264. EL TÚNEL BAJO EL EBRO (SIGLO ¿XV?
ESCATRÓN)
Sin saber por qué, Juan, que estaba
pescando tranquilamente a la orilla del río Ebro, se vio rodeado por
sorpresa por varios soldados y, sin recibir ninguna explicación, fue
a dar con sus huesos al calabozo. No sabía qué delito se le
imputaba ni de qué tenía que defenderse. Lo que sí supo es que
estaba encerrado en una sala de la iglesia-fortaleza de San Javier de
Escatrón.
Cuando se hizo de noche, en la calma y
en la soledad de su celda, creyó oír un ruido de pasos en la calle
y se acercó a la ventana para observar lo que sucedía.
Así es cómo
pudo contemplar una larga fila de monjes que caminaban raudos y en
silencio absoluto, hecho al que en aquel instante no dio ninguna
importancia.
Al día siguiente, aunque sin recibir
tampoco explicación alguna, fue puesto en libertad, al parecer por
haber sido detenido el culpable de no se sabe qué delito.
Fue a casa
a tranquilizar a los suyos, pero en el camino recordó la procesión
de monjes y cayó en la cuenta de que en la iglesia de San Javier no
había más allá de cuatro o cinco. ¿Quiénes eran los demás? ¿Qué
hacían allí?
Cuando llegó la noche siguiente,
intrigado por saber a qué podía deberse la presencia de tanto monje
junto, se apostó en una iglesia cercana. A las doce en punto, un
nutrido grupo de frailes entró en San Javier. Decidió esperar
cuanto hiciera falta, hasta que, al despuntar el alba, los frailes
abandonaron la iglesia con gran sigilo. Naturalmente les siguió.
Tras recorrer algunas calles, la comitiva frailuna entró en una
casa.
El hecho se repitió día tras día: a
la media noche, los frailes iban a San Javier; al amanecer,
regresaban a la casa en la que permanecían hasta la media noche. No
entendía nada, hasta que entre los religiosos reconoció a un fraile
del monasterio de Rueda. Entonces supo lo que ocurría. Los monjes
pasaban al monasterio, por debajo del río Ebro, a través de un
túnel que salía de la casa.
[Aldea Gimeno, Santiago, «Cuentos...»,
C.E.C., VII (1982), 61-62.]