246. EL CELEBRADO SALTO DE PERO GIL,
ESCUDERO DEL CID
(SIGLO XI. TRAMACASTILLA)
En cierta ocasión, cabalgaba el Cid
con sus mesnadas por las tierras altas de la sierra de Albarracín.
Iba camino de Valencia, tras haber pasado unos días en el palacio de
la Aljafería, junto al rey moro de Sarakusta, su aliado. Se enteró
el rey musulmán de Albarracín de la presencia en sus tierras de don
Rodrigo y organizó una partida de jinetes armados, ordenándoles que
hostigaran simplemente a las tropas cristianas, pero sin presentar
batalla campal abierta. Avanzaban con absoluto sigilo para tratar de
aprovechar al máximo el factor sorpresa.
Una tarde, cuando el sol estaba todavía
muy alto en el horizonte, avistaron al grueso de la hueste cristiana
junto al Villar, pero, dada la diferencia de fuerzas, decidieron
seguir vigilantes y esperar a la noche. Sin embargo, un vigía moro
descubrió, algo separados del resto, a un grupo de cuatro o cinco
caballeros, entre los que se encontraba el Cid, así es que
decidieron atacar al considerarse superiores.
El Cid y los suyos, apenas repuestos de
la sorpresa, se aprestaron a la lucha. El cuerpo a cuerpo inevitable
dejó algunos muertos sobre el monte y don Rodrigo se pudo poner a
salvo, mas Pero Gil, su fiel escudero, salió huyendo por la inmensa
llanada que tenía enfrente confiando en la velocidad de su caballo.
Los perseguidores, conocedores del terreno, aflojaron incluso la
carrera, sabedores de que al final del llano el fugitivo se
encontraría con una foz inmensa que le obligaría a detenerse y por
lo que quedaría a su merced.
En efecto, el corcel conducía a Pero
Gil directamente hacia el profundo desfiladero de Barrancohondo. En
su estrecha base, sólo cabía el hilillo de agua del río
Guadalaviar. Al llegar al borde del precipicio, su caballo se detuvo
temeroso del abismo que se abría a sus pies. Mas Pero Gil aguijoneó
con fuerza al bruto, se abrazó a su cuello, y ambos aparecieron al
otro lado del profundo foso. Los jinetes moros, llenos de espanto y
de admiración a la vez, no se atrevieron a emular al cristiano, que,
una vez libre, pudo llegar junto al Cid, que celebró su regreso.
Tan inverosímil gesta impresionó
tanto a todos que los juglares cristianos y moros la cantaron pronto
convertida en versos, difundiéndola de castillo en castillo, de
plaza en plaza, de palacio en palacio.
[Tomás Laguía, César, «Leyendas y
tradiciones...», Teruel, 12 (1954), 146-148.]