El alcaide del castillo de
La Fresneda se vanagloriaba de tener la fortaleza mejor custodiada
existente, extremando las medidas de seguridad hasta límites
inimaginables. Una de las muchas precauciones adoptadas consistía en
que cada centinela nocturno debía llevar una antorcha encendida
mientras vigilaba o hacía su ronda, con lo cual trataba de disuadir
a cualquier enemigo, pues el castillo era un ir y venir constante de
luces y resplandores.
Por otro lado, presumía
el alcaide de contar entre sus hombres con el mejor y más certero
arquero no sólo del reino sino de toda la Corona de Aragón,
habilidad que había demostrado en cuantas ocasiones se le puso a prueba en pugna con otros
afamados arqueros. Lo cierto es que desde cualquier parte del
castillo podía dirigir y clavar sus flechas en el lugar preciso sin
posibilidad alguna de error.
Era tarea obligada del
arquero apagar cada noche con sus flechas las antorchas de todos y
cada uno de los vigías, disparando su arco desde lo alto de la torre
del homenaje.
No obstante, una noche, un
vigía que tenía cita convenida con su amada abandonó su puesto y,
por lo tanto, su antorcha estaba apagada, justamente la noche en la
que la hija del castellán, que estaba enamorada secretamente del
guardián ausente, fue a buscarle a su puesto para declararle su amor
y, naturalmente, no lo encontró, decidiendo esperarle pensando que
tendría razones para el abandono.
Dejó a su amante en las
cercanías y regresó el desertor presuroso al lugar de su vela, con
el tiempo justo para ocupar su puesto y encender nerviosa y
precipitadamente su antorcha, momento en que descubrió junto a él a
la hija del castellán que le estaba esperando. No tuvo tiempo de
reaccionar y el presagio que relampagueó en su mente se cumplió.
En efecto, la flecha que
había de apagar su antorcha recién encendida volaba ya rauda por el
aire y fue a clavarse en el corazón de la muchacha. Hay quien dice
que no fue fallo del arquero, el único que se le recuerda, sino que
acertó a disparar a lo que más brillaba, el corazón encendido por
el amor de la hija del alcaide.
[Yanguas Hernández,
Salustiano, Cuentos y relatos aragoneses, págs. 108-110.]