192. LA PIEDRA HORADADA POR EL AMOR
(SIGLO X. ALBARRACÍN)
En el tiempo en el que Albarracín era
gobernada por Abú Meruán, de la familia de los Abenracín, se
escribió en sus sierras una de las más bellas historias de amor que
se conocen. Ocurrió que el menor de los hijos de Abú Meruán,
jinete ágil y conocedor como nadie del terreno, acostumbraba a
recorrer las montañas del señorío, lo que le condujo a Cella,
donde el alcaide del castillo solía recibirle hospitalariamente.
Fruto de estas visitas fue el amor que el joven Abenracín comenzó a
sentir por Zaida, hija única del alcaide, amor que pronto se vio
correspondido.
Pero aquel sueño era imposible, pues
el señor de Cella tenía proyectos mejores para su hija, a quien
pensaba desposar con un emir de al-Andalus, más rico y más poderoso
que Abú Meruán. Este, a quien el alcaide le debía vasallaje,
apenado por el dolor de los jóvenes enamorados, envió una embajada
al padre de la hermosa Zaida.
La comitiva, cargada de regalos, fue
recibida con cortesía en el castillo de Cella. Pero a la hora de
tratar del enlace, el alcaide manifestó que Zaida ya estaba
comprometida. Los embajadores no desistieron, temerosos de la
reacción de Abú Meruán, reacción que también temía el alcaide.
Por eso puso una condición que creyó imposible que pudiera ser
cumplida y, por otro lado, le dejaría las manos libres, quedando a
salvo su integridad. Prometió acceder al matrimonio cuando las aguas
del Guadalaviar regaran los campos de Cella. Los embajadores
deliberaron y, tras pensar cómo hacer realidad tan extraña
solicitud, pidieron un plazo para poder acometer el prodigio, plazo
que se cifró en cinco años.
Cientos de hombres trabajaron noche y
día horadando la montaña que separa el Guadalaviar de los llanos
entonces sedientos de Cella. Poco a poco, por las entrañas de la
tierra, un acueducto —que el Cid admiraría años más tarde y que
todavía hoy es testimonio de aquel amor— lanzaría el agua clara
del río encajonado a los campos abiertos de la llanada. Faltaban muy
pocos días para cumplirse el plazo marcado y el agua llegó a
Cella.
El joven Abenracín y Zaida, la bella
morica de Cella, pudieron cabalgar juntos entre los trigales nuevos
de su amor.
[Tomás Laguía, César, «Leyendas y
tradiciones...», Teruel, 12 (1954), 127-129.]