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domingo, 28 de junio de 2020

346. EL QUITAMIEDOS DE ROBRES


346. EL QUITAMIEDOS DE ROBRES (SIGLO XII. ROBRES)

Los éxitos guerreros alcanzados por Alfonso I el Batallador se debieron, sin duda, a múltiples circunstancias, como la debilidad en la que se habían sumido los reinos de taifas moros o la ayuda recibida del otro lado de los Pirineos, pero también a la utilización adecuada para cada caso de los hombres que lucharon bajo sus órdenes.

No existía entonces un ejército regular como ahora, de modo que el rey era socorrido por las milicias que aportaban los señores o tenentes y las universidades (ciudades y villas de Aragón), grupos que tenían cada uno sus propias características, como es natural.

Alfonso I el Batallador hacía estudiar el comportamiento de cada colectivo y, lo mismo que se rodeó de chesos, según la leyenda, que le servían como monteros reales desde que le salvaran la vida durante una cacería cuando era niño, conocía las características y el comportamiento en batalla de los tafalleses, caspolinos, grausinos o bearneses, por citar sólo algunos ejemplos.

Como consecuencia de esa observación minuciosa, uno de los capitanes del Batallador notó la desmedida valentía que demostraban en la lucha los oriundos de Robres. Aparecían, en principio, como fríos y calculadores pues jamás luchaban contra el enemigo de manera precipitada, pero cuando se lanzaban a la pelea su denuedo y arrojo se hacía notar enseguida, de modo que fueron decisivos en algunos asaltos.

Cuando el capitán real inquirió el porqué de aquella valentía desmedida, los de Robres, aunque a regañadientes, le contestaron que se debía al quitamiedos que ingerían antes de emprender la pelea, una hierba comestible que nace espontáneamente en la zona monegrina y que les infundía el valor necesario como para no dar jamás la espalda.

Intentó el capitán, e incluso el rey, saber qué tipo de hierba era aquélla, pero los milites de Robres jamás desvelaron el secreto, pues entendían que para ingerirla había que ser del pueblo, de noble talante y sin traición.

[Datos aportados por Xavier Abadía Sanz, de la Universidad de Zaragoza.]

sábado, 29 de junio de 2019

LA ESCOLTA CHESA DE ALFONSO I (SIGLO XI. ECHO)


97. LA ESCOLTA CHESA DE ALFONSO I (SIGLO XI. ECHO)

LA ESCOLTA CHESA DE ALFONSO I (SIGLO XI. ECHO)


Aunque nacido en Echo, el que luego sería Alfonso I el Batallador fue educado en el monasterio de San Pedro de Siresa no sólo en el dominio de las letras, sino también en el arte de la caza. Desde allí, con apenas doce años, decidió un día salir de caza, encaminando sus pasos hacia los roquedos de la Boca del Infierno, desfiladero que había recorrido en varias ocasiones. Pero aquella mañana a punto estuvo de morir.
Aunque atentos, el joven Alfonso y sus acompañantes iban confiados cuando un enorme oso (onso) les cortó el paso con gesto amenazador. Los servidores, aterrados, retrocedieron dejando solo al infante, quien, con serenidad impropia de su corta edad, apuntó con el arco al animal hiriéndole con una flecha y logrando detenerle en un primer instante.
La herida no fue suficiente y el oso, recuperado, se abalanzó sobre don Alfonso, que retrocedió unos pasos para defenderse, hasta caer de espaldas por el precipicio, aunque pudo asirse milagrosamente a un boj, mientras una piedra lanzada desde lejos abatía a la fiera. A la vez, un fornido mozo, que no formaba parte de la expedición, pudo coger al infante por la cintura y lo elevó al camino, mientras los integrantes de la comitiva estaban todavía ocultos.
Preguntó Alfonso quiénes eran su salvador y los otros jóvenes que le acompañaban, resultando ser pastores que habían visto la escena desde el otro lado del río, decidiendo intervenir. También el mocetón preguntó al joven cazador quién era, quedando sorprendido cuando le dijo que era el hijo del rey.

Don Alfonso, gratamente sorprendido por el arrojo de sus salvadores, pidió al mayoral que entraran a su servicio, pero éste, antes de dar una contestación, le preguntó que en calidad de qué se les requería. Y el infante, sin dudarlo ni un momento, les dijo que como monteros reales, y, como tales, le acompañarían siempre no sólo en la caza sino también en las campañas militares que sin duda habría de emprender.
Decidió formar así una escolta personal de monteros reales compuesta por chesos, a los que la historia recuerda como valerosos y abnegados, siempre al servicio del Batallador.

[Celma, Enrique, «Los monteros reales...», en Aragón, 229 (1953), 8-9.]



Nadie le tema a la fiera que la fiera ya murió que al revolver de una esquina un valiente la mató ...



Jota en cheso, s´ha feito de nuei (nuey), noche, nit.