosas que pretendían tocarle
o besar las manos del fraile.
En medio de esta enorme expectación,
en un momento de máxima audiencia, llegó una tarde a la tribuna una mujer que decía estar endemoniada. Entre el calor, que era
sofocante, y las contorsiones y gritos de la mujer, ésta era una
especie de animal sudoroso.
Un familiar suyo intercedió por la pobre señora y, en medio de un silencio sepulcral, al conjuro de las palabras de Vicente Ferrer, parece ser que el demonio abandonó su cuerpo. Tras unos instantes de sorpresa, todos los asistentes desfilaron para ver y hablar con la pobre señora, que no tenía ojos nada más que para mirar a su salvador.
Un familiar suyo intercedió por la pobre señora y, en medio de un silencio sepulcral, al conjuro de las palabras de Vicente Ferrer, parece ser que el demonio abandonó su cuerpo. Tras unos instantes de sorpresa, todos los asistentes desfilaron para ver y hablar con la pobre señora, que no tenía ojos nada más que para mirar a su salvador.
Pero si la curación de la endemoniada,
un ser racional enfermo, hizo crecer la credibilidad en el fraile,
mayor fue todavía la admiración cuando, estando en plena plática
Vicente Ferrer, un jumento comenzó a rebuznar en un corral cercano a
la plaza.
Los rebuznos del animal eran tan
agudos, constantes y molestos — tanto que inquietaban a los
asistentes y no dejaba oír la palabra del fraile — que éste
decidió intervenir. Con voz cortante y decidida, mandó al animal
que callase. De repente, como si el jumento tuviera uso de razón y
entendiera la palabra humana, el animal enmudeció completamente.
Si los argumentos que predicaba el
dominico no hubieran sido suficientes para tenerlo como por un santo,
que lo eran, aquel hecho hizo que su fama llegara al último rincón regado por
el Cinca y por el Ara, de modo que aún se recuerda por estas tierras
el silencio repentino del jumento quejumbroso.
[Vidal y Micó, Francisco, Historia de
la portentosa vida..., pág. 231.]