269. SAN GREGORIO, PEREGRINO (SIGLO XV.
ZARAGOZA)
En cierta ocasión, procedentes del
Midi francés, decidieron emprender juntos el camino de Zaragoza los
santos varones Licer, Juan, Pantaleón y Gregorio, con la pretensión
de visitar el templo de Santa María la Mayor, cuya Virgen se le
apareció al apóstol Santiago y tenía fama al otro lado de los Pirineos.
Al doblar las altas montañas pirenaicas, tomaron como guía
el curso del río Gállego, pues les habían dicho que, poco después
de su desembocadura en el ancho Ebro, se hallaba la meta de su
recorrido.
Arrostraron juntos las mil penalidades
del viaje, pero circunstancias diversas motivaron que no pudieran
llegar todos al final, como habían previsto. En efecto, cuando
llegaron a la altura de Zuera, fue Licer el que, tras caer desplomado
por el agotamiento del viaje, fue atendido por sus vecinos, entre los
que se quedó a vivir y ante los que hoy actúa como patrón de lavilla.
Continuaron hacia Zaragoza sus otros
tres compañeros, pero Juan, el más anciano, extenuado por la
caminata de tantas lunas, decidió quedarse a vivir con la comunidad
allí establecida, la que con el tiempo, en memoria de aquel santo
varón, acabaría denominándose San Juan de Mozarrifar.
Apenados por la ausencia de Licer y
Juan, Gregorio y Pantaleón siguieron su camino, animados por la
noticia de que ya se hallaban cerca de su objetivo. Incluso quisieron
acortar y, alejándose del Gállego, tomaron dirección oeste. Cuando fatigados
acababan de subir al acampo del Santísimo, Gregorio se desplomó en
el suelo, incapaz de seguir, marcando el emplazamiento donde la fe
hizo levantar la ermita que hoy le recuerda, lugar desde el que se
divisaban las torres de Santa María la Mayor, donde no pudo llegar.
Gregorio alentó a Pantaleón para que
prosiguiera, aunque sus fuerzas también eran escasas, tanto es así
que, cuando llegó a Juslibol, viéndose impotente ante el Ebro que
le cortaba el paso, decidió quedarse allí, lo que explica su
patronazgo de la población actual.
Sin duda, los cuatro santos varones
debieron, con el tiempo, ver cumplido su sueño de visitar el templo
y la imagen que les puso en camino, pero regresaron luego a sus
respectivos lugares de adopción.
[Madre, Jesús E., «La ermita de San
Gregorio», Zaragoza, 34 (1982), 29-30.]