254. FUNDACIÓN DEL MONASTERIO DE SAN
MARTÍN DE CERCITO
(SIGLO IX. ACUMUER)
Cuando falleció el conde don Aznar, el
mítico héroe de los jacetanos, le sucedió en el gobierno del
condado de Aragón su hijo Galindo, quien dedicó su vida entera a la
reconquista frente a los moros y a la repoblación del pequeño
territorio aragonés. Para llevar a cabo esta segunda e importante
tarea, se apoyó en los pequeños y dispersos monasterios existentes
que le sirvieron de base y ayuda para la reorganización de la vida
en los pequeños valles en los que se asentaban.
Hombre de profundo sentido religioso,
es sabido la constante atención que don Galindo dedicó al ya
célebre monasterio de San Pedro de Siresa
—ubicado en el valle de Echo y de
reconocida fama por su importante biblioteca incluso en al-Andalus—,
pero él levantaría su propia obra, que no fue otra que la del
monasterio ubicado en Cercito, a orillas del río Aurín, que puso
bajo la advocación de san Martín.
Muy aficionado a la caza como era, el
conde don Galindo recorría con los suyos una mañana las frondosas
riberas del río Aurín tras un escurridizo y atemorizado jabalí,
animal dueño y señor de estas tierras quebradas. Para poder andar,
tenía que ir cortando con su propia espada el ramaje que casi le
impedía el paso y no le dejaba ver. De pronto, con gran sorpresa y
admiración suya y de quienes le acompañaban, encontró, oculta
entre aquellas espesuras, una pequeña capilla dedicada a san Martín,
el gran santo francés, al que tanto habían admirado sus
antepasados.
Ante aquel inesperado hallazgo, don
Galindo se olvidó por completo del animal al que iba persiguiendo y
decidió recorrer con detenimiento todo el valle, acampando incluso
en él varios días. Quería estudiar bien el terreno y ver la
posibilidad de convertir aquella pequeña capilla en un monasterio
capaz de albergar a una comunidad numerosa de frailes, pensando en
edificar para ello unas nuevas y más amplias dependencias.
Satisfecho de las observaciones
realizadas y viendo viable el proyecto, decidió consultar con el rey
en la primera ocasión que se le presentó, de manera que recibió la
autorización real para fundar el cenobio, que muy pronto sería
habitado por monjes benedictinos.
[Martínez y Herrero, B., Sobrarbe y
Aragón..., I, pág. 183.]