302. INVENCIÓN DEL ROSARIO (SIGLO
XIII)
Un zagal, pastor de un menguado rebaño
de ovejas que servía de sustento a los suyos, era un gran devoto de
la Virgen, a la que rezaba diariamente rogándole tanto por él como
por toda su familia, fundamentalmente por su madre enferma.
Al objeto de llevar perfectamente la
cuenta de las avemarías que desgranaba en la soledad del monte,
puesto que rezaba el mismo número para cada persona encomendada,
solía cortar cada día un tallo de junco flexible, en el que hacía
un nudo por cada una de ellas y, cada diez oraciones rezadas, uno más
grande y algo distanciado del resto.
En una ocasión —tras hacer un alto
en el camino para reponer fuerzas y para que descansaran sus ovejas,
su asno y sus perros—, recogió todo y reemprendió la caminata,
pero se dejó olvidado el junco anudado colgado de la rama de un
árbol. No le dio ninguna importancia al olvido pues, como solía
hacer cada día, cortaría otro junco.
No obstante, cuando a la mañana
siguiente regresó al mismo lugar, advirtió el tallo olvidado que
colgaba de la rama, pero vio con sorpresa que los pequeños nudos se
habían convertido en rosas blancas y los grandes, los de las
decenas, en rosas aún mayores y rojas.
Cuando al cabo de unos días regresó a
su casa, el zagal narró en la plaza del pueblo con todo tipo de
detalles lo que le había ocurrido. La mayoría de sus convecinos
estimaron que lo sucedido era una clara muestra de que a Nuestra
Señora le gustaba el sistema empleado por el pastorcillo para llevar
la cuenta de sus rezos, de modo que en todas las casas del pueblo
comenzaron a confeccionar rosarios, sustituyendo las rosas blancas y
rojas por granos de gachumbo o de caña de Santo Domingo.
Esta leyenda explica que, en los
rosarios primitivos, los granos corrientes fuesen blanquecinos y los
de las decenas rojizos, en recuerdo del color de las rosas con que
Nuestra Señora adornó el tallo de junco del pastorcillo.
[Gironella, Joaquín, «La fiesta de
Nuestra Señora del Rosario», Folletón Altoaragón, 2 (1980), 2.]