182. LA VENGANZA DE
ARNALDO, SEÑOR DE CASTRO DE MALAVELLA
(SIGLO XIII/XIV. PIEDRA)
Arnaldo, señor del Castro
de Malavella, cercano a Piedra, estaba casado con Mencía, hermana
del señor de Somed, matrimonio que no había tenido descendencia. Ya
mayores ambos, el castellano pretendió repudiar a su mujer para
tratar de unirse a una joven plebeya de la que andaba enamorado para
que le diera un sucesor. Nada ni nadie detuvo a don Arnaldo y doña
Mencía se vio obligada a abandonar el castillo mientras tomaba
posesión del mismo la joven, a la que el caballero dedicó todas sus
atenciones.
La llamada del rey para
efectuar una campaña militar obligó a don Arnaldo a abandonar el
castillo y en él a su joven amante doña Flor. Ésta, viéndose
libre por algún tiempo de la presencia del hombre al que se había
unido por interés, corrió a reunirse con el joven al que de verdad
amaba.
Era una noche de frágil luna y los dos jóvenes, por separado, recorrieron prestos, sorteando
los árboles del denso bosque, el camino que les condujo a una
profunda cueva donde se fundieron en un abrazo, aunque sin darse
cuenta que eran observados a distancia por un hombre. Era el guardián
del castillo, al que don Arnaldo había encomendado la custodia de
Flor.
Regresó a la fortaleza el
guardián, hallando en su puerta a un peregrino que cubría casi por
completo su rostro para guarecerse del frío de la noche. Preguntó
éste por el señor y, tras saber que no estaba, lo hizo por la
señora. Al contestarle que tampoco se encontraba ella inquirió el
porqué. Cuando el guardián le dijo que no era cosa suya, el
peregrino descubrió su verdadera identidad: era el propio don
Arnaldo.
Tuvo que confesar el
guardián la infidelidad de Flor y el viejo castellán, lleno de ira,
corrió hacia la cueva, y cogiéndolos por sorpresa, consiguió
atravesar con su espada a los dos amantes. Luego, valiéndose de
troncos y piedras, desvió el cauce del río para que aquel lugar
quedase oculto. En el fondo de la cueva, quedaron para siempre
abrazados los cuerpos inmóviles de los dos jóvenes, que la
naturaleza se encargó de petrificar, de modo que sus dos esqueletos
entrelazados pueden verse todavía en el fondo de la cueva tras la
cascada de agua clara.
[Sarthou, Carlos, «La
leyenda romántica de Piedra», en Aragón, 158 (1938), 217-218.]
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