310. LA ABSOLUCIÓN DE LOPE FERNÁNDEZ DE LUNA (SIGLO XIV.
VILLARROYA DE LA SIERRA)
Don Lope Fernández de Luna, nombrado
arzobispo de Zaragoza en 1352, era un genuino representante de la
casa de los Luna, influyente familia dentro del contexto del reino de
Aragón e incluso fuera de él.
Al nuevo arzobispo zaragozano le vemos
interviniendo, en un momento u otro, en los principales asuntos
públicos: trata sobre la paz y la guerra, sobre leyes y sobre
embajadas...
Con motivo de la cruel «guerra de los
dos Pedros» —el de Aragón y el de Castilla—, de tan nefastos
resultados para los aragoneses, a Lope Fernández de Luna se le
encomendó, en calidad de capitán general, la defensa de las
fronteras comunes entre Castilla y Aragón, para lo cual dividió y
distribuyó las fuerzas y fortificó la ciudad de Calatayud, así
como varias plazas ubicadas en estos confines.
En medio de tales afanes, se le ocurrió
visitar la imagen de Nuestra Señora de Villarroya. Despachó por
delante a sus criados, mientras él cabalgaba detrás junto con un
capellán amigo. Iban ambos hablando y rezando cuando, desde un pinar
cercano, les llegó una voz lastimera y quejumbrosa. Desmontaron de
sus cabalgaduras, las ataron y se internaron entre los pinos en
dirección a los lamentos.
Sorprendidos, en un claro del pinar,
vieron la cabeza de un hombre que estaba separada de su cuerpo. La
cabeza, volviendo los ojos hacia don Lope, le dijo a éste:
«Arzobispo, confesión». Aunque un tanto confundido, el religioso
confesó a aquel penitente, y, cuando hubo acabado, continuó
diciendo que «la causa de haberle favorecido el cielo con el confesor que pedía había sido por la
devoción que siempre tuvo a san Miguel, al cual se había
encomendado cuando una cuadrilla de castellanos le habían herido de
tal suerte, conservando milagrosamente la vida en la cabeza, y que el
santo le había ofrecido su asistencia hasta que se confesase».
Dicho esto, expiró.
El arzobispo, confundido por el
prodigio que acababa de vivir, mandó sepultar el cadáver y, años
después, cuando la guerra llegó a su fin, comenzó a edificar la
capilla que lo conmemoraría para siempre.
[García Ciprés, G., «Ricos hombres
de Aragón. Los Luna», Linajes de Aragón, II
(1911), 245-246.]