145. PEDRO FERNÁNDEZ DE AZAGRA,
MILAGROSAMENTE ILESO
(SIGLO XIII. PIEDRA)
Imagen de Traveler (cascada del ángel) |
Un monje estaba arrebujado en el
camastro de su celda y rezaba por quienes pudieran estar a la
intemperie. Era una noche oscura y el ruido en el exterior era
infernal, fruto de la tormenta que se había desatado al caer la
tarde, al que se sumaba el rumor de las cascadas del río Piedra.
Mientras, el señor de Albarracín, don Pedro Fernández de Azagra,
que iba desde Molina camino de Calatayud, se hallaba perdido en el
fondo de un barranco. El caballero daba voces para localizar a sus
escuderos, pero todo era en vano: ni Diego, ni Beltrán ni
Garci-Pérez le contestaban. Estaba completamente solo en medio de la
tempestad.
Azuzó don Pedro al asustado caballo en
los ijares y el bruto respondió. En medio de grandes relámpagos y
truenos, subió por la ladera de una loma hasta llegar a la cumbre.
Desde allí pudo oír el ruido tumultuoso de un torrente, aunque no
lo veía, a pesar de los destellos continuos. Cabalgó perdido por el
monte durante mucho rato, quizás horas, hasta que oyó el tañido de una campana que debía tocar a maitines, lo que le situó hacia las
dos de la mañana. Guiado por sus sones, dirigió hacia allí a su
montura, mas hubo un momento en el que el caballo se negó a caminar
en aquella dirección, dando una vuelta en redondo.
De repente, se encendió delante de él
una trémula luz. Estaba tan cerca de ella que casi parecía que la
podía tocar con la mano, pero el caballo se negaba a andar en
aquella dirección. Ante la actitud de su montura, se guareció al
calor de una oquedad y decidió esperar al alba. Cuando despertó de
su inquieto sueño despuntaban ya las primeras luces y pudo situarse:
estaba en el monte de la Lastra, que conocía bien, con el monasterio
de Piedra en frente, pero separado de él por un profundo valle y las
aguas tumultuosas del río Piedra crecido por la tormenta.
Acarició agradecido al animal que le
había salvado la vida y rezó fervoroso a la Virgen en el convento,
pues sin duda había intercedido por él, decidiendo que cuando
muriera lo enterraran allí.
El monje que rezaba en el camastro de su celda por los caminantes se sintió reconfortado.
El monje que rezaba en el camastro de su celda por los caminantes se sintió reconfortado.
[Juan Federico Muntadas, El monasterio
de Piedra.]