245. LA VENGANZA DEL CONDE CRISTIANO
(SIGLO XI. BARBASTRO)
Narra un historiador árabe que, pasado
un tiempo de la reconquista de Barbastro por las tropas cristianas,
llegó a la ciudad un comerciante judío con la misión de rescatar
de su cautiverio a las dos hijas de un notable musulmán que había
podido escapar a duras penas de la matanza.
Se presentó el judío en la casa que
fuera de este notable, donde vivía ahora un conde cristiano,
encontrando a éste vestido lujosamente y sentado en el mismo sitio
que antes ocupara el antiguo dueño moro de la casa, con las hermosas
muchachas dócilmente sentadas a su lado. Nada se había cambiado en
la mansión: se mantenía intacta la misma disposición de los
muebles y de los ornamentos, el ambiente y la atmósfera parecían
idénticos. Solamente el dueño era otro.
Manifestó el comerciante judío su
disposición a pagar cualquier precio al conde por el rescate de las
cautivas, pero éste se negó rotundamente al trato, despreciando
ostentosamente el «oro muy puro y las telas preciosas y originales»
que aquél le ofrecía. El conde, dijo, poseía ya bastantes
riquezas, pero afirmó que, aunque no las tuviera, no cambiaría a
las muchachas por todo el oro del mundo, pues era su deseo vengarse
por lo que en otro tiempo hicieron con las hijas de los cristianos
los conquistadores árabes.
A una de las muchachas la había
elegido el conde por su belleza como madre de sus hijos; a la otra,
como cantora y tañedora de laúd. Como muestra de cuanto decía,
llamó a esta última y le pidió que, tras templarlo, tañese el
laúd y cantara con su hermosa voz en honor de su huésped. La
muchacha, obediente, así lo hizo, mientras el conde enjugaba con un
pañuelo de seda las lágrimas que resbalaban por sus mejillas.
Durante un rato, que se hizo eterno, continuó la morica desgranando
versos en una lengua que ni el cristiano ni el judío acertaban a
comprender, mientras el conde seguía bebiendo copiosamente y
manifestando su agrado por las canciones, aunque endurecidos su
corazón y su mente por la sed de venganza.
Regresó el judío sin haber podido
cumplir el encargo, mientras tres corazones que creían en otro Dios
lloraban de soledad y separación.
[Turk, Afif, El Reino de Zaragoza en el
siglo XI de Cristo..., págs. 94-95.]