350. SANTA ISABEL HIZO DE MONEDAS ROSAS
(SIGLO XIII. BELEM)
De todos es conocido cómo salió del
zaragozano y hermoso palacio de la Aljafería la infanta aragonesa
doña Isabel para convertirse en reina de Portugal, pues allí se
casó con el monarca luso don Dionis. También es sobradamente sabido
por todos cómo soportó con resignación los numerosos deslices de
su esposo y, asimismo, es proverbial su entrega a los menesterosos y
a los enfermos. Su edificante vida acabó llevándola a los altares,
y hoy se le reconoce entre los demás santos por unas rosas que
esconde en su halda. La siguiente es la historia legendaria de esas
rosas.
La reina Isabel de Portugal, hija de
Pedro III de Aragón, dedicó parte de su actividad a la atención
del prójimo, dando a los pobres y desamparados cuanto de valor podía
convertirse en ayuda, lo cual solía disgustar al rey don Dionis, su
marido. Así es que se veía obligada a disimular sus actividades
caritativas hasta donde le era posible.
Un día de pleno invierno, cuando salía
doña Isabel de palacio para intentar socorrer unas necesidades de
las que tuvo conocimiento, se tropezó con don Dionis, que receloso
estaba al acecho. En lugar de llevar en un monedero las monedas que intentaba
repartir entre los pobres, lo cual hubiera sido muy ostensible, las
llevaba escondidas la reina en su halda. El monarca le preguntó
adónde iba y qué escondía en el halda, contestando Isabel que eran
flores y que las llevaba al altar del oratorio para adornarlo. No
creyó don Dionis en la contestación recibida, máxime cuando era
invierno y en los jardines de palacio no habían nacido todavía las
flores. Así es que dudó de ella y le afeó su conducta por tratar
de mentirle.
Doña Isabel, muy dolorida por las
palabras y la actitud del rey, mantuvo con firmeza que eran flores,
confiando en que sería creída. Pero don Dionis, lleno de ira por el
engaño que estimaba le estaba haciendo objeto su mujer, le dio un
manotazo al halda y el suelo de la estancia se cubrió de enormes
rosas fragantes, como si estuvieran recién cortadas. El rey le pidió
perdón, pero en su interior siguió germinando la duda.
[Azagra, Víctor, Cosas nuevas de la
Zaragoza vieja, I, págs. 40-41.]