228. EL AMOR, NUEVA RELIGIÓN (SIGLO
XII. RICLA)
Allá por los años 1186 o 1187,
siendo señor del castillo de Ricla Martín Pérez de Villel o
Berenguer de Entenza, no se sabe bien cuál de los dos, vivía en
esta villa con su familia Calila, una joven musulmana educada según
la ley del Corán. La muchacha no sólo era de noble corazón sino
que, además, poseía una belleza sin igual. Su destino parecía
estar ya escrito: pronto debería tomar esposo de entre los jóvenes
moros de su comunidad.
Pero la casualidad quiso que, paseando
un día por las calles de la villa, Calila se cruzara con Guzmán, un
joven cristiano, que quedó cautivado por la belleza de la joven mora
y la acompañó complacido hasta su casa. Entre ambos surgió
rápidamente el amor. Pero, aunque los dos eran de buenos
sentimientos y su amor era verdadero, pronto comprendieron que su
diferente educación podría complicar su relación.
Guzmán era un gran trovador; con mucha
sensibilidad componía e interpretaba canciones que causaban una
fuerte impresión entre quienes lo escuchaban. También a Calila le
causaban placer. Pero ello era contrario a su religión, de manera
que pidió a Guzmán que abandonara su afición y se convirtiera al
Islam. El joven no podía aceptar tal petición de su amada, pues la
música era vital para él. Por eso, consciente de los problemas que
seguramente surgirían en el futuro, Calila pidió a Guzmán un
sacrificio: que renunciara a su amor.
El muchacho no pudo asumir la ruptura y
se entregó a la bebida, de manera que, en cierta ocasión, acabó
completamente embriagado, desmayándose ante la puerta de su amada.
Calila, que se dio cuenta de lo ocurrido, lo recogió del suelo y lo
cuidó hasta que estuvo recuperado, comprendiendo ambos que no podían
renunciar a sus sentimientos comunes.
Para salir del atolladero en el que se
encontraban, decidieron borrar al unísono de sus respectivas
religiones aquellas cosas que les separaban y mantener exclusivamente las que les
unían, que eran las verdaderamente importantes. De este modo, Calila
y Guzmán se casaron y vivieron en paz.
[Yanguas Hernández, Salustiano,
Cuentos..., págs. 172-176.]