99. LA MUERTE DE ALFONSO I, UN CASTIGO
DE DIOS (SIGLO XII)
Alfonso I el Batallador, rey de los
aragoneses, había logrado reconquistar prácticamente todas las
tierras que vierten sus aguas al río Ebro, e incluso se hubiera
podido adelantar en varios siglos la reconquista peninsular si el
matrimonio con la reina Urraca de Castilla no hubiera terminado
primero en separación y luego en divorcio, pero el caso es que le
llegó su hora en Fraga, cuando se aprestaba a tomar una de las pocas
llaves que aún le quedaban por adquirir en su camino hacia Lérida y
el mar de Tortosa, salida al Mediterráneo tan anhelada por el rey.
Con cada victoria lograda, su fama en
toda la Europa cristiana había ido en aumento y su prestigio era
considerable; el mundo musulmán lo tenía como a su principal
enemigo y mayor escollo para perpetuarse en la Península. Para los
primeros, su muerte tras la derrota de Fraga fue una pérdida
irreparable; para los otros, una bendición de Alá.
El caso es que, a la hora de buscar el
porqué del desastre fragatino, la realidad y la fantasía se
hermanaron. Entre no pocos, sobre todo entre sus muchos opositores
castellanos, la causa de la derrota y del subsiguiente desastre había
sido un verdadero castigo de Dios.
Eran generalmente admitidas su
magnanimidad y su belicosidad pero, a decir verdad, en las cosas
tocantes a Dios y a la honra de la religión cristiana, estimaban
muchos que había sido negligente, fama que, sin duda, le venía
porque muchas veces, cuando estaban en plena campaña guerrera, había
consentido que los caballos fueran guarecidos en las iglesias y
templos, ocupando él mismo, en ocasiones, lugares sagrados para
acampar.
Esta fue para muchos, sin duda alguna,
la causa del juicio sumario de Dios hacia Alfonso I, de modo que cayó fulminado ante Fraga, donde, según algunos, no apareció ni vivo ni
muerto, aunque otros dicen que lo hallaron tendido en el suelo y que
lo enterraron ellos mismos en el monasterio de Montearagón.
[Ubieto, Agustín, Pedro de Valencia:
Crónica, pág. 113.]