357. EL ENVENENAMIENTO DE BENEDICTO
XIII (SIGLO XV. PEÑÍSCOLA)
Nos hallamos en pleno Cisma de
Occidente, cuando los distintos Estados europeos toman partido por
uno u otro de los papas existentes, entre ellos el aragonés don
Pedro de Luna, conocido como Benedicto XIII. El problema no sólo
afectaba a la Iglesia como institución o a las distintas
cancillerías, sino que estaba entre la gente sencilla, que discutía,
apoyando o vilipendiando a su favorito o su antipapa, según los
casos.
Dentro de este clima de crispación
generalizada, nos adentramos en una calle de la Florencia medieval,
donde se levanta una sórdida y lóbrega cárcel, abarrotada de
rufianes y desheredados, entre los que se encuentra una mujer acusada
de bruja, hechicera y vidente.
La bruja llevaba varios días pegada a
la ventana que daba a la calle intentando divisar a algún clérigo
que fuera de la obediencia de Benedicto XIII, pero su espera se había
prolongado en demasía para la urgencia del caso, puesto que deseaba
transmitirles un importante mensaje.
Por fin, una mañana, por las voces que
le llegaban de la calle, supuso que quienes pasaban eran aragoneses,
y les llamó la atención con sus gritos. Cuando se aproximaron,
agarrada a los barrotes de la mazmorra y con la cabeza metida entre
ellos para procurar que no pudiera ser oída desde dentro, les dijo:
«Daos prisa, corred a Peñíscola y avisad a Benedicto que por
muchas precauciones que tome será envenenado por un servidor íntimo
natural de su nación». Los asustados y asombrados viandantes que,
en efecto, eran aragoneses, creyeron hallarse ante a los delirios de
una loca, e hicieron caso omiso de su vaticinio, aunque eran
ciertamente partidarios del papa aragonés.
Lo que si es rigurosamente cierto es
que al Papa Luna —en una calurosa tarde del mes de julio de 1418,
en su retiro del castillo-fortaleza de Peñíscola— le fueron
ofrecidos unos deliciosos dulces de mermelada y miel, acompañados de
vino. Comió algunos y pronto se sintió gravemente indispuesto, con
continuos vómitos que, en definitiva, le salvaron la vida, pues le
permitieron expulsar el arsénico que, en forma de polvos, alguien
había mezclado con las golosinas.
[Simó Castillo, Juan B., Pedro de
Luna, el papa de Peñíscola, págs. 163-164.]