293. EL CUADRO DESPRENDIDO (SIGLO XV.
HUESCA)
En el convento que tenía abierto en
Huesca la Orden dominica —casa en la que Vicente Ferrer se hospedó
en más de una ocasión con motivo de su constante peregrinar por tierras
aragonesas—, tuvo lugar un hecho ciertamente inexplicable y
gracioso a la vez.
Entre la congregación oscense, era
costumbre dar dos pitanzas el día que se conmemoraba el recuerdo y
la festividad de san Vicente Ferrer, pero como aquel año coincidía
con la Semana Santa, tiempo de recogimiento y ayuno en el mundo
cristiano, estimó el prior que no procedía tal celebración.
Aquella decisión fue origen de una gran contrariedad por parte de
toda la comunidad de frailes, sobre todo de los que eran más
jóvenes.
No obstante, a pesar de lo dicho, todo
se desarrollaba con normalidad entre los miembros de la congregación
hasta que llegó la hora de asistir a la misa solemne. Como era
habitual, por tratarse de día tan señalado, el oficiante principal
iba a ser el propio prior.
Llegado el momento, el prior se dirigió
con tiempo a la sacristía para prepararse. Naturalmente iba a
revestirse con una magnífica casulla festiva que ya estaba colocada,
perfectamente doblada, sobre el amplio armario bajo de cajones, lo
mismo que los demás ornamentos.
De repente, cuando con parsimonia había
comenzado el prior el ritual, sin que se soltara el clavo ni se
rompiera la cuerda que lo mantenían colgado, cayó sobre su cabeza
un cuadro que representaba a san Vicente Ferrer. El quebranto para el
prior no fue grave, afortunadamente, pero en los bancos de la iglesia
y en los sitiales del coro los frailes, sobre todo los más jóvenes,
sintieron una sensación y un gozo especiales.
Sin duda alguna, el pequeño chichón
que el prior mostraba durante la celebración de la misa les resarcía
de la pitanza no concedida ni ingerida. Era, con toda seguridad, así
lo creían ellos, la pequeña satisfacción que Vicente Ferrer les
quiso proporcionar en el día de su aniversario.
[Vidal y Micó, Francisco, Historia de
la portentosa vida..., pág. 232.]