147. LA FUERZA DE LAS ARMAS (SIGLO XIV.
SÁSTAGO)
El señor de Sástago, Blasco de
Alagón, y Gastón de Ayerbe, abad del vecino monasterio cisterciense de Rueda, situado junto a Escatrón, aunque a la otra orilla del
Ebro, habían heredado y venían sosteniendo un largo pleito por cuestiones territoriales
relacionadas con sus colindantes haciendas. Arbitrajes diversos no
habían logrado acercar a las partes y el conflicto se recrudecía de
cuando en cuando.
Corría el año 1393, en pleno Cisma de
Occidente, cuando el fraile fue invitado un día a acudir al castillo
de Sástago para tratar de solventar las diferencias que les
separaban. Aunque receloso, don Gastón avió sus mulas, llevando en
una arqueta de madera los pergaminos que, según él, acreditaban la
razón de sus pretensiones.
El viaje se desarrolló sin
incidencias, aunque siempre observado a prudente distancia por
hombres armados del conde. Una vez en el castillo, todo parecía
desarrollarse en un clima tenso, pero cortés, y nada hacía
presagiar el giro que iba a tomar la entrevista.
En efecto, los acontecimientos se
desarrollaron vertiginosamente. Una vez finalizada la cena, varios
servidores del señor de Sástago iluminaron más la estancia,
prendiendo varios hachones que se apoyaban en las paredes o colgaban
del techo. Parecía que iba a tener lugar una fiesta en honor de su
huésped. Sin embargo, el conde, rodeado de varios oficiales de su
pequeña corte, y abusando de su poder y hospitalidad, ordenó
colocar en la cabeza del religioso una especie de capacete calentado
al rojo vivo, a modo de mitra, mofándose del fraile, que pugnaba por
deshacerse de tan mortífero instrumento. Don Gastón, indefenso,
terminó muriendo.
Aunque era de noche, los soldados
pusieron el cuerpo inerte y sin vida del abad cruzado sobre una mula,
arreando a la bestia que, aun sin guía, puso rumbo hacia el
monasterio. Al amanecer, los relinchos del bruto alertaron al fraile
portero, que pronto descubrió el macabro espectáculo.
Los monjes protestaron ante el rey, que
intentó hacer justicia, pero el conde, como solía ocurrir en estos
tiempos del Cisma, viajó a Roma, no a Avignon, como peregrino para
implorar y conseguir el perdón pontificio.
[Beltrán, Antonio, De nuestras
tierras..., III, pág. 115.]