344. LOS EXCREMENTOS DEL CABALLO DE
ROLDÁN
(SIGLO IX. TORLA)
De todos es sabido cómo el valeroso
Roldán abrió con su famosa espada
«Durandel» una brecha entre Ordesa y
Gavarnié, cuando, no queriendo que aquélla cayera en manos del
enemigo, la lanzó en dirección a Francia y abrió el «tajo de
Roldán», como también es conocido cómo su caballo, después de
saltar aquella brecha, cayó reventado, tras lo cual Roldán tuvo que
continuar a pie. Lo que casi nadie sabe o recuerda son los efectos
que causó aquel gran esfuerzo en tan hábil y esforzado caballo.
Lo cierto es que durante el salto
conjunto del caballero y del caballo
—vuelo cabría decir mejor—, al
animal, que naturalmente le correspondió la mayor parte del
esfuerzo, se le cayeron las sobras —como nos diría Pedro Saputo al
recordar el hecho—, no se sabe si de miedo o por apremiante
necesidad, sobras que fueron a parar directamente, intactas y sin
contaminar por agente externo alguno al río Flumen.
Luego, las aguas claras del Flumen las
transportaron al Isuela una vez pasado Huesca, para ir a parar,
sucesivamente, al Alcanadre, al Cinca, al Segre y al Ebro y, de este
último, al mar. Una vez en el mar, por fin, las flotantes sobras del
esforzado caballo fueron derivadas por las corrientes hasta el
litoral norteafricano donde finalizaron su acuático periplo. Pero la
cosa no quedó ahí, pues, en la costa arenosa donde fueron a parar y
embarrancaron, nació una única planta de la que brotaron tres
hermosas flores de tres distintos colores: una era blanca, otra negra
y la tercera, morada.
Fue casualidad que una yegua que por
allí pasaba una mañana se comiera con sumo placer, una tras otra,
las tres flores y la mata. Con el tiempo, la yegua parió tres
potrillos de los mismos colores que las flores. Y cuando éstos
crecieron, se transformaron en unos imponentes y veloces caballos,
más veloces que los ciervos que corrían por las tierras de
Ontiñena.