355. EL MAR RECONOCE A PEDRO DE LUNA
COMO PAPA (SIGLO XV. PEÑÍSCOLA)
El aragonés don Pedro de Luna era en
aquellos momentos todavía Benedicto XIII, pero se había iniciado ya
el principio del fin, cuando el mundo le había comenzado a volver la
espalda. Estamos en 1415. Tras recibir a varias embajadas encabezadas
por el propio Emperador, en las que el rey de Aragón, don Fernando I
de Antequera, también participaba solicitando su renuncia al papado,
don Pedro siguió terne (en sus trece) en su decisión agravando con ello el
conflicto.
Estando en Colliure, donde recibió a
los últimos embajadores, y presionado por el desarrollo de los
acontecimientos, decidió apartarse a meditar en medio de la soledad
y la calma del castillo de Peñíscola. Preparó en poco tiempo el
viaje y se embarcó en la pequeña localidad francesa.
No es normal que el mar Mediterráneo
presente ribetes bravíos, pero en esta ocasión, cuando el barco de
Benedicto XIII había zarpado, se desencadenó una auténtica
tempestad. Las olas eran de tamaño oceánico de modo que la nave de
don Pedro de Luna desaparecía por momentos. Todo el mundo creyó
llegado su último suspiro, de manera que —arrodillados en la
bodega, puesto que en la cubierta se corría el riesgo de ser
barridos por las enormes olas— los acompañantes pontificios
imploraban a Dios.
Don Pedro de Luna, el Papa del Mar como
se le denominó en alguna ocasión, desafió la tempestad y se
encaminó a la proa de la embarcación. Arrodillado, mirando al
cielo, solicitó la salvación para él y para los suyos si la
Providencia le reconocía como verdadero vicario de Cristo, de manera
que si no era así deseaba y solicitaba que la tempestad hundiera su
nave.
Lo cierto es que la tempestuosa
tormenta amainó casi en el acto y el mar quedó en absoluto reposo,
aunque el cielo seguía enviando una auténtica cortina de agua. El
pontífice, dirigiéndose a los suyos, que no daban crédito al
portento, les gritó: «¡Proa al sur! ¡Vamos a Peñíscola!».
Aquella prueba divina, en la que el mar
representó papel tan decisivo, le reafirmó en su idea de no
renunciar a la dignidad pontificia. Peñíscola era el lugar perfecto
para la resistencia ante los hombres.
[Simó Castillo, Juan B., Pedro de
Luna, el papa de Peñíscola, pág. 161.]