Presentóse, en
este día, el alcaide de Molina, con la siguiente
credencial del Rey de Castilla, y habiendo saludado y hecho varios
ofrecimientos, de parte de su señor, a los Diputados y Consejo,
encargándoles que le explicasen como había tenido lugar la muerte
del Primogénito y cuales eran los milagros que habían sucedido;
satisfaciéronle aquellos sobre cuanto pedía, dándole las gracias
por el cuidado y atención de su Rey y señor.
Als
muy reverendos e magnificos amigos los diputados e consistorio
representantes del Principado de Cathalunya. El rey de
Castilla e de Leon. Bien amados nuestros. Nos enbiamos
a vos otros a nuestro alcayde de Molina para que de
nuestra parte vos fable algunas cosas afectuosamente. Vos
rogamos le dedes fe. Aya vos nuestro Senyor todos
tiempos en su guarda special. De Madrid a diesy
siete dies de octubre anyo de LXI. - Presto a la honra
de vosotros el Reyo.
31 DE OCTUBRE.
Ocupáronse
de otros asuntos secundarios, y especialmente sobre la cuestión de
las lanas, a cuyo objeto nombraron una comisión para que
fuese a la ciudad de Tortosa.
196. LA VENGANZA DE ABDELMELIC (SIGLO
XI. ALBARRACÍN)
A fines del siglo XI, los territorios
independientes de la taifa de Albarracín estaban rodeados de los de
la importante taifa de Sarakusta, de los de Molina, Cuenca y
Alpuente, y de unos minúsculos señoríos vasallos del Cid. Sus
pequeñas cortes eran hervideros de confabulaciones y las relaciones
con los alcaides de sus fortalezas no estaban exentas de episodios
más o menos intrigantes.
El segundo señor independiente de la
Sahla, Abdelmelic ben Razín, tuvo ocasión de vivir una de estas
intrigas en el castillo de Adakún, hoy Alacón, del que era alcaide
y vasallo suyo un tal Obaidalá, cuñado de Abdelmelic, puesto que
estaba casado con una hermana de éste.
Tramó con cuidado y sigilo Obaidalá
el asesinato de su cuñado y señor, hombre ya mayor, con el deseo de
sucederle en el gobierno de la Sahla. Para ello, invitó a su palacio
a Abdelmelic y a sus hombres de confianza, ofreciéndoles un banquete
en el que corrieron profusamente comida y vino. Cuando el señor de
Alacón creyó llegado el momento, sus esbirros se lanzaron sobre
Abdelmelic y le hirieron gravemente. Ante el drama que se estaba
produciendo, la hermana del agredido —y esposa a la vez del
agresor— pudo subir al piso superior y solicitar auxilio al
exterior, de modo que los servidores de Abdelmelic entraron en el
recinto y prendieron a los agresores, dejando con vida al traidor y a
su hijo, tal como les pidió su señor, que yacía herido.
Los organizadores de tan sangriento
festín fueron castigados con saña para que sirviera de escarmiento
y Abdelmelic —que salvó la vida, aunque le quedaron cicatrices del
atentado— hizo comparecer públicamente a Obaidalá, su cuñado,
ordenando que le cortaran manos y pies, que le vaciaran los ojos y,
por fin, que fuera crucificado a la vista de todos, como así se
hizo, desoyendo las súplicas de su hermana. En cuanto al hijo del
señor de Alacón, que era su sobrino y había participado también
en la conspiración, decidió dejarle en libertad, pero no sin antes
ordenar que le fuera cortado un pie para que nunca le pudiera
perseguir.
Hay quien, todavía hoy, cree oír en
Alacón, junto a las ruinas del castillo, los lamentos de una mujer,
sin duda la esposa de Obaidalá, gemidos por el hijo al que su
marido, el señor de la Sahla, castigara.
Un monje estaba arrebujado en el
camastro de su celda y rezaba por quienes pudieran estar a la
intemperie. Era una noche oscura y el ruido en el exterior era
infernal, fruto de la tormenta que se había desatado al caer la
tarde, al que se sumaba el rumor de las cascadas del río Piedra.
Mientras, el señor de Albarracín, don Pedro Fernández de Azagra,
que iba desde Molina camino de Calatayud, se hallaba perdido en el
fondo de un barranco. El caballero daba voces para localizar a sus
escuderos, pero todo era en vano: ni Diego, ni Beltrán ni
Garci-Pérez le contestaban. Estaba completamente solo en medio de la
tempestad.
Azuzó don Pedro al asustado caballo en
los ijares y el bruto respondió. En medio de grandes relámpagosy
truenos, subió por la ladera de una loma hasta llegar a la cumbre.
Desde allí pudo oír el ruido tumultuoso de un torrente, aunque no
lo veía, a pesar de los destellos continuos. Cabalgó perdido por el
monte durante mucho rato, quizás horas, hasta que oyó el tañido de una campana que debía tocar a maitines, lo que le situó hacia las
dos de la mañana. Guiado por sus sones, dirigió hacia allí a su
montura, mas hubo un momento en el que el caballo se negó a caminar
en aquella dirección, dando una vuelta en redondo.
De repente, se encendió delante de él
una trémula luz. Estaba tan cerca de ella que casi parecía que la
podía tocar con la mano, pero el caballo se negaba a andar en
aquella dirección. Ante la actitud de su montura, se guareció al
calor de una oquedad y decidió esperar al alba. Cuando despertó de
su inquieto sueño despuntaban ya las primeras luces y pudo situarse:
estaba en el monte de la Lastra, que conocía bien, con el monasterio
de Piedra en frente, pero separado de él por un profundo valle y las
aguas tumultuosas del río Piedra crecido por la tormenta.
Acarició agradecido al animal que le
había salvado la vida y rezó fervoroso a la Virgen en el convento,
pues sin duda había intercedido por él, decidiendo que cuando
muriera lo enterraran allí. El monje que rezaba en el camastro de su
celda por los caminantes se sintió reconfortado.
[Juan Federico Muntadas, El monasterio
de Piedra.]