304. LA PALIDEZ DE LA VIRGEN DE SALAS
(SIGLOS XIII-XIV. HUESCA)
En muy contadas ocasiones se tiene la
oportunidad de ver reunidas y presidiendo un mismo santuario dos
imágenes de la Virgen, cual es el caso de la ermita que acoge a la
virgen de Salas y a Nuestra Señora de la Huerta, en las afueras de
Huesca. Las dos tallas son hermosas, pero de una de ellas llama
poderosamente la atención el color lívido de su rostro, o «la baja
color de la tez» de la de Salas, circunstancia sobre la que existen
varias interpretaciones, cual es el caso de la siguiente.
En cierta ocasión, la que comenzó
siendo una simple y tonta discusión entre dos vecinos de Huesca
finalizó en reyerta enconada. Uno de los litigantes, por razones que
no vienen al caso, decidió rehuir la pelea, tratando de esconderse
en los campos del Almériz, en cuyo término se halla el santuario,
hasta que se calmaran los ánimos. No obstante, su contrincante,
enterado de dónde estaba salió en su busca.
El joven perseguido —devoto de santa
María y ante el temor de ser alcanzado— se refugió en la ermita,
pensando que, como lugar sagrado que era, estaría a salvo. Pero el
perseguidor, arrogante y preciado de sí mismo, no sólo no respetó
el inviolable derecho de asilo, sino que entró en el templo a
caballo dispuesto a matar allí mismo a su enemigo.
La virgen de Salas —ante un acto no
sólo tan vandálico sino perpetrado además en su presencia— dio
un tremendo grito de espanto, apartó de sí al Niño como para
salvarle y se quedó completamente lívida, descolorida. Ante
aquellos signos de desaprobación por parte de Nuestra Señora, el
perseguidor se percató de la infamia que estaba cometiendo y,
arrepentido y pesaroso por ello, se lanzó al suelo e hincándose de
rodillas pidió perdón a la Virgen por haber perturbado la paz de su
santuario.
Pasó el tiempo, y el perseguidor
demostró su arrepentimiento de manera sobrada imponiéndose duras
penitencias, todo lo cual convenció a la virgen de Salas de su sinceridad, lo
que le llevó a atraer de nuevo al Niño hacia sí, aunque jamás
recuperó el color sonrosado de su piel, que siguió lívido.
[Datos proporcionados por Teresa
Laliena, de Huesca.]